«La catedral» es la primera novela de serie y tesis que publicó Blasco Ibáñez. Al hablar de ella renuncio ante todo como siempre, a resumir el argumento de la obra. De las pocas veces que lo he hecho, bien me pesa y sino confiase en que Jehová es muy leve para estos pecados (veniales pecadillos literarios), mi dolor sería tan amargo y tan largo como un largo y amargo día sin pan. Y a este propósito hago mías las palabras de uno de los jóvenes de mi generación que han dejado en España labor más duradera, Alberto Insúa: «Sólo la idea de esquematizar el argumento o acción de la novela, me produce, como al maestro, divertidos arrebatos de cólera. Tal vez sea esto por insuficiencia mía. Dícese que al llegar a la última síntesis, al mayor y más bello laconismo, es indicio de superioridad cerebral... De mí aseguro que me resisto a compendiar libros para otros señores. Que se los traguen ellos si les parece. El crítico -en este momento he tomado esta postura- habla para los que están en ello, y sobre la base de un conocimiento común del libro, o de la obra artística, erige el edificio de sus opiniones. (Véase Nuestro Tiempo, 25 enero de 1906; Revista Bibliográfica.)
Por mucho que se
admiren páginas como las que han provocado esta
divagación, hay que deplorar con más frecuencia, al
leer La catedral, esas páginas pesadas, feas, en
las que con un pretexto cualquiera se sirve manjar doctrinal o
erudito, y que, como ha notado un agudo crítico
(Gómez de Baquero: Letras e ideas, p. 144)
expresando mi idea con oportuna imagen, por lo cual le cito,
«constituyen un peso muerto que retrasa
la marcha de la acción y divide y trunca el
interés.»
Así, al explicar que Gabriel
Luna, durante su estancia en el Seminario, se apasionó por
los estudios de historia de la Catedral, el mismo Blasco
Ibáñez, se resiste a la tentación de hacer
historia, ¿quién lo diría?, él tan
antilevítico, y apura una fácil erudición
hasta que queda flácida y muerta, como una ubre demasiado
chupada. Para ello emplea 15 páginas, o sea desde la 51
hasta la 67, y donde con ligeros intervalos de reposo, recorre la
serie de obispos con todas sus historias, fácilmente
legibles en un manual de algún prebendado ocioso, y hasta
con todas sus anécdotas, fácilmente audibles en
cualquier plazuela pública... Igualmente en el
capítulo tercero, el novelista la emprende con la
evolución de las religiones, y vierte todos sus conceptos,
resultantes de sus lecturas, más o menos intensas,
colocándolas en la mente o en la boca de su personaje sin
más que agregar las cláusulas: para él o
pensaba, a su pensamiento interior. Y hasta comete el grave
desacato inconcebible en una novela realista, de citar a
Renán y Schopennhauer... ¡Infandum!
¡Mas, por Dios, mejor fuera que hubiera escrito un folleto de
propaganda antirreligiosa y antimonárquica,
fácilmente publicable en esa bibliote Sempere, que tan
hospitalariamente abre sus puertas a toda clase de libros!...
Incluso lo hubiera podido firmar con el pseudónimo de
Gabriel Luna, para dar más encanto misterioso a la obra y
espolear la curiosidad del lector.
Así el protagonista Gabriel Luna, además de ser un lunático, para hacer honor a su nombre, resulta un insoportable orador que a nadie puede hablar sin endilgarle un discurso. El afán de la tesis ha influido de tal manera en la exposición y acción del drama, que ha hecho a Blasco torcer todas las direcciones de los personajes. Así son inconcebibles e inverosímiles los tipos del cardenal, que es Monescillo, retratado tal como lo podía hacer un aguador, y el de don Martín, un curita joven que reniega abiertamente y públicamente de la Religión por las conversaciones habidas con el anarquista. Las escenas también son desvirtuadas y desfiguradas en ocasiones; así, en el capítulo tercero agranda las proporciones de los tormentos sufridos en Monjuit por el anarquista. Sin embargo, de escenas y personajes quedan muchos admirables y humanos, como el tipo de Sagrario, la pobre virgen «loca de su cuerpo», según la inconmensurable frase de Rubén Darío, que se entrega al novio y camina después hacia la prostitución por ansias de lujo. Es soberbia también la figura del Tato, el granujilla, español hasta la médula de los huesos, vicioso, holgazán, amigo de los toros, tipo representativo de toda una clase o más bien hez social que infesta los suburbios de nuestras viejas ciudades.
De la segunda novela de serie, titulada El intruso, dijo a su publicación el culto joven sudamericano Manuel Ugarte, el autor de Paisajes parisienses, que era «el libro más representativo y más social que se ha publicado en España desde hace mucho tiempo». (El Arte y la Democracia, p. 62). «A la manera de Zola -añade-, con quien compite, refleja el autor toda una sociedad, toda una vida. Y si como obra literaria tiene El intruso los más altos méritos, como libro de lucha y de sociología, vale una revolución. Esa literatura de ideas, de principios, de consecuencias, que está consumando hoy en Francia una gran transformación mental, no ha sido casi sentida del otro lado de los Pirineos».
mas no son de extrañar tan rotundas afirmaciones en quien, como Ugarte, cree demasiado en las posibles contingencias del Arte, que, según él, debe ser «espada florecida de arabescos, pero espada con filo»; opina que «la letra impresa, más que un lujo de los favorecidos por la suerte, ha de ser la mano luminosa que indica el camino de las reparaciones»; y sueña con «un arte de ventanas abiertas, de verdades estentóreas que ha tenido una prolongación singular sobre los hechos y ha dado origen a una formidable ebullición de la democracia». Los que creemos que, ya no el arte, sino ni siquiera la misma ciencia, tienen nada que partir con la moral ni con el bienestar de los pueblos, porque permanecen en terrenos neutrales, no podemos resignarnos a aceptar estas hipótesis de un arte que instruya y regenere a las futuras multitudes.
En El intruso, Blasco Ibáñez, como comprendiendo el abismo en que iba a caer si seguía el procedimiento de La catedral, por muy plausible que le fuese a su personalidad de pensador, resguardose muy bien de ello; y si bien se regocija de que sus personajes, a veces, vomiten discursos intempestivos e intemperantes como la controversia del doctor Aresti con Goicoechea, en ocasión de la visita a la Virgen de Begoña, en el capítulo II, (páginas 82 a 88), ya estos diálogos y discusiones o monólogos de personajes por o contra la religión y el orden social, son más restringidos o delimitados, como si el novelista hubiese caído razonablemente en la cuenta de que el lector, a poco avisado que sea, los supone allí interpolados para mayor realce y popularidad callejera de la obra, nunca porque así lo exija la mayor expresión de los personajes. Así que en El intruso, si bien es tan rigurosamente novela de tesis como La catedral, por la firmeza con que el autor va derecho a su fin y hacia él conduce los acontecimientos, por la rigidez y uniformidad con que están delineados los tipos opuestos que han de chocar en el curso de la acción como figurillas de bibelot que hacen pendant en una sala, fuerza es confesar que Blasco Ibáñez no ha conservado el regusto de las declamatorias y doctrinales disertaciones que afean la acción de La catedral. Así, por una maravillosa intuición de artista inconsciente -tan inmenso como Blasco lo es-, ha relentecido los saxosos y durísimos contornos con que aparecía la novela anterior; y como el piloto que, en vez de empinados promontorios y accidentados peñascos, divisa en la línea de la costa una dulce ensenada o una risueña bahía, abierta, fácil, tranquila y aclarada de sol, de igual modo el crítico osa abordar este puerto y atracar en sus mus accesibles malecones.
El doctor Aresti es la figura más vigorosa de la novela. En ella coloca Blasco sus aspiraciones de artista revolucionario, que bien podrían condensarse en aquel apotegma genial, aun para los que no reconozcan sus derechos, de Saint-Simón: «L'âge d'or qu' une aveugle tradition a placé jusqu'ici dans le passé, est devant nous».
