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Salvador Rueda, director de «La Gran Vía» (1894-1895), y la renovación poética finisecular

Marta Palanque


Universidad de Sevilla



La Gran Vía. Revista semanal ilustrada se publica en Madrid, entre el 2 de julio de 1893 y el 14 de diciembre de 1895. De formato y contenido misceláneo similar al de Blanco y Negro, se imprime primero en E. Rubiños y, luego, en los talleres de los Sucesores de Rivadeneyra. Sus fundadores fueron Gaspar Abati, dueño de una fábrica de sombreros donde, a la sazón, estuvo la administración de la misma1, y el dramaturgo y poeta festivo Felipe Pérez y González, que aparece, además, como director de los primeros números. Fue probablemente la común inclinación a la zarzuela y a la poesía festiva la base de esta sociedad; mientras en ella Abati es el aficionado que ofrece alguna composición humorística, el sevillano Pérez y González es entonces el autor de éxito, sobre todo por su libreto de la famosa zarzuela también titulada La Gran Vía, estrenada en 1886, con música de Federico Chueca y Joaquín Valverde2. A su popularidad contribuyen de igual modo los poemas satírico-humorísticos que insertó en varios periódicos y revistas (El Motín, La Correspondencia de España, El Liberal, Blanco y Negro...). Claro está que la coincidencia con el título de la zarzuela, no es gratuita y que, por el contrario, aporta información suficiente para adivinar la orientación de los contenidos de la revista. A partir del número 8 (20 de agosto de 1893) sustituye a Pérez y González en la dirección el popular Carlos Frontaura, de gran experiencia en estas lides3, quien permanecerá en su cabecera hasta el número 38 (18 de marzo de 1894). Durante una serie de entregas no se menciona el nombre del responsable, pero ya en el número 74 (25 de noviembre) se informa de su venta a otra empresa y, desde el número 76 (9 diciembre de 1894), consta como nuevo director Salvador Rueda. Además, el epistolario de Rueda confirma que era uno de los nuevos propietarios junto a otro socio (es decir, Abati)4. La impronta del malagueño marca los contenidos de La Gran Vía de forma decidida desde esta fecha y hasta el número 115 (8 de septiembre de 1895), cuando cesa. Lo que me importa destacar aquí es que durante su dirección la poesía ocupa una posición estelar en sus páginas, en una combinación armónica con la imagen, de indiscutible protagonismo y valor intrínseco, no meramente subsidiario. No quiere decir esto que género poético e imagen carecieran de relieve en los números anteriores, sino que adquieren mayor significación y se modifica, al menos en parte, el criterio de selección. En definitiva, hay un cambio en la línea editorial que, aunque no absoluto, entiendo que es significativo de un momento en el que Rueda era considerado por algunos jóvenes escritores españoles e hispanoamericanos como una de las figuras más relevantes de la revolución poética a finales del siglo XIX. A describir este cambio de orientación en La Gran Vía, y a valorar su interés en el contexto de la poesía española finisecular, dedico este artículo.




La primera época de La Gran Vía

Desde sus comienzos La Gran Vía es una revista literaria y artística que tiende al humor y al costumbrismo satírico. La información ocupa un espacio menor, reducida a la sección de «Actualidades», también casi siempre en tono irónico y burlesco. Junto a artículos de carácter ensayístico, las narraciones breves en prosa y las composiciones poéticas, de muy diversa factura, son el cuerpo principal del texto. Las reproducciones (en huecograbado y fotograbado) de obras de pintores y escultores coetáneos, y los dibujos compuestos expresamente para la publicación conforman su parte artística. La portada del primer número lleva un fotograbado firmado por Cecilio Pía (dibujante) y José Arija (grabador), cuyos nombres se repiten en los sucesivos. Asimismo son frecuentes Alfredo Perea, colaborador de Frontaura en otras empresas periodísticas (La Risa, por ejemplo), y, a lo largo de toda su andadura, las caricaturas y viñetas humorísticas de Ramón Cilla, asiduo de Madrid Cómico y Blanco y Negro. Incluye además láminas procedentes de La España Ilustrada. Como en otras publicaciones de igual corte, destaca la adecuación entre imagen y letra, con interesantes secciones artísticas donde obras de arte dan lugar a versos que las ilustran, y -lo que es más habitual- al revés, dibujos o pinturas que sirven para ilustrar textos en prosa o verso.

En el número 1 de La Gran Vía su primer director, Felipe Pérez y González, presenta a la recién nacida. Siempre en un tono divertido empieza declarando su falta de programa, y sigue:

«¿Para qué? No hay cosa más desacreditada ya que los programas; desde los políticos hasta los impolíticos [...]. No vengo a cumplir una "misión sagrada", como dicen algunos echándoselas de misioneros, ni a "llenar un vacío", como dicen otros, llevándose instintivamente la mano al bolsillo del chaleco. Pretendo sólo satisfacer un deseo vivísimo, que hace mucho tiempo que me aguijoneaba. El de publicar un periódico ilustrado, culto y ameno, que pueda halagar todos los gustos dignos, que pueda estar en todas las manos, y que se halle "al alcance de todas las fortunas", procurando mejorarlo cada día, atendiendo más a la satisfacción del público que a la realización de un "negocio"».



Su precio, económico y accesible, era de 20 céntimos el número suelto en toda España en un principio y bajó luego a 15, para mantenerse hasta su desaparición.

