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Luces

Domingo Ynduráin


Universidad Autónoma de Madrid



La bibliografía sobre Valle Inclán, en general, y sobre Luces de bohemia, en particular, es inabarcable. Teniendo, pues, en cuenta la dificultad de hacer referencia pormenorizada a todos y cada uno de los estudios, hay una serie de aspectos en Luces de bohemia sobre los que la crítica ha centrado su atención y ha alcanzado un cierto acuerdo, aunque subsistan, como es normal, diferencias de matiz.

Sin entrar ahora a discutir qué sea el género denominado por Valle Inclán esperpento, término para el que se han propuesto cientos de definiciones1, sí cabe aceptar el hecho, normalmente admitido, de que Luces representa un cambio en la estética (o las estéticas) de D. Ramón, ya desde la versión del año 202. No cabe duda tampoco de que este cambio se expresa en las archicitadas palabras de Max Estrella en diálogo con Don Latino de Híspalis:

MAX.-  Los ultraístas son unos farsantes. El esperpentismo lo ha inventado Goya. Los héroes clásicos han ido a pasearse en el callejón del Gato [...]. Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada [...]. España es una deformación grotesca de la civilización europea [...]. Las imágenes más bellas en un espejo cóncavo son absurdas.

D. LATINO.-  Conforme. Pero a mí me divierte mirarme en los espejos de la calle del Gato.

MAX.-  Y a mí. La deformación deja de serlo cuando está sujeta a una matemática perfecta. Mi estética actual es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas.

D. LATINO.-  ¿Y dónde está el espejo?

MAX.-  En el fondo del vaso [...] Latino, deformemos la expresión en el mismo espejo que nos deforma las caras y toda la vida miserable de España.


(Escena duodécima)                


Me parece que para captar el alcance y significado de esta nueva estética hay que enfrentarla con la norma a la que se opone, con la ahora vieja estética frente a la cual se propone la alternativa. Si no me equivoco, el término polar es la definición que de la estética de Balzac da la Pardo Bazán en La cuestión palpitante:

Flaubert se diferencia de Balzac como un hombre de un gigante. El autor de la Comedia humana hizo épica la realidad; el autor de Madama Bovary nos la presenta cómico dramática. Hay escritores que ven el mundo como reflejado en un espejo convexo, y, por consiguiente, desfigurado. Balzac lo miró con ojos lenticulares, que sin alterar la forma, aumentan sus proporciones.3


Como corresponde, Valle también mira el mundo con ojos lenticulares -la lente del fondo del vaso-: sin alterar la forma, con una matemática perfecta, altera las proporciones. Pero si el espejo convexo, al aumentar las proporciones, hace épica la realidad, el cóncavo produce el efecto contrario. Y casi da vergüenza recordar que el eje -imposible e impasible- de esa simetría es el espejo (plano) que se pasea a lo largo del camino4.

Si esto es así, el esquema permite apuntar algunas consecuencias, cuyo valor, naturalmente, depende de su adecuación a la obra de Valle. En primer lugar, el «clasicismo» objetivo no es tomado siquiera en consideración por nuestro autor que, hace ya tiempo, había renunciado a él, aún sin dejar de admirarlo y evocarlo5. Segundo, esta estética no busca tampoco la idea ni la idealización prescrita por los clásicos. Como Goya, el de los caprichos y desastres, el de las pinturas negras6, no pinta las cosas como debieran ser, ni como se ofrecen directamente a los sentidos. Tercero, la deformación del espejo cóncavo, no es como la de Balzac, una deformación «ingenua», o directa, sino la respuesta a la deformación con que se presenta toda la vida miserable de España: el resultado será presentar la realidad en sus verdaderas dimensiones. Y si el espejo en que se reflejan las caras y la vida de España implica una relación binaria (realidad de base y reflejo deformado), la respuesta asumirá el mecanismo, para descubrir el engaño y señalar la imposibilidad de la síntesis. Hay que forzar la vida para reducirla a su verdadera dimensión; y para mostrar el sentido del primer reflejo es necesario mostrar el contraste entre lo uno y lo otro, y la tensión que supone porque, en definitiva, ningún enmascaramiento es inocente. Por ello -cuarto- la obra supone una doble dimensión, personal (las caras) y social (toda la vida miserable de España). Y eso no como realidades o ámbitos independientes: lo uno es resultado de lo otro, y viceversa.

En definitiva, Valle no describe una sola realidad (la que sea, positiva o negativa), definiendo directamente sus dimensiones como podría hacer el realismo crítico o el expresionismo. Lo que hace es dar las líneas que la constituyen, aceptando las convenciones que esa realidad ofrece -como realidad e interpretación- para dejar que la imagen se forme en la retina del observador. Ya veremos esto más adelante.

Según lo que hemos visto, Valle rechaza una estética y hace que Max formule otra, la adecuada al momento y a la realidad tal como -por fin- la ve. Pero el descubrimiento y la lucidez llega demasiado tarde; poco después de encontrarla, Max muere a la puerta de su casa. Sin duda, la recuperación (o acceso a) la cordura, momentos antes de la muerte, no deja de ser un recuerdo cervantino, recuerdo que yo no veo solo como un dato anecdótico más o menos circunstancial7. Entre otras cosas, porque supone una crítica implícita a la época anterior o, si se prefiere, la renuncia al mundo de fantasía y ensueño que, antes, sustituía y ocultaba la realidad.

Y esto se refiere tanto a la actitud vital como a la norma estilística o literaria.

