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  -fol. 88v-  

ArribaAbajoCapítulo once del segundo libro

PARÉCEME que si no se arrimara la paciencia al gusto que tenían Arnaldo y Policarpo de mirar a Auristela, y Sinforosa de ver a Periandro, ya la hubieran perdido escuchando su larga plática, de quien juzgaron Mauricio y Ladislao que había sido algo larga y traída no muy a propósito, pues, para contar sus desgracias propias, no había para qué contar los placeres ajenos. Con todo eso, les dio gusto y quedaron con él, esperando oír el fin de su historia, por el donaire siquiera y buen estilo con que Periandro la contaba.

Halló Antonio el padre a la Cenotia, que buscaba en la cámara del rey por lo menos; y, en viéndola, puesta una desenvainada daga en las manos, con cólera española y discurso ciego arremetió a ella, diciéndola (la asió del brazo izquierdo y levantando la daga en alto, la dijo):

-Dame, ¡oh hechicera!, a mi hijo vivo y sano, y luego; si no, haz cuenta que el punto de tu muerte ha llegado. Mira si tienes su vida envuelta en algún envoltorio de agujas sin ojos o de alfileres sin cabezas; mira, ¡oh pérfida!, si la tienes escondida en algún quicio de puerta o en alguna otra parte que sólo tú la sabes.

Pasmóse Cenotia, viendo que la amenazaba una daga desnuda en las manos de un español colérico, y, temblando, le prometió de darle la vida y salud de su hijo; y aun le prometiera de darle la salud de todo el mundo, si se la pidiera: de tal manera se le había entrado el temor en el alma.

Y así, le dijo:

-Suéltame, español, y envai[n]a tu acero, que los que tiene tu hijo le han conducido al término en que está; y, pues sabes que las mujeres somos naturalmente vengativas, y más cuando nos llama a la venganza el desdén y el menosprecio, no te maravilles   -fol. 89r-   si la dureza de tu hijo me ha endurecido el pecho. Aconséjale que se humane de aquí adelante con los rendidos, y no menosprecie a los que piedad le pidieren, y vete en paz, que mañana estará tu hijo en disposición de levantarse bueno y sano.

-Cuando así no sea -respondió Antonio-, ni a mí me faltará industria para hallarte, ni cólera para quitarte la vida.

Y con esto la dejó, y ella quedó tan entregada al miedo que, olvidándose de todo agravio, sacó del quicio de una puerta los hechizos que había preparado para consumir la vida poco a poco del riguroso mozo, que con los de su donaire y gentileza la tenía rendida.

Apenas hubo sacado la Cenotia sus endemoniados preparamentos de la puerta, cuando salió la salud perdida de Antonio a plaza, cobrando en su rostro las primeras colores, los ojos vista alegre y las desmayadas fuerzas esforzado brío, de lo que recibieron general contento cuantos le conocían.

Y, estando con él a solas, su padre le dijo:

-En todo cuanto quiero agora decirte, ¡oh hijo!, quiero advertirte que adviertas que se encaminan mis razones a aconsejarte que no ofendas a Dios en ninguna manera; y bien habrás echado de ver esto en quince o diez y seis años que ha que te enseño la ley que mis padres me enseñaron, que es la católica, la verdadera y en la que se han de salvar y se han salvado todos los que han entrado hasta aquí y han de entrar de aquí adelante en el reino de los cielos. Esta santa ley nos enseña que no estamos obligados a castigar a los que nos ofenden, sino a aconsejarlos la enmienda de sus delitos: que el castigo toca al juez y la reprehensión a todos, como sea con las condiciones que después te diré. Cuando te convidaren a hacer ofensas que redunden en deservicio de Dios, no tienes para qué armar el arco, ni disparar flechas, ni decir injuriosas palabras: que, con no recebir el consejo y apartarte de la ocasión, quedarás vencedor en la   -fol. 89v-   pelea, y libre y seguro de verte otra vez en el trance que ahora te has visto. La Cenotia te tenía hechizado, y con hechizos de tiempo señalado, poco a poco, en menos [de] diez días perdieras la vida si Dios y mi buena diligencia no lo hubiera estorbado; y vente conmigo, porque alegres a todos tus amigos con tu vista, y escuchemos los sucesos de Periandro, que los ha de acabar de contar esta noche.

Prometióle Antonio a su padre de poner en obra todos sus consejos, con el ayuda de Dios, a pesar de todas las persuasiones y lazos que contra su honestidad le armasen.

La Cenotia, en esto, corrida, afrentada y lastimada de la soberbia desamorada del hijo, y de la temeridad y cólera del padre, quiso por mano ajena vengar su agravio, sin privarse de la presencia de su desamorado bárbaro; y, con este pensamiento y resuelta determinación, se fue al rey Policarpo y le dijo:

-Ya sabes, señor, cómo, después que vine a tu casa y a tu servicio, siempre he procurado no apartarme en él con la solicitud posible; sabes también, fiado en la verdad que de mí tienes conocida, que me tienes hecha archivo de tus secretos, y sabes, como prudente, que en los casos propios, y más si se ponen de por medio deseos amorosos, suelen errarse los discursos que, al parecer, van más acertados; y por esto querría que, en el que ahora tienes hecho de dejar ir libremente a Arnaldo y a toda su compañía, vas fuera de toda razón y de todo término. Dime: si no puedes presente rendir a Auristela, ¿cómo la rendirás ausente?; ¿y cómo querrá ella cumplir su palabra, volviendo a tomar por esposo a un varón anciano, que en efeto lo eres, que las verdades que uno conoce de sí mismo no nos pueden engañar, teniéndose ella de su mano a Periandro, que podría ser que no fuese su hermano, y a Arnaldo, príncipe mozo y que no la quiere para menos que para ser su esposa? No dejes, señor, que la ocasión   -fol. 90r-   que agora se te ofrece te vuelva la calva en lugar de la guedeja, y puedes tomar ocasión de detenerlos, de querer castigar la insolencia y atrevimiento que tuvo este mostruo bárbaro que viene en su compañía de matar en tu misma casa a aquel que dicen que se llamaba Clodio; que si ansí lo haces, alcanzarás fama que alberga en tu pecho, no el favor, sino la justicia.

Estaba escuchando Policarpo atentísimamente a la maliciosa Cenotia, que con cada palabra que le decía le atravesaba, como si fuera con agudos clavos, el corazón; y luego luego quisiera correr a poner en efeto sus consejos. Ya le parecía ver a Auristela en brazos de Periandro, no como en los de su hermano, sino como en los de su amante; ya se la contemplaba con la corona en la cabeza del reino de Dinamarca, y que Arnaldo hacía burla de sus amorosos disinios. En fin, la rabia de la endemoniada enfermedad de los celos se le apoderó del alma en tal manera, que estuvo por dar voces y pedir venganza de quien en ninguna cosa le había ofendido. Pero, viendo la Cenotia cuán sazonado le tenía, y cuán prompto para ejecutar todo aquello que más le quisiese aconsejar, le dijo que se sosegase por entonces, y que esperasen a que aquella noche acabase de contar Periandro su historia, porque el tiempo se le diese de pensar lo que más convenía.

Agradecióselo Policarpo, y ella, cruel y enamorada, daba trazas en su pensamiento cómo cumpliese el deseo del rey y el suyo. Llegó en esto la noche; juntáronse a conversación como la vez pasada; volvió Periandro a repetir algunas palabras antes dichas, para que viniese con concierto a anudar el hilo de su historia, que la había dejado en el certamen de las barcas.



  -fol. 90v-  

ArribaAbajoCapítulo doce del segundo libro

Prosigue Periandro su agradable historia y el robo de Auristela


LA QUE CON más gusto escuchaba a Periandro era la bella Sinforosa, estando pendiente de sus palabras como con las cadenas que salían de la boca de Hércules: tal era la gracia y donaire con que Periandro contaba sus sucesos. Finalmente, los volvió anudar, como se ha dicho, prosiguiendo desta manera:

-«Al Amor, al Interés y a la Diligencia dejó atrás la Buena Fortuna, que sin ella vale poco la diligencia, no es de provecho el interés, ni el amor puede usar de sus fuerzas. La fiesta de mis pescadores, tan regocijada como pobre, excedió a las de los triunfos romanos: que tal vez en la llaneza y en la humildad suelen esconderse los regocijos más aventajados. Pero, como las venturas humanas estén por la mayor parte pendientes de hilos delgados, y los de la mudanza fácilmente se quiebran y desbaratan, como se quebraron las de mis pescadores, y se retorcieron y fortificaron mis desgracias, aquella noche la pasamos todos en una isla pequeña que en la mitad del río se hacía, convidados del verde sitio y apacible lugar. Holgábanse los desposados, que, sin muestras de parecer que lo eran, con honestidad y diligencia de dar gusto a quien se le había dado tan grande, poniéndolos en aquel deseado y venturoso estado; y así, ordenaron que en aquella isla del río se renovasen las fiestas y se continuasen por tres días.

»La sazón del tiempo, que era la del verano; la comodidad del sitio, el resplandor   -fol. 91r-   de la luna, el susurro de las fuentes, la fruta de los árboles, el olor de las flores, cada cosa destas de por sí, y todas juntas, convidaban a tener por acertado el parecer de que allí estuviésemos el tiempo que las fiestas durasen. Pero, apenas nos habíamos reducido a la isla, cuando, de entre un pedazo de bosque que en ella estaba, salieron hasta cincuenta salteadores armados a la ligera, bien como aquellos que quieren robar y huir, todo a un mismo punto; y, como los descuidados acometidos suelen ser vencidos con su mismo descuido, casi sin ponernos en defensa, turbados con el sobresalto, antes nos pusimos a mirar que acometer a los ladrones, los cuales, como hambrientos lobos, arremetieron al rebaño de las simples ovejas, y se llevaron, si no en la boca, en los brazos, a mi hermana Auristela, a Cloelia, su ama, y a Selviana y a Leoncia, como si solamente vinieran a ofendellas, porque se dejaron muchas otras mujeres a quien la naturaleza había dotado de singular hermosura.

»Yo, a quien el estraño caso más colérico que suspenso me puso, me arrojé tras los salteadores, los seguí con los ojos y con las voces, afrentándolos como si ellos fueran capaces de sentir afrentas, solamente para irritarlos a que mis injurias les moviesen a volver a tomar venganza de ellas; pero ellos, atentos a salir con su intento, o no oyeron o no quisieron vengarse, y así, se desparecieron; y luego los desposados y yo, con algunos de los principales pescadores, nos juntamos, como suele decirse, a consejo, sobre qué haríamos para enmendar nuestro yerro y cobrar nuestras prendas. Uno dijo: "No es posible sino que alguna nave de salteadores está en la mar, y en parte donde con facilidad ha echado esta gente en tierra, quizá sabidores de nuestra junta y de nuestras fiestas. Si esto es ansí, como sin duda lo imagino, el mejor remedio es que salgan algunos barcos de los   -fol. 91v-   nuestros y les ofrezcan todo el rescate que por la presa quisieren, sin detenerse en el tanto más cuanto: que las prendas de esposas hasta las mismas vidas de sus mismos esposos merecen en rescate". "Yo seré -dije entonces- el que haré esa diligencia; que, para conmigo, tanto vale la prenda de mi hermana como si fuera la vida de todos los del mundo". Lo mismo dijeron Carino y Solercio: ellos llorando en público y yo muriendo en secreto.

»Cuando tomamos esta resolución comenzaba anochecer, pero, con todo eso, nos entramos en un barco los desposados y yo con seis remeros; pero, cuando salimos al mar descubierto, había acabado de cerrar la noche, por cuya escuridad no vimos bajel alguno. Determinamos de esperar el venidero día, por ver si con la claridad descubríamos algún navío, y quiso la suerte que descubriésemos dos: el uno que salía del abrigo de la tierra y el otro que venía a tomarla. Conocí que el que dejaba la tierra era el mismo de quien habíamos salido a la isla, así en las banderas como en las velas, que venían cruzadas con una cruz roja. Los que venían de fuera las traían verdes, y los unos y los otros eran cosarios. Pues, como yo imaginé que el navío que salía de la isla era el de los salteadores de la presa, hice poner en una lanza una bandera blanca de seguro; vine arrimando al costado del navío, para tratar del rescate, llevando cuidado de que no me prendiese. Asomóse el capitán al borde, y, cuando quise alzar la voz para hablarle, puedo decir que me la turbó y suspendió y cortó en la mitad del camino un espantoso trueno que formó el disparar de un tiro de artillería de la nave de fuera, en señal que desafiaba a la batalla al navío de tierra. Al mismo punto le fue respondido con otro no menos poderoso, y en un instante se comenzaron a cañonear las dos naves, como si fueran de dos conocidos y irritados enemigos.

»Desvióse nuestro barco   -fol. 92r-   de en mitad de la furia, y desde lejos estuvimos mirando la batalla; y, habiendo jugado la artillería casi una hora, se aferraron los dos navíos con una no vista furia. Los del navío de fuera, o más venturosos, o por mejor decir, más valientes, saltaron en el navío de tierra, y en un instante desembarazaron toda la cubierta, quitando la vida a sus enemigos, sin dejar a ninguno con ella. Viéndose, pues, libres de sus ofensores, se dieron a saquear el navío de las cosas más preciosas que tenía, que por ser de cosarios no era mucho, aunque en mi estimación eran las mejores del mundo, porque se llevaron de las primeras a mi hermana, a Selviana, a Leoncia y a Cloelia, con que enriquecieron su nave, pareciéndoles que en la hermosura de Auristela llevaban un precioso y nunca visto rescate. Quise llegar con mi barca a hablar con el capitán de los vencedores, pero, como mi ventura andaba siempre en los aires, uno de tierra sopló y hizo apartar el navío. No pude llegar a él, ni ofrecer imposibles por el rescate de la presa, y así, fue forzoso el volvernos, sin ninguna esperanza de cobrar nuestra pérdida; y, por no ser otra la derrota que el navío llevaba que aquella que el viento le permitía, no podimos por entonces juzgar el camino que haría, ni señal que nos diese a entender quiénes fuesen los vencedores, para juzgar siquiera, sabiendo su patria, las esperanzas de nuestro remedio. Él voló, en fin, por el mar adelante, y nosotros, desmayados y tristes, nos entramos en el río, donde todos los barcos de los pescadores nos estaban esperando.

