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Realidad y fábula en Calabuch (1956), de Luis García Berlanga

Juan A. Ríos Carratalá


Universidad de Alicante



El cine es ficción, incluso el dirigido por Luis García Berlanga. Conviene recordar esta obviedad para evitar interpretaciones erróneas, derivadas a menudo de la ilusión de realidad provocada por algunas películas. Como espectadores, podemos sentirnos fascinados por una pantalla convertida en una ventana que nos permite asomarnos a un tiempo y un lugar supuestamente real. No se trata de una respuesta equivocada fruto de la ignorancia, sino de la sugestión ejercida por unas imágenes cuyo supuesto verismo nos hace olvidar la existencia de un director, un guionista, un productor, un fotógrafo, un montador y el sinfín de profesionales que intervienen en su creación y, por lo tanto, su manipulación. Sin embargo, la más elemental reflexión sobre la naturaleza del cine cuestiona esa hipotética realidad. O mejor dicho, nos ayuda a comprender los mecanismos por los que se convierte en una ficción que, a su vez, puede aportarnos conocimiento sobre aquello que ha estado en el origen de una creación cinematográfica.

Luis García Berlanga nunca ha pretendido ejercer de historiador o documentalista, facetas cuyo rigor metodológico y objetividad entrarían en contradicción con su anarquismo vital, el disfrute como objetivo del trabajo creativo y su voluntad de personalizar la plasmación en la pantalla de cualquier experiencia o conocimiento. El compromiso con la realidad del director valenciano pasa por una mirada propia, fruto de una personalidad tan peculiar como coherente con su época. Asimismo, este compromiso se subordina a la explícita voluntad de disfrutar, gracias a unas fábulas donde la imaginación alcanza un notable protagonismo y no teme incurrir hasta en lo caprichoso a la hora de recrear tipos o situaciones desligadas de la historia central. Así sucede especialmente en sus primeras películas, las anteriores a su colaboración con un Rafael Azcona (1926-2008) que le aportó rigor en la construcción dramática. También preceden a una época, los años sesenta, donde la mirada ingenua o tierna sobre unos referentes costumbristas ya habría quedado desfasada. No sucedía así en la década de los cincuenta, cuando todavía era posible y oportuno crear dos fábulas capaces de calar en el imaginario colectivo: Bienvenido, Mr. Marshall (1952) y Calabuch (1956).

Los pueblos de ambas películas revelan notables paralelismos en el reparto de papeles a partir de una muestra representativa de tipos y son, hasta cierto punto, complementarios. El director valenciano tal vez pretendiera abarcar la realidad del interior castellano (Villar del Río) y la costa mediterránea (Calabuch), aunque siempre pivotando en torno a unos mismos ejes de identidad en consonancia con otras filmografías italianas y francesas. Algunos de esos rasgos de identidad de una fábula con raíces costumbristas también estarán presentes en Los jueves, milagro (1957). La diferencia en este caso radica en un pueblo utilizado por Luis García Berlanga como un fondo. La localización carece de perfiles acusados y su aspecto queda un tanto difuso por el protagonismo de sus prohombres, siempre a la búsqueda de la solución milagrosa para la economía local.

A pesar de la presencia del comunista Juan Antonio Bardem en el guión de Bienvenido, Mr. Marshall, el objetivo de esta película y su, relativo, correlato mediterráneo no era testimoniar la realidad pueblerina de la época, para propiciar así la toma de conciencia del espectador. Ambos títulos permanecen alejados del frustrado proyecto neorrealista que llevaría por entonces a Luis García Berlanga en compañía de Cesare Zavattini y Ricardo Muñoz Suay por distintas regiones españolas1. En Bienvenido, Mr. Marshall y Calabuch, vemos unos pueblos tan aparentemente reales, gracias a la tradición costumbrista, como fruto de la imaginación del director compartida con los guionistas2. La misma se inserta en un proceso creativo cuyo compromiso con la realidad nunca abandona la sonrisa tierna y caprichosa, aunque también aguda en su captación de numerosos detalles con sugerencias entre paradójicas y sorprendentes.