Creo que el rechazo de la actitud heroica se manifiesta de manera directa en las dos alucinaciones de Max que, para mí, poseen un indudable sentido emblemático. La primera de ellas se produce en el arranque de la obra y marca la distancia con lo real e inmediato:

MAX.-  ¡Espera, Collet! ¡He recobrado la vista! ¡Veo! ¡Oh, cómo veo! ¡Magníficamente! ¡Está hermosa la Moncloa! ¡El único rincón francés en este páramo madrileño! ¡Hay que volver a París, Collet! ¡Hay que renovar aquellos tiempos!

M. COLLET.-  Estás alucinado, Max.

MAX.-  ¡Veo, y veo magníficamente!

M. COLLET.-  ¿Pero qué ves?

MAX.-  ¡El mundo!

M. COLLET.-  ¿A mí me ves?

MAX.-  ¡Las cosas que toco, para qué necesito verlas!

M. COLLET.-  Siéntate. Voy a cerrar la ventana. Procura adormecerte.

MAX.-  ¡No puedo!

M. COLLET.-  ¡Pobre cabeza!

MAX.-  ¡Estoy muerto! Otra vez de noche.


(pp. 8-9)                


El último crepúsculo madrileño ha desaparecido al cerrar la ventana, y, con él, la visión de Max. La fugacidad del momento de plenitud y belleza muestra cómo la capacidad de ensoñación idealizadora prácticamente ha desaparecido para Max, incapaz de mantener la tensión y el esfuerzo que requiere la creación de un mundo y de una vida8. Otra vez de noche no se refiere sólo al regreso a la ceguera, sino a la realidad de su vida y a la noche inmediata en la que Max, como una falena, agotará su vida quemándola en la luz de la bohemia.

Pero, por otra parte, el diálogo muestra la distancia, la falta de conexión entre las visiones alucinadas y la realidad tangible, según la fórmula: «las cosas que toco, para qué necesito verlas». Y, efectivamente, Max no ve a esas dos pobres mujeres, y no las verá nunca a lo largo de la noche en que muere, aunque no falten las referencias a ellas, ni siquiera la petición de ayuda al final.

La segunda alucinación ya no reproduce el esplendor de París, o no solo eso: repite la ilusión que ha tenido otras veces, como le señala D. Latino, ve, pero lo que ve es un entierro, la muerte:

MAX.-  Latino, me parece que recobro la vista. ¿Pero cómo hemos venido a este entierro? ¡Esa apoteosis es de París! ¡Estamos en el entierro de Victor Hugo! ¿Oye, Latino, pero cómo vamos nosotros presidiendo?

D. LATINO.-  No te alucines, Max.

MAX.-  Es incomprensible cómo veo.

D. LATINO.-  Ya sabes que has tenido esa misma ilusión otras veces.

MAX.-  ¿A quién enterramos, Latino?

D. LATINO.-  Es un secreto que debemos ignorar.

MAX.-  ¡Cómo brilla el sol en las carrozas!

D. LATINO.-  Max, si todo cuanto dices no fuese una broma, tendría una significación teosófica... En un entierro presidido por mí, yo debo ser el muerto... Pero por esas coronas, me inclino a pensar que el muerto eres tú.

MAX.-  Voy a complacerte. Para quitarte el miedo del augurio, me acuesto a la espera. ¡Yo soy el muerto! ¿Qué dirá mañana esa canalla de los periódicos, se preguntaba el paria catalán?

 

(MÁXIMO ESTRELLA se tiende en el umbral de su puerta. Cruza la costanilla un perro golfo que corre en zig-zag. En el centro, encoge la pata y se orina. El ojo legañoso, como un poeta, levantado al azul de la última estrella.)

 

(pp. 135-136)                


Efectivamente, el muerto es Max, y es también Victor Hugo, y es el mundo y la literatura que uno y otro representan. En medio de todo, la situación es una variante del conocido y romántico tema en el que alguien contempla su propio entierro9; no en vano, D. Latino ha dicho de Max: «¡Se trata de una gloria nacional! ¡El Victor Hugo de España!» (p. 63). Indudablemente, el descubrimiento y formulación de la nueva estética lleva consigo la muerte y desaparición de la antigua que no es tanto la realista como la romántica y sus derivaciones, incluido el modernismo. En ambos casos, se trata de una estética heroica, exquisita y de un aristocrático individualismo, desligada y enfrentada a las preocupaciones «burguesas». Y si el Romanticismo está ahí, muerto y enterrado, la creación modernista lleva el mismo camino; y esto no sólo por el fatuo y trivial coro de epígonos que encabeza Dorio de Gadex, sino, también, de manera fundamental, por la situación de sus dos máximos representantes:

[...][...]

RUBÉN.-  ¡Es pavorosamente significativo que al cabo de tantos años nos hayamos encontrado en un cementerio!

EL MARQUÉS.-  Rubén, ¿que le parece a usted quedarnos dentro?

RUBÉN.-  ¡Horrible!

EL MARQUÉS.-  Mis memorias se publicarán después de mi muerte. Voy a venderlas como sí vendiese el esqueleto. Ayudémonos.