»No sé si os diga, señores, lo que es forzoso deciros: un cierto espíritu se entró entonces en mi pecho, que, sin mudarme el ser, me pareció que le tenía más que de hombre; y así, levantándome en pie sobre la barca, hice que la rodeasen todas las demás y estuviesen atentos a estas o otras semejantes razones   -fol. 92v-   que les dije: "La baja fortuna jamás se enmendó con la ociosidad ni con la pereza; en los ánimos encogidos nunca tuvo lugar la buena dicha; nosotros mismos nos fabricamos nuestra ventura, y no hay alma que no sea capaz de levantarse a su asiento; los cobardes, aunque nazcan ricos, siempre son pobres, como los avaros mendigos. Esto os digo, ¡oh amigos míos!, para moveros y incitaros a que mejoréis vuestra suerte, y a que dejéis el pobre ajuar de unas redes y de unos estrechos barcos, y busquéis los tesoros que tiene en sí encerrados el generoso trabajo; llamo generoso al trabajo del que se ocupa en cosas grandes. Si suda el cavador rompiendo la tierra, y apenas saca premio que le sustente más que un día, sin ganar fama alguna, ¿por qué no tomará en lugar de la azada una lanza, y, sin temor del sol ni de todas las inclemencias del cielo, procurará ganar con el sustento fama que le engrandezca sobre los demás hombres? La guerra, así como es madrastra de los cobardes, es madre de los valientes, y los premios que por ella se alcanzan se pueden llamar ultramundanos. ¡Ea, pues, amigos, juventud valerosa, poned los ojos en aquel navío que se lleva las caras prendas de vuestros parientes, encerrándonos en estotro, que en la ribera nos dejaron, casi, a lo que creo, por ordenación del cielo! Vamos tras él y hagámonos piratas, no codiciosos, como son los demás, sino justicieros, como lo seremos nosotros. A todos se nos entiende el arte de la marinería; bastimentos hallaremos en el navío con todo lo necesario a la navegación, porque sus contrarios no le despojaron más que de las mujeres; y si es grande el agravio que hemos recebido, grandísima es la ocasión que para vengarle se nos ofrece. Sígame, pues, el que quisiere, que yo os suplico, y Carino y Solercio os lo ruegan, que bien sé que no me han de dejar en esta valerosa empresa".

»Apenas   -fol. 93r-   hube acabado de decir estas razones, cuando se oyó un murmúreo por todas las barcas, procedido de que unos con otros se aconsejaban de lo que harían; y entre todos salió una voz que dijo: "Embárcate, generoso huésped, y sé nuestro capitán y nuestra guía, que todos te seguiremos".

»Esta tan improvisa resolución de todos me sirvió de felice auspicio, y, por temer que la dilación de poner en obra mi buen pensamiento no les diese ocasión de madurar su discurso, me adelanté con mi barco, al cual siguieron otros casi cuarenta. Llegué a reconocer el navío, entré dentro, escudriñéle todo, miré lo que tenía y lo que le faltaba, y hallé todo lo que me pudo pedir el deseo que fuese necesario para el viaje. Aconsejéles que ninguno volviese a tierra, por quitar la ocasión de que el llanto de las mujeres y el de los queridos hijos no fuese parte para dejar de poner en efeto resolución tan gallarda. Todos lo hicieron así, y desde allí se despidieron con la imaginación de sus padres, hijos y mujeres: ¡caso estraño, y que ha menester que la cortesía ayude a darle crédito! Ninguno volvió a tierra, ni se acomodó de más vestidos de aquellos con que había entrado en el navío, en el cual, sin repartir los oficios, todos servían de marineros y de pilotos, excepto yo, que fui nombrado por capitán por gusto de todos. Y, encomendándome a Dios, comencé luego a ejercer mi oficio, y lo primero que mandé fue desembarazar el navío de los muertos que habían sido en la pasada refriega y limpiarle de la sangre de que estaba lleno; ordené que se buscasen todas las armas, ansí ofensivas como defensivas, que en él había, y, repartiéndolas entre todos, di a cada uno la que a mi parecer mejor le estaba; requerí los bastimentos, y, conforme a la gente, tanteé para cuántos días serían bastantes, poco más a menos. Hecho esto, y hecha oración al cielo, suplicándole encaminase   -fol. 93v-   nuestro viaje y favoreciese nuestros tan honrados pensamientos, mandé izar las velas, que aún se estaban atadas a las entenas, y que las diéramos al viento, que, como se ha dicho, soplaba de la tierra, y, tan alegres como atrevidos y tan atrevidos como confiados, comenzamos a navegar por la misma derrota que nos pareció que llevaba el navío de la presa.» Veisme aquí, señores que me estáis escuchando, hecho pescador y casamentero rico con mi querida hermana y pobre sin ella, robado de salteadores, y subido al grado de capitán contra ellos; que las vueltas de mi fortuna no tienen un punto donde paren, ni términos que las encierren.

-No más -dijo a esta sazón Arnaldo-; no más, Periandro amigo; que, puesto que tú no te canses de contar tus desgracias, a nosotros nos fatiga el oírlas, por ser tantas.

A lo que respondió Periandro:

-Yo, señor Arnaldo, soy hecho como esto que se llama lugar, que es donde todas las cosas caben, y no hay ninguna fuera del lugar, y en mí le tienen todas las que son desgraciadas, aunque, por haber hallado a mi hermana Auristela, las juzgo por dichosas; que el mal que se acaba sin acabar la vida, no lo es.

A esto dijo Transila:

-Yo por mí digo, Periandro, que no entiendo esa razón; sólo entiendo que le será muy grande, si no cumplís el deseo que todos tenemos de saber los sucesos de vuestra historia, que me va pareciendo ser tales que han de dar ocasión a muchas lenguas que las cuenten y muchas injuriosas plumas que la escriban. Suspensa me tiene el veros capitán de salteadores (juzgué merecer este nombre vuestros pescadores valientes), y estaré esperando, también suspensa, cuál fue la primera hazaña que hicistes, y la aventura primera con que encontrastes.

-Esta noche, señora -respondió Periandro-, daré fin, si fuere posible, al cuento, que aún, hasta agora, se está en sus principios.

Quedando todos de acuerdo que   -fol. 94r-   aquella noche volviesen a la misma plática, por entonces dio fin Periandro a la suya.




ArribaAbajoCapítulo trece del segundo libro

Da cuenta Periandro de un notable caso que le sucedió en el mar


LA SALUD del enhechizado Antonio volvió su gallardía a su primera entereza, y con ella se volvieron a renovar en Cenotia sus mal nacidos deseos, los cuales también renovaron [en] su corazón los temores de verse de él ausente: que los desahuciados de tener en sus males remedio, nunca acaban de desengañarse que lo están, en tanto que veen presente la causa de donde nacen. Y así, procuraba, con todas las trazas que podía imaginar su agudo entendimiento, de que no saliesen de la ciudad ninguno de aquellos huéspedes; y así, volvió a aconsejar a Policarpo que en ninguna manera dejase sin castigo el atrevimiento del bárbaro homicida, y que, por lo menos, ya que no le diese la pena conforme al delito, le debía prender y castigarle siquiera con amenazas, dando lugar que el favor se opusiese por entonces a la justicia, como tal vez se suele hacer en más importantes ocasiones.

No la quiso tomar Policarpo en la que este consejo le ofrecía, diciendo a la Cenotia que era agraviar la autoridad del príncipe Arnaldo, que debajo de su amparo le traía, y enfadar a su querida Auristela, que como a su hermano le trataba; y más, que aquel delito fue accidental y forzoso, y nacido más de desgracia que de malicia; y más, que no tenía parte que le pidiese, y que todos cuantos le conocían   -fol. 94v-   afirmaban que aquella pena era condigna de su culpa, por ser el mayor maldiciente que se conocía.

-¿Cómo es esto, señor -replicó la Cenotia-, que, habiendo quedado el otro día entre nosotros de acuerdo de prenderle, con cuya ocasión la tomases de detener a Auristela, agora estás tan lejos de tomarle? Ellos se te irán, ella no volverá, tú llorarás entonces tu perplejidad y tu mal discurso, a tiempo cuando ni te aprovechen las lágrimas, ni enmendar en la imaginación lo que ahora con nombre de piadoso quieres hacer. Las culpas que comete el enamorado en razón de cumplir su deseo no lo son, en razón de que no es suyo, ni es él el que las comete, sino el amor, que manda su voluntad. Rey eres, y de los reyes las injusticias y rigores son bautizadas con nombre de severidad. Si prendes a este mozo, darás lugar a la justicia; y soltándole, a la misericordia; y en lo uno y en lo otro confirmarás el nombre que tienes de bueno.

Desta manera aconsejaba la Cenotia a Policarpo, el cual, a solas y en todo lugar, iba y venía con el pensamiento en el caso, sin saber resolverse de qué modo podía detener a Auristela sin ofender a Arnaldo, de cuyo valor y poder era razón temiese; pero, en medio de estas consideraciones, y en el de las que tenía Sinforosa, que, por no estar tan recatada ni tan cruel como la Cenotia, deseaba la partida de Periandro, por entrar en la esperanza de la vuelta, se llegó el término de que Periandro volviese a proseguir su historia, que la siguió en esta manera:

-«Ligera volaba mi nave por donde el viento quería llevarla, sin que se le opusiese a su camino la voluntad de ninguno de los que íbamos en ella, dejando todos en el albedrío de la fortuna nuestro viaje, cuando desde lo alto de la gavia vimos caer a un marinero, que, antes que llegase a la cubierta del navío, quedó suspenso   -fol. 95r-   de un cordel que traía anudado a la garganta. Llegué con priesa y cortésele, con que estorbé no se le acortase la vida. Quedó como muerto, y estuvo fuera de sí casi dos horas, al cabo de las cuales volvió en sí, y preguntándole la causa de su desesperación, dijo: "Dos hijos tengo, el uno de tres y el otro de cuatro años, cuya madre no pasa de los veinte y dos y cuya pobreza pasa de lo posible, pues sólo se sustentaba del trabajo de estas manos; y, estando yo agora encima de aquella gavia, volví los ojos al lugar donde los dejaba, y, casi como si alcanzara a verlos, los vi hincados de rodillas, las manos levantadas al cielo, rogando a Dios por la vida de su padre, y llamándome con palabras tiernas; vi ansimismo llorar a su madre, dándome nombres de cruel sobre todos los hombres. Esto imaginé con tan gran vehemencia que me fuerza a decir que lo vi, para no poner duda en ello. Y el ver que esta nave vuela y me aparta dellos, y que no sé dónde vamos, y la poca o ninguna obligación que me obligó a entrar en ella, me trastornó el sentido, y la desesperación me puso este cordel en las manos, y yo le di a mi garganta, por acabar en un punto los siglos de pena que me amenazaba".

»Este suceso movió a lástima a cuantos le escuchábamos, y, habiéndole consolado y casi asegurado que presto daríamos la vuelta contentos y ricos, le pusimos dos hombres de guarda que le estorbasen volver a poner en ejecución su mal intento, y ansí le dejamos; y yo, porque este suceso no despertase en la imaginación de alguno de los demás el querer imitarle, les dije que "la mayor cobardía del mundo era el matarse, porque el homicida de sí mismo es señal que le falta el ánimo para sufrir los males que teme; y ¿qué mayor mal puede venir a un hombre que la muerte?; y, siendo esto así, no es locura el dilatarla: con la vida se enmiendan y mejoran las malas suertes, y con   -fol. 95v-   la muerte desesperada no sólo no se acaban y se mejoran, pero se empeoran y comienzan de nuevo. Digo esto, compañeros míos, porque no os asombre el suceso que habéis visto deste nuestro desesperado: que aun hoy comenzamos a navegar, y el ánimo me está diciendo que nos aguardan y esperan mil felices sucesos".

»Todos dieron la voz a uno para responder por todos, el cual desta manera dijo: "Valeroso capitán, en las cosas que mucho se consideran, siempre se hallan muchas dificultades, y en los hechos valerosos que se acometen, alguna parte se ha de dar a la razón y muchas a la ventura; y en la buena que hemos tenido en haberte elegido por nuestro capitán, vamos seguros y confiados de alcanzar los buenos sucesos que dices. Quédense nuestras mujeres, quédense nuestros hijos, lloren nuestros ancianos padres, visite la pobreza a todos; que los cielos, que sustentan los gusarapos del agua, tendrán cuidado de sustentar los hombres de la tierra. Manda, señor, izar las velas; pon centinelas en las gavias por ver si descubren en qué podamos mostrar que, no temerarios, sino atrevidos, son los que aquí vamos a servirte".

»Agradecíles la respuesta, hice izar todas las velas, y, habiendo navegado aquel día, al amanecer del siguiente, la centinela de la gavia mayor dijo a grandes voces: "¡Navío!, ¡navío!" Preguntáronle qué derrota llevaba, y que de qué tamaño parecía. Respondió que era tan grande como el nuestro, y que le teníamos por la proa. "Alto, pues -dije-, amigos, tomad las armas en las manos, y mostrad con éstos, si son cosarios, el valor que os ha hecho dejar vuestras redes". Hice luego cargar las velas, y en poco más de dos horas descubrimos y alcanzamos el navío, al cual embestimos de golpe, y, sin hallar defensa alguna, saltaron en él más de cuarenta de mis soldados, que no tuvieron en quien ensangrentar las espadas, porque solamente traía algunos   -fol. 96r-   marineros y gente de servicio; y, mirándolo bien todo, hallaron en un apartamiento puestos en un cepo de hierro por la garganta, desviados uno de otro casi dos varas, a un hombre de muy buen parecer y a una mujer más que medianamente hermosa; y en otro aposento hallaron, tendido en un rico lecho, a un venerable anciano, de tanta autoridad que obligó su presencia a que todos le tuviésemos respeto. No se movió del lecho, porque no podía; pero, levantándose un poco, alzó la cabeza y dijo: "Envainad, señores, vuestras espadas, que en este navío no hallaréis ofensores en quien ejercitarlas; y si la necesidad os hace y fuerza a usar este oficio de buscar vuestra ventura a costa de las ajenas, a parte habéis llegado que os hará dichosos, no porque en este navío haya riquezas ni alhajas que os enriquezcan, sino porque yo voy en él, que soy Leopoldio, el rey de los dánaos".

