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Miguel Hernández y Gabriel Miró

Miguel Ángel Lozano Marco





Sabemos que Gabriel Miró es uno de los escritores que de manera más decisiva han influido en la formación literaria de Miguel Hernández, y no hay libro dedicado a reconstruir la biografía del poeta oriolano en el que no se mencione el nombre del prosista alicantino, casi siempre en esas primeras páginas -o primeros capítulos- en los que se trata sobre la vida y la obra de Miguel anterior a la publicación de Perito en lunas. Las alusiones que a Miró se dedican en tales libros suelen consistir en breves y esporádicas referencias, obligadas algunas veces por la simple identificación Orihuela-Oleza, por el relato de sucesos como el homenaje promovido por la juventud oriolana, en octubre de 1932, con la inadecuada y desafortunada intervención de Giménez Caballero, o por recoger alguna referencia directa, cita, opinión, etc. Falta, pues, plantearse con algún detenimiento el sentido, dimensiones y cualidades de la repercusión mironiana, y estas breves páginas aspiran a ser una introducción en tal problemática.

Debemos, en primer lugar, prestar atención a las manifestaciones del joven poeta, quien declara reiteradamente su deuda con Miró, de manera que esa afición confesada por la obra literaria del prosista alicantino es mucho más que el obligado tributo al paisano del que se piensa que ha sabido llevar a la literatura el paisaje y el paisanaje de la tierra natal. A comienzos de 1932 el nombre de Miguel Hernández aparece por primera vez en un par de publicaciones madrileñas. Llega a la capital el dos de diciembre de 1931 y resiste allí heroicamente hasta mediados de mayo: casi medio año de afanes para intentar redimirse del limitado horizonte oriolano, y para conocer los rumbos que sigue la poesía e intentar ponerse al día, escapando de un ambiente anclado aún en una lírica de corte decimonónico1. En esas dos apariciones el muchacho se muestra como objeto de curiosidad, pues los titulares hacen referencia a su condición de «poeta pastor» o «cabrero poeta»; pero lejos de presentarse como un versificador asilvestrado, lo que allí aparece es un joven de escogidas lecturas y gustos exquisitos, como lo revela la mención de sus autores preferidos: Góngora, Lorca y Gabriel Miró, según declara a Giménez Caballero2. No deja de ser curioso que en la entrevista publicada al siguiente mes en la revista Estampa3 el nombre de Federico esté ausente en la mención de sus lecturas poéticas, y que declare su preferencia por Juan Ramón Jiménez; al hacerlo sigue dando muestras de una sensibilidad refinada, citando este nombre junto con los de Góngora, Machado, Darío..., y todos ellos aparecen después de confesar con rotundidad el nombre del escritor en quien cifraba un ideal de magisterio: «Miró es el escritor que más me gusta y el que acaso haya influido más en mí», a lo que apostilla el articulista (Federico Martínez Corbalán): «¡Miró! El maravilloso poeta de la mirada serena y la prosa de filigrana, de volumen, de carne, de luz y sol y viento [...]. Sólo por sus admiraciones, Miró y Juan Ramón, se le puede juzgar con toda cordialidad».

Las anteriores declaraciones nos dan una idea del momento poético por el que atraviesa Hernández, y anuncian la orientación gongoriana que ha de seguir en la reiterada alusión al poeta culterano. Pero la afirmación de la influencia mironiana no es un dato aislado, sino la manifestación de un entusiasmo que, al igual que sucede en el caso de Juan Gil-Albert4, llenará una época y constituirá el sustrato de una sensibilidad, y un estímulo hacia el logro de la expresión personal. Por esa época abundan las declaraciones en este sentido. En la prosa «Cosas del Segura», fechada en Madrid el 29 de diciembre de 1931, habla del «Segral de mi sublime maestro Gabriel Miró» (III, 2.067)5, y en el curioso artículo en el que Ramón Sijé, con motivo del viaje de Hernández a Madrid, traza una semblanza del poeta haciendo la «radioscopia» de su poesía6, a imitación de una arbitraria fórmula con la que Giménez Caballero pretendía descomponer en sus elementos el arte mironiano7, cuantifica las influencias del siguiente modo:

Personalidad250
Gabriel Miró100
Poetas españoles (Jiménez, Guillén)60
Franceses (parnasianos y simbolistas)35
Rubén Darío40
Sentimiento clásico10
Regionalismo o localismo1


