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ArribaAbajo Capítulo VII

1813


Salamanca y los Arapiles



ArribaAbajo- I -

Cansado de ir, como quien dice, a la zaga de la Historia en los capítulos anteriores, porque así lo requería la magnitud de los acontecimientos durante los seis años de la guerra de la Independencia, permitido me sea (si no lo ha por enojo el benévolo lector) reposar algún tanto de aquella narración histórico-anecdótica, para trazar en la presente un episodio que, aunque puramente personal y de índole doméstica o privada, tiene relación con aquella época, como que se refiere al viaje que en compañía de mis padres y hermanos hice al teatro de uno de los sucesos más trascendentales de la guerra, con el cual ligaban a mi familia circunstancias especiales. -Con esto aprovecharé la ocasión de volver por el momento a mi propósito primitivo, que no fue ni pudo ser otro que el de reflejar en estos apuntes el colorido característico de aquella sociedad, su manera de ser, como ahora se dice, sus costumbres, sus deseos y modestas satisfacciones.

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Aunque nacido en Madrid, y con fija residencia en esta villa, a cuyo desinteresado servicio he procurado consagrar mi escasa inteligencia y sincera voluntad; aunque en el curso de mi dilatada vida he tenido ocasión de conocer y apreciar las respectivas excelencias de todas o casi todas las principales ciudades de España, y muchas del extranjero, todavía queda un lugar señalado en mi corazón, un recuerdo indeleble en mi memoria, consagrados a la insigne ciudad que baña el Tormes, y que por sus afamadas escuelas mereció ser conocida con el epíteto de Atenas española, y por sus grandiosos monumentos artísticos, con el no menos preciado de Roma la chica.

Y no podía menos de ser así, por las circunstancias especiales que me rodearon desde la cuna respecto a esta celebérrima ciudad. -Oriundo de ella por mi padre don Matías Mesonero Herrera -según fue dicho ya en la Introducción a estas «Memorias»-, puede decirse que existía en mi sangre el germen de este filial cariño, que se fue desarrollando a la vista de todos los objetos, de todas las personas que rodearon mi infancia, de todas las gratas impresiones que mi buen padre, entusiasta salmantino, cuidaba de excitar en mi corazón.

Desde los primeros arrullos que escuché de sus labios cuando me dormía en sus brazos, a los sencillos y animados ecos de las canciones de la tierra -«Torito de la Puente - déjame pasar - que tengo mis amores - en el arrabal»; o la popular de las Habas verdes -«Ayer me dijiste que hoy - hoy me dices que mañana», etc.-, hasta los cuentos, refranes a idiotismos locales con que amenizaba sus narraciones; desde los sabrosos frutos de aquella feraz comarca, que abundaban en nuestra mesa, hasta el traje de charro con que gustaba adornar las infantiles personas de sus hijos de uno y otro sexo; desde los muebles, estampas y demás objetos que adornaban la casa,   —125→   hasta la secular escribanía, obra de uno de los famosos artífices salamanquinos, y marcada con el Toro y la Puente, armas de la ciudad -que es la misma que conservo y que he usado toda mi vida-, todo conspiraba a crearnos en la imaginación una segunda naturaleza, un verdadero entusiasmo salmantino.

Además de este cariño, muy propio de un hijo bien nacido hacia su pueblo natal, reunía también mi padre otras circunstancias que lo ligaban más y más a su país. Formando el núcleo de los importantes negocios puestos a su cuidado, representaba en la corte los de aquella ciudad y provincia; era apoderado general de los Ayuntamientos, Cabildo eclesiástico, Universidad y Sexmeros de la tierra, y en general de todas las corporaciones, títulos y personas de cuenta en ella; y tanto, que cuando en ocasiones acertaban a ponerse en pugna los intereses respectivos, tenía que optar por una de las partes para representarla en su defensa.

Consecuencia de todo esto y de la natural franqueza del carácter castellano, era que su casa viniese a ser para los salmantinos una sucursal de la propia, y que se viese constantemente frecuentada por las personas más autorizadas de aquella sociedad, por los insignes doctores del gremio Universitario, por las dignidades del cabildo y clero regular, por los opulentos ganaderos y labradores, verdaderos dueños señoriales de aquel territorio, por los humildes charros de la tierra, a quienes se complacía en recibir indistintamente y sentar a su mesa con igual franqueza, sirviéndoles en sus negocios con la más sincera voluntad.

Sobre todo esto (que acaso a nadie puede interesar más que a mí) habré de pasar rápidamente en obsequio del bondadoso lector, para contraerme al objeto que en este instante mueve mi pluma, que no es otro que el de ofrecer   —126→   un cuadro sencillo de alguno de los accidentes característicos de aquella sociedad, valiéndome para ello de la coincidencia, al terminar la guerra, con la primera visita que en compañía de mi familia hice a la región salamanquina.




ArribaAbajo- II -

En el mes de Agosto de 1813, apenas evacuada por los franceses la capital del reino a consecuencia de la gloriosa jornada de los Arapiles, mi buen padre, que con suma impaciencia había permanecido incomunicado durante cinco años con su país, aunque sabedor por el rumor público de la desdichada parte que en los desastres de la guerra había alcanzado; que se complacía en referirnos los pormenores de aquella importante jornada, mostrándonos en el mapa con el dedo los pueblos de Arapiles y sus colindantes, las Torres (donde radicaban sus bienes), Calvarrasa, Babilafuente y demás que fueron campo glorioso de aquella sangrienta batalla; que suspiraba y gemía, no por sus frutos perdidos, no por sus tierras, incultas o abandonadas, sino por los desmanes causados a su país natal a consecuencia de los frecuentes encuentros de los ejércitos franceses con los aliados anglo-hispano-portugués, no pudo resistir por más tiempo a su deseo de visitarle y convencerse por su misma vista de tanta calamidad y desventura.

Arrostrando los terribles obstáculos que a la sazón ofrecían los caminos destruidos, los pueblos, las ventas y caseríos incendiados, el ataque probable de las bandas de   —127→   salteadores que había dejado la guerra en pos de sí, y los escasos o inverosímiles medios de comunicación que por entonces eran posibles, ajustó una galera (no recuerdo cuál de las dos que hacían el ordinario servicio entre Madrid y Salamanca, a cargo de los respectivos capataces Picota y Faco Brocas), y al rayar el alba de una mañanita de Agosto, previa la saludable y muy prudente preparación con los auxilios espirituales, y probablemente la de arreglar también sus negocios temporales, embanastó en el ya dicho vehículo a toda la familia, compuesta del matrimonio y cinco hijos, todos de tierna edad -yo, que era el segundo, contaba a la sazón diez años- y emprendimos con la ayuda de Dios una marcha heroica, que ofrecía a la sazón más peligro que el que hoy suelen arrostrar los osados exploradores de las regiones polares.

Difícil, cuando no imposible, será detallar por menor los diversos accidentes de tan arriesgado viaje, en las condiciones que quedan indicadas; y además de empresa larga y enojosa, acaso sería inútil, porque, por mucho que me lo recuerde mi infantil memoria, no he de alcanzar probablemente a diseñarlos con toda exactitud, como ni tampoco conseguiré persuadir al lector de hoy de lo que era un viaje por tierras españolas en el año de gracia de 1813, esto es, 64 años ha y a raíz de la famosa guerra de la Independencia.

Limitareme, por lo tanto, a decir que en las 33 leguas que separan a Madrid de Salamanca -y que hoy se salvan en diez horas, por ferro-carril-, empleó nuestra galera cinco días mortales, a razón de cinco o seis leguas en cada uno, y andando desde antes de amanecer hasta bien cerrada la noche. -La primera de estas la pasamos en la venta de la Trinidad, o más bien en su portalón, porque la absoluta ausencia de puertas y ventanas, incendiadas por unas y otras tropas, de camas y de muebles de ninguna   —128→   clase, nos obligó a permanecer a bordo de la galera y consumir en ella las provisiones de boca que llevábamos de Madrid, y que buscar en la venta fuera pedir cotufas en el golfo. -Pasamos al siguiente día el famoso puerto de Guadarrama, divisorio de ambas Castillas, a pie enjuto (por estar a la sazón limpio de nieves) y escoltando la galera para librar de toda fatiga a las escuálidas mulas, que a las cinco o seis horas dieron en los pesebres de la desmantelada fonda de San Rafael. -Blasco Sancho, Villanueva de Gómez, Muñoz Sancho y Peñaranda de Bracamonte fueron las regaladas etapas en los días subsiguientes; y mi padre, que era gran andarín y no podía sufrir el traqueteo de la galera, no bien salimos al amanecer el último día de Peñaranda de Bracamonte, nos empeñó a emprender a pie y por vía de paseo la marcha a la ciudad, de la que aún distábamos siete leguas mortales, y luego que hubimos llegado a Ventosa y Huerta, pueblos más cercanos, todo se le volvía enristrar el catalejo para ver si alcanzaba a descubrir alguna de las torres que él tenía impresas en la imaginación; pero a medida que íbamos acercándonos se iba también anublando su semblante, y lanzaba suspiros y exclamaciones, porque echaba de menos muchas de ellas, que habían desaparecido en los horrores de la guerra.

Llegamos al fin a Salamanca, sanos y salvos (casi sin ejemplar), en la tarde de la jornada quinta, y luego que aquella noche, fue su primer cuidado a la mañana siguiente marchar con toda la familia a recorrer los barrios extremos, señaladamente los que dan al río Tormes y que ofrecían un inmenso montón de ruinas, una absoluta y espantosa soledad.

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LA CIUDAD DE SALAMANCA Y EL PUENTE

A su vista, mi buen padre, bañado en lágrimas el rostro y con la voz ahogada por la más profunda pena, nos hacía engolfar por aquellas sombrías encrucijadas, encaramarnos   —129→   a aquellas peligrosas ruinas, indicándonos la situación y los restos de los monumentales edificios que representaban. -«Aquí, nos decía (sin saber él mismo que parodiaba a Rioja en su célebre composición A las ruinas de Itálica), era el magnífico monasterio de San Vicente; aquí el de San Cayetano; allá los de San Agustín, la Merced, la Penitencia y San Francisco; estos fueron los espléndidos colegios mayores de Cuenca, Oviedo, Trilingüe y Militar del Rey. -Aquí estaba el Hospicio, la casa Galera, y por aquí cruzaban las calles Larga, de los Ángeles, de Santa Ana, de la Esgrima, de la Sierpe, y otras que habían desaparecido del todo. -Tanta desolación hacía estremecer al buen patricio, y su llanto y sus gemidos nos obligaban a nosotros a gemir y a llorar también.

La verdad es que esta antiquísima, y monumental ciudad había sucumbido casi en su mitad, como si un inmenso terremoto, semejante al de Lisboa a mediados del pasado siglo, la hubiese querido borrar del mapa. El sitio puesto por los ingleses antes de la batalla de los Arapiles; la toma de los monasterios fortificados de San Vicente y de San Cayetano, y el incendio del polvorín y la feroz revancha tomada por los franceses la noche de San Eugenio, 15 de Noviembre, a su vuelta a la ciudad, fueron sucesos ocasionales de tanta ruina, y que no se borrarán jamás de la memoria de los salmantinos.

Angustiados nuestros corazones con tan tétrico espectáculo, y no pudiendo mi padre soportarle por muchos días, saconos al fin de la ciudad para los pueblos inmediatos de las Torres y Pelabrabo, donde, según dije antes, tenía sus propiedades, más bien que con el propósito de visitarlas, con el deseo de recorrer aquellos campos gloriosos, en que se verificó, el 22 de Julio del año anterior, la tremenda lucha entre los ejércitos aliados y   —130→   el del invasor, que dio por resultado el señalado triunfo de los primeros.

Pisamos, pues, aquellas célebres, aunque modestas heredades, hallándolas casi yermas, si bien sembradas de huesos y esqueletos de hombres y caballos, de balería de todos calibres, y de infinitos restos del equipo militar. Era un inmenso cementerio al descubierto, que se extendía por algunas leguas a la redonda, y que ofrecía un horroroso espectáculo, capaz de poner miedo en el ánimo más esforzado. - Pero los muchachos lo apreciábamos de otro modo, convirtiéndolo todo en provecho de nuestros juegos y escarceos. Mis hermanitos y yo, unidos con los chicos de los renteros de mi padre, y con la mejor voluntad y patriótica algazara, reuníamos aquellos horribles restos, apilándolos en formas caprichosas y pegándoles fuego con los rastrojos, porque todos aquellos huesos, a nuestro entender, «eran de los pícaros franceses», y porque, según nos aseguraban los labriegos, aquellas cenizas eran muy convenientes para el abono de las tierras; otras veces, dedicándonos al acopio de proyectiles, les colocábamos en sendas pilas, como suelen verse en los parques y maestranzas, y recogiendo entre ellos aquellos más pequeños que podíamos llevar en los bolsillos, tornábamos a la aldea muy satisfechos de nuestra jornada y ostentando nuestro surtido de municiones. Otro día, conducidos por mi padre, nos dirigíamos a las dos célebres colinas, el Arapil grande y el de las Fuentes, teatro principal de aquella sangrienta jornada, y cuya nombradía alcanza a los tiempos heroicos de nuestra historia, según el Romancero:

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    «Bernardo estaba en el Carpio
Y el moro en el Arapil;
Como el Tormes va por medio,
No se pueden combatir».



Visitábamos después la humilde aldea que lleva este nombre, y en ella la casa de Francisco N., apellidado el Cojo de Arapiles, porque una bala de cañón le llevó una pierna cuando, según él decía, estaba dirigiendo al Lord en sus exploraciones por aquellos campos. Mostrábanos la ventana desde la cual asomado el mismo Wellingthon asestaba su anteojo en diferentes direcciones, y por más señas, nos enseñaba uno que decía ser el mismo, y que, por cierto, era demasiado vulgar y poco digno de haber sido usado por tan ilustre general.

De vuelta a casa la alegre comparsa de muchachos, comentábamos a nuestro modo los detalles de la batalla o la parodiábamos en las eras del pueblo, entonando al mismo tiempo la canción especial de que queda hecho mérito en el capítulo anterior: «Wellingthon en Arapiles - a Marmón y sus secuaces», etc., o bien tomándolo por otro tono y estribillo, prorrumpíamos en la otra cantilena local dedicada a D. Julián Sánchez el célebre guerrillero y héroe legendario de aquella comarca, y que decía de esta manera:


   «Cuando D. Julián Sánchez
Monta a caballo,
Se dicen los franceses,
"Ya viene el diablo".
   »Ea, ea, ea,
Ea, ea, eh,
Era un lancerito
Que me viene a ver,
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Él me quiere mucho,
Yo le quiero a él.
   »Un lancero me lleva
Puesta en su lanza,
¿Si querrá que yo vaya
Con él a Francia?
   »Ea, ea, ea,
Ea, ea, eh, etc.».



Habiendo citado a este ilustre partidario, cuya bravura le conquistó la estimación del general inglés, permitiéndolo cooperar con su división, no sólo a la batalla de los Arapiles, sino a las de Vitoria, San Marcial, y hasta penetrar en Francia, trascribiré aquí un párrafo de una carta que D. José Somoza, excelente escritor y poeta, amigo y condiscípulo de Meléndez y de Quintana, me dirigió desde Piedrahita, su residencia ordinaria, en contestación a ciertas preguntas que le hacía sobre este famoso caudillo; decía, pues, así:

«Tienen fama las charras de Castilla, no sólo de buenas mozas, sino de enamoradas y sensibles en sus sombrías soledades. En virtud de este concepto, y por exageración, cuentan (y será cuento estudiantino) que en tiempo de la guerra de la Independencia, cuando los lanceros de D. Julián Sánchez, todos mozos del país, defendían la provincia contra los franceses, refería, lamentándose, una madre al fraile de cuaresma los devaneos de una hija con los dichosos lanceros, para que reprendiese a la muchacha. Pero el fraile exclamaba a cada paso: ¡Cuánto me alegro yo de eso! -Tantas veces exclamó, que le preguntó la madre por qué razón se alegraba, a lo que contestó el fraile: "Porque no sabía yo que tenía tanta gente D. Julián"».



Para terminar con este personaje, celebérrimo en aquella comarca (y cuya suerte posterior nunca pude saber),   —133→   diré que cinco años después, en 1818, hallándome de nuevo en Salamanca, en una expedición hecha en compañía de otros jóvenes a la villa de Tamames, teatro de una de las más señaladas proezas del D. Julián, tuve ocasión de conocerle personalmente, presidiendo una corrida de toros dada en su obsequio en la plaza de dicha villa: por cierto, que en ella se dio el singular espectáculo de que no habiendo quien concluyese con el último toro, como quiera que fuese entrada ya la noche, el guerrillero presidente dispuso acudir a su acostumbrado expediente de fusilar al enemigo, a cuyo efecto y de su orden salieron de todos los ángulos de la plaza multitud de tiros que acabaron en breve con la fiera, no sin algún susto (aunque con mayor contentamiento) de los espectadores, que hallaban muy natural la adopción de este remedio casero, y muy propio para terminar la función taurina.




ArribaAbajo- III -

Y ya que el giro de mi discurso me ha conducido, sin saber cómo, desde 1813 a 1818, aludiendo a mi nueva estancia en Salamanca en esta última fecha, no quiero despedirme de aquella ilustre ciudad y tierra, sin consignar alguna de las impresiones que en la citada época, y ya en edad más propia, produjeron en mi ánimo y conserva cariñosamente mi memoria las singulares dotes que realzan a aquella interesante localidad.

Necesariamente ha de dominar en mis recuerdos el de su celebérrima Universidad, que, aunque grandemente decaída de su antiguo esplendor, todavía en 1818 ofrecía   —134→   una fisonomía característica y animada. En sus antiguas aulas parece aspirarse aún el acento y la doctrina de un Luis de León, de un Francisco Sánchez, el Brocense; de un Melchor Cano, de un Diego de Deza y de cien ilustres varones, gloria de los siglos XVI y XVII; todavía hasta fines del pasado descollaban en la enseñanza D. Diego de Torres, Fr. Diego González, Forner, Meléndez Valdés y otros, que, con el coronel Cadalso, el insigne Jovellanos, Cienfuegos, Quintana y Sánchez Barbero, presidieron al renacimiento del buen gusto y de las letras españolas, formando la que con justo título fue apellidada Escuela Salmantina. -Mi imaginación juvenil y mi asombrosa memoria se complacían en recordar bajo aquellas sombrías bóvedas las magníficas composiciones de aquellos ilustres vates, maestros del buen decir y de la poesía castellana; deleitábame en recitar en alta voz la Noche serena, de Fr. Luis de León; El Murciélago alevoso, de Fr. Diego González; las punzantes letrillas y sarcásticos epigramas de Iglesias, y, sobre todo, las incomparables églogas y romances de mi autor favorito, el dulcísimo Meléndez Valdés, el cantor de La Vida del campo y de La Flor Zurguén32.

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D.ª ROSA DE LA NUEVA Y TAPIA
(Rosana, de Meléndez Valdés.)

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La espléndida pléyade de aquellos ilustres profesores de la Universidad Salmantina era todavía, en 1818, representada por los sabios doctores D. Toribio Núñez, don Miguel Martel, D. Martín Hinojosa, D. Tomás González, D. José Mintegui, D. Juan Justo García, D. Diego González Alonso, y otros que no recuerdo ahora; pero casi todos ellos se hallaban a la sazón separados de las cátedras, a consecuencia de la injusta causa que les suscitó, en 1815, el fanático ministro de Fernando VII, Lozano de Torres, a pretexto de sus ideas políticas y de cierto plan de estudios que habían presentado a las Cortes del año anterior; causa y persecución que me eran muy conocidas por haber sido testigo de las gestiones de mi padre   —136→   en defensa de dichos doctores, que le tenían confiados sus poderes33.

Recorriendo luego los magníficos monumentos que aún quedan, y que, a pesar de la sensible pérdida de tantos otros, todavía conservan a la ciudad de Salamanca su carácter excepcional, admiraba la bellísima Catedral; la elegante fábrica del templo y convento de la Compañía, que pudiera muy bien disputarla aquel título; el artístico Santo Domingo (San Esteban), que tuvo la gloria de albergar a CRISTÓBAL COLÓN, bajo la protección de fray Diego de Deza -y en el cual discutió y aun convenció a los doctores allí reunidos de la verdad de sus inmortales proyectos-; la magnífica iglesia de las Agustinas y el palacio contiguo de Monterey; los espléndidos colegios mayores, Viejo y del Arzobispo, y otros grandiosos edificios de la mayor importancia: las casas de Las Conchas, la   —137→   de La Salina, La Torre del Clavero, etc., realzadas por interesantes hechos históricos y románticas leyendas; El Puente romano y la inmensa y monumental Plaza Mayor, que es sin disputa la primera de España, y a quien pudiera hacerse la misma pregunta que madame Stael dirigía a la capital de Rusia: «San Petersburgo, ¿qué haces aquí?».

