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ArribaAbajoTradiciones populares


§ I

La regla de la creencia del vulgo es la posesión. Sus ascendientes son sus oráculos, y mira con una especie de impiedad no creer lo que creyeron aquéllos. No cuida de examinar qué origen tiene la noticia; bástale saber que es algo antigua para venerarla, a manera de los egipcios, que adoraban el Nilo, ignorando dónde o cómo nacía y sin otro conocimiento que el que venía de lejos.

¡Qué quimeras, qué extravagancias no se conservan en los pueblos a la sombra del vano pero ostentoso título de tradición! ¿No es cosa para perderse de risa el oír en este, en aquel y en el otro país no sólo a rústicos y niños, pero aun a venerados sacerdotes, que en tal o tal parte hay una mora encantada, la cual se ha aparecido diferentes veces? Así se lo oyeron a sus padres y abuelos, y no es menester más. Si los apuran, alegarán testigos vivos que la vieron, pues en ningún país faltan embusteros que se complacen en confirmar tales patrañas. Supongo que en aquellos lugares del cantón de Lucerna, vecinos a la montaña de Fraemont, donde reina la persuasión de que todos los años en determinado día se ve Pilatos sobre aquella cumbre vestido de juez, pero los que le ven mueren dentro del año, se alegan siempre testigos de la visión, que murieron poco ha. Esto, junto con la tradición anticuada, y el darse vulgarmente a aquella eminencia el nombre de la Montaña de Pilatos, sobra para persuadir a los espíritus crédulos.




§ II

Cuando la tradición es de algún hecho singular, que no se repite en los tiempos subsiguientes, y de que, por tanto, no pueden alegarse testigos, suple por ellos para la confirmación cualquiera vestigio imaginario, o la arbitraria designación de el sitio donde sucedió el hecho.

Juan Jacobo Scheuzer, docto naturalista, que al principio de este siglo o fines del pasado hizo varios viajes por los montes Helvéticos, observando en ellos cuanto podía contribuir a la historia natural, dice que hallándose en muchas de aquellas rocas varios lineamentos que rudamente representan o estampas del pie humano o de algunos brutos, o efigie entera de ellos o de hombres (del mismo modo que en las nubes, según que variamente las configura el viento, hay también estas representaciones) la plebe supersticiosa ha adaptado varias historias prodigiosas y ridículas a aquellas estampas, de las cuales refiere algunas. Pongo ésta por ejemplo: hay en el cantón de Uri un peñasco, que en dos pequeñas cavidades representa las patas de un buey. Corre junto a él un arroyo llamado Stierenenbach, que en la lengua del país significa Arroyo del Buey, o cosa semejante. ¿Qué dicen sobre esto los paisanos? Que en aquel sitio un buey lidió con el diablo, y le venció; que, lograda la victoria, bebió en el arroyo con tanto exceso que murió de él, y dejó impresos los pies de atrás en la roca.

He oído varias veces que sobre la cumbre de una montaña del territorio de Valdeorras hay un peñasco donde se representan las huellas de un caballo. Dicen los rústicos del país que son del caballo de Roldán, el cual desde la cumbre de otra montaña puesta enfrente saltó a aquélla de un brinco, y de hecho llaman al sitio el Salto de Roldán. De suerte que estos imaginarios, rudos y groseros vestigios vienen a ser como sellos que autorizan en el estúpido vulgo sus más ridículas y quiméricas tradiciones.

Los habitadores de la isla de Ceilán están persuadidos a que el paraíso terrestre estuvo en ella. En esto no hay que extrañar, pues aun algunos doctores nuestros se han inclinado a pensar lo mismo, en consideración de la singular excelencia de aquel clima y admirable fecundidad del terreno. Pero añaden los de Ceilán una tradición muy extravagante a favor de su opinión. En una roca de la montaña de Colombo muestran una huella, que dicen ser del pie de Adán; y de un lago de agua salada que está cerca afirman que fue formado de las lágrimas que vertió Eva por la muerte de Abel. ¡Raro privilegio de llanto, a quien no enjugaron ni los soles ni los vientos de tantos siglos!

Igualmente fabulosa y ridícula, pero más torpe y grosera, es otra tradición de los mahometanos, los cuales cerca del templo de Meca señalan el sitio donde Adán y Eva usaron la primera vez del derecho conyugal, con la individual menudencia de decir que tal montaña sirvió a Eva de cabecera, que los pies correspondieron a tal lugar, a tal las rodillas, etc., en que suponen una estatura enormísimamente grande a nuestros primeros padres. ¡Bellos monumentos para acreditar más bellas imaginaciones!




§ III

Parece que en las tradiciones que hasta ahora hemos referido se ve lo sumo a que puede llegar en esta materia la necedad del vulgo. Sin embargo, no han faltado pueblos que pujasen la extravagancia y el embuste a los nombrados. Los habitadores de la ciudad de Panope, en la Focide, se jactaban de tener algunos restos del lodo de que Prometeo formó el primer hombre. Por tales mostraban ciertas piedras coloradas, que daban con corta diferencia el mismo olor que el cuerpo humano. ¡Qué reliquias tan bien autorizadas y tan dignas de la mayor veneración! Puede decirse que competían a éstos aquellos paropamisas de quienes cuenta Arriano que mostrando a los soldados de Alejandro una caverna formada en una montaña de su país, les decían que aquélla era la cárcel donde Júpiter había aprisionado a Prometeo, si acaso no fueran autores del embuste los mismos soldados de Alejandro.

Los cretenses, aún en tiempo de Luciano, fomentaban la vanidad de haber sido Júpiter compatriota suyo, mostrando su sepulcro en aquella isla, sin embarazarse en reconocer mortal a quien adoraban como dios. Pedro Belonio, viajero del siglo XVI, halló a los de la isla de Lemnos tercos en conservar la antiquísima tradición (siendo en su origen mera ficción poética) de que allí había caído Vulcano, cuando Júpiter le arrojó del cielo; en cuya comprobación mostraban el sitio donde dio el golpe, que es puntualmente aquel de donde se saca la tierra que llaman lemnia o sigilada, tan famosa en la medicina.




§ IV

Pero ¿acaso sólo en los pueblos bárbaros se establecen tales delirios? ¡Oh!, que en esta materia apenas hay pueblo a quien no toque algo de barbarie, si la tradición lisonjea a su vanidad o se cree que apoya su religión. Nadie duda que los romanos, en tiempo de Plinio y Plutarco, eran la nación más culta y racional del mundo: pues en ese mismo tiempo se mostraba en Roma una higuera, a cuya sombra, según la voz común, había una loba alimentado a Rómulo y Remo. Estaban asimismo persuadidos los romanos a que las dos divinidades de Cástor y Pólux los habían asistido visiblemente, militando por ellos a caballo en la batalla del lago de Regilo, para cuya comprobación no sólo mostraban el templo erigido en memoria de este beneficio, mas también la impresión de los pies del caballo de Cástor en una piedra.

Supongo que había muchos entre los romanos que tenían por fabuloso cuanto se decía del prodigioso nacimiento y educación de Rómulo y Remo, y no faltaban algunos que no creían la aparición de Cástor y Pólux. Pero unos y otros callarían, ocultando en su corazón el desprecio de aquellas patrañas, por ser peligroso contradecir la opinión común de que hace vanidad o que es gloriosa al pueblo, como la primera, y mucho más aquella que se cree obsequiosa a la religión, como la segunda.




§ V

Esto es lo que siempre sucedió, esto es lo que siempre sucederá, y esto es lo que eterniza las tradiciones más mal fundadas, por más que para algunos sabios sea su falsedad visible. Una especie de tiranía intolerable ejerce la turba ignorante sobre lo poco que hay de gente entendida, que es precisarla a aprobar aquellas vanas creencias que recibieron de sus mayores, especialmente si tocan en materia de religión. Es ídolo del vulgo el error hereditario. Cualquiera que pretende derribarle incurre, sobre el odio público, la nota de sacrílego. En el que con razón disiente a mal tejidas fábulas, se llama impiedad la discreción, y en el que simplemente las cree, obtiene nombre de religión la necedad. Dícese que piadosamente se cree tal o tal cosa. Es menester para que se crea piadosamente el que se crea prudentemente; porque es imposible verdadera piedad, así como otra cualquiera especie de virtud, que no esté acompañada de la prudencia.

La mentira, que siempre es torpe, introducida en materias sagradas, es torpísima porque profana el templo y desdora la hermosísima pureza de la religión. ¡Qué delirio pensar que la falsedad pueda ser obsequio de la Majestad soberana, que es verdad por esencia! Antes es ofensa suya, y tal, que tocando en objetos sagrados se reviste cierta especie de sacrilegio. Así, son dignos de severo castigo todos los que publican milagros falsos, reliquias falsas y cualesquiera narraciones eclesiásticas fabulosas. El perjuicio que estas ficciones ocasionan a la religión es notorio. El infiel, averiguada la mentira, se obstina contra la verdad. Cuando se le oponen las tradiciones apostólicas o eclesiásticas, se escuda con la falsedad de varias tradiciones populares. No hay duda que es impertinente el efugio, pero bastante para alucinar a los que no distinguen el oro del oropel.




§ VI

Largo campo para ejercitar la crítica es el que tengo presente, por ser innumerables las tradiciones, o fabulosas, o apócrifas, que reinan en varios pueblos del cristianismo. Pero es un campo lleno de espinas y abrojos, que nadie ha pisado sin dejar en él mucha sangre. ¿Qué pueblo o qué iglesia mira con serenos ojos que algún escritor le dispute sus más mil fundados honores? Antes se hace un nuevo honor de defenderlos a sangre y fuego. Al primer sonido de la invasión se toca a rebato, y salen a campaña cuantas plumas son capaces no sólo de batallar con argumentos, mas de herir con injurias, siendo por lo común estas segundas las más aplaudidas, porque el vulgo apasionado contempla el furor como hijo del celo; y suele serlo, sin duda, pero de un celo espurio y villano. ¡Oh sacrosanta verdad! ¡Todos dicen que te aman; pero qué pocos son los que quieren sustentarte a costa suya!

Sin embargo, esta razón no sería bastante para retirarme del empeño, porque no me dominan los vulgares miedos que aterran a otros escritores. Otra de mayor peso me detiene, y es, que siendo imposible combatir todas las tradiciones fabulosas, ya por no tener noticia de todas, ni aun de una décima parte de ellas, ya porque aun aquellas de que tengo, o puedo adquirir noticia, ocuparían un grueso volumen, parece preciso dejarlas todas en paz, no habiendo más razón para elegir unas que otras, en cuya indiferencia sería muy odiosa, respecto de los interesados, la elección.

En este embarazo tomaré un camino medio, que es sacar al Teatro, para que sirvan de ejemplar, dos o tres tradiciones de las más famosas, cuya impugnación carezca de riesgo, por no existir o estar muy distantes los que pueden considerarse apasionados por ellas.




§ VII

La primera y más célebre que ocurre es de la carta y efigie de Cristo, Señor nuestro, enviada por el mismo Señor al rey de Edesa, Abgaro: refiérese el caso de este modo. Este príncipe, el cual se hallaba incomodado de una penosa enfermedad habitual (unos dicen gota, otros lepra), habiendo llegado a sus oídos alguna noticia de la predicación y milagros de Cristo, determinó implorar su piedad, para la curación del mal que padecía, haciendo al mismo tiempo una sincera protestación de su fe. Con este designio le escribió la siguiente carta:

«ABGARO REY DE EDESSA A JESÚS, SALVADOR LLENO DE BONDAD, QUE SE MANIFIESTA EN JERUSALÉN, SALUD

He oído los prodigios y curas admirables que haces, sanando los enfermos sin yerbas ni medicinas. Dícese que das vista a los ciegos, recto movimiento a los cojos; que limpias los leprosos, que expeles los demonios y espíritus malignos, restableces la salud a los que padecen incurables y prolijas dolencias, y revocas a vida a los difuntos. Oyendo estas cosas, yo creo que eres Dios, que has descendido del cielo, o que eres el Hijo de Dios, pues obras tales prodigios. Por tanto, me he resuelto a escribirte esta carta, y rogarte afectuosamente tomes el trabajo de venir a verme y curarme de una enfermedad que cruelmente me atormenta. He sabido que los judíos te persiguen, murmurando de tus milagros, y quieren quitarte la vida. Yo tengo aquí una ciudad, que es hermosa y cómoda, y aunque pequeña, bastará para todo lo que te sea necesario.»

La respuesta del Redentor fue en esta forma:

«Bienaventurado eres, Abgaro; porque de mí está escrito que los que me vieron no creen en mí, para que los que no me vieron crean y consigan la vida. En cuanto a lo que me pides de que vaya a verte, es necesario que yo cumpla aquí con todo aquello para que fui enviado, y que después vuelva a Aquel que me envió. Cuando haya vuelto, yo te enviaré un discípulo mío que te cure de tu enfermedad, y que te dé la vida a ti y a los que están contigo.»

El primero que dio noticia de estas dos cartas fue Eusebio Cesariense. Siguiéronle San Efrén, Evagrio, San Juan Damasceno, Teodoro Studita y Cedreno. El número y gravedad de estos autores puede considerarse suficientísimo para calificar cualquiera especie histórica; pero debiendo notarse que todos ellos no tuvieron otro fundamento que ciertos Anales de la misma ciudad o iglesia de Edesa, como se colige de Eusebio, no merecen otra fe sobre el asunto que la que se debe a esos mismos anales. Por otra parte, son graves los fundamentos que persuaden ser indignos de fe.

El primero es que el papa Gelasio, en el concilio Romano, celebrado el año 494, condenó por apócrifas tanto la carta de Abgaro a Cristo, Señor nuestro, como la de Cristo a Abgaro.

El segundo, que aquellas palabras que hay en la carta de Cristo: «De mí está escrito que los que me vieron no creen en mí, para que los que no me vieron crean y consigan la vida», no hallándose ni aun por equivalencia o alusión en algún libro del viejo Testamento, sólo pueden ser relativas a aquella sentencia del Señor al apóstol Santo Tomás en el evangelio de San Juan: «Bienaventurados los que no me vieron y creyeron en mí.» Este evangelio, como ni algún otro, no se escribió viviendo el Señor, sino después de su muerte y subida a los cielos. Luego es supuesta la carta, pues hay en ella una cita que sólo se pudo verificar algún tiempo después de la ascensión del Salvador.

El tercero, que es increíble que Cristo, de quien por todos los cuatro evangelios consta que acudió prontamente con el remedio a todos los enfermos que con verdadera fe imploraban su piedad, dilatase tanto la curación de Abgaro.

El cuarto, que carece de toda verisimilitud el ofrecimiento o convite de hospedaje y asilo que hace Abgaro a Cristo. Si aquel príncipe creía, como suena en la carta, la divinidad de Cristo, creía, consiguientemente, que para nada necesitaba del asilo de Edesa, pues como Señor de cielo y tierra podía impedir que los judíos le hiciesen otro mal que el que él libremente permitiese. Sería buena extravagancia ofrecer su protección el reyezuelo de una ciudad al Dueño de todo el orbe. Omito otros argumentos.