Hernández le contesta desde Madrid, en carta fechada tres días después de la aparición del artículo en el Diario de Alicante, refiriéndose a lo allí expuesto y mostrando su acuerdo: «Tienes un agudo sentido crítico... Sabes que he compuesto versos siguiendo... a Miró y de los demás poetas... radioscopia» (II, 2288). En la misma carta alude a «nuestro Maestro Gabriel Miró», y muestra su inquietud y anhelo por lograr una voz propia: «Yo, como siempre, nunca satisfecho de nada de lo que hago. Siempre siento en mí un ansia de superación... ¿Cuándo daré con mi forma? Es mucha mi manía por hallarla [...]. Procuro que lo que diga sea mío nada más. Algún día será que quede libre de extrañas influencias». Párrafo elocuente que vinculado con la declaración del reconocimiento de un magisterio nos revela que el sentido del singular estímulo mironiano no consiste tanto en la imitación de un estilo, como en el esfuerzo por el hallazgo de una expresión personal y verdadera; y con vehemencia juvenil repite, con términos semejantes, el empeño que el novelista alicantino mostraba desde su juventud por lograr una obra inequívocamente suya. Miró no es sólo un modelo a imitar, sino un estímulo a seguir; una voz personal que, como ejemplo, anima a la búsqueda de la propia voz; pero en esa afinidad entran otros elementos relativos a una cercanía. María de Gracia Ifach, quien reconoce que, entre las lecturas juveniles, «había de ser Gabriel Miró quien penetrara en su naturaleza de poeta con más eficaz hondura», apunta en el mismo sentido que, además del reconocimiento de las cualidades poéticas de su prosa, «su naturaleza se identificaba con la del alicantino en virtud de una misma sustancia telúrica»; y por algo que afecta más en profundidad: «esencialmente, porque les emparentaba una nobleza afín, una radical hombría de bien»8.

Miguel Hernández figuraba en el grupo de jóvenes que impulsó, después del triunfo de la República, el homenaje de Orihuela a Gabriel Miró, y junto con Ramón Sijé, Ballesteros, José M.ª Pina, Pescador y el pintor Rodríguez, participó en el fallo del concurso para la adjudicación del busto que habría de presidir la glorieta dedicada a la memoria del novelista. El homenaje era ya obligado y tiene un sentido de afirmación: la manifestación del triunfo de una manera de ver la ciudad, y también viene a significar el reconocimiento de una deuda con quien había logrado dar una potente imagen del lugar; lo que ayudó a renovar el ambiente local con resultados positivos9.

Parece evidente que el notable dinamismo cultural que experimenta la vida oriolana en la década de los treinta debe bastante al impacto que unos años antes había causado la aparición de Nuestro Padre San Daniel (1921) y El obispo leproso (1926). Esta segunda novela abre en la prensa madrileña una polémica en la que se cuestiona tanto el arte mironiano como su visión crítica de la religiosidad tradicional, con violentos detractores y vehementes partidarios10. No podía Orihuela, ciudad que sirve de modelo reconocible a la literaria Oleza, permanecer impasible ante una obra que muestra la muerte de una ciudad levítica y su lenta transformación en un lugar secularizado, abierto al mundo, y que manifiesta indiferencia hacia la forma de vida y valores que la venían caracterizando, con unas fuerzas reaccionarias enquistadas, en tregua que, por desgracia, no iba a ser duradera. La novela tiene sus detractores locales, como Justo García Soriano11; pero parece animar a la juventud, y fruto del impulso puede ser la aparición en 1928 del semanario Actualidad, de tono avanzado dentro del conservadurismo que caracteriza la vida local12, y el primer periódico de una nueva promoción de publicaciones que en 1930 -año de la aparición de los primeros versos de Hernández- llegan a sumar la media docena de títulos13, cantidad notable para una ciudad de reducidas proporciones.

Hasta aquí nos venimos refiriendo a un influjo ideológico, moral y también político (es inseparable la valoración oficial de Miró de ese nuevo espíritu propio de los primeros tiempos de la República). José Muñoz Garrigós, en su voluminoso libro sobre Ramón Sijé, afirma que no es al Miró como creador de una estética original al que siguen los jóvenes oriolanos, «sino al que descubre el pulso ciudadano de Orihuela»; y no es el estilo narrativo lo que les influye, «sino el contenido de la caracterización de la ciudad»14. Es posible que una afirmación así tenga relación con el libro en que aparece, dedicado al ensayista e ideólogo del grupo de jóvenes escritores; pero también es evidente que una prosa tan poéticamente trabajada, una estética tan vigorosa, no debía dejar indiferentes a quienes, dotados de una singular sensibilidad, estaban empeñados en una labor de creación literaria en el concreto campo de la lírica. Cuando Hernández afirma la influencia de Miró, no alude preferentemente a la visión critica de su ciudad natal, sino al hallazgo de una literatura sugestiva, y las muestras que en su obra, en prosa o en verso, podemos encontrar de una efectiva asimilación de su estética prueban la atención que el muchacho oriolano prestó a la manera de trabajar el lenguaje, y no sólo a un contenido crítico, que también fue claramente asumido.