En ella presencié, durante la animada feria de Setiembre de aquel año, las famosas corridas de toros, las más concurridas y aparatosas que he presenciado en España, aunque entren en corro las de Madrid, Sevilla y Valencia; por cierto que en una de ellas quedó gravemente herido, el célebre primer espada, que, si no me engaña la memoria, se llamaba Curro Guillén, y en ella había quedado muerto algunos años antes un hijo del insigne matador Pedro Romero. -Estas catástrofes, muy probables en aquella plaza por su desmedida extensión, la altura y corpulencia de los toros de Peñaranda de Bracamonte, y la presencia de un pueblo numeroso e inteligente, que excitaba imprudentemente el ardor de los lidiadores, hacían a estos retraerse de concurrir a ella y aun poner ciertas condiciones, de lo que era buen testigo mi padre, que solía ser el encargado por el Ayuntamiento de contratar las cuadrillas en Madrid. Hoy, más cuerdamente, no su celebra tal función en la plaza Mayor, y sí en un circo más proporcionado, construido al efecto.

El carácter, en fin, alegre, franco y decidor de los salamanquinos, salpimentado con ciertos dejos epigramáticos y aun sarcásticos, y los favores y distinción que (sin duda en obsequio de mi buen padre) me prodigaron todas las clases de la sociedad en mi tierna juventud, me hicieron, repito, conservar de ellos una memoria halagüeña y contraer amistades que sólo la muerte ha podido borrar. -Con ellos, con mis jóvenes camaradas, pude conocer también   —138→   y apreciar las costumbres de la tierra, asistir a fiestas y romerías y a los peligrosos herraderos, en que lucían su destreza y hasta su temeridad; con ellos recorrí también aquellos fértiles campos, aquellas opulentas granjas y caseríos, en que sus dueños y arrendatarios los Lasos de Rodas Viejas, los Sánchez de Terrones y los Venturas de Gallegos de Huebra, con su campesina magnificencia, sus animados festines, sus pintorescas bodas, su natural ingenio, y hasta su cultura y distinción, traían a mi memoria las bucólicas descripciones de Rojas en el García del Castañar, que acababa de oír en Madrid de los labios del incomparable actor Isidoro Mayquez.

Sin duda alguna que el trascurso de sesenta años y la diversa índole de nuestra sociedad actual habrán alterado aquellas costumbres, entonces verdaderamente patriarcales; pero, a pesar de tantas y tantas vicisitudes, todavía habrá al menos que rendir el debido homenaje a un pueblo cuya sensatez, ilustración y cultura ha sabido resistir a las terribles pruebas de tres guerras civiles, sin tomar parte en ninguna de ellas, sin haber regado sus campiñas con la sangre de sus hijos, ni añadido una página sola a nuestra lúgubre historia contemporánea.





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ArribaAbajoCapítulo VIII

1814



ArribaAbajo- I -

Las Cortes en Madrid


Entre los años memorables por lo accidentados para la nación española, y muy especialmente para el pueblo de Madrid en la primera mitad del siglo actual -que es el período que han de comprender estas «Memorias»-, ocupa el segundo lugar, después de 1808, el de 1814. -En él volvió a ser la capital del Reino mansión del Gobierno Supremo de la monarquía; en él miró reunidas las Cortes y promulgada la Constitución política de la nación española; en él se celebraron las últimas y solemnes manifestaciones de aquel Gobierno, hasta que cayó derrocado a mano Real, y con él las instituciones que representaba; en él, finalmente, y después del profundo sacudimiento que produjo aquel desatentado acto político, vio penetrar en sus muros al deseado Fernando VII, por el que tanta sangre había derramado y tantos sacrificios había hecho desde el memorable 2 de Mayo de 1808. -Todo ello en el espacio de cinco que meses, que es el período que   —140→   abraza el capítulo de esta ojeada retrospectiva.

El día 5 de Enero de aquel año verificose la entrada en Madrid de la Regencia del Reino, compuesta del cardenal Luis de Borbón, arzobispo de Toledo, y de los generales de mar y tierra D. Gabriel Císcar y D. Pedro Agar, colocados en tan alto puesto, aquel por su augusta alcurnia y elevada dignidad, y estos por su experimentada ciencia, valor y patriotismo.

El pueblo de Madrid, que por el momento sólo pensaba en congratularse por la terminación de su largo y penoso cautiverio, no debía prestar, a lo que infiero, grande atención a la radical transformación verificada en el Gobierno de la Monarquía y a las trascendentales ideas que engendraba la nueva Constitución, recién promulgada en Cádiz; asistía, sin embargo, con verdadero interés a las demostraciones oficiales, a la colocación de la lápida de la Constitución en la plaza Mayor, a las Juntas de parroquia, de distrito y de provincia para la elección de diputados a Cortes, y leía, no sé si con indiferencia o con entusiasmo, los varios papeles, periódicos y volantes que daba de sí la imprenta en su reciente libertad. -Esto es cuanto respecto de la gente provecta y sesuda puedo colegir; pero por lo que hace a la niñez y a la más tierna juventud, no dudo en aventurarme a juzgarla, como que me hallaba comprendido en ella, próximo a entrar en el undécimo año de mi vida.

Aseguro, pues, con sinceridad que todos, absolutamente todos los muchachos, desde los ocho a los quince años de edad, a pesar de que no habíamos podido conocer, por estar en la cuna, el Gobierno absoluto de Carlos IV y de su odiado favorito, éramos decididamente patriotas, anti-afrancesados, anti-serviles, liberales hasta la médula de los huesos, y en nuestras escuelas, en nuestros juegos, en nuestros paseos, revelábamos este sentimiento por medio   —141→   de canciones, vivas y peroratas, que harían estremecer sin duda a nuestros padres y abuelos34.

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El pueblo madrileño acudió, pues, con gran golpe de gente a presenciar la entrada de la Regencia del Reino, a cuyo frente por lo menos veía a un ilustre prelado tan estrechamente unido al Rey por los vínculos de la sangre; y a pesar de la crudeza extraordinaria del día y del inmenso aguacero con que nos regalaron las nubes, ocupó presuroso y alegre toda la carrera hasta el puente de Toledo, por donde vino la Regencia. Por disposición del Ayuntamiento habíase levantado un arco de triunfo en el punto mismo que hoy ocupa la nueva puerta, dándose la singularidad de que esta, que acababa de ser inaugurada por los franceses con pomposo aparato, colocando en sus cimientos las monedas y leyes de José I, vino, después de muchos años y trasiegos de medallas y constituciones, a ostentarse en su inscripción dedicatoria como arco triunfal, consagrado al deseado Fernando, en señal de fidelidad, de triunfo, de alegría.

Instalado ya definitivamente en Madrid el Supremo Gobierno, las Cortes extraordinarias continuaron sus sesiones   —143→   hasta que fueron elegidas las nuevas ordinarias, teniendo que aprovechar para aquellas el vetusto y desmantelado teatro de los Caños del Peral, mientras se llevaba a cabo la obra conveniente para habilitar al efecto la iglesia del convento de Agustinos, fundado por doña María de Aragón en las Vistillas del Río; la cual, por su figura oval, amplitud y sonoridad, fue escogida para convertirla en salón de sesiones de la representación nacional.

Recuerdo aún (a pesar de mi tierna edad) la apertura solemne de las nuevas Cortes ordinarias en el teatro de los Caños. Habíase designado para ella el día 19 de Marzo, sin duda para conmemorar el doble aniversario de la exaltación al trono de Fernando VII (1808) y de la promulgación en Cádiz (1812) de la Constitución política de la Monarquía. Colocados los escaños, o más bien lunetas, en semicírculo, y ocupados por los diputados, entró la Regencia y atravesó el salón hasta colocarse cerca del solio, bajo el cual lucía un retrato de Fernando VII a caballo -acaso el pintado por Goya, que todos conocemos-, y según puedo colegir (pues no llegué a conocer el antiguo teatro), el foro podía estar hacia donde hoy es el vestíbulo del Real, y la entrada debía ser por el frente que miraba a la calle del Arenal.

Venía el Arzobispo revestido de la púrpura cardenalicia, y los dos generales co-regentes a los lados, con sus respectivos uniformes: por cierto que recuerdo muy bien la alta estatura y avinagrado gesto del marino Císcar y la cojera muy pronunciada de D. Pedro Agar. Sentados, pues, en sendos sillones, el Cardenal de Borbón, cuya insignificante persona y exigua capacidad son bien conocidas, pronunció o leyó -no tengo presente- un breve discurso, que versó principalmente sobre la coincidencia en aquel día de ambos aniversarios: la abdicación   —144→   de Carlos IV (su hijo carnal), la caída del odioso favorito (su cuñado), y la promulgación en Cádiz de la nueva Constitución; concluyendo por congratularse por la feliz terminación de la guerra y la próxima entrada, cinco días después -24 de marzo- del anhelado Fernando en el territorio español; a cuyo desaliñado discurso contestó con la consiguiente paráfrasis otro eclesiástico, que, si no recuerdo mal, era el que después fue electo obispo de Puebla de los Ángeles, D. Antonio Joaquín Pérez.

Continuando después las Cortes sus agitadas y aun tumultuosas sesiones, quedaron claramente designados ambos bandos, liberal y servil, únicos en que por entonces estaban divididos los españoles. Esta separación y antagonismo, cada día más acentuados por la duda en que estaban todos los propósitos del rey Fernando a su entrada en España, esperando unos que se prestaría a aceptar y jurar la Constitución, y conspirando descaradamente otros para apartarle de semejante propósito, si le traía, dio lugar al poco edificante espectáculo de aquellas sesiones y al tumultuoso acompañamiento de los concurrentes a las tribunas (palcos), a los repetidos mensajes al Rey de la parte liberal de la Asamblea, y a las incesantes representaciones del bando servil dirigidas al mismo. Entre estas últimas, la más famosa fue la suscrita por sesenta y nueve diputados, que parece redactó, o por lo menos firmó el primero, D. Bernardo Mozo Rosales (agraciado después por Fernando VII con el título de Marqués de Mata Florida), que empezaba con esta frase: «Era costumbre entre los antiguos persas...», lo cual valió a sus firmantes este apodo, con que después fueron conocidos en la historia.

El celebérrimo y cáustico escritor D. Bartolomé José Gallardo, en el periódico que a la sazón dirigía, y que titulaba La Abeja Madrileña, solía dar cuenta con su   —145→   habitual ingenioso desenfado de las sesiones de aquellas Cortes, figurando escarceos y escaramuzas militares entre ambas huestes liberal y servil, y apellidando con apodos de su cosecha a los diversos jefes o paladines de ambos campos. Decíale a Argüelles, el Divino; a Calatrava, el Maestre; al Obispo de Puebla, el Preste Juan; a Mozo Rosales, Muelle flojo; a Calderón, Caldo pútrido; a Ostotaza, Ostiones, y a Martínez de la Rosa, que era el que siempre firmaba los partes, El Barón del Bello Rosal, general en jefe.

En medio, empero, de esta agitación febril, de esta lucha encarnizada de las banderías políticas, el solo recuerdo de una fecha vino a calmar las enconadas pasiones; vino a establecer una tregua, siquiera breve, en las intrigas políticas; y esta fecha providencial, que acertaba a reunir a todos en un solo pensamiento, espontáneo, nacional, sublime, era la por siempre memorable del DOS DE MAYO.

Aproximábase, pues, el sexto aniversario de tan glorioso día, y era el primero en que la capital del Reino, libre de franceses, podía conmemorarle. Las Cortes soberanas, que habían declarado fiesta nacional aquella fecha, mártires de la patria a las víctimas madrileñas, capitanes generales de ejército a los dos heroicos artilleros D. Luis Daoiz y D. Pedro Velarde, comisionaron al Gobierno, al Ayuntamiento de Madrid y al Cuerpo de Artillería el encargo de celebrar con toda ostentación la memoria de tan gloriosa jornada, primera página de la sublime epopeya de la independencia española; y preciso es confesar que el Gobierno, el Ayuntamiento, y sobre todo el Cuerpo de Artillería, acertaron a cumplir el precepto de las Cortes de una manera tal, que puede asegurarse que ni antes ni después ha tenido semejante en nuestras fiestas nacionales.



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ArribaAbajo- II -

Exhumación de las víctimas del Dos de Mayo


Habían acordado también las Cortes que el mismo día 2 se trasladarían a celebrar sus sesiones en el edificio de doña María de Aragón, preceptuando que para tal fecha había de estar terminado y habilitado completamente dicho edificio; y no fue menester más para que el Ayuntamiento y el pueblo entero de Madrid, ante la mágica evocación del Dos de Mayo, acudiesen al llamamiento.

Hombres, mujeres y niños presentáronse en formidable falange a trabajar en el nuevo salón de Cortes; los menestrales, los artesanos, los artistas acudían a contribuir con sus talentos a tan patriótica tarea; los obreros prestaban gratuitamente su cooperación material, y la gente acomodada pagaba jornales, o enviaba a su costa los maestros y oficiales de su devoción. Con este concurso universal, espontáneo, patriótico, quedó en breves días concluido y convenientemente decorado el grandioso salón, y terminada la fachada, pudo lucir, entre las estatuas de la Religión, la Patria y la Libertad, en una elegante lápida de mármol, escrito en letras de oro, el artículo de la Constitución que decía: «LA POTESTAD DE HACER LAS LEYES RESIDE EN LAS CORTES CON EL REY».

Al propio tiempo, en los días que precedieron al célebre Dos, se procedió a la exhumación de los restos de los dos heroicos capitanes, que habían sido inhumados en la iglesia parroquial de San Martín. Pero, como esta iglesia había sido derribada por los franceses, yacían bajo el solar que resultó anejo, como hoy lo está, de la plazuela de las   —147→   Descalzas. Dicha iglesia tenía delantera, como casi todas las parroquias de Madrid, una lonja o cementerio, que avanzaba hasta la embocadura de la calle de los Trujillos; y me fijo en este detalle porque recuerdo muy bien que esta parte del solar estaba cubierta de lápidas, algunas con epitafios y otras sin ellos y recuerdo también que había entre ellas dos pareadas, muy lisas y blancas y sin inscripción ni labor alguna, que nos servían maravillosamente para nuestras partidas de peón a los chicos, mis condiscípulos, y a mí cuando nos dirigíamos a cursar latinidad en la escuela de D. Blas Sánchez Puertas y don Ramón Estabiel, en la vecina calle de las Hileras.

Quizás bajo estas dos piedras se encubrían los féretros que contenían los restos mortales de ambos capitanes, y de todos modos no me cabe duda en atestiguar que ellas y las demás lápidas fueron removidas en esta ocasión, tal vez para buscar la bajada a la bóveda de la iglesia. -Otra porción aún más numerosa del pueblo acudía principalmente en tales días a aquella parte del Prado en que tantos infelices fueron inhumanamente sacrificados, y es aquella misma en donde hoy se eleva el monumento fúnebre que soporta las urnas que contienen sus restos venerandos y es conocida por el Campo de la Lealtad. Habíase preparado una mesa de altar, colocándose encima una ancha urna para recibir los fúnebres testimonios de aquella horrible carnicería; a medida que eran extraídos de los profundos fosos abiertos en derredor, y recogidos por los sacerdotes, y a su cabeza el virtuoso obispo auxiliar de Madrid, D. Anastasio Puyal, eran colocados en la urna fúnebre entre las oraciones del clero y los sollozos de apiñada muchedumbre, compuesta en gran parte de parientes inmediatos de aquellos infelices; los cuales, a la vista de los cráneos deshechos, de las manos extendidas, de los pechos acribillados por las balas, prorrumpían en   —148→   profundos gemidos e imprecaciones contra sus verdugos, y caían de rodillas a los pies de los sacerdotes. Era una escena realmente terrible, conmovedora, que, fija hondamente en mi infantil imaginación, no ha podido borrar de ella el trascurso de tantos años.

Encargado, en fin, definitivamente de la fúnebre y patriótica solemnidad el Real Cuerpo de Artillería, había hecho construir un magnífico carro triunfal. Componíase de un ancho zócalo, decorado en sus costados con relieves o pinturas representando la escena de la defensa del Parque por los dos ilustres capitanes, sobre el cual, en sendos y elegantes féretros, reposaban los restos de ambos héroes, cubiertos aquellos con armas y trofeos, palmas y coronas de laurel. A la parte delantera asentaba una estatua, que podía representar la Religión, por el símbolo de la cruz que tenía delante, o la Patria, por el libro que ostentaba entre sus manos, que, según algunos, era la Constitución, y yo creo más bien que significaba la Historia. En su página abierta se leía en gruesos caracteres esta palabra: «Imitadlos». El león de España reposaba a los pies de la estatua, hollando con sus garras las águilas francesas, y unos vasos o pebeteros inmensos lanzaban al aire aromáticos perfumes. A la espalda del carro se completaban las armas nacionales con el emblema de ambos mundos entre las columnas de Hércules, con el Plus Ultra de Colón, y por bajo de ellas cañones, banderas y trofeos militares terminaban armoniosamente la perspectiva. Este magnífico carro, que estuvo expuesto al público todo el día 1.º de Mayo en el parque de Monteleón, honraba sobremanera a los artistas que lo ejecutaron y al Cuerpo militar que lo costeó.



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ArribaAbajo- III -

Solemne función cívico-religiosa


Amaneció, en fin, la nueva aurora de aquel día memorable, y por sexta vez los hermosos árboles del Prado veíanse esmaltados de un claro verdor: el estampido del cañón y el fúnebre clamor de las campanas vino a despertar a los madrileños y a recordarles que iban a celebrar por primera vez el glorioso sacrificio de sus padres, de sus hijos y hermanos. Todos acudieron presurosos a la cita al glorioso Campo de la Lealtad, en el cual se celebraba el Santo Sacrificio de la Misa en un altar improvisado, que sostenía la urna con los restos venerandos de las heroicas víctimas inmoladas en aquel sitio. Otra parte de la multitud dirigíase al parque de Monteleón, de donde había de arrancar la fúnebre comitiva triunfal, representada principalmente por el Cuerpo de Artillería que acertó a imprimirla un carácter verdaderamente clásico, magnífico y digno de la ciudad de Rómulo.

Precedida de banderas, palmas y trofeos, y de armoniosas músicas, que henchían el aire con marchas fúnebres y coros patrióticos y marciales, arrastrada por ocho caballos lujosamente enlutados y empenachados, marchaba la triunfal carroza, que soportaba los restos de Velarde y Daoiz. Ocho oficiales de igual o superior graduación sostenían los cordones que pendían de las urnas, y el cuerpo entero, con sus numerosas baterías de cañones, formaba el cortejo de sus dos ilustres capitanes. -Dirigiose, pues, la marcial comitiva por la calle Ancha de   —150→   San Bernardo y Bajada de Santo Domingo al nuevo palacio de las Cortes, donde esperaban todos los diputados para incorporarse a ella; después, y al frente de las Casas Consistoriales, las autoridades y el Ayuntamiento de Madrid con sus maceros y acompañado de los parientes de las víctimas, entonces muy numerosos; y en estos términos se encaminó la fúnebre comitiva al Prado y Campo de la Lealtad. -Allí, y después de las preces religiosas, entonadas por el clero delante del santo altar, incorporose a ella otro carro asaz modesto, llevando la urna que contenía los restos mortales de los madrileños sacrificados en aquel sitio, con lo que completa ya la magnífica procesión, empezó a desfilar por la Carrera de San Jerónimo, Puerta del Sol, calles de Carretas y de Atocha a la de Toledo, hasta la iglesia del Santo Patrono de Madrid. En ella, en fin, y colocadas las tres urnas en un suntuoso catafalco, iluminado con cien blandones, celebráronse las solemnes honras y oración fúnebre, concluyendo tan solemnísimo acto, a las cinco de la tarde, con las descargas de fusilería y el incesante estampido del cañón35.

Imposible sería pintar aquí con sus vivísimos colores el entusiasmo patriótico, la unción religiosa con que el pueblo entero de Madrid asistió, o más bien funcionó, en tan sublime ceremonia, nueva absolutamente en sus anales,   —151→   por su origen, por su significación y por su forma. -Muchas y ostentosas solemnidades, más o menos oficiales, ha presenciado después este pueblo, sin tomar parte activa en ellas, y asistiendo como simple espectador a una representación teatral; muchos triunfos más o menos justificados ha visto desfilar ante sus ojos; muchas ovaciones entusiastas ha prodigado una parte de la población, mientras que acaso la otra yacía encerrada, proscrita, o huyendo de la arrogante triunfadora; muchas ostentaciones de adulación ha tributado o visto tributar a monarcas, tribunos o jefes de bandería; pero siempre ha quedado en la sombra otra parte del vecindario, que representaba con pena el papel del vencido o humillado. -Pero el Dos de Mayo de 1814, todos los habitantes de Madrid, sin excepción alguna, se sentían animados de un mismo sentimiento, de una misma, aunque dolorosa, satisfacción; y hasta las diversas banderías de liberales y serviles venían a confundir su pensamiento ante una misma idea; venían a rendir su tributo ante un mismo altar.