§ VIII

A la tradición que hemos impugnado se le dio después por compañera otra, que hace un cuerpo de historia con ella. Cuéntase que el mismo rey Abgaro envió a Cristo, Señor nuestro, un pintor, para que le sacase copia de su rostro; pero nunca el artífice pudo lograrle, porque el resplandor divino de la cara del Salvador le turbaba la vista y hacía errar el pincel. En cuyo embarazo suplió milagrosamente la benignidad soberana del Redentor el defecto del arte humano, porque, aplicando al rostro un lienzo, sin más diligencia, sacó estampadas perfectamente en él todas sus facciones, y este celestial retrato envió al devoto Abgaro.

Esta tradición se ha vulgarizado y extendido mucho, por medio de varias pinturas de la cara del Salvador, que se pretende ser traslados de aquella primera imagen, y con este sobrescrito se hacen sumamente recomendables a la devoción de la gente crédula. Pero la variedad o discrepancia de estas mismas copias descubre la incertidumbre de la noticia. Yo he visto dos: una que se venera en la sacristía de nuestro gran monasterio de San Martín, de la ciudad de Santiago; otra que trajo a ésta, de la América, el reverendísimo padre maestro fray Francisco Tineo, franciscano, sacada de una que tenía el príncipe de Santo Bono, virrey que fue del Perú. Estas dos copias son poco parecidas en los lineamientos y diversísimas en el color, porque la primera es morena y la segunda muy blanca. A sujetos que vieron otras oí que notaron en ellas igual discrepancia.

Esta variedad constituye una preocupación nada favorable a aquella tradición; pero no puede tomarse como argumento eficaz de su falsedad, pues no hay incompatibilidad alguna en que, habiendo quedado una imagen verdadera de la cara de Cristo en la ciudad de Edesa, en otras partes fingiesen este y el otro pintor ser copias de aquélla algunos retratos que hicieron, siguiendo su fantasía; y de aquí puede depender la diversidad de ellos.

Dejando, pues, este argumento, lo que, a mi parecer, prueba concluyentemente la suposición de aquella imagen es el silencio de Eusebio. Este autor, habiendo visto las actas de la iglesia de Edesa, no habla palabra de ella; y tan fuera de toda creencia es que los edesanos no tuviesen apuntada aquella noticia, si fuese verdadera, como que Eusebio, hallándola, no la publicase. La historia de la correspondencia epistolar entre Jesucristo y Abgaro trae tan unida consigo la circunstancia del retrato, y esta circunstancia añade tan especioso lustre a aquella historia, que se debe reputar moralmente imposible tanto el que en las actas de la iglesia de Edesa dejase de estar apuntada, como que Eusebio, encontrándola allí, dejase de referirla, especialmente cuando cuenta con mucha individuación las consecuencias de aquella embajada de Abgaro; esto es, la misión de Tadeo a Edesa, su predicación en aquella ciudad y la curación del rey, todo sacado de dichas actas.

El primero que dio noticia de esta milagrosa imagen fue Evagrio, refiriendo el sitio que Cosroes, rey de los persas, puso a la ciudad de Edesa, donde dice, que obrando Dios un gran portento por medio de ella, hizo vanos todos los conatos de los sitiadores. Floreció Evagrio en el sexto siglo, y el silencio de todos los autores que le precedieron funda por sí solo una fuerte conjetura de la suposición, la cual se hace sin comparación más grave, notando que Evagrio cita para la relación de aquel sitio a Procopio, y le sigue en todas las circunstancias de él, exceptuando la de la imagen, de la cual ni el menor vestigio se halla en Procopio.

No ignoro que hay una relación de traslación de aquella imagen de Edesa a Constantinopla, cuyo autor se dice ser el emperador Constantino Porfirogeneto. Pero esto nada obsta. Lo primero, porque es muy incierto que la relación sea del autor que se dice; y el cardenal Baronio, aunque parece asiente a la historia, disiente en el autor. Lo segundo, porque toda aquella narración, si se mira bien, se halla ser un tejido de fábulas, y éste es el sentir de buenos críticos. Lo tercero, porque aunque la traslación fuese verdadera, no se infiere serlo la imagen. Yo creeré fácilmente que los edesanos tenían y mostraban una imagen del Salvador, que decían había sido formada con el modo milagroso que hemos expresado, y enviada por Jesucristo a Abgaro; pero esto sólo prueba que después que vieron lograda y extendida felizmente la fábula de la legacía y correspondencia epistolar, de que ellos habían sido autores por medio de unas actas supuestas, se atrevieron a darle un nuevo realce con la suposición de la imagen. Para que esta segunda fábula se extendiese como la primera, antes de la traslación de la imagen a Constantinopla, hubo sobradísimo tiempo, porque dicha traslación se refiere hecha en el siglo X.

El cardenal Baronio añade que, después de la toma de Constantinopla por los turcos, fue transferida aquella imagen a Roma; pero sin determinar el modo ni circunstancia alguna de esta segunda traslación; también sin citar autor o testimonio alguno que la acredite, lo que desdice de la práctica común de este eminentísimo autor, por lo cual me inclino a que la traslación de Constantinopla a Roma no tiene otro fundamento que alguna tradición o rumor popular.




§ IX

Como la ciudad de Edesa se hizo famosa con la supuesta carta de Cristo a Abgaro, la de Mesina ha pretendido, y aun pretende hoy, ilustrarse con otra de su Madre Santísima escrita a sus ciudadanos, la cual guarda como un preciosísimo tesoro. No sé el origen o fundamento de esta tradición. Pienso que ni aun los mismos que se interesan en apoyarla están acordes sobre si la carta fue escrita por María Santísima cuando vivía en la tierra, o enviada después de su asunción al cielo.

Como quiera que sea, el cardenal Baronio condena por apócrifa esta carta el año 48 de la era cristiana. Síguenle todos o casi todos los críticos desapasionados. Un autor alemán quiso vindicar la verdad de esta carta en un escrito que intituló Epistolae beatae Mariae Virginis ad Mesanenses veritas vindicata. Acaso la autoridad de este escritor, que sin duda era muy erudito, hará fuerza a algunos, considerándole desinteresado en el asunto, porque no era mecinés ni aun siciliano, sino alemán. Pero es de notar que, aunque no natural de Mesina, estaba, cuando escribió y publicó dicho libro, domiciliado en Mesina, donde enseñó muchos años filosofía, teología y matemáticas; circunstancia que equivale para el efecto a la de nacer en Mesina, porque los que son forasteros en un pueblo, ya por congraciarse con los naturales, ya por agradecer el bien que reciben de ellos, suelen ostentar tanto y aun mayor celo que los mismos naturales en preconizar las glorias del país.

Añádase a esto lo que se refiere en la Naudeana, que habiendo el docto Gabriel Naudé reconvenido al dicho autor alemán sobre el asunto de su libro, probándole con varias razones que la carta de nuestra Señora había sido supuesta por los de Mesina, le respondió que no estaba ignorante de aquellas razones y de la fuerza de ellas, pero que él había escrito su libro no por persuasión de la verdad de la carta, sino por cierto motivo político.

Por otra parte, consta que la tradición de Mesina tiene poca o ninguna aceptación en Roma, porque habiendo la Congregación del Índice censurado el libro del dicho autor, éste se vio precisado a pasar a Roma a defenderse, y lo más que pudo obtener fue reimprimir el libro, quitando y añadiendo algunas cosas, y mudando el título de Veritas vindicata en el de Conjectatio ad Epistolam Beatisimae Mariae Virginis ad Mesanense. Esto viene a ser una prohibición de que la tradición de Mesina se asegure como verdad histórica, permitiéndola sólo a una piadosa conjetura.

Finalmente, el mismo contexto de la carta, si es tal cual le propone Gregorio Lei, en la Vida del Duque de Osuna, parte II, libro II, prueba invenciblemente la suposición. El contenido se reduce a tomar la Virgen Santísima debajo de su protección a la ciudad de Mesina y ofrecerla que la libraría de todo género de males; lo que estuvo muy lejos de verificarse en el efecto, dice el autor citado, pues ninguna otra ciudad ha padecido más calamidades de rebeliones, pestilencias y terremotos. Estas son sus palabras: Il senno di questa lettera consiste, che essa Santa Vergine pigliava li Messinesi nella sua protettione, e che prometteva di liberarli d'ogni qualunque male; pero non vi è città, che sia stata più di questa sposta alle calamità delle rebellioni, de terremoti, e delle pesti.

Doy que la indemnidad de cualquiera mal, prometida a la ciudad en la carta, sea adición o exageración del historiador alegado; pero la especial protección de la Reina de los ángeles a los mecineses todos sienten que está expresa en su contexto. Esto basta para degradar de toda fe la tradición de Mesina. Para que la especial protección de María, Señora nuestra, se verificase sería preciso que aquella ciudad lograse alguna particular exención de las tribulaciones y molestias que son comunes a otros pueblos. Esto es lo que no se halla en las historias, antes todo lo contrario; y en cuanto a esta parte, es cierto lo que dice Gregorio Lei. Pocas ciudades se hallarán en el orbe que, aun ciñéndonos a la era cristiana, hayan padecido más contratiempos que la de Mesina.




§ X

De la ciudad de Mesina pasaremos a las de Venecia y Vercelli, porque en estos dos pueblos se conservan equívocos monumentos a favor de una tradición fabulosa, extendida en todo el vulgo de la cristiandad. Hablo del hueso de San Cristóbal que se muestra en Venecia, y del diente del mismo santo que se dice hay en Vercelli.

La estatura gigantesca de este santo mártir, juntamente con la circunstancia de atravesar un río conduciendo sobre sus hombros a Cristo, Señor nuestro, en la figura de un niño, está tan generalmente recibida, que no hay pintor que le represente de otro modo; pero ni uno ni otro tiene algún fundamento sólido. No hay autor o leyenda antigua digna de alguna fe que lo acredite. El padre Jacobo Canisio, en una anotación a la Vida del Santo, escrita por el padre Rivadeneira, cita lo que se halla escrito de él en la misa, que para su culto compuso San Ambrosio, y en el breviario antiguo de Toledo. Ni en uno ni en otro momento se encuentra vestigio del tránsito del río con el niño Jesús a los hombros. Nada dice tampoco San Ambrosio de su estatura. En un himno del Breviario de Toledo se lee que era hermoso y de gallarda estatura: Elegans quidem statura mente elegantior, visu fulgens, etc. Pero esto se puede decir de un hombre de mediana y proporcionada estatura, pues en la proporción, no en una extraordinaria magnitud, consiste la elegancia. Tampoco tiene concernencia alguna a su proceridad gigantea lo que en una capítula del mismo oficio se lee, que de muy pequeño se hizo grande el santo: De minimo grandis, pues inmediatamente a estas palabras las explica de la elevación del estado humilde de soldado particular al honor de caudillo de varios pueblos: Ut ex milite dux fieret populorum.

Por lo que mira a la historia del pasaje del río, puede discurrirse que tuvo su origen en una equivocación ocasionada del mismo nombre del santo: porque Christophorus o Christophoros (que así se dice en griego el que nosotros llamamos Cristóbal) significa el que lleva, sostiene o conduce a Cristo, portans Christum. Digo que esto pudo ocasionar la fábrica de aquella fábula en que el santo mártir se representa conduciendo a Cristo sobre sus hombros.

Por lo que mira al hueso o diente que se muestran de San Cristóbal, decimos que ni son de San Cristóbal ni de otro algún hombre, sino de algunas bestias muy corpulentas, o terrestres o marítimas. En el primer tomo, discurso XII, número 29, notamos, citando a Suetonio, que el pueblo reputaba ser huesos de gigantes, algunos de enorme grandeza, que Augusto tenía en el palacio de Capri, los cuales los inteligentes conocían ser de grande magnitud.

Este error del vulgo se ha extendido a otros muchos huesos del propio calibre, y de él han dependido las fábulas de tanto gigante enorme, repartidas en varias historias, como ya hemos advertido en el discurso citado en el número 93 antecedente. Pero hoy podemos hablar con más seguridad contra este común engaño, después de haber visto la docta Disertación que sobre la materia de él dio a luz el erudito caballero y famoso médico inglés Hans Sloane, y se imprimió en las Memorias de la Academia real de las Ciencias del año 1727.

Hace el referido autor una larga enumeración de varios dientes y otros algunos huesos que, después de pasar mucho tiempo por despojos de humanos gigantes, bien examinado, se halló pertenecer o a peces cetáceos o a cadáveres elefantinos. Tal fue el diente que pesaba ocho libras, hallado cerca de Valencia del Delfinado, año de 1456. Tal el cráneo de quien hace memoria Jerónimo Magio en sus Misceláneas, de once palmos de circunferencia, hallado cerca de Túnez. Tal un diente descubierto en el mismo sitio, y remitido al sabio Nicolás de Peireks, que reconoció ser diente molar de un elefante, como el otro de que hemos hablado arriba. Tal el diente que se guarda en Amberes, y el vulgo de aquella ciudad y territorio estima ser de un gigante llamado Antígono, tirano del país en tiempo de los romanos, y muerto por Brabon, pariente de Julio César; narración toda fabulosa, sin la menor verisimilitud. Tales otros desenterrados en la Baja Austria, cerca de la mitad del siglo pasado, de que hace memoria Pedro Lambecio. Tales los huesos descubiertos cerca de Viterbo el año de 1687, que, cotejados con otros de un esqueleto entero de un elefante que hay en el gabinete del gran duque de Florencia, se observaron tan perfectamente semejantes que no fue menester otra cosa para desengañar a los que los juzgaban partes de un cadáver gigantesco. Tales otros muchos que omitimos, y de que el caballero Sloane da individual noticia en la disertación citada, con fieles y eficaces pruebas de que todos son despojos de algunas bestias de enorme grandeza, por la mayor parte de elefantes.

Ni haga alguno dificultad que el elefante tenga dientes tan grandes, cuales son algunos que se muestran como de San Cristóbal o de otro algún imaginario gigante; pues es cosa sentada entre los naturalistas que algunas bestias de esta especie tienen dientes molares de tanta magnitud. Y si se habla de sus dos colmillos o dientes grandes, que naciendo en la mandíbula superior les penden fuera de la boca, y en que consiste la preciosidad del marfil, se ha visto tal cual de éstos que pesaba hasta cincuenta libras. Pero lo que dice Vartomano, citado por Gesnero, que vio dos, que juntos pesaban trescientas libras, necesita de confirmación.

De todo lo dicho concluimos, no sólo que la tradición de la estatura gigantea de San Cristóbal es fabulosa y que los dientes que se ostentan como reliquias suyas no lo son, pero que ni tampoco son de cadáveres humanos todos los demás dientes o huesos de muy extraordinaria magnitud.