Es posible que el documento que de manera más exacta da cuenta de las dimensiones y las cualidades del impacto de Miró sea el ejemplar único de El Clamor de la Verdad, publicado con motivo del homenaje de la ciudad, el dos de octubre de 1932. En el artículo que abre dicha publicación con formato de periódico, firmado por «El anti Alba-Longa» (Sijé), leemos: «Era una ciudad muerta, sin sentido estético, antiliteraria. Llegó él con su vida en potencia a dar sangre, en gloriosa transfusión, a la ciudad; con su estética, a darle tradición e historia, longitud y latitud, norte y sur, cara y cruz; con su formidable temperamento literario a dar jerarquía de universalidad a lo minúsculo, a lo particularista, a la definida geografía. La ciudad, tras su labor anunciadora, se llamaría "Oleza". Oleza sería la esencial antesala en la comprensión de la densa sustancia de su prosa, de su filosofía del paisaje»15. Hay, pues, un antes y un después de la novela de Oleza que afecta a la conciencia y a la estética, y que muestra los estrechos vínculos existentes entre una y otra. No podemos dejar de mencionar aquí el testimonio de uno de los que constituían el grupo de la tertulia de la tahona, y que participó activamente en esa revitalización de la vida cultural oriolana, Jesús Poveda, quien desde el exilio mejicano, en un libro cargado de sinceridad, recuerda esos estímulos, en los momentos de formación del grupo, con términos inequívocos: «Miró fue el que nos modeló a todos, a Miguel, a Carlos, a Sijé, a mí»; fue «el que nos despertó en nuestra juventud, echando a volar todas las campanas de la imaginación»16.

Las anteriores declaraciones de Hernández alusivas a un consciente magisterio mironiano tienen unas fechas: se producen entre diciembre de 1931 y febrero de 1932 -los días de su viaje a Madrid-, y hasta entonces las muestras conocidas de la influencia efectiva de Miró en su creación literaria son muy escasas, y casi acaban de aparecer. Miguel Hernández comenzó a publicar en la prensa local en enero de 1930, el mismo año de la muerte de Miró -fallece el 27 de mayo-; pero este suceso no tiene repercusión inmediata en su obra, que por entonces fluctúa entre el realismo lacrimógeno de «Amores que se van»17 y el modernismo exótico de «Motivos de leyenda»18, además del enfático poema laudatorio «Ofrenda»19, dedicado a José M.ª Ballesteros por un libro de cuadros de costumbres huertanas. Conocemos hoy la existencia de una composición, inédita hasta su reciente inclusión en las Obras Completas, titulada «Gabriel Miró» (I, 234-236), que parece surgir como reacción inmediata a la noticia de su muerte; consta de dieciséis redondillas, siendo la última repetición de la primera, que expone el tema:


«Oliendo a ciprés pasó...
Se hundió oliendo a penas suaves.
Y el mar dijo al campo: ¿Sabes?
¡Ha muerto Gabriel Miró!».


Llama nuestra atención el hecho de que este poema elegíaco, que pretende difundir la noticia, no viera la luz en letra impresa en alguna de las publicaciones que Hernández frecuentaba: El Pueblo de Orihuela, Voluntad, Actualidad o El Día de Alicante. La composición no es, ni mucho menos, inferior a las que venía publicando, y contaría además con el interés de la ocasión. No es posible que fueran motivos de rechazo -la no admisión del original- lo que impidiera su aparición: Hernández, como poeta, era entonces muy estimado por sus paisanos20; tampoco creo que el joven compusiera este poema como reacción a la muerte del prosista para guardarlo. Me inclino a pensar que estos versos no fueron escritos entonces, con motivo del fallecimiento, sino algún tiempo después, y movido por la lectura de la obra de Miró, por su descubrimiento, lo que tal vez pudo suceder en los primeros meses de 1931, como deducimos de los datos que manejamos. Es posible que el primer impulso del joven en el momento en que descubre a Miró fuera dedicarle una elegía íntima como homenaje personal, sin pretensiones de publicarla.

Si he apuntado esto ha sido desde la atención que he podido prestar al desarrollo de la obra primeriza de Hernández, conocida desde la recopilación de Claude Couffon, ampliada algo en las Poesías completas de Aguilar (1979), editadas por Agustín Sánchez Vidal, y enriquecidas con inéditos en las recientes Obras Completas de Espasa-Calpe. Según esta evolución de la llamada «prehistoria poética», la primera alusión clara a Miró no aparece hasta abril de 1931, en el «Canto a Valencia» (I, 216-220), poema con el que ganó el primer premio de la Fiesta Regional celebrada en la Sociedad Artística «Orfeón Ilicitano». Se trata de una oda encomiástica, enfática, plagada de tópicos y hecha a la medida del certamen, donde, al glosar las bellezas y dones de la región, cita a sus ilustres escritores, apareciendo Miró entre Azorín y Llorente: «y el triste y prodigioso / de El obispo leproso / en donde, con feliz brillar platero / al escapar de Oleza la bonita / vio titilar la gota de un lucero / sobre el techo infantil de una alba ermita»; clara alusión al último párrafo de la novela citada, la misma que en perífrasis de casi tres endecasílabos aparece aludida al comienzo del primer soneto dedicado a Juan Sansano, que publicó quince días después, el 30 de abril de 1931 en El Día21. Si en estas composiciones se citan modestamente detalles que en realidad carecen de interés estético, el poema que publica a continuación, «Siesta», es el primero en el que encontramos un decidido intento de utilizar las enseñanzas de la poética mironiana en una andadura rítmica más sosegada que la que venía utilizando hasta entonces. Es éste, por los datos que poseemos, la primera muestra de esos versos que Hernández, en carta desde Madrid, confesaba haber escrito «siguiendo a Miró», A ello volveremos después de unas breves consideraciones.