Unidos en armonioso grupo, por el momento, veíanse en la misma comitiva a los Ballesteros y a los Eguías; a los Españas y a los Villacampas; a los Castaños y a los Empecinados; a los Argüelles y a los Ostolazas; los Calatravas y los Muñoz Torrero, con los Inguanzos y Mozo Rosales; a todos, en fin, los que militaban en tan opuesto bandos.

Al desfilar la imponente comitiva, la apiñada multitud de espectadores se mostraba ganosa de conocer a muchos de aquellos ilustres varones, que tan alto renombre habían adquirido por su valor en el campo de batalla o por su poderosa elocuencia en las Cortes gaditanas. -Pero entre todos los que llamaban sucesivamente la atención y las codiciosas miradas de la multitud, ninguno consiguió cautivar aquellas y fijar tan hondamente su estampa en   —152→   mi infantil imaginación, como la de un joven apuesto y distinguido, de señoril talante, medianamente alto, de rostro enjunto y moreno, ojos árabes y rasgados, cabello negro y espeso, y cuyas facciones en general, aunque bastante abultadas formaban, sin embargo, un semblante agradable y simpático. -Vestía este diputado un riguroso luto y etiqueta, calzón y media negra, casaca redonda con botón de azabache y abierta por delante, por donde dejaba ver una rica pechera de encaje, de cuyo tejido eran también los puños o vuelos que asomaban a las bocamangas, con lo cual y el sombrero apuntado y elástico bajo del brazo, concluía la estampa de este personaje, que no era otro que el joven y ya célebre orador D. Francisco Martínez de la Rosa, a quien reconocía por caudillo la mayoría del Congreso, y por ídolo la juventud apasionada de la libertad.

¡Quién había de sospechar siquiera que aquellos ilustres varones, que aquellos acrisolados patriotas, que hoy se mostraban a nuestros ojos sobre el pedestal de su gloria, habían de verse pocos después aherrojados en inmundos calabozos, lanzados a los presidios africanos, o escapando otros a extranjero suelo, huyendo tal vez del patíbulo que les preparaban sus perseguidores!36.

Pero esta sangrienta fase de nuestra desgraciada historia forma ya capítulo aparte, y pertenece a otros días distintos (aunque muy cercanos entre sí) del memorable que hoy me propuse reseñar.

  —153→  

Para terminar, pues, lo más dignamente posible mi narración, nada me ocurre mejor que estampar aquí el himno verdaderamente inspirado y patriótico que se cantó por los coros en aquel día. -Esta preciosa composición poética era obra del presbítero D. Antonio Sabiñón (autor de la tragedia Numancia)37, y que hoy, absolutamente desconocida, lo sería por siempre si mi fiel memoria infantil no la hubiera retenido durante más de sesenta años para proporcionarme la satisfacción de estamparla aquí:



   Renovando la augusta memoria
De aquel día de luto y espanto,
Hoy sucedan al fúnebre llanto
Ledos himnos de grato placer;
   Y laureles de eterna victoria
Den honor a las víctimas fuertes,
Que muriendo con ínclitas muertes,
Libre a España lograron hacer.


I

   Aún resuena confuso al oído
El crujir de las armas feroces,
—154→
Aún se miran los hechos atroces
Con que al pueblo el tirano irritó;
   Y se escucha el fatal alarido,
Y del bronce el estrépito hueco;
Pero a par zumba plácido el eco
Que ¡venganza! implacable gritó.
      Renovando, etc.


II

   A las armas el pueblo sañudo
Corrió presto, y lidiando valiente,
De la pérfida y bárbara gente
La insolencia llegó a castigar;
   Mas traición quebrantole su escudo,
Y a traición ¡ay! cien héroes murieron,
Que animosos e intrépidos dieron
Por la patria el postrer alentar.
Renovando, etc.


III

   Y empezamos la lucha gloriosa
Que abatió a los esclavos guerreros,
Y entre tanto seis giros enteros
Nuestro globo dio en torno del sol.
   Y vencimos la gente orgullosa,
Y cayó de su trono el tirano,
Y a la Europa arrancó el yugo insano
La energía del brazo español.
      Renovando, etc.


IV

   Y la sangre que un tiempo vertieran
Esos hoy esqueletos callados,
—155→
Cada gota un millar de soldados,
Cada herida produjo un laurel.
   Vedlos ahí los primeros que dieran
Nudo el pecho a la bala homicida,
Y supieron sellar con su vida,
Odio al déspota, amor a su Rey.
      Renovando, etc.


V

    Clave en ellos el trémulo anciano,
Clave en ellos el joven la vista,
Y su pecho en valor se revista,
Y apelliden do quier ¡Libertad!
   ¡Libertad! ¡Libertad! que no en vano
Tanta sangre nos cuesta gozarla;
¡Libertad! que jamás derrocarla
Será dado a la inicua maldad.
      Renovando, etc.


VI

    Esos restos de tanto valiente
Que recibe la gloria en su templo,
Sean siempre dignísimo ejemplo
De valor e indomable tesón.
   Si otra vez un tirano insolente
Los derechos de España derrumba,
Se alzarán de la cóncava tumba
Por vengar otra vez la nación.
      Renovando, etc.



Mas por desgracia no se alzaron. -Dos días después (el 4 de Mayo) el ingrato Fernando firmaba en Valencia el funesto decreto por el que abolía la Constitución, las Cortes y todos sus actos, pretendiendo hacer retroceder   —156→   la historia hasta 1808 y borrar de la serie de los tiempos los seis gloriosos años de la guerra de la Independencia española. -Ingratitud y torpeza política que no tienen semejante en la historia moderna, y que fueron, a no dudarlo, las generadoras de tantos levantamientos insensatos, de tantas reacciones horribles como ensangrentaron las páginas de aquel reinado; y lo que es más sensible aún, que infiltrando en la sangre de una y otra generación sucesivas un espíritu levantisco de discordia, de intolerancia y encono, nos ha ofrecido desde entonces por resultado tres guerras civiles, media docena de Constituciones y un sinnúmero de pronunciamientos y de trastornos, que nos hacen aparecer ante los ojos de Europa como un pueblo ingobernable, como una raza turbulenta, condenada a perpetua lucha e insensata y febril agitación.





  —157→  

ArribaAbajoCapítulo IX

1814


Regreso de Fernando VII



ArribaAbajo- I -

Extraño y formidable contraste con el de la solemne ceremonia del día 2, que queda descrita en el capítulo anterior, formaba el espectáculo repugnante que le tocó presenciar a Madrid nueve días después, el 11 del mismo Mayo; y hago esta distinción, porque en aquel el pueblo entero de la heroica villa era el que se movía, guiado por los instintos del más noble patriotismo, y en este veía con dolor usurpado su nombre y hollada su dignidad por una turba grosera y alquilada, que se entregaba a los más abominables excesos.

Por muy opuesto que sea a mi carácter y al tenaz propósito con que he sabido conservar a mi modesta pluma en el más absoluto apartamiento de la política, no es posible en ocasiones como la presente prescindir de tomar en cuenta aquellos hechos históricos, que tanta influencia tuvieron en la ya progresiva o ya retrógrada, de la civilización y de la cultura -que es lo que bien o mal   —158→   me propuse reflejar en estas Memorias, ayudado únicamente de mi buena fe, de mi independencia de los partidos y de la más absoluta veracidad. -Hecha esta sincera protesta, entro en la narración del grave suceso que en la primera quincena del mes de Mayo dio un inesperado giro a la historia patria, y que tan funesta influencia tuvo en su desarrollo ulterior.

Sabido es que en la noche del 10 de Mayo de aquel año, y cuando las Cortes, aunque convencidas de la resistencia que ofrecía el Rey a jurar la Constitución, habían celebrado su sesión ordinaria, y retirádose a casas los diputados, bien ajenos por cierto de que el desenlace de esta situación había de ser tan violento y fatal, el capitán general de Castilla la Nueva, D. Francisco Eguía, nombrado previa y secretamente por el Rey para este encargo, y auxiliado de los alcaldes de Casa y Corte, se presentó en la morada de los Regentes -que la tenían en las habitaciones bajas del Real Palacio- y sucesivamente en las de los diputados conocidos por sus ideas política en sentido constitucional, las de los periodistas, literatos y otras personas de diversas categorías, desde la de Grande de España hasta la de insignes comediantes; todos los cuales, conducidos a las diversas cárceles y cuarteles de la capital, quedaron reducidos a la más rigurosa prisión. A la mañana siguiente apareció el célebre decreto, firmado por el Rey en Valencia a 4 del mismo mes, en que, a vueltas de unas frases consoladoras, tales como las de «aborrezco y detesto el despotismo; ni las luces y cultura de las naciones de Europa lo sufren ya; ni en España fueron déspotas jamás sus reyes; ni sus buenas leyes y constitución lo han autorizado...». «Yo trataré con los procuradores de España y de las Indias y en Cortes legítimamente convocadas... de establecer sólida y legítimamente cuanto convenga al bien de mis reinos...», con otras muchas   —159→   declaraciones y protestas, todas en el sentido más lato y conciliador, concluía por anular las llamadas Cortes, la Constitución y todos sus decretos y disposiciones, mandando que todo volviese al ser y estado que tenía en 1808.

Al aparecer en La Gaceta del 11 este Real decreto, la población de Madrid quedó suspensa y vacilante entre las más opuestas apreciaciones y dudosas esperanzas; pero muy luego hubo de salir de su error al saber las prisiones verificadas en la noche anterior y el terrible aparato con que se había cuidado de revestir el golpe de Estado. Faltábala aún conocer la segunda parte del programa elaborado, acaso sin su conocimiento -quiero hacerle esta justicia- por los pérfidos consejeros de Fernando-, y esta segunda parte era el movimiento y manifestación popular preparada con dos o tres centenares de personas, de la ínfima plebe, reclutadas al efecto en las tabernas y mataderos, para salir por las calles ultrajando todos los objetos relacionados con el Gobierno constitucional, atacando a todas las personas que les cuadrase señalar con los epítetos de flamasones, herejes y judíos, al compás de los correspondientes gritos de ¡viva la Religión! ¡abajo las Cortes! ¡viva Fernando VII! ¡viva la Inquisición! etc. -Con tales disposiciones, la turba hostil y desenfrenada corrió a la Plaza Mayor, invadió la casa Panadería, y arrancando la lápida de la Constitución (que se les señaló como símbolo), la hicieron mil pedazos, que metidos luego en un serón arrastraron por todo Madrid, y muy especialmente por delante de las cárceles y cuarteles, en donde se les dijo que estaban presos los liberales, redoblando allí los insultos, amenazas y tentativas más hostiles. Trasladáronse luego al palacio de las Cortes -a aquel mismo edificio que pocos días antes había contribuido a decorar el vecindario de Madrid-, apedrearon y mutilaron las estatuas y letreros, invadieron la sala de sesiones y rompieron   —160→   e inutilizaron todos los efectos que pudieron haber a las manos: todo con el encarnizamiento y saña propios de una horda de salvajes, y como si estuvieran -que sí lo estarían- embriagados de furor, contra objetos y personas que desconocían completamente y de los que no habían recibido el menor agravio; y al paso, no satisfechos con las vociferaciones más horribles contra las personas de los presos y con las amenazas de muerte y exterminio, detenían a todo transeúnte que no se unía a ellos, y que en su semblante, su traje y sus modales daba a conocer que no pertenecía a su clase y sentimientos; y siguiendo sus dañados impulsos, arrancaban a unos el sombrero blanco o la corbata negra, que eran, según decían, señales de flamasón; cortaban a otros las borlas de las botas, que entonces se llevaban por encima del pantalón ajustado, y a las mujeres las galgas, o sean las cintas con que sujetaban el zapato, y llevaban entonces entrelazadas hasta la pantorrilla, echando todos estos objetos en el serón en medio de las carcajadas y los insultos más groseros contra los pobres pacientes. -Siento haber de decirlo; pero de todos los espectáculos de extravío popular más o menos espontáneo que he presenciado en mi larga vida, el más grosero, repugnante y antipático fue sin duda alguna el que en aquel funesto día me tocó contemplar en la plazuela de Herradores a mi salida del aula de latinidad, cuando se dirigían las turbas al monasterio de San Martín. Terminada al caer del día aquella brutal algarada, los apalabrados tornaron satisfechos a sus tabernas a liquidar el precio de su hazaña, o tal vez a recibir el jornal para repetirla al siguiente día.

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FERNANDO VII



  —161→  

ArribaAbajo- II -


   
«¡Fernando! ¡Fernando! ¡Fernando!
Elegiste el cautiverio, y abandonar tu cuello inocente
A la cuchilla de un verdugo,
Antes que derramar la sangre de tu indefenso pueblo.
   
Pero de este la prodigiosa constancia
Fatigó a la ambición misma;
Desmayaron los brazos del atónito tirano;
Madrid decora con el arco triunfal de Tito
El camino de tu libertad:
Entra y descansa en el trono de tus mayores».



Así decía en mediana prosa el tierno poeta D. Juan Bautista de Arriaza -único de los dignos de este nombre que había podido escapar a la general proscripción- en el arco levantado en lo alto de la calle de Alcalá; y preciso es reconocer, que por mucho que le autorizara la licencia poética, y por mucho que ligasen a este pundonoroso caballero sus compromisos de gratitud hacia Fernando, no es posible absolverle de haber llevado la hipérbole hasta falsear completamente la verdad histórica, suponiendo en aquel hechos y propósitos que nunca tuvo; así como también era un verdadero contrasentido el dedicar el arco triunfal del clemente TITO -las delicias del género humano- a quien venía fulminando proscripciones contra los mismos que habían contribuido a salvar su trono. Otras inscripciones en verso, no más exactas ni mejor inspiradas, ofrecía el tal arco y los levantados en la Puerta de Atocha y en otros puntos de la población; obra todas ellas del citado Arriaza, quien desde este momento tomó, a lo que parece, a su cargo el papel de poeta oficial   —162→   para ocasiones semejantes; cargo que por cierto no acertó a desempeñar, ya porque a su carácter repugnara esta aduladora servidumbre, o ya porque el tierno cantor de Silvia quiso acreditar aquel pensamiento que emitía en una de sus primeras composiciones:


   «Mi musa no halla tonos
Para cantar los tronos,
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Que cantar la beldad es mi destino».



Fernando hizo la entrada el día 13, a las doce de la mañana, por la Puerta de Atocha, engalanada y disfrazada también con emblemas y trofeos, y empezó a recorrer la extensa carrera, que no concluyó hasta dos horas después. -Las Cortes, en su inconcebible ceguedad sobre las verdaderas tendencias del Monarca y con su extremada suspicacia para obligarle a jurar la Constitución antes de entrar en Palacio, habían tenido la donosa ocurrencia de cambiar esta carrera de una manera extraña, disponiendo, por consecuencia, que al llegar Fernando a la Puerta del Sol había de torcer a la derecha para subir por las calles de la Montera, de Fuencarral, ¡del Desengaño!, de la Luna a la Ancha de San Bernardo y plaza de Santo Domingo hasta el Congreso, situado, como queda dicho, en el edificio de doña María de Aragón, donde había de prestar el juramento, y seguir luego por la bajada de las Caballerizas -hoy calle de Bailén- al Palacio Real.

No hay que decir que Fernando lo dispuso de otro modo, y llegado que hubo a la Puerta del Sol, en vez de torcer sobre la derecha lo hizo sobre la izquierda, subiendo por la calle de Carretas al templo de Santo Tomás, adonde había sido trasladada la imagen de Nuestra Señora de Atocha,   —163→   cuya iglesia y convento habían convertido los franceses en cuartel y caballerizas; y cumplida esta piadosa costumbre de los monarcas españoles siempre que entran en Madrid, siguió el Rey su marcha por la Plaza Mayor, donde los vendedores de comestibles, que la ocupaban casi por completo con sus cajones y tinglados, abrieron una calle central, que engalanaron con dos -si no eran tres- arcos de verdura, de los cuales se desprendieron coronas de flores sobre el carruaje Real a su paso por bajo de ellos.

Salió después la Real comitiva a las Platerías, y aquí, en el sitio mismo en que me tocó ver con mi familia la entrada de este mismo Fernando el 24 de marzo de 1808, o sea desde los balcones del sastre, Domingo N., que era en la misma casa, hoy derribada, esquina a la calle de la Caza, fue también donde presencié el paso de la Real familia en este solemne día, y pude apreciar (aunque niño todavía de pocos años) la diferencia substancial entre uno y otro recibimiento.

Aquel, como tuve ocasión de describir en el capítulo segundo de estas Memorias, se distinguió principalmente por lo general y espontáneo; por la ausencia de accesorios preparados de antemano, tales como arcos de triunfo, formación de tropas, suntuosa comitiva y demás demostraciones oficiales; bastando sólo el entusiasmo público -que entonces rayó en frenesí- para ofrecer al Monarca el testimonio más elocuente de una verdadera idolatría. -Pero en la ocasión actual se comprende bien que no podía haber aquella unanimidad de sentimientos, después de los sucesos de los días anteriores, que afectaban a mucha parte de la población. Sin embargo, no habré de negar que el concurso era numeroso y, en general, simpático al Monarca en la ocasión solemne de su llegada; que la parte más humilde y bulliciosa de la población   —164→   se había asociado con entusiasmo al movimiento, y que las autoridades, con sus disposiciones previas, habían cuidado de revestir el acto de modo que pudiera aplicársele la frase sacramental de un entusiasmo imposible de describir. -Delante del coche cerrado en que venía Fernando con su hermano D. Carlos y su tío D. Antonio, marchaba una numerosa muchedumbre formando danzas vistosas y paloteos al son de la gaita y del tamboril; grupos de desenvueltas manolas de Lavapiés con su traje clásico -que entonces brillaba en todo su esplendor- repicaban panderos y castañuelas; otros de robustos chisperos del Barquillo y Maravillas haciendo suertes de gimnasia y aun pretendiendo abalanzarse al coche para arrastrarle por sus propias manos, a lo que se opuso muy cuerdamente Fernando, prefiriendo fiar su seguridad a la sensatez de sus mulas a ensayar los patrióticos arranques de este tiro casi racional. Seguía, en fin, al carruaje, no como de costumbre una escolta de Guardias de Corps, sino una verdadera división de ejército, al mando del general D. Santiago Witinghan, que se ofreció a escoltar al Rey hasta dejarle en el palacio de sus antepasados, que tan imprudentemente había abandonado seis años antes.




ArribaAbajo- III -

Los festejos con que el pueblo y el Ayuntamiento de Madrid celebraron tan notable acontecimiento se limitaron a las acostumbradas iluminaciones (harto mezquinas entonces y primitivas), a músicas y danzas de manolas   —165→   por las calles (para lo cual se alzó expresamente la prohibición de semejantes bailoteos, que según el bando de los alcaldes prevenían nuestras sabias leyes), a alguna que otra función de iglesia y corrida de toros; y hasta hubo que prescindir de las dispuestas en los dos únicos teatros, del Príncipe y de la Cruz, que eran Athalia, de Racine, y El Desdén con el desdén, de Moreto, por cierto acontecimiento acaecido a las compañías (según decía el anuncio), y este acontecimiento era simplemente la prisión de los dos actores principales y autores de ambas compañías, como entonces se decía, Isidoro Mayquez y Bernardo Gil, que a la sazón purgaban sus opiniones políticas en los calabozos de la cárcel de la Villa.

Como ellos también, y repartidos en las diversas prisiones y cuarteles de Madrid, hallábanse aprisionados los eminentes poetas, los insignes cantores de la patria, de la libertad e independencia española y del mismo Fernando VII; Quintana y Gallego, Beña y Sánchez Barbero, Sabiñón, Solís, Tapia, etc., así como brillaban por su ausencia los que, como Meléndez Valdés, Moratín, Reinoso, Lista y otros, tuvieron la desgracia de seguir el partido francés; con que quedaba el Parnaso Español desamparado y baldío, y el templo de las Musas falto de sacerdotes y entregado a los búhos y lechuzas que se albergaban en sus desvanes y quebraduras.

Estas alimañas, luego que se vieron solas y pudieron campear a su sabor en aquel sagrado recinto, agitando sus alas y extremando sus graznidos, diéronse a la más irreverente orgía e infernal aquelarre; y apoderándose ¡insensatos! de las doradas liras y trompas épicas, que yacían abandonadas, y esforzándose a profanarlas con sus torpes dedos y con sus groseros labios, produjeron la más abominable algarabía, capaz de aturdir y sonrojar al mismo Apolo. -Pero ellos, no obstante, pugnaron por salir a   —166→   luz, y no encontrando para realizar sus pujos de publicidad otro vehículo que el vetusto Diario de Madrid (único periódico que con la Gaceta tercianaria, o publicada cada dos días, había sobrevivido a la previsora prohibición del capitán general D. Francisco de Eguía y Letona), llenaron aquellas mezquinas páginas con cien macarrónicas elucubraciones que llamaban poéticas; décimas, sonetos, acrósticos y ovillejos, que así abundaban en inspiración como sus menguadas cabezas en seso. Todo en obsequio del suceso del día, del regreso del Monarca y Real familia, llevando el apoteosis hasta los límites de la adulación más empalagosa.