Apéndice

A las tradiciones populares falsas en materia de religión, que hemos impugnado en el Teatro, añadiremos aquí otras tres. Refiere la primera Guillermo Marcel, en su Historia de la monarquía francesa; y es que los druidas, sacerdotes y doctores de los antiguos galos, edificaron la iglesia de Nuestra Señora de Chartres, consagrándola a la Santísima Virgen antes que ésta existiese, con profecía de su glorioso parto, Virgini pariturae. Fábula extravagante. Los druidas eran gentiles, y aun a las comunes supersticiones añadían algunas particulares, entre ellas la cruelísima de sacrificar víctimas humanas, lo que Augusto les prohibió estrechamente. Pero no bastando este precepto a remediar el abuso, Tiberio cargó después más la mano, y hizo crucificar a algunos convencidos de este crimen. Con todo, aún le quedó que hacer al emperador Claudio, al cual atribuyen los escritores la gloria de extirpar enteramente aquel horror. ¿Qué mérito tenían aquellos bárbaros, para que Dios les revelase tan de antemano aquel misterio? O ¿qué traza de adorar la Santísima Virgen antes de su existencia los que después que esta Señora felicitó al mundo con su glorioso parto, y aun después de ejecutada la grande obra de la redención, persistieron en su idolátrica ceguedad?

La segunda tradición popular, que notaremos aquí, está mucho más extendida. En toda la cristiandad suena, creído de muchos, que sobre el monte altísimo de Armenia llamado Ararat existe aún hoy el Arca de Noé, entera, dicen unos, parte de ella, afirman otros. Si los armenios no fueron autores de esta fama, por lo menos la fomentan; y poco ha, un religioso armenio, que estuvo en esta ciudad de Oviedo, afirmaba la permanencia del arca en la cumbre del Ararat, no sólo de voz, más también en un breve escrito que traía impreso. Juan Struis, cirujano holandés, que estuvo algún tiempo cautivo en la ciudad de Erivan, sujeta a los persas y vecina al monte Ararat, dio más fuerza a la opinión vulgar, con la Relación que imprimió de sus viajes.

Éste refiere que en aquel monte hay varias ermitas, donde hacen vida anacorética algunos fervorosos cristianos. Que el año 1670 le obligó su amo a subir a curar a un ermitaño, que tenía su habitación en la parte más excelsa del monte y adolecía de una hernia. Que gastó siete días en las subidas del monte, caminando cada día cinco leguas. Que llegando a aquella altura, donde residen las nubes, padeció un frío tan intenso, que pensó morir; pero subiendo más, logró cielo sereno y ambiente templado. Que el ermitaño que iba a curar, y que, en efecto, curó, le testificó que hacía veinte años que vivía en aquel sitio sin haber padecido jamás frío ni calor, sin que jamás hubiese soplado viento alguno o caído alguna lluvia. En fin, que el ermitaño le regaló con una cruz hecha de la madera del arca de Noé, la cual afirmaba permanecía entera en la cumbre del monte.

Esta relación logró un asenso casi universal, hasta que de la falsedad de ella desengañó aquel famoso herborista de la Academia Real de las Ciencias, Josef Pitton de Tournefort, el cual, en el viaje que hizo al Asia, a principios de este siglo, paseó muy despacio las faldas del Ararat, buscando por allí, como por otras muchas partes, plantas exóticas. Dice este famoso físico, citado por nuestro Calmet, en su Comentario sobre el octavo capítulo del Génesis, que el monte Ararat está siempre cubierto de nubes y es totalmente inaccesible; por lo cual se ríe Tournefort de que nadie haya podido subir a su cumbre. Cita Calmet, después de Tournefort, a otro viajero que vio el monte, y afirma también su inaccesibilidad a causa de las altas nieves que en todo tiempo le cubren desde la mediedad hasta la eminencia.

Aunque estos dos viajeros concuerdan en que el monte es impenetrable, y, por consiguiente, convencen de fabulosa la relación del holandés Struis, parece resta entre ellos alguna oposición, por cuanto si siempre está cubierto de nubes, como afirma el primero, no pudieron verse las nieves, como escribe el segundo. Pero es fácil la solución diciendo que la expresión de estar un monte siempre cubierto de nubes no significa siempre estar de tal modo circundado de ellas que oculten su vista por todas partes. Basta que haya siempre nubes en el monte, aunque frecuentemente se vea descubierto por este o aquel lado, y aun por la cumbre. Acaso también en la traducción latina de Calmet, de que uso, hay en aquella expresión qui semper nubibus obtegitur yerro de imprenta, debiendo decir nivibus en vez de nubibus; equivocación facilísima, y que muchas mayores se encuentran a cada paso en esta edición. ¿Qué mucho, siendo veneciana?

Mas lo que decide enteramente esta duda es el testimonio del padre Monier, misionero jesuita en la Armenia, el cual, hablando del monte Ararat, dice así: «Su cumbre se divide en dos cumbres, siempre cubiertas de nieves y casi siempre circundadas de nubes y nieblas, que prohíben su vista. A la falda no hay sino campos de arena movediza, entreverada con algunos pobrísimos pastos. Más arriba todas son horribles rocas negras, montadas unas sobre otras», etc. (Nuevas memorias de las misiones de Levante, tomo III, capítulo II).

La tercera y última tradición popular que vamos a desvanecer, o a lo menos proponerla como muy dudosa, aún es más universal que la segunda, y tiene por objeto el celebradísimo caso de los siete durmientes. Éstos, se dice, fueron siete hermanos de una familia nobilísima de Éfeso, los cuales, en la terrible persecución de Decio, se retiraron a una caverna del monte Ochlon, vecino a la ciudad, donde, cogiéndolos un sobrenatural y dulce sueño, estuvieron durmiendo ciento y cincuenta y cinco años; esto es, desde el 253 hasta el 408, en el cual despertando, y juzgando que el sueño no había durado más que algunas horas, enviaron al más joven de los siete a Éfeso para que les comprase alimentos; que éste quedó extremamente sorprendido cuando vio el estado de la ciudad tan mudado, y en muchos sitios de ella cruces colocadas; y, en fin, Éfeso gentílica totalmente convertida en Éfeso cristiana; que imperaba entonces Teodosio el Junior. Los nombres que dan a los siete hermanos son: Maximiano, Malco, Martiniano, Dionisio, Juan, Serapión y Constantino. Omito otras circunstancias de la historia.

Baronio, en el Martirologio, a 27 de julio, citado por Moreri, siente que lo que hay de verdad en ella es que estos santos, habiendo padecido martirio en la caverna imperando Decio, fueron después hallados sus cuerpos incorruptibles en tiempo de Teodosio el Junior, y que el epíteto de durmientes vino por equivocación de haberse en algún escrito significado su muerte con el verbo dormio u obdormio, expresión frecuente en la Escritura y aun en el uso de la Iglesia. Los autores que refieren esta historia no concuerdan en la data. Dicen unos que los siete hermanos despertaron el año 23, y otros el año 38 del imperio de Teodosio. No concuerdan tampoco en el nombre del obispo que había a la sazón en Éfeso. Unos le llaman Maro, otros Stefano, y ni de uno ni de otro nombre se halla alguno en la serie de los obispos de Éfeso. Añado que el año de 253, en que dice padecieron los santos por la persecución de Decio, ya Decio no vivía, pues murió a último del de 251.

El autor más antiguo, a quien se atribuye la relación de este admirable suceso, es San Gregorio Turonense, el cual fue más de siglo y medio posterior a él; por consiguiente, pudo padecer engaño. Mas no es eso lo principal, sino que el libro en que se refiere esta historia es falsamente atribuido a San Gregorio Turonense, como prueba Natal Alejandro, de que en la enumeración, que de sus escritos hace este santo en el epílogo de su Historia, no nombra a éste.






ArribaAbajoEl no sé qué


§ I

En muchas producciones, no sólo de la naturaleza, mas aun del arte, encuentran los hombres, fuera de aquellas perfecciones sujetas a su comprensión, otro género de primor misterioso, que cuanto lisonjea el gusto, atormenta el entendimiento; que palpa el sentido, y no puede descifrar la razón; y así, al querer explicarle, no encontrando voces ni conceptos que satisfagan la idea, se dejan caer desalentados en el rudo informe de que tal cosa tiene un no sé qué, que agrada, que enamora, que hechiza, y no hay que pedirles revelación más clara de este natural misterio.

Entran en un edificio que, al primer golpe que da en la vista, los llena de gusto y admiración. Repasándole luego con un atento examen, no hallan, que ni por su grandeza, ni por la copia de luz, ni por la preciosidad del material, ni por la exacta observancia de las reglas de arquitectura, exceda, ni aun acaso iguale, a otros que han visto, sin tener qué gustar o qué admirar en ellos. Si les preguntan ¿qué hallan de exquisito o primoroso en éste? responden, que tiene un no sé qué, que embelesa.

Llegan a un sitio delicioso, cuya amenidad costeó la naturaleza por sí sola. Nada encuentran de exquisito en sus plantas, ni en su colocación, figura o magnitud, aquella estudiada proporción que emplea el arte en los plantíos hechos para la diversión de los príncipes o los pueblos. No falta en él la cristalina hermosura del agua corriente, complemento preciso de todo sitio agradable; pero que, bien lejos de observar en su curso las mensuradas direcciones, despeños y resaltes con que se hacen jugar las ondas en los reales jardines, errante camina por donde la casual abertura del terreno da paso al arroyo. Con todo, el sitio le hechiza; no acierta a salir de él, y sus ojos se hallan más prendados de aquel natural desaliño, que de todos los artificiosos primores, que hacen ostentosa y grata vecindad a las quintas de los magnates. Pues, ¿qué tiene este sitio, que no haya en aquéllos? Tiene un no sé qué, que aquéllos no tienen. Y no hay que apurar, que no pasarán de aquí.

Ven una dama, o para dar más sensible idea del asunto, digámoslo de otro modo: ven una graciosita aldeana, que acaba de entrar en la corte, y no bien fijan en ella los ojos, cuando la imagen, que de ellos trasladan a la imaginación, les representa un objeto amabilísimo. Los mismos que miraban con indiferencia o con una inclinación tibia las más celebradas hermosuras del pueblo, apenas pueden apartar la vista de la rústica belleza. ¿Qué encuentran en ella de singular? La tez no es tan blanca como otras muchas, que ven todos los días, ni las facciones son más ajustadas, ni más rasgados los ojos, ni más encarnados los labios, ni tan espaciosa la frente, ni tan delicado el talle. No importa. Tiene un no sé qué la aldeanita, que vale más que todas las perfecciones de las otras. No hay que pedir más, que no dirán más. Este no sé qué es el encanto de su voluntad y el atolladero de su entendimiento.




§ II

Si se mira bien, no hay especie alguna de objetos donde no se encuentre este no sé qué. Elévanos tal vez con su canto una voz, que ni es tan clara, ni de tanta extensión, ni de tan libre juego como otras que hemos oído. Sin embargo, ésta nos suspende más que las otras. Pues ¿cómo, si es inferior a ellas en claridad, extensión y gala? No importa. Tiene esta voz un no sé qué, que no hay en las otras. Enamóranos el estilo de un autor, que ni en la tersura y brillantez iguala a otros, que hemos leído, ni en la propiedad los excede; con todo, interrumpimos la lectura de éstos sin violencia, y aquél apenas podemos dejarle de la mano. ¿En qué consiste? En que este autor tiene, en el modo de explicarse, un no sé qué, que hace leer con deleite cuanto dice. En las producciones de todas las artes hay este mismo no sé qué. Lo pintores lo han reconocido en la suya, debajo del nombre de manera, voz que, según ellos la entienden, significa lo mismo, y con la misma confusión, que el no sé qué; porque dicen, que la manera de la pintura es una gracia oculta, indefinible, que no está sujeta a regla alguna, y sólo depende del particular genio del artífice. Demoncioso (In praeamb. ad Tract. de Pictur.) dice, que hasta ahora nadie pudo explicar qué es o en qué consiste esta misteriosa gracia: Quam nemo unquam scribendo potuit explicare; que es lo mismo que caerse de lleno en el no sé qué.

Esta gracia oculta, este no sé qué, fue quien hizo preciosas las tablas de Apeles sobre todas las de la antigüedad; lo que el mismo Apeles, por otra parte muy modesto y grande honrador de todos los buenos profesores de arte, testificaba diciendo, que en todas las demás perfecciones de la pintura había otros que le igualaban, o acaso en una u otra le excedían; pero él los excedía en aquella gracia oculta, la cual a todos los demás faltaba: Cum eadem aetate maximi pictores essent, quorum opera cum admiraretur, collaudatis omnibus deesse iis unam illam Venerem dicebat, quam Graeci Charita vocant, caetera omnia contigisse, sed hac sola sibi neminem parem. (Plin., libro XXXV, capítulo X.) Donde es de advertir, que aunque Plinio, que refiere esto, recurre a la voz griega charita, o charis, por no hallar en el idioma latino voz alguna competente para explicar el objeto, tampoco la voz griega le explica; porque charis significa genéricamente gracia, y así las tres gracias del gentilismo se llaman en griego charites; de donde se infiere, que aquel primor particular de Apeles, tan no sé qué es para el griego, como para el latino y el castellano.




§ III

No sólo se extiende el no sé qué a los objetos gratos, mas también a los enfadosos; de suerte, que como en algunos de aquellos hay un primor que no se explica, en algunos de éstos hay una fealdad que carece de explicación. Bien vulgar es decir: Fulano me enfada sin saber por qué. No hay sentido que no represente este o aquel objeto desapacible, en quienes hay cierta cualidad displicente, que se resiste a los conatos, que el entendimiento hace para explicarla; y últimamente la llama un no sé qué que disgusta, un no sé qué que fastidia, un no sé qué que da en rostro, un no sé qué que horroriza.

Intentamos, pues, en el presente discurso explicar lo que nadie ha explicado, descifrar este natural enigma, sacar esta cosicosa de las misteriosas tinieblas en que ha estado hasta ahora; en fin, decir lo que es esto, que todo el mundo dice, que no sé qué es.




§ IV

Para cuyo efecto supongo, lo primero, que los objetos que nos agradan (entendiéndose desde luego, que lo que decimos de éstos es igualmente en su género aplicable a los que nos desagradan) se dividen en simples y compuestos. Dos o tres ejemplos explicarán esta división. Una voz sonora nos agrada, aunque esté fija en un punto, esto es, no varíe o alterne por varios tonos, formando algún género de melodía. Este es un objeto simple del gusto del oído. Agrádanos también, y aún más, la misma voz, procediendo por varios puntos, dispuestos de tal modo, que formen una combinación musical grata al oído. Este es un objeto compuesto, que consiste en aquel complejo de varios puntos, dispuestos en tal proporción, que el oído se prenda de ella. Asimismo a la vista agradan un verde esmeraldino, un fino blanco. Estos son objetos simples. También le agrada el juego que hacen entre sí varios colores (verbigracia en una tela o en un jardín), los cuales están, respectivamente, colocados de modo que hacen una armonía apacible a los ojos, como la disposición de diferentes puntos de música a los oídos. Este es un objeto compuesto.

Supongo, lo segundo, que muchos objetos compuestos agradan o enamoran, aun no habiendo en ellos parte alguna, que tomada de por sí lisonjee el gusto. Esto es decir, que hay muchos cuya hermosura consiste precisamente en la recíproca proporción o coaptación, que tienen las partes entre sí. Las voces de la música, tomadas cada una de por sí, o separadas, ningún atractivo tienen para el oído; pero artificiosamente dispuesta por un buen compositor, son capaces de embelesar el espíritu. Lo mismo sucede en los materiales de un edificio, en las partes de un sitio ameno, en las dicciones de una oración, en los varios movimientos de una danza. Generalmente hablando, que las partes tengan por sí mismas hermosura o atractivo, que no, es cierto que hay otra hermosura distinta de aquella, que es la del complejo, y consiste en la grata disposición, orden y proporción, o sea, natural o artificiosa, recíproca de las partes.