«Siesta» se publica en Destellos el 15 de mayo de 1931, casi un año después de la muerte de Miró. Puede resultar curiosa la tardanza en aparecer en su obra una clara referencia a quien habría de reconocer con efusión como su maestro en aquellos años de formación, pero hasta este momento no hay huella alguna de una lectura que habría de reflejarse necesariamente en composiciones cuya temática la exigiría. Me refiero a poemas inspirados en el ambiente de la ciudad natal, o dedicados a mostrar formas de vida y tradiciones del lugar. Sabemos que antes de su primer viaje a Madrid, Miguel Hernández publicó unas cuarenta composiciones en los periódicos locales y provinciales a los que antes aludíamos -las que podemos encontrar entre las páginas 5-113 de las Poesías completas, o entre las páginas 157-231 de las Obras Completas de Espasa-Calpe, vol. I-; composiciones en las que sigue unos modelos fácilmente reconocibles, y que van del romanticismo al modernismo, principalmente: Zorrilla, Balart, Gabriel y Galán, Vicente Medina, Darío...; pervivencias que muestran de manera elocuente el estancado ambiente cultural. Pues bien, para una persona que hubiera acusado el estímulo de Miró, concretado ante todo en la lectura de las novelas de Oleza, sería difícil que ese influjo no hubiera dejado algún mínimo rasgo en referencias a aspectos de la vida local; por ejemplo, en la manera de ver la Semana Santa; y en el poema «El Nazareno»22, enfático, con cierta truculencia y un vocabulario de raigambre romántica, encontramos algo no sólo diferente, sino opuesto a las sensaciones que causan los capítulos dedicados por Miró a las procesiones de Oleza, con su evidente carga irónica. La visión del lugar que se nos muestra en esos poemas de la «prehistoria poética» está más en consonancia con lo que leemos en los cuadros de costumbres de José María Ballesteros en su libro Oriolanas23, al que dedica el poema «Ofrenda» siguiendo a Darío; y del mismo modo, cuando el quince de noviembre de 1930 en el poema «Contemplad» nos describe la ciudad, lo hace imitando de manera muy precisa al poeta nicaragüense, como podemos comprobar leyendo un par de estrofas:



«Hondos callejones y ásperas callejas
con el brujo encanto de los andaluces
porque tienen moras y floridas rejas,
sombras transparentes, y furiosas luces.

Y porque en las rejas tienen muy galanas
hembras de ojos negros y de bocas fresas:
con el fuego en ellos de las sevillanas
con la gracia en ellas de las cordobesas».


(I, 204-205)                


Hernández aún no conocería Oleza, y el modelo poético adoptado nos sorprende por presentarnos la insólita imagen de una Orihuela «andaluza» que nos suena a falso, porque en nuestra percepción estética del lugar es el modelo de Miró el que ha prevalecido. Es muy lógico pensar que si en noviembre de 1930 hubiera leído El obispo leproso el ambiente de la ciudad habría sido diferente, sobre todo teniendo en cuenta el fervor mironiano que mostrará al año siguiente.

Lo mismo sucede en el terreno de la prosa. Es evidente que la influencia de un prosista habría de manifestarse primero en este campo, mientras que en el verso pudiera arrastrar algún tiempo más la inercia de una manera de composición métrica, rítmica, metafórica... Pero la primera prosa publicada, «Escenas», que aparece en El Pueblo de Orihuela el 15 de abril de 1930, es un ejercicio de redacción muy escolar, con profusión de epítetos y voluntad de corrección, más bien en la línea de Oriolanas, y donde no existe el menor indicio del conocimiento de Miró. La presencia del escritor alicantino se manifestará por primera vez en las prosas fechadas en Madrid, en diciembre de 1931.

