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¡Padre, no puedo más! mi amor refreno, |
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pero en la horrible lucha estoy vencida; |
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esta pasión se extinguirá en mi seno |
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con el último aliento de mi vida. |
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Cuando él no está a mi lado, desolada, |
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maldiciendo mi mísera existencia, |
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siento sobre mi frente fatigada |
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el peso abrumador de la conciencia. |
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Pero al verlo, olvidando mis enojos, |
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en vano a la razón ansiosa llamo, |
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y aunque callan mis labios, con los ojos |
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no ceso de decirle ¡yo te amo! |
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Vos me habláis de la gloria y del martirio, |
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del enojo del cielo que provoco, |
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¿pero no comprendéis que es un delirio |
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hablar de todo eso al que está loco? |
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¡Su amor! ése es el cielo que yo ansío |
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de mi pasión en el afán eterno, |
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y encuentro más terrible su desvío |
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que todos los tormentos del infierno! |
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¡Mis ansias ahogaré desesperadas, |
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pero él verá en mis ojos sus ardores, |
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porque siempre al mirarlo, mis miradas |
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serán besos de amor abrasadores! |
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¡En vano espero sin cesar rezando |
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encontrar en la fe consuelo y calma, |
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y en vano mis entrañas desgarrando |
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quiero arrancar su imagen de mi alma! |
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¡Mi amor es el incendio desatado |
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cuya llama voraz nada sofoca! |
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El torrente que rueda desbordado |
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arrastrando a su paso cuanto toca! |
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Decís que iré a la gloria si mi anhelo |
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logro vencer y de su lado huyo, |
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¿pero habrá alguna dicha allá en el cielo |
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comparable siquiera a un beso suyo? |
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Oyendo del deber la voz airada, |
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fuerzas a Dios para luchar le pido, |
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y al verlo, de pasión enajenada, |
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deber y religión, ¡todo lo olvido! |
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Vos, juzgando el amor a vuestro modo, |
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decís que no es un mal desesperado, |
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decís que con la fe se alcanza todo, |
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¡no sabéis qué es estar enamorado! |
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Os digo que prefiero, delirante |
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de mi loca pasión en los anhelos, |
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la dicha de mirarle un solo instante |
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a la eterna ventura de los cielos! |
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¡Ay, padre!, en vuestra santa y dulce calma |
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rogad a Dios que evite mi caída, |
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porque este amor se extinguirá en mi alma |
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con el último aliento de mi vida! |
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Esculturales líneas dibujaban |
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su varonil y espléndida cabeza, |
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y unida en su cuerpo se mostraban |
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la fuerza, la arrogancia y la belleza. |
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Suave como la seda y reluciente |
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la cabellera negra y ondulada, |
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brillaba en torno de su hermosa frente |
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para ceñir laureles modelada. |
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Sus grandes ojos negros que vertían |
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destellos que su rostro iluminaban, |
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airados, a los hombres imponían; |
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tiernos, a las mujeres fascinaban. |
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Bajo el bigote de ébano luciente |
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su boca, como flor en la mañana, |
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mostraba al entreabrirse sonriente |
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húmedas perlas entre fresca grana. |
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La barba, que la enérgica hermosura |
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de su cabeza artística acentuaba, |
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sobre su tez de pálida blancura |
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como un jirón de noche resaltaba. |
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Cuando su voz al pueblo conmovía |
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en la tribuna hermoso y arrogante, |
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de la elocuencia el genio parecía |
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ante la turba muda y palpitante. |
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Y su genial palabra subyugaba |
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y era viril, ardiente y luminosa; |
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si el amor a la patria la inspiraba, |
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fuerte ariete o palanca poderosa. |
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Soberbio a veces de entusiasmo, erguía |
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la magnífica y pálida cabeza |
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y la negra melena sacudía |
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del león con la ingénita fiereza. |
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Nunca sintió del desaliento el frío |
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y al combatir de la injusticia el yerro |
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ningún temor aminoró su brío, |
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ni doblegó su voluntad de hierro. |
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Por sublime ideal enardecido, |
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eran su culto el bien y la belleza, |
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y llevaba en alma de elegido |
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de los héroes la insólita grandeza. |
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¡Me lo dijeron; y por un instante |
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apagose la luz de mi razón, |
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helóseme la sangre, y su latido |
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detuvo el corazón! |
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¡Después, ruda, violenta, arrolladora, |
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destrozando mi alma, sin piedad, |
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se desató de mi dolor inmenso |
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la horrible tempestad! |
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¡Y exhalé extraños gritos de agonía, |
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y con terrible angustia sollocé, |
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y de rodillas con las manos juntas, |
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la muerte demandé! |
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¡Y me reí, convulsa y palpitante, |
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con la risa estridente del dolor, |
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y lancé en pavoroso desvarío |
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rugidos de furor! |
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¡Y con la voz de lágrimas henchida, |
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al cielo mis plegarias elevé, |
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y con acento amenazante y ronco, |
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maldije y blasfemé!... |
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El cáliz del dolor, gota por gota, |
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mi labio hasta las heces apuró, |
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y el raudal abundoso de mi llanto |
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al cabo se agotó! |
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¡Y entonces, de mi espíritu rendido |
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trocáronse el tormento y la inquietud, |
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en calma semejante a la que envuelve |
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al muerto en su ataúd! |
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¡Y proseguí el camino de la vida |
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por la suerte dejándome arrastrar, |
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cual náufrago infeliz que se abandona |
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a las olas del mar! |
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La luna alumbra, aroma la floresta, |
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acaricia el terral, canta la ola, |
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alegran la ciudad ruidos de fiesta, |
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y yo estoy como siempre: triste y sola. |
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De apasionado anhelo palpitantes, |
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evocando un recuerdo muy lejano, |
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llegan a mí, distintas y vibrantes, |
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las notas melancólicas de un piano. |
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Vienen, turbando mi impasible calma, |
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a hablarme de delirios y ternezas, |
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y a su acento en el fondo de mi alma |
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despiertan sollozando mis tristezas. |
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Cuando, en distante y venturoso día, |
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oí por vez primera esa romanza, |
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un porvenir de gloria y de alegría |
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me mostraba risueña la esperanza. |
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Y del amor en el delirio ardiente, |
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del destino olvidando los agravios, |
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irradiaban los sueños en mi mente, |
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palpitaban los besos en mis labios... |
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Chispa de luz divina que un instante, |
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abrasadora en mi cerebro ardiste |
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con destello fugaz y deslumbrante, |
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¡en qué abismo de sombras te extinguiste! |
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Ternura que en mi pecho generoso |
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como una llama inmensa, derramaste |
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calor vivificante y amoroso, |
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¡en qué abismo de hielo te apagaste!... |
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Cuando, a veces, con íntimo quebranto, |
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de mi marasmo estúpido despierto, |
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me comprimo las sienes con espanto |
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porque siento el mareo del desierto... |
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Inerte la fogosa fantasía |
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que ya su vuelo a remontar no alcanza, |
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agotada del alma la energía, |
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sin ideal, sin fe, sin esperanza, |
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mi quietud a la muerte se parece; |
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que la vida es el ansia abrasadora, |
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la sensación intensa que estremece, |
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y el pensamiento ardiente que devora. |