Cualquier espectador de Bienvenido, Mr. Marshall y Calabuch puede haber tenido la sensación de pasear durante la primavera por las calles de un pueblo español de los años cincuenta, mientras saludaba al alcalde, departía con el párroco, se interesaba por la salud de algún vecino y sabía de los afanes de una colectividad tan armónica como satisfecha, a pesar de la autarquía3. La sensación resulta reconfortante en la estela de tantos elogios tradicionales de la vida sencilla o la alabanza de aldea e invita a la sonrisa evocadora, al igual que sucede con cualquier mundo ideal cuyos referentes sean inequívocos, perdurables y entrañables. La imagen de esos pueblos también se aloja con facilidad en nuestra memoria, donde a menudo se entremezclan realidad y ficción porque, entre las experiencias vividas, las derivadas de nuestra condición de espectador o lector alcanzan un notable protagonismo.

Mi ensayo titulado La sonrisa del inútil. Imágenes de un pasado cercano (Alicante, Universidad de Alicante, 2008)4 es fruto de esa mezcla, que reivindico por lo compatible de sus posibilidades creativas y críticas al servicio de una memoria consciente de sus limitaciones o tergiversaciones. En las páginas de un libro escrito con voluntad de compartir experiencias, los pueblos recreados por Luis García Berlanga y otros cineastas españoles como José Luis Cuerda merecen el protagonismo de lo evocado entre sonrisas, incluso a modo de alternativa tan ideal como necesaria frente a la realidad cotidiana. Sin embargo, nunca he pretendido creer o hacer creer que sus calles, con sus tipos y ambientes de raíz costumbrista, son un correlato de una realidad histórica poco propicia para la sonrisa, como es el caso de la España pueblerina del franquismo.

Si los alcaldes de aquella época hubieran sido como el Pepe Isbert que nos debía una enigmática explicación, los párrocos émulos del Félix Fernández empeñado en ganar una partida de ajedrez por teléfono y los comandantes de la Guardia Civil tan acogedores como Matías (el orondo Juan Calvo), convertido en posadero de un contrabandista con vocación de yerno (El Langosta, interpretado por Franco Fabrizi5) y admirador de Juanita Reina..., no cabe duda de que añoraríamos esta edad de oro digna de la pluma cervantina. Ante semejante autoridad civil, religiosa y militar, ni siquiera sería preciso legislar acerca de la memoria histórica para que muchos sintieran la necesidad de recuperar un pasado de armonía y felicidad, tan sobrio como encantador. Sin embargo, sucede todo lo contrario. El franquismo apenas cuenta con herederos reconocidos, quienes podrían serlo por trayectoria ideológica o política disimulan al respecto y sólo ejercitan la memoria, con desigual fortuna, aquellos que soportan la mediocridad y la represión de la dictadura porque se saben ajenos o contrarios a la misma. Ante semejante panorama, una alternativa es sonreír al evocar un supuesto pasado mediante estas entrañables películas, que en la actualidad disfrutan de un amplio consenso en contraste con las polémicas o la desatención sufridas cuando se estrenaron. Se trata de un consenso sustanciado con el paso del tiempo y propio de un sueño colectivo; es decir, del ideal retrospectivo donde nos gusta reconocernos. Su concreción cinematográfica nos remite a un imaginado pasado de armonías, siempre proclives a la añoranza frente a una realidad histórica donde la contradicción y las consiguientes dudas a menudo resultan insoportables.

Los sueños también forman parte de nuestra realidad. Nunca conviene desecharlos como fuente de información, pero sabemos que resultan engañosos. Algo similar sucede con la ficción cinematográfica o de cualquier otro tipo. La contemplación de una fábula como Calabuch puede sernos útil para conocer algunos aspectos de la realidad histórica de aquella España anterior al desarrollismo, que comenzaría poco después con los planes de estabilización económica, la emigración masiva a otros países europeos y el turismo como fenómeno de masas. La imagen de la costa de Peñíscola, vista desde el helicóptero que se lleva al sabio norteamericano, resulta tan curiosa como primitiva para nuestros ojos acostumbrados al urbanismo salvaje. Sus playas desiertas y sus alrededores de una naturaleza sin construcciones, virgen, son un ejemplo del equilibrio ecológico perdido en nombre del progreso económico gracias al turismo6. La cámara tampoco miente cuando retrata la modestia de un pueblo costero donde la única fuente legal de ingresos es la pesca, aunque casi siempre acompañada del consentido contrabando. Algunas escenas de Calabuch, como la boda seguida por la botadura de la barca de los novios, revelan un valor antropológico, casi documental sin necesidad de romper la coherencia de una fábula poco sujeta a la progresión dramática del guión. Sin embargo, estos rasgos capaces de aportar una información social o económica son elementos aislados, apenas subrayados por un director que maneja una historia ajena -«Calabuch es mi única película que no ha partido de una idea original mía»7- y actúan como un fondo cuyas posibilidades de llegar al espectador son mínimas. Lo fundamental en esta fábula cinematográfica es la imaginación de los guionistas y el director al servicio de un mundo ideal, cuyos referentes sólo cabe justificar desde los presupuestos de la ficción.