»Este nombre de rey me avivó el deseo de saber qué sucesos habían traído a un rey estar tan solo y tan sin defensa alguna. Lleguéme a él, y preguntéle si era verdad lo que decía, porque, aunque su grave presencia prometía serlo, el poco aparato con que navegaba hacía poner en duda el creerle. "Manda, señor -respondió el anciano-, que esta gente se sosiegue, y escúchame un poco, que en breves razones te contaré cosas grandes". Sosegáronse mis compañeros, y ellos y yo estuvimos atentos a lo que decir quería, que fue esto: "El cielo me hizo rey del reino de Dánea, que heredé de mis padres, que también fueron reyes y lo heredaron de sus pasados, sin haberles introducido a serlo la tiranía, ni otra negociación alguna. Caséme en mi mocedad con una mujer mi igual; murióse, sin dejarme sucesión alguna. Corrió el tiempo, y muchos años me contuve en los límites de una honesta viudez; pero, al fin, por culpa   -fol. 96v-   mía, que de los pecados que se cometen nadie ha de echar la culpa a otro, sino a sí mismo; digo que, por culpa mía, tropecé y caí en la de enamorarme de una dama de mi mujer, que, a ser ella la que debía, hoy fuera el día que fuera reina, y no se viera atada y puesta en un cepo, como ya debéis de haber visto. Ésta, pues, pareciéndole [no] ser injusto anteponer los rizos de un criado mío a mis canas, se envolvió con él, y no solamente tuvo gusto de quitarme la honra, sino que procuró, junto con ella, quitarme la vida, maquinando contra mi persona con tan estrañas trazas, con tales embustes y rodeos, que, a no ser avisado con tiempo, mi cabeza estuviera fuera de mis hombros en una escarpia al viento, y las suyas coronadas del reino de Dánea. Finalmente, yo descubrí sus intentos a tiempo, cuando ellos también tuvieron noticia de que yo lo sabía. Una noche, en un pequeño navío que estaba con las velas en alto para partirse, por huir del castigo de su culpa y de la indignación de mi furia, se embarcaron. Súpelo, volé a la marina en las alas de mi cólera, y hallé que habría veinte horas que habían dado las suyas al viento; y yo, ciego del enojo y turbado con el deseo de la venganza, sin hacer algún prudente discurso, me embarqué en este navío y los seguí, no con autoridad y aparato de rey, sino como particular enemigo. Hallélos a cabo de diez días en una isla que llaman del Fuego; cogílos y descuidados, y, puestos en ese cepo que habréis visto, los llevaba a Dánea, para darles, por justicia y procesos fulminados, la debida pena a su delito. Esta es pura verdad, lo[s] delincuentes ahí están, que, aunque no quieran, la acreditan. Yo soy el rey de Dánea, que os prometo cien mil monedas de oro, no porque las traiga aquí, sino porque os doy mi palabra de ponéroslas y enviároslas donde quisiéredes, para cuya seguridad, si no basta mi palabra, llevadme con vosotros   -fol. 97r-   en vuestro navío y dejad que en este mío, ya vuestro, vaya alguno de los míos a Dánea, y traiga este dinero donde le ordenáredes. Y no tengo más que deciros".

»Mirábanse mis compañeros unos a otros, y diéronme la vez de responder por todos, aunque no era menester, pues yo, como capitán, lo podía y debía hacer. Con todo esto, quise tomar parecer con Carino y con Solercio y con algunos de los demás, porque no entendiesen que me quería alzar de hecho con el mando que de su voluntad ellos tenían dado; y así, la respuesta que di al rey fue decirle: "Señor, a los que aquí venimos, no nos puso la necesidad las armas en las manos, ni ninguno otro deseo que de ambiciosos tenga semejanza; buscando vamos ladrones, a castigar vamos salteadores y a destruir piratas; y, pues tú estás tan lejos de ser persona deste género, segura está tu vida de nuestras armas; antes, si has menester que con ellas te sirvamos, ninguna cosa habrá que nos lo impida; y, aunque agradecemos la rica promesa de tu rescate, soltamos la promesa, que, pues no estás cautivo, no estás obligado al cumplimiento de ella. Sigue en paz tu camino, y, en recompensa que vas de nuestro encuentro mejor de lo que pensaste, te suplicamos perdones a tus ofensores; que la grandeza del rey algún tanto resplandece más en ser misericordiosos que justicieros". Quisiérase humillar Leopoldio a mis pies, pero no lo consintió ni mi cortesía ni su enfermedad. Pedíle me diese alguna pólvora si llevaba, y partiese con nosotros de sus bastimentos, lo cual se hizo al punto. Aconsejéle, asimismo, que si no perdonaba a sus dos enemigos, los dejase en mi navío, que yo los pondría en parte donde no la tuviesen más de ofenderle. Dijo que sí haría, porque la presencia del ofensor suele renovar la injuria en el ofendido. Ordené que luego nos volviésemos a nuestro navío con la pólvora y   -fol. 97v-   bastimentos que el rey partió con nosotros; y, queriendo pasar a los dos prisioneros, ya sueltos y libres del pesado cepo, no dio lugar un recio viento que de improviso se levantó, de modo que apartó los dos navíos, sin dejar que otra vez se juntasen. Desde el borde de mi nave me despedí del rey a voces, y él, en los brazos de los suyos, salió de su lecho y se despidió de nosotros. Y yo me despido agora, porque la segunda hazaña me fuerza a descansar para entrar en ella.»




ArribaAbajoCapítulo catorce del segundo libro

A TODOS dio general gusto de oír el modo con que Periandro contaba su estraña peregrinación, si no fue a Mauricio, que, llegándose al oído de Transila, su hija, le dijo:

-Paréceme, Transila, que con menos palabras y más sucintos discursos pudiera Periandro contar los de su vida, porque no había para qué detenerse en decirnos tan por estenso las fiestas de las barcas, ni aun los casamientos de los pescadores; porque los episodios que para ornato de las historias se ponen no han de ser tan grandes como la misma historia; pero yo, sin duda, creo que Periandro nos quiere mostrar la grandeza de su ingenio y la elegancia de sus palabras.

-Así debe de ser -respondió Transila-, pero lo que yo sé decir es que, ora se dilate o se sucinte en lo que dice, todo es bueno y todo da gusto.

Pero ninguno le recebía mayor, como ya creo que otra vez se ha dicho, como Sinforosa, que cada palabra que Periandro decía, así le regalaba el alma que la sacaba de sí misma. Los revueltos pensamientos de Policarpo no le dejaban estar muy atento a los razonamientos de Periandro, y quisiera que no   -fol. 98r-   le quedara más que decir, porque le dejara a él más que hacer; que las esperanzas propincuas de alcanzar el bien que se desea fatiga[n] mucho más que las remotas y apartadas.

Y era tanto el deseo que Sinforosa tenía de oír el fin de la historia de Periandro, que solicitó el volverse a juntar otro día, en el cual Periandro prosiguió su cuento en esta forma:

-«Contemplad, señores, a mis marineros, compañeros y soldados, más ricos de fama que de oro, y a mí con algunas sospechas de que no les hubiese parecido bien mi liberalidad; y, puesto que nació tan de su voluntad como de la mía, en la libertad de Leopoldio, como no son todas unas las condiciones de los hombres, bien podía yo temer no estuviesen todos contentos, y que les pareciese que sería difícil recompensar la pérdida de cien mil monedas de oro, que tantas eran las que prometió Leopoldio por su rescate; y esta consideración me movió a decirles: "Amigos míos, nadie esté triste por la perdida ocasión de alcanzar el gran tesoro que nos ofreció el rey, porque os hago saber que una onza de buena fama vale más que una libra de perlas; y esto no lo puede saber sino el que comienza a gustar de la gloria que da el tener buen nombre. El pobre a quien la virtud enriquece suele llegar a ser famoso, como el rico, si es vicioso, puede venir y viene a ser infame; la liberalidad es una de las más agradables virtudes, de quien se engendra la buena fama; y es tan verdad esto que no hay liberal mal puesto, como no hay avaro que no lo sea".

»Más iba a decir, pareciéndome que me daban todos tan gratos oídos como mostraban sus alegres semblantes, cuando me quitó las palabras de la boca el descubrir un navío que, no lejos del nuestro, a orza por delante de nosotros pasaba. Hice tocar a arma, y dile caza con todas las velas tendidas y en breve rato me le puse a tiro de cañón; y, disparando uno sin bala, en señal de que amainase,   -fol. 98v-   lo hizo así, soltando las velas de alto abajo. Llegando más cerca, vi en él uno de los más estraños espectáculos del mundo: vi que, pendientes de las entenas y de las jarcias, venían más de cuarenta hombres ahorcados; admiróme el caso, y, abordando con el navío, saltaron mis soldados en él, sin que nadie se lo defendiese. Hallaron la cubierta llena de sangre y de cuerpos de hombres semivivos, unos con las cabezas partidas, y otros con las manos cortadas; tal vomitando sangre, y tal vomitando el alma; éste gimiendo dolorosamente, y aquél gritando sin paciencia alguna. Esta mortandad y fracaso daba señales de haber sucedido sobremesa, porque los manjares nadaban entre la sangre, y los vasos mezclados con ella guardaban el olor del vino. En fin, pisando muertos y hollando heridos, pasaron los míos adelante, y en el castillo de popa hallaron puestas en escuadrón hasta doce hermosísimas mujeres, y delante dellas una, que mostraba ser su capitana, armada de un coselete blanco, y tan terso y limpio que pudiera servir de espejo, a quererse mirar en él; traía puesta la gola, pero no las escarcelas ni los brazaletes; el morrión sí, que era de hechura de una enroscada sierpe, a quien adornaban infinitas y diversas piedras de colores varios; tenía un venablo en las manos, tachonado de arriba abajo con clavos de oro, con una gran cuchilla de agudo y luciente acero forjada, con que se mostraba tan briosa y tan gallarda que bastó a detener su vista la furia de mis soldados, que con admirada atención se pusieron a mirarla.

»Yo, que de mi nave la estaba mirando, por verla mejor, pasé a su navío, a tiempo cuando ella estaba diciendo: "Bien creo, ¡oh soldados!, que os pone más admiración que miedo este pequeño escuadrón de mujeres que a la vista se os ofrece, el cual, después de la venganza que hemos tomado de nuestros agravios, no hay cosa que pueda engendrar en   -fol. 99r-   nosotras temor alguno. Embestid, si venís sedientos de sangre, y derramad la nuestra quitándonos las vidas; que, como no nos quitéis las honras, las daremos por bien empleadas. Sulpicia es mi nombre, sobrina soy de Cratilo, rey de Bituania; casóme mi tío con el gran Lampidio, tan famoso por linaje como rico de los bienes de naturaleza y de los de la fortuna. Íbamos los dos a ver al rey mi tío, con la seguridad que nos podía ofrecer ir entre nuestros vasallos y criados, todos obligados por las buenas obras que siempre les hicimos; pero la hermosura y el vino, que suelen trastornar los más vivos entendimientos, les borró las obligaciones de la memoria, y en su lugar les puso los gustos de la lascivia. Anoche bebieron de modo que les sepultó en profundo sueño, y algunos medio dormidos acudieron a poner las manos en mi esposo, y, quitándole la vida, dieron principio a su abominable intento. Pero, como es cosa natural defender cada uno su vida, nosotras, por morir vengadas siquiera, nos pusimos en defensa, aprovechándonos del poco tiento y borrachez con que nos acometían, y con algunas armas que les quitamos, y con cuatro criados que, libres del humo de Baco, nos acudieron, hicimos en ellos lo que muestran esos muertos que están sobre esa cubierta; y, pasando adelante con nuestra venganza, habemos hecho que esos árboles y esas entenas produzcan el fruto que de ellas veis pendiente: cuarenta son los ahorcados, y si fueran cuarenta mil, también murieran, porque su poca o ninguna defensa, y nuestra cólera, a toda esta crueldad, si por ventura lo es, se estendía. Riqueza traigo que poder repartir, aunque mejor diría que vosotros podáis tomar; solo puedo añadir que os las entregaré de buena gana. Tomadlas, señores, y no toquéis en nuestras honras, pues con ellas antes quedaréis infames que ricos".

»Pareciéronme tan bien las   -fol. 99v-   razones de Sulpicia que, puesto que yo fuera verdadero cosario, me ablandara. Uno de mis pescadores dijo a este punto: "¡Que me maten si no se nos ofrece aquí hoy otro rey Leopoldio, con quien nuestro valeroso capitán muestre su general condición! ¡Ea, señor Periandro: vaya libre Sulpicia, que nosotros no queremos más de la gloria de haber vencido nuestros naturales apetitos!" "Así será -respondí yo-, pues vosotros, amigos, lo queréis; y entended que obras tales nunca las deja el cielo sin buena paga, como a las que son malas sin castigo. Despojad esos árboles de tan mal fruto, y limpiad esa cubierta, y entregad a esas señoras, junto con la libertad, la voluntad de servirlas".

»Púsose en efeto mi mandamiento, y, llena de admiración y de espanto, se me humilló Sulpicia, la cual, como persona que no acertaba a saber lo que le había sucedido, tampoco acertaba a responderme, y lo que hizo fue mandar a una de sus damas le hiciese traer los cofres de sus joyas y de sus dineros. Hízolo así la dama, y en un instante, como aparecidos o llovidos del cielo, me pusieron delante cuatro cofres llenos de joyas y dineros. Abriólos Sulpicia, y hizo muestra de aquel tesoro a los ojos de mis pescadores, cuyo resplandor quizá, y aun sin quizá, cegó en algunos la intención que de ser liberales tenían, porque hay mucha diferencia de dar lo que se posee y se tiene en las manos, a dar lo que está en esperanzas de poseerse. Sacó Sulpicia un rico collar de oro, resplandeciente por las ricas piedras que en él venían engastadas, y diciendo: "Toma, capitán valeroso, esta prenda rica, no por otra cosa que por serlo la voluntad con que se te ofrece: dádiva es de una pobre viuda, que ayer se vio en la cumbre de la buena fortuna, por verse en poder de su esposo, y hoy se vee sujeta a la discreción destos soldados que te rodean, entre los cuales puedes repartir estos tesoros, que, según se dice, tienen fuerzas para   -fol. 100r-   quebrantar las peñas". A lo que yo respondí: "Dádivas de tan gran señora se han de estimar como si fuesen mercedes". Y, tomando el collar, me volví a mis soldados y les dije: "Esta joya es ya mía, soldados y amigos míos, y así puedo disponer de ella como cosa propia, cuyo precio, por ser a mi parecer inestimable, no conviene que se dé a uno solo. Tómele y guárdele el que quisiere, que, en hallando quien le compre, se dividirá el precio entre todos, y quédese sin tocar lo que la gran Sulpicia os ofrece, porque vuestra fama quede con este hecho frisando con el cielo". A lo que uno respondió: "Quisiéramos, ¡oh buen capitán!, que no nos hubieras prevenido con el consejo que nos has dado, porque vieras que de nuestra voluntad correspondíamos a la tuya. Vuelve el collar a Sulpicia: la fama que nos prometes, no hay collar que la ciña ni límite que la contenga". Quedé contentísimo de la respuesta de mis soldados, y Sulpicia admirada de su poca codicia.