Según he adelantado, el contenido de la revista se centra de forma sensible en el humor: breves narraciones satírico-costumbristas en prosa y composiciones poéticas del mismo cariz. Entre los que firman las primeras están Adolfo Luna, Eduardo de Lustonó, Alejandro Larrubiera, José de Siles, Luis Taboada, Juan Pérez Zúñiga, Eduardo del Palacio, Jacinto Octavio Picón, Manuel Ossorio y Bernard, Ricardo Sepúlveda, el mismo Frontaura...; entre los autores de las segundas, Miguel Ramos Carrión, José Jackson Veyán, Rafael María Liern, Alberto Casañal, Manuel del Palacio, Vital Aza, José Fernández Bremón, Ricardo Monasterio, Félix Limendoux, José López Silva, de nuevo Juan Pérez Zúñiga...; la plana mayor de la poesía festiva y del género chico, en fin. Aunque sí predominante, no es la anterior la única tónica de la revista; también se pueden leer versos sentimentales de regusto romántico, al estilo campoamorino, y poesía de cantares firmada por José de Velilla, Blanco Asenjo, Narciso Díaz de Escovar, Ángel R. Chaves... Saco del conjunto el caso de Enrique Paradas (interesante «¡Allí!», núm. 31, que recuerda una de las «Nieblas» de Manuel Paso5) y los asomos de Pedro Barrantes («Mi zagala», núm. 59) y Dionisio Pérez («Los cantares de Otoño», núm. 68).

Por último, no faltan en el diseño de cada entrega las páginas finales dedicadas a charadas, anuncios y libros recibidos.




Salvador rueda como director de La Gran Vía


Colaboraciones poéticas. Los poetas andaluces, discípulos y compañeros

Antes de hacerse cargo de La Gran Vía como director-propietario, la firma de Salvador Rueda había aparecido al pie de una serie de poemas: «El bandolero andaluz» (núm. 51, 17 junio 1894), «El relevo en Palacio. Cuadro popular» (núm. 64, 16 septiembre), «Las mariposas nocturnas» (núm. 67, 7 octubre) y «La pisa de uvas» (núm. 69, 21 octubre). A continuación, se le encuentra en el número 75 (2 diciembre) inaugurando una nueva sección poética titulada «Mi álbum». Se incluyen ahora otras composiciones poéticas suyas: «Notas de otoño, I. Corona a Baco, II. El vals de las hojas, III. Los crepúsculos (Al ocaso)», y una de Manuel Reina: «La joven de los ojos negros». A pie de página se lee la siguiente nota:

«Para cerrar Mi álbum de esta semana, diré que en este mismo sitio nos daremos cita cada siete días, mis lectores, mis amigos y yo, para fantasear un poco, para hablar de arte, para contar el último libro, para dar cuenta de algún estreno, y para refrescar un poco el espíritu dando de mano a las rudas tareas diarias. Ya lo saben mis amigos y lectores de España y América: día para conversar unos momentos, los sábados, punto de cita, esta GRAN VÍA, popular y simpática».


El nombre de Rueda figura expreso en la cabecera a partir del número siguiente (núm. 76, 9 diciembre).

A partir de ahora, y a lo largo del que es su tercer año, se suceden una serie de novedades en la publicación, todas ellas tendentes tanto a consolidar, acentuando su calidad, su faceta artístico-literaria, como a incrementar la importancia de la poesía. Además, interesa qué tipo de poesía es ésta: no desaparecen los poemas festivos (aunque decae su protagonismo en muchos números a favor de nuevas actitudes) ni dejan de figurar poetas decimonónicos de valor reconocido (Campoamor, Zorrilla, etc.), pero adquieren relieve nuevos y jóvenes autores, en gran mayoría andaluces y enrolados en la inquietud poética que preside el nuevo director de La Gran Vía. Juventud es lo que demanda Rueda, lo repetirá una y otra vez; ésta es su apuesta y la mantendrá aunque moleste, asegura. En el número 88 (3 de marzo de 1895) inserta la siguiente nota dirigida «A muchos»:

«Sí, señores: La Gran Vía es una puerta abierta para todo joven de mérito literario, a quien otras publicaciones, por lo general, dan con la puerta en las narices.

Nosotros sólo damos con ésta a los tontos; sí, a los tontos, y... a los malvados».


En su epistolario, Rueda brinda la revista a sus amigos y paisanos malagueños para que publiquen «cosas cortas», sin poder retribuirlas, a cambio de hacerse ellos mismos suscriptores del semanario. Les pide, además, una lista de posibles suscriptores y reseñas que lo hagan conocer en Málaga. Cito algunos extractos de estas cartas:

«[...] desearía que tú, Narciso [Díaz de Escovar], pidieras en mi nombre cuatro u ocho versos a cada uno de los poetas de ésa, Arturo [Reyes] y demás jóvenes y viejos; y a los prosistas, con cuento de dos cuartillas solamente: mi objeto es darles forma en mi Revista que hoy circula aquí la mar, y se lee y se comenta a todas horas en los círculos literarios [...]».


(Dirigida a Narciso Díaz de Escovar y Ramón Urbano, 7 enero 1895)                


«Os pongo a vuestra disposición para sus asuntos literarios particulares, mi revista [...]: la pongo a disposición de Vdes. Para que publiquéis de vez en cuando (siempre cosas cortas), para que se ocupe de vuestros libros cuando los publiquéis, y para que os sirva de incensario y demás».


(Dirigida a Narciso Díaz de Escovar y Ramón Urbano, 23 enero)                


Precisa Rueda que quiere textos originales, no publicados, y solicita favores, indicando el nombre de artistas (escritores y pintores) a los que le gustaría ver en sus páginas, siempre gratis6.