Supongo, lo tercero, que el agradar los objetos consiste en tener un género de proporción y congruencia con la potencia que los percibe, o sea, con el órgano de la potencia, que todo viene a reincidir en lo mismo, sin meternos por ahora en explicar en qué consiste esta proporción. De suerte, que en los objetos simples sólo hay una proporción, que es la que tienen ellos con la potencia; pero en los compuestos se deben considerar dos proporciones: la una de las partes entre sí, la otra de esta misma colección de las partes con la potencia, que viene a ser proporción de aquella proporción. La verdad de esta suposición consta claramente de que un mismo objeto agrada a unos y desagrada a otros, pudiendo asegurarse, que no hay cosa alguna en el mundo, que sea del gusto de todos; lo cual no puede depender de otra cosa, que de que un mismo objeto tiene proporción de congruencia respecto del temple, textura o disposición de los órganos de uno, y desproporción respecto de los de otro.




§ V

Sentados estos supuestos, advierto que la duda o ignorancia expresada en el no sé qué puede entenderse terminada a dos cosas distintas, al qué y al por qué. Explícome con el primero de los ejemplos propuestos al principio del número cinco. Cuando uno dice: tiene esta voz un no sé qué, que me deleita más que las otras, puede querer decir o que no sabe qué es lo que le agrada en aquella voz, o que no sabe por qué aquella voz le agrada. Muy frecuentemente, aunque la expresión suena lo primero, en la mente del que la usa significa lo segundo. Pero que signifique lo uno, que lo otro, ves aquí descifrado el misterio. El qué de la voz precisamente se reduce a una de dos cosas: o al sonido de ella (llámase comúnmente el metal de la voz), o al modo de jugarla, y a casi nada de reflexión que hagas, conocerás cuál de estas cosas es la que te deleita con especialidad. Si es el sonido, como por lo regular acontece, ya sabes cuanto hay que saber en orden al qué. Pero me dices: no está resuelta la duda, porque este sonido tiene un no sé qué, que no hallo en los sonidos de otras voces. Respóndote, y atiende bien lo que te digo, que ese que llamas no sé qué, no es otra cosa que el ser individual del mismo sonido, el cual perciben claramente tus oídos, y por medio de ellos llega también su idea clara al entendimiento. Acaso te matas, porque no puedes definir ni dar nombre a ese sonido, según su ser individual. Pero, ¿no adviertes que eso mismo te sucede con los sonidos de todas las demás voces que escuchas? Los individuos no son definibles. Los nombres, aunque voluntariamente se les impongan, no explican ni dan idea alguna distintiva de su ser individual. Por ventura, ¿llamarse fulano Pedro, y citano Francisco, me da algún concepto de aquella particularidad de su ser, por la cual cada uno de ellos se distingue de todos los demás hombres? Fuera de esto, ¿no ves que tampoco das, ni aciertas a dársele, nombre particular a ninguno de los sonidos de todas las demás voces? Créeme, pues, que también entiendes lo que hay de particular en ese sonido, como lo que hay de particular en cualquiera de todos los demás, y sólo te falta entender que lo entiendes.

Si es el juego de la voz, en quien hallas el no sé qué, aunque esto pienso que rara vez sucede, no podré darte una explicación idéntica que venga a todos los casos de este género, porque no son de una especie todos los primores que caben en el juego de la voz. Si yo oyese esa misma voz, te diría a punto fijo en qué está esa gracia, que tú llamas oculta; pero te explicaré algunos de esos primores, acaso todos, que tú no aciertas a explicar, para que, cuando llegue el caso, por uno o por otro descifres el no sé qué. Y pienso que todos se reducen a tres: el primero es el descanso con que se maneja la voz; el segundo la exactitud de la entonación, el tercero el complejo de aquellos arrebatados puntos musicales de que se componen los gorjeos.

El descanso con que la voz se maneja, dándole todos los movimientos, sin afán ni fatiga alguna, es cosa graciosísima para el que escucha. Algunos manejan la voz con gran celeridad; pero es una celeridad afectada, o lograda a esfuerzos fatigantes del que canta, y todo lo que es afectado y violento disgusta. Pero esto pocos hay que no lo entiendan; y así, pocos constituirán en este primor el no sé qué.

La perfección de la entonación es un primor que se oculta aun a los músicos. He dicho la perfección de la entonación. No nos equivoquemos. Distinguen muy bien los músicos los desvíos de la entonación justísima hasta un cierto grado; pongo por ejemplo hasta el desvío de una coma, o media coma, o sea, norabuena de la cuarta parte de una coma; de modo que los que tienen el oído muy delicado, aun siendo tan corto el desvío, perciben que la voz no da el punto con toda justeza, bien que no puedan señalar la cantidad del desvío; esto es, si se desvía media coma, la tercera parte de una coma, etc. Pero cuando el desvío es mucho menor, verbigracia la octava parte de una coma, nadie piensa que la voz desdice algo de la entonación justa. Con todo, este defecto, que por muy delicado, se escapa a la reflexión del entendimiento, hace efecto sensible en el oído; de modo que ya la composición no agrada tanto como si fuese cantada por otra voz, que diese la entonación más justa, y si hay alguna que la dé mucho más cabal, agrada muchísimo; y éste es uno de los casos en que se halla en el juego de la voz un no sé qué que hechiza, y el no sé qué descifrado es la justísima entonación. Pero se ha de advertir que el desvío de la entonación, se padece muy frecuentemente, no en el todo del punto, sino en alguna o algunas partes minutísimas de él; de suerte que aunque parece que la voz está firme, pongo por ejemplo, en re, suelta algunas sutilísimas hilachas, ya hacia arriba, ya hacia abajo, desviándose por interpolados espacios brevísimos de tiempo de aquel indivisible grado, que en la escalera del diapasón debe ocupar el re. Todo esto desaira más o menos el canto, como asimismo el carecer de estos defectos le da una gracia notable.

Los gorjeos son una música segunda, o accidental, que sirve de adorno a la substancia de la composición. Esta música segunda, para sonar bien, requiere las mismas calidades que la primera. Siendo el gorjeo un arrebatado tránsito de la voz por diferentes puntos, siendo la disposición de estos puntos oportuna y propia, así respecto de la primera música como de la letra, sonará bellamente el gorjeo, y faltándose esas calidades, sonará mal o no tendrá gracia alguna, lo que frecuentemente acontece, aun a cantores de garganta flexible y ágil, los cuales, destituidos de gusto o de genio, estragan, más que adornan, la música con insulsos y vanos revoloteos de la voz.

Hemos explicado el qué del no sé qué en el ejemplo propuesto. Resta explicar el por qué; pero éste queda explicado en el número 11, así para este como para todo género de objetos; de suerte, que sabido qué es lo que agrada en el objeto, en el por qué no hay que saber sino que aquello está en la proporción debida, congruente, a la facultad perceptiva, o al temple de su órgano. Y para que se vea que no hay más que saber en esta materia, escoja cualquiera un objeto de su gusto, aquél en quien no halle nada de ese misterioso no sé qué, y dígame, ¿por qué es de su gusto o por qué le agrada? No responderá otra cosa que lo dicho.




§ VI

El ejemplo propuesto da una amplísima luz para descifrar el no sé qué en todos los demás objetos, a cualquiera sentido que pertenezca. Explica adecuadamente el qué de los objetos simples, y el por qué de simples y compuestos. El por qué es uno mismo en todos. El qué de los simples es aquella diferencia individual privativa de cada uno en la forma que la explicamos en el número 12; de suerte que toda la distinción que hay en orden a esto entre los objetos agradables, en que no se halla no sé qué, y aquéllos en que se halla, consiste en que aquéllos agradan por su especie o ser específico, y éstos por su ser individual. A éste le agrada el color blanco por ser blanco, a aquél el verde por ser verde. Aquí no encuentran misterio que descifrar. La especie les agrada, pero encuentran tal vez un blanco, o un verde, que sin tener más intenso el color, les agrada mucho más que los otros. Entonces dicen que aquel blanco o aquel verde tienen un no sé qué que los enamora, y este no sé qué, digo yo, que es la diferencia individual de esos dos colores; aunque tal vez puede consistir en la insensible mezcla de otro color, lo cual ya pertenece a los objetos compuestos, de que trataremos luego.

Pero se ha de advertir que la diferencia individual no se ha de tomar aquí con tan exacto rigor filosófico, que a todos los demás individuos de la misma especie esté negado el propio atractivo. En toda la colección de los individuos de una especie hay algunos recíprocamente muy semejantes, de suerte que apenas los sentidos los distinguen. Por consiguiente, si uno de ellos por su diferencia individual agrada, también agradará el otro por la suya.

Dije en el número 18, que el ejemplo propuesto explicaadecuadamente el qué de los objetos simples. Y porque a esto acaso se me opondrá, que la explicación del manejo de la voz no es adaptable a otros objetos distintos, por consiguiente es inútil para explicar el qué de otros. Respondo, que todo lo dicho en orden al manejo de la voz, ya no toca a los objetos simples, sino a los compuestos. Los gorjeos son compuestos de varios puntos. El descanso y entonación no constituyen perfección distinta de la que sí tiene la música que se canta, la cual también es compuesta: quiero decir, sólo son condiciones para que la música suene bien, la cual se desluce mucho faltando la debida entonación, o cantando con fatiga; pero por no dejar incompleta la explicación del no sé qué de la voz, nos extendimos también al manejo de ella, y también porque lo que hemos escrito en esta parte puede habilitar mucho a los lectores para discurrir en orden a otros objetos diferentísimos.




§ VII

Vamos ya a explicar el no sé qué de los objetos compuestos. En éstos es donde más frecuentemente ocurre el no sé qué, y tanto, que rarísima vez se encuentra el no sé qué en objeto donde no hay algo de composición. Y, ¿qué es el no sé qué en los objetos compuestos? La misma composición. Quiero decir, la proporción y congruencia de las partes que los componen.

Opondráseme que apenas ignora nadie, que la simetría y recta disposición de las partes hace la principal, a veces la única hermosura de los objetos. Por consiguiente, ésta no es aquella gracia misteriosa a quien por ignorancia o falta de penetración se aplica el no sé qué.

Respondo que aunque los hombres entienden esto en alguna manera, lo entienden con notable limitación, porque sólo llegan a percibir una proporción determinada, comprendida en angostísimos límites o reglas; siendo así, que hay otras innumerables proporciones distintas de aquélla que perciben. Explicárame un ejemplo. La hermosura de un rostro es cierto que consiste en la proporción de sus partes, o en una bien dispuesta combinación del color, magnitud y figura de ellas. Como esto es una cosa en que se interesan tanto los hombres, después de pensar mucho en ello, han llegado a determinar o especificar esta proporción diciendo, que ha de ser de esta manera la frente, de aquélla los ojos, de la otra las mejillas, etc. Pero, ¿qué sucede muchas veces? Que ven este o aquel rostro, en quien no se observa aquella estudiada proporción y que con todo les agrada muchísimo. Entonces dicen que no obstante esa falta o faltas, tiene aquel rostro un no sé qué que hechiza. Y este no sé qué, digo yo, que es una determinada proporción de las partes en que ellos no habían pensado, y distinta de aquélla que tienen por única, para el efecto de hacer el rostro grato a los ojos.

De suerte, que Dios, de mil maneras diferentes y con innumerables diversísimas combinaciones de las partes, puede hacer hermosísimas caras. Pero los hombres, reglando inadvertidamente la inmensa amplitud de las ideas divinas por la estrechez de las suyas, han pensado reducir toda la hermosura a una combinación sola, o cuando más, a un corto número de combinaciones, y en saliendo de allí, todo es para ellos un misterioso no sé qué.

Lo propio sucede en la disposición de un edificio, en la proporción de las partes de un sitio ameno. Aquel no sé qué de gracia, que tal vez los ojos encuentran en uno y otro, no es otra cosa que una determinada combinación simétrica colocada fuera de las comunes reglas. Encuéntrase alguna vez un edificio, que en esta o aquella parte suya desdice de las reglas establecidas por los arquitectos, y que, con todo, hace a la vista un efecto admirable, agradando mucho más que otros muy conformes a los preceptos del arte. ¿En qué consiste esto? ¿En que ignoraba esos preceptos el artífice que le ideó? Nada menos. Antes bien en que sabía más y era de más alta idea que los artífices ordinarios. Todo lo hizo según regla; pero según una regla superior, que existe en su mente, distinta de aquellas comunes, que la escuela enseña. Proporción, y grande, simetría, y ajustadísima, hay en las partes de esa obra; pero no es aquella simetría que regularmente se estudia, sino otra más elevada, a donde arribó por su valentía la sublime idea del arquitecto. Si esto sucede en las obras del arte, mucho más en las de la naturaleza, por ser éstas efectos de un Artífice de infinita sabiduría, cuya idea excede infinitamente, tanto en la intensión como en la extensión, a toda idea humana y aun angélica.

En nada se hace tan perceptible esta máxima como en las composiciones músicas. Tiene la música un sistema formado de varias reglas que miran como completo los profesores; de tal suerte, que en violando alguna de ellas, condenan la composición por defectuosa. Sin embargo, se encuentra una u otra composición que falta a esta o aquella regla, y que agrada infinito aun en aquel pasaje donde falta a la regla. ¿En qué consiste esto? En que el sistema de reglas, que los músicos han admitido como completo, no es tal; antes muy incompleto y diminuto. Pero esta imperfección del sistema, sólo la comprenden los compositores de alto numen, los cuales alcanzan que se pueden dispensar aquellos preceptos en tales o tales circunstancias, o hallan modo de circunstanciar la música de suerte, que, aun faltando aquellos preceptos, sea sumamente armoniosa y grata. Entre tanto, los compositores de clase inferior claman que aquello es una herejía; pero clamen lo que quisieren, que el juez supremo y único de la música es el oído. Si la música agrada al oído y agrada mucho, es buena y bonísima, y siendo bonísima, no puede ser absolutamente contra las reglas, sino contra unas reglas limitadas y mal entendidas. Dirán que está contra arte; mas, con todo, tiene un no sé qué que la hace parecer bien. Y yo digo, que ese no sé qué no es otra cosa que estar hecha según arte, pero según un arte superior al suyo. Cuando empezaron a introducirse las falsas en la música, yo sé que, aun cubriéndolas oportunamente, clamaría la mayor parte de los compositores, que eran contra arte; hoy ya todos las consideran según arte; porque el arte que antes estaba diminutísimo, se dilató con este descubrimiento.