La epopeya del porvenir se impone, pues; a ella nos acercaremos por sus pasos contados, mas no con novelas de tesis, sino con obras de arte, de puro arte, en las que aparezcan tipos como el doctor Aresti, o, mejor, como el ingenioso Sanabre; pero no desfigurados (y no digo afeados para que no se me llame intolerante) por el lápiz del sectario. Si crear tipos vivos es la suprema cualidad del novelista, Blasco Ibáñez nunca olvida que lo es. En El intruso, además de Sanabre y Aresti, hay la figura de Sánchez Morueta, que resalta. La historia de la familia del millonario y de su lucha por la vida y del matrimonio de Aresti (páginas 90 a 100) es un prodigio de genealogía novelesca, desarrollada con arte y habilidad.
Yo creo que de toda la balumba de novelas dadas a luz en estos últimos tiempos, pocas pasarán a la posteridad con tan justo título como algunas novelas de Blasco Ibáñez. En la personalidad de este novelista se reúnen todos esos rasgos característicos que se designan como privativos del novelista comúnmente. En todas sus obras hay un caudal de vida que desborda; hay además, siempre distintivo de todo gran novelista que es fundamentalmente creador, más complacido en describir naturaleza viva que naturaleza muerta -un personaje de proporciones grandiosas. En La bodega, este personaje es, a mi juicio, Rafael. En pocos párrafos está delineado el carácter de este muchacho, campesino rudo, brutal, ciego en sus amores como feroz en sus venganzas, que es uno de esos personajes formidables que hacen exclamar: ¡Si parece que habla! Cuando decimos esto de un retrato pintado por un artista de mérito, creemos haber hecho su mejor elogio. ¿Por qué no ha de ser así también con un personaje de novela? Parece que anda, parece que vive; esta debe ser la mejor alabanza que tributarle podemos con ese rudo, primitivo e incompleto elogio al que se llega en los grandes momentos de emoción en el arte como en la vida... En el capítulo IV hay una conversación entre María de la Luz y Rafael (páginas 190 a 206) que es de lo más hermoso que yo he leído en novela española. Si no fuera tan extensa, merecería transcribirse porque el lector que no conoce la obra se percatase de la vitalidad con que el autor reproduce las escenas de este protagonista salvaje, andaluz, agareno. Otras bellezas despuntan en esta novela; mas no he de pararme a describirlas porque nuestra labor de vulgarización y para gran público nos exige la mayor rapidez y concentración en nuestros juicios críticos que han de ser por fuerza reducidos a una síntesis total bien propicia a la comprensión general.
No obstante ser La horda una novela de tendencia (no la llamemos de tesis, ya que el autor ha hecho esa división que a mí, entre paréntesis, me parece poco desarrollada), advierto en ella un sano deseo de diluir cada vez más la parte tendenciosa y supeditarla a la parte novelesca. En La horda apenas si en el capítulo final, cuando el protagonista va a visitar a su hijo, se desarrolla la idea -tendencia de la obra: el posible despertar futuro de la horda, «que se alimentaba con sus despojos y suciedades», del «cinturón de estiércol viviente, de podredumbre dolorida», que algún día hará irrupción sobre la ciudad. Leyendo esta obra del autor de La barraca, me he convencido de que, efectivamente, estas novelas no pueden llamarse en rigor novelas de tesis. Se aproximan más a la norma de esa novela La catedral y El intruso, pero La bodega, y, especialmente, La horda, se distancian mucho del ideal que debe animar a los que aman la novela de tesis. Una novela así no es un trozo de realidad: es una fábula urdida por el autor para servir a sus soluciones ya preparadas. Aceptemos, no obstante, que los datos sean reales, hasta que su combinación sea exacta: el empeño de hacer que concurran a un fin que nos hemos propuesto no será por eso menos grotesco. El autor de novelas de tesis puede asegurar: yo he cogido estos datos en la observación de la vida cotidiana; son, por lo tanto, utilizables para la novela naturalista. Pero ¿asegurará del mismo modo que los encontró así combinados y preparando en su encadenamiento la solución que él les da? Verdaderamente que no: de ahí que la novela de tesis sea la cosa más detestable que este mundo de baja literatura encierra. Pero cojamos La horda, y veremos que el autor no precipita los acontecimientos ni prepara las situaciones para dar por resultado el anonadamiento total del personaje que el autor quiere anonadar o la victoria definitiva de aquel otro a quien el autor desea levantar. Lo falso de la novela de tesis consiste precisamente en esto: quiere intervenir en la fábula y modificarla según sus convicciones particulares. Presenta, por ejemplo, un anarquista, y la novela toda debe tender a mostrarle como el más sublime de los mártires -o como el más vulgar de los delincuentes, según las ideas del autor. Novelas de este género -aunque las escribiese un Flaubert- no merecen más que el desprecio más absoluto por su absurdidad y la revulsión que debe inspirar a todo intelecto sano. Para comprobar como son absurdas y falsas, bastará recordar que la Naturaleza es indiferente a todas estas maquinaciones humanas, y lo mismo le da confundir al ácrata más furibundo que al reaccionario más empedernido. Todo lo que en contrario pueda creerse no son sino otras tantas simplezas y niñerías, de las cuales no vale la pena hablar.
Cosa muy distinta es la novela de tendencia, y por eso lamento que el autor de Cañas y barro al hacer esta división no la haya explanado lo suficiente, porque podría servirle muy bien en defensa de alguna de sus novelas, en especial de esta última. La novela de tendencia no aspira a modificar la fábula: se limita a reproducir el ambiente y la influencia que éste puede ejercer sobre los sentires y pensares de sus personajes -como se dice ahora, con esta fatal manía del adjetivo verbal, heredada de Concourt. Por esta razón pudiera llamarse novela de influencia, y se definiría muy bien su sentido. El autor prepara una fábula en un medio ambiente determinado (para referirnos al caso concreto, en La Horda este medio ambiente es el barrio de las Cambroneras y de los Cuatro Caminos), y una vez allí, no desenreda la fábula para que sirva de complicidad a los planes del novelista; se limita a notar la influencia -esa maldita influencia del «milieu», proclamada por Taine, y luego tan repetida por los eruditos de toda laya- y mostrar cómo ejerce coacción en los sentimientos de sus personajes o como sugiere ideas sobre la atmósfera que les circunda. Este mismo plan hubiera servido a cualquier autor furibundamente «tesicista» para desahogarse en una diatriba furiosamente anárquica contra los ricos y demás canalla; toda la novela se reduciría a esto: un pobre hombre que tiene hambre, y, naturalmente, clama contra los que no reparten con él. No es así: sí no que, mansamente, y sin hacer violencia ni a la psicología del personaje, ni menos al desarrollo de la fábula, el autor nos deja ver cómo el medio acaba por influir en él y sugerirle ciertas consideraciones sobre la vida del hampa.
