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ArribaAbajo Melancólicamente

Leopoldo Velasco




No sé qué misteriosos atractivos
tenía aquella pálida doncella
con su doliente claridad de estrella
en sus tímidos ojos pensativos.

A las audacias de mi amor esquivos,  5
hablaban del rubor que había en ella,
como evocando la invisible huella
de legiones de ensueños fugitivos.

Se extasiaba mi cándida ternura
con sus formas de mística escultura  10
y sus graves maneras de señora,

cuando, envuelta en sus blancas muselinas,
cruzaba por mis tardes mortecinas,
melancólicamente soñadora...



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ArribaAbajo Las dos fuerzas

Rómulo D. Cárbia


«17 de Junio:

Mi alma sigue invariablemente como ayer. Debo ser un enfermo. Hoy he sentido verdadero prurito de matar. El crimen no me atrae sólo por lo que tiene de estético. Si así fuese me explicaría, quizá, mi actual estado psicológico. Me siento arrastrado y tengo que resistir. Y resisto porque una fuerza, tan extraña, como la que me impele al crimen, opera en mi espíritu y me aleja de él. No sin motivo escribí en una de las páginas anteriores:

CREO, COMO CREO EN EL SOL, QUE EN EL UNIVERSO SOY UN PRECISO PUNTO DE CONJUNCIÓN DE DOS FUERZAS TERRIBLEMENTE ANTÍPODAS: EL BIEN Y EL MAL, EN MI ALMA, COMO EN NINGUNA OTRA ALMA DE VARÓN. ESTAS DOS FUERZAS LIBRAN COMBATES EXCEPCIONALES POR LO BRUSCOS. POR LO TERRIBLES. POR LO BÁRBAROS...

Tal creencia, a ratos, hace luz sobre el por qué de mi ser enigmático. Porque, yo lo sé, antes de un raro soy un loco, y antes que un loco un enigma... ¿Y acaso no estoy convencido de ello?

Quizá no siempre, en este asunto, me muestre su austera rostro la verdad. Como quiera que sea, empero, mi convicción está ya formada: Soy un enigma, y no por otra cosa que por lo inexplicable de mi particular psicología.

Dios tiene talento. Me hizo de una arcilla especial para que mi alma tuviera verdaderas condiciones de laboratorio. No hay duda: Yo estoy destinado a servir a una serie de delicados experimentos   —249→   que la Naturaleza tiene imperiosa necesidad de efectuar. Porque, hasta ahora, no se han hecho esta clase de ensayos. Y es indispensable que se hagan. Alguien quiere saber que efectos logra producir en el alma de un hombre la conjunción de dos fuerzas que eternamente se repelen. Veremos lo que sucede mañana».

Así, textualmente así, rezaba la página, ya borrosa, que el doctor Rodríguez había dejado, dos noches antes, sobre mi mesa de trabajo.

-«Léala usted, me dijo al entregármela; léala y después hablaremos del asunto. Para mí el autor de estas líneas es un caso especial de estudio. La hoja que dejo en su poder la recogí de entre los papeles de una persona de cuya privanza gocé. Según entiendo, pertenecía a un viejo libro de memorias escrito en la juventud, y posiblemente antes de un suceso estupendo que relataré a usted más adelante.»

Yo leí la página la leí con fruición. Y tuve miedo... Después pasaron ocho días. Al cabo de ellos volvió a visitarme el doctor Rodríguez. Ninguno de los dos nos atrevimos a abordar el tema. Conversamos largo rato de cosas indiferentes. Al pasar, quizá llevado por la preocupación que me dominaba en ese momento, me referí a los hombres espiritualmente exóticos. El doctor Rodríguez creyó que mi intención era iniciar el debate del «asunto», y previo cierto gesto especial lleno de ceremonia, me dijo apoltronándose:

-«Voy a narrar a usted una historia que a mí me resulta no sé si terrible o ridícula. Ella le explicará acabadamente lo que usted no haya podido descifrar en la página que hace algunos días confié a su estudio. Escúcheme usted:

Era yo todavía un niño cuando vi por primera vez al doctor Inchausti. Lo recuerdo, fue una mañana gris y triste, en la que la neblina era densa y hacía mucho frío. Parábamos en el mismo hotel. Cuando lo vi, su persona me causó verdadera impresión. Era alto y escuálido. Una larga y espesa barba le ocultaba   —250→   casi por completo el rostro, en cuyo fondo relampagueaban dos menudos ojos vivaces.