»Finalmente, ella me pidió que le diese doce soldados de los míos, que le sirviesen de guarda y de marineros, para llevar su nave a Bituania. Hízose así, contentísimos los doce que escogí sólo por saber que iban a hacer bien. Proveyónos Sulpicia de generosos vinos y de muchas conservas, de que carecíamos. Soplaba el viento próspero para el viaje de Sulpicia y para el nuestro, que no llevaba determinado paradero. Despedímonos de ella; supo mi nombre, y el de Carino y Solercio, y, dándonos a los tres sus brazos, con los ojos abrazó a todos los demás. Ella llorando lágrimas de placer y tristeza nacidas (de tristeza por la muerte de su esposo, de alegría por verse libre de las manos que pensó ser de salteadores), nos dividimos y apartamos.

»Olvidaba de deciros cómo volví el collar a Sulpicia, y ella le recibió a fuerza de mis importunaciones, y casi tuvo a afrenta que le estimase yo en tan poco que   -fol. 100v-   se le volviese.

»Entré en consulta con los míos sobre qué derrota tomaríamos, y concluyóse que la que el viento llevase, pues por ella habían de caminar los demás navíos que por el mar navegasen, o, por lo menos, si el viento no hiciese a su propósito, harían bordos hasta que les viniese a cuento. Llegó en esto la noche, clara y serena, y yo, llamando a un pescador marinero que nos servía de maestro y piloto, me senté en el castillo de popa, y con ojos atentos me puse a mirar el cielo.»

-Apostaré -dijo a esta sazón Mauricio a Transila, su hija- que se pone agora Periandro a describirnos toda la celeste esfera, como si importase mucho a lo que va contando el declararnos los movimientos del cielo. Yo, por mí, deseando estoy que acabe, porque el deseo que tengo de salir de esta tierra no da lugar a que me entretenga ni ocupe en saber cuáles son fijas o cuáles erráticas estrellas; cuanto más, que yo sé de sus movimientos más de lo que él me puede decir.

En tanto que Mauricio y Transila esto con sumisa voz hablaban, cobró aliento Periandro para proseguir su historia en esta forma:




ArribaAbajoCapítulo quince del segundo libro

-«COMENZABA a tomar posesión el sueño y el silencio de los sentidos de mis compañeros, y yo me acomodaba a preguntar al que estaba conmigo muchas cosas de las necesarias para saber usar el arte de la marinería, cuando, de improviso, comenzaron a llover, no gotas, sino nubes enteras de agua sobre la nave, de modo que no parecía sino que el mar todo se había subido a la región del viento, y desde allí se dejaba descolgar sobre el navío. Alborotámonos todos, y puestos en pie, mirando   -fol. 101r-   a todas partes, por unas vimos el cielo claro, sin dar muestras de borrasca alguna, cosa que nos puso en miedo y en admiración. En esto, el que estaba conmigo dijo: "Sin duda alguna, esta lluvia procede de la que derraman por las ventanas que tienen más abajo de los ojos aquellos mostruosos pescados que se llaman náufragos; y si esto es así, en gran peligro estamos de perdernos: menester es disparar toda la artillería, con cuyo ruido se espantan". En esto, vi alzar y poner en el navío un cuello como de serpiente terrible, que, arrebatando un marinero, se le engulló y tragó de improviso, sin tener necesidad de mascarle. "Náufragos son -dijo el piloto-; [disparemos] con balas o sin ellas, que el ruido y no el golpe, como tengo dicho, es el que ha de librarnos".

»Traía el miedo confusos y agazapados los marineros, que no osaban levantarse en pie, por no ser arrebatados de aquellos vestiglos; con todo eso, se dieron priesa a disparar la artillería, y a dar voces unos, y acudir otros a la bomba para volver el agua al agua. Tendimos todas las velas, y, como si huyéramos de alguna gruesa armada de enemigos, huimos el sobre estante peligro, que fue el mayor [en] que hasta entonces nos habíamos visto. Otro día, al crepúsculo de la noche, nos hallamos en la ribera de una isla no conocida por ninguno de nosotros, y, con disinio de hacer agua en ella, quisimos esperar el día sin apartarnos de su ribera. Amainamos las velas, arrojamos las áncoras y entregamos al reposo y al sueño los trabajados cuerpos, de quien el sueño tomó posesión blanda y suavemente.

»En fin, nos desembarcamos todos, y pisamos la amenísima ribera, cuya arena, vaya fuera todo encarecimiento, la formaban granos de oro y de menudas perlas. Entrando más adentro, se nos ofrecieron a la vista prados cuyas yerbas no eran verdes por ser yerbas, sino por ser esmeraldas, en el cual verdor las tenían, no cristalinas   -fol. 101v-   aguas, como suele decirse, sino corrientes de líquidos diamantes formados, que, cruzando por todo el prado, sierpes de cristal parecían. Descubrimos luego una selva de árboles de diferentes géneros, tan hermosos que nos suspendieron las almas y alegraron los sentidos; de algunos pendían ramos de rubíes, que parecían guindas, o guindas que parecían granos de rubíes; de otros pendían camuesas, cuyas mejillas, la una era de rosa, la otra de finísimo topacio; en aquél se mostraban las peras, cuyo olor era de ámbar y cuyo color de los que [se] forma en el cielo cuando el sol se traspone. En resolución, todas las frutas de quien tenemos noticia estaban allí en su sazón, sin que las diferencias del año las estorbasen: todo allí era primavera, todo verano, todo estío sin pesadumbre, y todo otoño agradable, con estremo increíble. Satisfacía a todos nuestros cinco sentidos lo que mirábamos: a los ojos, con la belleza y la hermosura; a los oídos, con el ruido manso de las fuentes y arroyos, y con el son de los infinitos pajarillos, que con no aprendidas voces formado, los cuales, saltando de árbol en árbol y de rama en rama, parecía que en aquel distrito tenían cautiva su libertad y que no querían ni acertaban a cobrarla; al olfato, con el olor que de sí despedían las yerbas, las flores y los frutos; al gusto, con la prueba que hicimos de la suavidad dellos; al tacto, con tenerlos en las manos, con que nos parecía tener en ellas las perlas del Sur, los diamantes de las Indias y el oro del Tíbar.»

-Pésame -dijo a esta sazón Ladislao a su suegro Mauricio- que se haya muerto Clodio; que a fee que le había dado bien que decir Periandro en lo que va diciendo.

-Callad, señor -dijo Transila, su esposa-, que, por más que digáis, no podréis decir que no prosigue bien su cuento Periandro.

El cual, como se ha dicho, cuando   -fol. 102r-   algunas razones se entremetían de los circunstantes, él tomaba aliento para proseguir en las suyas; que, cuando son largas, aunque sean buenas, antes enfadan que alegran.

«No es nada lo que hasta aquí he dicho -prosiguió Periandro-, porque, a lo que resta por decir, falta entendimiento que lo perciba, y aun cortesías que lo crean. Volved, señores, los ojos, y haced cuenta que veis salir del corazón de una peña, como nosotros lo vimos, sin que la vista nos pudiese engañar; digo que vimos salir de la abertura de una peña, primero un suavísimo son, que hirió nuestros oídos y nos hizo estar atentos, de diversos instrumentos de música formado; luego salió un carro, que no sabré decir de qué materia, aunque diré su forma, que era de una nave rota que escapaba de alguna gran borrasca; tirábanla doce poderosísimos jimios, animales lascivos. Sobre el carro venía una hermosísima dama, vestida de una rozagante ropa de varias y diversas colores adornada, coronada de amarillas y amargas adelfas. Venía arrimada a un bastón negro, y en él fija una tablachina o escudo, donde venían estas letras: Sensualidad. Tras ella salieron otras muchas hermosas mujeres, con diferentes instrumentos en las manos, formando una música, ya alegre y ya triste, pero todas singularmente regocijadas.

»Todos mis compañeros y yo estábamos atónitos, como si fuéramos estatuas sin voz, de dura piedra formados. Llegóse a mí la Sensualidad, y con voz entre airada y suave me dijo: "Costarte ha, generoso mancebo, el ser mi enemigo, si no la vida, a lo menos el gusto". Y, diciendo esto, pasó adelante, y las doncellas de la música arrebataron, que así se puede decir, siete o ocho de mis marineros, y se los llevaron consigo, y volvieron a entrarse, siguiendo a su señora, por la abertura   -fol. 102v-   de la peña. Volvíme yo entonces a los míos para preguntarles qué les parecía de lo que habían visto, pero estorbólo otra voz o voces que llegaron a nuestros oídos, bien diferentes que las pasadas, porque eran más suaves y regaladas; y formábanlas un escuadrón de hermosísimas, al parecer, doncellas, y, según la guía que traían, éranlo sin duda, porque venía delante mi hermana Auristela, que, a no tocarme tanto, gastara algunas palabras en alabanza de su más que humana hermosura. ¿Qué me pidieran a mí entonces que no diera, en albricias de tan rico hallazgo? Que, a pedirme la vida, no la negara, si no fuera por no perder el bien tan sin pensarlo hallado.

»Traía mi hermana a sus dos lados dos doncellas, de las cuales la una me dijo: "La Continencia y la Pudicicia, amigas y compañeras, acompañamos perpetuamente a la Castidad, que en figura de tu querida hermana Auristela hoy ha querido disfrazarse, ni la dejaremos hasta que con dichoso fin le dé a sus trabajos y peregrinaciones en la alma ciudad de Roma". Entonces yo, a tan felices nuevas atento, y de tan hermosa vista admirado, y de tan nuevo y estraño acontecimiento por su grandeza y por su novedad mal seguro, alcé la voz para mostrar con la lengua la gloria que en el alma tenía, y, queriendo decir: "¡oh únicas consoladoras de mi alma; oh ricas prendas por mi bien halladas, dulces y alegres en éste y en otro cualquier tiempo!", fue tanto el ahínco que puse en decir esto, que rompí el sueño, y la visión hermosa desapareció, y yo me hallé en mi navío con todos los míos, sin que faltase alguno de ellos.»

A lo que dijo Constanza:

-¿Luego, señor Periandro, dormíades?

-Sí -respondió-; porque todos mis bienes son soñados.

-En verdad -replicó Constanza-, que ya quería preguntar a mi señora Auristela adónde había estado el tiempo que no había parecido.

-De tal manera -respondió   -fol. 103r-   Auristela- ha contado su sueño mi hermano, que me iba haciendo dudar si era verdad o no lo que decía.

A lo que añadió Mauricio:

-Esas son fuerzas de la imaginación, en quien suelen representarse las cosas con tanta vehemencia que se aprehenden de la memoria, de manera que quedan en ella, siendo mentiras, como si fueran verdades.

A todo esto callaba Arnaldo, y consideraba los afectos y demostraciones con que Periandro contaba su historia, y de ninguno dellos podía sacar en limpio las sospechas que en su alma había infundido el ya muerto maldiciente Clodio, de no ser Auristela y Periandro verdaderos hermanos.

Con todo eso, dijo:

-Prosigue, Periandro, tu cuento, sin repetir sueños, porque los ánimos trabajados siempre los engendran muchos y confusos, y porque la sin par Sinforosa está esperando que llegues a decir de dónde venías la primera vez que a esta isla llegaste, de donde saliste coronado de vencedor de las fiestas que por la elección de su padre cada año en ella se hacen.

-El gusto de lo que soñé -respondió Periandro- me hizo no advertir de cuán poco fruto son las digresiones en cualquiera narración, cuando ha de ser sucinta y no dilatada.

Callaba Policarpo, ocupando la vista en mirar a Auristela y el pensamiento en pensar en ella; y así, para él importaba muy poco, o nada, que callase o que hablase Periandro, el cual, advertido ya de que algunos se cansaban de su larga plática, determinó de proseguirla abreviándola y siguiéndola en las menos palabras que pudiese. Y así, dijo:



  -fol. 103v-  

ArribaAbajoCapítulo diez y seis del segundo libro

Prosigue Periandro su historia


-«DESPERTÉ del sueño, como he dicho. Tomé consejo con mis compañeros qué derrota tomaríamos, y salió decretado que por donde el viento nos llevase; que, pues íbamos en busca de cosarios, los cuales nunca navegan contra viento, era cierto el hallarlos. Y había llegado a tanto mi simpleza, que pregunté a Carino y a Solercio si habían visto a sus esposas en compañía de mi hermana Auristela cuando yo la vi soñando. Riéronse de mi pregunta y obligáronme y aun forzáronme a que les contase mi sueño.

»Dos meses anduvimos por el mar sin que nos sucediese cosa de consideración alguna, puesto que le escombramos de más de sesenta navíos de cosarios, que, por serlo verdaderos, adjudicamos sus robos a nuestro navío y le llenamos de innumerables despojos, con que mis compañeros iban alegres, y no les pesaba de haber trocado el oficio de pescadores en el de piratas, porque ellos no eran ladrones sino de ladrones, ni robaban sino lo robado.