Vittorio de Sica y Cesare Zavattini comenzaban su Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1951) con el habitual «Érase una vez...» de los cuentos. Apenas era necesario dada la vertiente fantástica, hasta onírica, de este ejemplo del denominado «neorrealismo mágico». En el caso de Calabuch, esa misma fantasía no resulta tan evidente porque nadie, salvo el entrañable Jorge (Edmund Gwenn, con su aspecto de Papá Noel), sale volando del pueblo y menos en una escoba. La ilusión de realidad se mantiene con fuerza gracias a un costumbrismo amable que recrea diferentes tipos: el farero, la maestra, el contrabandista, el guardia civil, el cura, el pintor, el torero..., algunos de ellos con sus correspondientes pluriempleos y todos unidos en la amistad con Jorge, el sabio y enigmático anciano cuya llegada cataliza los buenos sentimientos de tan idílico pueblo.

La homogénea decantación hacia lo positivo es el primer síntoma que nos aleja de un supuesto realismo. Si parafraseamos a José Antonio Primo de Rivera, Calabuch constituye «una unidad de destino en lo universal». La definición es tan retórica como otras de un líder poco sujeto a la vulgaridad de la concreción, pero subraya lo unitario de un pueblo donde la convivencia es armonía. Lejos de cualquier indicio de enfrentamiento social o de otro tipo, en la película de Luis García Berlanga aparecen las figuras del contrabandista y el guardia civil como complementarias y sin asomo de oposición. El Langosta es el único que garantiza la proyección de los rollos donde aparece Juanita Reina, las autoridades (civil, militar y eclesiástica) encabezan un pueblo donde nadie duda acerca de su orden tan perfecto como inmutable y, por supuesto, ni siquiera encontramos un personaje negativo o conflictivo. A lo sumo, el alcalde es egoísta y rico, pero no olvidemos el desprestigio de lo político y el dinero en el pensamiento falangista y, sobre todo, que ambos rasgos, propios de los malvados de cualquier cuento, se proyectan con más fuerza porque se trata de un hombre casado sin autoridad frente a su esposa, otro lugar común de una mentalidad con la que sintonizaba Luis García Berlanga.

Estas apreciaciones vinculadas con la realidad española de la época o la perspectiva de un director cuyas constantes son perceptibles a lo largo de su producción deben quedar en un segundo plano. Calabuch es una coproducción hispano-italiana con un reparto internacional encabezado por un actor norteamericano. El cartel de la película evidencia esta circunstancia, que obligaría a recrear una historia donde lo español o lo berlanguiano nunca podían alcanzar un excesivo protagonismo, máxime si recordamos que la idea original no era del director. En la mayoría de las monografías sobre su obra cinematográfica, Calabuch se despacha mediante el recurso a los supuestos excesos de ternura y sentimientos. Tal vez haya razones para hablar de los mismos, pero también conviene valorar el mercado internacional al que iba dirigida la película a tenor del reparto y los criterios seguidos por la coproducción. Esta circunstancia favorecería la selección de unos tipos y una historia sin demasiadas sujeciones a una realidad concreta y local. Por el contrario, la elección de una fábula como marco genérico haría más sencilla la comprensión del film en diferentes países de nuestro entorno. También se daba la misma circunstancia en El verdugo (1963), pero la diferencia básica es que en esta ocasión la idea original era del propio Luis García Berlanga y pronto encontró un desarrollo coherente gracias al guión de Rafael Azcona. Sin embargo, Calabuch ya le vino hecha al director. Sólo pudo introducir detalles de su cosecha, apuntes con evidentes referencias en otras películas suyas, pero sin capacidad para desmontar la fábula en nombre de un más estrecho compromiso con la realidad y su mirada escéptica.