Al frente de aquella cohorte de coplistas, madrigaleros, anacreónticos y elegíacos, descollaba el célebre D. Diego Rabadán, que por sus circunstancias especiales ofrecía un delicioso tipo, que parece haber predicho Moratín en el retrato que hace del vate tuerto que arenga a Apolo en la ingeniosa sátira que tituló La Derrota de los pedantes. -No era, en verdad, Rabadán uno de aquellos copleros que con el solo auxilio de un consonante improvisan cuartetas, décimas y quintillas, no; era un ingenio original, aunque limitado; era todo un poeta extravagante, formado por múltiples y estragadas lecturas; que había tenido la habilidad de identificarse con todo lo más ridículo, por lo altisonante o chabacano, que había leído; los retruécanos de León Marchante; los picantes equivoquillos, las sales culinarias de Gerardo Lobo; el hiperbólico estilo de Gracián; la claridad tineblaria del Polifemo de Góngora; las agudezas de sor Juana; el laberinto de Villamediana; todo esto había encarnado en aquella mente, todo había tomado en aquella prodigiosa memoria carta de vecindad. -Su escuálida figura y su carácter bondadoso y comunicativo; su conversación amena y hasta interesante, en que se descubría un cierto devaneo de cabeza cuando   —167→   trataba de materias poéticas, traían a la memoria al Ingenioso Hidalgo, bueno, apacible y hasta sensato, no tratándose de sus desdichados libros de caballería. -Todavía recuerdo los buenos ratos que el amable Rabadán nos hacía pasar a mis condiscípulos y a mí cuando de vuelta del aula nos deteníamos a conversar con él, sentado a la sazón en un banquillo, delante de su puesto de libros viejos, que le tenía en la fachada de la casa del Monte de Piedad, plazuela de las Descalzas.

Me he detenido algún tanto a bosquejar a este singular personaje casi literario, porque en el eclipse total que por entonces sufrieron las letras, la cultura y hasta el buen sentido, en aquella época de verdadero sueño intelectual, era Rabadán el representante genuino de ella, formando una verdadera secta o escuela, que, seguida por otros muchos discípulos y admiradores, «de cuyos nombres no quiero acordarme», se encargaron de trabajar a su manera la musa castellana, que así como en el siglo XVII se apellidó Gongorina a causa del inventor y patriarca del culteranismo, en los primeros años del siglo actual pudo y debió llamarse Rabadenesca en honor y gracia de su fundador.

Aplicando este su insensata fecundidad al apoteosis del Monarca recién llegado, formó la asonantada crónica de sus hechos, de sus dichos, de sus pensamientos, estampando cotidianamente en las mezquinas páginas del Diario de Madrid cien sonetos, décimas, quintillas y laberintos, en que discurría a su modo sobre la entrada del Rey, sobre sus decretos y disposiciones, sobre sus visitas a los conventos, sobre su encuentro con el Viático, su asistencia a las procesiones, sus besamanos y ceremonias palacianas, etcétera, etc. De este modo el nuevo Homero-Rabadán iba formando poquito a poquito, y casi sin sospecharlo, una nueva Odisea, digna por todos títulos de su protagonista.   —168→   -Y para que no se me tache de adolecer del achaque de satírico burlón, permitirame el lector trascribir aquí algunas de aquellas composiciones fugitivas del insigne don Diego, a quien la pícara posteridad ha descuidado, relegándola al olvido, que ciertamente no merecía: helas aquí, tomadas a la suerte de las amarillentas páginas del Diario de Madrid:




A la llegada del Rey Nuestro Señor


    ¡Oh Fernando! por tu amor
Hoy este pueblo glorioso
Se muestra tan obsequioso
Como antes en el valor.
¡Oh qué asombro! ¡qué fervor
De júbilos e invenciones!
Y pues largas relaciones
No las pueden explicar,
Pongamos en su lugar
Un millón de admiraciones!!!!!!!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
   Este sí que es nuestro Rey,
Y no el intruso Pepino,
Sin más Dios que el dios del vino,
Baco, Cupido y su grey;
Sin derecho, amor, ni ley;
Pero este punto dejando...
Vamos todos entonando
Con voces muy expresivas
¡Veinte millones de vivas
A nuestro amado FERNANDO!




ArribaAbajo Soneto

    España triste por su Rey ausente,
En horrores de fuego, sangre y llanto,
—169→
Sufrió seis años el mayor quebranto,
Pues no hay historia que un igual nos cuente...
   ¡Oh vil Napoleón! ¡Voraz serpiente!!!
¡Oh fiero monstruo de infernal espanto!!!
El móvil eres de trastorno tanto.
Y el orbe entero tus rigores siente.
   El hispano valor y su constancia,
Por Religión y Patria peleando,
Humillaron ¡tirano! tu arrogancia.
   Dios a tan justa causa prosperando,
Libró del cautiverio de la Francia
A nuestro amado Rey. ¡Viva Fernando!



Y aunque apartándome algún tanto de la época que recorro, y con el objeto de dar a conocer la segunda manera o estilo de este insigne vate, estamparé aquí el lúgubre soneto en que prorrumpió a la muerte del infante don Antonio, en 1817:


   Ya vencidos de Aquario los rigores
Que aprisionan a líquidos cristales,
Y del Aries y Tauro criminales
Resultas de los eólicos furores:
   Cuando Febo aproxima sus ardores,
Desatando a Neptuno los raudales,
Y Amalthea sus galas y caudales
Manifiesta con célicos primores:
   Quiso el cierzo terrible y dominante
De su cruel aridez dar testimonio,
Arruinando a la España su Almirante.
   ¡Neptuno, Thetis, Céfiro y Favonio
Eterno mostrarán llanto abundante,
Pues... falleció... el infante D. Antonio!!!



Este capítulo, que ya se va haciendo algo pesado, y que empezó con achaques de drama, habrá de concluir con   —170→   un divertido sainete, en que le tocó hacer la triste figura de víctima al pobre muchacho de once años escasos, que con otros sesenta y cuatro encima se atreve hoy a consignar sus recuerdos infantiles.

Con el ademán resuelto y paso acelerado del escolar que se dirige al aula, sonadas ya las ocho de la mañana, alta la cabeza y cubierta con la gorrilla apellidada entonces de cachucha, llevando a su espalda el enorme cartapacio henchido de Nebrijas y Florilegios, Tesauros y Calepinos, Horacios y Cicerones, descolgábase el supradicho rapaz, una de las mañanitas del mes de Junio de 1814, de la altura en que estuvo la antigua parroquia de San Martín, para entrar en la callejuela que corre por lo bajo y que entonces llevaba el título de la Bodega, y hoy considerada como prolongación de la de las Hileras, que tiene al frente, ha compartido con ella este último nombre. Iba ya muy próximo a cruzar la del Arenal para dirigirse a lo alto de la de las Hileras, en donde, como ya se dijo, estaba el aula de latín, cuando se vio de improviso bruscamente detenido en su marcha por dos personas de elevada estatura y solemne andar, vestidas ambas de paisano y con la casaca-frak de ancho cuello y solapas vueltas, que era entonces de uso general y a todas las horas del día; marchaba, pues, el más corpulento al lado de la acera, o más bien de las casas -porque entonces sólo algunas calles poseían unas cuantas estrechas y desquebrajadas losas, o piedras de molino con pretensiones de acera- y a la parte del arroyo (que a la sazón corría por enmedio de la calle) el más estirado y marcial. -El muchacho, que se vio detenido en su atrevida marcha por aquel par de colosales figuras, detúvose algunos momentos como indeciso entre echarse afuera o penetrar por en medio de ambos con natural e infantil descortesía; lo que   —171→   observado por el que marchaba hacia el medio de la calle, y también que el muchacho imprudente fijaba la vista con señales de sorpresa en el semblante de su acompañado -que solía encubrirle de vez en cuando con su pañuelo blanco- alargó bonitamente su mano hacia el chico, y «con la pacífica violencia o incontrastable rigidez de la trompa de un elefante»- como diría mi buen amigo el ilustre autor del Sombrero de tres picos- impulsó hacia afuera a la humilde personilla, hasta hacerle dar con las posaderas en medio del arroyo, que por fortuna estaba en seco a la sazón.

Ambos personajes -porque ya no cabía dudar que lo eran- siguieron tranquilamente su camino en dirección a la plazuela de las Descalzas, y hasta tuvieron la dignación -¡oh bondad!- de volver de vez en cuando el risueño semblante a contemplar al pobre chico, que sentado en medio de la calle les siguió con miradas codiciosas hasta que doblaron la esquina; sacudió entonces lo mejor posible sus empolvadas asentaderas, recogió y compuso su cartapacio repleto de grandes hombres, y corrió al aula vecina, adonde entró con grande algazara, diciendo que acababa de tener un encuentro -pero ¡qué encuentro!- nada menos que con el Rey D. Fernando VII en su misma mismidad; y para hacer más sensible la verdad de su aserto, avanzaba el labio inferior y con el dedo índice oprimía la punta de la nariz, hasta hacerla casi tocar con él; y los muchachos a reír que reirás, negándole la verdad de su relato, y el dómine, entre risueño también y severo, amenazándole con las disciplinas que en la mano tenía, con acabar de espolvorearle el envés; y el muchacho a jurar y perjurar que era cierto lo que decía; y la escuela, en fin, convertida en una leonera, o como si dijéramos en un Parlamento el día de interpelación.

A la mañana siguiente apareció en el Diario de Madrid   —172→   el cotidiano soneto del insigne Rabadán con el epígrafe que le encabeza, y decía de esta manera:

«Noticioso el Rey nuestro Señor (Dios le guarde) que las monjas (en general) tenían vivas ansias de conocer y tratar a S. M., ha tenido a bien el complacerlas, visitando a todos los conventos en varios días».




Soneto joco-serio


   «Nuestro benigno Rey (¡que de los cielos
Parece que ha venido en coyuntura
Que los llantos, la pena y amargura
Tenían a Madrid ahogado en duelos!
   Con piadosos benéficos anhelos,
Y de su amable trato la dulzura,
Por mil caminos nuestro bien procura,
Haciendo generales los consuelos.
   Las pobrecitas vírgenes claustrales
(No menos que de Dios santas esposas,
Y por cuya oración cura los males)
   De tratar a su Rey están ansiosas:
Fernando, con entrañas paternales,
¡¡Ha dado en visitar las religiosas!!».



-¡Tate! -dije yo entonces para mi capote, al leer este soneto- pues ya está sabida la razón del por qué Fernando VII iba tan de mañanita por la calle de la Bodega de San Martín con su inseparable capitán de Guardias Duque de Alagón... Sin duda iba a visitar a las señoras Descalzas Reales... Yo se lo preguntaré mañana a mi amigo Rabadán. -Pero al día siguiente ¡cosas de muchachos! se me olvidó.

De todos modos, y aunque algún indigesto crítico ridiculice por lo trivial, aunque frecuente y característica en aquellos tiempos, esta entrevista, aproximación, encaramiento   —173→   o como quiera llamarse, con el que entonces encabezaba sus Reales Cédulas, no sólo con los títulos de Rey de Castilla, de León, de Aragón, etc., sino también con los de Las Dos Sicilias, de Jerusalén, de Cerdeña, de Córcega, de Gibraltar y de los Algarbes, Archiduque de Austria, Duque de Borgoña, de Brabante, de Milán, Conde de Harspourg, Flandes y el Tirol, dicha escena no puede calificarse de modo alguno de humillante ni provocativa a la risa, antes bien muy honorífica para el muchacho, que, cubierto y sentado en la presencia del Monarca, no hubo de aguardar a que este le autorizase para ello con la fórmula acostumbrada de «Sentaos y cubríos».





  —[174]→     —175→  

ArribaAbajo Capítulo X

1815-1816


Madrid y los madrileños



ArribaAbajo- I -

Aprovechando el período de calma relativa, y exento de grandes peripecias históricas, que empezó en 1815, paréceme del caso desplegar ante los ojos del lector un traslado fiel, y según me lo refleja mi memoria, del estado material y social de la villa que entonces todavía se titulaba «la capital de dos mundos»; arrogante dictado, que contrastaba ciertamente con el escaso desarrollo de sus condiciones materiales, de su prosperidad y de su cultura. -De este modo, y señalando el punto de partida en esta ojeada retrospectiva, podré luego, en las ocasiones convenientes, ir consignando el progreso sucesivo de la civilización en todas sus manifestaciones, y dar a conocer los adelantos que una Administración más celosa y entendida ha podido realizar, correspondiendo a las justas exigencias de una sociedad más adelantada.

El mismo día 13 de Marzo de 1814, en que entró Fernando VII en la capital, publicose la Real Carta dirigida   —176→   «A los Alcaldes, Regidores y Ayuntamientos de la mi Villa de Madrid», en que, «dándose S. M. por muy servido y obligado de las pruebas de valor y de fidelidad hacia su Real persona dadas por esta Villa, y especialmente en el memorable Dos de Mayo, tenía a bien concederla el dictado de HEROICA, para añadir a sus timbres de Muy noble, Muy leal y Coronada, y a su Corporación municipal el tratamiento de Excelencia», etc.; cuya Real Carta fue publicada en los singulares términos siguientes: «Sabio y prudente pueblo de Madrid: Tu Ayuntamiento ha recibido con esta fecha la Real Carta siguiente», etc.

Pero al mismo tiempo que esta distinción, harto merecida, recibía Madrid, como veremos, con arreglo al Real decreto de 4 de Mayo, que ordenaba «volver las cosas al ser y estado que tenían en 1808» -otra disposición que, aunque lisonjeara su orgullo histórico, tendía a constituirla de nuevo en su secular inmovilidad, retrogradando, no sólo a dicha fecha de 1808, sino hasta veinte años más allá, o sea hasta 1783, en que falleció Carlos III, único monarca que imprimió a Madrid algún movimiento, y la dotó de casi todo lo grande que aún hoy día ostenta. Porque ni durante el largo reinado de Carlos IV apenas se sostuvo aquel movimiento, ni tampoco el Gobierno de José Bonaparte pudo hacer otra cosa que preparar proyectos de mejora, convirtiendo por de pronto en ruinas, siempre lamentables, los espacios que se consideraron oportunos para efectuarlos.

El Ayuntamiento perpetuo de Madrid, pues, cuyos regidores tenían sus títulos u oficios, enajenados de la Corona por juro de heredad, y que muchas veces, arrendados por sus propietarios, viudas y menores, eran servidos por tenientes o sustitutos, podía considerar dichos oficios naturalmente como una finca de su propiedad, dotada con sus correspondientes consignaciones y rentas; y por consiguiente   —177→   -salvas algunas honrosísimas excepciones- solían los regidores descuidar en todo o en parte el desempeño de un cargo delicado, y que, además del sentimiento patrio y de amor a la localidad, exige condiciones especiales de carácter, de observación y de estudio.

Si tenemos además en cuenta que la ciencia de la administración económica de las poblaciones no había aún nacido, o estaba, puede decirse, en mantillas, y que el Ayuntamiento de Madrid, influido, y casi dominado por la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, y abrumado bajo el peso del omnipotente Consejo de Castilla, estaba presidido por un corregidor, por lo regular salido de las salas de aquellos tribunales o de las antecámaras de palacio, nada entendido por cierto en materia administrativa; que compartía con dos tenientes letrados y con los Alcaldes de Casa y Corte la jurisdicción ordinaria de la villa; no habrá de extrañarse que en tan intrincado laberinto y mezcla de atribuciones, la Corporación municipal, que apenas hallaba espacio para moverse dentro de la estrecha órbita que le dejaba libre aquella máquina complicada, poco o nada pudiese hacer para plantear con mano poderosa cualquiera idea de mejora positiva, cualquier adelanto en la prosperidad de la villa bajo los diversos aspectos de su seguridad, salubridad, comodidad y ornato, que son los objetivos de toda buena administración municipal.



  —178→  

ArribaAbajo- II -

Encerrado Madrid desde principios del siglo XVII en un antiguo recinto -cuyos límites no ha llegado a traspasar hasta la última veintena- conteniendo a la sazón una población que no excedía de 160.000 habitantes -casi la tercera parte de la que hoy sustenta- hallaba ocupado entonces su perímetro en su parte principal por unos setenta conventos (aun después de los cinco o seis derribados por los franceses), que no sólo llenaban, por lo general, sendas manzanas, sino que poseían además las contiguas, que estaban reducidas a la más raquítica condición como propiedades explotables, en casas mezquinas, ruinosas o descuidadas; del mismo abandono participaba además el resto del caserío, por lo regular afecto a capellanías, mayorazgos o mostrencos (ignorados), o sea a manos muertas, como entonces se decía, y cuyo aspecto repugnante y ruinoso denunciaba la fecha de un par de centurias.

Formaba dicho caserío, con mil irregularidades de alineación, calles estrechas, tortuosas y desniveladas, asombradas por las paredes de los conventos y sus extendidos huertos, sin empedrado muchas de ellas, y las demás cubiertas de una capa movediza de agudos y desiguales guijarros y algunas losas estrechas y resquebrajadas a guisa de aceras. -Obstruidas dichas calles por los puntales y escombros de las fincas ruinosas, y por la preparación de los materiales para las obras; por las basuras que en medio de ellas colocaban los vecinos, para que dos veces por semana fuesen recogidas alternativamente por los barrenderos;   —179→   rebosando los pozos inmundos por encima de las losas, y ensuciadas las esquinas y los quicios de las puertas por causa del desaseo general y de la falta de recipientes; -estas calles, así dispuestas, estaban interceptadas además a todas horas por multitud de perros, cabras, corderos, cerdos, pavos y gallinas, que los vecinos de los pisos bajos sacaban a pastar a la vía pública; -por las recuas de asnos retozones que acarreaban el yeso y la cal para las obras; -por las caballerías que, cargadas de inmensos serones llenos de pan o de reses muertas pendientes de garfios, servían para distribuir a las tiendas estos alimentos, sobre los cuales descansaban los inmundos pies del jinete conductor; -por los mozos de cuerda cargados de los muebles de las mudanzas de las casas, y con los mismos muebles entrando en ellas por los balcones, porque no permitía otra cosa lo estrecho, empinado y oscuro de las escaleras, y por las bandadas de muchachos baldíos que jugaban al toro o se apedreaban. -Esto durante el día, que por la noche estaban alumbradas nominalmente por menguados farolillos colocados a largos trechos, y que por su escasa luz sólo servían para hacer perceptibles las tinieblas, y amenizadas además con la limpieza de los pozos, que, a falta de alcantarillas o cloacas, tenía que hacerse a mano y con ayuda de los carros a que dio nombre el general Sabatini. -Tal era el aspecto material de la heroica villa, y tales las condiciones a que la relegaba su menguada policía urbana, y que hoy buscaríamos inútilmente semejantes aun recorriendo las incultas poblaciones de la vecina costa de Berbería.

Esto en cuanto a la salubridad, comodidad y ornato de la corte, que si tocamos en el punto de la seguridad material, sólo habré de decir que era tal, que cada una de las estrechas, mezquinas e indecorosas casas de la población estaba convertida en una fortaleza, con gruesos portones   —180→   claveteados profusamente, llaves, cerrojos y barrotes de hierro y trancas de madera en todos los balcones y ventanas, para defenderlos de cualquier asalto a mano armada; que el tránsito por las calles, oscuras y solitarias desde las primeras horas de la noche, podía considerarse como temerario, a menos de ir acompañado de un sereno, de un criado, o por lo menos de un estoque en la mano derecha y una linterna en la izquierda. -Aun por el día estaba limitado el movimiento de la población a las calles centrales entre la de Atocha, de Alcalá y de la Montera: todo lo que era salir de allí y penetrar en las barriadas hostiles de Lavapiés y la Inclusa al Sur, o del Barquillo y Maravillas al Norte, era imprudente y arriesgado.

En vano la autoridad, que por otra parte estaba desarmada, sin más fuerza que la de algunos alguaciles con sus varas de junco, desplegaba el más terrible rigor contra los malhechores; en vano se reprodujo la tremenda ley recopilada sobre robos en la corte y despoblado; en vano los severos alcaldes de Casa y Corto, distribuidos por cuarteles, sentenciaban diariamente y condenaban a la última pena a los reos; en vano la Comisión militar permanente les ayudaba en este riguroso ejercicio; en vano unos y otros ahorcaban, fusilaban, descuartizaban y colocaban en los caminos los restos de los penados; restos que, recogidos el Sábado de Ramos por las hermandades de la Paz y Caridad, eran expuestos al público al pie de la torre de Santa Cruz; horrible espectáculo, que corría parejas con el que solía haber enfrente, delante del edificio de la Cárcel de Corte, donde se veía casi diariamente algún cadáver desconocido hallado en las calles o en los campos, y ocasionado en riña o accidente -casi ninguno por suicidio, que entonces eran muy raros- siendo más bien resultas de la miseria y abandono. Porque   —181→   entonces el enfermo, a pesar de tantos hospitales con cuantiosas rentas y con encopetados juntas, no solía encontrar en ellos la necesaria asistencia; los indigentes carecían de asilos, y la mendicidad estaba amparada sólo por la sopa de los conventos o la ronda de pan y huevo.