(pp. 155-63)10                


Son los amenes de un reinado literario que, de cualquier forma, ya ha acabo aunque siga físicamente vivo11. La situación la plantea Valle en una acotación muy significativa: «Después de beber, los tres desterrados confunden sus voces hablando en francés. Recuerdan y proyectan las luces de la fiesta divina y mortal. ¡París! ¡Cabarets! ¡Ilusión! Y en el ritmo de las frases, desfila con su pata coja, Papa Verlaine» (p. 112). Los desterrados evocan, en el café madrileño, el mismo mundo que Max en sus alucinaciones, son los últimos náufragos de la bohemia dorada que ya no proyecta sus luces12 en la noche manchega: «D. Latino.- [...] Estrella Resplandeciente. Rubén.- ¡Admirable! ¡Max, es preciso huir de la bohemia!» (p. 105). El común denominador es París, la reconstrucción de ese espacio y tiempo irrecuperables, evocados en la visión de la Moncloa, en el entierro de Victor Hugo o en el café, irrecuperables porque probablemente son fantasía literaria, como fantasía literaria es la propia vida de Max: es una ilusión tan frágil que es menester rehacerla cada día y disputarla por buena sin efectuar la prueba que la verifique porque, precisamente, ese mundo literario es una huida de las miserias de la cotidianeidad, de las exigencias y servidumbres de la realidad material y tangible. La ilusión se mantiene mientras dura: unos personajes, como el ministro, añoran la capacidad de crear y vivir la fantasía, cuando, sin embargo, se ha refugiado en lo conveniente, en el buen sentido burgués; otros como Dieguito, el secretario, aspiran a recrearlo de manera distanciada, sin comprometerse con él; instalados en la seguridad convencional: se trata de hacer literatura en los papeles, desde fuera, no de vivirla. «Dieguito.- Hace tiempo acaricio la idea de una hoja volandera, un periódico ligero, festivo, espuma de champaña, fuego de virutas. Cuento con usted. Adiós maestro» (p. 91). Las dos frases finales marcan el despego por los valores que Max representa y a los que sólo se acude como adorno o pasatiempo ocasional: el prestigio de la bohemia es utilizado como objeto, alejándolo al mismo tiempo de la vida real porque no forma parte de los intereses efectivos de los dueños del dinero. Es un fenómeno que vuelve a manifestarse en el entierro de Max: los elogios de la prensa, el cortejo que le acompaña al cementerio no oculta -más bien magnifica- la marginación sufrida por el poeta hasta el momento en que ya no proyecta sombra, resalta el horror de esas vidas de la lumpen-cultura.

Del poder oficial, de los poderosos, Max sólo obtiene algunas pesetas, precisamente cuando sus secuaces (el Buey Apis, Zaratustra) le han negado los recursos necesarios para continuar. Sin embargo, la perspectiva de Max -que no la de D. Latino, ni, en parte, la de Rubén- es exactamente la contraria; el contraste está muy marcado en las palabras de Max: «¡Esta tarde tuve que empeñar la capa, y esta noche te convido a cenar! ¡A cenar con el rubio Champaña, Rubén!» (p. 105), donde la aliteración sirve para resaltar el desequilibrio entre la bagatela del champaña (también evocado por el secretario Dieguito) y la venta de la capa13. La referencia a la capa no sólo es un rasgo o desplante pinturero de Max, también hace referencia a la dificultad y coste de un rumbo que desprecia las servidumbres materiales, el dinero que no servirá para rescatar la pañosa, sino para convidar a champaña, como laudator temporis acti frente a la vulgar preocupación por el mañana que exhibe D. Latino. El esfuerzo, el reconocimiento de las dimensiones se transluce en algunos momentos de especial tensión entre los dos principios:

EL MINISTRO.-  ¡Cómo te envidio el humor!

MAX.-  El mundo es mío, todo me sonríe, soy un hombre sin penas.

EL MINISTRO.-  ¡Te envidio!

MAX.-  ¡Paco, no seas majadero!


(p. 97)                


La bohemia, que cifra sus luces en el juego chispeante de ingenio verbal, el fuego de virutas, cuyo lema es un «Viva la bagatela» desaparece acorralada y vencida por las necesidades materiales: el dinero es una luz mucho más potente y efectiva14. Y el poeta, aunque no quiera y se niegue a ver la noche, se encuentra arrojado fuera del ámbito o círculo que delimitan la luz artificial de lámparas, arcos voltaicos y espejos: el aislamiento se hace imposible y lo real invade el espacio de la vida literaria. Es de ello de lo que toma conciencia Max Estrella, «hiperbólico andaluz, poeta de odas y madrigales», émulo de Victor Hugo, y epígono de Verlaine: ese mundo muere con él. En este sentido, Max Estrella no es un trasunto de Alejandro Sawa, aunque haya coincidencias circunstanciales, sino del mismo Valle-Inclán15. Máximo Estrella representa y cifra la vida o la estética de Valle hasta ese momento en que renuncia -muy a su pesar- a las viejas maneras para emprender nuevo camino, para someter a crítica y destruir los presupuestos de su obra anterior. Se salva, quizá, la figura de Bradomín que, viejo, caduco y arruinado, sobrevivirá como una sombra de sí mismo16.

Hay momentos en los que parece que toda la obra de Valle-Inclán, por lo menos hasta 1920 es un intento por huir de la realidad y por fabricarse un mundo a la medida de sus gustos estéticos y necesidades vitales. En esas obras, se manifiesta una decidida complacencia por la mitificación y un rechazo de todo lo utilitario, cotidiano, legislado, etc. Se podría decir que el mundo de las Sonatas, el de Montenegro y la Guerra Carlista, o el de las farsas, son cuatro diferentes intentos por construir un ámbito aislado y autosuficiente17. Sin embargo, por los motivos o causas que sean, los intentos fracasan, resultado que se ve ya en la misma sucesión y cambio de los modos. La superioridad refinada de Bradomín, tan por encima y fuera de las preocupaciones que agobian a los seres normales, da paso a las fuerzas elementales, primarias de Montenegro y al salvajismo espontáneo e ingenuo de los mozos carlistas, frente a liberales, y frente a dogmáticos Santa Cruces. Esto da paso a la exquisita convencionalidad de la Princesa de Imboral, las muñecas, siluetas, farsas italianas, etc., como último intento para evitar -y convertir en literatura- la amenaza siniestra del Infante de Castilla a cuyo paso se deshojan las rosas y marchitan los rosaceos laureles. Quizá se podría ver en cada uno de estos bloques, incluido el de la magia gallega de, por ejemplo, Flor de Santidad, un desarrollo y un intento de objetivar cada uno de los mundos de las Sonatas vividos y vivenciados por Bradomín en su autobiografía subjetiva. Pero, sea esto como quiera, lo cierto es que en 1920, retoma esos motivos para hacer de ellos una sátira despiadada. Cara de Plata responde al tema de los Montenegro y al de la Guerra Carlista; la Farsa y licencia de la Reina Castiza a, por ejemplo, la Farsa de la enamorada del rey -y su grupo-; y Divinas palabras contrasta con Adega o Flor de santidad y, en general, con la Galicia mágica y primitiva18. Englobando, no los temas, sino la actitud hacia ellos, aparece Luces de bohemia, donde lo que se analiza y somete a crítica no es el objeto creado, es la propia creación, la relación que se establece entre el creador y su obra; lo que, en definitiva supone una autocrítica y una autocensura. Valle-Inclán, más que Max Estrella, ha comprendido y definido con tres adjetivos el carácter que su producción adquiere desde la nueva perspectiva: brillante, absurdo y hambriento.