A esta novela no puede llamarse, en conciencia «roman à thèse.» ¿No veis lo diluida que está la tendencia o intencionalidad del autor, de manera que aparece como resultado lógico de todos los acontecimientos? ¿No veis que aquí no se transforman los hechos ni se desvían las ramificaciones de la acción de su curso natural, ni se crean grotescos personajes episódicos -que son lo más risible, si no fuera lo más lamentable, de los novelistas de tesis, semejantes en esto a los autores de revistas para teatros de género chico, capaces de alegorizar la más abstracta virtud en una corpulenta matrona del coro? ¿No veis que aquí no hay ingerencia del autor en la fábula para desahogar a su antojo todos sus odios o simpatías por estos o los otros personajes? Francamente hablo: y así como digo que en La Catedral y El Intruso, Blasco Ibáñez estuvo a pique de caer en un precipicio hondo, del cual acaso nunca se hubiera podido levantar (porque, en efecto, esas dos novelas se aproximan mucho al ideal del perfecto novelista de tesis, que sería capaz de trastornar las leyes de la gravitación o de la inercia y sujetarlas a sus planes), confieso que su buen sentido crítico, y sobre todo, su portentosa espacidad de novelista -lo único que nadie le podrá negar si ha de creerse que existe una potencia cerebral determinada que hace a algunos novelistas, como existe otro que hace a otros poetas líricos-, le hicieron apartarse de esa senda, un poco escarpada, y dulcificar cada vez más sus acritudes de batallador, haciendo que en la novela subsiguiente, La bodega, la agrazón polémica, si así puede hablarse, apareciese melificada y filtrada por el alambique de la visión artística, que cada vez iba dominando más en el autor de Cañas y barro. Es preciso confesarlo: si La Catedral pudo haber sido la primera etapa de una serie de equivocaciones, que redundaran en perjuicio del crédito del artista (a quien es lícito exigir mucho, aunque solo fuese por haber escrito La Barraca), debemos afirmar con mucha sonoridad que esa serie fue descendente y no ascendente, de tal forma que cuando llegó a La Bodega apenas si quedaban más que resabios de aquella nueva manera artística iniciada, y cuando entramos en La Horda nos sorprendemos de ver que ya no restan sino vagos y borrosos vestigios. Es preciso leer con mala fe cegada, o negar las cosas evidentes con cinismo revulsivo, para no reconocer que La Horda significa un paso decidido hacia la libertad o afranquiciamiento (aunque se enfaden los puristas que ven galicismos donde no hay sino palabra que debiera pertenecer al idioma y que ha sido injustamente desdeñada) de toda tesis, de todo lo que pudiera llamarse segunda novela pensada, que en los tesicistas enrabiados («enragés», para los galicífobos: porque es de notar que estos señores del purismo no ven mas allá de la Alsacia-Lorena o del Paso de Calais en punto a herejías idiomáticas) viene a ser como un subrogado («surrogat» alemán, y ¡vivan los paréntesis y las interrupciones!) de la novela vivida. Se impone confesar que aquí no hay rastre de retorcimiento artificial de la acción, de nada que represente el influjo cerebral del hombre pensador y sociólogo con preponderancia sobre el simple observador experimental y analista psicólogo que debe ser un novelista.
Sólo sutilizando mucho, pudiera husmearse en la facha y apostura mental de Zaratustra un resabio de intelectualismo y artificialismo de novela de tesis. Si se excluye esta figura (por otra parte muy noble en su rudeza, porque Blasco Ibáñez sabe aunar estas dos cualidades hostiles con un arte que le es peculiar), no queda en la novela nada que delate la novela de tesis por ese olor de arte predicador inconfundible.
Y sin embargo, en
esta novela, Blasco Ibáñez debe haber entrado en
sí y hecho un esfuerzo por dar mayor cantidad de
psicologismo -aunque a ello no le incline su fuerte temperamento
meridional (también en el arte hay grados de temperatura),
más prendados de la superficie exterior de las cosas que de
las honduras psíquicas. Así tenemos un pasaje de
certera psicología cuando Maltrana, en los primeros
días de vida marital con su amante, piensa en el cambio que
se ha hecho en su alma. Es este un acierto psicológico al
que ni él más penetrante analista llegaría
fácilmente. «Al ir por la calle,
dice, examinaba a las gentes con extrañeza, como si fuesen
de otra raza, como si él procediese de un mundo distinto. Al
bajar de su alta habitación creía descender a otro
planeta. La gran mayoría de los transeúntes no amaban
ni eran amados. ¡Y podían subsistir así!... El
apenas si se acordaba de los tiempos recientes en que vivía
como en el Limbo, sin otras pasiones que leer, soltar paradojas y
morder a los de arriba, no enterándose de que
existían mujeres en el mundo, un sentimiento llamado amor.
Ahora le parecía imposible haber vivido de este modo como
una planta, como un pedrusco, sin verdadera alegría, sin
dulces tristezas... Sin ideal. Como él había sido,
así eran casi todas las gentes que pasaban junto a
él. Vivían preocupadas por las más groseras
aspiraciones, sin una chispa de amor. Toda la poesía de la
tierra se encontraba en unos cuantos, que eran ellos, los
enamorados.»
(La horda, pág. 221.)
Al desvincularse
del ambiente de Valencia y comenzar su vida errante y cosmopolita,
con frecuentes escapadas a París y estancias ya dilatadas en
la corte, el espíritu artista de Blasco Ibáñez
evolucionó y se inició en su producción
artística lo que él mismo designa como su tercera
época de novelista; la época que arranca de La
Maja desnuda y confina en Los muertos mandan.
«Por aventuras particulares de mi vida
-escribe él mismo- viví entonces temporadas cortas y
numerosas en París. Me iba de Madrid a París como el
que toma el tranvía. Y a este continuo cambio de ambiente
mental atribuyo estas tres novelas, que empezaron a marcar en su
factura la novela- tal como la hago actualmente.»
(Carta
a don Julio Cejador, datada del Cap-Ferrat, a 6 de marzo de 1918, y
publicada por este en su Historia de la lengua y literatura
castellana comprendidos los autores hispano-americanos;
segundo período de la época realista; 1875-1887, por
don Julio Cejador y Frauca. Tomo IX, § 132, pág.
476.)
Realmente a partir de La Maja desnuda (1906), Blasco reacciona contra la estrechez del ambiente regional y buscando mayor espacio a sus hazañas novelescas, describe el ambiente y la vida de un pintor de gran fama que lleva una existencia cosmopolita y lujosa, mimado por damas a quienes retrata y admitido en el mundo commí il faut, hasta que se casa y al casarse, siente quebrársele las alas y quedar reducido a la condición de mísero burgués esclavizado a la sumisión de una esposa de mentalidad limitada y taraceada de prejuicios. La tesis que defiende Blasco en La Maja desnuda es la de que el matrimonio suele ser para los artistas una cadena que de tal modo les constriñe y sujeta que les corta los vuelos del espíritu y les hace pasar de la independencia de un arte noble y libre sin ligaduras, al academicismo, al conservadurismo, a lo que llaman los franceses gráficamente el arte pompier, a la sujeción a fórmulas anquilosadas...
El caso que presenta en La Maja desnuda parece presentarlo como un caso ejemplar para los artistas que pierden su libertad, su independencia y su anhelo de volar cuando se uncen al yugo del matrimonio, que para ellos, más que para los otros mortales, es coyunda y cárcel y potro de tormento en el cual no pueden desenvolver su vida amplia y sin limitaciones de la cual extraen motivos de inspiración. Más adoctrinador sería el ejemplo si hubiese hecho del protagonista un literato porque es en éstos donde indefectiblemente, el matrimonio aherroja y limita y apaga la fuente viva de la inspiración artística, haciéndoles preocuparse ya pura y solamente de los intereses materiales de la familia y reduciéndose a ver el arte bajo su aspecto mercantil.
No es Mariano Renovales, el maestro consagrado a quien los jóvenes admiran con embeleso, el tipo más adecuado para desarrollar la tesis anti-conyugal que se propone desarrollar Blasco en su novela. Y no es el tipo congruente porque Mariano Renovales no es un atormentado ni un romántico; es un hombre de un ingenuo prosaísmo y de una chabacanería irritante. Se casa aturdidamente, eso sí, y en ese sentido su escarmiento es ejemplar porque se trata de enseñar a los jóvenes españoles cuan frágiles son las determinaciones del gusto o del capricho, que suelen ser las que casi siempre les impelen a bodas desastrosas que luego terminan o en sainete perpetuo o en tragedia de todos los días.
Prueba del
aturdimiento que impulsa a Renovales a esa grave
determinación del casarse, es que el autor nos dice que
«no se dio cuenta de cómo se
inició su amistad con Josefina»
. «Tal vez fue el contraste entre él y
aquella mujercita que apenas le llegaba al hombro y parecía
tener quince años cuando había cumplido los veinte.
Su voz dulce, con un ceceo débil le acariciaba los
oídos. Reía pensando en la posibilidad de dar un
abrazo a aquel cuerpo gracioso y frágil, la haría
añicos entre sus manos de luchador, como si fuese una
muñeca de cera.»