Parece que lo consiguió, y no sólo en Málaga; también haría campaña Rueda en Sevilla, Almería, y Córdoba a juzgar por la colaboración reiterada de autores de esta procedencia. Y hace lo mismo con los dibujantes. Junto a viñetas de Cilla, que permanecen, un apellido se hace familiar número a número: Romero de Torres. Los tres hermanos -Enrique, Julio y Rafael, este último en menor medida7- colaboran con gran asiduidad, bien con dibujos de valor independiente, bien con ilustraciones, y se encargan de las cubiertas o páginas centrales de numerosas entregas. Bien es cierto que Julio y Enrique lo venían ya haciendo antes de que Rueda se hiciese cargo de la publicación, pero de su mano cobran una significación singular en su parte artística. También el pintor granadino Ernesto Gutiérrez trabaja como ilustrador fijo. Es así que La Gran Vía adquiere con la dirección de Rueda un carácter andalucista evidente, y ello tanto por el origen de sus colaboradores como por la temática de sus composiciones literarias y artísticas. La geografía andaluza y sus bellezas, sus tipos y costumbres, se suceden en unas y otras. Rueda busca favores entre sus amigos y abre la revista a aquellos que, sin serlo, le admiran y quieren iniciarse en el mundo de las letras, andaluces o no (pese a que, por los resultados, y probablemente por gozar allí de mayor predicamento, obtuviese más positiva respuesta entre sus paisanos). Además también reclamó la presencia de otros poetas no tan jóvenes y que habían comenzado a destacar en el panorama poético español finisecular. De una u otra forma, llegan hasta La Gran Vía una serie de poetas andaluces que cabe relacionar con Rueda por lazos de amistad y camaradería poética; algunos, además, se cuentan entre sus discípulos, aquellos que admiraron sus versos y los imitaron, y cuyas primeras publicaciones salieron a la luz precedidas de prólogos suscritos por el malagueño. Es el momento de anotar estos nombres: los cordobeses Manuel Reina8, otro de los primeros maestros poéticos finiseculares, Enrique Redel, Marcos Rafael Blanco-Belmonte, Rodolfo Gil y Guillermo Belmonte Müller, el malagueño Ramón Urbano, los almerienses Miguel Jiménez Aquino y José Durbán, el granadino Manuel Paso, los gaditanos Celedonio José Arpe y Carlos Fernández Shaw y el sevillano Joaquín Alcaide de Zafra. Algunos de ellos, casi olvidados hoy fuera del límite de su provincia, formaron parte de la juventud proclive al Modernismo que vio a Salvador Rueda, el gran triunfador instalado en Madrid, como adalid de la renovación poética. Destaco la fugaz aparición del también alménense Francisco Villaespesa (firma con sus dos apellidos, Villaespesa y Martín), que colabora con una breve rima en el número 919. Dentro de las inquietudes finiseculares también están otros colaboradores como Ricardo Gil, Sofía Casanova, Emilio Fernández Vaamonde (poeta muy conocido y valorado entonces, autor del prefacio a Intimidades (1898), primer libro de Villaespesa) y Miguel de Palacios10. Rueda prologará libros de algunos de ellos, dejando constancia de este reconocido magisterio; por ejemplo, en el caso de Enrique Redel, cuya introducción a su poemario Al aire libre recogió luego en el apéndice a El ritmo11, o del soneto-prólogo que abre Luchas (1899), el segundo libro de Francisco Villaespesa. De la misma manera es discípulo suyo Luis Zapatero González, poeta vallisoletano también presente en La Gran Vía, cuyo libro Rubias y morenas. Poesías (Valladolid, 1894) va precedido de un prefacio de Rueda titulado «Apología de la copla»12 y el granadino Gabriel Ruiz de Almodóvar, que había escrito en 1891 el ensayo Salvador Rueda y su obra. Otros nombres forman parte de su círculo de amigos en Madrid; es el caso de Andrés Ovejero, que fue secretario de la sección de Literatura del Ateneo madrileño o Vicente de la Riva Palacio, ministro de México en España y asiduo a las tertulias literarias madrileñas y al Ateneo (Francisco A. de Icaza fue secretario suyo).

Como para ratificar la realidad de su escuela, Rueda gusta de insertar en La Gran Vía fotos de sus compañeros poetas con dedicatorias cariñosas dirigidas a él, así como alguna carta también afectuosa.

Cabe, por otro lado, tener en cuenta el que varios de los poetas aludidos eran, a su vez, amigos entre sí, por razones de afinidad además de cercanía geográfica. Por ejemplo, Miguel Jiménez Aquino y José Durbán participaron en el proyecto de componer el libro de sonetos Flores de la Alcazaba (Almería, 1890; junto a Francisco Aquino) y se dedican poemas mutuamente; juntos estuvieron en el semanario La Ola (Amería, 1889), al que se unió Celedonio J. Arpe y, más tarde, en 1898, se les encuentra de nuevo en la publicación alménense El Ferrocarril, donde figuran poemas igualmente de Rueda o Catarineu (otro de los presentes en La Gran Vía). Blanco-Belmonte y Rodolfo Gil coinciden en su aprecio por la poesía árabe clásica, que tradujeron y mezclaron con su obra original (por ejemplo en Mirtos, 1911, de Gil). Estos nombres, para terminar con esta relación, se repiten en las primeras empresas periodísticas de Francisco Villaespesa, paisano y amigo, que muy pronto va a tomar la enseña de esta poesía andaluza13. Unos y otros se cruzan dedicatorias en los poemas de sus libros.

Junto a todos los citados, y sin agotar la nómina de La Gran Vía en estos comentarios14, espigo las firmas de tres andaluces más, esta vez unidos por una común inclinación a la poesía popular y a los cantares: el gran amigo de Rueda, el malagueño Narciso Díaz de Escovar y los sevillanos Luis Montoto y Carlos Vieyra de Abreu. Muy amigos de Rueda fueron, para terminar, José Carlos Bruna (gaditano) y Plácido Langle (alménense)15. Cabe suponer que otros tantos de los presentes en la revista son andaluces, aunque no he localizado referencias que me permitan afirmarlo.