Y para hacer más perceptible este desorden, este abandono de todos los principios más rudimentarios de la ciencia administrativa, me permitiré rasguear aquí alguno de los casos o episodios acaecidos en aquel mismo año (1815), que prueba hasta la evidencia lo desamparadas que estaban por la autoridad la vida y hacienda de los habitantes.

En la noche del 17 de Abril de aquel año estalló un violento incendio en las casas situadas en la Puerta del Sol, frente a la casa de Correos, tomando desde el principio tan crecidas proporciones, que muy luego pudieran augurarse los más funestos resultados.

Al tañido de las campanas acudieron, como de costumbre, las autoridades municipales y sus dependientes, con los cortos medios que entonces contaban para combatir tales siniestros. Pero ellos eran tales, que no alcanzaban a atajar en poco ni en mucho la marcha del voraz elemento. Seguidamente fueron llegando al sitio de la escena los alcaldes de Casa y Corte, las autoridades militares y civiles, hasta el Presidente del Consejo de Castilla, que era entonces la más encopetada. -Formose una Junta magna en la casa de Correos, y allí, en presencia del siniestro, procuraron acordar las medidas convenientes para combatirle; pero es el caso que ni los medios materiales, ni el personal alcanzaban, y de aquí la razón de que los Alcaldes mandasen embargar a todos los aguadores de las fuentes públicas para que acudiesen al incendio con sus cántaros de cobre; a todos los carpinteros y   —182→   albañiles, con sus herramientas, y a todo transeúnte, en un radio muy extenso, para obligarlos a prestar su auxilio manual. -Pero esta misma confusión producía un gran desorden; y los arquitectos tampoco ofrecían grandes pensamientos para combatir las llamas, que iban apoderándose de toda la manzana. En este conflicto se proponían en la Junta las ideas más extrañas. El Capitán general, por ejemplo, era de opinión de combatir el fuego con la artillería, a fin de reducir a escombros la manzana incendiada (histórico); el Vicario opinaba sacar en procesión el Santísimo de la parroquia de Santa Cruz o la imagen de San Isidro Labrador, como se hizo en el famoso fuego de la Plaza Mayor en 1790; y los Alcaldes, que allí mismo se fusilase al ladrón que quisiese aprovechar el desorden. -Entre tanto, las jeringas o mangas de la villa, o sean los cubetos de la limpieza nocturna, únicos medios de que se podía disponer, no funcionaban; los operarios se aturdían; todo el mundo mandaba y de nadie era obedecido; los habitantes de las casas, o arrojaban los muebles por los balcones, o se arrojaban ellos mismos, y el espanto y la confusión eran generales. -Resultado: que a la mañana siguiente había desaparecido la manzana entera de casas, que comprendía diez y seis o diez y siete, y que daba vuelta por las calles de Preciados, de la Zarza y callejón de los Cofreros, que hoy no existen; y como no había compañía ninguna aseguradora, ni la hubo hasta 1821, en que el honrado y benemérito patricio D. Manuel María de Goyri fundó la Sociedad de Seguros Mutuos, modelo de sencillez y filantropía, quedaron completamente arruinados los propietarios de las casas y los inquilinos o arrendatarios.

Pocos días después ocurrió otro desmán, aunque no tan trágico como el anterior, antes bien tocando en el género cómico, con sus puntas y ribetes de grotesco. -Y   —183→   fue el caso, que en uno de aquellos chaparrones que tan frecuentes eran entonces en Madrid -y ahora, por las razones que explicarán los hombres de ciencia, se han hecho tan raros,- se vieron instantáneamente inundadas las calles de la capital por las aguas que recibían en sus arroyos centrales del sinnúmero de canalones salientes que entonces tenían todas las casas, y que formando con sus curvas una vistosa perspectiva -para el que los contemplaba desde su casa- se cruzaban en las calles estrechas, y formaban instantáneamente arroyos, verdadero ríos invadeables, precipitándose por las pendientes hacia los peligrosos sumideros que había en los extremos de la población, tal como a la entrada del Prado en la calle de Alcalá, en la del Arenal cerca del teatro de los Caños, en la famosa alcantarilla o sima de Leganitos, y otros sitios, los cuales apenas podían dar entrada por sus anchas bocas a los torrentes de agua que se reunían en torno suyo. -En estos casos cesaba casi por completo la circulación de gentes por las calles; cerrábanse los portales y tiendas, muchas de las cuales eran verdaderos subterráneos (como aún se ven dos en la Carrera de San Jerónimo, y otras bajo las gradas de la iglesia del Carmen), y se sacaban de los depósitos, custodiados en el portalón del Conde de Oñate, en la casa Aduana y otros puntos, los pontones de ruedas, que los mozos de cuerda explotaban, exigiendo al transeúnte la limosna de dos cuartos por arriesgarse a atravesarlos.

Para los muchachos, en general, tales días eran de jolgorio y de grande espectáculo, y todas las escuelas se veían instantáneamente vacías de la turba infantil, que acudía a cruzar los puentes, siempre por el lado más peligroso, y singularmente a la entrada de la calle Mayor, delante de las gradas de San Felipe el Real, bajo las cuales   —184→   se abrían treinta y cuatro tenduchos, que con el nombre de Las Covachuelas eran el depósito envidiado de muñecos, juguetes y cachivaches, y que por su escalinata casi subterránea ofrecía a las aguas la más cordial acogida. -Aquel día las esperanzas de la gente menuda no quedaron defraudadas, y sus malignos instintos fueron ampliamente satisfechos, porque inundados por completo aquellos chiribitiles, y desamparados por sus atribulados dueños, que se subieron a las gradas para salvar al menos su vida, el torrente devastador sacó a flote toda la inmensa falange de muñecos, tambores, juguetes y carricoches, que los pícaros muchachos -entre los cuales tenía la honra de contarme- contemplábamos con fruición flotando río abajo en demanda de la empinada y agreste cuesta de la Vega, convertida instantáneamente en cascada, para acrecer con sus aguas las escasas del pacífico y ora orgullo del Manzanares. -Así pereció una población entera de figuras y caballos de pasta; una cosecha de artefactos y utensilios que contaban tener mejor colocación en la próxima feria de San Mateo; un caudal modesto y un plantel de esperanzas para los tristes dueños, cuyas exclamaciones, cuyos gestos y ademanes al contemplar aquel espectáculo desde lo alto de las Gradas, enternecería al corazón más duro, si el de los muchachos fuera capaz de enternecimiento. -Y la Corporación municipal, tan fresca e inmutable, y el Conde de Motezuma, de Tula y de Tultengo, señor de Tenebrón, Vizconde de Ilucán, Corregidor de esta M. H. villa, se contentó con publicar al siguiente día el obligado bando para que los vecinos de las tiendas y cuevas inundadas procediesen a su limpieza y desahogo, y que el que hubiese echado de menos un perro, una cabra, un niño, o cosa tal, acudiese a dar la señas por si pudieran ser identificados sus cadáveres   —185→   en las entradas de las alcantarillas o en las presas del canal38.

Tal era el Madrid material que nos dejaron nuestros padres -poco más o menos, es cierto, del que ellos habían   —186→   recibido de los suyos. -Nuestros hijos y nuestros nietos, que hoy le habitan en tan distintas condiciones, podrán hacernos, si gustan, la justicia de reconocer que algo hemos hecho en su obsequio, algo hemos servido a la causa de la civilización y de la cultura.




ArribaAbajo- III -

En cuanto a la vida animada de los habitantes de Madrid, dentro del reducido círculo de aquella prosaica sociedad, poco puede decirse que de contar sea, reducida como lo estaba, a vegetar materialmente y a subvenir a sus escasas necesidades y recreos con el producto de sus diversas profesiones, empleos u oficios. -Pueblo entonces sin industria, sin agricultura ni comercio y casi sin propiedad, limitado en sus aspiraciones a muy estrecho círculo, veía pasar los días, los meses y los años en una inercia verdaderamente oriental. -Contento con su apacible monotonía, sorbía diariamente su chocolate del fabricante Torroba, con su bollo de Jesús; tomaba las once con su panecillo empapado en vino; comía a las dos en punto su memorial olla de garbanzo, consumida la cual, suspendía hasta el día siguiente todo trabajo mental, haciendo su par de horas de siesta y emprendiendo luego sus higiénicos paseos hacia la Florida, en la puerta de San Vicente, o las Delicias, en la de Atocha (que eran los únicos de las afueras que ostentaban algún arbolado), o a los Tejares en la parte alta, donde ahora es Chamberí, o en fin, siguiendo los caprichos de la moda, a la polvorosa   —187→   y absolutamente desnuda carretera o camino real de Aragón, fuera de la puerta de Alcalá39.

Terminado al anochecer su cotidiano paseo, el honrado vecino de Madrid, acompañado o no de su apreciable familia, entrábase a refrescar las fauces con un vaso de limón o de leche helada en la botillería de Canosa, oscuro chiribitil situado en el esquinazo de la Carrera de San Jerónimo a la de Santa Catalina, y se retiraba a su casa para entablar con sus amigos la partida de Malilla o Mediator hasta las diez, en que, después de una modesta cena, íbase a acostar; si no es ya que en los días más solemnes o de los santos de la familia, se animase a entrar en cualquiera de los dos teatros o coliseos del Príncipe y de la Cruz, a entusiasmarse con las habilidades del Mágico de Salermo, Pedro Bayalarde, o con las vivas sensaciones   —188→   que le producían Las Ruinas de Babilonia. -Tenía además el honrado vecino de Madrid, para amenizar algún tanto su vida circular, varias festividades alternativas, según las diversas estaciones: -sus fiestas de Pascua y de entrada del año; -sus manteos y peleles y juegos de gallos en el Carnaval, en los barrios de Lavapiés y de San Antón; -sus vistosas procesiones de Semana Santa y del Corpus, y otras varias; -sus rosarios cantados de noche y solfeados a la aurora; -sus agitadas verbenas de San Antonio, San Juan y San Pedro, en las cuales no era caso raro el que un buen padre de familia viese escamoteada, no ya su bolsa o su reloj, sino su propia esposa o sus hijas por Tenorios desalmados; -sus corridas enteras de catorce toros todos los lunes, por mañana y tarde; -sus establecimientos balnearios de esteras sobre las escasas aguas del sediento Manzanares; -sus tumultuosas ferias en la plazuela de la Cebada, -y sus agitadas y borrascosas misas del Gallo en la noche de Navidad.

La parte de población más dada a la vida pública o extramuros de sus casas, a falta de Academias, Ateneos, Liceos y Casinos en que pasar las primeras horas de la noche en sabrosa plática, podía optar entre los ahumados y estrechos aposentos del café de Levante (calle de Alcalá, frente al Buen Suceso), donde engolfarse en una interminable partida de chaquete o de ajedrez, o en último recurso, entretener algunas horas de la noche entregándose el ejercicio de disciplina en la bóveda de San Ginés.

Sólo en ocasiones excepcionales, con motivo de fiestas Reales o cosa tal, solía interrumpir el honrado vecino de Madrid la modesta e insípida monotonía de su vida: tal fue lo que aconteció en los últimos días de Setiembre de 1816, a causa del matrimonio del Rey.

  —189→  

Con efecto, el día 28 de dicho mes se verificó la entrada en Madrid de las dos princesas de Portugal y del Brasil, María Isabel y María Francisca de Braganza, contratadas en matrimonio con el rey D. Fernando y su hermano D. Carlos María. -El Gobierno, el Ayuntamiento y la población entera de Madrid, que se asociaron de buen grado al júbilo que este acontecimiento inspiraba, dispusieron solemnizar la entrada con el mayor aparato y ostentación posibles. -Arcos vistosos en varios puntos de la población, carrera engalanada, músicas y alarde de tropas, comparsas de trajes provinciales, cucañas y fuentes de vino, fuegos artificiales, banderas y emblemas de regocijo, nada faltó para solemnizar un suceso que la generalidad veía con placer, porque tendía a asegurar la descendencia de Fernando, y hasta sus perseguidos le esperaban con ansia por ver si la influencia de una esposa joven, bella y bondadosa alcanzaba a modificar las pasiones del Monarca y mitigar el rigor de su Gobierno.

Venían las princesas en una carretela abierta, y cabalgaban a sus lados respectivos el Rey y el infante D. Carlos; su tío D. Antonio acompañaba a las hermanas en el carruaje, siendo estas objeto en toda la carrera de una aclamación general y espontánea. En varios de los edificios públicos se ostentaban, a par de sus retratos, inscripciones más o menos poéticas, algunas del ya citado D. Juan Bautista Arriaza, que si no anduvo muy acertado en las de los arcos, revelaba su gusto poético en alguna otra, que mi fiel memoria de muchacho me recuerda literalmente. Decía, por ejemplo, la de la imprenta Real, cuyo director era el mismo Arriaza:


    «Gloria al día en que, premiando
El valor de un pueblo fiel,
Bajo el hispano dosel
—190→
Une el cielo en lazo blando
Las virtudes de Fernando
Y las gracias de Isabel».



Y en un trasparente puesto en los balcones de su propia casa se leía:


    «Por excelsa y por bella,
Doble imperio, Isabel, te dio tu estrella.
En tu aire soberano
Conocerá su reina el pueblo hispano;
Pero al ver la beldad que en ti se muestra,
Las gracias clamarán: no, que es la nuestra!».



Pero a cambio de estos sentidos versos, la turba Rabadanesca empuñó sus rabeles y acometió su bombo con un brío digno de la murga nocturna de músicos festeros. Las páginas del Diario, las portadas de las tiendas, las esquinas de las calles rebosaban en epitalamios y anacreónticas, laberintos, ensueños, raptos, acrósticos y coplillas de pie quebrado, capaces de hacer dormir a un manicomio; pero como no es cosa de exhumar aquí estas narcóticas composiciones, ni de cloroformizar con ellas al auditorio, bastará a mi propósito extractar alguna de las más aceptables, si no por la sublimidad del pensamiento, por la candidez y simplicidad de la forma. -Decía, por ejemplo, el honrado sombrerero D. Domingo Abrial en unos cartelones con que cubría los cristales de su tienda, situada en la calle de Alcalá, frente al Buen Suceso, entre otras varias, estas tres décimas:



   «Cuando he logrado alcanzar
La dicha tan deseada
De ver a mi Reina amada
Por esta calle pasar,
No te puedo ponderar
—191→
La alegría que he tenido:
Yo imagino que ha venido
Nuestro ángel tutelar,
Para hacernos olvidar
Los males que hemos sufrido».

   «Villa heroica y valerosa,
Bien te puedes alegrar;
Por tus puertas viste entrar
La Reina más generosa,
Más honesta y más hermosa
Que se puede imaginar:
Tu fortuna es singular,
Pues ya abrigas en tu seno
A un Rey, que es el más bueno,
Y a una Reina, que es sin par».

   «Tú, de Alcalá, calle hermosa,
¡Cuánta ha sido tu fortuna,
Pues vino el Sol y la Luna
Por tu ancha entrada espaciosa!
Bien puedes estar gozosa,
Pues tú fuiste la primera
Que esta dicha verdadera
Entre todas has logrado;
Y el arco que has sustentado
Te la hará más duradera».



Y el párroco de Illescas (cuyo nombre no nos ha trasmitido la fama) prorrumpía en estas otras tres:



   «De mi retiro he salido
Tan sólo, Señor, por ver
Esa deidad o mujer
Que del Brasil ha venido;
Lo logré, y al cielo pido
Con todo mi corazón
Bendiga tan bella unión,
—192→
Consuele nuestra esperanza
Con Isabel de Braganza
Y Fernando de Borbón».

   «Viva Don Carlos María
Y su esposa muy amada,
Que cual hiedra está enlazada
Al Infante en este día.
¡Con qué gusto y alegría
Los españoles miramos
A estos jóvenes, que amamos
Por su bondad sin igual
Que nos alejan el mal
De quienes bien esperamos!».

   «El Serenismo Señor,
Nuestro infante Don Antonio,
Aunque le pese al demonio,
Merece todo loor:
Nos hizo grande favor
Y a las esposas, con maña,
En carretela acompaña,
Y contento y muy gozoso,
Entra en el pueblo dichoso
De la capital de España».



Por este botón de muestra puede apreciarse el conjunto de aquella serenata sui generis, con que era recibida en la capital la excelsa señora que venía a compartir el trono, y de quien se esperaban tantos beneficios y se formaban tantas esperanzas. Si a los oídos de la augusta compatriota del dulcísimo Camoens hubieran podido llegar aquellos disonantes acentos, quién duda que habría manifestado su extrañeza, exclamando: -¿Y son estos los poetas españoles, los descendientes de Garcilaso, de Lope y Calderón? -Señora (hubiera podido decírsela), los verdaderos   —193→   poetas, los dignos representantes de la Musa castellana, yacen hoy en los calabozos y en los presidios, y esperan su redención de vuestras augustas manos. En cuanto a estos cuitados que andan sueltos, y que con la mejor intención del mundo se atreven a dar a V. M. esta solemne cencerrada, perdónelos V. M., porque... no dan más de sí.

Por fortuna para los regios oídos, pudieron deleitarse aquella misma noche en el teatro de la Cruz con los mágicos acentos del joven Cisne de Pésaro, el inmortal ROSINI, en la preciosa ópera titulada La Italiana en Argel, primera de aquel genio sublime que escucharon los madrileños, y que hizo desde este momento tan popular su nombre en nuestro suelo.

Basta -y acaso sobre también- con lo dicho para dar al lector una idea de las condiciones materiales y de la vida animada de Madrid en aquella época.

En cuanto a la Corte de las Españas en dicho período, cosa es que pica en historia, y que, como diría Cervantes «capítulo por sí merece».





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ArribaAbajoCapítulo XI

1815-1819



ArribaAbajo- I -

La Corte de las Españas


«Vuelva todo al ser y estado que tenía en 1808». Tales eran las palabras del Real decreto de 4 de Mayo de 1814, y ya hemos visto en el capítulo anterior cuál era su significación respecto a la Villa capital. -Por lo que hace a la Corte de las Españas y al supremo Gobierno de la Monarquía, aún era más lata y trascendental, pudiendo, sin embargo, reducirse a sustituir al artículo constitucional que decía: «La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el Rey», la antigua fórmula, más o menos auténtica, de nuestros códigos, que se resolvía en esta terminante declaración. -«El Rey es la suprema autoridad de la nación, y de su Real voluntad emanan todas las leyes y disposiciones relativas al Gobierno de la Monarquía»; o sea pura y simplemente la sustitución de un Gobierno absoluto al templado por la cooperación de las Cortes del Reino.

  —196→  

La Real voluntad volvía, pues, a ser, sin contrapeso alguno, el origen de todas las leyes, el principio de toda autoridad, y esta potestad suprema podía delegarse, a arbitrio del Monarca, en un alter ego o favorito irresponsable; de suerte que si hubo un emperador romano a quien plugo hacer cónsul a su caballo, al Autócrata español no podía negársele lógicamente la facultad de trasmitir su omnímoda autoridad, en el todo o en la parte que juzgare conveniente, a otra persona, ya se llamase Olivares o Lerma, Calderón o Valenzuela, Godoy o Calomarde, Ugarte o Pedro Collado (Chamorro), porque a todo podía extenderse esta soberana voluntad.

Por de pronto quedaron reducidos a meros secretarios del Despacho los ministros de Estado, Hacienda, Gracia y Justicia, Guerra y Marina (suprimidos los dos de la Gobernación de la Península y de Ultramar, que crearon las Cortes), y aquellos cinco ministerios ocuparon, como antiguamente, la planta baja del Palacio, equivalente a las covachuelas del primitivo Alcázar; esto es, Estado y Guerra, a la banda de Poniente; Marina y Gracia y Justicia, al Norte, y Hacienda, en el pabellón saliente de la plaza de Mediodía, recobrando ipso facto sus abigarradas y heterogéneas atribuciones, aunque en definitiva sujetos todos a la elevada autoridad del Real y Supremo Consejo de Castilla.