Conocemos por fin el contenido de un cuaderno manuscrito que el joven poeta llevó a Madrid en su primer viaje; se ha recogido en las Obras Completas (I, 118-157) precediendo a las composiciones publicadas en la prensa local, a las que nos hemos referido. Se trata de treinta y dos poemas entre los cuales no figura ninguno de los publicados en 1930-31, salvo, precisamente, el titulado «Siesta», que aquí aparece con el título «Placidez» (I, 139), sometido a una reescritura que mejora la primera versión (la publicada en Destellos y recogida por Couffon y las Poesías completas); y éste era el único poema de entre los publicados en el que reconocíamos una huella mironiana. Miguel Hernández preparó un manuscrito adecuado a la situación, con el que quería dar la imagen de una labor poética en consonancia con lo que él pensaba que se acercaba a los gustos del momento; recogería allí los poemas de composición más reciente y de una estética que le parecía más evolucionada, excluyendo las composiciones escritas siguiendo a los poetas que antes mencionábamos, de Zorrilla a Darío. Y lo que encontramos en ese manuscrito son abundantes ecos de la poesía de Juan Ramón Jiménez y de la obra de Gabriel Miró.

Atendiendo a la obra poética, es más fácil reconocer las influencias de Juan Ramón Jiménez, que aparecen con notable claridad en composiciones como «Lección de armonía», o se agrupan consecutivamente, como en esas secuencias de los poemas 25 a 27: «Presentimiento», «Tristeza» y «Leyendo». Las huellas de Miró podrían ser más difíciles de determinar, ya que guardan cierta semejanza, por la cercanía de sus estéticas, con aspectos de la poética juanramoniana; pero hay rasgos que nos conducen al alicantino. Las referencias mironianas suelen aparecer en poemas con versos de arte mayor, endecasílabos o dodecasílabos; la temática gira siempre en torno a los sentimientos y sensaciones ante la naturaleza, de manera que queda excluido el ámbito urbano y sus personajes (todo lo relacionado con lo estrictamente novelesco) para inspirarse en las visiones de una naturaleza animada; y algo que puede diferenciar la impronta mironiana de la huella del poeta de Moguer es que frente a la melancolía reposada, con un tono de esa elegante languidez evidente en los versos de clara adscripción juanramoniana, los elementos asimilables a la influencia del alicantino muestran un mayor vigor, una visión del ámbito natural dotado de dinamismo y vitalidad por el uso tan característico de la prosopopeya, y densificado por el empleo de unas sinestesias cercanas a las que de manera tan reiterada encontramos en la prosa de Miró.

Las muestras de esa influencia del prosista alicantino, a las que se refiere el mismo poeta en su carta a Sijé («Sabes que he compuesto versos siguiendo... a Miró») las encontramos en unos quince poemas de los reunidos en la libreta manuscrita; algunas son imágenes, metáforas, sinestesias o procedimientos intensificadores que aparecen en un momento determinado en poemas que globalmente no adscribiríamos a una manera mironiana. En otras ocasiones, los pasajes que identificamos constituyen una buena parte de la composición y pueden ser el núcleo germinal del poema; son éstos los que más nos interesan. Podemos señalar en este sentido seis composiciones de entre ese grupo de textos, inéditos excepto uno que casi lo es por las variantes que presenta en su segunda redacción, en la que cambia de título: «Placidez» -«Siesta» en la versión anterior-; junto a éste habría que considerar «Hacia Helios», «En la cumbre», «La noche», «En agosto» y «Más poeta». No cito el titulado «La palmera levantina», publicado en El Día el 24 de febrero de 1932, porque la alusión que contiene, desarrollada a lo largo de ocho versos, no es influencia estética sino una nueva confesión de su admiración.

Debemos presentar ya un muestrario de pasajes que ilustren lo que pretendemos exponer. En primer lugar, atendiendo a lo menos significativo, encontramos metáforas de raigambre decadente en proporción muy escasa: una alberca es «arcón donde la luna es tul de plata» (I, 121); un «puñado exiguo» de rayos de sol viene a ser, también por aposición, «triste esqueleto de un dorado abanico antiguo» que «cae oblicuo sobre una palma / solitaria, que tornasola» (I, 133); o habla de «la tela rica del poniente exaltado» (I, 144). Lo que encontramos de manera más abundante son sinestesias, entre las que pueden predominar los cruces entre lo visual y lo auditivo: un abejón es «gota de oro melodiosa» (I, 127); y también se escucha «el sonido de oro», o el «lloro dorado», de una esquila (I, 145 y 152); «el cuchillo largo de un cigarrón» (I, 150); «suena la flauta persistente / de los grillos como una lluvia fina» (I, 151)... En lo auditivo se llega a la expresión de lo imperceptible: «Un silencio abundante que mana en la calva frente / de un monte de cerámica» (I, 149); o «llega una larga abeja / a posarse en la esquila más grande de mi hatajo / que se estremece muda» (I, 147-148), pasajes cargados de una emoción muy mironiana. También como en el último ejemplo, lo auditivo o lo visual es descrito por lo táctil: «trueno ancho y duro» (I, 134) -dando espacio y consistencia al sonido-; «el sol / último que siento en la nuca clavado» (I, 147); el ocaso es «vaso en el que sólo queda un sorbo de luz» (I, 145), que repite en «sólo un sorbo de luz queda en la copa / ensangrentada del triste crepúsculo» (I, 238). Mayor complicación, por unir lo visual-auditivo-táctil, hay en sinestesias más elaboradas, como ésta, situada en un poema predominantemente mironiano: «huertos colmados de nieves / de azahares de luna, como esquilas breves» (I, 139).