§ VIII

Aunque la explicación que hasta aquí hemos dado del no sé qué, es adaptable a cuanto debajo de esta confusa expresión está escondido, debemos confesar que hay cierto no sé qué propio de nuestra especie, el cual, por razón de su especial carácter pide más determinada explicación. Dijimos arriba, que aquella gracia o hermosura del rostro, a la cual, por no entendida, se aplica el no sé qué, consiste en una determinada proporción de sus partes, la cual proporción es distinta de aquélla, que vulgarmente está admitida como pauta indefectible de la hermosura. Mas como quiera que esto sea verdad, hay en algunos rostros otra gracia más particular, la cual, aun faltando la de la ajustada proporción de las facciones, los hace muy agradables. Esta es aquella representación que hace el rostro de las buenas cualidades del alma, en la forma que para otro intento hemos explicado en el tomo V, discurso III, desde el número 10 hasta el 16 inclusive, a cuyo lugar remitimos al lector, por no obligarnos a repetir lo que hemos dicho allí. En el complejo de aquellos varios sutiles movimientos de las partes del rostro, especialmente de los ojos, de que se compone la representación expresada, no tanto se mira la hermosura corpórea como la espiritual, o aquel complejo parece hermoso, porque muestra la hermosura del ánimo, que atrae sin duda mucho más que la del cuerpo. Hay sujetos que precisamente con aquellos movimientos y positura de ojos, que se requieren para formar una majestuosa y apacible risa, representan un ánimo excelso, noble, perspicaz, complaciente, dulce, amoroso, activo; lo que hace, a cuantos los miran, los amen sin libertad.

Esta es la gracia suprema del semblante humano. Esta es la que, colocada en el otro sexo, ha encendido pasiones más violentas y pertinaces, que el nevado candor y ajustada simetría de las facciones. Y ésta es la que los mismos cuyas pasiones ha encendido, por más que la están contemplando cada instante, no acaban de descifrar; de modo que cuando se ven precisados de los que pretenden corregirlos, a señalar el motivo por que tal objeto los arrastra (tal objeto, digo, que carece de las perfecciones comunes) no hallan qué decir, sino que tiene un no sé qué, que enteramente les roba la libertad. Téngase siempre presente, para evitar objeciones, que esta gracia, como todas las demás que andan rebozadas debajo del manto del no sé qué, es respectiva al genio, imaginación y conocimiento del que la percibe. Más me ocurría que decir sobre la materia, pero por algunas razones me hallo precisado a concluir aquí este discurso.






ArribaAbajoCausas del amor


§ 1

Un afecto, que es el primer móvil de todas las acciones humanas, príncipe de todas las pasiones, monarca cuyo vasto imperio no reconoce en la tierra algunos límites, máquina con que se revuelven y trastornan reinos enteros, ídolo que en todas las religiones tiene adoradores; en fin, astro fatal, de cuya influencia pende la fortuna de todos, pues según sus varios aspectos (quiero decir, según su mira a objetos diferentes), a unos hace eternamente dichosos, a otros eternamente infelices; un afecto, digo, dotado de tales prerrogativas, bien merece algún lugar en este Teatro.

Mas, ¿qué hemos de decir del amor que no esté ya dicho infinitas veces? ¿Será bien que repitamos, ni aun en compendio, lo que está esparcido en innumerables libros, o bien refiriendo mil vulgarizadas historias, o bien tejiendo una fastidiosa rapsodia de sentencias de filósofos y poetas? A la verdad, esto es lo que se estila, no sólo en esta materia, sino en todas. Respecto de cualquier asunto, los escritores (mejor los llamaremos escribientes) son muchos, los autores rarísimos. La producción de los libros comunísimamente es producción unívoca. Llaman así los filósofos de la escuela a aquella producción en que el efecto es de la misma especie que su causa. ¿Qué quiero decir? Que los libros comunísimamente son hijos de otros libros, no de la idea y entendimiento de los que los escriben. ¡Oh, cuántos grajos no hacen sino repetir lo que cantaron algunos cisnes! ¡A cuántos vivos no se oyen sino los ecos de las voces de algunos muertos! ¡Cuántas cornejas sólo se adornan de ajenas plumas! Aún sería tolerable si estos escribientes supiesen dar a lo que trasladan una nueva agradable forma. Mas lo que a cada paso se ve es que de preciosos materiales fabrican torpísimos edificios, y de bellas pinturas sacan en la copia infelices mamarrachos.

Para escritores de este género no hay asunto más copioso que el del amor, pues con lo que hay escrito de él se puede llenar no un gran libro, sino una gran biblioteca; mas por lo mismo que hay tanto escrito del amor, para el que quisiere decir algo de nuevo, ningún asunto parecerá más estéril. Parecerá, digo; pero realmente no lo es. Es verdad que, por lo que toca a la filosofía moral, hay bastante escrito del amor; por lo que mira a la poesía y discursos académicos, es demasiado, es infinito lo que hay escrito; mas por lo que pertenece a la física, o filosofía natural, se puede asegurar que aún está la materia casi intacta.

A la filosofía pertenece examinar las causas de las cosas. ¿De qué causas nace o pende el amor? Cuatro géneros de causas distinguen los filósofos: eficiente, material, formal y final. La eficiente es el sujeto amante, y él mismo también es causa material, uno y otro mediante el alma como potencia remota y radical, y la voluntad como potencia formal y próxima. La final es la bondad del objeto amado. Causa formal no la hay aquí, porque el mismo amor es forma, que denomina al sujeto amante; y según el axioma filosófico, para una razón formal no hay que buscar otra razón formal.

Todo lo dicho es clara y llana filosofía; pero en el lenguaje común de los hombres se ha hecho gran lugar un axioma que incluye con las causas expresadas otra distinta de ellas. El axioma es que la semejanza es causa del amor.

En el tomo II, discurso IX, número 9, toqué de paso este punto, y es preciso repetir aquí lo que escribí allí. Estas son mis palabras: «La regla de que la semejanza engendra amor, y la desemejanza odio, tiene tantas excepciones que pudiera borrarse del catálogo de los axiomas. A cada paso vemos diversidad en los genios, sin oposición en los ánimos, y aun creo que dos genios perfectamente semejantes no serían los que más se amasen: acaso se causarían más tedio que amor, por no hallar uno en otro sino aquello mismo que siempre posee en sí propio. La amistad pide habitud de proporción, no de semejanza. Únese la forma con la materia, no con otra forma, con ser desemejante a aquélla y semejante a ésta. Con corta diferencia pasa en la unión afectiva lo que en la natural. Los ardores del amor se encienden en cada individuo por aquella perfección que halla en otro, y no en sí mismo. Puede ser que en otra ocasión, extendiéndome más sobre esta materia, ponga en grado de error común el axioma de que la semejanza engendra amor, como comúnmente se entiende». Llegó el caso de ejecutarlo, siendo el motivo la noticia que tuve de que algunos curiosos lo deseaban.




§ II

Por lo cual digo, lo primero, que, hablando con propiedad filosófica, nunca se puede rectamente decir que la semejanza es causa del amor. La razón es, porque si lo fuese, era preciso reducirse a alguno de los cuatro géneros de causas expresado; pero a ninguno de ellos puede reducirse: no al de causa eficiente, porque la semejanza, siendo una pura relación predicamental, carece de toda actividad. No al de causa material, porque ésta, si se habla de la próxima, lo es la voluntad; si de la remota, el alma. No al de causa formal, por lo que se ha dicho arriba de que para una razón formal no hay otra razón formal, fuera de que es evidente que el amor no es sujeto receptivo de la semejanza ni en la substancia ni en otra cosa distinta del mismo amor. No al de causa final, porque el motivo y fin del amante no es la semejanza, sino la bondad del objeto amado.

Vaya otro argumento generalísimo. Si la semejanza fuese causa del amor, cuanto mayor fuese la semejanza produciría mayor amor; porque las causas tanto son más activas cuanto más perfectas en aquel predicado o formalidad de donde se deriva su eficacia. Vese esto en la bondad, que porque es causa motiva del amor, cuanto es más bueno el objeto, como le proponga tal el entendimiento, tanto mayor amor causa; luego si la semejanza fuese causa del amor, a mayor semejanza conocida y propuesta por el entendimiento, naturalmente correspondería mayor amor en la voluntad; luego el hombre sin desorden, antes bien conformándose a la naturaleza de las cosas, más amaría a otro hombre que a Dios, pues es sin comparación más semejante un hombre a otro que Dios al hombre.

Responderáseme acaso que el exceso de bondad que hay de parte de Dios compensa con grandes ventajas o prevalece al exceso de semejanza que hay de parte del hombre; pero de la misma suposición que se hace en la respuesta, infiero yo que la mayor semejanza es totalmente inútil para influir mayor amor. La razón es porque, puesto que Dios es más bueno que el hombre, y el hombre más semejante al hombre que Dios, se sigue que la mayor semejanza no tiene conexión alguna con la mayor bondad; luego no es influxiva de mayor amor, porque sólo podría serlo en virtud de alguna conexión (como de fundamento con el fundado) con la mayor bondad; pues siendo la bondad, en buena filosofía, único motivo del amor, sólo por conexión con la bondad puede otra cualquiera cualidad considerarse como influyente en el amor. Más. Cuanto Dios excede en bondad o perfección al hombre, tanto el hombre es desemejante a Dios. La razón es clara, porque la diversidad entre dos extremos crece a proporción de la desigualdad de perfección que hay entre ellos; luego siendo Dios infinitamente más perfecto que el hombre, el hombre será infinitamente menos semejante a Dios que a otro hombre; luego estarán en equilibrio estas dos causas del amor, semejanza y bondad, colocada aquélla en el hombre, ésta en Dios, para el efecto de motivar el amor en otro hombre; luego éste sin absurdo, y arreglándose a la naturaleza de las cosas, podrá amar tanto a otro hombre como a Dios.

La infinita diversidad que reconocemos entre Dios y el hombre no obsta (porque quitemos este escrúpulo a los que miran las cosas a bulto) a la semejanza que entre Dios y el hombre nos atestigua el sagrado texto del Génesis: Faciamus bominem ad imaginem et similitudinem nostram. Es así que el hombre, por su naturaleza intelectual, es semejante a Dios, y con tal semejanza, que respecto de Dios no la hay mayor ni aun igual, de los ángeles abajo, en todo el Universo. Con todo, hay infinita diversidad entre Dios y el hombre. Con todo, el hombre es más semejante al bruto, a la planta, a la piedra, que a Dios. La distancia o desigualdad de perfección que hay entre el hombre y la piedra es finita. La que hay entre el hombre y Dioses infinita. A esta distancia o desigualdad de perfección se proporciona la diversidad. Asunto es éste que abre campo a nada vulgares delicadezas metafísicas y que está brotando ingeniosos problemas; verbigracia: ¿Cómo una naturaleza vital e intelectual (la del hombre) es más diversa de otra naturaleza vital e intelectual (la de Dios) que de una naturaleza que carece de toda intelectualidad y vida? (la de la piedra). ¿Cómo en infinita diversidad cabe alguna semejanza? ¿Cómo siendo infinita la distancia que hay del hombre a Dios aún dista más de Dios la piedra que el hombre? Non omnes capiunt verbum istud. Mas porque no nos permite nuestro propósito detenernos en desenmarañar dificultades metafísicas, qui potest capere, capiat.




§ III

Descendamos ya de las especulaciones filosóficas y metafísicas a las observaciones experimentales. ¿Qué muestra en nuestro propósito la experiencia? Lo mismo que la razón; esto es: que ni la semejanza tiene conexión alguna con el amor, ni la desemejanza con el odio. En todo género de amores señalaremos experimentos. Más semejante es el hombre feo a la mujer fea que a la hermosa; con todo ama a ésta y no a aquélla. Más semejante es la mujer de ánimo flaco y débil al hombre pusilánime que al valeroso; con todo, ama a éste y desestima a aquél. Ferrum est, quod amant, dice Juvenal de todas las mujeres con ocasión de hablar de Hippia, enamoradísima de un gladiador feísimo. Más semejantes son recíprocamente los individuos de un mismo sexo que los de sexo diferente; con todo, los de sexo diferente se aman más. Ni se me diga que esto sólo se verifica en el amor torpe, pues es cierto que no hablaba David, respectivamente, al amor torpe, cuando para encarecer la eminente amabilidad de Jonatás dijo que era más amable que las mujeres: Amabilis super amorem mulierum. Amaba extremadamente Amnon a su hermana Thamar; insultóla violentamente, y al punto empezó a aborrecerla aún más que la había amado antes. Pregunto si antes del insulto era Thamar semejantísima a Amnon y mediante el insulto se hizo desemejantísima. Tan semejante se quedó como era antes; y con todo, Amnon pasó, respecto de ella, de un grande amor a un sumo odio. ¡Cuántos cada día de enemigos se hacen amigos, de amigos enemigos, sin alterarse un punto la semejanza o desemejanza que hay entre ellos!

Muchos hombres han amado y aman más a tales o tales brutos, ya en individuo, ya en especie, que a cuanto hay escogido en la propia. Este es perdido por perros y no piensa en otra cosa; aquél, por caballos; el otro por pájaros. ¡Cuántos han sentido más la muerte de un ruiseñor que la de un vecino! ¿Cuántas damiselas lloraron más la de una perrilla que la de una parienta! Omitiendo como fabuloso, y acaso no lo será, lo que Homero dice de Andrómaca, mujer de Héctor, que amaba y cuidaba más de los caballos del marido que del marido mismo. Calígula amaba tanto a un caballo suyo velocísimo, que más de una vez le tuvo por convidado a su mesa y le hacía ministrar vino en vasos de oro. Xifilino lo dice. El emperador Antonino Vero, a otro, que amaba con igual extremo y se le murió, dio magnífico sepulcro, y mandó hacer simulacro de oro que le representase, que traía siempre consigo. Cuéntalo Marco Antonio Sabelico. Craso derramó lágrimas por la muerte de una murena que tenía domesticada. Refiérelo Plutarco. Pregunto si todos éstos contemplaban mayor semejanza con ellos en los brutos que hicieron objeto de su cariño que en los individuos de su especie. Contemporáneo de Craso, el enamorado de la murena, fue Domicio, el cual, increpando a aquél sobre haber llorado la muerte de un pez, Craso discretamente le recriminó sobre el extremo opuesto, porque había enterrado tres mujeres sin tributar ni una lágrima sola a ninguna de ellas. ¿Había alguna semejanza mayor entre Craso y su murena que entre Domicio y sus esposas? ¿Quién pronunciará tal quimera?

Aun a objetos mucho más desemejantes al hombre que los brutos, esto es, los vegetables, se extiende el amor humano. Jerjes estuvo locamente enamorado de un hermoso plátano que vio en la Lidia, hasta adornarle con preciosos dijes y señalar sujeto espectable que velase siempre en su custodia. El orador Quinto Hortensio amaba también extraordinariamente los plátanos que tenía en una quinta suya en el Tusculano, y los regaba con vino. Pasieno Crispo, dos veces cónsul y segundo marido de Agripina, madre de Nerón, casi entregó todo su corazón a un moral de bella disposición que había en el mismo Tusculano; de modo que no sólo le regaba con vino y dormía a su sombra, con preferencia de la hierba que cubrían sus ramas a las plumas del más delicioso y suntuoso lecho, sino que frecuentemente imprimía ósculos y abrazos a su tronco y ramas.