En todos los casos, el procedimiento es el mismo, superponer la creación literaria convencional a la realidad inmediata. De aquí, surge la implicación entre esos dos planos que engranan entre sí para dar cuenta del mecanismo de la totalidad: no es, pues, la literatura una torre más o menos marfileña donde los nefelibatas eluden el contagio del grosero materialismo exterior. Por el contrario, la literatura, y más cuanto más exquisita o idealizada, sirve para mantener y apuntalar el orden que, precisamente, se pretende rechazar. En una palabra, cumple el papel de la ideología, como falsa conciencia. Y eso es así objetivamente, aunque el artista se considere (y le considere la sociedad) un marginado: su persona y, sobre todo, su obra está siendo utilizada de manera directa e inmediata. De esta forma, la supuesta inutilidad (e ingenuidad) de la bagatela no es más que una trampa (en la que han caído al tratar de evitar la colaboración). No obstante, Max afirma que muere sin haber llevado «una triste velilla en la trágica mojiganga» (p. 128), pero conviene desconfiar de las palabras que pronuncia cualquiera de los personajes de Valle, y cuidarse de identificarlas automáticamente con el pensamiento del autor: ni las dramatis personae, ni la obra refleja directamente la posición de Valle. En cualquier caso, si se buscan formulaciones concretas en las que se trasluzca el pensamiento del creador, donde mejor se puede acudir es a las acotaciones, no a lo que los personajes dicen. Y respecto a la función alieneadora y consolatoria de la literatura, véase, por ejemplo: «Ante el mostrador, los tres visitantes, reunidos como tres pájaros en una rama, ilusionados y tristes, divierten sus penas en un coloquio de motivos literarios. Divagan ajenos al tropel de polizontes, al viva del pelón, al gañido del perro, y al comentario apesadumbrado del fantoche que los explota. Eran intelectuales sin dos pesetas» (p. 18).

La función alienadora no la cumple sólo este tipo de literatura o el ingenio oral, que por lo menos proporciona belleza a cambio; también los folletines sirven al mismo fin. Por ello, Max reprocha a D. Latino «Tú eres como ellos. Peor que ellos, porque no tienes una peseta, y propagas la mala literatura, por entregas» (pp. 128-29). A ese género, le tocará su turno en Martes de carnaval, concretamente en Los cuernos de D. Friolera, pero ahora sólo hay alguna crítica de pasada, como la hay a la novela social aunque no, según creo, a Galdós. Max, alguna vez antes de su muerte, tiene momentos de lucidez autocrítica, aunque quizá teñidos de retórica:

«Yo me siento pueblo. Yo había nacido para ser tribuno de la plebe, y me acanallé perpetrando traducciones y haciendo versos. ¡Eso sí, mejores que los hacéis los modernistas!»


(p. 48)                


Queda claro que Max no es un poeta modernista y que en último término, los desprecia; desprecio que se basa no tanto en la bondad populista -ni en considerar encanallamiento hacer versos-, como en la baja calidad poética de estos epígonos. Otra cosa es Rubén, que queda aislado, sin contacto con el tropel de ruiseñores que cantan a la luna, Villaespesa incluido. Estos forman un coro bastante deslucido y ridículo, y es uno de ellos quien dice lo de «Don Benito el garbancero», y, naturalmente, para ellos, ese es el epíteto que mejor le cuadra a Galdós pero no está nada claro que esa sea la opinión de Max ni, sobre todo, que, a estas alturas, sea la de Valle-Inclán aun teniendo en cuenta todo lo que les separa en estilo y en valoración de la clase burguesa liberal19.

Pero dejando esto apuntado, lo que interesa subrayar ahora es la evolución de Valle-Max que concibe la nueva estética como una respuesta a la sociedad que, quizá me atrevería a llamar didáctica y de agitación: a la agresión que deforma las caras y toda la vida miserable de España, hay que responder con otra agresión superior y de sentido contrario, para quebrar su espejo. En esa doble intención -análisis y crítica-, Valle coincide con Galdós, y, al mismo tiempo se distancia de los poetas que, como el perro, tienen el ojo legañoso levantado al azul de la última estrella20. Probablemente, la carga crítica de las obras posteriores venga promovida por la imposibilidad de levantar los ojos limpios hacia el azul21.

