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Tratados y lecturas de «re militari»

Ángel Gómez Moreno





Al despuntar el siglo XVI, la literatura militar, en sus formulaciones más variadas, imperaba en el universo de los libros. Si la ficción narrativa encontraba su materia básica en los hechos de armas, característicamente entrelazados con un sólido hilván amoroso (no olvidemos que, de acuerdo con el obispo Pierre Daniel Huet, en su Traité de l'origine des romans (1670), en el género novelesco, «l'amour doit être le principal sujet»), las crónicas continuaban apelando machaconamente a las hazañas bélicas como ingrediente primero. Así había ocurrido desde siempre; no obstante, andado el Cuatrocientos, los cronistas se sentían respaldados por los principios teóricos que emanaban de la lectura del Cicerón tratadista, tanto en el De oratore como, muy en particular, en su Orator, allá donde, con relación a los límites del arte de la retórica, afirma (cap. 20):

Huic generi historia finitima est, in qua et narratur ornate et regio saepe aut pugna describitur; interponuntur etiam contiones et hortationes, sed in his tracta quaedam et fluens expetitur, non haec contorta et acris oratio.

[Cerca de este género queda la historia, en la que se hace una narración cuidada y se describe por lo común una región o una batalla; además, se entremezclan arengas y exhortaciones, en las que se exige un estilo agradable y fluido, y no retorcido o acre.]



Tales principios se plasmaron pronto en la praxis historiográfica. En concreto, esta pauta parece haberla seguido, punto por punto, Hernando del Pulgar en su Crónica de los Reyes Católicos, trufada como la vemos de epístolas y discursos (de los que, de modo harto revelador, alguien haría luego cosecha en el ms. 9-5173 de la Real Academia de la Historia), que aportan mayor veracidad a su relato de la guerra civil que acabaría con el triunfo de Isabel y Fernando; sin embargo, desde mucho antes, la materia militar venía haciendo las veces de sólido forjado o sostén para el relato histórico.

Añádase a todo ello el hecho de que la Historia fue una de las principales beneficiadas por las corrientes humanísticas europeas, al constituirse en un campo de saber independiente, junto a la Poesía y la Filosofía Moral; téngase en cuenta, además, que los intelectuales consideraban especialmente recomendable la lectura de obras históricas, pues, con Cicerón (De oratore, II, 8), tenían muy presente la máxima: Historia magistra vitae est. Por otra parte, considerado el hecho de que el caballero, miles o bellator, tenía en la guerra su oficio primero, se entiende que Leonardo Bruni, en carta a Juan II de Castilla (con traducción castellana en el BNE, Mss/10212), le recomiende la lectura de crónicas; o que Alfonso de Cartagena, en misiva a Pedro Fernández de Velasco, primer conde de Haro, haga otro tanto y afirme: «Cronice quoque militaribus viris perutiles sunt [También las crónicas son de la mayor utilidad para los caballeros]».

Lo mismo cabe decir respecto de los clásicos, consumidos tanto en su latín original (los lectores capaces de medir fuerzas con la lengua griega eran muy pocos y pertenecían al universo de los profesionales de las letras) como, y sobre todo, en traducción. Entre la nobleza sensible a la cultura, que fue cayendo en las redes de ese «humanismo vernáculo», fue norma la lectura de los clásicos en clave militar, como se desprende de los comentarios vertidos por los traductores en sus prólogos y, antes de nada, de los propios títulos, correspondientes al verso épico y la prosa histórica: por un lado, la Ilíada de Homero (y el pseudo-Homero de Dares y Dictis, impreso aún en época incunable y postincunable gracias al romanceamiento de Juan de Mena, cuya Ilias latina publicó Arnao Guillén de Brocar: Valladolid, 23 de abril de 1519), la Eneida de Virgilio y la Farsalia de Lucano; por otro, los Comentarios a las guerras de las Galias de César, el relato de la Segunda Guerra Púnica en el Ab urbe condita de Tito Livio (en el original latino o en la traducción de Pero López de Ayala, que aún continuó imprimiéndose en el siglo XVI), el Bellum Iugurthinum y el Bellum Catilinae de Salustio (de los que hay tres traducciones castellanas, una de ellas de Vasco Ramírez de Guzmán, para Fernán Pérez de Guzmán, y otra de Francesc Vidal, publicada como incunable), o las Historiae Alexandri Magni de Quinto Curcio (con numerosas ediciones incunables). Los amantes de la literatura militar se deleitaron con otros escritores grecolatinos, por ser ésa la materia primordial de tales obras o por abundar en ellas los pasajes de esa temática.