§ IV

Ni será del caso responder que los referidos son unos amores desordenados y extravagantes. ¿Qué importa esto? Los efectos de la voluntad, por extravagantes, no salen de la esfera de actividad de sus naturales causas; y así, si la semejanza fuese causa natural y precisa del amor, el amor más desordenado buscaría en el objeto la semejanza con el amante; así como porque el amor tiene por causa eficiente y material la voluntad, y por final la bondad, o verdadera o aparente, del objeto, es imposible amor, por monstruoso y desordenado que sea, que no deba su ser a estas causas. Fuera de que aquellos amores no fueron desordenados por los objetos que miraban, sino por el exceso y el modo. En efecto, a cada paso se ven hombres muy enamorados de tal o tal planta en su jardín o huerta, sin que les rinda otra utilidad que el gusto de mirarla y la complacencia de poseerla, y sin que nadie note de desordenado aquel amor.

Tampoco será respuesta decir que entre el hombre y el bruto, y aun entre el hombre y la planta, se salva alguna semejanza. Dar esto por respuesta es señal de no entender el argumento. No hay cosa en el mundo con quien el hombre no tenga alguna semejanza; y así le es imposible, no sólo amar, mas ni aun aborrecer a cosa alguna que no sea algo semejante a él. La cuestión es si la semejanza es razón de amarla; y digo que no, porque si lo fuese, mayor semejanza influiría mayor amor, por la regla filosófica: Sicut se habet simpliciter ad simpliciter, ita magis ad magis. Pero lo contrario prueba los experimentos propuestos y otros innumerables que pudieran alegarse, en quienes se ve que el hombre a cada paso ama más a objetos menos semejantes a él que a otros que son mucho más semejantes.




§ V

Es preciso, pues, que el axioma de que la semejanza engendra amor padezca muchas limitaciones; que el axioma, como comúnmente se entiende, esto es, tomándole con la generalidad que comúnmente se le da, puede colocarse en el grado de error común. Mas, ¿qué limitaciones son éstas?

Respondo diciendo, lo primero, que la semejanza engendra amor sólo para un efecto determinado, que es la sociedad. Pueden considerarse tres géneros de sociedad: sociedad natural, que es la del tálamo; sociedad política común, que es aquella con que los hombres se congregan a formar un cuerpo de república, y sociedad política privada, que es la que, por elección particular, forman dos o tres o más personas. Todas tres sociedades piden semejanza en la especie. La primera pide semejanza en la especie, pero desemejanza en el sexo, y ésta es ya otra nueva limitación. La segunda pide semejanza en la especie, sin prohibir la desemejanza en el sexo. La tercera también pide semejanza en la especie, sin prohibir la desemejanza en el sexo; mas con esta advertencia, que para algunas utilidades particulares a que aspiran este o aquel amante, pide la sociedad política privada, no sólo semejanza en la especie, mas también en inclinaciones y costumbres. El ladrón busca por compañero al ladrón para que le ayude a hurtar; el homicida al homicida, para ejecutar el golpe destinado; el incontinente al incontinente, para los coloquios torpes en que se deleita; el virtuoso al virtuoso, para aprovechar con sus instrucciones y ejemplos.

La doctrina que acabo de proponer es enteramente conforme a la del Espíritu Santo en el capítulo XIII del Eclesiástico, que creo es el único lugar de las sagradas letras que toca con expresión la materia en que estamos: Omne animal diligit simile sibi, sic et omnis homo proximum sibi. Omnis caro ad similem sibi conjungetur, et omnis homo simili sui sociabitur. Si communicabit lupus agno aliquando, sic pecator justo. Hay en este pasaje tres proposiciones: la primera, en su sonido, es general: Omne animal diligit simile sibi; pero los dos siguientes la explican y limitan. Este es el ordinario método de la Sagrada Escritura, que cuando sobre este o aquel asunto propone alguna máxima vaga o indefinida, en el contexto que se sigue la explica y señala el sentido en que se debe tomar. Propone, pues, aquí con generalidad, la máxima de que todo animal ama a su semejante; pero luego explica qué amor es éste o en orden a qué efecto; esto es, en orden a la sociedad, como evidencian las repetidas expresiones de conjungetur, sociabitur, communicabit. Y más se debe notar que en la segunda y tercera proposición se indican las dos clases de sociedades, natural y política. El verbo conjungetur, especialmente aplicado al sustantivo caro, significa la sociedad o unión natural. Los verbos sociabitur y communicabit, la política; mas con la distinción que la voz sociabitur comprehende la sociedad política, pública y privada; la voz communicabit determinadamente significa la privada, lo que convence la negación, allí mismo expresada, de esta sociedad entre el justo y el pecador.

Se debe notar también que la tercera proposición es hiperbólica. Dice que tan difícil o tan imposible es comunicar o hacer amigable compañía el pecador al justo como el lobo al cordero; pero apartada la hipérbole, es cierto que lo segundo nunca sucede, y lo primero cada día se experimenta. También sin hipérbole se puede explicar diciendo que la compañía que niega siempre el Espíritu Santo del pecador con el justo, es compañía ordenada a cooperar con el justo a sus buenas obras, lo cual el pecador, como tal, nunca hace.




§ VI

Sobre la limitación genérica de que la semejanza sólo conduce para el amor de sociedad entran otras limitaciones particulares respecto de todos tres géneros de sociedades, que van sucesivamente estrechando la máxima de que la semejanza engendra amor hasta dejarla en angostísimos términos. Conduce la semejanza específica para el amor de sociedad natural; pero pide desemejanza en el sexo. Esta es la primera limitación. La segunda, que admite desemejanza en la condición y en las cualidades personales, tanto intrínsecas como extrínsecas. Ama el hombre humilde a la mujer de alta condición; el pobre, a la rica; el feo, a la hermosa, y recíprocamente sucede lo mismo de parte del otro sexo. Es famoso al intento el caso referido en el capítulo VI del Génesis, en que los que se llaman hijos de Dios, esto es, según la común y mejor inteligencia, los descendientes de Seth, se enamoraron de las hembras descendientes de Caín, diversas de ellos en condición, en prosapia, en costumbres, etc.

En orden al amor de sociedad política común, la máxima de que es necesaria para él la semejanza tiene limitación o excepción en el orden de la gracia. En el cielo, ángeles y hombres, aunque diversos, no sólo en especie, sino en género, formarán una misma república, unidos todos sus miembros con más estrecho amor que los de las repúblicas de la tierra.

La máxima aplicada al amor de sociedad privada padece muchas excepciones: lo primero, ni aun se necesita semejanza específica para ella, pues los ángeles de guarda hacen verdadera compañía a los hombres, a cuya custodia están destinados, sin ser semejantes a ellos ni en especie ni en género ínfimo. Lo segundo, en orden a la semejanza en las costumbres, se falsifica en muchísimos casos, en que vemos a los hombres viciosos buscar y deleitarse con la compañía y conversación de los buenos. Era un grande pecador Herodes; con todo, gustaba de la conversación del santísimo Bautista: Audito eo (dice San Marcos), multa faciebat, et libenter eum audiebat. Lo tercero, muchas veces los malos aborrecen a sus semejantes en las costumbres, porque la semejanza les es en alguna manera incómoda. Aborrece el incontinente al incontinente, mirándole como posible competidor en algún intento torpe; el codicioso al codicioso, porque no puede sacar nada de él; el logrero al logrero, porque le cercena algo su ganancia; el soberbio al soberbio, porque no puede dominarle o insultarle como al humilde; el impaciente al impaciente, porque en la ira ajena ve algún riesgo al desahogo de la propia; y, al contrario, aman como cómodos el incontinente al casto, el codicioso al liberal, el soberbio al humilde, el iracundo al pacífico.

Lo cuarto, aun en los casos en que el vicioso ama la sociedad de su semejante, la semejanza sea accidentalmente para el amor. Ama el ladrón la sociedad de otro ladrón, porque le servirá como concausa o instrumento para hurtar. Digo que la semejanza en la inclinación o habilidad de hurtar no influye per se en aquel amor. Véese esto en que el que quiere hurtar ama todo lo que es conducente para el robo, que sea semejante a él, que no; ama las pistolas, ama la ganzúa, ama la mascarilla y otras cosas, con quienes no tiene semejanza, aun en la especie ni el género.

Lo quinto, tampoco en el amor que el bueno tiene al bueno influye per se la semejanza. Si por imposible fuera este bueno, sin ser semejante al otro, aun el otro le amaría; porque siendo bueno amaría sin duda la virtud aun en sujeto, por posible o imposible, desemejante a él. Más: uno que es bueno y justo en grado remiso ama mucho más a otro que es virtuoso en grado eminente, que al que lo es en grado remiso, como él; sin embargo, es más semejante a él éste que aquél; porque con éste tiene semejanza en la esencia de la cualidad y en el grado; con aquél, en la esencia de la cualidad solamente. Finalmente, el virtuoso ama aún a aquel que posee algunas virtudes de que él carece. Aunque no tenga vocación de mártir, ama al mártir; aunque sea ignorante, ama al sabio; aunque sea tímido, ama al fuerte; luego no es la semejanza quien influye en el amor: si lo fuese, más amaría el virtuoso, o ignorante, o tímido a otro virtuoso, ignorante o tímido como él, que al virtuoso, sabio o fuerte; lo cual no sucede así, sino al contrario.




§ VII

Así probado, por razón y por experiencia, que la máxima de que la semejanza es causa del amor, sólo es verdadera reducida a muy estrechos términos, y que, por consiguiente, en la generalidad que comúnmente se le atribuye puede ser reputada por error común, nada nos embarazará la copia de autoridades que nos alegan en contrario. Toda opinión común, que verdadera, que falsa, supónese que tiene muchos patronos, y entre ellos, algunos de especial autoridad. Por tanto, se debe suponer también que quien se arroja a la empresa de derribarla se hace la cuenta de no tropezar en este reparo. Como advirtió bien el ilustrísimo Cano, en la ciencia teológica se debe preferir la autoridad a la razón; en todas las demás facultades y materias se debe preferir la razón a la autoridad: Cum vero in reliquis disciplinis omnibus primum locum ratio teneat, postremum Auctoritas: at Theologia tamen una est, in qua non tam rationis in disputando, quam auctoritatis momenta quaerenda sunt. (Lib. I de Locis. cap. 2.)

Esto bastaría para satisfacción de cualquier autoridad que se nos opusiese. Pero habiendo tocado este punto el angélico Santo Tomás en la I 2.ª a quest. 17, artículo III, la especial veneración que profeso a su doctrina no me permite dejar de examinar su sentir, el cual, a los que no tienen ojos más que para ver la corteza de la letra, parecerá sin duda expresa y directamente contrario al nuestro.

Propone Santo Tomás, en el lugar citado, la cuestión en términos terminantes: Utrum similitudo sit causa amoris? Su conclusión es afirmativa: Respondeo dicendum, quod similitudo, proprie loquendo, est causa amoris. Ni se puede decir que el sentir de Santo Tomás sea que la semejanza es causa de algún amor, no de todo; lo primero, porque la conclusión es absoluta, y el Santo no le pone limitación alguna. Lo segundo, porque si sintiera el Santo que la semejanza es causa del amor, con las limitaciones que hemos puesto, o con algunas de ellas, las expresaría de necesidad en la respuesta al primero, tercero y cuarto argumento que se propone en contrario; porque dichos argumentos se fundan sobre ejemplares semejantes a algunos de los que en este discurso y en el nono del segundo tomo propusimos, mostrando que en ellos hay amor sin semejanza. Digo que si Santo Tomás sintiera, con nosotros, que en aquellos casos no se verifica que la semejanza es causa del amor, respondería que esta máxima no es generalmente verdadera, y señalaría alguna o algunas limitaciones. Pero no lo hace así; antes, a todos los argumentos responde insistiendo en que en los mismos casos que proponen se verifica la máxima.

Puesto todo lo dicho, parece que está cerrada la puerta para exponer a Santo Tomás de modo que nos sea contrario. Sin embargo, está muy abierta y patente, observando qué entendió el Santo por semejanza en el artículo citado, o qué amplitud dio al significado de esta voz. Nótese, lo primero, que en el cuerpo del artículo señaló dos especies o clases de semejanzas. La primera consiste en que los extremos que se comparan tengan actualmente un mismo predicado, denominación o forma; como dos sujetos blancos son semejantes, porque ambos tienen actualmente blancura. La segunda consiste en que un sujeto tenga, en potencia o en inclinación, aquello que el otro tiene actualmente. En este sentido se puede decir que la potencia es semejante al acto, y la materia a la forma. Nótese, lo segundo, que en conformidad de esta doctrina responde al segundo, tercero y cuarto argumento con la segunda clase de semejanza, concediendo en los casos que proponen los argumentos sólo una semejanza, que consiste en habitud de proporción, potencia o inclinación.

Cualquiera ve que, tomando la semejanza en este sentido, es imposible haber amor sino entre semejantes, porque es imposible haber amor sin inclinación. Pero también ve cualquiera que esto es tomar la semejanza latísimamente. No hay cosas más desemejantes en todo el vasto imperio de la naturaleza que la materia primera y la forma: aquélla, pura potencia; ésta, acto formal; aquélla, imperfectísima; ésta, continente de toda la perfección específica; aquélla, que dista casi nada de la nada, prope nibil, como se explican muchos escolásticos; ésta, que da todo el ser específico al compuesto natural. Con todo, entre estas dos entidades desemejantísimas se salva alguna semejanza, entendiendo por semejanza la inclinación, habitud y potencia de la materia a la forma. Vuelvo a decir que tomando la semejanza en este sentido, nunca hay ni puede haber amor sin semejanza; porque nadie puede amar, ni con apetito innato, ni con apetito ilícito, sino objeto respecto de quien tiene proporción de habitud, potencia o inclinación. Nosotros, pues, hablamos en este discurso de la semejanza propiamente tal, y la máxima de que la semejanza es causa de amor, comunísimamente se entiende de la semejanza propiamente tal. Así, se debe reparar que en el lugar citado del segundo tomo sólo notamos de error común aquella máxima, con esta expresa limitación, como comúnmente se entiende. Santo Tomás no la entendió ni aprobó en este sentido, sino en el que ya hemos explicado. Así, ninguna oposición hay entre lo que decimos y lo que Santo Tomás enseña.

Nótese, lo tercero, que al primer argumento, que procede sobre los soberbios, que aunque semejantes recíprocamente se aborrecen, y los que profesan un mismo oficio lucrativo, entre quienes muy de ordinario sucede lo propio, responde el Santo que unos y otros se aborrecen, no por ser semejantes, sino porque mutuamente se impiden aquel bien a que aspiran: el soberbio a otro soberbio, la excelencia que pretende; el artífice a otro del mismo oficio, parte de la ganancia. Lo propio decimos nosotros. El semejante nunca es aborrecido por ser semejante (si fuese así, todos los semejantes serían aborrecidos de sus semejantes), sino porque se considera incómodo. Pero añado: tampoco el semejante que se ama se ama por ser semejante (si fuese así, todos los semejantes serían amados de sus semejantes), sino porque considera bueno o útil al que le ama. Nunca puede ser causa motiva del amor otra que la bondad, o honesta, o útil, o delectable.