Muerta y enterrada la posibilidad de crear y vivir mundos heroicos e ideales, la atención se vuelve hacia el aquí y ahora. El método, en Luces de bohemia, consiste en contar unos hechos, en exponerlos para dejar que los interpreten, juzguen y valoren los personajes, sin molestarse en ir marcando las manipulaciones deformadoras; interesadas, por supuesto. Un caso extremo: ante la madre que sostiene en brazos a su hijo muerto, la reacción de los circunstantes salta por encima del hecho en sí, del dolor elemental de la madre (de la injusticia, en segundo término) para traducir la tragedia a términos asimilables, convencionales y provechosos para cada uno de los que habla22. No es solamente que el Empeñista se ocupe de la rotura de su escaparate, el Retirado lo haga del principio de autoridad o el Tabernero considere que «son desgracias inevitables para el restablecimiento del orden», es que también el Albañil utiliza consignas aprendidas cuando explica el caso: «El pueblo tiene hambre». Lo grave es que esa muerte ha quedado reducida a un suceso del que nadie se ocupa directamente, convertido en objeto utilizado como prueba o apoyo de unas u otras posiciones, de unos u otros prejuicios. La maniobra de diversión triunfa desde el momento en que el problema se centra en cuestiones marginales y superfluas: si hubo o no hubo los toques de Ordenanza, si el comercio (honrado, que paga sus contribuciones) chupa o no chupa la sangre de los pobres. Con independencia de la respuesta que se dé a esas alternativas, lo que importa es ver cómo la realidad inmediata y vital es reflejada (i.e. distanciada) es un espejo deformante y se convierte en tema para la discusión de corrillos ociosos. Hay que visualizar la escena: la madre con el niño en brazos y, alrededor, un grupo de personas que discuten de otra cosa. Para medir el distanciamiento entre los curiosos y el objeto (que ya no centro) de la escena, basta fijarse en la frase con que el comprensivo Empeñista muestra su solidaridad con la madre: «Está con algún trastorno y no mide palabras». Ya es terrible que la madre entre en el juego: da su opinión sobre los toques de ordenanza y llega a formular frases absolutamente retóricas: «¡Negros fusiles, matadme también con vuestros plomos! [...] ¡Que tan fría boca de nardo!»

Mientras el dolor se expresa con gritos, con exclamaciones, resulta convincente, cuando se construyen y articulan frases tan literarias como las trascritas, la cosa resulta mucho menos vivida. Así, Claudinita, en el colmo del horror -y del dolor- golpea la cabeza contra el suelo y sólo grita «Mi padre. Mi padre. Mi padre querido» (p. 152). Es por esto por lo que, a mi entender (independientemente de la intención de Valle-Inclán), Don Latino, el cínico, tiene razón cuando afirma «Hay mucho de teatro»; esto lo dice no solo porque, para él, es una forma de distanciarse del caso, sino también porque a partir de un momento, determinado la madre (sin dudar que siga sufriendo) asume y recita el papel que según la convención social le corresponde. En definitiva, es lo mismo que han hecho los circunstantes, y que hacen todos los personajes de esta obra, salvo, quizá, Mme. Collet y Claudinita. No hace falta glosar lo que en ese aspecto representan figuras como Zaratustra, el librero, o Don Latino. Lo que unifica todos los comportamientos es esa capacidad para deformar los hechos mediante las palabras, acomodarlas a los intereses personales inmediatos y magnificar la realidad. Si no se consigue un provecho tangible al menos queda gratificado el ego, o se queda bien ante los demás. A lograr lo uno o lo otro se encamina el uso sistemático de la hipérbole, la retórica, los apelativos grandilocuentes, las frases ingeniosas y las respuestas agudas. Mientras tanto, los hechos siguen su camino, indiferentes a las deformaciones de la imagen que se forma en ese espejo convexo mediante palabras y gestos. En este sentido, cabe detenerse en la manera que Valle construye su obra, me refiero al final, anunciado durante toda la obra: los anuncios son constantes desde el primer momento:

M. COLLET.-  Otra puerta se abrirá.

MAX.-  La de la muerte. Podemos suicidarnos colectivamente.


Y en efecto, toda una serie de puertas se abren (y se cierran) salvo la física de su casa, lo que lleva al cumplimiento del vaticinio; la que se abre es la de la muerte... y no sólo para Max, de manera que el suicidio colectivo tendrá lugar. M. Collet reprocha a Max:

¡Oh, querido, con tus generosidades nos has dejado sin cena» y Claudinita anuncia: «¿Sabes cómo acaba todo esto? ¡En la taberna de Pica Lagartos!»


(p. 13)                


Ambas frases resultarán acertadas. Sin duda, las premoniciones más exactas son las que formula Max, que no en vano es ciego. Una y otra vez, expone el futuro sin que se le ocurra hacer lo más mínimo para remediarlo; quizá porque no es consciente de sus propios anuncios. Esto es lo que dota a la obra de una manía trágica, sofoclea. Así, se suceden intervenciones como estas: «Mañana me muero, y mi mujer y mi hija se quedan haciendo cruces en la boca» (p. 29); «Pues viviremos muy poco» (p. 45); «El café es un lujo muy caro, y me dedico a la taberna mientras llega la muerte» (p. 104); «Vengo aquí para estrecharte por última vez la mano» (p. 105); «¡Yo soy el muerto!» (p. 136), etc. En otras ocasiones, se producen coincidencias que no dejarán de resonar en el ánimo del espectador al ser evocadas; por ejemplo, las peticiones de D. Latino, «No tuerzas la boca» (p. 131), «Deja la mueca» (p. 134), recordarán la afirmación de Max: «Para mí no hay nada tras la última mueca» (p. 109).