Lo principal, no obstante, es que la Antigüedad había dejado un ramillete de tratados militares sobre los que, literalmente, se volcó el Medievo tardío y el temprano Renacimiento. Al frente estaba esa formidable compilación de tretas, ofensivas y defensivas, reunidas por Sexto Julio Frontino (siglo I) en sus Strategemata. Esta obra circuló por España desde, al menos, la primera mitad del siglo XV (aunque en nuestras bibliotecas hay testimonios anteriores, que llevan incluso al siglo XIII) y se tradujo al catalán (BNE, Mss/6293) y, al menos en tres ocasiones, al castellano: una de ellas depende directamente de la versión catalana (BNE, Mss/10198), otra cuenta con tres testigos (BNE, Mss/9253, Mss/9608 y Mss/10204), mientras la última, obra de Diego Guillén de Ávila, se publicó en época postincunable: Los quatro libros de Sexto Julio Frontino, cónsul romano, de los enxemplos, consejos e avisos de la guerra (Salamanca: Lorenzo de Liondedei, 1 de abril de 1516).

La lectura de Frontino lleva a establecer múltiples conexiones en el vasto ámbito de la cultura occidental. Si calamos hondo, encontramos una de sus anécdotas militares (I,1, 4), que centurias después animará el Cantar de la campana de Huesca, nada menos que en Heródoto (siglo V a. C.), y más tarde en Tito Livio y Valerio Máximo. Si atendemos al Medievo, la huella de Frontino aparece nítida (y es dato olvidado) en un cuento de don Juan Manuel, concretamente el n.º 10 de El conde Lucanor (con un único antecedente conocido en I, 10, 4); del mismo modo, una de las estampas reunidas por Walter Burley (c. 1275-1344) en De vita et moribus philosophorum, la del sabio Bías de Grecia, que aparece de nuevo en la vida de san Vitores de Burgos (aquél liberó la ciudad de Priene, y éste la de Cerezo de Río Tirón), tiene correspondencia en Frontino (III, 15, 5); en fin, la anécdota principal en la vida de otro santo estratega, san Germán de Auxerre, que ideó una argucia para rechazar a un ejército de pictos y sajones, está igualmente en el Strategematon (II, 4, 3).

La imprenta incunable unió este título a otros tratados teóricos que versan igualmente sobre materia militar: el Epitoma de re militari de Flavio Renato Vegecio (fin del siglo IV), el De instruendis aciebus de Claudio Eliano (el título con que se conoce esta obra griega del siglo II lo pusieron Teodoro de Gaza y Antonio Beccadelli al verterla al latín por encargo de Alfonso V el Magnánimo) y el De vocabulis rei militaris, seu De disciplina militari de pseudo-Modesto (editado por vez primera en 1471, es tan sólo un Vegecio abreviado). De este combinado militar, titulado Scriptores rei militaris, hubo numerosas ediciones desde la princeps de Roma: Eucharius Silber, 1487.

Vegecio (autor de finales del siglo IV) gozó de una extraordinaria difusión a lo largo de todo el Medievo, como se demuestra por los numerosos códices e impresos que transmiten su obra, tanto en el original latino como en distintas versiones romanceadas (Charles E. Schader, en 1970, tenía localizados más de trescientos manuscritos en latín y diversas lenguas vernáculas). Concretamente, la versión castellana de Alfonso de San Cristóbal (realizada, probablemente, a comienzos del siglo XV) ha dejado numerosos testigos de su rica difusión. En época incunable, el Epitoma no sólo fue leído en Scriptores rei militaris, sino que contó con varias ediciones exentas desde los años setenta en adelante. En este tratado, que tanto debe a Frontino, a Catón el Viejo (autor de un De re militari) y otros autores clásicos, los lectores encontraron una auténtica enciclopedia de materia militar, pues atiende a todo lo relativo al ejército y la guerra: desde la leva a la constitución de las diversas unidades, sin dejar de lado problemas de táctica, intendencia, disciplina, ingeniería militar, etcétera.