Y entre todas estas firmas, y dentro de esta especie de familia poética, también está Rubén Darío, del que se ofrecen cuatro prosas procedentes de Azul...: «El velo de la reina Mab», «La canción del oro», «El palacio del sol» y «El pájaro azul» (núms. 97, 101, 105 y 111, respectivamente). Son estos aún los años en que Darío calificaba a Rueda de «joven homérida» y «buen capitán de la lírica guerra» en el «Pórtico» que escribiese para En tropel (1892) del malagueño; años en los que ambos se reconocían hermanos en un proyecto poético compartido.

Pasando ahora a los textos, en gran mayoría los poemas que estos autores insertan en La Gran Vía son deudores de la tradición decimonónica y de la plasticidad parnasiana, con la que conectan las citadas prosas darianas. Las escasas traducciones abonan lo dicho: Guillermo Belmonte Müller, gran admirador de Rueda y también intérprete de Musset, vierte a los parnasianos Leconte de Lisie, Heredia, Sully-Prudhomme y Coppée (núms. 81 y 82); el periodista catalán Ricardo J. Catarineu -cuya obra lírica evoluciona hacia un tímido Modernismo de la mano de Rueda, la lírica francesa y, más tarde, de Rubén- a Maupassant (núm. 85). Lo que Juan Ramón Jiménez llamase «colorismo» está presente en los versos de Alcaide de Zafra16, Miguel de Palacios, el orientalismo de Blanco-Belmonte (el más cercano discípulo de Manuel Reina) y Rodolfo Gil17, deudores de Hugo y Zorrilla, o Enrique Redel, por ejemplo, que inserta poemas como «El crítico de la botella»:


«¡Oh genios beneméritos!
vuestros cerebros..., cristalinos vasos
donde hierve el Champagne de las ideas,
sirven a los canallas del sarcasmo.
¡Oh músicos, poetas y pintores!
vuestros cerebros, cálices sagrados,
mi espíritu venera:
bulle en ellos la sangre de un Calvario!».


O «Noche borrascosa», cuyo ritmo recuerda a Rueda y a Zorrilla. Rueda, dando al mismo tiempo noticia del éxito que La Gran Vía tiene tanto en América como en España, da entrada a algún autor de aquellas latitudes (el colombiano Darío Herrera, el cubano Manuel Pichardo, al que Rueda también prologó algún libro18, el venezolano Gonzalo Picón Febres) y reseña o da noticia de nombres y libros de igual procedencia (por ejemplo, véase nota inserta en el número 92, donde, entre otros, alude al uruguayo Carlos Reyles, o núm. 112, en torno a La Naturaleza. Constelaciones, del poeta colombiano J. Rivas Groot). También se lee un poema de un José L. [sic] Chocano (núm. 113), que no localizo entre los de José Santos Chocano; ¿se trata de otro autor?19 La popularidad de Rueda en América, ya importante en estos años, quedaría luego refrendada con los recibimientos y agasajos que se le tributaron en sus viajes ultramarinos20.

En 1893 la poetisa puertorriqueña Lola Tió expresaba en una carta dirigida precisamente a Guillermo Belmonte Müller, entonces en Madrid, la admiración que la poesía de Rueda despertaba entre los americanos; véase Guillermo Belmonte Müller, Espuma y cieno. Poesías de 1870 a 1886. Contiene cartas de Lola R. de Tió (Lola de América) y poesías al poeta cubano Zenea, Córdoba, Diputación Provincial, 1973, pp. 106-107.

También es La Gran Vía lugar de encuentro con los maestros de la Restauración y del Romanticismo. De José Zorrilla se ofrecen algunos poemas inéditos, mientras las humoradas y cantares de Campoamor son permanentes. Vale la pena subrayar los tres poemas que publica Leopoldo Alas Clarín en el número 81 de la revista, junto a un artículo muy elogioso dedicado a él por Rueda. Bajo el título general «Del desván (tres poesías inéditas de Clarín)» figuran: «Córdoba», «Fragmentos de un incendio» y «De «La torre» (Colección «in fieri») (Ritmo imitado de D'Annunzio)»21. Ya en la entrega anterior (núm. 80) se había anunciado con mucho bombo la inclusión de las composiciones de Alas, «el maestro de los maestros», se indica, y el anónimo redactor (casi con total seguridad, su gran admirador Rueda) había subrayado el «ritmo tan audaz y valiente» de la última (combinación de versos de catorce y dieciséis sílabas con remate heptasílabo), añadiendo: «[...] jamás nosotros, tildados de progresistas en ese punto, nos hemos atrevido a tanto»22. La reproduzco aquí:



«Bruma callada amiga, circunda cual manto la torre,
símbolo del misterio de mis amores místicos.

Piramidal fantasma, la gótica sombra vigila,
y ofréceme el sigilo de su silencio eterno.

Sí, callará la torre, como calla triste la noche,
y no sentirá celos de su rival humana.

Calla la blanca estrella, cual de nieve copo con alas,
sobre la cruz brillando del índice teológico.
Como la torre y astro, callo siempre dulce secreto,
ya la rival humana duerme en la cripta obscura: bajo el astro y la torre».


Pero es la obra poética de Rueda la que marca el tono predominante de La Gran Vía. En Mi álbum inserta un elevado número de textos que insisten en el sesgo parnasiano y en la especial predisposición del poeta hacia el color y el ritmo intensivo creado a partir de particulares combinaciones métricas23, además de en su particular tratamiento del tema de la naturaleza y los motivos costumbristas y nacionales. Es su obra poética la que ocupa casi siempre la citada sección Mi álbum, mientras otras firmas se distribuyen en distintas páginas de la revista. Algunos de estos poemas eran inéditos y pasaron, luego, a ser recogidos en volumen; otros se toman de libros ya editados. Se preocupa Rueda por componer números en torno a acontecimientos y festividades, también en este caso, muchas veces con carácter andalucista (la Semana Santa sevillana, la Feria de Abril, etc.), para lo que selecciona poemas al efecto.