Algunos personajes parecen adensar con sus intervenciones la presencia de la muerte: de esta manera se dirige Dorio de Gadex a Max: «¡Padre y Maestro mágico, salud!» (p. 47), no hará falta advertir que se trata del Responso a Verlaine de Rubén quien, en otro momento, evoca con Max, la Ultima Cena: Rubén.- ¡Admirable! Como Martin de Tours, partes conmigo la capa, transmudada en cena [...]. Max.- Rubén, acuérdate de esta cena. Y ahora mezclemos el vino con las rosas de tus versos. «Te escuchamos» (pp. 105 y 109). Rubén recita, un joven afirma (aunque refiriéndose a la poesía) «Es el final, maestro» y, en cualquier caso, los versos son significativos en la circunstancia en que se dicen: «La ruta tocaba a su fin, / en el rincón de un quicio oscuro, / nos repartimos un pan duro / con el Marqués de Bradomín», la identificación se intensifica cuando Rubén, refiriéndose al Marqués, propone: «Es la ocasión para beber por nuestro estelar amigo», a lo que Max replica «Ha desaparecido del mundo» (p. 111), etc.

Todos estos elementos, más otros que podrían señalarse, van configurando el destino de Max como algo anunciado e inevitable, van confiriendo a la obra ese tono de tragedia que la caracteriza. A ello, contribuyen de manera puntual las referencias culturales, me refiero a los nombres, como Don Latino de Hispalis, Dorio de Gadex o Zaratustra, la denominación de cínico que Max aplica sistemáticamente a Don Latino, o la acotación referida a Max: «su cabeza rizada y ciega, de un gran carácter clásico-arcaico, recuerda los Hermes» (p. 8), la comparación con Homero, y el correspondiente «regalo de Venus», la visión de la policía como équites municipales o soldados romanos, la pregunta sobre los cuatro dialectos griegos, y la exclamación del Ministro, Eironeia, que resume y cifra toda la obra.

Pero los héroes clásicos han ido a pasearse en el callejón del Gato23.

La grandeza y el sobrecogimiento de la tragedia antigua es ya imposible.

En Luces de bohemia, nada ni nadie es lo que parece o dice ser. Esto se manifiesta en todos los niveles en que puede realizarse el análisis de la obra, empezando desde el contraste entre los individuos y los apodos o apelativos que reciben, tipo Marquesa del tango o Rey de Portugal: Valle no inventa la mezcla de términos cultos y lenguaje chabacano24 pero la asume y utiliza en un sistema coherente, haciendo que funcione dentro de él con un sentido más profundo y significativo que el mero halago verbal: sirve para definir o caracterizar a la sociedad. En el análisis de los personajes, encontramos el mismo sistema; Basilio Soulinake, por ejemplo, es un periodista alemán, fichado por la policía como anarquista ruso; su nombre es falso. En la conversación con la portera, el absurdo producido por el cruce de planos llega al delirio, y, como pura abstracción verbal, contrasta con el objeto efectivo de la discusión: el cadáver de Max, que pasa a ser mera excusa para el juego y la exhibición verbal e imaginativa25, nivel que, a su vez, queda roto por la horrible prueba experimental del cochero. Los saltos, los cambios de nivel, brusquísimos, de la abstracción teórica y literaria a la práctica más brutal o abyecta, me parece uno de los recursos fundamentales en Luces de bohemia. Son rupturas que frustran sistemáticamente las expectativas del lector, obligándole a acomodarse una y otra vez a situaciones, claves y perspectivas diferentes y aun contradictorias. Esto se produce, como hemos visto, en las acciones de los personajes, pero también Valle asume el mismo planteamiento en las acotaciones. Como el autor no entra en el mundo, en el juego de los personajes, el resultado de sus comentarios o definiciones produce un efecto de distanciamiento desinteresado y un tanto irónico, cuando no sarcástico. Por ejemplo, en el caso de La Lunares, niña del pecado, que sólo lo es a medias, pues guarda el pan de higos26 para el gachó que la sepa camelar, Valle advierte «Parodia grotesca del jardín de Armida» (p. 117). Ahora bien, Valle, salvo en ocasiones excepcionales, se cuida mucho de explicar la realidad de los hechos, deja que el lector los descubra por su cuenta.

En un sistema como el descrito, no hay manera de que el lector esté seguro de nada27. Hay hechos que sólo se conocen a través de lo que dicen los personajes; pero si unos personajes mienten o manipulan y deforman la realidad objetiva de acuerdo o a favor de unos intereses inmediatos y elementales, otros, como Max, viven en el aire y no se mueven buscando un provecho material: Max vive en la literatura, en la pura ideología; no estafa, no se apropia del dinero ajeno, vive sólo para brillar, para deslumhrar y admirar a los demás. De ahí su nombre, es una estrella, la máxima, que cuando pasa de ser Mala Estrella a Resplandeciente, se consume como una estrella fugaz, esa que el perro mira en el azul, la última estrella. No cabe duda de que a Valle-Inclán -y a los lectores- le seduce esa personalidad aristocrática que desprecia el dinero, «esas tres cochinas pesetas» (p. 11) que servirían para cenar. Máximo es de la casta de Bradomín o Montenegro: está por encima de las convenciones e intereses de la burguesía. Sus valores son otros: prestigio, superioridad intelectual, estética, etc. Valores, al parecer, inofensivos, desligados de la materia...

Y sin embargo... Sin embargo resulta, a fin de cuentas, tan culpable y responsable como todos los demás. Habitualmente, la crítica ve a Max Estrella como víctima y juez de la sociedad, una especie de conciencia lúcida que denuncia las injusticias, abusos y excesos de los demás mientras él mantiene un comportamiento digno. Sin embargo, con el texto delante, resulta muy difícil admitir tal interpretación. El resultado del análisis arroja unos resultados completamente diferentes. Otra vez, hay que advertir que la «intención» de Valle pudo ser otra pero que, en cualquier caso, lo que hizo, el resultado textual obtenido, no presenta en absoluto un Max ejemplar, intachable, lo cual no es óbice para que reciba la simpatía que en el autor -quizá también en el lector- despiertan esos bohemios tronados e irresponsables. Pero la simpatía no es suficiente para ocultar ni compensar la crítica que, situado ya en la realidad real y contemporánea, en el aquí y ahora, realiza Valle del comportamiento de Max. Crítica que es, si se aceptan las correspondencias Max-Valle, apuntadas arriba, también una autocrítica.