La casualidad quiso que la misma tarde del día en que lo vi por primera vez, entablásemos relación. Yo era el único niño mayorcito que había en el hotel. Quizá por eso se dio conmigo. Visiblemente le huía a los hombres, y sobre todo a los viejos...

En pocos días Inchausti y yo, guardando las distancias que nos imponían nuestras respectivas edades, éramos ya dos antiguos camaradas.

Él no tenía secretos para mí. Y a esto, precisamente, debo el conocimiento de todo el misterio de su vida. Oigalo usted:

Juan Carlos Inchausti nació en un rincón de América. Cuando estudiaba tercer año universitario en la ciudad capital de su patria, se enamoró de una aprendiz de modista, muy hermosa y por lo tanto demasiado mujer.

Margarita -así se llamaba la adorada- correspondió al amante el tiempo que lo suelen hacer todas las niñas: dos meses escasos. Después entregó su corazón a un apuesto dependiente de almacén. No obstante, seguía aceptando las demostraciones de Inchausti...

Él no sospechó nunca la traición: era demasiado hombre. Un día notó que la frialdad que su amada había comenzado a demostrarle recrudecía asombrosamente. Quizá dominado por algo de eso que el léxico del vulgo apellida celos, inquirió una razón de ello a Margarita. Esta, por toda respuesta, se sonrió...

Hubo entonces un largo suspiro intensamente triste. Luego los dos amantes no se vieron más.

Inchausti, en esa hora, sintió poblarse de Holanda su cerebro. Amaba a Margarita, casta y sinceramente, como se ama a una flor. Su desprecio lo anonadaba. Cuando supo la verdadera causa que la movía, pensó vagamente en el suicidio. Él había descendido hasta ella, desde el pináculo de su posición social y ella prefería las dotes demasiados clásicas de un vulgar acólito de mostrador, a su nombre, a su porvenir y a su cariño...

Desde entonces se iniciaron en el espíritu de Inchausti esos que él mismo llamaba experimentos. El Bien empezó a luchar con el Mal. ¡Y que luchas, amigo mío!

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La página que he puesto en sus manos, y que sin duda habrá leído usted, es una prueba muy clara de ello. Yo me estremezco de terror al solo recuerdo de uno de aquellos inverosímiles combates interiores.

Se lo voy a referir a usted con las mismas palabras con las que él me lo narró, desde su lecho de enfermo, muy pocos días antes de morir.

«No hacía un año aún -son los términos de Inchausti- que me había recibido de médico. Mi fama de buen facultativo estaba entonces en formación, pero era ya lo bastante conocido para que algunas familias de las más aristocráticas de mi ciudad natal, pusieran en mis manos uno que otro de sus enfermos.

Pues bien. Cierto día fui llamado con urgencia a casa de la familia de B... - Lucía, una hermosa princesa de quince años, se sentía gravemente indispuesta. Comparecí al llamado. La examiné. No habla duda: Se trataba de un caso de apendicitis.

Iba a revelar la gravedad de la dolencia a la familia de Lucía, cuando, de pronto, me acometió un terrible deseo de hacer mal. Bien sabía yo que la más grave demora bastaba para cegar aquella vida, tan pletórica de todo lo que le faltaba a la mía. Y pensé en dejarla morir. En ese instante, supremo y terrible, había en mi interior una como tormenta de sombras, y el rostro de Voltaire, malignamente sonriente, parecía pronunciarse sobre el mío.

Quise deshacerme de aquel infernal pensamiento, mas todo fue en balde.

Si por un lado el agosto prematuro de esa flor, que nada sabía del frío del invierno, tocaba rudamente las fibras delicadas de mi espíritu, por el otro, los terribles insomnios de mi vida nublada iban puntualizando en mi corazón un secreto prurito de venganza.

Yo tenía bien presente, en ese instante, el cuadro que epilograría [sic] la muerte de la niña. Y en verdad me resultaba sugestivo.

Ver tronchar esperanzas con vigores de robles, era para mí algo que aguijoneaba mis placeres de esteta.

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El llorar de la madre que se enorgulleció tantas veces de los elogios tributados a las prendas de su hija, la desesperación de los allegados vanidosos que la presintieron triunfadora en hiperbólicos salones de ensueños, la profunda tristeza de las niñas coquetas que se jactaron de gozar de su privanza, y la dantesca agonía, también, del secreto adorador predilecto, que allá, en una tarde, escuchó una promesa que era un cielo: todo, todo, daba desmedidas ampulosidades a la fiereza de ese tigre espiritual, que está rugiente siempre dentro de mi corazón todo Siberia...