Junto a la permanencia de rasgos románticos y la presencia parnasiana, otra de las constantes de La Gran Vía es la preferencia por el cantar en sus varias formas. La atracción hacia el mundo del cantar popular es importante en la obra de Rueda, y en ella coincide con otros muchos autores que, bebiendo en las fuentes populares y en el camino trazado por Ferrán y Bécquer, recuperan el intimismo lírico y van hacia el simbolismo por esta senda. En el número 78 (23 diciembre), con motivo de las fiestas navideñas, se compone una doble página central presidida por este género. No faltan aquí los nombres de Augusto Ferrán, Melchor de Palau y Bécquer, y figuran otros como Enrique Paradas, por ejemplo. De la misma manera en el número 112, donde destacan las «Malagueñas» de Narciso Díaz de Escovar y una selección de cantares populares.




Artículos críticos y reseñas

En varios textos y notas en prosa, Rueda, que firma a veces con el seudónimo Quioquiap24, se manifiesta como abanderado de la juventud poética, ofrece consideraciones acerca de su teoría rítmica y da su opinión acerca de escritores, músicos y artistas. Entre los primeros están «La cadencia y los ejércitos» (núm. 76, 9 diciembre 1894), ejemplo del concepto de armonía natural o imitativa de base romántica que expusiese en El ritmo y que aplica al paso de un ejército (recordando poemas como «La legión sagrada», 1891, de Reina o «Marcha triunfal», 1895, de Darío):

«[...] dentro de una cadencia van los ejércitos al combate, y dentro de un ritmo de costumbres, realizan sus complicadísimas funciones. El compás, el número, la cadencia, sea en el vestir, en el obedecer, en el marchar, constituyen el alma y la ética de los ejércitos; dijérase que un ejército está tan amarrado a leyes rítmicas, como una ópera al pentagrama»25.



En «Reina y Grilo» (ídem) reseña la poesía de ambos autores y alaba la de Reina relacionándole con Leconte de Lisie.

Pero la posición negativa del poeta malagueño con respecto a algunas renovaciones poéticas europeas, y sobre todo francesas, también se deja notar aquí. Así, en «La poesía nueva», sus juicios denotan su aversión hacia formas poéticas y literarias luego de gran proyección en el Modernismo español. Escribe: «Así se la llama en el extranjero, y tiene sacerdotes, devotos y sectarios. Dicen que hay que abandonar los viejos moldes, penetrar en las cosas hasta hacerlas hablar y buscar por desconocidos caminos efectos desconocidos»; y da una muestra: unos versos de la composición «El corazón del agua», incluida en el libro El Reino del Silencio, de Georges Rodenbach, que no son de su agrado. En el mismo lugar, llama a Maurice Maeterlinck «el Echegaray de aquella tierra». Y cierra: «¿Será atraso nuestro? ¿Será cuestión de temperamento y encarnadura? ¿Será que en este clima de sol y sangre ardientes son inaclimatables esas frialdades y esas insipideces novísimas del Norte? ¡Quién sabe!». Lo mismo se aprecia en «Todavía "El ritmo"» (núm. 100, 26 mayo 1895), en torno a su libro de igual título, breve nota que se publica sin firmar y que, según se subraya, se da a la imprenta sin conocimiento del director. Sea o no así, conecta con la actitud de la cita anterior. Los redactores dicen copiar un artículo publicado en Panamá por Federico Escobar acerca de El ritmo, «este ruidosísimo libro, sobre el cual se han escrito cientos de artículos, y cuya doctrina sigue en Ultramar gran parte de la juventud literaria», afirman. Les parece que este artículo ofrece una «interpretación justa y verdadera» del libro, por lo que proceden a su copia. El señor Escobar realiza en él una defensa encendida de la poesía natural y critica a la «moderna escuela decadente» que intenta pervertir las letras americanas, «gongorismo» que cree destinado a una muerte pronta, pues en nada coincide con el temperamento de aquellos países. Y aquí surge Rueda:

«En medio de tanta confusión, se escucha una voz estentórea, que viene desde las apartadas regiones de Ultramar: es la de Salvador Rueda, que clama por la reforma poética, esa reforma que sepulte las esclavizadoras leyes de la caduca métrica y liberte al poeta, para que pueda descubrir nuevos astros en las regiones siderales del ritmo. Rueda lo que desea son nuevas formas, moldes nuevos en donde se pueda vaciar el pensamiento poético. Amigo del clasicismo en todas sus manifestaciones, su frase no es incomprensible, enigmática, oscura; siente horror y repugnancia por los galiparlistas. Rueda es un artista revolucionario; pero revolucionario de la forma.

Sin embargo, hay quienes afirman que él es decadente. El poeta andaluz es solamente el jefe de la escuela reformista; y en sus cantos se manifiestan de relieve la claridad del lenguaje y la eufonía del ritmo [...]».