Volvió, en su consecuencia, este altísimo Cuerpo a ejercer alguna sombra de poder legislativo, y en sus diversas salas de Gobierno, de Justicia, de Provincia y de Mil y quinientas, volvió a entender como Cuerpo consultivo, como Tribunal y como Autoridad gubernativa en toda clase de asuntos, desde las Reales pragmáticas, referentes a la sucesión a la Corona, hasta los permisos de ferias y mercados, las licencias de caza y pesca o las corridas de toros; desde la censura de las obras literarias, hasta la tasa   —197→   del precio del pan; desde los litigios sobre mayorazgos, sucesiones, tenutas y moratorias, hasta el examen de los escribanos y procuradores; y en su Real Cámara abrazaba también la propuesta en terna para todos los cargos de la Iglesia y de la magistratura, y la consulta personal con el Rey sobre los altos negocios de Estado. -Volvieron también los otros Consejos Supremos de las Indias, de Hacienda, de las Órdenes, de la Guerra y de la Suprema y general Inquisición, con sus atribuciones, no menos anómalas, aunque no tan extensas como el de Castilla; y a sus órdenes respectivas la multitud de superintendencias, subdelegaciones, conservadurías, protectorías y juzgados privativos, que hacían la desesperación de los que pretendían desenredar aquel laberinto, y la fortuna de los abogados y demás curiales, que hallaban en tal mina un rico filón que explotar.

Seguramente que si yo, a mi tierna edad, hubiera podido apreciar la importancia de esta organización del Gobierno de la Monarquía para los intereses materiales de mi casa, habría, sin duda alguna, celebrado con regocijo una situación que devolvía al despacho de mi padre toda su antigua actividad. Llovían sobre él los poderes, los litigios, las demandas, las solicitudes de toda especie, en las diversas regiones forense y administrativa, y acrecían, por consecuencia, las utilidades de su bufete, que lo constituían en una desahogada posición.

Pero en medio de este activo y fructuoso espectáculo que se presentaba a mi vista, mi sinceridad infantil no acertaba a mirarle por el prisma del mezquino interés, y más bien servía a mi natural perspicacia y espíritu de observación para estudiar aquel teatro social, aquellos hombres, aquellas cosas, que se me ofrecían bajo un aspecto tan dramático y animado. -Aprovechando la presencia de tantas y tan variadas figuras y personajes (algunos de   —198→   verdadera importancia), oyendo a unos, observando a otros, procuraba formarme una idea aproximada de la marcha de los negocios públicos, y de aquella sociedad, en que me tocaba abrir los ojos a la luz de la razón.

Había también otra circunstancia, que ensanchaba, digámoslo así, el objetivo de mi observatorio, y era la presencia en la misma casa de mi padre de su íntimo amigo el americano D. Juan de Dios de Campos (Santovenia), de que ya hice mención en los primeros capítulos de estas Memorias, y que habiendo regresado de Cádiz a fines de 1813, donde contrajo muchas relaciones de amistad con no corto número de los personajes que allí figuraron en las Cortes y en los diversos bandos políticos, era visitado por los Sres. Larrazábal, Inca-Yupangui, O'Gavan, Ramos-Arispe (americanos), Espiga, Cepero, Mozo Rosales, Arias Prada, García Coronel, Pelegrín, etc., que más adelante se convirtieron en perseguidores y víctimas unos de otros; y muy especialmente cultivaba la amistad del famoso canónigo D. Blas Ostolaza, caudillo en las Cortes ferviente y reconocido del bando apellidado servil, y después de la vuelta del Rey el más enconado perseguidor de sus compañeros en diputación; el cual, por sus virulentos escritos, sus sermones y sus denuncias en contra de los liberales, alcanzaba a la sazón el regio favor, ascendiendo a los puestos de predicador de S. M., capellán de honor, deán de la catedral de Murcia y confesor del infante don Carlos40.

  —199→  

Mi indiscreta curiosidad infantil aprovechaba la ocasión de escuchar las conversaciones de todos estos señores y de los muchos amigos y compañeros de mi padre, abogados, hombres de negocios y de mundo, entre los cuales había alguno tan allegado al favor Real, que podía conocer sobradamente las intimidades de Palacio y las intrigas cortesanas. Escuchaba también los chismes y chascarrillos que llegaban a mis oídos de boca de otras personas más subalternas, como los dependientes de mi padre, especialmente de uno (D. Jacinto Monge), que podía dar quince y falta al Donado hablador; y hasta los del barbero y el peluquero (únicos periodistas gacetilleros de aquella época), que se despachaban a su gusto al tiempo que hacían la barba o empolvaban el tupé de mi padre y del americano. Y con todos estos datos, serios unos, desenfadados otros, hacía yo mi composición de lugar, y me persuadía de que ocupaba gratis, como espectador, una luneta de primera fila.

Este interesante drama cortesano, este animado teatro   —200→   Social es, pues, amados lectores, lo que hoy me propongo trazar en mi desaliñada narración.




ArribaAbajo- II -

Empezando, como es de rigor en todo drama, por la exposición, en que se da a conocer el carácter y semblanza del protagonista -cuyo papel nadie disputaría a Fernando- y a falta de criterio propio, que por mi tierna edad no podía formar, habreme de limitar a reproducir las apreciaciones y los comentarios que de unos y otros escuchaba sobre dicho carácter, las intenciones, actos y palabras del que en distintos sentidos era objeto del interés general.

Decían, pues, algunos, e intentaban demostrar, que la base de su condición era una extremada suspicacia y recelo de todo el mundo, y que esta cualidad, dominante en él, era, hasta cierto punto, disculpable, por el recuerdo de la opresión y alejamiento de que había sido víctima en su juventud, cuando príncipe, de parte del odiado favorito y hasta de sus mismos padres; cualidad que, exacerbada después en el cautiverio de Valencey, y acariciada y desenvuelta a su regreso a España por la osada y agresiva falange de sus interesados aduladores y consejeros, que abusaron de su poca experiencia de mundo y de su escaso conocimiento de los hombres, le habían lanzado en la peligrosa senda de un absurdo despotismo, e hicieron nacer en él un espíritu de saña vengativa contra todos los que se le designaban como enemigos personales   —201→   o de la majestad de su corona. A lo cual contestaban otros en diverso sentido y apreciando los procederes del Monarca de muy distinta manera41.

Mas prescindiendo -y no es poco prescindir- de esta funesta fase de aquel reinado, y volviendo a las conversaciones y comentarios que yo escuchaba de boca de aquellos interlocutores, llegué a formar una idea de la manera que Fernando tenía de ejercer la suprema autoridad, y que si bien no se distinguía por lo conducente al buen orden y gobernación del reino, era muy propia para no verse molestado en ella, ni dominado por una influencia superior; pues que con cierta agudeza y sagacidad sabía desbaratar las intrigas y manejos de sus aduladores   —202→   y amigos, y también los de los amigos de sus enemigos; oponiéndolos unos contra otros, alzando a estos, abatiendo a aquellos y empuñando con fuerte mano, no las riendas del Estado (como impropia y figuradamente suele decirse), sino las del tiro que bajo su dirección arrastraba el carro del Estado; y enarbolando con la otra la fusta, advertía con ella al que intentaba descarriar, o le remudaba con frecuencia a la primera parada.

De este modo, y despidiendo a unos por cortos de vista (histórico), a otros por largos de manos (íd.), a aquel por inepto, a este, por demasiado entendido (íd. íd.), enviándolos unas veces a tomar aires a Ultramar, o poniéndolos otros a la sombra en los alcázares o castillos de la Coruña o de Segovia, vino a hacer tal consumo de ministros, que   —203→   pasaron de treinta en sólo los seis años de aquel período, lo cual, atendiendo al número de los ministerios, que era el de cinco, viene a traducirse en seis juegos completos, o sea en una duración de unos dos meses por término medio para cada ministro42.

No contento con esta partida de ajedrez con la plana mayor de su Gobierno, y deseando disponer de otra fuerza que le pudiera auxiliar en sus combinaciones estratégicas, había establecido una especie de contra-ministerio, que, a causa de sus reuniones, celebradas en su propia cámara, fue luego conocido con el gráfico nombre de la camarilla, expresión feliz, que hizo fortuna y aun llegó a ser acogida en la mayor parte de los diccionarios de Europa; pero temiendo que esta institución le pudiera conducir hacia el favoritismo (de que conservaba tan vivo recuerdo y que de veras odiaba), plúgole escoger para aquellas codiciadas plazas entre las más humildes condiciones sociales y hasta las más bajas categorías de su propia servidumbre: de este modo improvisó una consulta sui generis, en que figuraban desde los aventureros codiciosos y enredadores   —204→   hasta los guarda-ropas y mozos de retrete de Palacio; los Ugartes y Villares con los Grijalvas y Artiedas, Segovias y Chamorros, y sirviéndose hábilmente de la travesura y ambición de estos advenedizos, hacíales aparecer constantemente ante los desdichados ministros como el espectro de Banquo, o la sombra de Damocles con su espada y todo. -Mas cuando llegaba a coger a cualquiera de ellos en algún renuncio, o más bien en algún accipio, o se cansaba de verlos fantasear demasiado con su favor, acudía a su acostumbrado remedio casero, enviándoles a hacer penitencia a una cartuja, o, cuando menos, a un empleo subalterno de algún sitio Real. -El mismo D. Antonio Ugarte y Larrazábal (que era sin duda alguna el más discreto) no pudo excusarse de hacer una visita temporal al Alcázar segoviano (de que le sacó por carambola la revolución de 1820), si bien luego se restableció en el favor del Monarca, que no podía pasar sin él. -Pero todo esto lo hacía Fernando con el mayor donaire y socarronería, así como cosa de juega; amenizando sus mudanzas con cigarros y caramelos; tecleando con los dedos sobre la mesa, o rascándose la oreja y la frente; que eran -al decir del palaciego que antes indiqué, visita de mi casa- la señal respectiva de su bueno o mal humor.

Tenía, además, Fernando (según aquellos comentaristas que yo escuchaba), su ministro privado para su servicio personal, que no era otro que el inseparable capitán o ángel de su guardia, Duque de Alagón, el cual, como Sancho Panza, «así ensillaba el rocín como tomaba la podadera»; quiero decir, que ora disponía una aventura galante o una excursión higiénica a los baños de Sacedón, ora montaba a caballo y formaba en el gran patio del cuartel los brillantes escuadrones de Guardias de la Real persona, cuando S. M. se dignaba vestir su elegante uniforme con su gorra granadera, de pelo negro y blanco   —205→   plumero, luciendo en las mangas sus entorchados de generalísimo, y en la mano el bastón de coronel del Cuerpo, y presidir sus evoluciones o dar un espectáculo a su buena villa de Madrid en un paseo marcial. -Estos eran todos los ejercicios militares que se permitía Fernando, a quien sin duda no llamaba hacia las armas su inclinación -desdén o desvío que nunca le perdonó el ejército-. Pudiendo asegurarse que aquel Monarca, por quien tanta sangre se había derramado, no llegó por acaso a oír disparar un cañonazo. -Tampoco le dominaba, como a su padre, el ejercicio de la caza, tan propio de príncipes; y los conejos del Pardo y los ciervos y venados de Riofrío y Balsain pudieron, durante aquel reinado, entregarse a una vida verdaderamente canonical.

Todo esto y otras muchísimas cosas más escuchaba yo, aguijoneado por mi innata curiosidad y espíritu de observación y de estudio. Casualmente era en los momentos en que me hallaba embebecido, fascinado, con la lectura de Gil Blas de Santillana -libro que, con el del Ingenioso Hidalgo, ha compartido siempre mi entusiasmo y simpatía. -Y al oír todos aquellos detalles de augustos galanteos, de comediantes y damas de la corte; de intrigas palaciegas; de ministros corruptores, de favoritos corrompidos; de venalidad de los empleos y mercedes; de soborno de funcionarios; de hipócritas y serviles aduladores subalternos; de la inmoralidad, en fin, y el desbarajuste de la máquina social; -«Pues señor (exclamaba yo), todo esto es Gil Blas puro, todo esto es la Corte del Buen Retiro, reproducido al pie de la letra a dos siglos de distancia, con sus Calderonas y Catalinas; sus Lermas y Guzmanes; sus Siete Iglesias soberbios y sus Santillanas enaltecidos; sus Scipiones astutos; sus Rafaeles y Lamelas hipócritas y livianos, sin faltar tampoco sus confinamientos o sus encierros en el castillo de Peñíscola   —206→   o en el Alcázar de Segovia. Todo esto, decía yo con entusiasmo, está reclamando una pluma cervantina, y esta pluma (añadía con la arrogancia propia de un muchacho) ha de ser la mía. Yo voy a escribir un nuevo Gil Blas. -Pero detenido en mi fervor satírico por el recuerdo de las prescripciones en masa, de la sustitución de la ignorancia del talento y al saber, de las venganzas y el encono de los bandos políticos... «Esto (exclamaba yo descorazonado), esto no se cuenta de la corte de Felipe IV, ni cae dentro de la jurisdicción de mi blanda correa... Pues ya no escribo el Gil Blas»43.




ArribaAbajo- III -

El matrimonio de Fernando con Isabel de Braganza vino a modificar en algún modo la situación de la corte y hacía concebir esperanzas de alguna templanza en el sistema de gobierno. El Rey, a quien sin injusticia no podría negarse la fidelidad conyugal, de que hizo alarde con Isabel, así como después con Amalia y Cristina, cesó   —207→   de dar pábulo a la chismografía en este punto, y satisfecho y expansivo, gustaba de presentarse al público en los paseos, a pie y acompañado de la Reina, a quien dispensaba todo género de obsequios; y para hacerla más grata la residencia en Madrid, restauró y embelleció los jardines del Buen Retiro, enriqueciéndoles con multitud de adornos, que hicieron por entonces la delicia de los madrileños, que los miraban como la octava maravilla. El palacio de San Juan, la montaña artificial o rusa, como entonces se decía, con su templete encima, que aludiendo a su forma, llamaba el pueblo la escribanía; el salón oriental, las casitas rústicas, los estanques y fuentes, la nueva Casa de fieras y el embarcadero del estanque grande, sobre cuyas tranquilas aguas paseaba en preciosas falúas la familia Real; todo esto era impulsado por el deseo de Fernando de complacer a su esposa. -La villa de Madrid, comprando para esta la bella posesión del clérigo Bayo, al fin de la calle de Embajadores, dio ocasión a Fernando para transformarla en el precioso Casino de la Reina, y hasta en las cercanías del Palacio emprendió costosas obras, tales como el parque, el cocherón y otras; y a fin de transformar el inmenso solar que había resultado de los derribos de los franceses en lo que hoy es plaza de Oriente, adoptó el pensamiento de su arquitecto D. Isidro Velázquez, y emprendió la obra de una galería o columnata semi-circular, remedo de la de la plaza del Vaticano;   —208→   pero con tan mezquinas proporciones, que muy luego hubo de abandonar la idea, aunque no se procedió al derribo de la parte construida hasta la muerte de dicho arquitecto, por no darle este disgusto. -También empleó Fernando considerables sumas en la reforma y embellecimiento del canal del Manzanares y sus contornos; pero la obra más importante de aquella época, y que, formando la página más bella, o por mejor decir, excepcional, de aquel reinado, hace sumo honor a la iniciativa de la reina Isabel de Braganza, fue la habilitación del Museo del Prado y la colocación en él de las inapreciables obras de arte que se encerraban en los Reales palacios, y cuya reunión forma hoy la colección más escogida de Europa y el mejor blasón de la capital del reino.

Al propio tiempo se procuró dar impulso a algunos establecimientos públicos de beneficencia o instrucción; se crearon las escuelas primarias de los barrios; se intentaron, aunque tímidamente, algunas otras reformas, y hasta, contradiciendo a la formal prohibición de publicar toda clase de periódicos, excepto la Gaceta y el Diario de Madrid, que imponía el Real Decreto de 25 de Abril de 1815, permitiose la publicación de dos, puramente literarios, semanal el uno, con el título de La Minerva, y alterno el otro, con el de Crónica Científica y Literaria, dirigido este por D. José Joaquín de Mora, y aquel por D. Pedro María Olive; cuyas dos publicaciones, en medio de su insípida redacción, formaban mis delicias y las de todos mis compañeros de edad.

El teatro también sufrió alguna reforma, tanto en el decoro y propiedad de la parte escénica, como en la elección de las piezas, en cuanto lo permitía la absurda prohibición que pesaba sobre las más señaladas del repertorio, desde La Vida es sueño, de Calderón, hasta El Sí de las niñas, de Moratín. -Ya no eran sólo las comedias de   —209→   magia o los estrambóticos dramas de Comella los que llamaban al público al teatro; y aunque a vueltas de algunos dramas traducidos, de grande espectáculo, tales como La Cabeza de bronce; Washington, o los prisioneros; El Perro de Montargis, y La Urraca ladrona, alternábase con muchas de nuestro antiguo teatro, de Lope, Tirso y Moreto, y se cantaban óperas desde El Barbero de Sevilla, de Paissiello, hasta la Alina, Reina de Golconda, y La Cenicienta, de Nicolo de Malta; desde El Matrimonio secreto, de Cimarosa, a La Italiana en Argel y El Turco en Italia, de Rossini.

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D. LEANDRO FERNÁNDEZ DE MORATÍN

En cuanto al decorado y vestido de la escena, también se había adelantado bastante, y ya no solía verse, como en años anteriores, al que representaba a Caín vestido con tonelete griego y plumas en la cabeza, a guisa de araucano; como ni tampoco a Aristóteles con casaca y peluca de bucles en la comedia El Maestro de Alejandro.

A esta trasformación, a este progreso de nuestra escena, había presidido la superior inteligencia de un coloso del arte, el insigne actor ISIDORO MÁIQUEZ, que rayaba por entonces en el cénit de su gloria. -Este genio inmortal, este actor incomparable, había importado en nuestra escena la tragedia clásica, y en las sublimes creaciones de Racine, de Shakespeare, de Alfieri, de Quintana y de Ayala, se había colocado a una altura tal, que nadie hasta ahora le ha llegado a disputar, y excitaba en sumo grado el entusiasmo, o más bien el delirio del público, aunque atrayéndose también la envidia o los celos de un Gobierno suspicaz y meticuloso por extremo. -Cada vez que Máiquez se presentaba en el papel de Bruto, en la tragedia de Alfieri, en el de Pelayo, en la de Quintana, o en el de Megara, en La Numancia, se reforzaba el piquete de guardia del teatro, doblaba el Alcalde de corte, presidente, su ronda de alguaciles; y cuando Máiquez prorrumpía, con   —210→   aquel acento fascinador, con aquel fuego que le inspiraba su inmenso talento y sus facultades artísticas, en aquellos famosos versos:


   «Y escrito está en el libro del destino
Que es libre la nación que quiere serlo»;
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
   «A fundar otra España y otra patria
Más grande, más feliz que la primera»;
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
   «A impulsos, o del hambre o de la espada,
¡Libres nacimos! ¡Libres moriremos!»;



el público, electrizado, se levantaba en masa a aplaudir y victorear; los soldados de la guardia tomaban las armas, y el Alcalde presidente destacaba sus alguaciles a decir al actor que mitigase su ardimiento o suprimiese aquellos versos, a lo cual él se negaba con altivez. -En las tragedias de Atalía, Óscar, Orestes, Otelo, Polinice, y otras, excitaba otro género de interés, luciendo en todas su sin igual talento, su expresión sublime, su figura teatral, su traje escultural y clásico.

Y esta reunión de circunstancias, que rarísima vez se reúnen en una persona, seducían, avasallaban de tal modo a un público apasionado, que no recuerdo haberlo visto igual en nuestro teatro, ni en los extranjeros. Ni eran tan sólo las grandes creaciones de la Musa trágica las que ofrecían a Máiquez sus más preciados laureles; la festiva Talía, en su diversa expresión, le brindaba también con su favor; y aquel portentoso talento, de quien decía Solís, al final de la magnífica dedicatoria con que le acompañó su traducción de Orestes:


    «Todo en ti es fácil, natural, sublime,
Y el alma en ti de los pasados héroes
Aún la sentimos respirar»;
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
—211→
   «A ti, que ilustra
El español teatro, y radioso
Brillas en él cual brilla entre los astros
Solo y único el Sol, padre del día,
En la desierta inmensidad del cielo»;



y el ilustre Moratín, en aquel admirable soneto que le consagró a su muerte:


. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
   «Inimitable actor, que mereciste
Entre los tuyos la primera palma,
Y amigo, alumno y émulo de Talma,
La admiración del mundo dividiste»...



sabía también, en las delicadas creaciones dramáticas antiguas, expresar, con asombrosa flexibilidad, las persona y caracteres más opuestos. García del Castañar, El Rico home de Alcalá, El Pastelero de Madrigal, Cuantas veo tantas quiero, El Astrólogo fingido, etc.; y hasta en la comedia moderna, tan diversa en su mecanismo y aplica ción, se ostentaba el grande Isidoro a una altura superior. El Vano humillado, Castillos en el aire, El Celoso confundido, El Distraído, El Calavera, y otras de carácter y de costumbres, formaron a Máiquez un repertorio tan propio, que el mismo Romea me decía «que no se atrevía a tocarle».