»Sucedió, pues, que un porfiado viento nos salteó una noche, que, sin dar lugar a que amainásemos algún tanto o templásemos las velas, en aquel término que las halló, las tendió y acosó de modo que, como he dicho, más de un mes navegamos por una misma derrota; tanto que, tomando mi piloto el altura del polo, donde nos tomó el viento, y tanteando las leguas que hacíamos por hora, y los días que habíamos navegado, hallamos ser cuatrocientas leguas poco más o menos. Volvió el piloto a tomar la altura, y vio que estaba debajo   -fol. 104r-   del Norte, en el paraje de Noruega, y, con voz grande y mayor tristeza, dijo: "Desdichados de nosotros, que si el viento no nos concede a dar la vuelta para seguir otro camino, en éste se acabará el de nuestra vida, porque estamos en el mar Glacial; digo, en el mar helado, y si aquí nos saltea el hielo, quedaremos empedrados en estas aguas". Apenas hubo dicho esto, cuando sentimos que el navío tocaba por los lados y por la quilla como en movibles peñas, por donde se conoció que ya el mar se comenzaba a helar, cuyos montes de hielo, que por de dentro se formaban, impedían el movimiento del navío. Amainamos de golpe, porque, topando en ellos, no se abriese, y en todo aquel día y aquella noche se congelaron las aguas tan duramente y se apretaron de modo que, cogiéndonos en medio, dejaron al navío engastado en ellas, como lo suele estar la piedra en el anillo. Casi como en un instante comenzó el hielo a entumecer los cuerpos y a entristecer nuestras almas, y, haciendo el miedo su oficio, considerando el manifiesto peligro, no nos dimos más días de vida que los que pudiese sustentar el bastimento que en el navío hubiese, en el cual bastimento desde aquel punto se puso tasa, y se repartió por orden, tan miserable y estrechamente que desde luego comenzó a matarnos la hambre. Tendimos la vista por todas partes, y no topamos con ella en cosa que pudiese alentar nuestra esperanza, si no fue con un bulto negro, que a nuestro parecer estaría de nosotros seis o ocho millas; pero luego imaginamos que debía de ser algún navío a quien la común desgracia de hielo tenía aprisionado.

»Este peligro sobrepuja y se adelanta a los infinitos en que de perder la vida me he visto, porque un miedo dilatado y un temor no vencido fatiga más el alma que una repentina muerte: que en el acabar súbito se ahorran los   -fol. 104v-   miedos y los temores que la muerte trae consigo, que suelen ser tan malos como la misma muerte. Ésta, pues, que nos amenazaba tan hambrienta como larga, nos hizo tomar una resolución, si no desesperada, temeraria por lo menos, y fue que consideramos que si los bastimentos se nos acababan, el morir de hambre era la más rabiosa muerte que puede caber en la imaginación humana; y así, determinamos de salirnos del navío y caminar por encima del yelo, y ir a ver si, en el que se parecía, habría alguna cosa de que aprovecharnos, o ya de grado o ya por fuerza.

»Púsose en obra nuestro pensamiento, y en un instante vieron las aguas sobre sí formado, con pies enjutos, un escuadrón pequeño, pero de valentísimos soldados; y, siendo yo la guía, resbalando, cayendo y levantando, llegamos al otro navío, que lo era casi tan grande como el nuestro. Había gente en él que, puesta sobre el borde, adevinando la intención de nuestra venida, a voces comenzó uno a decirnos: "¿A qué venís, gente desesperada? ¿Qué buscáis? ¿Venís, por venturas, a apresurar nuestra muerte y a morir con nosotros? ¡Volveos a vuestro navío, y si os faltan bastimentos, roed las jarcias y encerrad en vuestros estómagos los embreados leños, si es posible! Porque, pensar que os hemos de dar acogida será pensamiento vano y contra los preceptos de la caridad, que ha de comenzar de sí mismo. Dos meses dicen que suele durar este yelo que nos detiene; para quince días tenemos sustento: si es bien que le repartamos con vosotros, a vuestra consideración lo dejo". A lo que yo le respondí: "En los apretados peligros, toda razón se atropella, no hay respeto que valga, ni buen término que se guarde. Acogednos en vuestro navío de grado, y juntaremos en él el bastimento que en el nuestro queda, y comámoslo amigablemente, antes que la precisa necesidad nos haga mover las armas y   -fol. 105r-   usar de la fuerza". Esto le respondí yo, creyendo no decían verdad en la cantidad del bastimento que señalaban. Pero ellos, viéndose superiores y aventajados en el puesto, no temieron nuestras amenazas ni admitieron nuestros ruegos, antes arremetieron a las armas y se pusieron en orden de defenderse. Los nuestros, a quien la desesperación, de valientes hizo valentísimos, añadiendo a la temeridad nuevos bríos, arremetieron al navío, y casi sin recebir herida le entraron y le ganaron, y alzóse una voz entre nosotros que a todos les quitásemos la vida, por ahorrar de balas y de estómagos por donde se fuese el bastimento que en el navío hallásemos.

»Yo fui de parecer contrario, y, quizá por tenerle bueno, en esto nos socorrió el cielo, como después diré; aunque primero quiero deciros que este navío era el de los cosarios que habían robado a mi hermana y a las dos recién desposadas pescadoras. Apenas le hube reconocido, cuando dije a voces: "¿Adónde tenéis, ladrones, nuestras almas? ¿Adónde están las vidas que nos robastes? ¿Qué habéis hecho de mi hermana Auristela y de las dos, Selviana y Leoncia, partes mitades de los corazones de mis buenos amigos Carino y Solercio?" A lo que uno me respondió: "Esas mujeres pescadoras que dices las vendió nuestro capitán, que ya es muerto, a Arnaldo, príncipe de Dinamarca".»

-Así es la verdad -dijo a esta sazón Arnaldo-, que yo compré a Auristela y a Cloelia, su ama, y a otras dos hermosísimas doncellas, de unos piratas que me las vendieron, y no por el precio que ellas merecían.

-¡Válame Dios -dijo Rutilio en esto-, y por qué rodeos y con qué eslabones se viene a enga[r]zar la peregrina historia tuya, oh Periandro!

-Por lo que debes al deseo que todos tenemos de servirte -añadió Sinforosa-, que abrevies tu cuento, ¡oh historiador tan verdadero como gustoso!

  -fol. 105v-  

-Sí haré -respondió Periandro-, si es posible que grandes cosas en breves términos puedan encerrarse.




ArribaAbajoCapítulo diez y siete del segundo libro

TODA ESTA tardanza del cuento de Periandro se declaraba tan en contrario del gusto de Policarpo, que ni podía estar atento para escucharle, ni le daba lugar a pensar maduramente lo que debía hacer para quedarse con Auristela. Sin perjuicio de la opinión que tenía de generoso y de verdadero, ponderaba la calidad de sus huéspedes, entre los cuales se le ponía delante Arnaldo, príncipe de Dinamarca, no por elección, sino por herencia; descubría en el modo de proceder de Periandro, en su gentileza y brío, algún gran personaje, y en la hermosura de Auristela el de alguna gran señora. Quisiera buenamente lograr sus deseos a pie llano, sin rodeos ni invenciones, cubriendo toda dificultad y todo parecer contrario con el velo del matrimonio; que, puesto que su mucha edad no lo permitía, todavía podía disimularlo, porque en cualquier tiempo es mejor casarse que abrasarse.

Acuciaba y solicitaba sus pensamientos los que solicitaban y aquejaban a la embaidora Cenotia, con la cual se concertó que, antes de dar otra audiencia a Periandro, se pusiese en efeto su disinio; que fue que de allí a dos noches tocasen un arma fingida en la ciudad y se pegase fuego al palacio por tres o cuatro partes, de modo que obligase a los que en él asistían a ponerse en cobro, donde era forzoso que interviniese la confusión y el alboroto, en medio del cual previno gente que robasen al bárbaro mozo Antonio y a la hermosa Auristela, y asimismo ordenó a Policarpa, su hija, que, conmovida de lástima cristiana, avisase a   -fol. 106r-   Arnaldo y a Periandro el peligro que les amenazaba, sin descubrilles el robo, sino mostrándoles el modo de salvarse, que era que acudiesen a la marina, donde en el puerto hallarían una saetía que los acogiese.

Llegóse la noche, y, a las tres horas della, comenzó el arma, que puso en confusión y alboroto a toda la gente de la ciudad. Comenzó a resplandecer el fuego, en cuyo ardor se aumentaba el que Policarpo en su pecho tenía. Acudió su hija, no alborotada, sino con reposo, a dar noticia a Arnaldo y a Periandro de los disinios de su traidor y enamorado padre, que se estendían a quedarse con Auristela y con el bárbaro mozo, sin quedar con indicios que le infamasen. Oyendo lo cual, Arnaldo y Periandro llamaron a Auristela, a Mauricio, Transila, Ladislao, a los bárbaros padre y hijo, a Ricla, a Constanza y a Rutilio, y, agradeciendo a Policarpa su aviso, se hicieron todos un montón, y, puestos delante los varones, siguiendo el consejo de Policarpa, hallaron paso desembarazado hasta el puerto, y segura embarcación en la saetía, cuyo piloto y marineros estaban avisados y cohechados de Policarpo, que, en el mismo punto que aquella gente que, al parecer, huida se embarcase, se hiciesen al mar, y no parasen con ella hasta Inglaterra, o hasta otra parte más lejos de aquella isla.

Entre la confusa gritería y el continuo vocear ¡al arma, al arma!; entre los estallidos del fuego abrasador, que, como si supiera que tenía licencia del dueño de aquellos palacios para que los abrasase, andaba encubierto Policarpo, mirando si salía cierto el robo de Auristela, y asimismo solicitaba el de Antonio la hechicera Cenotia; pero, viendo que se habían embarcado todos, sin quedar ninguno, como la verdad se lo decía y el alma se lo pronosticaba, acudió a mandar que todos los baluartes, y todos los navíos que estaban en el puerto, disparasen la artillería contra el navío de los que en él huían, con lo cual de nuevo se aumentó el estruendo, y el miedo discurrió por los ánimos   -fol. 106v-   de todos los moradores de la ciudad, que no sabían qué enemigos los asaltaban, o qué intempestivos acontecimientos les acometían.

En esto, la enamorada Sinforosa, ignorante del caso, puso el remedio en sus pies y sus esperanza[s] en su inocencia, y, con pasos desconcertados y temerosos, se subió a una alta torre de palacio, a su parecer, parte segura del fuego que lo demás del palacio iba consumiendo. Acertó a encerrarse con ella su hermana Policarpa, que le contó, como si lo hubiera visto, la huida de sus huéspedes, cuyas nuevas quitaron el sentido a Sinforosa, y en Policarpa pusieron el arrepentimiento de haberlas dado. Amanecía en esto el alba, risueña para todos los que con ella esperaban descubrir la causa o causas de la presente calamidad, y en el pecho de Policarpo anochecía la noche de la mayor tristeza que pudiera imaginarse; mordíase las manos Cenotia, y maldecía su engañadora ciencia y las promesas de sus malditos maestros; sola Sinforosa se estaba aún en su desmayo, y sola su hermana lloraba su desgracia, sin descuidarse de hacerle los remedios que ella podía para hacerla volver en su acuerdo. Volvió en fin, tendió la vista por el mar; vio volar la saetía donde iba la mitad de su alma, o la mejor parte della; y, como si fuera otra engañada y nueva Dido, que de otro fugitivo Eneas se quejaba, enviando suspiros al cielo, lágrimas a la tierra y voces al aire, dijo estas o otras semejantes razones:

-¡Oh hermoso huésped, venido por mi mal a estas riberas, no engañador, por cierto, que aún no he sido yo tan dichosa que me dijeses palabras amorosas para engañarme! Amaina esas velas, o témplalas algún tanto, para que se dilate el tiempo de que mis ojos vean ese navío, cuya vista, sólo porque vas en él, me consuela. Mira, señor, que huyes de quien te sigue, que te alejas de quien te busca y das muestras de que aborreces a quien te adora; hija soy de un rey, y me contento con   -fol. 107r-   ser esclava tuya; y, si no tengo hermosura que pueda satisfacer a tus ojos, tengo deseos que puedan llenar los vacíos de los mejores que el amor tiene. No repares en que se abrase toda esta ciudad, que si vuelves, habrá servido este incendio de luminarias por la alegría de tu vuelta. Riquezas tengo, acelerado fugitivo mío, y puestas en parte donde no las hallará el fuego, aunque más las busque, porque las guarda el cielo para ti solo.

A esta sazón, volvió a hablar con su hermana, y le dijo:

-¿No te parece, hermana mía, que ha amainado algún tanto las velas? ¿No te parece que no camina tanto? ¡Ay, Dios! ¿Si se habrá arrepentido? ¡Ay, Dios, si la rémora de mi voluntad le detiene el navío!

-¡Ay, hermana! -respondió Policarpa-, no te engañes, que los deseos y los engaños suelen andar juntos. El navío vuela, sin que le detenga la rémora de tu voluntad, como tú dices, sino que le impele el viento de tus muchos suspiros.

Salteólas en esto el rey, su padre, que quiso ver de la alta torre también, como su hija, no la mitad, sino toda su alma, que se le ausentaba, aunque ya no se descubría.

Los hombres que tomaron a su cargo encender el fuego del palacio le tuvieron también de apagarle. Supieron los ciudadanos la causa del alboroto, y el mal nacido deseo de su rey Policarpo, y los embustes y consejos de la hechicera Cenotia, y aquel mismo día le depusieron del reino y colgaron a Cenotia de una entena. Sinforosa y Policarpa fueron respetadas como quien eran, y la ventura que tuvieron fue tal, que correspondió a sus merecimientos; pero no en modo que Sinforosa alcanzase el fin felice de sus deseos, porque la suerte de Periandro mayores venturas le tenía guardadas.

Los del navío, viéndose todos juntos y todos libres, no se hartaban de dar gracias al cielo de su buen suceso. De ellos supieron   -fol. 107v-   otra vez los traidores disinios de Policarpo, pero no les parecieron tan traidores que no hallase en ellos disculpa el haber sido por el amor forjados: disculpa bastante de mayores yerros, que, cuando ocupa a un alma la pasión amorosa, no hay discurso con que acierte, ni razón que no atropelle.

Hacíales el tiempo claro, y, aunque el viento era largo, estaba el mar tranquilo. Llevaban la mira de su viaje puesta en Inglaterra, adonde pensaban tomar el disinio que más les conviniese, y con tanto sosiego navegaban que no les sobresaltaba ningún recelo ni miedo de ningún suceso adverso.

Tres días duró la apacibilidad del mar, y tres días sopló próspero el viento, hasta que al cuarto, a poner del sol, se comenzó a turbar el viento y a desasosegarse el mar, y el recelo de alguna gran borrasca comenzó a turbar a los marineros: que la inconstancia de nuestras vidas y la del mar simbolizan en no prometer seguridad ni firmeza alguna largo tiempo. Pero quiso la buena suerte que, cuando les apretaba este temor, descubriesen cerca de sí una isla, que luego de los marineros fue conocida, y dijeron que se llamaba la de las Ermitas, de que no poco se alegraron, porque en ella sabían que estaban dos calas capaces de guarecerse en ellas de todos vientos más de veinte navíos; tales, en fin, que pudieran servir de abrigados puertos.

Dijeron también que en una de las ermitas servía de ermitaño un caballero principal francés, llamado Renato, y en la otra ermita servía de ermitaña una señora francesa, llamada Eusebia, cuya historia de los dos era la más peregrina que se hubiese visto.