Queda claro que a Rueda este juicio le pareció adecuado. Lo ambiguo y confuso de lo que él consideraba juventud artística se hace explícito en «La juventud en España» (núm. 102, 9 junio 1895), donde responde a comentarios de Francisco Villegas (Zeda), quien había apuntado en El Imparcial que en España no había juventud «en ninguno de los órdenes intelectuales». El malagueño contesta matizando lo contrario:

«[...] para demostrar que existe hoy una brillantísima juventud en España no hay mejor prueba que escribir, durante un minuto, con el reloj delante, nombres de jóvenes de mérito. Empezamos: Menéndez y Pelayo, Benlliure, Susillo, Querol, Moreno Carbonero, Sorolla, Muñoz Lucena, Cecilio Pía, Bilbao, Ricardo Gil, Castro, Durbán, Catarineu, Paso, Stor, Aza, Felipe Pérez, Sinesio Delgado, Manuel Antón, Mattoni, M. de la Rosa, Clemente, Viniegra, Nogales, Checa, García y Ramos, Alcántara, Ruis Guerrero, Vincenti, Coris, Bringas, Cutanda, Huertas, Meifren, Pía y Rubio, Trilles, Parera, Rafael Altamira, Azua, Calatraveño, Jimeno, Simarro, Ovejero, Dejetán, Picón, Armando Palacio, Clarín, Inurria, Maura, Canalejas, Bosch, Zeda, Burell, Cañals, Cavia, Feliú y Codina, Dicenta, Miguel Moya, Rafael Gasset, Rodrigo Soriano, Francos Rodríguez, Manuel Reina, Fernández Shaw, Augusto y Adolfo F. Figueroa, Segundo Carrera, Pidal (son varios), Munilla, Vicente, Mélida, Conde de Romanones, Sánchez Toca, Sánchez Guerra, etc. [...]».



Hasta aquí porque se le termina el tiempo, pero cree factible continuar la lista. Algunos de los mencionados sólo podrían ser jóvenes de espíritu, pues la edad no les acompaña; por otro lado, parece evidente que el concepto de modernidad del que Rueda parte, además de confuso, se separa del que tomará la renovación poética modernista en España e Hispanoamérica.

La presencia de Salvador Rueda se extiende de forma explícita a todas las secciones de La Gran Vía. Su firma se acorta y es ya Rueda o sólo su inicial, R., fácilmente identificable para sus lectores. Además del seudónimo Quioquiap Carmen Correa afirma que se esconde igualmente tras el de Sentimientos, con el que firma las crónicas taurinas tanto de esta revista como, durante algún tiempo, de El Liberal26. Y así, siempre en línea con su propósito de defender a las jóvenes promesas y a las figuras de indiscutible calidad, asume también la sección «Nuestros maestros», donde alaba la persona y obra de sus admirados Antonio Susillo27, Ruperto Chapí (núm. 83) y Leopoldo Alas (núm. 81). A los dos primeros los menciona en otros tantos escritos como ejemplo del camino que, en su criterio, debía seguir el arte nuevo (por ejemplo en El ritmo, carta 5). Con respecto a Clarín, prologuista y crítico de algunos de sus libros, al que Rueda demostró especial respeto y crédito, este artículo es buen ejemplo de una rendida admiración: «Él es todo saber, todo fantasía y a la vez análisis, todo concentración, todo luz, todo intuición, todo sentimiento estético, todo penetración, todo originalidad [...] Es una especie de conciencia que se pone delante de nosotros cuando escribimos [...]». Cabe pensar, además, que el malagueño se encarga de las breves y escasas notas críticas de libros recibidos (de Femeninas, de Ramón del Valle-Inclán, núm. 100; del discurso «El humorismo», de Andrés Ovejero, núm. 103), y de otras sobre médicos, políticos y personajes de significación cultural o social.




Narrativa

Dejando los contenidos poéticos y pasando ahora a otros géneros y aspectos de La Gran Vía durante la dirección de Rueda, en el terreno de la prosa narrativa se observan pocos cambios de una a otra etapa; en realidad se mantienen muchos de los nombres inscritos en los primeros números de la revista, a los que se suman malagueños como Julio Pellicer o el tan prestigioso Isidoro Fernández Flórez, Fernanflor. La nota costumbrista y de humor de los textos permanece.




La sección artística

Muy sugerente es la nueva configuración gráfica de La Gran Vía con la dirección de Rueda. Dos son sus rasgos sobresalientes: el primero, ya anotado antes, la presencia de firmas de artistas andaluces, algunos por aquellas fechas en los inicios de sus carreras. Rueda desea hacer de su revista una plataforma idónea para la difusión tanto de los poetas como de los artistas jóvenes de entonces, que luego serán tan destacados como Julio Romero de Torres, más tarde compañero de los modernistas y admirado por ellos28. El segundo rasgo es la reproducción, en fotograbado, de esculturas y bajorrelieves que tienen como tema la Antigüedad clásica (o reproducciones de piezas originales), junto a otras composiciones diversas; de modo que la sección artística de La Gran Vía se cubre tanto con obras pictóricas como escultóricas. Hay secciones tituladas «Joyas artísticas», «Nuestros escultores», «Arte religioso», «Bellas Artes»..., coincidiendo, por otro lado, con otras revistas ilustradas del momento.

En su proyecto inicial la revista ya contemplaba cuidar su parte gráfica: reproducciones de cuadros de Cecilio Pía, de Joaquín Sorolla, de Antonio Muñoz Degrain, Gonzalo Bilbao..., aparecen sobre todo a partir del número 30 de la publicación; los Romero de Torres lo hacen algo más tarde (antes de que Rueda tome la dirección). Se suman el sevillano José Jiménez Aranda, los malagueños José Blanco Cloris y José Nogales (de este último se reproduce su «Milagro de Santa Casilda», que había ganado la medalla de primera clase en la Exposición de 1892), un dibujo del sevillano Valeriano Bécquer (hermano de Gustavo Adolfo), procedente del álbum de Enrique Romero de Torres (núm. 86)... También se encuentran reproducciones de cuadros de Raimundo de Madrazo («La salida del baile», núm. 88), de José Benlliure («El carnaval en Roma», núm. 87), «Japonesas», dibujo de A. F. (núm. 87)...; otros inspirados en obras literarias (sobre la leyenda de Bécquer «El rayo de luna», dibujo de Cuartielles, núm. 87), algún dibujo de inspiración oriental («La odalisca», de Vilson), etc. Algunos grabados, sobre todo los de Enrique y Julio Romero de Torres, contribuyen a crear un cierto clima fin de siglo. Rueda firma los pies de algunas de estas reproducciones, o realiza reseñas entusiastas como la centrada en el cuadro de Julio Romero de Torres «¡Mira qué bonita era!», exhibido en la Exposición de Bellas Artes de 1895 (núm. 100, 26 mayo). Empieza Rueda diciendo que su objetivo final es alentar a los jóvenes artistas en el inicio de su carrera; el ejemplo de este pintor debe servirles de ánimo. En su opinión lo más hermoso de este lienzo es su alma: «Julio Romero ha encerrado en una corta extensión de lienzo un verdadero poema, lleno de sentimiento». Recrea narrativamente el asunto del cuadro, para el que, a su vez, Romero de Torres se había inspirado en una copla popular, cuyo primer verso toma como título la composición29.