(La Maja desnuda,
capítulo II, pág. 55.)
Admirablemente visto está en la obra el tipo de Josefina, la señorita pobre y aristocrática; y el tipo de la madre, sostenida y protegida por parientes ricos y aún con pujos de grandeza, no pareciéndole bien la boda de su hija con mi artista, con un pintorzuelo. Descrito en dos trozos, pero inolvidable de vigor, la figura del Marqués de Tarfe; y plasmado en rasgos inmortales que no se borran, el tipo, vigoroso del señor Anión, el herrero, el padre del artista triunfante que llega con su calzón corto y su huraña timidez de campesino, a Madrid para asistir a la boda de su hijo con aquella señora, y deslumbrado por aquella concurrencia elegante y enjoyada, se fascina, se aturde y clama emocionado: «-¡Ya puedo morir tranquilo!-...»
Es estupenda de realismo la escena de los primeros días de matrimonio, cuando Renovales, entre timideces y rubores muy propios de una señorita púdica, logra la visión fugitiva, entre los encajes del lecho suntuoso, del desnudo de su mujer y extasiado comprueba que es idéntica en proporción y armonía de líneas a la Maja desnuda de Goya, su ideal artístico como visión realista del desnudo y representativo del tipo de la mujer madrileña, menuda y morena... La obsesión de pintar el desnudo de aquella mujer tan admirable como modelo para él que la ve con ojos de artista, sin que le detenga el pensar que sea su esposa para legar el secreto de su divino cuerpo a la inmortalidad -como hicieron tantos grandes pintores- conviértese desde esa noche en el ritornelio de sus preocupaciones artísticas, en el eje central de su ensueño de arte, y viene a ser por otra parte, el leit-motiv de esta novela de Blasco Ibáñez, la más singular entre las suyas por el ambiente en que mueve a sus personajes y el mundo artístico que pinta hasta entonces por él inexplorado.
Interpolado y como adherido a este leit-motiv del matrimonio nocivo para la vida espiritual y para la independencia mental del artista se halla otro motivo más artístico y más en pugna aún con la moral común de las gentes; el leit-motiv del desnudo en el arte al que tiene sacro horror la burguesía española de la cual es aquí expresión y representación la -simpática pero limitada Josefina, flor de burguesías tal como las da la educación en los conventos de monjas, el contacto con la sociedad de que están rodeadas y los prejuicios imbuidos en ella ya atávicamente, que hacen del desnudo en el arte un schiboleth de ignominia. La Maja desnuda es, pues, a más de una bella novela realista, con tipos y personajes (bien vividos, un noble alegato en pro de la independencia social del artista y de la sacra libertad del arte...
Había prescrito la españolada a manos de aquel desenfrenado productor que se llamó Dumas (padre), de aquel admirable colorista que se llamó Teófilo Gautier, mago de la descripción relumbrante y vigorosa y de la visión plástica del mundo exterior y por fin, de aquel formidable artista contenido en su sensibilidad, apagado en su estilo que es más estilo escultórico, rígido y de pliegues hieráticos, que pictórico, que se llamó Prospero Merimée, en quien anidaba un erudito mistificador forrado de un analista severo y de un emocional concentrado y tartamudo, que sólo a media voz y en tono menor, decía su emoción por miedo de hacer reír al público viéndole llorar, siguiendo aquella máxima que de niño aprendiera en un libro griego: «Acuérdate de ser desconfiado»...
Después de la España de Dumas, del Viaje a España de Teófilo Gautier y de la españolísima y retrechera Carmen de Merimée que el músico Bizet inmortalizó para siempre, parecía que el reino de la españolada había terminado y que nadie más podría nunca darnos sin peligro de ser tachado de visión falsa y de arte basado en tópicos, un cuadro de España tan de cromo y de decoración teatral como los cuadros que nos brindaron a mediados del siglo pasado esos tres preclaros artistas de Francia.
Blasco Ibáñez con su arte exquisito, ha querido demostrar a los artistas españoles y al gran público hispano-americano -o mejor dicho, universal- que tiene, que con imágenes ya muy gastadas puede el artista componer escenas admirables. Nadie que no fuera tan gran artista, tan verdadero y selecto artista como es Blasco Ibáñez, podría con elementos de «españolada», con cromos de feria y paisajes de abanicos llegar a componer una novela tan perfecta como es Sangre y arena, que ha sido mundialmente estimada y a varios idiomas traducida, popularizándola singularmente entre el gran público universal la traducción francesa de G. Herelle: Arenes sanglantes.
Los amores de la gran dama exótica y del torero español han sido diversas veces motivo de escenas y cuadros de arte realista. En la misma España con anterioridad a la novela de Blasco Ibáñez, había una novela de don Manuel Héctor Abreu: Niño bonito, novela de torería y de rumbo y de amores de dama extranjera con garboso matador sevillano. Conozco la novela del Sr. Abreu, bien trazada y de plan armónico, pero pésimamente escrita. ¡Como si Blasco Ibáñez fuese además artista tan escaso y ayuno de imaginación que necesitase pedir prestado a nadie argumentos ni temas de obra o «tomar su bien donde lo encontrare», como decía Moliére!... Ciertamente que quien haya leído la novela de D. Manuel H. Abreu y la novela de Blasco Ibáñez no encuentra más semejanzas que en la elección de tipos primaciales de la obra y en el eje central; un argumento corriente y banal como es el del amor basado en la intuición psicológica tan repetida de que las mujeres adoran lo que brilla y deslumbra, las lentejuelas, el nombre, la gloria, mejor dicho, la fama y el oro, lo que brilla y reluce, como las alondras... Y esta no es razón bastante para acusar de plagio a un autor, como hicieron aquí periodistas superficiales y frívolos.
Los amores de la dama francesa con el torero español están tratados aquí con más emoción y tono dramático y el héroe de Blasco Ibáñez no es -como el del señor Abreu- un torero bonito, un torero de salón, un bibelot de la torería, sino un torero serio y grave, consciente de su arte y de su dignidad profesional, y en la vida corriente muy hombre y muy dueño de sí, poco pagado de vanidades de exotismo y de halagos del lujo... La novela, es una fuerte e intensísima novela, una de las tres o cuatro grandes novelas de Blasco Ibáñez -yo diría: La barraca, La Horda, Cañas y barro y Sangre y arena- en que la visión del mundo exterior, plástica y luminosa (como la descripción de la corrida de toros) está aliada a una gran penetración psicológica, con un gran dominio del juego de las pasiones y a la tensión de un argumento dramático y emocional admirablemente desarrollado.
Con una tesis filosófica, desenvuelta por los tratadistas de moderna psicología en páginas inmortales, acerca del poder de los antepasados, de las generaciones muertas sobre nosotros mismos, en suma, con un canto épico al imperio fatal y terrible de la herencia psicológica, del residuo que en nuestro cerebro, en nuestra alma, en nuestra moral y en nuestras costumbres ejercen nuestros abuelos, las generaciones que ya descansan en la paz de los sepulcros; ha compuesto Blasco Ibáñez una bella novela que se lee con interés y se relee con agrado: Los muertos mandan (1909). Sólo siendo tan gran artista como es Blasco Ibáñez y teniendo la retina poderosa de artista y la imaginación coloreada y plástica de artista que él tiene, se podría lograr con esos datos abstractos y psicológicos, más bien de ambiente repulsivo para el común de las gentes, por el argumento a que fuerzan y el ambiente a que obligan, componer una hermosa y fuerte novela realista.
Realmente de Blasco Ibáñez podría decirse lo que un gran crítico portugués dijo de Eça de Queiroz: que era ante todo, «estructuralmente, fundamentalmente, una imaginación viendo y comprendiendo y adivinando la vida al través de la más luminosa y fiel retina en que ella ha podido reflejarse».