El deseo de saberla y el de repararse de la tormenta, si viniese, hizo a todos que encaminasen allá la proa. Hízose así, con tanto acertamiento que dieron luego con una de las calas, donde dieron fondo, sin que nadie se lo impidiese; y, estando informado   -fol. 108r-   Arnaldo de que en la isla no había otra persona alguna que la del ermitaño y ermitaña referidos, por dar contento a Auristela y a Transila, que fatigadas del mar venían, con parecer de Mauricio, Ladislao, Rutilio y Periandro, mandó echar el esquife al agua, y que saliesen todos a tierra a pasar la noche en sosiego, libres de los vaivenes del mar. Y, aunque se hizo así, fue parecer del bárbaro Antonio que él y su hijo, y Ladislao y Rutilio, se quedasen en el navío guardándole, pues la fee de sus marineros, poco esperimentada, no les debía asegurar de modo que se fiasen dellos. Y, en efeto, los que se quedaron en el navío fueron los dos Antonios, padre y hijo, con todos los marineros, que la mejor tierra para ellos es las tablas embreadas de sus naves: mejor les huele la pez, la brea y la resina de sus navíos, que a la demás gente las rosas, las flores y los amarantos de los jardines.

A la sombra de una peña, los de la tierra se repararon del viento, y, a la claridad de mucha lumbre que de ramas cortadas en un instante hicieron, se defendieron del frío, y, ya como acostumbrados a pasar muchas veces calamidades semejantes, pasaron la desta noche sin pesadumbre alguna; y más con el alivio que Periandro les causó con volver, por ruego de Transila, a proseguir su historia, que, puesto que él lo rehusaba, añadiendo ruegos Arnaldo, Ladislao y Mauricio, ayudándoles Auristela, la ocasión y el tiempo, la hubo de proseguir en esta forma:




ArribaAbajoCapítulo diez y ocho del segundo libro

-«SI ES VERDAD, como lo es, ser dulcísima cosa contar en tranquilidad la tormenta, y en la paz presente los peligros de la pasada guerra, y en la salud la enfermedad   -fol. 108v-   padecida, dulce me ha de ser a mí agora contar mis trabajos en este sosiego; que, puesto que no puedo decir que estoy libre de ellos todavía, según han sido grandes y muchos, puedo afirmar que estoy en descanso, por ser condición de la humana suerte que, cuando los bienes comienzan a crecer, parece que unos se van llamando a otros, y que no tienen fin donde parar, y los males por el mismo consiguiente. Los trabajos que yo hasta aquí he padecido, imagino que han llegado al último paradero de la miserable fortuna, y que es forzoso que declinen: que, cuando en el estremo de los trabajos no sucede el de la muerte, que es el último de todos, ha de seguirse la mudanza, no de mal a mal, sino de mal a bien, y de bien a más bien; y éste en que estoy, teniendo a mi hermana conmigo, verdadera y precisa causa de todos mis males y mis bienes, me asegura y promete que tengo de llegar a la cumbre de los más felices que acierte a desearme. Y así, con este dichoso pensamiento, digo que quedé en la nave de mis contrarios, ya rendidos, donde supe, como ya he dicho, la venta que habían hecho de mi hermana y de las dos recién desposadas pescadoras, y de Cloelia, al príncipe Arnaldo, que aquí está presente.

»En tanto que los míos andaban escudriñando y tanteando los bastimentos que había en el empedrado navío, a deshora y de improviso, de la parte de tierra descubrimos que sobre los hielos caminaba un escuadrón de armada gente, de más de cuatro mil personas formado. Dejónos más helados que el mismo mar vista semejante, aprestando las armas, más por muestra de ser hombres, que con pensamiento de defenderse. Caminaban sobre solo un pie, dándose con el derecho sobre el calcaño izquierdo, con que se impelían y resbalaban sobre el mar grandísimo trecho, y luego, volviendo a reiterar el golpe, tornaban a resbalar otra gran pieza de camino;   -fol. 109r-   y desta suerte, en un instante fueron con nosotros y nos rodearon por todas partes; y uno de ellos, que, como después supe, era el capitán de todos, llegándose cerca de nuestro navío a trecho que pudo ser oído, asegurando la paz con un paño blanco que volteaba sobre el brazo, en lengua polaca, con voz clara dijo: "Cratilo, rey de Bituania y señor destos mares, tiene por costumbre de requerirlos con gente armada, y sacar de ellos los navíos que del hielo están detenidos, a lo menos la gente y la mercancía que tuvieren, por cuyo beneficio se paga con tomarla por suya. Si vosotros gustáredes de acetar este partido sin defenderos, gozaréis de las vidas y de la libertad, que no se os ha de cautivar en ningún modo; miradlo, y si no, aparejaos a defenderos de nuestras armas, continuo vencedoras". Contentóme la brevedad y la resolución del que nos hablaba. Respondíle que me dejase tomar parecer con nosotros mismos, y fue el que mis pescadores me dieron decir que el fin de todos los males, y el mayor de ellos, era el acabar la vida, la cual se había de sustentar por todos los medios posibles, como no fuesen por los de la infamia; y que, pues en los partidos que nos ofrecían no intervenía ninguna, y del perder la vida estábamos tan ciertos como dudosos de la defensa, sería bien rendirnos, y dar lugar a la mala fortuna que entonces nos perseguía, pues podría ser que nos guardase para mejor ocasión. Casi esta misma respuesta di al capitán del escuadrón, y al punto, más con apariencia de guerra que con muestras de paz, arremetieron al navío, y en un instante le desvalijaron todo, y trasladaron cuanto en él había, hasta la misma artillería y jarcias, a unos cueros de bueyes que sobre el hielo tendieron; liándolos por encima, aseguraron poderlos llevar, tirándolos con cuerdas, sin que se perdiese cosa alguna. Robaron ansimismo lo que   -fol. 109v-   hallaron en el otro nuestro navío, y, poniéndonos a nosotros sobre otras pieles, alzando una alegre vocería, nos tiraron y nos llevaron a tierra, que debía de estar desde el lugar del navío como veinte millas. Paréceme a mí que debía de ser cosa de ver, caminar tanta gente por cima de las aguas a pie enjuto, sin usar allí el cielo alguno de sus milagros. En fin, aquella noche llegamos a la ribera, de la cual no salimos hasta otro día por la mañana, que la vimos coronada de infinito número de gente, que a ver la presa de los helados y yertos habían venido.

»Venía entre ellos, sobre un hermoso caballo, el rey Cratilo, que, por las insignias reales con que se adornaba, conocimos ser quien era; venía a su lado, asimismo a caballo, una hermosísima mujer, armada de unas armas blancas, a quien no podían acabar de encubrir un velo negro con que venían cubiertas. Llevóme tras sí la vista, tanto su buen parecer como la gallardía del rey Cratilo; y, mirándola con atención, conocí ser la hermosa Sulpicia, a quien la cortesía de mis compañeros, pocos días [había], habían dado la libertad que entonces gozaba. Acudió el rey a ver los rendidos, y, llevándome el capitán asido de la mano, le dijo: "En este solo mancebo, ¡oh valeroso rey Cratilo!, me parece que te presento la más rica presa que en razón de persona humana hasta agora humanos ojos han visto". "¡Santos cielos! -dijo a esta sazón la hermosa Sulpicia, arrojándose del caballo al suelo-, o yo no tengo vista en los ojos, o es éste mi libertador Periandro". Y el decir esto y añudarme el cuello con sus brazos fue todo uno, cuyas estrañas y amorosas muestras obligaron también a Cratilo a que del caballo se arrojase, y con las mismas señales de alegría me recibiese. Entonces la desmayada esperanza de algún buen suceso estaba lejos de los pechos de mis pescadores; pero, cobrando aliento en las   -fol. 110r-   muestras alegres con que vieron recebirme, les hizo brotar por los ojos el contento y por las bocas las gracias que dieron a Dios del no esperado beneficio; que ya le contaban, no por beneficio, sino por singular y conocida merced.

»Sulpicia dijo a Cratilo: "Este mancebo es un sujeto donde tiene su asiento la suma cortesía y su albergue la misma liberalidad; y, aunque yo tengo hecha esta esperiencia, quiero que tu discreción la acredite, sacando por su gallarda presencia (y en esto bien se vee que hablaba como agradecida, y aun como engañada) en limpio esta verdad que te digo. Éste fue el que me dio libertad después de la muerte de mi marido; éste el que no despreció mis tesoros, sino el que no los quiso; éste fue el que, después de recebidas mis dádivas, me las volvió mejoradas, con el deseo de dármelas mayores, si pudiera; éste fue, en fin, el que, acomodándose, o por mejor decir, haciendo acomodar a su gusto el de sus soldados, dándome doce que me acompañasen, me tiene ahora en tu presencia". Yo entonces, a lo que creo, rojo el rostro con las alabanzas, o ya aduladoras o demasiadas, que de mí oía, no supe más que hincarme de rodillas ante Cratilo, pidiéndole las manos, que no me las dio para besárselas, sino para levantarme del suelo.

»En este entretanto, los doce pescadores que habían venido en guarda de Sulpicia, andaban entre la demás gente buscando a sus compañeros, abrazándose unos a otros; y, llenos de contento y regocijo, se contaban sus buenas y malas suertes: los del mar esageraban su hielo, y los de la tierra sus riquezas. "A mí -decía el uno- me ha dado Sulpicia esta cadena de oro". "A mí -decía otro- esta joya, que vale por dos de esas cadenas". "A mí -replicaba éste- me dio tanto dinero". Y aquél repetía: "Más me ha dado a mí en este solo anillo de diamantes, que a todos vosotros juntos".

»A todas estas pláticas puso   -fol. 110v-   silencio un gran rumor que se levantó entre la gente, causado del que hacía un poderosísimo caballo bárbaro, a quien dos valientes lacayos traían del freno, sin poderse averiguar con él. Era de color morcillo, pintado todo de moscas blancas, que sobremanera le hacían hermoso; venía en pelo, porque no consentía ensillarse [sino] del mismo rey; pero no le guardaba este respeto después de puesto encima, no siendo bastantes a detenerle mil montes de embarazos que ante él se pusieran, de lo que el rey estaba tan pesaroso que diera una ciudad a quien sus malos siniestros le quitara. Todo esto me contó el rey breve y sucintamente, y yo me resolví con mayor brevedad a hacer lo que agora os diré.»

Aquí llegaba Periandro con su plática, cuando, a un lado de la peña donde estaban recogidos los del navío, oyó Arnaldo un ruido como de pasos de persona que hacia ellos se encaminaba. Levantóse en pie, puso mano a su espada, y, con esforzado denuedo, estuvo esperando el suceso. Calló asimismo Periandro, y las mujeres con miedo, y los varones con ánimo, especialmente Periandro, atendían lo que sería. Y, a la escasa luz de la luna, que cubierta de nubes no dejaba verse, vieron que hacia ellos venían dos bultos que no pudieran diferenciar lo que eran, si uno de ellos con voz clara no dijera:

-No os alborote, señores, quienquiera que seáis, nuestra improvisa llegada, pues sólo venimos a serviros. Esta estancia que tenéis, desierta y sola, la podéis mejorar, si quisiéredes, en la nuestra, que en la cima desta montaña está puesta; luz y lumbre hallaréis en ella, y manjares, que, si no delicados y costosos, son por lo menos necesarios y de gusto.

Yo le respondí:

-¿Sois, por ventura, Renato y Eusebia, los limpios y verdaderos amantes en quien la fama ocupa sus lenguas, diciendo el bien que en ellos se encierra?

-Si   -fol. 111r-   dijérades los desdichados -respondió el bulto-, acertárades en ello; pero, en fin, nosotros somos los que decís, y los que os ofrecimos con voluntad sincera el acogimiento que puede daros nuestra estrecheza.

Arnaldo fue de parecer que se tomase el consejo que se les ofrecía, pues el rigor del tiempo que amenazaba les obligaba a ello. Levantáronse todos, y siguiendo a Renato y a Eusebia, que les sirvieron de guías, llegaron a la cumbre de una montañuela, donde vieron dos ermitas, más cómodas para pasar la vida en su pobreza que para alegrar la vista con su rico adorno. Entraron dentro, y, en la que parecía algo mayor, hallaron luces que de dos lámparas procedían, con que podían distinguir los ojos lo que dentro estaba, que era un altar con tres devotas imágenes: la una, del Autor de la vida, ya muerto y crucificado; la otra, de la Reina de los cielos y de la señora de la alegría, triste y puesta en pie del que tiene los pies sobre todo el mundo; y la otra, del amado dicípulo que vio más, estando durmiendo, que vieron cuantos ojos tiene el cielo en sus estrellas. Hincáronse de rodillas, y, hecha la debida oración con devoto respeto, les llevó Renato a una estancia que estaba junto a la ermita, a quien se entraba por una puerta que junto al altar se hacía. Finalmente, pues las menudencias no piden ni sufren relaciones largas, se dejarán de contar las que allí pasaron, ansí de la pobre cena como del estrecho regalo, que sólo se alargaba en la bondad de los ermitaños, de quien se notaron los pobres vestidos, la edad, que tocaba en los márgenes de la vejez; la hermosura de Eusebia, donde todavía resplandecían las muestras de haber sido rara en todo estremo. Auristela, Transila y Constanza se quedaron en aquella estancia, a quien sirvieron de camas secas espadañas con otras yerbas, [más] para dar gusto al olfato   -fol. 111v-   que a otro sentido alguno. Los hombres se acomodaron en la ermita, en diferentes puestos, tan fríos como duros y tan duros como fríos.

Corrió el tiempo como suele, voló la noche, y amaneció el día claro y sereno; descubrióse la mar, tan cortés y bien criada que parecía que estaba convidando a que la gozasen volviéndose a embarcar; y sin duda alguna se hiciera así si el piloto de la nave no subiera a decir que no se fiasen de las muestras del tiempo, que, puesto que prometían serenidad tranquila, los efetos habían de ser muy contrarios. Salió con su parecer, pues todos se atuvieron a él; que, en el arte de la marinería, más sabe el más simple marinero que el mayor letrado del mundo. Dejaron sus herbosos lechos las damas, y los varones su duras piedras, y salieron a ver desde aquella cumbre la amenidad de la pequeña isla, que sólo podía bojar hasta doce millas, pero tan llena de árboles frutíferos, tan fresca por muchas aguas, tan agradable por las yerbas verdes, y tan olorosa por las flores, que en un igual grado y a un mismo tiempo podía satisfacer a todos cinco sentidos.