Hasta agosto de 1895 Salvador Rueda no tomó posesión de su plaza como funcionario en el Museo de Reproducciones Artísticas, cuando ya había abandonado, por lo tanto, la dirección de la revista. En una conocida cita Juan Ramón Jiménez afirmaba que el gusto por la mitología y el mundo griego le vino a Rueda de su estancia en este Museo30; tras la descripción de los contenidos artísticos de La Gran Vía puede afirmarse que no es así, que es anterior, y responde a sus lecturas de la literatura clásica greco-latina y a la estética parnasiana.




Los últimos números de «La Gran Vía»

Por los detalles que arroja la propia publicación, La Gran Vía al cuidado de Salvador Rueda debió de ser una empresa muy rentable. Uno de los elementos que así lo testimonia es la cantidad de publicidad que inserta, más en la etapa de Rueda que antes, y decrece cuando él se va. Pronto comienza a indicarse en la página de publicidad: «La Gran Vía es la revista de mayor circulación de España». Una y otra vez se insertan notas en donde se afirma que están abrumados a causa del alto número de colaboraciones que reciben (llegadas tanto de España como de Hispanoamérica), piden paciencia a aquellos que les apremian, pues quieren ver sus trabajos publicados y, finalmente, precisan que no podrán satisfacer tan elevada demanda por falta de espacio.

Sin embargo, se advierte que el número de colaboraciones poéticas comienza a decrecer en torno al número 100. Incluso la sección Mi álbum, donde el malagueño suele aportar sus propias composiciones, es más breve y, frente a la abundancia de los primeros números de su etapa como director, termina reduciéndose a un solo poema. También la sección artística pierde brillantez. Y en el número 115 (8 septiembre) Salvador Rueda indica su cese, abandona este proyecto al que tantos esfuerzos ha dedicado, dice, y regala la propiedad a un amigo (siempre según sus comentarios). Aduce como motivo los «disgustillos» que le causa y el cansancio ante las muchas exigencias que una empresa de tal tipo acarrea: «La Gran Vía anda ya sola; es de las pocas Revistas que tienen vida propia, y si a esto se agrega el lujo de fotograbados que la nueva empresa piensa dar al público, cada semana, será un negocio de consideración». Por su parte, él se va a dedicar sólo a la poesía y anuncia la próxima salida de su poema Fornos.

Se inicia así la última etapa de la revista en el número 116. Cambia el domicilio de la administración a la calle de Quintana, 34, y también muda de imprenta: vuelve a la Tipografía de la Viuda e Hijos de Rubiños. No varía el precio. Inmediatamente, a partir del número siguiente, se advierte la baja de algunos anunciantes. También se altera el día de publicación: miércoles por sábado. Varios colaboradores se mantienen: aunque ocasionalmente Enrique y Julio Romero de Torres en la parte artística; versos de Díaz de Escovar, José de Velilla, Urbano, Alcaide de Zafra..., y el propio Rueda, que publica en el número 117 (22 septiembre 1895) un fragmento del poema largo «El Bloque», con una curiosa nota:

«Sabido es que Salvador Rueda, una vez por él resuelto, a fuerza de trabajo, el problema de su vida material (primer caso en un poeta lírico español), se dedica en la actualidad a labrar poemas de extensión y de una importancia e índole distintas a todo lo que ha escrito hasta ahora [...]».



Tal vez no quería el poeta que se argumentase una causa económica a su abandono de La Gran Vía. Aún se le encuentra en el número siguiente, el 118 (29 septiembre), con una narración en prosa: «El exorcismo» y, más tarde, con «Temple de raza» (verso, núm. 124, 3 noviembre). El andalucismo desaparece en imágenes y texto, hay un número centrado en la cultura aragonesa (120, 16 octubre) y, además, el grueso de la imagen queda para los asuntos de Cuba (en este año se inician los conflictos que desembocarían en el llamado «desastre del 98»). Los fotograbados y grabados dan noticia de los soldados y la flota española. Se inauguran o retoman nuevas secciones (como la de crítica de teatro, llamada «Desde la Platea») y se suman nombres nuevos; por ejemplo los de Luis Ruiz Contreras y José Echegaray (ambos en el núm. 121, 23 octubre). En varias ocasiones la redacción pide disculpas a los suscriptores por errores en el envío de los números y promete sucesivas mejoras. Pero estos buenos propósitos fueron infructuosos y el número 127 (14 diciembre 1895) es su última entrega. El cansancio del público parece aconsejar esta medida, se indica. La empresa prefiere abandonar e iniciar otra nueva publicación, cuyo título no se precisa. Podría pensarse que Rueda era el motor de La Gran Vía y que con el cambio de orientación pierde su ser y su público.