Sólo teniendo esa imaginación coloreada y brillante y esa retina luminosa de Blasco Ibáñez, se podría sostener la atención y el interés del lector al través de cuatrocientas dilatadas páginas con ese único eje central, ese puntal de resistencia, el poder de la herencia psicológica de las generaciones muertas sobre las generaciones vivientes. Este juicio fundamental de la obra hacen de ella una novela predominantemente analítica, o lo que se ha llamado en Francia «novela psicológica». «Esta forma literaria (la novela) -escribe un crítico- después de presentar la novela de aventuras, género inferior, y la novela histórica género falso, ha entrado en su verdadero terreno: la pintura de las costumbres y de los caracteres, bajo el nombre de novela analítica».
Mas para que el lector no se hastíe y enoje de ver desarrollada a través de tantas páginas una tesis puramente filosófica, Blasco Ibáñez que es tan gran técnico y domina el arte de interesar al lector a más de conmoverle, ideó un bien trazado argumento, un tema de amor y de sangre, en un ambiente tan pintoresco y luminoso de color como las Islas Baleares. Hay en esta novela cuadros de color, visiones refulgentes de la naturaleza y del mar, como acaso en ninguna otra novela de Blasco Ibáñez porque el ambiente isleño de aquellas maravillosas perlas del Mediterráneo que son las Baleares, se prestaba fácilmente a los cuadros de color.
Media docena de años llevaba silencioso y recogido después de la publicación de Los muertos mandan, Vicente Blasco Ibáñez, el primer novelista español en plena madurez, la primera figura de la generación subsiguiente a Galdós, Palacio Valdés y la señora Pardo Bazán. Seis años llevaba callado, pero no oscurecido; porque no puede oscurecerse en tan escaso tiempo una figura que ha monopolizado la atención de un público y ha contribuido al esplendor literario de una década. El más conocido en Europa de todos los novelistas españoles actuales, el que mereció con más reiterada pleitesía los honores de la traducción, el que ha sido elevado al puesto más alto por los críticos extranjeros, estaba como apagado y mudo. Esto no era posible; la situación no podía prolongarse. Sus lectores le reclamaban; su público, hastiado de haber ido a beber en otras fuentes, que no podían satisfacerle, pedía de nuevo novelas de Blasco Ibáñez.
En 1914 aparece en la Editorial Prometeo, de Valencia, la novela Los Argonautas. Lo primero que se advierte en esta novela es que el estilo de Blasco Ibáñez ha ganado, se ha depurado, se ha «estilizado», si se permite el pleonasmo. Del ciclo de estilo Zola, Blasco ha pasado al ciclo de estilo Flaubert. Hay en sus párrafos más aliño, más decoro, más musicalidad y en suma, más ritmo.
Después de haber hecho obra social en sus libros de serie (La Catedral, El Intruso, La Bodega, La orda) vuelve ya al arte puro, a la novela puramente novelesca, bien narrativa como en Luna Benamor, bien psicológica como en La maja desnuda. Luego en Los muertos mandan parece volver ligeramente a la tesis, pero es una tesis diluida, discreta, insinuada sólo por bajo de la narración, del estudio del ambiente y de los personajes y de la visión del paisaje...
En Los Argonautas, abandonando todo conato de labor social y aún de novela de tesis, como en Los muertos mandan, aunque sólo sea tesis filosófica tan suavemente insinuada a través de una fábula desarrollada en el luminoso paisaje de las Islas Baleares, Blasco Ibáñez vuelve totalmente a sus cauces primeros y se entrega puramente a su labor de artista, escribiendo una bella novela sin asomos ni prejuicios de tesis.
Pensaba Blasco
continuar estas novelas de la vida de América. Y así
lo expresa en esa carta célebre a Cejador, que es una
maravillosa síntesis autocrítica y
autobiográfica: «Los
Argonautas es un prólogo. Mi propósito era (y es
aún), escribir una serie de novelas sobre los pueblos de
América que hablan y piensan en español...»
Luego continúa desarrollando su plan y añade con un
énfasis y una pompa bastante fuera de tono, en el estilo
epistolar: «España no está
en Europa únicamente. Nuestra península no es
más que una provincia de una España espiritual y
verbal, que tiene veinte naciones, como departamentos, gran
República tendida sobre una mitad del planeta, al borde de
todos los mares, bajo todos los cielos y latitudes y cuyo
Presidente ideal e inamovible se llama Miguel de
Cervantes»
. Realmente, este tono no es de epístola
a un amigo y revela que el novelista dedicaba esas cuartillas a la
publicidad.
He aquí
cómo Blasco Ibáñez sigue desenvolviendo su
plan: «Después de Los
Argonautas iba a escribir La ciudad de la esperanza
(Buenos Aires), La tierra de todos (el campo), y Los
murmullos de la selva (las tierras todavía
vírgenes). Luego dos o tres novelas, que tendrían por
escenario Chile; otra del Perú, El oro y la muerte;
y así pensaba seguir creando un bloque novelesco con
personajes que paseasen toda la América de origen
hispánico; algo semejante a los personajes de La comedia
humana, de Balzac. Los Argonautas no es más
que el prólogo. Por esto di a sabiendas en este libro una
extensión algo exagerada a las ideas y doctrinas y
descuidé la parte novelesca. Buscaba únicamente
explicar lo que vendría en las novelas sucesivas; hacer el
pedestal para los futuros personajes...»
Y así es realmente; nadie mejor que el propio novelista ha hecho la auto-crítica de Los Argonautas. Si Blasco Ibáñez en esta novela ha mejorado considerablemente el estilo, ha perfeccionado su prosa -él mismo escribe: «había yo cambiado completamente durante el largo descanso; escribía de otro modo; era otra mi mentalidad: veía la vida con líneas más seguras y vigorosas»- también es cierto que la arquitectura novelesca está descuidada, los personajes no perecen ser de carne y hueso, los episodios no están tan bien encajados en la acción primordial, la fábula no está desenvuelta con arte. Se diría que Blasco Ibáñez se ha desacostumbrado de la novela, y después de escrito un libro como La Argentina y sus grandezas, con el ánimo ya fatigado, se cansa de enlazar episodios, de urdir escenas, de plasmar personajes reales, de dar vida a seres de la fantasía... En ese sentido de la creación novelesca, Los Argonautas es obra verdaderamente inferior. Pero pronto se resarcirá de esa caída y volverá a la plena madurez de su modo de novelar.
Después de Los Muertos mandan (1909) y de una colección de novelas cortas recopiladas con el título de la primera: Luna Benamor, que es un cuadro vivido y animado de la vida de Gibraltar y sobre todo de la vida de los judíos y moros en aquella ciudad exótica, clavada como un puñal a los pies de España; publicada en el mismo año (1909); Blasco Ibáñez hace un paréntesis en su producción novelesca, se marcha a América, de colonizador, planta su tienda en la vasta planicie gaucha, en las Pampas, lleva allá una colonia emigratoria de valencianos, brega y pelea allí con el Gobierno argentino y con los emigrantes de su región para la distribución de las tierras, pasa allí tres años tormentosos y a veces trágicos, de vida de cow-boy en la extensión de las Pampas o de vida de hidalgo andaluz y dueño de cortijos y dehesas, lucha con la vida y con las potencias desencadenadas del mal, es un día pobre y al siguiente rico, firma cheques por valor de un millón como un multimillonario yankee, gana y pierde, triunfa y fracasa, todo envuelto en contrastes, risas y lágrimas, luz y tinieblas, como en toda vida intensa...
El lo ha contado a Cejador en esa carta histórica (¡lástima solo de destinatario!) que no podrán olvidar nunca sus biógrafos ni sus críticos. En la Argentina se extasía ante las bellezas de una civilización nueva y no tiene tiempo a escribir novelas; escribe un libro vasto y lujoso -a tono con aquella sociedad de ricachos y de plutócratas improvisados- titulado «La Argentina y sus grandezas» (1910).
Al regresar a España escribe la novela de los nuevos conquistadores del oro, de los aventureros de la epopeya moderna, de los argonautas de hoy que van (como los argonautas antiguos iban bajo el pilotaje de Jasón) hacia la Cólquida gloriosa del oro, que es hoy la virgen América. Publícanse Los Argonautas en 1914.