Pocas horas se había entrado por el día, cuando los dos venerables ermitaños llamaron a sus huéspedes, y, tendiendo dentro de la ermita verdes y secas espadañas, formaron sobre el suelo una agradable alfombra, quizá más vistosa que las que suelen adornar los palacios de los reyes. Luego tendieron sobre ella diversidad de frutas, así verdes como secas, y pan no tan reciente que no semejase bizcocho, coronando la mesa asimismo de vasos de corcho con maestría labrados, de fríos y líquidos cristales llenos. El adorno, las frutas, las puras y limpias aguas, que, a pesar de la parda color de los corchos, mostraban su claridad, y la necesidad juntamente, obligó a todos, y aun les forzó, por mejor decir, a que alrededor de la mesa se sentasen. Hiciéronlo así, y,   -fol. 112r-   después de la tan breve como sabrosa comida, Arnaldo suplicó a Renato que les contase su historia y la causa que a la estrecheza de tan pobre vida le había conducido. El cual, como era caballero, a quien es aneja siempre la cortesía, sin que segunda vez se lo pidiesen, desta manera comenzó el cuento de su verdadera historia:




ArribaAbajoCapítulo diez y nueve del segundo libro

Cuenta Renato la ocasión que tuvo para irse a la isla de las Ermitas


-«CUANDO los trabajos pasados se cuentan en prosperidades presentes, suele ser mayor el gusto que se recibe en contarlos, que fue el pesar que se recibió en sufrirlos. Esto no podré decir de los míos, pues no los cuento fuera de la borrasca, sino en mitad de la tormenta. Nací en Francia; engendráronme padres nobles, ricos y bien intencionados, criéme en los ejercicios de caballero; medí mis pensamientos con mi estado; pero, con todo eso, me atreví a ponerlos en la señora Eusebia, dama de la reina en Francia, a quien sólo con los ojos la di a entender que la adoraba, y ella, o ya descuidada o no advertida, ni con sus ojos ni con su lengua me dio a entender que me entendía; y, aunque el disfavor y los desdenes suelen matar al amor en sus principios, faltándole el arrimo de la esperanza, con quien suele crecer, en mí fue al contrario, porque del silencio de Eusebia tomaba alas mi esperanza con que subir hasta el cielo de merecerla. Pero la invidia, o la demasiada curiosidad de Libsomiro, caballero   -fol. 112v-   asimismo francés, no menos rico que noble, alcanzó a saber mis pensamientos, y, sin ponerlos en el punto que debía, me tuvo más invidia que lástima, habiendo de ser al contrario; porque hay dos males en el amor que llegan a todo estremo: el uno es querer y no ser querido; el otro, querer y ser aborrecido; y a este mal no se iguala el de la ausencia, ni el de los celos.

»En resolución, sin haber yo ofendido a Libsomiro, un día se fue al rey y le dijo cómo yo tenía trato ilícito con Eusebia, en ofensa de la majestad real y contra la ley que debía guardar como caballero, cuya verdad la acreditaría con sus armas, porque no quería que le mostrase la pluma, ni otros testigos, por no turbar la decencia de Eusebia, a quien una y mil veces acusaba de impúdica y mal intencionada. Con esta información alborotado el rey, me mandó llamar, y me contó lo que Libsomiro de mí le había contado; disculpé mi inocencia, volví por la honra de Eusebia; y, por el más comedido medio que pude, desmentí a mi enemigo. Remitióse la prueba a las armas; no quiso el rey darnos campo en ninguna tierra de su reino, por no ir contra la ley católica, que los prohíbe; diónosle una de las ciudades libres de Alemania; llegóse el día de la batalla; pareció en el puesto, con las armas que se habían señalado, que eran espada y rodela, sin otro artificio alguno; hicieron los padrinos y los jueces las ceremonias que en tales casos se acostumbran; partiéronnos el sol, y dejáronnos. Entré yo confiado y animoso, por saber indubitablemente que llevaba la razón conmigo y la verdad de mi parte. De mi contrario, bien sé yo que entró animoso, y más soberbio y arrogante que seguro de su conciencia. ¡Oh soberanos cielos! ¡Oh juicios de Dios inescrutables! Yo hice lo que pude; yo puse mis esperanzas en Dios y en la limpieza de mis no ejecutados deseos; sobre mí no tuvo poder el miedo,   -fol. 113r-   ni la debilidad de los brazos, ni la puntualidad de los movimientos; y, con todo eso y no saber decir el cómo, me hallé tendido en el suelo, y la punta de la espada de mi enemigo puesta sobre mis ojos, amenazándome de presta y inevitable muerte. "Aprieta -dije yo entonces-, ¡oh más venturoso que valiente vencedor mío!, esta punta de espada, y sácame el alma, pues tan mal ha sabido defender su cuerpo; no esperes a que me rinda, que no ha de confesar mi lengua la culpa que no tengo. Pecados sí tengo yo que merecen mayores castigos, pero no quiero añadirles este de levantarme testimonio a mí mismo; y así, más quiero morir con honra que vivir deshonrado". "Si no te rindes, Renato -respondió mi contrario-, esta punta llegará hasta el celebro, y hará que con tu sangre firmes y confirmes mi verdad y tu pecado".

»Llegaron en esto los jueces, y tomáronme por muerto, y dieron a mi enemigo el lauro de la vitoria. Sacáronle del campo en hombros de sus amigos, y a mí me dejaron solo, en poder del quebranto y de la confusión, con más tristeza que heridas, y no con tanto dolor como yo pensaba; pues no fue bastante a quitarme la vida, ya que no me la quitó la espada de mi enemigo. Recogiéronme mis criados; volvíme a la patria; ni en el camino ni en ella tenía atrevimiento para alzar los ojos al cielo, que me parecía que sobre sus párpados cargaba el peso de la deshonra y la pesadumbre de la infamia; de los amigos que me hablaban, pensaba que me ofendían; el claro cielo para mí estaba cubierto de obscuras tinieblas; ni un corrillo acaso se hacía en las calles, de los vecinos del pueblo, de quien no pensase que sus pláticas no naciesen de mi deshonra; finalmente, yo me hallé tan apretado de mis melancolías, pensamientos y confusas imaginaciones, que, por salir dellas, o a lo menos aliviarlas, o acabar con la vida, determiné   -fol. 113v-   salir de mi patria; y, renunciando mi hacienda en otro hermano menor que tengo, en un navío, con algunos de mis criados, quise desterrarme y venir a estas setentrionales partes a buscar lugar donde no me alcanzase la infamia de mi infame vencimiento y donde el silencio sepultase mi nombre.

»Hallé esta isla acaso; contentóme el sitio, y con el ayuda de mis criados levanté esta ermita y encerréme en ella. Despedílos; diles orden que cada un año viniesen a verme, para que enterrasen mis huesos. El amor que me tenían, las promesas que les hice y los dones que les di les obligaron a cumplir mis ruegos, que no los quiero llamar mandamientos. Fuéronse, y dejáronme entregado a mi soledad, donde hallé tan buena compañía en estos árboles, en estas yerbas y plantas, en estas claras fuentes, en estos bulliciosos y frescos arroyuelos, que de nuevo me tuve lástima a mí mismo de no haber sido vencido muchos tiempos antes, pues con aquel trabajo hubiera venido antes al descanso de gozallos. ¡Oh soledad alegre, compañía de los tristes! ¡Oh silencio, voz agradable a los oídos, donde llegas, sin que la adulación ni la lisonja te acompañen! ¡Oh qué de cosas dijera, señores, en alabanza de la santa soledad y del sabroso silencio! Pero estórbamelo el deciros primero cómo dentro de un año volvieron mis criados y trujeron consigo a mi adorada Eusebia, que es esta señora ermitaña que veis presente, a quien mis criados dijeron en el término que yo quedaba, y ella, agradecida a mis deseos y condolida de mi infamia, quiso, ya que no en la culpa, serme compañera en la pena, y, embarcándose con ellos, dejó su patria y padres, sus regalos y sus riquezas, y lo más que dejó fue la honra, pues la dejó al vano discurso del vulgo, casi siempre engañado, pues con su huida confirmaba su yerro   -fol. 114r-   y el mío.

»Recebíla como ella esperaba que yo la recibiese, y la soledad y la hermosura, que habían de encender nuestros comenzados des[e]os, hicieron el efeto contrario, merced al cielo y a la honestidad suya. Dímonos las manos de legítimos esposos, enterramos el fuego en la nieve, y en paz y en amor, como dos estatuas movibles, ha que vivimos en este lugar casi diez años, en los cuales no se ha pasado ninguno en que mis criados no vuelvan a verme, proveyéndome de algunas cosas que en esta soledad es forzoso que me falten. Traen alguna vez consigo algún religioso que nos confiese; tenemos en la ermita suficientes ornamentos para celebrar los divinos oficios; dormimos aparte, comemos juntos, hablamos del cielo, menospreciamos la tierra, y, confiados en la misericordia de Dios, esperamos la vida eterna.»

Con esto dio fin a su plática Renato, y con esto dio ocasión a que todos los circunstantes se admirasen de su suceso, no porque les pareciese nuevo dar castigos el cielo contra la esperanza de los pensamientos humanos, pues se sabe que por una de dos causas vienen los que parecen males a las gentes: a los malos por castigo, y a los buenos por mejora; y en el número de los buenos pusieron a Renato, con el cual gastaron algunas palabras de consuelo, y ni más ni menos con Eusebia, que se mostró prudente en los agradecimientos y consolada en su estado.

-¡Oh vida solitaria! -dijo a esta sazón Rutilio, que, sepultado en silencio, había estado escuchando la historia de Renato-. ¡Oh vida solitaria -dijo-, santa, libre y segura, que infunde el cielo en las regaladas imaginaciones! ¡Quién te amara, quién te abrazara, quién te escogiera, y quién, finalmente, te gozara!

-Dices bien -dijo Mauricio-, amigo Rutilio, pero esas consideraciones han de caer sobre grandes sujetos; porque no nos ha de causar maravilla que un rústico pastor se retire   -fol. 114v-   a la soledad del campo, ni nos ha de admirar que un pobre, que en la ciudad muere de hambre, se recoja a la soledad donde no le ha de faltar el sustento. Modos hay de vivir que los sustenta la ociosidad y la pereza, y no es pequeña pereza dejar yo el remedio de mis trabajos en las ajenas, aunque misericordiosas manos. Si yo viera a un Aníbal cartaginés encerrado en una ermita, como vi a un Carlos V cerrado en un monasterio, suspendiérame y admirárame; pero que se retire un plebeyo, que se recoja un pobre, ni me admira ni me suspende; fuera va deste cuento Renato, que le trujeron a estas soledades, no la pobreza, sino la fuerza que nació de su buen discurso. Aquí tiene en la carestía abundancia, y en la soledad compañía, y el no tener más que perder le hace vivir más seguro.

A lo que añadió Periandro:

-Si, como tengo pocos, tuviera muchos años, en trances y ocasiones me ha puesto mi fortuna que tuviera por suma felicidad que la soledad me acompañara, y en la sepultura del silencio se sepultara mi nombre; pero no me dejan resolver mis deseos, ni mudar de vida la priesa que me da el caballo de Cratilo, en quien quedé de mi historia.

Todos se alegraron oyendo esto, por ver que quería Periandro volver a su tantas veces comenzado y no acabado cuento, que fue así:




ArribaAbajoCapítulo veinte del segundo libro

Cuenta lo que le sucedió con el caballo tan estimado de Cratilo como famoso


-«LA GRANDEZA, la ferocidad y la hermosura del caballo que os he descrito tenían tan enamorado a Cratilo,   -fol. 115r-   y tan deseoso de verle manso, como a mí de mostrar que deseaba servirle, pareciéndome que el cielo me presentaba ocasión para hacerme agradable a los ojos de quien por señor tenía, y a poder acreditar con algo las alabanzas que la hermosa Sulpicia de mí al rey había dicho.

»Y así, no tan maduro como presuroso, fui donde estaba el caballo y subí en él sin poner el pie en el estribo, pues no le tenía, y arremetí con él, sin que el freno fuese parte para detenerle, y llegué a la punta de una peña que sobre la mar pendía; y, apretándole de nuevo las piernas, con tan mal grado suyo como gusto mío, le hice volar por el aire y dar con entrambos en la profundidad del mar; y en la mitad del vuelo me acordé que, pues el mar estaba helado, me había de hacer pedazos con el golpe, y tuve mi muerte y la suya por cierta. Pero no fue así, porque el cielo, que para otras cosas que él sabe me debe de tener guardado, hizo que las piernas y los brazos del poderoso caballo resistiesen el golpe, sin recebir yo otro daño que haberme sacudido de sí el caballo y echado a rodar, resbalando por gran espacio. Ninguno hubo en la ribera que no pensase y creyese que yo quedaba muerto; pero, cuando me vieron levantar en pie, aunque tuvieron el suceso a milagro, juzgaron a locura mi atrevimiento.»

Duro se le hizo a Mauricio el terrible salto del caballo tan sin lisión: que quisiera él, por lo menos, que se hubiera quebrado tres o cuatro piernas, porque no dejara Periandro tan a la cortesía de los que le escuchaban la creencia de tan desaforado salto; pero el crédito que todos tenían de Periandro les hizo no pasar adelante con la duda del no creerle: que, así como es pena del mentiroso que cuando diga verdad no se le crea, así es gloria del bien acreditado el ser creído cuando diga mentira. Y, como   -fol. 115v-   no pudieron estorbar los pensamientos de Mauricio la plática de Periandro, prosiguió la suya diciendo:

-«Volví a la ribera con el caballo, volví asimismo a subir en él, y, por los mismos pasos que primero, le incité a saltar segunda vez; pero no fue posible, porque, puesto en la punta de la levantada peña, hizo tanta fuerza por no arrojarse que puso las ancas en el suelo, y rompió las riendas, quedándose clavado en la tierra. Cubrióse luego de un sudor de pies a cabeza, tan lleno de miedo que le volvió de león en cordero y de animal indomable en generoso caballo, de manera que los muchachos se atrevieron a monosearle, y los caballerizos del rey, enjaezándole, subieron en él y le corrieron con seguridad, y él mostró su ligereza y su bondad, hasta entonces jamás vista; de lo que el rey quedó contentísimo y Sulpicia alegre, por ver que mis obras habían respondido a sus palabras.