El retrato amable de los tipos recreados en Calabuch conjuga la raíz costumbrista de su elección con el subrayado de aquellos rasgos entrañables y simpáticos que todavía nos seducen. Apenas importa el hipotético verismo cuando se busca la sonrisa con el perfil paradójico o curioso de unos tipos pronto así singularizados y, por eso mismo, capaces de incorporarse a nuestra memoria. Del farero recordamos sus cálculos siderales y su afición por el ajedrez compartida con el cura, del comandante de la Guardia Civil se subraya su fondo bondadoso con quienes le rodean sin temor a la gruñona autoridad, el contrabandista es el amigo solidario de todos los vecinos e incluso el torero -un excelente José Luis Ozores- mantiene una relación paterno filial con su bestia (Bocanegra), hasta el punto de llevarla de pueblo en pueblo temiendo que se resfríe por no seguir sus consejos. La ruptura de las expectativas, de una lógica realista, propicia la sonrisa en unos paradójicos retratos que cuentan con la colaboración de unos actores de reparto siempre eficaces. Gracias a la credibilidad de su trabajo, los espectadores aceptamos con naturalidad lo extraordinario o insólito, sonreímos y dejamos para mejor ocasión la voluntad crítica que nos llevaría a rechazar la mistificación de la realidad. Apenas importa esta última en Calabuch cuando se nos ofrece la oportunidad de callejear por un pueblo modesto, pero poblado por seres entrañables, curiosos y con una filosofía vital cuya sencillez nunca pasa de moda.

Algunos de mis libros sobre el cine español me han permitido visitar con asiduidad estos pueblos de la ficción. Me siento a gusto en compañía de tipos tan singulares como divertidos y, a modo de homenaje, les he dedicado el capítulo inicial de La sonrisa del inútil8. En el mismo conjugo las tareas de investigación con la memoria y el humor. Este último lo comparto con unos cineastas que, en la estela de Luis García Berlanga, han sabido extraer de la realidad los aspectos más paradójicos sin temor a los riesgos de lo anecdótico. Sin embargo, en toda fábula que se precie debe haber una enseñanza, no necesariamente moral aunque sí propicia para una reflexión al margen del vértigo de lo abstracto, corroborada por la evidencia de la misma historia recreada gracias al fabulista. En el caso de Calabuch, esa enseñanza se personifica en la actitud vital de un personaje secundario: el pintor interpretado por Manuel Alexandre. Al igual que sucede con otros habitantes del pueblo, apenas conocemos unos pocos rasgos de un sujeto cuya parsimonia a la hora de rotular el nombre de una barca es una lección filosófica; sin pretensiones de serlo, impartida como una anécdota que contiene la enseñanza coherente con el resto de la fábula.

La frecuentación de pueblos ficticios como el de Calabuch es una condición indispensable para valorar las dificultades a la hora de trazar cualquier ese, con sus pronunciadas curvas siempre amenazando. La perfección a la que aspira el rotulista requiere tiempo, ponderación y reflexión, compartida con quienes se asoman a contemplar una tarea sólo en apariencia inútil. El anciano Jorge procede de un mundo tan científico como práctico, pero en su búsqueda de una alternativa vital a la orilla del Mediterráneo comprende al artista que le explica las dificultades para rotular una barca con el nombre de Esperanza, cuya segunda letra es capaz de hacer encallar una tarea donde todavía imaginamos otros peligros. Al final, el rótulo trazado con tanto primor acaba emborronado por culpa del párroco y su hisopo; una escena, casi una broma, que pasó desapercibida para la censura, pero coherente con el fondo más melancólico que triste de la película9.