Salvador Rueda en los años 1894 y 1895

¿En qué momento de su trayectoria vital y creadora está el poeta malagueño por los años de La Gran Vía? Establecido en Madrid desde 1882, es un autor muy conocido y admirado por estas fechas, pues se valora el valor singular de su poesía. Gracias a la temprana protección de Gaspar Núñez de Arce fue recibido en los salones y pudo conocer a los personajes literarios de la Restauración (Campoamor, Valera, etc.). Su firma se repite en periódicos y revistas (El Imparcial, El Globo, La Diana...) y publica varios libros en prosa y verso. Entre los segundos destaco Sinfonía del año (1885), Estrellas errantes (1889), Himno a la carne (1890), Cantos de la vendimia (1891), el importante En tropel. Con un pórtico de Rubén Darío (1892), La bacanal (1893) y Sinfonía callejera (1983). Tras este último libro no vuelve a publicar otro hasta Fornos. Poema en seis cantos y El Bloque, ambos en 1896. Estos años intermedios son los que dedica a La Gran Vía. Además, ejercía como oficial de la Administración Civil desde febrero de 1893, para pasar, en julio de 1894, al Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, con distintos destinos. En estos años Rueda había reivindicado el valor singular de su obra poética en escritos tales como «Color y música», apéndice de En tropel, y, sobre todo, en El ritmo (1893). Es éste el Rueda admirado en España y América, el que había recibido a Rubén Darío durante su primera estancia en 1892, cuando ambos se proclamaron hermanos en la revolución lírica; el acusado por Clarín a causa de su obsesión dariana, cuyo influjo parece inspirar el citado Sinfonía callejera, y con el que coincide en un común aprecio por la estética parnasiana, tan presente en La bacanal. Luego las cosas cambiaron, según se ha estudiado y referido, pero todavía en los años de La Gran Vía la relación amistosa pervive. Es éste, en fin, el que prologa libros para sus discípulos y amigos entre ellos Sensaciones de arte (París, 1893), de Enrique Gómez Carrillo. Rueda está, en definitiva, en un momento de singular trascendencia por la admiración y el interés que su obra despierta y el papel que desempeña cara a los poetas más jóvenes. En varios lugares se habla de su «escuela»; se le menciona como ejemplo de modernidad, se le sigue y se le critica por lo mismo. Sus actividades y su popularidad le llevaron a obtener interesantes beneficios, por lo que él mismo cuenta en una entrevista a José María Carretero (El Caballero Audaz): «Durante la primera época de mi vida en Madrid le saqué mucho, muchísimo dinero a la poesía; cobraba más que todos los poetas juntos [...]»31.

Los recuerdos de Juan Ramón Jiménez insisten en la admiración que, junto a Manuel Reina, merecía entre los jóvenes, como uno de los maestros «coloristas»: «Traía a la poesía española, seca entonces como un corcho, luz, embriaguez, vida [...]»32, escribe, y recuerda el nombre de algunos de los discípulos que tuvo: «Salvador González Anaya y José Sánchez Rodríguez, de Málaga; Enrique Redel y Julio Pellicer, de Córdoba; Francisco Aquino y José Durbán, de Almería, con Francisco Villaespesa, en Madrid, los Martínez Sierra y Manuel Machado, trianero; por América debió contar, me figuro, centenares de imitadores»33. Y así es: Rueda recibía libros y correspondencia de poetas españoles e hispanoamericanos, tal vez era el que más autores americanos conocía hasta que le sustituyese Villaespesa y su obra comenzase a parecer estancada y falta de novedad.

La Gran Vía es un buen testimonio de los años de mayor efervescencia del Rueda promotor o guía de una juventud poética que busca nuevos caminos estéticos. Varios de los poetas aquí incluidos serían luego seleccionados por Emilio Carrere para su antología La corte de los poetas34. Es digna de ser resaltada la aportación andaluza en esta revista, en línea con esa «hermandad» poética a la que Juan Ramón Jiménez alude en varios lugares y con las ideas esgrimidas por Richard A. Cardwell acerca de la génesis del Modernismo español, cuya raíz andaluza subraya en varios ensayos35. En otro orden, y en el capítulo de cierre, me llama la atención la similitud del tono apremiante y siempre seguro del Rueda de las cartas que cité al principio con las de Francisco Villaespesa, indiscutible animador y cohesionador de las cohortes modernistas en las primeras décadas del siglo. Así lo advierto, por ejemplo, en el caso de las cartas que este último escribe al poeta malagueño José Sánchez Rodríguez solicitándole que actúe como mediador en sus demandas de poemas, artículos y dibujos cara a los «compañeros y amigos» de la misma ciudad36. Por otro lado, es signo de la estética de la revista la suma de la nota colorista parnasiana con la poesía popular y de cantares, así como -índice de su carácter de transición- la presencia conjunta de los jóvenes junto a los consagrados, los maestros como Balart, Campoamor, Palau, Zorrilla, etc. La permanencia de los versos festivos puede entenderse como una aceptación de los gustos del público y la continuación de una línea que había dado título a la revista misma. Más significativa me parece la, a veces, desconcertante inadecuación entre el mundo que ofrecen algunos textos y los dibujos que los acompañan. Cito un caso: en las dos páginas que ocupa «El velo de la reina Mab» de Darío se ve, en una, la figura de una mujer andaluza (firma Julio Romero de Torres), en otra, las viñetas de una historieta cómica muda (por Baldomié).

En definitiva, La Gran Vía testimonia una época de transición de la poesía española hacia el Modernismo en la que Salvador Rueda, en paralelo con Manuel Reina, era considerado «maestro» en el marco de la poesía española e hispanoamericana; su poética sería, después, superada, pero su impronta dejó una estela de influencias difícil de obviar. Es interesante el papel desempeñado por poetas andaluces en esta evolución; lo afirma el mismo Rueda en las páginas de la revista: «Obsérvese que aparte de lo que trajo Campoamor del Norte, la originalidad en la poesía moderna española, viene de mi tierra, de Andalucía»37. Parece que quisiera subrayar esto mismo en La Gran Vía.





 
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