»Tres meses estuvo en su rigor el yelo, y éstos se tardaron en acabar un navío que el rey tenía comenzado para correr en convenible tiempo aquellos mares, limpiándolos de cosarios, enriqueciéndose con sus robos. En este entretanto le hice algunos servicios en la caza, donde me mostré sagaz y esperimentado, y gran sufridor de trabajos; porque ningún ejercicio corresponde así al de la guerra como el de la caza, a quien es anejo el cansancio, la sed y la hambre, y aun a veces la muerte. La liberalidad de la hermosa Sulpicia se mostró conmigo y con los míos estremada, y la cortesía de Cratilo le corrió parejas. Los doce pescadores que trujo consigo Sulpicia estaban ya ricos, y los que conmigo se perdieron estaban ganados. Acabóse el navío, mandó el rey aderezarle y pertrecharle de todas las cosas necesarias largamente, y luego me hizo capitán dél a toda mi voluntad, sin obligarme a que hiciese cosa más de aquella que fuese de   -fol. 116r-   mi gusto. Y, después de haberle besado las manos por tan gran beneficio, le dije que me diese licencia de ir a buscar a mi hermana Auristela, de quien tenía noticia que estaba en poder del rey de Dinamarca. Cratilo me la dio para todo aquello que quisiese hacer, diciéndome que a más le tenía obligado mi buen término, hablando como rey, a quien es anejo tanto el hacer mercedes como la afabilidad, y, si se puede decir, la buena crianza. Esta tuvo Sulpicia en todo estremo, acompañándola con la liberalidad, con la cual, ricos y contentos, yo y los míos nos embarcamos, sin que quedase ninguno.

»La primer derrota que tomamos fue a Dinamarca, donde creí hallar a mi hermana, y lo que hallé fueron nuevas de que, de la ribera del mar, a ella y a otras doncellas las habían robado cosarios. Renováronse mis trabajos, y comenzaron de nuevo mis lástimas, a quien acompañaron las de Carino y Solercio, los cuales creyeron que en la desgracia de mi hermana y en su prisión se debía de comprehender la de sus esposas.»

-Sospecharon bien -dijo a esta sazón Arnaldo.

Y, prosiguiendo, Periandro dijo:

-«Barrimos todos los mares, rodeamos todas o las más islas destos contornos, preguntando siempre por nuevas de mi hermana, pareciéndome a mí, con paz sea dicho de todas las hermosas del mundo, que la luz de su rostro no podía estar encubierta por ser escuro el lugar donde estuviese, y que la suma discreción suya había de ser el hilo que la sacase de cualquier laberinto. Prendimos cosarios, soltamos prisioneros, restituimos haciendas a sus dueños, alzámonos con las mal ganadas de otros; y con esto, colmando nuestro navío de mil diferentes bienes de fortuna, quisieron los míos volver a sus redes y a sus casas y a los brazos de sus hijos, imaginando Carino y Solercio ser posible hallar a sus esposas en su tierra, ya que en las ajenas no las hallaban.

»Antes desto, llegamos a aquella isla, que, a lo que creo, se llama   -fol. 116v-   Scinta, donde supimos las fiestas de Policarpo, y a todos nos vino voluntad de hallarnos en ellas. No pudo llegar nuestra nave, por ser el viento contrario; y así, en traje de marineros bogadores, nos entramos en aquel barco luengo, como ya queda dicho. Allí gané los premios, allí fui coronado por vencedor de todas las contiendas, y de allí tomó ocasión Sinforosa de desear saber quien yo era, como se vio por las diligencias que para ello hizo.

»Vuelto al navío y resueltos los míos de dejarme, los rogué que me dejasen el barco, como en premio de los trabajos que con ellos había pasado. Dejáronmele, y aun me dejaran el navío, si yo le quisiera, diciéndome que si me dejaban solo, no era otra la ocasión sino porque les parecía ser sólo mi deseo, y tan imposible de alcanzarle como lo había mostrado la esperiencia en las diligencias que habíamos hecho para conseguirle. En resolución, con seis pescadores que quisieron seguirme, llevados del premio que les di y del que les ofrecí, abrazando a mis amigos, me embarqué y puse la proa en la Isla Bárbara, de cuyos moradores sabía ya la costumbre y la falsa profecía que los tenía engañados, la cual no os refiero porque sé que la sabéis.

»Di al través en aquella isla, fui preso y llevado donde estaban los vivos enterrados; sacáronme otro día para ser sacrificado; sucedió la tormenta del mar; desbaratáronse los leños que servían de barcas; salí al mar ancho en un pedazo dellas, con cadenas que me rodeaban el cuello y esposas que me ataban las manos; caí en las misericordiosas del príncipe Arnaldo, que está presente, por cuya orden entré en la isla para ser espía que investigase si estaba en ella mi hermana, no sabiendo que yo fuese hermano de Auristela, la cual otro día vino en traje de varón a ser sacrificada.   -fol. 117r-   Conocíla, dolióme su dolor, previne su muerte con decir que era hembra, como ya lo había dicho Cloelia, su ama, que la acompañaba; y el modo como allí las dos vinieron, ella lo dirá cuando quisiere. Lo que en la isla nos sucedió ya lo sabéis; y, con esto y con lo que a mi hermana le queda por decir, quedaréis satisfechos de casi todo aquello que acertare a pediros el deseo en la certeza de nuestros sucesos.»




ArribaAbajoCapítulo ventiuno del segundo libro

NO SÉ SI tenga por cierto, de manera que ose afirmar, que Mauricio y algunos de los más oyentes se holgaron de que Periandro pusiese fin en su plática, porque las más veces, las que son largas, aunque sean de importancia, suelen ser desabridas. Este pensamiento pudo tener Auristela, pues no quiso acreditarle con comenzar por entonces la historia de sus acontecimientos; que, puesto que habían sido pocos desde que fue robada de poder de Arnaldo hasta que Periandro la halló en la Isla Bárbara, no quiso añadirlos hasta mejor coyuntura; ni, aunque quisiera, tuviera lugar para hacerlo, porque se lo estorbara una nave que vieron venir por alta mar encaminada a la isla, con todas las velas tendidas, de modo que en breve rato llegó a una de las calas de la isla, y luego fue de Renato conocida, el cual dijo:

-Esta es, señores, la nave donde mis criados y mis amigos suelen visitarme algunas veces.

Ya en esto hecha la zaloma y arrojado el esquife al agua, se llenó de gente, que salió a la ribera, donde ya estaban para recebirle Renato y todos los que con él estaban. Hasta veinte serían los desembarcados,   -fol. 117v-   entre los cuales salió uno de gentil presencia, que mostró ser señor de todos los demás, el cual, apenas vio a Renato, cuando con los brazos abiertos se vino a él, diciéndole:

-Abrázame, hermano, en albricias de que te traigo las mejores nuevas que pudieras desear.

Abrazóle Renato, porque conoció ser su hermano Sinibaldo, a quien dijo:

-Ningunas nuevas me pueden ser más agradables, ¡oh hermano mío!, que ver tu presencia; que, puesto que en el siniestro estado en que me veo ninguna alegría sería bien que me alegrase, el verte pasa adelante y tiene excepción en la común regla de mi desgracia.

Sinibaldo se volvió luego a abrazar a Eusebia, y le dijo:

-Dadme también vos los brazos, señora, que también me debéis las albricias de las nuevas que traigo, las cuales no será bien dilatarlas, porque no se dilate más vuestra pena. Sabed, señores, que vuestro enemigo es muerto de una enfermedad, que, habiendo estado seis días antes que muriese sin habla, se la dio el cielo seis horas antes que despidiese el alma, en el cual espacio, con muestras de un grande arrepentimiento, confesó la culpa en que había caído de haberos acusado falsamente; confesó su envidia, declaró su malicia, y, finalmente, hizo todas las demostraciones bastantes a manifestar su pecado. Puso en los secretos juicios de Dios el haber salido vencedora su maldad contra la bondad vuestra, y no sólo se contentó con decirlo, sino que quiso que quedase por instrumento público esta verdad; la cual sabida por el rey, también por público instrumento os volvió vuestra honra y os declaró a ti, ¡oh, hermano!, por vencedor, y a Eusebia por honesta y limpia, y ordenó que fuésedes buscados, y que, hallados, os llevasen a su presencia para recompensaros con su magnanimidad y grandeza las estrechezas en que os debéis de haber visto. Si éstas son nuevas dignas de que os den gusto, a vuestra buena consideración   -fol. 118r-   lo dejo.

-Son tales -dijo entonces Arnaldo-, que no hay acrecentamiento de vida que las aventaje, ni posesión de no esperadas riquezas que las lleguen; porque la honra perdida y vuelta a cobrar con estremo, no tiene bien alguno la tierra que se le iguale. Gocéisle luengos años, señor Renato, y gócele en vuestra compañía la sin par Eusebia, yedra de vuestro muro, olmo de vuestra yedra, espejo de vuestro gusto, y ejemplo de bondad y agradecimiento.

Este mismo parabién, aunque con palabras diferentes, les dieron todos, y luego pasaron a preguntarle por nuevas de lo que en Europa pasaba y en otras partes de la tierra, de quien ellos por andar en el mar tenían poca noticia.

Sinibaldo respondió que de lo que más se trataba era de la calamidad en que estaba puesto por el rey de los dánaos, Leopoldio, el rey antiguo de Dinamarca, y por otros allegados que a Leopoldio favorecían. Contó asimismo cómo se murmuraba que por la ausencia de Arnaldo, príncipe heredero de Dinamarca, estaba su padre tan a pique de perderse, del cual príncipe decían que, cual mariposa, se iba tras la luz de unos bellos ojos de una su prisionera, tan no conocida por linaje que no se sabía quién fuesen sus padres. Contó con esto guerras del de Transilvania, movimientos del Turco, enemigo común del género humano; dio nuevas de la gloriosa muerte de Carlos V, rey de España y emperador romano, terror de los enemigos de la Iglesia y asombro de los secuaces de Mahoma. Dijo asimismo otras cosas más menudas, que unas alegraron y otras suspendieron, y las unas y las otras dieron gusto a todos, si no fue al pensativo Arnaldo, que desde el punto que oyó la opresión de su padre, puso los ojos en el suelo y la mano en la mejilla, y, al cabo de un buen espacio que así estuvo, quitó los ojos de la tierra, y, poniéndolos en el cielo, exclamando en voz alta, dijo:

-¡Oh amor,   -fol. 118v-   oh honra, oh compasión paterna, y cómo me apretáis el alma! Perdóname, amor, que no porque me aparto te dejo; espérame, ¡oh honra!, que no porque tenga amor dejaré de seguirte; consuélate, ¡oh padre!, que ya vuelvo; esperadme, vasallos, que el amor nunca hizo ninguno cobarde, ni lo he de ser yo en defenderos, pues soy el mejor y el más bien enamorado del mundo. Para la sin par Auristela quiero ir a ganar lo que es mío, y para poder merecer, por ser rey, lo que no merezco por ser amante: que el amante pobre, si la ventura a manos llenas no le favorece, casi no es posible que llegue a felice fin su deseo. Rey la quiero pretender, rey la he de servir, amante la he de adorar; y si con todo esto no la pudiere merecer, culparé más a mi suerte que a su conocimiento.

Todos los circunstantes quedaron suspensos oyendo las razones de Arnaldo; pero el que más lo quedó de todos fue Sinibaldo, a quien Mauricio había dicho cómo aquél era el príncipe de Dinamarca, y aquélla, mostrándole a Auristela, la prisionera que decían que le traía rendido. Puso algo más, de propósito, los ojos en Auristela Sinibaldo, y luego juzgó a discreción la que en Arnaldo parecía locura, porque la belleza de Auristela, como otras veces se ha dicho, era tal, que cautivaba los corazones de cuantos la miraban, y hallaban en ella disculpa todos los errores que por ella se hicieran.

Es, pues, el caso que aquel mismo día se concertó que Renato y Eusebia se volviesen a Francia, llevando en su navío a Arnaldo para dejalle en su reino, el cual quiso llevar consigo a Mauricio y a Transila, su hija, y a Ladislao, su yerno, y que en el navío de la huida, prosiguiendo su viaje, fuesen a España Periandro, los dos Antonios, Auristela, Ricla y la hermosa Constanza.   -fol. 119r-   Rutilio, viendo este repartimiento, estuvo esperando a qué parte le echarían; pero, antes que la declarasen, puesto de rodillas ante Renato, le suplicó le hiciese heredero de sus alhajas y le dejase en aquella isla, siquiera para que no faltase en ella quien encendiese el farol que guiase a los perdidos navegantes; porque él quería acabar bien la vida, hasta entonces mala. Reforzaron todos su cristiana petición, y el buen Renato, que era tan cristiano como liberal, le concedió todo cuanto pedía, diciéndole que quisiera que fueran de importancia las cosas que le dejaba, puesto que eran todas las necesarias para cultivar la tierra y pasar la vida humana, a lo que añadió Arnaldo que él le prometía, si se viese pacífico en su reino, de enviarle cada un año un bajel que le socorriese. A todos hizo señales de besar los pies Rutilio, y todos le abrazaron, y los más dellos lloraron de ver la santa resolución del nuevo ermitaño; que, aunque la nuestra no se enmiende, siempre da gusto ver enmendar la ajena vida, si no es que llega a tanto la protervidad nuestra, que querríamos ser el abismo que a otros abismos llamase.

Dos días tardaron en disponerse y acomodarse para seguir cada uno su viaje, y, al punto de la partida, hubo corteses comedimientos, especialmente entre Arnaldo, Periandro y Auristela; y, aunque entre ellos se mezclaron amorosas razones, todas fueron honestas y comedidas, pues no alborotaron el pecho de Periandro. Lloró Transila, no tuvo enjutos los ojos Mauricio, ni lo estuvieron los de Ladislao; gimió Ricla, enternecióse Constanza, y su padre y su hermano también se mostraron tiernos. Andaba Rutilio de unos en otros, ya vestido con los hábitos de ermitaño de Renato, despidiéndose déstos y de aquéllos, mezclando sollozos y lágrimas todo a un   -fol. 119v-   tiempo.

Finalmente, convidándoles el sosegado tiempo, y un viento que podía servir a diferentes viajes, se embarcaron y le dieron las velas, y Rutilio mil bendiciones, puesto en lo alto de las ermitas.

Y aquí dio fin a este segundo libro el autor desta peregrina historia.