En el año de 1818, y a causa de un esfuerzo tan continuado, adoleció Máiquez de una terrible enfermedad, que le puso a las puertas de la muerte, y el público de Madrid, consternado, acudía ansioso a su casa, a informarse de su salud, demostrando el vivísimo interés que le inspiraba el grande actor; y cuando, restablecido milagrosamente, tornó a pisar la escena, presentándose en la tragedia   —212→   Nino II, con estos versos que coincidían casualmente con su situación:


    «Sí, guerreros, el cielo me ha salvado;
Nuevo don es el aire que respiro,
De su inmensa bondad».



el entusiasmo, los vivas y el frenesí del público no conocieron límites, arrojando al proscenio por primera vez coronas, palomas y versos; demostración que excitó la suspicacia del Gobierno y de la autoridad. -Era a la sazón corregidor de Madrid D. José Manuel de Arjona, persona de cuenta en aquella época, con sus puntas de literato; y no pudiendo ni resistir ni contemplar impasible aquella continua ovación del soberbio actor -cuyo orgullo era igual a su talento- y pretendiendo dominarle, le propuso, o intimó, en su calidad de juez protector de los teatros del reino, la orden de poner en escena una insípida comedia titulada Los tres iguales, escrita por su amigo el célebre D. Javier de Burgos; y habiéndose negado rotundamente Máiquez a tal exigencia, el corregidor Arjona, achacándolo a desacato, le comunicó la orden de destierro a Ciudad-Real, en los términos que eran usuales en aquella época, es decir, poniéndole un carruaje a la puerta y obligándole a subir en él. En vano el pueblo -que llenaba la calle de Santa Catalina, en que Máiquez tenía su habitación- prorrumpió en exclamaciones de indignación; la tropa dispersó los grupos y acalló estas voces; y el grande, el inmortal Máiquez fue arrancado de su trono y lanzado a Ciudad-Real, y después a Granada, donde, no pudiendo hacerse superior a tamaña injusticia, contrajo una enfermedad, que primero lo hizo perder la razón y después la vida. -Perdóneme, el lector si ante la sombra   —213→   de aquella figura colosal del arte me he distraído o apartado algún tanto del curso de mi narración.

Volviendo, pues, a ella, diré que la simpatía y el interés inspirado por Isabel de Braganza creció notablemente cuando se hizo saber al público su embarazo, y llegó a su colmo cuando, en Agosto de 1817, dio a luz una niña, a quien se puso también por nombre Isabel. Entre las diversas manifestaciones del regocijo público, y de las rogativas y festejos de las autoridades, merece especial mención una harto extraña, ocasionada por la adulación e hipocresía del imbécil ministro de zarzuela Lozano de Torres, que dio mucho que reír a la corte y al mismo Rey; y fue el caso, que anunciado el próximo alumbramiento de la Reina, y declarado ya fuera de cuenta el tiempo de su embarazo, el ya dicho Ministro, por congraciarse sin duda con su soberano (que soberanamente solía burlarse de él), tuvo la idea de exponer de manifiesto al Santísimo Sacramento en la iglesia de San Isidro, permanente día y noche hasta el momento del parto de la Reina, acudiendo él mismo en persona a hacer la vela todas las noches con los más ridículos extremos, que excitaban la hilaridad de la gente moza y maleante que le contemplaba; pero aconteció que el cálculo de los facultativos hubo de resultar equivocado, dilatándose el parto treinta y tantos días, con que la hipócrita rogativa salió un poco cara al Ministro adulador, que sin duda dijo para sí, como el de Los Diamantes de la Corona:


   «Con otro golpe como este,
Me eternizo en el poder».



Pero no le valió su cálculo, porque a poco tiempo hubo de tomar el camino hacia San Antón de la Coruña, bien   —214→   que halló el medio de no llegar a él, quedándose confinado en Astorga.

La Infanta recién nacida falleció a los pocos meses; mas el sentimiento que esto causó se vio prontamente mitigado con la noticia del nuevo embarazo de S. M., del que todos, y Fernando el primero, deseaban y se prometían ver nacer un príncipe de Asturias; pero...

La noche del 26 de Diciembre de 1818 hallábame con mi familia en una casa de la calle de Barrio Nuevo, donde se celebraba la Pascua de Navidad con comedia casera y baile, cuando a la media noche, y en lo más animado de la fiesta, vimos aparecer al Alcalde de Casa y Corte, con su casaca, bastón y sombrero en facha, seguido de la ronda, con su correspondiente linterna, y cuadrándose aquel en medio de la sala, pronunció estas palabras: -«Señores, es preciso que inmediatamente cese esta reunión. La Reina nuestra señora (y se quitó reverentemente el sombrero) acaba de espirar al dar a luz una infanta, que ha resultado muerta también».

El sentimiento que produjo este infausto suceso fue verdaderamente general, pues hasta los más adversarios de Fernando y su Gobierno se prometían algún alivio desde el momento en que viese asegurada la sucesión al trono. Las musas verdaderas acudieron a lamentar esta desdicha, y entre otras se alzó la voz enérgica de don Juan Nicasio Gallego, en una inspirada elegía, digna de su sonora lira; pero tal era la intolerancia, o más bien la insensatez, dominante en aquel tiempo, que no permitió la impresión de estos tercetos, en que, dirigiéndose el poeta a la difunta Reina, la decía:


   «De ti esperaba el fin de los prolijos
Acerbos males que discordia impura
Sembró con larga mano entre tus hijos.
   »No pocos hay; no pocos en oscura
—215→
Mansión, al deudo y amistad cerrada,
Redoblan hoy su llanto y amargura.
   »Otros, ausentes de la patria amada,
   El agua beben de extranjeros ríos,
   Mil veces con sus lágrimas mezclada»;



cuyos versos los tengo escritos de la mano del mismo señor Gallego en mi ejemplar impreso.

Fernando no por eso se descorazonó; antes bien, perseguido por su idea dominante de asegurar su sucesión directa, entabló su matrimonio con María Josefa Amalia, princesa de Sajonia, joven de 16 años, de gran belleza y angelical carácter, que desde el retiro del convento en que se había educado, vino en Octubre de 1819 a compartir, más bien que el brillo, los peligros y sinsabores de un trono amenazado, y a recorrer el amargo calvario que preparaba la historia a un monarca que, más o menos inconsciente, había conseguido trocar el frenético entusiasmo con que fue aclamado a su advenimiento al trono, en el más absoluto desvío, cuando no en enemiga voluntad.

Porque es lo cierto que todas las clases de la sociedad, o se veían igualmente desdeñadas, o eran víctimas del encono de un Gobierno ignorante y opresor. La aristocracia nobiliaria, por ejemplo, reducida a la nulidad política, estaba limitada a figurar sólo en la servidumbre palaciana; el ejército, hambriento y desnudo, y resentido naturalmente44; la marina, absolutamente reducida a las faldas   —216→   de Aranjuez o del estanque del Retiro -a pesar de los barcos comprados a Rusia, y que luego resultaron podridos-; la ilustración y la ciencia, proscritas y mudas; la propiedad, la industria, el comercio y las artes, no amparadas de modo alguno; y hasta el mismo clero, tan mimado y complacido en un principio, receloso ya con más o menos motivo, y dirigiendo sus miradas a otro astro diferente, colacaban a Fernando en un vacío absoluto, amenazándole con la próxima expiación de sus errores.

La juventud, por otro lado, que iba a entrar en el ejercicio de sus facultades intelectuales, aparecía animada de un espíritu levantisco y fatal: seguía por fórmula sus estudios de lógica y filosofía, por Jaequier y Baldinoti, con los jesuitas de San Isidro (que sin duda alguna habían logrado merecer su respeto y simpatía) o con los dominicos de Santo Tomás; estudiaba las Matemáticas y las Bellas Artes en la Academia de San Fernando, y... pare usted de contar. -Pero, a vueltas de este estudio oficial, entregábase codiciosamente a otros más acentuados, en la lectura de obras de historia, de ciencia y de literatura, por desgracia no siempre bien escogidas; amamantaba su mente con los más delirantes ensueños, y en odio a lo existente, adoraba, perseguía un porvenir desconocido, una sombra fantástica de una libertad sin límites, extravío de su febril imaginación45.

  —217→  

Aquella atmósfera, pues, estaba impregnada de un espíritu revolucionario; todos, y especialmente la juventud, aspirábamos aquellos vientos, y veíamos venir aquella borrasca con entusiasmo, hijos del más sincero patriotismo, y sin asomo de interés egoísta -¡y quién sospecha ambición en corazones de quince años!-. La catástrofe, pues, era inevitable y fatal; acercábase el año de 1820, tan memorable   —218→   en los fastos de la historia patria; la tempestad rugía ya sobre nuestras cabezas, y no tardó en estallar... ¡Cuántas ilusiones desvanecidas, cuántos desengaños esperaban a aquellos sinceros y entusiastas jóvenes! y ellos mismos, convertidos más tarde en hombres de acción, ¡cuántas esperanzas lisonjeras habían de defraudar!





  —219→  

ArribaAbajoCapítulo XII

1820



ArribaAbajo- I -

El día 4 de Enero de 1820, hallándose mi padre en casa del Marqués de Castelar, adonde le llamaban los negocios forenses como su apoderado general, viose acometido de un ataque de apoplejía fulminante; y trasladado a casa sin recobrar el conocimiento, falleció a las veinticuatro horas, el siguiente día 5. -No me detendré a expresar el sentimiento, la perturbación que tan terrible como inesperada desgracia produjo en mi buena madre, mi hermana -únicos a que había quedado reducida la familia- y particularmente en mi, que a los diez y seis años de edad me veía lanzado tan repentina como imprevistamente en el mundo social, teniendo que hacer frente a los infinitos cuidados y responsabilidad de una casa importante en negocios y relaciones. Sólo diré que en aquel momento solemne, y con favor de Dios y de mi excelente   —220→   madre, pareciome que por un impulso sobrenatural había vivido diez años más, determinándome a emprender y llevar adelante la inmensa y comprometida misión que de repente gravitaba sobre mis débiles hombros. -Todo esto, que a mí solo interesa, hubiéralo omitido, a no ser porque en esta reseña de mis reminiscencias personales, que me propuse hacer en la presente obra, enlazándola con los acontecimientos públicos, no creo inoportuno hacer mención de la notable coincidencia que ofrecía mi entrada en la vida con la inauguración de una época nueva en la marcha histórica de nuestra sociedad.

Con efecto, y en medio de la turbación y desconsuelo de la familia en tan solemnes momentos; al través de los ímprobos cuidados que me imponía mi nuevo deber, y de las exhortaciones y consejos que me prodigaban los numerosos amigos de mi difunto padre, no dejé de observar en ellos y sus hijos, mis camaradas, cierta preocupación extraña, ciertos apartes misteriosos, se referían a algún objeto exterior e importantísimo que a todos ocupaba: observaba ademanes y, conversaciones agitadas y en diversos sentidos; veía leer sigilosamente cartas e impresos; decirse al oído misteriosas confianzas, y referirse, en fin, todos a algún suceso extraordinario, que apenas podía yo llegar a sospechar.

Y era, pues, que aquel mismo día 5 había llegado a Madrid la noticia de haberse sublevado el día 1.º el ejército que en la Isla de León y sus contornos se hallaba reunido para marchar a Ultramar, y aclamado nada menos que la Constitución de 1812. -Esta noticia tan importante y trascendental traía, pues, revueltos los ánimos y preocupaba en distintos sentidos todos los pensamientos, calificándola unos de una nueva calaverada, que quedaría muy pronto ahogada en sangre, como las anteriores, promovidas por Mina en Navarra, Porlier en Galicia, Vidal   —221→   en Valencia, Lacy en Cataluña, y otras varias sucedidas en años anteriores; al paso que otros disimulaban mal su alegría, porque, atendidas las proporciones del alzamiento actual, prometía feliz suceso.

De aquí las agitadas reuniones, los comentarios a que todos se entregaban, apoyados en cartas y documentos contradictorios que diariamente iban recibiendo. Los jóvenes, mis amigos, en general disentían de las apreciaciones de sus padres, y si estos pronosticaban el cercano fin de la insurrección y se holgaban con noticias de derrotas de los sublevados, de disposiciones enérgicas del Gobierno para apagar el incendio, de triunfos señalados de la parte leal del ejército y otras demostraciones de satisfacción, aquellos (los jóvenes) abultaban las noticias que de público corrían, citaban nombres y regimientos insurreccionados, plazas tomadas, triunfos y sucesos engrandecidos por su deseo; y no hay que decir que yo, como muchacho, me adhería con toda mi alma a este modo de ver las cosas y leía con fruición los papeles que ellos traían entre manos; entre otros que recuerdo, la famosa representación de los alzados, que empezaba: «Señor: El ejército español, cuya sangre y sacrificios han colocado a V. M. en el trono de sus antepasados», etc., y algunas composiciones poéticas por este estilo:


    «De la gloria, guerreros ilustres,
Al santuario atrevidos marchad,
Y la patria ornará agradecida  475
Vuestras sienes de lauro inmortal».
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    «Guadalete, que oyó en sus orillas
El estruendo del triunfo sonar,
Acogió los cantares de gloria,
Y llevolos de Alcides al mar», etc.  480



En estas alternativas o contradicción de esperanzas y   —222→   temores transcurrió todo Enero, todo Febrero, y unas veces se daba por sublevada toda Andalucía, Galicia y Aragón, y otras por presos los jefes de la rebelión y derrotadas sus tropas. Y a todo esto el Gobierno no había hablado una sola palabra; y la Gaceta de Madrid, su órgano único, callaba tenazmente sobre todo lo que tuviera relación con tan formidable acontecimiento.

Por fin, el día 4 de Marzo rompió el silencio la Sibila oficial, y en un Real decreto, precedido de largo y pedantesco preámbulo, que, como todos los anteriores de Fernando, empezaba con esta fórmula: «Desde que la Divina Providencia me restituyó al trono de las España», y concluía con «ordenar una nueva organización del Consejo de Estado, y que este y los tribunales supremos le consultasen lo que creyeren conveniente para el buen gobierno de la monarquía». -Pero esta disposición tímida, incompleta y evidentemente motivada por lo apremiante de las circunstancias, no bastaba de modo alguno a contenerlas, tanto más, cuanto que al mismo tiempo iban llegando noticias de que, no sólo las ciudades de Andalucía, sino también las de Galicia, Asturias, Aragón y Cataluña estaban realmente unidas al movimiento del ejército de la Isla; y por último, que el general Conde de La Bisbal, a quien el Rey había enviado con algunas tropas a fin de combatir la insurrección, se había también pronunciado en Ocaña en el mismo sentido. -A este punto ya poco o nada quedaba que hacer: todavía, sin embargo, por Gaceta extraordinaria de 6 del mismo se hizo pública una Real orden, comunicada al Consejo de Castilla y firmada por el ministro de Gracia y Justicia, Marqués de Mataflorida46,   —223→   en que se decía que «convencido S. M. de lo conveniente que era la inmediata celebración de Cortes, acordaba que el Consejo dictase las providencias al efecto». Pero también esta resolución -que el 4 de Mayo de 1814 se ofreciera, y entonces hubiera sido suficiente- no lo era ya de modo alguno; y tanto, que llamado apresuradamente por Fernando el general Ballesteros para que le dijese con franqueza lo que podía hacerse, este manifestó al Rey que, habiendo ya las cosas llegado al último extremo, no había más que hacer sino jurar la CONSTITUCIÓN de 1812. Así se acordó por la Real orden siguiente, publicada también por Gaceta extraordinaria a primera hora del día 7:

«Para evitar las dilaciones que pudieran tener lugar por las dudas que al Consejo ocurrieren en la ejecución de mi Decreto de ayer para la inmediata convocación de Cortes, y siendo la voluntad general del pueblo, me he decidido a jurar la Constitución promulgada por las Cortes generales y extraordinarias en el año 1812».



No bien esta importantísima resolución se difundió con la velocidad del rayo por todo Madrid, lanzáronse a la calle con un alborozo, una satisfacción indescriptible, todas las personas que representaban la parte más culta y acomodada de la población: grandes y títulos de Castilla, oficiales generales y subalternos, opulentos propietarios,   —224→   banqueros y todo el comercio en general, abogados, médicos, y hombres de ilustración y de ciencia; todas las clases, en fin, superiores y medias, del vecindario confundíanse en armoniosos grupos, abrazándose y dándose mil parabienes, y sin lanzar gritos ni mucho menos denuestos contra lo pasado, confundíanse en un inmenso y profundo sentimiento de patriótica satisfacción. -Aquello no era una asonada como en Marzo de 1808, no era un motín como el de Mayo de 1814, no era tampoco un pronunciamiento como otros que le sucedieron: era una espontánea satisfacción y holgura, más semejante a la simpática y expansiva de los educandos de un colegio en día de asueto, o la que expresó el pueblo de Madrid el 7 de Febrero de 1860 al saber la victoria de Tetuán; y si las clases más humildes de la población, los menestrales y artesanos, brillaban ahora por su ausencia -porque aún no habían comprendido la importancia de tamaño acontecimiento-, también por otro lado veíase libre de la sensata y patriótica manifestación, de las turbas aviesas y desbordadas, que tampoco habían acudido, porque nadie las había llamado a ganar un jornal o echar un trago, y en realidad, porque ninguna falta hacían. ¡Ojalá que en adelante se hubiese prescindido de ellas! ¡Ojalá que nunca hubiesen empañado con su hálito ponzoñoso el puro ambiente de sincero y leal contento que respiraban aquellos inofensivos patriotas y cándidos revolucionarios!

Movidos por un sentimiento unánime de esperanza y de gratitud, y sin volver la vista a lo pasado, lanzáronse ante todo a las avenidas del Real Palacio, aclamando vigorosamente al Monarca, a quien expresaban de mil maneras sus sentimientos de gratitud y lealtad; ni un solo grito, ni un solo gesto discordante empañaron por un momento aquella escena, y cuando Fernando se presentó en el balcón, y aun les dirigió algunas palabras aconsejándoles   —225→   que se retirasen, todos obedecieron, respondiendo con atronadores vivas al Rey y a la Constitución.

Entre tanto, los más influyentes en el inmenso concurso dirigiéronse a la casa de la Villa, comprendiendo bien que el primer paso que había que dar era reponer el Ayuntamiento Constitucional de 1814, o elegir otro nuevo por el primitivo medio de aclamación popular, y fueron seguidos por la multitud, exclamando todos: ¡Al Ayuntamiento! ¡Al Ayuntamiento! -Henchidos los salones consistoriales hasta rebosar, y completamente llenas también las escaleras, el portal y la plaza por los que no lograron penetrar en aquellos, los allí reunidos, grandes de España, títulos de Castilla, propietarios, comerciantes, abogados y literatos, procedieron a improvisar la lista de los nuevos concejales, que consultada luego desde el balcón con la inmensa multitud que llenaba la plaza, era convertida de este modo en la nueva municipalidad. -Mas en medio de la efusión y algazara de tan singular espectáculo, trasunto del antiguo foro romano o ateniense, no debo ocultar que a veces tomaba algún tinte poco serio. -Por ejemplo: aparecía en el balcón el poeta Gorostiza47 con un papel en la mano y reclamando el silencio, decía: -«Ciudadanos,   —226→   ¿quieren ustedes para alcalde primero constitucional al Sr. Marqués de las Hormazas? -«¡Sí, sí! ¡viva!», decía con entusiasmo el pueblo. -Pero en esto una voz salida de uno de los grupos dice: -«¡No, que es tío de Elio!» -y el pueblo en el instante, recobrado de su primer movimiento, dice: «¡Abajo, fuera las Hormazas! ¡Otro, otro!». -Continúa Gorostiza: «¿Quieren ustedes entonces por Alcalde primero al Sr. D. Pedro Sáinz de Baranda? -¡Muy bien! ¡viva, viva el Alcalde de 1808, el defensor de Madrid! -¿Quieren ustedes por Alcalde segundo al Sr. D... ? ¡Bravo! ¡bien! ¡bien!, grita la multitud; y Gorostiza, abriéndose de brazos, exclama: «Pero, señores, si no lo he dicho todavía». (Risa general y palmoteo.) -«Vaya, pues, iba diciendo: ¿quieren ustedes al Sr. D. Rodrigo de Aranda para segundo alcalde?». -¡Bien, bien! ¡viva Aranda! ¡viva Baranda!». -Y así continuó esta singular elección, siendo de observar que de este modo tan sencillo y primitivo se improvisó uno de los mejores Ayuntamientos que ha tenido Madrid.