Jorge es, en realidad, el profesor George Hamilton. Como tal sujeto tendrá que volver a su mundo complejo y deshumanizado de los cohetes espaciales, tan diferentes de los fuegos artificiales «con caña» lanzados para vencer en la anual disputa con Guardamar. Calabuch pierde así a su más querido amigo, pero imaginamos que la consiguiente melancolía de quienes se resignan a verle partir será compensada con la superación, la identidad alcanzada gracias a un sabio capaz de reforzar la solidaridad de los vecinos. Aquel pueblo de la costa permanecía casi dormido en su bondad. Ahora, además de serlo, se sabe bueno y unido ante los demás, se siente orgulloso porque ha descubierto una identidad que le permitirá afrontar la melancolía de una derrota parcial tan similar a la de Bienvenido Mr. Marshall. En este caso, no se trata de ejemplificar un regeneracionismo autárquico capaz de aglutinar desde el noventayochismo hasta el falangismo coetáneo, sino de trasladar a la pantalla una filosofía vital de tempo lento, atenta al detalle y capaz de compensar lo inútil con la perfección, aunque al final siempre pueda llegar un párroco capaz de estropear lo realizado con primor. Apenas importa; el artista de Calabuch evitará la melancolía porque supera con éxito, y una sonrisa, el desafío de la Esperanza.

A partir de este personaje secundario, de unas escenas alojadas en mi memoria del humor, fui trazando La sonrisa del inútil como un telar donde el hilo de la ficción me conducía a distintas imágenes de un pasado cercano. El objetivo no era la realidad histórica de un período que abarca desde los años cincuenta a la transición democrática, sino perfilar esa época a partir de un conjunto de personajes, situaciones y ambientes de una ficción que me ayuda a mantener viva la memoria.

El riesgo es confundir la Historia con la memoria o escribir desde esta última con la pretensión de historiar un período concreto. Por ignorancia o conveniencia, ese riesgo se convierte en un error cuando se oculta su existencia al lector o no se asume con la humildad de quien dispone de un instrumento interesante, pero limitado de cara al conocimiento de la realidad histórica. No cabe duda de que películas como Calabuch ayudan a sustantivar una imagen de los pueblos españoles de aquella época. Conviene, pues, observarlas con atención para captar numerosos detalles preservados del olvido gracias a una cámara que, a pesar de estar al servicio de la ficción, siempre resulta sensible ante lo tangible de la realidad, aunque a veces sólo permanezca en la pantalla gracias a la profundidad de campo. La imagen del botijo a la sombra del alféizar de una ventana puede albergar un valor connotativo, pero jamás deja de ser un botijo, tanto en la realidad captada como en su recreación en un marco de ficción. Así lo percibimos y es lícito deducir las oportunas conclusiones, pero conviene evitar la elevación del detalle a la categoría, el olvido de un proceso creativo que sólo es una mirada a partir de la realidad, nunca esa misma realidad y menos cuando la consideramos desde una perspectiva histórica.

Si cayéramos en dicho olvido, la contemplación de Calabuch nos llevaría a pensar en un país idílico caracterizado por una bondad y una armonía que invitan a la sonrisa. Podemos disentir en nuestra valoración de aquella España, pero dudo que esa visión sea defendible desde una perspectiva histórica. Ni siquiera la asumirían los propagandistas de la dictadura cuyos libros disfrutan de una apreciable presencia en la oferta de novedades editoriales. Sin embargo, y a poco que sepamos de la dimensión sociológica del fenómeno cinematográfico durante los años cincuenta, resulta comprensible que con películas como la de Luis García Berlanga el cine sirviera de consolación y hasta alternativa ensoñadora frente a la mediocridad de una realidad necesitada de estas ficciones. Se trataría del consuelo de imaginarnos mejores en un mundo de ficción y la ensoñación de escapar de lo complejo, violento y angustioso para dedicarnos a trazar una ese con toda la parsimonia necesaria. Una ensoñación que con el paso del tiempo ha cobrado nuevos significados, imprevistos tal vez por sus propios creadores, pero que en La sonrisa del inútil alimentan una memoria generacional sin pretensiones históricas. La he revitalizado en conexión con otras fuentes del conocimiento para matizar y perfilar una imagen que no resulte un frío retrato, sino un recuerdo capaz de alentar reflexiones sin abandonar esa sonrisa con la que tantas veces nos ha deleitado un pintor de eses: Luis García Berlanga10.





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