Lo que ocurre es que la deformación de la realidad hace que se den por buenas determinadas afirmaciones de los personajes que, sin embargo, deberían, al menos, ser discutidas. Un caso puede servir de ejemplo: la muerte de Max, se dice, ha sido resultado del hambre, como corresponde al tópico de la bohemia, muestra así la despreocupación de Max por las necesidades materiales y, al mismo tiempo, la miseria a que la sociedad le ha reducido. Sin duda, la interpretación viene apoyada por las palabras de Don Latino: «¡Te has muerto de hambre, como yo voy a morir, como moriremos todos los españoles dignos! ¡Te habían cerrado todas las puertas, y te has vengado muñéndote de hambre!» (p. 143). Ahora bien, nadie se muere de hambre en un día, y menos después de una cena en el Café Colón, a la carta, con champaña, café, copa y puro. No, no hay nada de eso, lo cierto es que a Don Latino le conviene aceptar esa versión para rechazar otra más probable, que haya muerto de frío porque él, Don Latino, no le ha prestado su carrik, a pesar de que Max se lo había pedido varias veces. Lo del frío resulta verosímil y, sin embargo, hay que ponerlo también en duda puesto que M. Collet responde: «¡Un colapso! ¡No se cuidaba!» (p. 147). Y no es que yo prefiera el diagnóstico28 de M. Collet; se trata, simplemente, de señalar las dificultades que se presentan a la hora de precisar determinados extremos que, de manera apresurada, suelen tomarse, a pesar de todo, como perspectivas privilegiadas para interpretar la obra. Lo indudable, prescindiendo ya de causas circunstanciales más o menos anecdóticas, es que Max tenía que acabar así, era su destino y su voluntad, y así lo ve M. Collet: «¡Max, pobre amigo, tú solo te mataste! ¡Tú solamente, sin acordar de estas pobres mujeres! Y toda la vida has trabajado para matarte» (pp. 145-46).

Ya Max, refiriéndose a la muerte, había dicho, en conversación con Rubén: «¡Tú la temes, y yo la cortejo!» (p. 104).

Efectivamente, la corteja pero no pasa de ahí. El desenlace fatal es un accidente, al que Max estaba predestinado por sus excesos, por no cuidarse, como dice M. Collet, y por su despreocupación. No es un final buscado voluntariamente y directo. Buena prueba de ello son los intentos que hace por escapar. La bravata de Max es puro alarde, retórico e hiperbólico29.

Desde el primer momento, Valle refleja a este héroe clásico en un espejo cóncavo para exponer su verdadera dimensión. Tras describirle como Hermes, presentarle con la ceguera homérica, nos enteramos de que la pérdida de la vista es «el regalo de Venus» (p. 93), lo cual, despojado de la embellecedora formulación retórica, significa que es el resultado de un sifilazo. La mitomanía de Max se revela también, al final de la obra:

RUBÉN.-  Marqués, ¿cómo ha llegado usted a ser amigo de Máximo Estrella?

EL MARQUÉS.-  Max era hijo de un capitán carlista que murió a mi lado en la guerra. ¿El contaba otra cosa?

RUBÉN.-  Contaba que ustedes se habían batido juntos en una revolución allá en México.

EL MARQUÉS.-  ¡Qué fantasía! Max nació treinta años después de mi viaje a México.


(p. 157)                


No me interesa ahora comentar lo que esta conversación implica en el desenmascaramiento o renuncia de los mitos valleinclanescos, o la conversión de Bradomín en mito literario. Lo que me importa ahora es señalar que la obra muestra, en Max, la fantasía deformante o falsificadora de la realidad30. Quizá sea la intrascendente fantasía propia de un poeta bohemio; sin duda, aquí lo es pero hay otros momentos en los cuales la verborrea literaria, fantasiosa, le impide tomar contacto con la realidad inmediata, la que toca, y, por tanto, no ve.

Cuando Max es detenido, encuentra en el calabozo a un individuo, un obrero, destinado a la muerte. Es una de esas situaciones patéticas y terribles que abundan en la obra. Y es un caso típico de injusticia y barbarie, añadido en la versión de 1924, quizá como paradigma de denuncia social por parte del autor. Pues bien, cuando Mateo (bautizado Saulo por Max), seguro de su fin y angustiado por ello, cuenta a Max, su única compañía, y, en ese momento, confidente, sus temores, ideales, su lucha, las respuestas del bohemio son de este tenor:

«Hay que establecer la guillotina eléctrica en la Puerta del Sol» (p. 66); «Los obreros se reproducen populosamente, de un modo comparable a las moscas. En cambio, los patronos, como los elefantes, como todas las bestias poderosas y prehistóricas, procrean lentamente. Saulo, hay que difundir por el mundo la religión nueva» (p. 67); «Una buena cacería puede encarecer la piel de patrono por encima del marfil de Calcuta[...]. Y en último consuelo, aún cabe pensar que exterminando al proletariado también se extermina al patrón» (p. 68)31.


No cabe mayor frivolidad ni mayor incomprensión. Por mostrar un ingenio chispeante, como antes con el guardia, como los poetas modernistas, Max es capaz de ignorar la realidad más patética, de desentenderse del sufrimiento humano más acuciante y próximo. Tras de esto, resulta posible y aún probable interpretar la despedida como un arranque de cómico viejo, un gesto manido de actor de carácter en la gran escena de la separación. Pero aunque esto no sea así, aunque la comprensión cordial sea cierta, no dura más que un instante, el momento del abrazo. Después, Max se olvida. El diálogo es este:

EL PRESO.-  ¿Está usted llorando?