El nos cuenta en
su carta autobiográfica-crítica a Cejador, qué
transtorno fue para sus planes novelescos la guerra europea...
«Pero la guerra estalló quince
días después de la aparición de Los
Argonautas. ¡Adiós novelas hispano-americanas!...
No renuncio a ellas. Las considero como deber de patriota y de
artista. El mundo debe conocer mejor a España y a los
españoles de origen, que han civilizado y creado tres
cuartas partes de América. ¿Cuándo
podré hacerlo? No lo sé. pero lo haré, si vivo
algunos años aún en pleno vigor...»
Realmente, la guerra europea nos ha privado de este deleite de leer las novelas de Blasco Ibáñez que constituirían la «etopea» americana, y, en verdad que hay que dolerse de ello, máxime cuando las novelas que dicha conflagración europea le ha inspirado, no son las mejores -ni mucho menos-, de su vasta y vigorosa obra de novelista. Porque si bien es verdad que en el movimiento de personajes, en el rumor de multitud que las anima, en ese don de contar las grandes muchedumbres, que ha heredado de su maestro Zola, y en el cual es único Blasco Ibáñez, y por nadie, en España sobre todo, ha sido superado, también cierto que fuera de esos primeros empujes de novelista, de esos zarpazos de león que pone Blasco Ibáñez en todas sus novelas, no descuella ninguna de sus envidiables facultades en estas dos novelas inspiradas por el gran cataclismo europeo.
Realmente el empeño era grandioso, pues sólo con las poderosas calidades de novelista que tiene Blasco Ibáñez, se atrevería nadie a acometerlo. Los flirteos no surgen por allí a la vuelta de una esquina y sólo sin flirteos un poeta de vasto empuje épico, un Camoes o un Ercilla, podrían atreverse con la titánica labor de plasmar en un libro las inquietudes y las atrocidades suscitadas por la guerra europea.
En Francia misma, flagelada directamente por el azote bélico, no han surgido cantores adecuados a la transcendental catástrofe. Sólo han dado trasuntos y reflejos de ella escritores tan notorios ya anteriormente a la guerra, como Adrián Bertrano, que ha escrito la bella novela La Tempestad en el jardín de Cándido, y Henri Barbusse, que ahora se ha destacado y ganado en visión colectiva y en fuerza plástica al estilo, en sus dos novelas ya populares en el mundo entero, El fuego y El infierno (Le feu dans les tranchiées y Lu'enfer) seguidas de la ya muy inferior de Clarté.
Pero aun estos novelistas, tan estimables por lo demás, sólo nos dan una visión parcial, un aspecto, un fragmento de la gran guerra, que un publicista inglés apellidó en sus comienzos de «guerra de purificación y de expiación». Ninguno de ellos ha pretendido darnos una visión global, un aspecto del conjunto de la gran guerra. Sus fuerzas no llegaban a tanto; hubiera sido empresa demasiado titánica.
Blasco Ibáñez, en cambio, quiere darnos en su obra Los cuatro jinetes del Apocalipsis una visión «sideral», total, definitiva, de la guerra europea. Tal empresa había de rendir sus fuerzas y agotar sus pasmosos recursos de artista plástico, de novelador admirable. En Los cuatro jinetes del Apocalipsis, son los mejores fragmentos los cuatro primeros capítulos, aquellos en que traslada sus páginas el pasmo producido por la catástrofe, más abrumadora por lo inesperada, en un París, flor y cúspide de la civilización europea, donde todos los elementos habían conspirado para hacer la vida más grata y más cómoda, donde el bienestar era unánime, la alegría aparente del vivir reflejada en todos, y el lujo industrializado y casi puesto al alcance de todos los hombres... y sobre todas las mujeres...
En un París así, donde venía a afluir toda la bohemia cosmopolita y toda la riqueza y la elegancia del mundo, en ese París, «el de la Avenida de los Campos Elíseos, el de las carreras de caballos, el de los restaurants de lujo, el de los grandes banqueros y de las grandes cortesanas, el de l'antre coté del'cau» -como dice Gómez Carrillo con cierto desdén en su libro En plena bohemia, (p. 54)- el pavor producido por la gran guerra había de ser forzosamente espantoso. Este estado de pavor, de sorpresa, de estupor, es el que nos ha reflejado admirablemente Blasco Ibáñez en los primeros capítulos de Los cuatro jinetes del Apocalipsis.
Aquel París
de «l'avant
guerre», era un París optimista y feliz, donde,
como en tiempos de Juan Jacobo Rousseau, no reinaban la amistad, el
amor y la virtud con preferencia a otros sitios -«l'amitie, l'amour, la vertu, regnent-ils done á
Paris plus qne'ailleurs»- ¿pero reinaba ese
sentido exquisito que transporta el corazón a su imagen y
que nos hace amar en los demás los sentimientos puros,
honestos, tiernos que no tenemos?...»
Y
añadía el fosco predicador de Ginebra, el calvinista
«cans le vouloir»: «La corrupción es en
todas partes la misma; no existen ya ni buenas costumbres ni
virtudes en Europa; pero si existe algún amor hacia ellas,
es en París donde se debe buscar...»
Así en los tiempos felices del «avant-guerre», París tal vez albergaba igual corrupción que cualquier otra ciudad del mundo; pero la había refinado y depurado de tal modo, que no se conocía ciudad más elegante, más pulida, más culta ni más civilizada.
El manotazo del Atila germánico fue brutal y brusco; la caída de todas las seguridades y garantías, basadas en ese estado superior de civilización, fue rápida. Blasco Ibáñez nos ha pintado el mundo de los banqueros aterrados, y el mundo de los millonarios despavoridos y el mundo de los artistas henchido de sorpresa, y el mundo de los universitarios abandonando las aulas y yendo a coger las armas...
En ese sentido, como crónica fiel de aquellos primeros días del estallido de la conflagración, es como vale la obra de Blasco Ibáñez que no podía aspirar a ser una visión de conjunto de la guerra europea.
En años sucesivos, tal vez la «post-guerra» nos de obras admirables, en que no viéndola tan de cerca, se abarque con más golpe de vista y con más poder de reconstrucción, la catástrofe terrible que ha tenido cuatro años suspenso el mundo; cuando escribió Blasco Ibáñez su novela, estábamos demasiado cerca para verla con serenidad y sin apasionamiento, del modo como se ha de escribir -según Tácito- la historia..., la novela histórica o que por su marco o ambiente tiene pretensiones de tal novela histórica de una época: sine ira et studio. -Tal vez Mare nostrum quedaría más para la posteridad porque va en ella más serenidad y el tema de la guerra absorbe menos la atención del novelista. Desde luego es más perfecta como técnica; menos atropellada en acción y más diseñados los caracteres de los personajes.
En el mismo año estalla la guerra europea. Blasco Ibáñez calla de nuevo, entregado a tareas extranovelescas, a coleccionar documentos y escribir vibrantes páginas inflamadas de sacro ardor para su Historia de la guerra europea publicada de 1914 a 1918.
En 1916 publica Los cuatro jinetes del Apocalipsis, novela de propaganda por la causa de los aliados, novela de ardorosa lucha y de combate, novela que pone a Blasco Ibáñez en la liza de gran debelador de la causa de la justicia y de la libertad. La obra, novelescamente (dígase la verdad) es endeblita y tiene poca fuerza de emoción dramática salvo en lo que canta grandes movimientos colectivos. Ha sido, no obstante, por su finalidad y tendencia muy estimada, leída y divulgada en Europa donde se popularizó en Francia, en Italia por la traducción de Ida Mango (I Quatro Cavallieri del l'Appocalipsi) y hasta en América del Norte por la traducción de Charlote Breuster Jordon (The four Horsemen of the Apocalypse); que ha tenido ¡ciento sesenta y cuatro ediciones!...