Debemos también destacar el procedimiento, muy empleado por Miró, de anteponer la sensación al objeto: «un delirio de golondrinas» (I, 136), o «una olmeda blanca de palomas» (I, 139); como también la personificación: «el cráneo joven del sol» (I, 135), una esquila «se estremece» (I, 148), o llora; «el paisaje dormido» (I, 144); «las pulsaciones del carillón» (I, 151); «lo dice lento un lejano reloj cansado» (I, 140); y con un término expresivo muy utilizado por Miró: «Una sierra que chafa con su giba monstruosa / un inmenso pedazo de cielo» (I, 147); o «la noche viene [...] tiznándome las espaldas» (I, 145). Hay predominio de lo visual, pero de un espacio animado por el lenguaje: «Arde el polvo fino de un recto camino / al pie de una sierra como un torbellino / de piedra» (I, 139); el amanecer está «como acabadito de hacer» (I, 135); y en estampa muy propia de Años y leguas aparece la visión de un pueblo con neto vocabulario de Miró:


«Allá en el campanario aldeano repica
el carillón, volcando sus pulsaciones lejos,
y una nube fantástica la aldea glorifica
entre coronas negras de aviones y vencejos».


(I, 151)                


No debemos dejar fuera los olores («olor de surco seco»; I, 149), las sensaciones de las horas del día («Sol de siesta en toda la campiña verde»; I, 139), o imágenes sorprendentes que dan nuevo cuerpo a los objetos: «andrajos de oscuridad» (I, 134), «nubes de borra nevada» (I, 149). En el poema «En agosto» encontramos un apretado resumen de la visión mironiana de la naturaleza: olor, silencio, claridad, «horizontes blancos por la calina», el cielo «azul encandeado»...; lo podemos ver mejor si seguimos el curso de unos versos:


«Un moroso riachuelo se anilla y desanilla
y se oculta a lo lejos tras su breve ribera
lanzando varias veces llamarazos de hoguera.
Volean las libélulas de color escarlata entre sol [...]».


(I, 149-150)                


Y como en el final de El obispo leproso no falta «la luz de un lucero» que «palpita en el éter» (I, 123). En el fondo de todo ello, y como sustento de una estética, conviene destacar que la definición que hace Miguel Hernández de su idea de lo que ha de ser la poesía, en la breve prosa titulada «Mi concepto del poema»: «una verdad insinuada»24, coincide con la conocida declaración mironiana de que su estética consiste en «decir las cosas por insinuación»25. Una nueva cercanía que debemos tener en cuenta.

La influencia de Miró en sus prosas líricas es evidente y ha sido reconocida por los críticos que se han ocupado de este sector de la obra de Hernández26; pero no se suele ir más allá de una alusión general, global, sin detenerse a señalar las muestras de dicha huella, de manera que este aspecto se salda con la escueta mención del nombre. Intentaremos realizar una introducción en esa problemática señalando algunos rasgos reconocibles.

La mayor parte de las prosas líricas de Miguel Hernández se publican en La Verdad de Murcia, entre noviembre de 1932 y mayo de 1934. Son estampas, breves anécdotas, descripciones de lugares u objetos, pequeños relatos, o pequeños poemas en prosa; es la creación de un espacio literario en torno a un objeto humilde, un personaje modesto, una situación cotidiana o -en algunos casos- una emoción, donde lo importante es el ejercicio de la prosa, la indagación en el lenguaje como configurador de emociones estéticas. Conocemos hoy los primeros capítulos -o bocetos- para una posible novela, La tragedia de Calisto, ejercicio de mayor desarrollo en el intento de plasmar un mundo personal, con la utilización de los elementos descriptivos que observamos en sus prosas, pero con mayor presencia de un mundo marginal y desgarrado, expuesto con crudeza, en una fusión de lo «tremendista» con lo lírico.

Señalábamos antes que la primera prosa publicada por Hernández, «Escenas», en El Pueblo de Orihuela, no mostraba huella alguna de la lectura de Miró, y tal vez sea la mejor prueba para defender que por lo menos hasta entonces (15 de abril de 1930) el aprendiz de poeta no había pasado por la experiencia de dicha lectura, que se transparentaría sin duda en ese su primer ejercicio narrativo-descriptivo. No hay más que comparar esta composición con la que, de entre las que conocemos, le sigue temporalmente, «Cosas del Segura», fechada en Madrid el 29 de diciembre de 1931, en plena época de fervor mironiano. Allí, después de la inicial mención del que llama «mi sublime maestro Gabriel Miró», encontramos párrafos que por su léxico, procedimientos de estilo, sintaxis y ambiente descrito, recuerdan pasajes de El obispo leproso.