§ VIII

Probado ya que la semejanza no es, como se imagina, causa general del amor, sustituiremos en su lugar otra que verdaderamente lo es. Entramos en más curiosa y sutil filosofía. Hablo de la causa dispositiva, que los filósofos reducen al género de causa material. El amor es efecto y juntamente forma del sujeto. En razón de efecto, es el sujeto causa eficiente suya; en razón de forma, es el mismo sujeto su causa material. Como efecto, pide en el sujeto virtud o actividad; como forma, pide disposición, pues ningún sujeto puede recibir alguna forma sin estar previamente dispuesto para ella. Todos los misterios del amor penden de esta causa dispositiva, y, sin embargo, no hay quien, tratando del amor, se acuerde de ella. ¿Por qué siendo todos los hombres de una misma naturaleza, uno ama una cosa y otro otra? ¿Por qué éste ama lo que aquél aborrece? ¿Por qué éste es ardiente en amar y aquél tibio? ¿Por qué algunos miran con perfecta indiferencia las personas del otro sexo, de quienes otros apenas se pueden apartar? ¿Por qué éste entre las personas, ya de uno, ya de otro sexo, sólo ama a una inferior en mérito a otras muchas, insensible para todas las demás? ¿Por qué un mismo sujeto aborrece hoy lo que amaba ayer, o al contrario? ¿Por qué éste ama a quien le corresponde y aquél arde por quien le desdeña? ¿Por qué unos distraen la voluntad a muchos y varios objetos, otros no adoran más ídolo que el deleite o conveniencia propia?

Diránme, acaso, que toda esta variedad proviene de la varia representación objetiva, y dirán bien si hablan de la causa inmediata; mas no si entienden que la varia representación objetiva es causa radical o primordial de esta variedad. Hay dos especies de representación objetiva, no sólo distintas, mas aun realmente separables: una, puramente especulativa o teórica; otra, eficaz y práctica; una, que existe en el entendimiento, dejando la voluntad intacta; otra, que aunque existe en el entendimiento, tiene influjo y moción respecto de la voluntad. La distinción de estas dos representaciones se ve claramente, y se experimenta a cada paso en el que conoce que el bien honesto es preferible al delectable; sin embargo, abraza el delectable, abandonando el honesto, según aquello de Ovidio:


Video meliora, proboque
Deteriora sequor.



Y en el enfermo, que conociendo serle mucho más conveniente sufrir la sed que saciarla, no la sufre, antes la sacia. En estos y otros innumerables casos hay a un mismo tiempo dos representaciones objetivas encontradas: la una teórica, que propone como preferible el bien honesto o el útil; otra práctica, que influye para que se abrace el delectable. ¿Por qué aquélla es puramente teórica y ésta práctica? ¿Por qué ineficaz aquélla y eficaz ésta? No más que porque aquélla no halla disposición en el sujeto y ésta sí. Así, sin variarse nada intrínsecamente el conocimiento teórico, sólo con variarse la disposición del sujeto, pasará el teórico a práctico, lo cual frecuentemente sucede.

Mas ¿qué disposición es ésta? Hayla de dos maneras. En cada individuo hay una disposición permanente de su naturaleza, y otras que son pasajeras: aquélla consiste en el temperamento de cada uno; éstas, en las accidentales alteraciones del temperamento. Del temperamento viene aquella constitución habitual del ánimo que llamamos genio o índole, la cual, aunque padezca a tiempos sus desigualdades, o sus altos y bajos, siempre, no obstante, permanece en razón de habitual. Así decimos que éste es iracundo, aunque alguna vez le experimentemos pacífico; de éste, que es pacífico, aunque tal vez le veamos airado; de tal o tal temperamento viene tal o tal genio, y de las alteraciones accidentales del temperamento vienen las desigualdades del genio o índole. En un enfermo se ve que casi (y aun sin casi, si la enfermedad es muy grave) todos sus afectos y apetitos se mudan. ¿Por qué, sino por la alteración que recibió su temperie?

Mas ¿qué temperamento será el que dispone para amar?: ¿el bilioso?, ¿el flemático?, ¿el sanguíneo?, ¿el melancólico? Inútilmente se buscará en esta división de temperamentos el que inquirimos, pues todas estas especies de temperamentos vemos en sujetos de genio muy amatorio y en sujetos que adolecen poco o nada de esta pasión. Lo mismo digo de los temperamentos que resultan de los principios químicos, sal, azufre, mercurio, agua y tierra. Tampoco los humores ácidos, amargos, dulces, acerbos, austeros, etc., que contemplan los modernos como causas principalísimas de las alteraciones de nuestros cuerpos, ofrecen alguna idea de ser influxivos en el amor. Es preciso discurrir por otro camino.

Digo, pues, que el origen, así del amor como de todas las demás pasiones, no puede menos de colocarse donde está el origen de todas las sensaciones internas. La razón es clara; porque el ejercicio de cualquiera pasión no es otra cosa que tal o tal sensación ejercida, o ya en el corazón, o en otra entraña o miembro. El que ama experimenta una determinada sensación en el corazón, que es propia de la pasión amorosa; el que se enfurece, otra sensación distinta, que es propia de la ira; el que se entristece, otra distinta, que es propia de la tristeza; el hambriento experimenta en el estómago la sensación propia del hambre; el sediento, la de la sed; el lujurioso experimenta en otra parte del cuerpo la sensación propia de la lascivia.

Y ¿dónde está el origen de todas estas sensaciones? Indubitablemente en el cerebro, no sólo porque en el cerebro está el origen de todos los nervios, que son los instrumentos de ellas, mas también porque palpablemente se ve que algunas, si no todas, jamás se experimentan sin que preceda en el cerebro la representación de los objetos de aquellas pasiones a quienes las sensaciones corresponden. Sólo siente el corazón aquella conmoción que es propia del amor, luego que en el cerebro se estampó la imagen del objeto agradable; la que es propia de la ira, luego que se estampó la imagen de la ofensa, y así de las demás.

Pero ¿acaso el alma, por sí misma, inmediatamente lo hace todo; y como ella manda en todo el cuerpo, a su imperio sólo, sin mediar el manejo del cerebro, se excitan esas sensaciones? Es evidente que no, pues muchas veces se excitan, no sólo no imperándolo o queriéndolo el alma, mas aun repugnándolo o disintiendo positivamente. Así, éstos son por la mayor parte unos movimientos involuntarios; y aun cuando son voluntarios, sólo lo son ocasionalmente. Es, pues, preciso confesar que ésta es obra de un delicadísimo mecanismo, el cual ya voy a explicar.




§ IX

Luego que algún objeto se presenta a cualquiera de los sentidos externos, hace una determinada impresión en los ramos de los nervios, que son instrumentos de aquel sentido; impresión, digo, verdaderamente mecánica, que realmente los agita y conmueve de este o de aquel modo. Bien sé que los filósofos de la escuela no conocen otra operación de los objetos, respecto de los sentidos, que la producción de una imagen que los representa, a lo que acaso dio ocasión el sentido de la vista, en cuyo órgano se forma la imagen de su objeto. Pero sobre que en los demás sentidos no hay ni es conceptible semejante imagen, aun en el de la vista, hay ciertamente fuera de la producción de la imagen verdadera impulsión del objeto hacia el órgano, porque si no, pregunto: ¿por qué un objeto o excesivamente blanco o nimiamente brillante, mirado un largo rato continuadamente, daña los ojos y causa dolor y alteración en ellos? No por la precisa producción de su imagen, pues la misma produce en un espejo de vidrio, sin que, aunque esta producción se continúe por muchos días y años en el vidrio más delicado, haga en él el menor estrago.

Hay, pues, verdadera impulsión de los objetos en los órganos de los sentidos: de los visibles, en la túnica llamada retina, que es un tejido de las fibras del nervio óptico; de los sonoros, en el tímpano del oído; de los olorosos, en los filamentos, que del primer par de nervios salen por los agujerillos del hueso criboso y se distribuyen por la membrana llamada mucosa, que viste por adentro las narices; de los sápidos, en las papilas nerviosas de la lengua y paladar; de los tangibles, en los ramos de nervios esparcidos por todo el ámbito del cuerpo.

La impresión que hacen los objetos en los órganos de todos los sentidos se propaga por los nervios hasta el cerebro, donde está el sensorio común; y mediante la conmoción que reciben las fibras de esta parte príncipe, se excita en el alma la percepción de todos los objetos sensibles. Muchos filósofos modernos quieren que en el cerebro se estampen las trazas, figuras o imágenes de los objetos, al modo que se abren en una lámina o en un poco de cera. Pero tengo esto por incomprensible; la instantánea, y digámoslo así, ciega impulsión del objeto sobre tal o tal nervio, ¿es capaz de formar esa imagen? El alma no sabe que hay tal imagen; y con todo, quieren que en ella conozca el objeto. Finalmente, quisiera saber cómo puede figurarse en el cerebro el calor, el frío, el sonido, el olor, etc. Ni es menester nada de esto para que el alma perciba los objetos. Esta percepción es una resultancia natural de la conmoción de las fibras del cerebro, siendo la conexión de uno con otro consiguiente necesario de la unión del alma al cuerpo.

Debe suponerse que las impresiones que hacen los objetos no son uniformes, sino distintas, como los objetos. Esta distinción es en dos maneras. Es distinta la impresión por el modo y por la parte en que se hace; la impresión que hace en el cerebro el objeto agradable, aunque se haga en las mismas fibras, es muy distinta de la que hace el objeto ingrato; y aun en la clase de gratos, como también en la de ingratos, hay gran variedad. Pongo por ejemplo: los manjares, según las diferentes sales de que constan, según la diferente figura, tamaño, rigidez, flexibilidad, copia o inopia de ellos, hacen distinta impresión en las fibras de la lengua; unos grata, otros ingrata, y con gran variedad entre los mismos que la hacen grata, como asimismo entre los que la hacen ingrata; porque no hay especie alguna de manjar que convenga enteramente con otra en el tamaño, configuración, textura y cantidad de sus sales. Todas estas varias impresiones, conservando cada una su especie, se comunican al cerebro por los nervios, o de la quinta o de la nona conjugación, que son los que se ramifican en la lengua, o por unos y otros; y precisamente en el cerebro, cuyas fibras dan origen a aquellos nervios, se hace una conmoción proporcionalmente a la que recibieron las fibras de la lengua, en que consiste la sensación grata o ingrata de esta o aquella especie que hay en el cerebro, y mediante ella resulta la percepción que logra el alma de los diferentes sabores de los manjares.

La impresión que hacen los objetos en el cerebro se debe entender varía según las leyes del mecanismo; esto es, según los varios objetos que obran en él. Estas o aquellas fibras, ya se implican, ya se separan, ya se corrugan, ya se extienden, ya se comprimen, ya se laxan, ya se ponen más tirantes, ya más flojas, ya más flexibles, ya más rígidas, etc.; y según esta variación mecánica, son varias las sensaciones.

Algunos nobles filósofos sienten que todas las sensaciones se hacen en el cerebro; quiero decir, que aun las que imaginamos celebrarse en los órganos de los cinco sentidos externos no se ejercen en ellos, sino en el cerebro; consiguientemente afirman que, hablando rigurosa y filosóficamente, ni el ojo ve, ni el oído oye, ni la mano palpa, sino que todos estos ejercicios son privativamente propios del cerebro. Ni son despreciables los apoyos en que se funda esta paradoja. En la enfermedad que llaman gota serena, el órgano particular de la vista está perfectamente bien dispuesto; sin embargo, el sujeto que padece esta enfermedad nada ve, no por otra razón, sino porque, en virtud de la indisposición de los nervios ópticos, no se propaga hasta el cerebro la impresión que los objetos hacen en el ojo. Un apoplético perfecto no padece indisposición alguna en el pie o la mano; sin embargo, aunque le puncen el pie o la mano nada siente, sólo porque las fibras del cerebro están impedidas para recibir la impresión que el cuchillo, alfiler o aguja hacen en el pie o en la mano. Aquellos a quienes han cortado una pierna experimentan una sensación dolorosa como existente en el pie que ya no tienen. Sábese, por testificación de ellos mismos, que por dos o tres días después de hecha la amputación padecen un dolor atroz, como que les estrujan los dedos del pie. De que se infiere que la representación o idea que tenemos de que en el pie o en la mano se siente el dolor, es engañosa; pues la misma representación, e igualmente viva, se halla en el que no tiene que en el que tiene pie. Como las fibras nérveas que van de los dedos del pie al cerebro padezcan en el cerebro, o sea por la amputación o por otra causa, la misma, o contorsión, o compresión, o distracción, que cuando se estrujan los dedos del pie, será fijo padecerse la misma sensación dolorosa faltando el pie que si se estrujasen los dedos del pie. Pero esta cuestión poco o nada importa a nuestro propósito. Prescindiendo, pues, de ella, veamos ya cómo se excita el amor.




§ X

Tres especies de amor distingo: apetito puro, amor intelectual puro y amor patético. El apetito puro, que con alguna impropiedad se llama amor, se determina a aquellos objetos que deleitan los sentidos externos, como al manjar regalado, al olor suave, a la música dulce, al jardín ameno. Este amor se excita precisamente por la experiencia que tiene el alma de la sensación grata que le causan estos objetos. El alma naturalmente apetece y se inclina al gozo de lo que la deleita, y así, no es menester más requisito para excitar en ella ese amor que la experimental representación de la sensación grata que causa tal o tal objeto.

El amor intelectual puro viene a ser el que los teólogos morales llaman apreciativo, a distinción del tierno. Dámosle aquel nombre porque es mero ejercicio del alma racional, independiente y separado de toda conmoción en el cuerpo o parte sensitiva. Este se excita por la mera representación de la bondad del objeto. El alma ama todo lo que se le representa bueno, sin ser necesaria otra cosa más que el conocimiento de la bondad. Así ama aun separada del cuerpo, y el amor intelectual puro, de que hablamos, realmente en cuanto al ejercicio, es semejante al que tiene el alma separada.

El amor patético es el propio de nuestro asunto. Este es aquel afecto fervoroso que hace sentir sus llamaradas en el corazón, que le inquieta, le agita, le comprime, le dilata, le enfurece, le humilla, le congoja, le alegra, le desmaya, le alienta, según los varios estados en que halla el amante respecto del amado; y según los varios objetos que mira, ya es divino, ya humano, ya celeste, ya terreno, ya santo, ya perverso, ya torpe, ya puro, ya ángel, ya demonio.

Cuando digo que hay amor patético, torpe y perverso, no se debe entender que por sí mismo lo sea, sino por la concomitancia que a veces tiene con el torpe apetito. Es cierto que el amor muy ardiente a sujeto de distinto sexo, si no cae en un temperamento muy moderado, está arriesgado a la agregación de una pasión lasciva; pero aun cuando suceda esta agregación, se deben contemplar no como una sola, sino como dos pasiones diversas, o como dos distintos fuegos, uno noble, otro villano, que, como tales, tienen su asiento y se hacen sentir, aquél en el corazón, parte príncipe del hombre; éste en la oficina más baja de este animado edificio; aquél es propiamente amor, éste mero apetito. Despréndense no pocas veces algunas centellas del primero que encienden el segundo, mas no por eso se deben confundir o juzgarse inseparables; antes bien son muy diversos los temperamentos que encienden una y otra pasión en grado sobresaliente. Así se ve que los hombres muy lascivos no son de genio amatorio: apetecen, no aman; son como los brutos; quieren no el objeto, sino el uso; de que se sigue que, saciado el apetito, queda el corazón en perfecto reposo.