Pasan dos años y sale a luz Mare nostrum (1918) que ya no es solo un canto al triunfo, entonces inminente, de los aliados frente al Atila germánico, sino un épodo glorioso de la vida de los seres infinitamente pequeño bajo el mar, una descripción a la vez científica y animadamente plástica de la labor silenciosa y secreta de los seres innúmeros que viven la vida oceánida. En la tesis mediterránea de la obra está injerta la descripción, tan detallada como la podría hacer un oceanógrafo, de la complicada y desconocida vida submarina que solo recientemente se nos ha comenzado a revelar por los trabajos de la Ciencia...
Mare nostrum, que ha sido traducido también al inglés por la misma autora con el título de Our Sea, es un canto al mar latino, al mar azul, al mar nuestro. Es realmente una gran novela, que tiene cuadros de luz prodigiosos y cantos épicos al mar glorioso; es una obra de arte claro, de arte mediterráneo, como hubiera dicho Nietzsche.
Blasco Ibáñez no es ahora en la madurez de su vida natural y artística, un tan incansable productor como era en los primeros años, en que anualmente daba a luz una novela y a veces dos como es el caso de La Horda y La Maja desnuda, publicadas ambas en el año de 1906.
Ahora no, es así. Pasan dos años o tres antes de que produzca una novela. En 1918 ha sido publicada Mare nostrum; hasta 1920, en los comienzos, no aparece Los enemigos de la mujer, última novela de Blasco Ibáñez publicada hasta la hora presente. Esta novela tiene por marco un mundo cosmopolita y multiforme, y por tesis la actitud de unos cuantos «nuevos-ricos» que a la vez son «misóginos» -formados durante la guerra, en este mundo extraño y abigarrado- del cual es cúspide y cabeza visible el Príncipe Miguel Fedor Lubimoff. Estos enemigos del femíneo sexo, estos detractores de la mujer:
la femme'enfant malade et douze fois impur, |
que dijo Vigny, están representados por este príncipe «blasé» y hastiado de placeres y de amores -como aquel rey «blasé» de Israel y de Judá, según le apellidó Heine, aquel Salomón que aún es hoy representado hasta en las coplas populares españolas como el símbolo más acabado y más antiguo de la misoginia...
El Príncipe
Miguel expone en el primer capítulo de la novela la tesis de
la obra y la justificación de su título un poco
alarmante. «¡Las mujeres!... Esas
penetran en nuestra existencia, acaban por dominarnos, quieren que
nuestra vida se moldee en la suya. Su amor por nosotros no es en el
fondo más que una vanidad igual a la del conquistador que
ama la tierra que ha hecho suya con violencia. Todas ellas han
leído (casi siempre a tontas y a sosas, pero han
leído); y las tales lecturas dejan en su voluntad un residuo
de deseos indefinidos, de caprichos absurdos, que sirven para
esclavizarnos a nosotros que también nos movemos a impulsos
de viejas lecturas... Las conozco. He encontrado demasiadas en mi
vida. Si entran aquí mujeres de nuestro mundo, se
acabó la paz. Me buscarán a mí por curiosidad
y por codicia, pensando en mi historia y en mi fortuna: os
perturbarán entablando rivalidades entre nosotros;
será imposible la vida que yo deseo...»
(Los
enemigos de la mujer, capítulo I, págs. 22 y
23.)
Desarróllase la novela en el ambiente cosmopolita y chic de
la Riviera, a la orilla del Mar Mediterráneo, en la Costa
Azul, entre gentes de lujo y de placer de todos los países.
Entre estos tipos descuellan las figuras primaciales de don Marcos
de Toledo, supuesto coronel del ejército carlista, que ha
servido a las órdenes del general Saldaña, que en sus
andanzas de emigrado, brujuleando por París, va a caer en el
palacio del antes cabecilla carlista y ahora marqués de
Villablanca; casado ya en la madurez inválida del destierro,
con la princesa Lubinoff, una rusa extravagante, a la vez cruel y
tierna, que después de la muerte del marqués emigrado
y heroico, casa con un escocés Sir Edwin Macdonald, «la distinción personificada, atento con
todo, muy digno en sus ademanes, parco en las palabras.»
(Los enemigos de la mujer, capítulo II, pág.
43). Este escocés tiene un hermano segundón que se
lanza ya a ganarse la vida por el mundo y cae en la frontera de
México donde matrimonia con una riquísima heredera
del país, poseedora de minas de plata y extensas
tierras.
De este matrimonio nace Alicia que se queda sin padre al cumplir los ocho años; Alicia, más tarde flor de lujo, de pecado y de perversión, y figura central y soberana de esta novela.
Alicia es una de esas figuras de mujer que resaltan de la obra de un novelista: es un personaje acabado, completo, perfecto. Entre la obra de Blasco -que no es como Palacio Valdés un esencial cultivador de los tipos femeninos un novelista para mujeres- resaltan vigorosamente tres o cuatro mujeres estupendamente con una consumada maestría de gran amador, gran enamorado del femenino sexo -como siempre lo ha sido Blasco Ibáñez. Estas figuras son Neleta, de Cañas y barro; Dolores, de Flor de Mayo; Josefina, de La maja desnuda y Alicia de Los enemigos de la mujer, que está trazada en cuatro rasgos magistrales. Blasco Ibáñez pinta a grandes brochazos, como Velázquez, como Goya, como los grandes pintores de inspiración, de empuje, que ven más a través de la Naturaleza que de los libros.
Y así Alicia está dada ante los ojos del lector con unas páginas del primer capítulo en que ya el lector la ve y la admira como mujer fuerte, audaz, resuelta y voluntariosa, el tipo de mujer del siglo XX.
Aparecen también como personajes secundarios la madre de Alicia, Mercedes Barrios, tocada de manía de grandezas; Atilio Castro, un español «que había pasado la mayor parte de su existencia fuera de su país»; Teófilo Spadoni, pianista famoso, que pasea sus virtuosísimos y sus tics de lujo en un mundo elegante y abigarrado; y Carlos Novoa, un joven pálido, larguirucho y miope, que está en Mónaco pasando una temporada, pensionado por el Estado español y realizando estudios admirables de la fauna marítima en el Museo Oceanográfico.
Y dominando todas
éstas figuras, como figura capital y nudal del libro, se
halla el Príncipe Miguel Fedor Lubimoff de quien Blasco
Ibáñez hace esta descripción precisa y
vigorosa: «Era un hombre todavía
joven, con el cuidado vigor que proporciona una vida de ejercicios
físicos; alto, membrudo y esbelto, la tez morena, grandes
ojos grises y el rostro largo, completamente afeitado. Las canas
esparcidas en sus sienes -que aún parecían mas
numerosas al contrastar con el negro azulado de su cabeza-; unas
cuantas arrugas precoces en las comisuras de sus ojos y dos surcos
profundos que se abrían desde las alillas de su nariz,
demasiado ancha, hasta tocar los extremos de su boca,
parecían denunciar el primer cansancio de un organismo
poderoso que ha vivido con demasiada intensidad, por considerar sus
fuerzas sin límites.»
(Los enemigos de la
mujer, capítulo I, pág. 10).
Toda la novela se desenvuelve entre esas gentes del alto mundo elegante que Blasco Ibáñez ha conocido y estudiado en estos últimos años de su vida cosmopolita, en que ha andado residiendo casi establemente en Paris, viajando por la América del Sur y por la América del Norte, en suma, saturándose de mundanismo.
Esta fase de su vida ha transtornado en Blasco Ibáñez (y él mismo lo ha confesado en su famosa carta autobiográfica o más bien autocrítica) su concepto del mundo y su concepto de la novela. Son ahora obras totalmente distintas de las de su primera fase las que esperamos del gran novelista que en la madurez de la vida ha llegado a la plenitud de la gloria...
La
condenada y Cuentos valencianos son las dos
colecciones de cuentos que han consolidado la celebridad de Blasco
Ibáñez y le han graduado de hábil y experto en
el manejo de la novela corta. Sería una misma y acaso
infructífera empresa dar un panestereorama o punto de vista
general de cada uno de estos trabajos. Labor tan fatigante y
laboriosa como sería esto, vale más sustituirla por
la alusión a los mejores trozos que adornan los cuentos. Y
entre todos descuellan el de la Condenada, que da nombre a
la colección. En él hay aciertos de visión
realista tan hermosos como este: «Un
día, ¡cómo lo recordaba Rafael! un
gorrión se asomó a la reja cual chiquillo travieso.