Si analizamos los alrededor de cuarenta títulos que forman el corpus de su prosa lírica y los consideramos en su evolución, siguiendo un criterio cronológico y prestando atención a sus componentes esenciales, podremos comprobar que la influencia de Miró no aparece Constante y uniforme, sino que predomina en cierta época de manera más notable. También debemos tener en cuenta que el afán de personalidad que perseguía para su obra poética lo observamos en la prosa, y que las influencias de Miró conviven con un intento de crear una prosa de vanguardia como la que encontramos en las páginas de Revista de Occidente o La Gaceta Literaria; o en la misma Verso y Prosa de Murcia, como ejemplo y estímulo más cercano. Es interesante observar que después de «Cosas del Segura», y los pocos títulos que le acompañan en el tiempo, las siguientes composiciones en prosa, las publicadas entre octubre de 1932 y agosto de 1933, son textos en los que prevalecen los procedimientos de vanguardia, y, entre ellos, dos están relacionados con Gabriel Miró: el primero es el que aparece en el periódico-homenaje El Clamor de la Verdad, «Yo-la madre mía»; el otro es uno de sus mejores ejemplos, la «Elegía a Gabriel Miró», escrita con motivo del tercer aniversario de su muerte. En todas estas prosas la huella del escritor alicantino es menos evidente por hallarse soterrada entre las abundantes imágenes vanguardistas de tono neogongorino y sintaxis desvertebrada, fragmentaria, en consonancia también con el uso tan reconocible de la greguería ramoniana; es la manifestación de su etapa hermética, en correspondencia con los poemas de Perito en lunas y su ciclo. Pero a partir de la publicada el nueve de noviembre de 1933, «Espera-en desaseo» vamos observando una rectificación en las imágenes propias de la línea deshumanizada y en la sintaxis fragmentada para retomar con más intensidad el estímulo mironiano, como podemos comprobar en pasajes cuya cita detallada requeriría un espacio del que ahora no disponemos; me refiero a prosas como «Pastor-plural», «Ciegos-del cuerpo», «Robo-y dulce», «Momento-campesino», «Monarquía de luces»... Pero es posible que la más densa y perfecta utilización del estilo mironiano la encontremos algo después, en enero de 1936, en la breve y emotiva composición titulada «Ramón Sijé».

Podemos destacar una serie de aspectos ídentíficables como influencias de Miró; serían estos: el sensualismo; la presentación de una naturaleza personificada y dinámica; la introspección poética, ya sea como autoanálisis o como indagaciones en el carácter de personajes; la utilización de un léxico que potencia lo emotivo (un «lenguaje de la emoción»)27; la expresión sensible de lo abstracto; el contraste de la belleza con lo sórdido y la presentación de la miseria; y, por supuesto, la andadura sintáctica de la frase. Estos elementos no se muestran aisladamente, pues se interrelacionan, y el léxico emotivo se emplea en una introspección -o en una descripción del paisaje-, mediante imágenes sensoriales y con una sintaxis de clara oriundez mironiana; pero en determinados pasajes pueden aparecer de manera sobresaliente alguno de los rasgos que acabamos de establecer, como comprobaremos a continuación. Apuntábamos que llevar a cabo un inventario minucioso de la influencia de Gabriel Miró en la prosa de Hernández ocuparía un espacio dilatado, pues los ejemplos son abundantes; pero atendiendo a los elementos significativos podemos realizar una elocuente selección.

El sensualismo, del que participan prácticamente casi todos los textos referentes a la naturaleza, se concreta en este fragmento de «La tragedia de Caliste» en el mironiano empleo de lo olfativo y en la consideración estética de los ornamentos litúrgicos: «En la sacristía (olor a almanaques religiosos, a chocolates "Suchard", a roquetes sucios, a recortes de sagradas formas) preparaba las vinajeras para todas las misas: agua de aljibe y vino de Jerez, e iba sacando de grandes armarios, oleajes purísimos de albas, jardines de casullas, manípulos, cíngulos, estolas como estelas de sangre, de oro, de ala de libélula...» (II, 2.087). El río Segura le permite una visión personificada de la naturaleza, en perfecto uso de la prosopopeya continuada: «Este estío, caminaba la blancura tostada de la ciudad y el verdor pomposo de su vega, pálido, demacrado, mudo, como con miedo y el pecho pegado al espinazo, copiando (el muy servil) desde el cielo más lejano y escondido hasta el carrizo más insignificante de la vega y la casita más perdida de la ciudad. Hasta llegó a no caminar, a pararse... Sí: se detuvo en recovecos y remansos de cañares y molinos» (II, 2.067). Las introspecciones son numerosas y su lenguaje es netamente mironiano; entre los autoanálisis pocos fragmentos son tan significativos como éste: «Me acometió casi un desconsuelo de adán expulsado. Tuve el sentimiento de que era yo quien me echaba, sin querer irme» (II, 2.111). Un personaje, un mendigo ciego, es descrito así uniendo en la descripción aspecto y carácter: «Este no habla, no rebaja hasta la palabra. Erguido, sin arrodillarse como el otro para inspirar más compasión -le noté la maña de la postura- sin remover un párpado, un dedo, un gesto eterno; sin alterar un pliegue de su vestidura, respondiendo siempre al él de cada instante; siempre él mismo, él y él, pide: pero sólo con el ademán. Con el ademán de la palma diestra, brotada imperativa, pidiente, de su manta de ciego sereno, silencioso, santo» (II, 2.112). De la maestra del taller donde trabaja su novia dice: «debe sentir su ancianidad rotunda invadida de juventud en espera» (II, 2.105).