Yo creí, o quise creer entonces, en la universal comunidad de las mujeres, y pretendí vengar con la muerte de Lucía la ofensa que me hiciera su sexo en los crueles desprecios de aquella otra hermosa cuyo recuerdo se ha identificado con mi vida. Y ahora oiga usted lo más terrible:

La dejé morir, y pude presenciar el cuadro. Y gocé, gocé una porción de placeres incontables...

En medio de una sociedad que maldijo, y en medio del desmoronamiento de mi fama reciente, fui por algún tiempo feliz. La venganza, así como yo la entendía, había echado un poco de sol en mi cerebro. Pasó el tiempo, y después, tras el ocaso vino la noche. El Mal fue descendiendo lentamente, como un telón en una escena dramática de efecto. Y noté de improviso la presencia del Bien. ¡Qué noches pasé entonces! Mi desprestigio científico, que antes había despreciado, me taladró como una daga. Debo confesarlo. Yo tenía conciencia de mi propio valer. La muerte de la niña no se la podía achacar, jamás, a mi impericia médica. ¡Demasiado conocí desde el primer momento cual era la dolencia que la aquejaba; y bien presente tuve también todos los procedimientos terapéuticos y clínicos que debieron emplearse para salvarla. Se había muerto sólo porque yo había querido que se muriese. Fue un acto consciente. Sí, señor mío, perfectamente consciente...

Esto explica mi desesperación. Yo no podía defenderme sin revelar el secreto de sombra que envolvía a mi espíritu. Me resigné,   —253→   y después, cuando mi situación se hizo imposible, emigré de mi patria.

Desde entonces, varias veces, la muerte de Lucía me ha provocado diversos e inexplicables sentimientos. A ratos he experimentado placer, a ratos miedo, a ratos vergüenza, y a ratos, también, un profundo y terrible remordimiento. Pero hasta ahora ignoro si he hecho bien o mal. Por eso he dicho alguna vez que soy un caso de estudio...»



Después hubo una pausa. El doctor Rodríguez, que a partir de la segunda mitad de su narración había dado a su tono una secreta tonalidad de música de requiem, concluyó como el epílogo evocador de un salmo triste, cuya última armonía se pierde en el conjunto de las notas finales, que agonizan bajo la pesadez del órgano cansado...

Ambos guardábamos silencio. Un silencio como el prologa siempre a la admiración de las cosas estupendas. Luego, mientras yo intentaba deshacerme de una enorme carga de meditaciones sobre cosas profundas, e imposibles, el doctor Rodríguez continuó su relato.

Yo oí muy poco del resto de la narración. Apoltronado en mi sofá, frente a mi interlocutor, soñé con los ojos abiertos. Estaba como nirvanizado de sombra...

Mientras el doctor Rodríguez habló, apenas si distinguí, confusamente, el acompasado movimiento de sus labios. Sobre lo que me relató nada sé. Lo ignoro todo. Sólo recuerdo que después de estrechar la mano del doctor Rodríguez, cuando este creyó oportuno retirarse, me senté, cerré los ojos, y así permanecí, -entre dormido y despierto- hasta que rayó el alba.

Rodríguez acababa de abrirme, quizá sin saberlo, un campo nuevo a las especulaciones de mi espíritu...



Hace un año ya que conozco la historia misteriosa e íntima   —254→   del doctor Inchausti. Durante el año transcurrido he estudiado y analizado mucho su personalidad psicológica. Para mí, ya no es un enigma. Sencillamente es hombre...

¿No lo creéis? Pues bien. Consultad a vuestra propia conciencia. En todos nosotros hay gérmenes de eso que modeló el espíritu de Inchausti. Para hacer eclosión, no necesita más que la vida le brinde la oportunidad de ello. Y después, ¿quién puede asegurar que todos los hombres -más o menos aparentemente correctos y sensatos- no obran a toda hora como Inchausti? ¿Conocemos, acaso, el obscuro misterio de todas las almas?

Para el que cree en lo Incognoscible de Spencer, lo que Inchausti llamaba experimentos no es otra cosa que la lucha necesaria entre el Bien y Mal, cuyos resultados, al postre, determinan la suerte de ultratumba.

Por qué se inclinó Inchausti hacia el lado del mal, preguntádselo a los poetas enamorados que se suicidan, a los maridos celosos que matan, y a las novias soñadoras que se meten a monjas porque su paje azul se esfumó en los devaneos de una fiesta... A todos ellos, como a Inchausti, los arrastra una de las dos fuerzas que trabajan a todos los espíritus. ¿Son inocentes, son culpables? Inquiríos a vosotros mismos la respuesta. Y después -serenamente- arrojad contra Inchausti vuestra piedra...