El Medievo no sólo recuperó a los antiguos tratadistas sino que aportó nombres propios; entre todos ellos, los dos grandes escritores de re militari fueron el jurista italiano Bartulo de Sassoferrato (1313-1357), autor del De insigniis et armis, y su colega francés Honoré Bouvet (c. 1345-¿1405?), que compuso el Arbre des batailles. De la obra del primero, manual de heráldica conocido en toda Europa, hay dos traducciones independientes al castellano (en esas auténticas misceláneas militares que son el BNE, Mss/7099 y el Res/125, que contiene también un romanceamiento del Arbre). De la obra de Bouvet, cuyo tercer libro se ocupa del derecho relativo a los actos de armas (con fuente principal en el De bello, de represaliis et de duello del boloñés Giovanni di Legnano), se conocen más de sesenta manuscritos, con traducciones al catalán, español, occitano e inglés. Lo más llamativo es la existencia de dos traducciones de la obra llevadas a cabo por la misma fecha y en círculos muy próximos: la de Antón Zorita, encargada por el marqués de Santillana (con cinco manuscritos), y la de Diego de Valera, animada por don Álvaro de Luna (con cuatro manuscritos).

Obsesionados con la perdida grandeza de Roma, cuya clave estaba en su poderoso ejército, los humanistas italianos (y luego los europeos) se ocuparon de la antigua militia, a la manera de Leonardo Bruni d'Arezzo, cuyo De militia mereció dos traducciones al castellano: una anónima para el marqués de Santillana (BNE, Mss/10212) y otra de Pedro de la Panda para Rodrigo Manrique (BNE, Mss/5732 y otro más que estuvo a la venta en una librería madrileña); por añadidura, una suerte de glosa al texto es la respuesta de don Alonso de Cartagena a una pregunta del marqués de Santillana, rubricada como Cuestión sobre el acto de la caballería (con doce manuscritos).

En ambiente tan propicio, la tratadística castellana de re militari no pudo sino prosperar, con una lista de títulos de extraordinaria amplitud en la que sobresale un autor: el recién citado Diego de Valera (1412-1488). De su extensa obra sobre la caballería y su mundo (para ponderar su magnitud, véase la ficha de José Manuel Lucía Megías y Jesús D. Rodríguez Velasco en nuestra bibliografía), cabe destacar el Espejo de verdadera nobleza, el Ceremonial de príncipes y caballeros y el Tratado de las armas, con una rica tradición textual; de las tres, fue la última obra, también conocida como Tratado de los rieptos e desafíos que entre los cavalleros e hijosdalgo se acostumbran hazer según las costumbres de España, Francia e Inglaterra, la única que prolongó su vida como impreso en época posincunable (con dos testigos, en Valencia: Juan Viñao, c. 1517 y c. 1519?, respectivamente).

Desde época alfonsí, y gracias al Ordenamiento de Alcalá de 1348 de Alfonso XI que las sancionó, la caballería española contaba con un código fundamental: las Siete Partidas, primero entre todos los manuales dedicados a la materia, que revela la deuda adquirida con respecto al Derecho Romano, Vegecio y otras fuentes antiguas y de época. En el siglo XV, Alfonso de Cartagena las extractó y glosó en su Doctrinal de caballeros, obra escrita poco antes de 1445 y dedicada al conde de Denia; de la fortuna textual de este tratado dan prueba los dieciocho manuscritos y los dos incunables conocidos. Aunque es asunto al que apenas se ha prestado atención, la huella, directa e indirecta, de las Siete Partidas aparece nítida en los libros de caballerías del Quinientos español y aún dejará numerosas resonancias en el Quijote, en particular en aquellas ocasiones en que el hidalgo manchego alude abiertamente a las «leyes de la caballería».






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