MAX.-  De impotencia y de rabia.


No deben ser casuales las simétricas coincidencias con esta otra escena:

MAX.-  [...] ¡Me he ganado los brazos de Su Excelencia [...]!  (Se abrazan los dos. Su Excelencia, al separarse, tiene una lágrima detenida en tos párpados. Estrecha la mano del bohemio, y deja en ella algunos billetes.) 

EL MINISTRO.-  ¡Adiós! ¡Adiós! Créeme que no olvidaré este momento.

MAX.-  ¡Adiós, Paco! ¡Gracias en nombre de dos pobres mujeres!


(p.98)                


El Ministro, por lo menos, algo ha hecho por remediar la situación de Max. Este, sin embargo, sólo se ha ocupado de sí mismo, en ningún momento ha recordado al preso que deja en la cárcel para interceder por él ante el Ministro de la Gobernación de quien, en último término, depende la suerte del anarquista. Max olvida al individuo con quien ha compartido el calabozo, tampoco se acuerda de lo que representa el Ministro de la Gobernación en la vida social: la única protesta es por la manera en que le han tratado a él. No hay ni una reflexión sobre la situación general.

Lo más patético, la suprema Eironeia es que Max acepte el dinero sacado del fondo de reptiles. Sobre todo, que disfrace melodramáticamente su aceptación, deformando así la realidad en el espejo de la retórica literaria, escudándose, él, con una coartada de regusto folletinesco: «Gracias, en nombre de dos pobres mujeres». Pero una vez superado el trance, de manera airosa y aun brillante, no vuelve a recordar a las dos pobres mujeres: gasta con rumbo la limosna, va «a cenar con el rubio Champaña, Rubén» (p. 105). Y ya al principio, perdidas tres miserables pesetas, una de las dos pobres mujeres, M. Collet le había reprochado: «¡Oh, querido, con tus generosidades nos has dejado sin cena!» (p. 10). El reproche sigue siendo válido.

En aquel momento, despedido por el Buey Apis, Max había propuesto la posibilidad de un suicidio colectivo. Vuelve a repetir la idea hablando con Don Latino: «Latino, vil corredor de aventuras insulsas, llévame al Viaducto. Te invito a regenerarte con un vuelo» (p. 129). Es teatro, puro verbalismo para provocar la admiración, para dejar despatarrados a los ingenuos burgueses pues, cuando es otro quien hace la propuesta, le parece una patochada32:

DON LATINO.-  [...] ¡Hay que pensar en el mañana, caballeros!

MAX.-  ¡No pensemos!

DON LATINO.-  Compartiría tu opinión, si con el café, la copa y el puro nos tomásemos un veneno.

MAX.-  ¡Miserable burgués!


(p. 106)                


Max, entronizado en el café literario, satisfecho del papel que allí juega33, sintiéndose superior y, en el ámbito de la bohemia literaria, centro, no reconoce en otro su propia ocurrencia, formulada ante unas mujeres que, ellas, no cenan.

Cuando, en la taberna de Pica Lagartos, Don Latino tartamudea la lectura del periódico: «El tufo de un brasero. Dos señoras asfixiadas» (p. 176), el espectador no puede por menos de recordar la sugerencia de Max: «Con cuatro perras de carbón, podíamos hacer el viaje eterno» (p. 6).

La simetría que enmarca la obra34 revela que la víctima no es Max, ni su centro, sino esas dos pobres mujeres que si él muere «se quedan haciendo cruces en la boca». Aquí, quien habla, miente; los que sienten, actúan, sin palabras, sin discursos. El poeta ciego, luz de la bohemia, es quien ha provocado ese suicidio aunque se le habían abierto puertas suficientes para que no hubiera sido necesario. Ni el décimo de lotería pudieron obtener del muerto. La ironía escénica recubre toda la obra.

El tema, el argumento o anécdota de Luces de bohemia es un folletín. Por supuesto, se trata de una utilización irónica. Entre otras muchas cosas falta el patetismo y el tono melodramático que chorrea las entregas que vende Don Latino. En este sentido, lo que sorprende es que Valle-Inclán (aquí lo mismo que en otras obras) cuente los mayores horrores, las cosas más espeluznantes y lamentables sin abandonar el preciosísimo estetizante de su estilo. No es que no juzgue, ni que no condene, es que tampoco cambia el registro lingüístico para expresar o comunicar, siquiera por manera indirecta, el carácter de los hechos: nada hay de adecuación cordial35. Huye de la descripción realista que pudiera conmover simplemente con la exposición objetiva de lo que ocurre. Por el contrario, convierte la miseria y las muertes en literatura. Embellece -distancia- cuanto describe. Quizá por ello algunos críticos han sostenido que la finalidad de toda la obra de Valle-Inclán, incluida Luces de bohemia, es fundamental o exclusivamente estética. Sin despreciar el componente estético, inevitable en cualquier obra literaria o, simplemente, artística36, creo que Valle acepta y reproduce desde su perspectiva, en el ámbito o plano que le corresponde como autor, el sistema de los personajes, el planteamiento que las palabras y actitudes de estos van creando en relación con los hechos.

Quien, al leer o escuchar la obra se deje arrastrar por el halago sensorial, por la imaginación de la prosa valleinclanesca, cuando llegue al final, y si reflexiona, constatará cómo ha entrado y se ha dejado ganar por el mismo procedimiento que Valle denuncia en la obra y tan clara y distintamente se reprocha a los personajes de esta parábola literaria.





 
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