En esta especie de amor (digo del patético) hay notable discrepancia de unos individuos a otros. Hay algunos de índole tan tierna, de condición tan dulce, que se enamoran casi de cuantos tratan, y, como se suele decir, a todos quieren meter en las entrañas; al contrario, otros tan despegados, tan secos, tan duros, que ningún mérito basta a conciliar su cariño. No apruebo lo primero, pero abomino lo segundo. Aquéllos son unos genios suaves, indulgentes, benignos, que carecen de elección, pero en recompensa abundan de bondad; éstos son unos montaraces, agrestes, malignos, a quienes todo desplace, sino lo que más debiera desplacerles, esto es, ellos a sí mismos. Los primeros no son muy discretos, pero los segundos declinan a irracionales; pues como advirtió muy bien Juan Barclayo, sólo ánimos enteramente bárbaros son insensibles a los atractivos del amor: Amor in omnium animis, nisi prorsus barbaris regnans. Entre estos dos extremos hay un medio, y aun muchos medios, según que unos genios se acercan más que otros a uno u a otro extremo.

Hay también gran diferencia de unos hombres a otros en cuanto a la intensión de amar. Hay quienes sólo son capaces de una pasión tibia que los inquieta poco; que miran con ojos enjutos, no sólo la ausencia, más aún, la muerte de un amigo; y quienes se apasionan tan violentamente, que apenas pueden vivir sin la presencia del objeto amado. Entre estos dos extremos hay también sus medios.




§ XI

Toda esta diversidad viene de la diferente impresión que hacen los objetos en los órganos de distintos individuos. Hacen, digo, los mismos objetos o un objeto mismo en especie y en número diversa impresión en los cerebros de distintos hombres. Es preciso que así sea, por razón de la diferente textura, configuración, tamaño, movilidad, tensión y otras circunstancias de las fibras del cerebro de distintos sujetos. Es cierto que como nos distinguimos unos de otros en las partes externas, ni más ni menos sucede en las internas. ¿Por qué la Naturaleza había de ser invariable en éstas, afectando tanta variedad en las otras? Como nosotros vemos en las partes externas de algunos hombres varias irregularidades monstruosas, los anatómicos las han hallado muchas veces en las internas. No es creíble que yendo la naturaleza consiguiente de unas a otras en estas discrepancias mayores, no vaya también consiguiente en las menores.

Puesto esto, es fácil concebir cómo un mismo objeto haga impresión diversa en las fibras del cerebro de distintos hombres. La filosofía experimental nos muestra a cada paso que el mismo agente, sin variación alguna en su virtud, en diverso paso produce diferente efecto, y que el mismo motor, conservando el mismo impulso por la diferente configuración, magnitud, positura y textura del móvil, produce en él diferente movimiento. Tiene, pues, este hombre las fibras del cerebro de tal modo condicionadas, que, presentándose a sus sentidos un objeto hermoso, hace en ellas aquella impresión que causa el amor; éste las tiene tales, que el objeto no hace ni puede hacer en ellas tal impresión. Del mismo modo se debe discurrir para el más y para el menos. De la disposición de las fibras viene que en uno haga vehementísima impresión el objeto hermoso; en otro, floja y débil.

Con proporción sucede lo propio respecto de las demás pasiones. Según que las fibras del cerebro son de tal textura, posición, consistencia, flexibilidad o rigidez, sequedad o humedad, etc., son más o menos aptas para que en ellas el objeto terrible forme aquella impresión que causa el miedo, o el melancólico la que excita la tristeza, o el ofensivo la que excita la ira.

Mas ¿cómo de la impresión que hacen los objetos en el cerebro resultan en el corazón estos afectos? Todo, como dije arriba, es obra de un delicadísimo mecanismo. Así como la impresión que hacen los objetos en los órganos de los sentidos externos se propaga por los nervios hasta las fibras del cerebro, la impresión que hacen en las fibras del cerebro se propaga por los nervios hasta el corazón. La experiencia propia muestra a cada uno tal sensación determinada cuando ama con alguna vehemencia, otra diversa cuando se amedrenta, otra cuando se irrita, etc. Del cerebro vienen todas estas diferentes conmociones, lo cual se evidencia de su inmediata sucesión a la impresión que hacen los objetos en el cerebro; según que la impresión en el cerebro es diferente, es diferente también la sensación del corazón.




§ XII

Pero ¿será posible especificar las impresiones que causan tan diferentes sensaciones; esto es, señalar qué especie de movimiento constituye a cada una de ellas? Materia es ésta sólo accesible al entendimiento angélico. Mas por un género de analogía, ya con los efectos que causan, ya con algunas sensaciones externas, creo podemos caracterizarlas de algún modo. Siguiendo esta idea, me imagino que el movimiento que causa la sensación de amor en el corazón es ondulatorio; el que causa la del miedo, comprensivo; el que causa la de ira, crispatorio; y a este modo se puede discurrir de los movimientos productivos de otras pasiones. El tener las fibras del cerebro más aptas para recibir un movimiento que otro, hace que los hombres adolezcan más de una pasión que de otra. Éste las tiene dispuestas para recibir un suave movimiento ondulatorio, adolecerá de la pasión amorosa; aquél para recibir movimiento crispativo, será muy propenso a la ira.

Es preciso también advertir que esta disposición se debe continuar en el nervio, o nervios, por quienes se comunica el movimiento al corazón, para que a éste se comunique la impresión hecha en el cerebro; así como para que al cerebro se comunique la impresión que los objetos hacen en los órganos de los sentidos externos, es menester que los nervios, por donde se hace la comunicación, estén aptos para recibir y comunicar el movimiento.

Es verosímil que la comunicación de movimiento del cerebro al corazón para todas las pasiones, que tienen su ejercicio en esta entraña, se haga por el nervio que llaman los anatómicos intercostal, y se componen de ramos del quinto, sexto y décimo par; porque parte de dicho nervio se distribuye en el corazón, y parte se ramifica por los pechos y partes genitales; comunicación por la cual Tomás Uvilis explicó mecánicamente varios fenómenos pertenecientes al deleite sensual y venéreo, materia, sin duda, de muy curiosa física, pero mirada con asco de la ética.

Debe discurrirse, que así como de la textura del cerebro pende la impresión que hacen en él los objetos, la textura del corazón contribuye mucho para que obre más o menos en él la impresión que viene del cerebro: esto por la regla general de que todo agente obra más o menos directamente, según la mayor o menor disposición del paso. Así unos tendrán el corazón más dispuesto para la sensación de amor, otros de ira, etc.




§ XIII

Finalmente, es de creer que la calidad y cantidad de los líquidos que bañan el cuerpo tenga su parte en el ejercicio de las pasiones; pongo por ejemplo, que el humor salso contribuya a la lujuria, el amargo a la ira, el austero a la tristeza. Mas es necesario para esto que cada humor tenga algún especial aflujo hacia aquella entraña donde se ejerce la pasión que corresponde a su influencia. El que en el estómago se congregue mucha copia de humor salso o amargo, nada hará para que el sujeto sea furibundo o lascivo. Es menester que el amargo se congregue hacia el corazón, y el salso en otra entraña. Así se ven hombres que abundan de humor salso sin ser lascivos, y del de amargo sin ser iracundos. El aflujo de tal o tal humor más hacia una parte del cuerpo que hacia otra es cosa experimentadísima en la medicina. La causa de esto es hallar más hacia una parte que hacia otra poros, conductos o canales proporcionados, por su configuración y tamaño, a la figura y magnitud de las partículas insensibles de cada humor.

Mas ¿qué humor será el propio para contribuir a la pasión amorosa? Eso es lo que yo no sé, ni juzgo que nadie sepa. No lo sé, digo, pero imagino que en la sangre, propiamente tal, está depositado este misterio. Es sangre, propiamente tal, no todo el licor contenido en venas y arterias, sino aquella parte de él en quien, separada del resto, subsiste el color rubicundo, y cuya cantidad es menor que la de otros humores contenidos en los vasos sanguíneos, como se ve en la sangre extraída con la lanceta, pues en la vasija donde se deposita, en haciéndose la disgregación, la porción rubicunda ocupa mucho menos espacio que otros humores, ya verdes, ya acuosos, ya amarillos.

En la sangre han observado los modernos partes terrestres, ácueas, oleosas, espirituosas y salinas. Acaso el predominio o exceso respectivo de las oleosas conducirá para el amor. La inflamabilidad y flexibilidad de ellas representa a la imaginación cierta especie de analogía con aquel blando fuego que siente el pecho en la pasión amorosa. Acaso alguna determinada especie de sales o determinada combinación de sales diferentes (puesto que hay muchas y diversas en la sangre, y discrepantes en distintos individuos) mordicando suavemente el corazón tiene su parte en la sensación del amor. Mas pase todo esto por mera imaginación. Si la autoridad de un poeta fuese de algún valor en un asunto físico, Virgilio nos suministraría una buena prueba de que la sangre es el fomento propio del amor, cuando hablando de la infeliz Dido cantó:


Vulnus alit venis, et caeco carpitur igne.



Esto es lo que me ha ocurrido sobre la causa dispositiva o temperamento propio del amor y otras pasiones. Espero de la equidad del lector, que aunque no haya hallado en algunas partes de este discurso aquellas pruebas claras que echan fuera las dudas, no por eso acuse mi cortedad. Debe hacerse cargo de que en una materia oscurísima y hasta ahora tratada de nadie, cualquiera luz, por pequeña que sea, es muy estimable. Hay asuntos que piden más penetración para encontrar lo verisímil, que se ha de menester en otros para hallar lo cierto.




§ XIV

Por complemento del discurso propondré una cuestión curiosa sobre la materia de él. ¿Qué estimación debe dar la política a los genios amatorios? ¿Debe apreciarlos o despreciarlos? ¿Considerarlos magnánimos o pusilánimes? ¿Generosos o débiles? ¿Aptos o ineptos para cosas grandes? Dos famosos ingenios veo muy opuestos en esta materia. Uno es el gran canciller Bacon; el otro, Juan Barclayo. El primero, en el tratado que intituló Interiora rerum, capítulo X, abiertamente se declara contra los genios amatorios o contra el amor intenso tratándolo como pasión humilde, que no cabe en ánimos excelsos: Observare licet neminem ex viris magnis et illustribus fuisse quorum extat memoria, vel antiqua vel recens, qui addactus fuerit ad insanum illum gradum amoris. Unde constat animos magnos et negotia magna infirmam hanc passionem non admittere. Barclayo, al contrario, reconoce espíritus altos en los genios amatorios: Est autem (dice) hominis animus quem ad amandum natura produxerit, clementibus, magnisque spiritibus factus.

Creo que la opinión común está a favor de Bacon y que casi universalmente están reputados los genios amatorios por espíritus pueriles y afeminados. Yo estoy tan lejos de ese sentir, que antes me admiro mucho de que un hombre de tanta lectura y observación como aquel gran canciller pronunciase con tanta generalidad la máxima de que ningún grande hombre adoleció de la pasión amorosa. Es verdad que luego exceptúa a dos: Appio Claudio y Marco Aurelio; pero a estos dos solamente, cuando pudiera tejer un larguísimo índice de almas grandes sujetas a la misma enfermedad. Mucho es que siquiera no le ocurriesen enfrente de aquellos dos romanos, dos griegos, no menos famosos por sus hechos, ni menos sensibles a los halagos del amor: Alcibíades y Demetrio el Conquistador.

Pero mucho más es que olvidase un ejemplar insigne, opuesto a su máxima, que tenía delante de los ojos. Hablo de Enrique el Grande, ilustrísimo guerrero, príncipe generosísimo, de alto entendimiento, de incomparable magnanimidad, pero extremadamente dominado toda su vida por la pasión amorosa. Ni los mayores afanes de la guerra, ni los peligros de la vida, ni las ansias de la corona, eran bastantes a apartarle el corazón, por una hora, de aquel doméstico enemigo. Dijo bien un autor moderno de gran juicio, que si Enrico careciese de este embarazo, era capaz de conquistar toda la Europa. Su ternura atajó muchos progresos de su valor. Al momento que acabó de ganar la batalla de Coutras, debiendo seguir la armada enemiga e ir a cortarle el paso de Sanmur, como le aconsejaba el de Condé, separándose con quinientos caballos, fue volando a la Gascuña, adonde le llevaba, como arrastrado, la condesa de Guiche, y así perdió los mejores frutos que pudo producirle aquella victoria. Lo más es que en Enrico se hicieron realidades los indignos abatimientos que la fábula atribuyó a Hércules en obsequio a su adorada Omfale. Enrico, aquel rayo de Marte y admiración del orbe, se vistió, tal vez, de labrador, y cargó con un costal de paja, por introducirse al favor de este disfraz, no pudiendo de otro modo, a la bella Gabriela. La marquesa de Vernevil le vio más de una vez a sus pies, sufriendo sus desprecios e implorando sus conmiseraciones. Todo lo cuentan autores franceses.

No se opone, pues, el amor al valor. Pero es verdad que no pocas veces estorba el uso de él, distrayendo el ánimo de los empeños en que le ponen, o la ambición o la honra, a los que inspira aquella pasión predominante, de que es un notable ejemplo en los tiempos cercanos el celebrado Enrico, cortando improvisadamente el curso a sus triunfos por ir a buscar en la Gascuña a la condesa de Guiche; y en los remotos, Antonio, desamparando repentinamente su armada combatiente por seguir a la fugitiva Cleopatra. Pero también es cierto que muchos supieron separar los oficios del valor y del amor, dando al segundo sólo aquel tiempo que sobraba al primero, como se vio en Alcibíades, en Demetrio, en Sila, en Surena, general de los partos, y en infinitos de nuestros tiempos.

No por impugnar la máxima de Bacon admito sin modificación o explicación la de Barclayo. Si por espíritus altos se entiende aquella virtud del ánimo que llamamos valor o fortaleza, no veo que el temperamento amatorio tenga conexión alguna con ella, aunque, como hemos visto, tampoco tiene oposición. En unos sujetos se junta con ella; en otros con el vicio contrario, porque es indiferente para uno y otro. Es verdad que el amor vehementísimo hace a los hombres animosos, pero sólo para aquellas empresas que conducen al fin del mismo amor. Esto es general para otras pasiones muy predominantes. El que es muy codicioso, aunque sea tímido, expone su vida a los riesgos del mar por adquirir riquezas; el muy ambicioso, a los de la guerra, por elevar su fortuna.

Si por espíritus altos se entiende un género de nobleza del ánimo, que le inclina a ser dulce, benigno, complaciente, humano, liberal, obsequioso, convengo en que los genios amorosos están dotados de esta buena disposición; advirtiendo que hablo precisamente del amor púdico, porque el apetito torpe, por grande que sea, es muy conciliable con la fiereza, con la rustiquez, con la insolencia, con la crueldad, con la barbarie, como se vio en los Tiberios, Calígulas y Nerones.