Del léxico de la emoción podemos encontrar rasgos en los textos citados, pues lo invade todo; en el sentido mironiano, con la «emoción» de algo se quiere expresar la totalidad de la sensación que resulta de un objeto -o una acción, una persona, un paisaje...- percibido desde una estética afectiva por un sujeto que lo integra en su experiencia de la realidad con un sentido personal e intenso; a la solterona de «La tragedia de Calisto», el «confesionario le daba una emoción de reja» (II, 2.093). También los objetos personificados reciben las emociones de quien los contempla; así, las palmas del Domingo de Ramos «siempre alborozadas. Se nutren de temblores conmovidos de quietud» (II, 2.143); y en introspecciones se confiesa: las nubes «fomentan más en mí esta necesidad de desnudez que me trae el campo» (II, 2.140). Con frecuencia, como podemos observar, lo abstracto se expresa por lo sensible: «Suena la cigarra a eternidad»; «pensamientos más altos que palmeras» (II, 2.139)...; y hasta aparece llenando un espacio: «Una promesa de miseria rafagueaba por aires de ciudad y vega, bajo el tremendo sol de agosto» (II, 2.067).

Lo sórdido y la presentación de la miseria queda bien de manifiesto en el capítulo «La escuela de la Purísima» en La tragedia de Calisto, con pasajes como éste: «Los pulgares con cenefas de roña se activaban contra los piojos. Las pulgas volatineaban por las losas como chispas de sangre. Había pies que hacían la función de manos; manos de pies. El sol escarbaba en los andrajos, como un gallo en un estercolero, y arrancaba de ellos un humillo que olía a lo último» (II, 2.085). La andadura sintáctica tiene ese tono mironiano que surge de la desarticulación del período oratorio para construir una melodía íntima de reposada y vigorosa lectura en la que, en el seno de una frase de neta armonía, pueda resaltar el contorno y la belleza de cada palabra, y destacar las asociaciones, sinestesias, metáforas, etc.; como en este pasaje de neto sabor mironiano, en el que se une la introspección, el lenguaje de la emoción y la presencia del paisaje: «Suena una risa con luna, la mía, disimulo del miedo que siento por el ausente: del miedo que él tal vez no sienta, y que me invade en menoscabo de la serenidad de mi contemplación y atención de la hermosura de esta noche, dentro de la cual, hasta los naranjos son árboles del Paraíso, que reparten sus semblantes plateados entre albercas y plenilunios» (II, 2.117).

En todos estos casos podemos comprobar el feliz resultado de una influencia asumida desde una compartida visión del mundo y un similar sentimiento de la naturaleza. Las composiciones citadas corresponden a una época que se cierra hacia 1934; pero dos años después, en enero de 1936, cuando evoca la figura del amigo que acaba de desaparecer, utiliza de nuevo una prosa de clara raigambre mironiana, tal vez la prosa en la que de manera más intensa utiliza las enseñanzas de Gabriel Miró; y si lo hace así es porque lo emotivo de la situación requería esta expresión completa que integra el mundo y los sentimientos de manera inextricable:

«Febrilmente moreno, doradamente oscuro, como un relámpago en cada ojo negro y una frente iluminada, venía a mi huerto cada tarde marzo, abril, mayo, junio... Andaba entre los romeros con prisa de pájaro, hablaba con atropello y su voz iluminaba más que los limones del limonero, a cuya sombra y azahar platicábamos.

Yo me enteré, tratándolo por muchos años, de su corazón y su latido apresurado. Conocí su corazón y me dio espanto la precipitación dolorosa de su sangre».


(II, 2.160)                


No podemos encontrar un ejemplo más claro de la asimilación de la estética de Miró, con apretada utilización de sus mejores enseñanzas, para dar expresión literaria a una emoción compleja.





 
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