Otros grupos numerosos, más intencionados, compuestos especialmente de la gente joven, dirigiéronse a la casa de la Inquisición, en la calle entonces de su nombre, y ahora de Isabel la Católica (y es la que está señalada con el número 4 nuevo) con el objeto de penetrar en sus prisiones y dar libertad a los encerrados en ellas. -Invadieron, pues, el portal y escaleras, subieron hasta los pisos altos y penetraron con hachones en los subterráneos, ganosos de devorar con la vista el horroroso espectáculo que suponían, de los infelices presos, los tormentos y cadenas; pero (hablando en puridad) nada de esto encontraron, y cuando salían, medio asfixiados con el humo de los hachones, de aquellos lúgubres subterráneos (que se prolongaban hasta la bajada de Santo Domingo), interrogados por los que quedaban afuera, sobre cuáles y cuántos   —227→   tormentos y víctimas habían hallado, sólo respondían, acaso por no darse por burlados, con estas o semejantes palabras: Indicios de horrores;- y era que en algún rincón habían tropezado con unos clavos, que más parecían haber servido para colgar jamones que para atormentar a los reos; en otros, unos agujeros hondos ocupados por sendas cajas de botellas, que podrían también haberse habilitado, según ellos, para sepulturas; y no faltó alguno que salió muy enternecido con un zapato de una mujer en la mano, que luego resultó reconocer por suyo la hija del portero, que le había perdido en aquella oscuridad, que ella llamaba la bodega; y en ninguna parte, en fin, habían encontrado alma viviente ni cuerpo moribundo. Me equivoco: en el piso principal, en una salita con reja al patio (de la que aún se conservan señales), hallaron al presbítero D. Luis Ducós, emigrado francés desde fines del siglo anterior, y rector del hospitalito de San Luis, en la calle de las Tres Cruces: este sacerdote era el más furibundo realista y místico exagerado, como lo prueban bien los libros que había publicado con los títulos de El Cementerio de la Magdalena, El Judío Errante, La Nueva Antígona, etc., todos dedicados a la Princesa, hija de Luis XVI; es decir, el hombre que parecía menos propio para hallarse en aquel sitio. -Esto prueba que la Inquisición por entonces había descuidado el Santo Oficio, y que los señores inquisidores sólo pensaban en darse regalada vida y cobrar sus crecidas asignaciones. -Otros grupos más atrevidos se dirigieron a la casa del Consejo de la Suprema (calle de Torija), y aun allí diz que hubieron a las manos varios papeles y procesos, entre los cuales adquirió bufa celebridad uno que por entonces se susurró haberse encontrado, en cuya cubierta se leía: «Causa formada a la R. madre Sor... por volar y otros excesos»; pero yo recuerdo muy bien haber oído algún tiempo después esta anécdota de boca   —228→   del difunto Duque de Veragua y con referencia a la Inquisición de Valladolid.

Durante todo el siguiente día 8, como la impaciencia del pueblo por que el Rey jurase inmediatamente la Constitución era grande, se publicó el nombramiento de una Junta provisional consultiva de Gobierno, compuesta del Cardenal Arzobispo de Toledo, presidente; el general Ballesteros, el obispo de Mechoacán, Abad y Queipo, y los señores Lardizábal, Valdemoros, Tarrius, Crespo de Tejada, Conde de Taboada, Pezuela (don Ignacio) y don Vicente Sancho; se arregló provisionalmente también un Ministerio mientras que se elegía el definitivo; y se nombró jefe político de Madrid al Sr. de Rubianes, grande de España, y a D. Gaspar Vigodet, capitán general de Castilla la Nueva. -Señalose, en fin, el siguiente día 9 para el acto solemne del juramento del Rey a la Constitución, que tuvo efecto a las seis de la tarde de aquel día en el salón de Embajadores del Real Palacio, jurando el Rey en manos del Cardenal Arzobispo de Toledo, presidente de la Junta Consultiva, y en presencia de esta, del Ayuntamiento y demás autoridades.

Durante la ceremonia una inmensa concurrencia henchía materialmente la plaza del Mediodía o del Reloj, y aclamaba con entusiasmo al Rey constitucional; las tropas de la guardia formaban en la misma plaza, y las músicas y bandas de tambores ejecutaban la Marcha Real. Un momento de silencio sucedió a un ¡viva! prolongado, cuando, abierto el balcón principal, apareció en él Fernando VII con su esposa y toda la Real familia, rodeados de todos los personajes arriba citados; el Rey, con las muestras más expresivas de satisfacción y haciendo señal con la mano para hacerse oír, dijo: -«Ya estáis satisfechos; acabo de jurar la Constitución y sabré cumplirla». -¡Viva el Rey! ¡Viva la Constitución!- fue la unánime   —229→   contestación del público a estas palabras, y entre el clamoreo general, sobresalían diferentes voces, diciendo alternativamente: -Señor, ¡que haya iluminación y repique de campanas! -¡Que se publique la Constitución! -¡Que se ponga en libertad a los presos políticos! -¡Que se cante el Te Deum!- ¡Que se suprima la Inquisición! «-Bien, bien está, añadió el Rey; todo eso se hará inmediatamente; ahora retiraos a vuestras casas y procurad conservar el orden».

No hubo una sola voz malsonante que empañase aquel entusiasmo patriótico; solamente un indiscreto tuvo la infeliz ocurrencia de alzar en sus brazos a un niño de corta edad diciendo: -¡Ciudadanos! este es el hijo del general Lacy, víctima del despotismo. -Pero al instante se vio obligado a callar, aplaudiendo, empero, y acariciando todos al niño, a quien condujeron en un carruaje a casa de su madre, la viuda del General -que era la de las Siete Chimeneas- delante de cuyos balcones, que dan a la plaza del Rey, y siendo entrada ya la noche, se improvisó una serenata. -Por último, el día 10 se hizo público, también por Gaceta extraordinaria, el célebre Manifiesto de Fernando, en que decía: «Habiéndome hecho entender los deseos del pueblo y del ejército, he oído sus votos, y cual tierno padre he condescendido a lo que mis hijos reputan conducente a su felicidad... He jurado esa Constitución por la cual suspirabais, y seré siempre su más firme apoyo... Ya he tomado las medidas oportunas para la pronta convocación de las Cortes... Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional, etc.»; con cuya terminante declaración, que por entonces nadie quiso poner en duda, llegó a su colmo el entusiasmo general, con la expansión propia de un pueblo nuevo en los azares de la política, que le permitían entregarse confiadamente   —230→   a los ensueños halagüeños de la fantasía y a los impulsos generosos del corazón. Y era que entonces se sabía mucho menos; pero se sentía mucho más.




ArribaAbajo- II -

El primer uso que naturalmente hubieron de hacer los ciudadanos de su reciente libertad era el de reunirse para expresar su contento, comunicarse y robustecer sus ideas y sus esperanzas, y disponerse a defenderlas si por acaso las viesen atacadas o contradichas. La circunstancia de hallarse a la sazón cerrados los teatros, como era entonces costumbre durante la Cuaresma, hizo que la inmensa multitud que por su clase y costumbres no podía continuar su ruidosa manifestación por las calles públicas, acudiese desde aquella noche a los cafés y establecimientos públicos, donde pudiesen comunicarse sus afectos y pensar en alta voz, de cuya facultad se habían visto privados durante seis años. -El llamado de Lorencini, que era el más decente de los pocos que a la sazón había en Madrid, situado en la Puerta del Sol, frente a la fuente y en la casa que hoy lleva el núm. 2, inmediata a la capilla de la Soledad del convento de la Victoria (después derribada, y en cuyo solar se rompió la calle nueva de Espoz y Mina), fue el preferido por lo más acentuado de la concurrencia; y aunque dicho café era relativamente pequeño, consistiendo en un saloncito y galería, en cuyo extremo se abría un patinillo cubierto de   —231→   cristales y bastante bien decorado, con lindos frescos pintados por Rivelles; y aunque su pequeña entrada por el portal no era tampoco la más a propósito para tan gran concurso, ello fue que se colmó por instantáneamente por aquellos entusiastas ciudadanos, hasta el punto de no poderse mover. -A los diálogos animados de los grupos sucedieron las arengas y discursos individuales, subiéndose unos atropelladamente sobre las sillas y las mesas, consiguiendo apenas hacerse oír, leyendo otros cartas y papeles de las provincias levantadas, recitando algunos versos y canciones patrióticas, y enderezando todos vehementes apóstrofes contra el despotismo y en pro de la libertad; todo con el más amable desorden y alborozo universal, sin más excepción que el sobresalto que se dibujaba en la cara del propietario, D. Carlos Lorencini, que veía convertidas sus mesas y mostradores en púlpitos y tribunas, y a sus mozos y camareros convertidos en estatuas decorativas, mudos, inertes y en correcta formación. -Por supuesto que unos a otros oradores se embarazaban y oscurecían por completo, y nadie podía hacerse entender de los demás en aquel unísono desconcierto, hasta que el poeta Gorostiza (que tan animado papel desempeñó en aquellos días) consiguió al fin hacerse escuchar, y en una sentida y vehemente declamación hízose intérprete fiel del público entusiasmo obteniendo una ovación hiperbólica y aun el título ad honorem de presidente, regulador o maestro al cémballo de aquella agrupación, que, de modesta y prosaica de concurrentes a un café, pasó a tomar el título y rango de Sociedad patriótica de los amigos de la libertad, y que, andando los días (o las noches), no sólo llegó a influir, y mucho, en descarriar la pública opinión, sino que hubo de llamar la atención del Gobierno con ciertas excentricidades y desvaríos, que acabaron a mano airada con su alegre celebridad.

  —232→  

Otras reuniones análogas se improvisaron en aquellos días, y como menos borrascosas que la de Lorencini, tuvieron la fortuna de sobrevivirla, sin contratiempo. Era una la que funcionaba en el café de San Sebastián, calle de Atocha y plaza del Ángel, formada por lo general de gente de más modesta condición, y por consiguiente, de menos valía y empuje; era más bien una reunión de buenas gentes, que se entregaban sin pretensión alguna a sus desahogos políticos y a sus libaciones báquicas, alternando las peroratas tribunicias con grotescas manifestaciones de una barbarie de buena fe. -Cierta noche, por ejemplo, y después de una pindárica arenga de un tribuno incipiente en elogio de la libertad y de la soberanía del pueblo, subió sobre una mesa un honrado tablajero -que tenía su puesto en la vecina plaza de Antón Martín- diciendo: «Señores, pido la palabra (cuando él ya se la había tomado): todo lo que acaba de icir el señor propinante es muy santo y muy güeno, pero yo voy a hablar ahora del despotismo ambulante (textual)»; y sin hacer el menor caso de la risa general que su exordio había excitado, siguió contando como que los alguaciles del repeso le molestaban continuamente con el registro de sus mercancías o el contraste de sus pesas, concluyendo por decir candorosamente: -«Si no se quitan los alguaciles, ¿para qué me sirve la libertad?» (Aplausos.)

Y aquí vemos ya despuntar el contraste del idealismo del Ingenioso Hidalgo con la impura realidad del egoísta Sancho, cuando a los elevados apóstrofes del andante caballero replicaba con aquella sencilla pregunta: -«Pero, señor, ¿cuándo viene mi ínsula?»- o bien la del galleguito del cuento, que caminaba a pie y descalzo, hasta que un pasajero compadecido le invitó a subir a las ancas de su mula, a lo cual contestó el muchacho: -«Está bien, mi amo; y ¿cuánto voy ganando?».

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Otra reunión tenía efecto en la fonda-café de la Gran Cruz de Malta, calle del Caballero de Gracia, junto al oratorio; pero esta conservó más bien su primitivo carácter de café cantante, sólo que en medio de los dúos y cavatinas de sus programas se improvisaban lecturas de versos patrióticos, se enderezaban arengas tribunicias, harto subidas de color, y entre los raptos y los brindis, votos y juramentos a toda orquesta de la animada concurrencia, concluía el todo con entonar el Himno de Riego48.

Otra Sociedad patriótica, en fin, más seria e importante, sucedió a la suspensa de Lorencini; pero esta no fue ya atropelladamente y con indiscreta mezcla de toda clase de personas. Componíanla, pues, bajo el título de Los Amigos del orden, hasta un centenar de sujetos de representación y muy conocidos por su ilustración y sus   —234→   opiniones generalmente templadas; y esta Sociedad escogió para sus reuniones el salón bajo de la fonda titulada La Fontana de Oro, en la Carrera de San Jerónimo, esquina a la calle de la Victoria, cuyo salón, muy prolongado, aunque algo estrecho, formaba un martillo a su final a la calle del Pozo, y por la de la Victoria abría siete u ocho rejas a la altura del hombro, con cuyo ensanche prestaba a la concurrencia aquel espacio, desde donde podía escuchar al aire libre la voz de los oradores. -Esta Sociedad tenía su Reglamento y su Junta presidencial, y por algunos días se ostentó animada de un espíritu templado, aunque en sentido muy liberal; y los diversos oradores que subieron a la tribuna manifestaban su propósito de no atacar duramente al Gobierno. Les Sres. Gorostiza, Cortabarria, Adán hermanos, Núñez, Mac-crohon y otros siguieron algún tiempo aquel sistema; pero, dominados por la elocuente voz del joven D. Antonio Alcalá Galiano, que procedente del alzamiento de la Isla, donde había   —235→   representado muy importante papel, inició insensiblemente en la Sociedad, y más especialmente en el auditorio (que, como todo público, se prestaba más a la censura que al aplauso), un espíritu hostil, de violenta oposición, que no tardó en llamar la atención y la actitud severa del Gobierno. -Era blanco de sus pérfidas declamaciones (como el mismo Galiano las calificaba) la presencia en el Ministerio de la Guerra del Marqués de las Amarillas, único que no procedía de la persecución absolutista; y de paso, y aunque oficial de la Secretaría de Estado, no economizaba tampoco a los otros ministros, Argüelles, García Herreros, Canga y Pérez de Castro, a quienes empezó a calificar de sujetos a la influencia palaciega y de ingratos a la causa y a los hombres que los habían sacado de las cárceles y de los presidios, etc., etc.; sembrando de este modo con su arrebatadora elocuencia los primeros gérmenes de la discordia, que no tardó en convertirse en odio y enconada agresión.




ArribaAbajo- III -

A mediados de Abril llegó a Madrid uno de los primeros caudillos del levantamiento, el comandante del Estado Mayor de aquel ejército D. Felipe del Arco Agilero, ya Mariscal de Campo, así como sus compañeros Quiroga, Riego y López Baños; persona sumamente simpática por su elegante figura, distinguidos modales e instrucción nada común; venía, pues, a felicitar al Rey, a nombre del ejército, por haber accedido a los deseos del mismo   —236→   y del pueblo, y al propio tiempo a renunciar, a su nombre y al de sus compañeros, el grado de general que habían recibido no sé de quién. -Las sociedades patrióticas de Lorencini, San Sebastián y la misma de la Gran Cruz de Malta (a cuya fonda vino a parar este jefe) se dispusieron a hacerle una pomposa ovación, y aún se atrevieron a anunciar al público la carrera que había de llevar desde la puerta de Atocha a Palacio, cosa que disgustó sobremanera a la Municipalidad, según expresó claramente en bando del siguiente día. Pero, en fin, la entrada verdaderamente triunfal de Arco Agüero tuvo efecto a las doce del día 18, y la presencia de aquel brillante joven con el uniforme del Cuerpo, su sombrero apuntado con galón y plumero verde (distintivo que habían adoptado los caudillos del ejército de la Isla) y sus modales caballerescos excitaron la simpatía general del numeroso pueblo que ocupaba las calles, y que lo agasajaba con vivas, flores y coronas de laurel, arrojando también las palmas del reciente Domingo de Ramos, colocadas en los balcones, y formando con ellas los acompañantes una comitiva vistosa e imponente. Llegado a Palacio, fue igualmente bien recibido por el Rey, que le manifestó que no admitía la renuncia y aun confirmaba su ascenso y el de sus compañeros al grado de general49.

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Más ordenado y fastuoso, aunque no tan espontáneo, fue el recibimiento hecho dos meses después (23 de Junio) al general D. Antonio Quiroga, como primer jefe en categoría del levantamiento, el cual venía a tomar posesión de su asiento en las Cortes como diputado por Galicia. El Ayuntamiento le hizo una gran recepción, saliendo a esperarle en corporación, conduciéndole en marcha ostentosa a las Casas Consistoriales, y de allí a Palacio a presentar sus respetos al Rey, y obsequiándole después   —238→   con un banquete campestre en la alameda de la Virgen del Puerto50. La población de Madrid también se asoció a este festejo, y simpatizó con el recién venido, especialmente el bello sexo, atendida la hermosa persona de este caudillo, el cual siempre manifestó cierta cordura y circunspección en las Cortes y fuera de ellas.

En este medio tiempo, desde Marzo a Junio, se había adelantado mucho para el planteamiento del nuevo sistema: habíase formado el Ministerio, compuesto de los señores Pérez de Castro, Argüelles (D. Agustín), Canga   —239→   Argüelles, García Herreros, Marqués de las Amarillas, Jabat y Porcel, con aplauso de los amigos de las nuevas instituciones, excepto el Ministro de la Guerra, Amarillas, que, como queda dicho ya, no era del agrado de los del ejército de la Isla y de las sociedades patrióticas. -Se había celebrado la elección de Diputados a Cortes por los tres grados de parroquia, de partido y de provincia, que prescribía la Constitución, y llevándose a cabo con el mayor orden, dando por resultado una Asamblea compuesta de casi todas las ilustraciones del país en las altas jerarquías de la Iglesia, del Ejército, de la Magistratura y de la Ciencia; -se había formado instantáneamente la Milicia Nacional, acudiendo a inscribirse voluntariamente en ella grandes y títulos del reino51, acaudalados propietarios, banqueros, fabricantes y profesores de las ciencias y de las letras, con tal decisión y entusiasmo, que en breves días quedaron organizados dos batallones de infantería y un escuadrón de caballería; y se había, en fin, reprimido el espíritu descontentadizo, y aun sedicioso, de algunos centros y publicaciones, que empezaban ya a manifestar los síntomas de insubordinación y hostilidad.

En tales condiciones llegó el día 9 de Julio, señalado para la apertura de las Cortes y el juramento del Rey en el seno de las mismas, y puede decirse que en él concluyó la luna de miel de aquel tierno consorcio de la Constitución o de la libertad con la Monarquía. -Presentose el Rey en el seno de la Representación nacional con cierto aire de satisfacción y cordialidad, siendo recibido por las Cortes con no fingidas muestras de respeto y cortesía.   —240→   Fernando ocupó el trono, y leyó pausadamente y con voz clara y marcada intención un discurso muy bien escrito (por el ministro Argüelles), en que expresaba su satisfacción por hallarse en medio de las Cortes del Reino, y su firme propósito de marchar de acuerdo con ellas en el desempeño de las altas atribuciones que le encomendaba la Constitución. A cuyo discurso respondió con otro no menos acentuado y cortés el digno Presidente -que lo era en aquel mes el ilustrado arzobispo electo de Sevilla D. José Espiga y Gadea-; porque todavía no se había establecido la extraña costumbre de empeñar una difusa discusión de dos meses o más para contestar al discurso del Trono. -Concluido este solemne acto, el primero de su clase que se ofrecía al pueblo español, regresó Fernando a Palacio en medio de una legítima ovación, y siguiendo la carrera que le habían señalado las Cortes de 1814 -y que él rehusó por entonces- subió por la calle de Torija a la plazuela de Santo Domingo y calles de Silva, Luna, ¡Desengaño!, Fuencarral, Montera y Puerta del Sol, y de allí por la calle Mayor a Palacio.

Ese fue, repito, el último día de manifestación alegre y cordial, de unidad de sentimientos y de horizonte despejado y tranquilo; algunas nubes, aunque lejanas, se observaban en él; algunos presentimientos tristes, algunos síntomas de próxima discordia se dejaban adivinar. ¿De quién era la culpa? ¿De la corte y de los partidarios al antiguo sistema, o de la exageración y destemplado orgullo de los vencedores? -De todo hubo mucho que condenar; porque, si bien es cierto que la doblez y la falsía se dio a conocer muy pronto por aquel lado, también lo es que la arrogante altivez del triunfador le arrastraba fatalmente al suicidio. -Esto es lo corriente y que sucede siempre en las luchas políticas. La fábrica de un partido la tiene el opuesto; y así como las violencias y   —241→   desmanes del absolutismo dieron vida a las ideas de libertad, los partidarios de esta a su vez, con su desvanecimiento y su imprudencia, habían necesariamente de empeñarse en reverdecer aquella odiosa dominación y rehabilitar las esperanzas de sus adictos.

En cuanto al pueblo inconsciente (como ahora se dice, y que entonces lo era en realidad), poco acostumbrado a las teorías y prácticas políticas, contentábase por el pronto con escuchar, abriendo tanta boca, las pindáricas arengas de los tribunos, que entonces le lisonjeaban con la idea de su dignidad y de su soberanía, así como ahora le ofuscan y marean con la enumeración de sus derechos imprescriptibles, inmanentes, inalienables e inverosímiles; y cuando más, más, se permitía hacer para sus adentros la sencilla pregunta, del galleguito del cuento: -«¿Y cuánto voy ganando con todo eso?». -Pero, en fin, esta preguntilla no pasaba por entonces de un rinconcito de su cerebro, y luego la daba al olvido y se ponía a cantar a voz en cuello el Himno de Riego. -¿Conservó en adelante la misma seráfica actitud, y se contentó por ventura con este inocente y filarmónico desahogo? -Esto es lo que vamos a ver en el capítulo siguiente.