El bohemio de la luz y del espacio piaba como expresando la
extrañeza que le producía ver allá abajo aquel
pobre ser amarillento y flaco, estremeciéndose de
frío en pleno verano, con unos cuantos pañuelos
anudados a las sienes y un harapo de manta ceñido a los
riñones.»
(La Condenada, p. 6 y 7.) Y hay
aciertos psicológicos como este que voy a reproducir:
«El eterno descontento humano no era
adivinado por Rafael. Envidiaba él a los del patio,
considerando su situación como una de las más
apetecibles, los presos envidiaban a los de fuera, a los que
gozaban libertad; y los que a aquellas horas transitaban por las
calles, tal vez no se considerasen contentos con su suerte,
ambicionando, ¡quien sabe cuantas cosas!..; ¡Tan buena
que es la libertad!... Merecían estar presos»
(La Condenada, 7 y 8.) El asunto es de una originalidad
rara; se trata de una mujer que, al saber el indulto de su marido,
condenado a Ceuta por sustitución de la pena de muerte,
sintiéndose excluida del amor y de las bellezas de la vida,
comenta con valiente sinceridad, «entre
gemidos que estremecían su carne, morena, ardorosa y de
brutal firme: "Aquí la condenada soy yo"»
(Ibidem, p. 15 y 10.)
Primavera
triste es de un sentimentalismo que no estábamos
acostumbrados a ver en Blasco Ibáñez, y nos muestra
los sueños y las tristezas de una muchacha campesina,
obligada por su padre a un rudo y excesivo trabajo, que muere
tísica en otoño. Hay en ella trozos
psicológicos tan hermosos como el que contiene las
reflexiones que la niña se hace mientras está
cortando flores: «nísperos y
magnolesios, bancales de claveles, bosquecillos de rosales, tupidas
enredaderas de pasiones y jazmines: todo "cosas útiles que
daban dinero y eran apreciadas por los tontos de la ciudad".
"Envidiaba a las flores viéndolas emprender el viaje.
¡Madrid!... ¿Cómo sería aquello?
Veía una ciudad fantástica, con suntuosos palacios
como los de los cuentos, brillantes salones de porcelana con
espejos que reflejaban millones de luces, hermosas señoras
que lucían sus flores; y tal era la intensidad de la imagen,
que había creído haber visto todo aquello en otros
tiempos, tal vez antes de nacer.»
(Ibidem, p.
25y 26.)Hermoso es también el asunto de En el mar,
lleno de esa patética, sobria y contenida, tan peculiar de
Blasco Ibáñez, que más intensifica la
emoción del lector. Es la breve historia de un niño
que muere en el mar, una tarde de pesca, en que su padre quiere
coger un enorme atún que salvara a la familia de la miseria.
Es acabado el retrato de Antoñico, el hombrecito precoz que
respira «la gravedad y satisfacción del que se gana el
pan a la edad en que otros juegan.» Después de la
muerte desgraciada del hijo, el novelista nos pinta al padre bajo
la impresión del terrible drama. «Aquella ruda faena embrutecía a Antonio,
le impedía pensar; pero de sus ojos rodaban lágrimas
y más lágrimas que mezclándose con el agua de
la cala, caían en el mar sobre la tumba del hijo... La vista
de tierra despertó en Antonio el dolor y el espanto
adormecidos. -¿Qué dirá mi mujer?
¿Qué dirá mi Rufina? Gemía el infeliz.
Y temblaba como todos los hombres enérgicos y audaces que en
el hogar son esclavos de la familia.»
(La
Condenada, p. 71 y 72.) Y aquí mismo tiene Blasco una
intensa visión realista, de alegría de vida, de vida
movida y elegante; que forma un doloroso contraste con los
punzantes episodios del mar: «El viento
de tierra saludaba a la barca con melodías vivas y alegres.
Era la música que tocaba en el paseo frente al casino. Por
debajo de las achatadas palmeras desfilaban, como las cuentas de un
rosario de colores, las sombrillas de seda, los sombreritos de
paja, los trajes claros y vistosos de toda la gente de
veraneo.»
(Ibidem, p. 72.) Y al final del mismo,
cuento hay un acierto descriptivo, enorme por su plasticidad.
Hablando del dolor de la madre, dice Blasco que «estaba en el suelo, agitada por una crisis
nerviosa, y se revolcaba "pataleando, mostrando "sus flacas y
tostadas piernas de animal de trabajo»
. (Ibidem,
p. 74.) Poderoso instinto de observación y de estudio acusa
esta imagen, que es una reveladora verdad.
El cuento Un
funcionario, es notable por su tendencia social que, sin duda,
estuvo latente siempre en Blasco. Pone en escena a un verdugo y
plantea el mismo problema -o conflicto, será mejor- que
doña Emilia Pardo Bazán en su novela La piedra
angular, la rehabilitación y el derecho al respeto
social por parte de este verdugo. El asunto está abordado
con rara franqueza y valentía de convicción, en
contraste con las vaguedades con que suelen eludirse temas como
este; tan escabrosos para todos los que quieren salvar las
conveniencias y «comboyar» con el mundo canalla para
decirlo con una fuerte frase asturiana. «Si lo que yo hago es un crimen -explica el
verdugo al final del cuento- que supriman la pena de muerte y
reventaré de hambre en un rincón, como un perro. Pero
si es necesario matar, para tranquilidad de los buenos, entonces
¿por qué se me odia? El fiscal que pide la cabeza del
malo nada sería sin mí, que obedezco; todos somos
ruedas de la misma máquina y ¡vive Dios! que
merecemos, igual respeto, porque yo soy un funcionario... con
treinta años de servicios.»
(La
Condenada, p. 132.) En la boca del horno, es otro de
los cuentos mejores de esta colección, de los que dejan
más rayado surco en el espíritu. En el bark ground, como
escenario, aparece una panadería: un segundo término
muy lejos de los convencionales y consagrados para los diversos
géneros de drama. Blasco Ibáñez la describe
con honda poesía: «A lo lejos
sonaba la hora, cantada por los serenos, rozando vibrante la
bochornosa calma de la noche estival, y los trasnochadores que
volvían del café o del teatro deteníanse un
instante ante las rejas para ver en un antro a los panaderos que
desnudos, visibles únicamente de cintura arriba y teniendo
por fondo la llameante boca del horno, parecían
ánimas en pena de un retablo del Purgatorio.»
(Ibidem, p. 198 y 199.) El cuento es de una rara
originalidad, de un gusto macabro y desconcertante, como una
mascarada fúnebre. Un muchacho a quien llaman en la tahona
el Menut, a causa de su ruindad y timidez, se siente
injuriado por Tono, mocetón fornido y desvergonzado, que
ofende a la novia de aquel con groseras chocarrerías. El
pobre muchacho, exasperado, le agrede y aunque el amo viene a
interrumpir la lucha, al salir a la calle se hablan y se
desafían. Es la madrugada; el pobre muchacho va a buscar una
herramienta en casa, donde encuentra a su madre «que estaba
arreglándose para ir a misa y al mercado.» Aun con el
sentimiento de lastimar el corazón de la pobre anciana,
acude al desafío del mocetón. Y ved aquí un
hermoso trozo descriptivo del despertar de una población.
«No encontraban una calle desierta.
Abríanse las puertas, arrojando la fétida
atmósfera de la noche, y las escobas arañaban las
aceras, lanzando nubecillas de polvo en los rayos oblicuos de aquel
sol rojo, que asomaba al extremo de las calles como por una brecha.
En todas partes guardias que les miraban con los ojos vagos como si
aun no estuviesen despiertos; labradores que, con la mano en el
ronzal, guiaban su carro de verduras, esparciendo en las calles la
fresca fragancia de los campos; viejas arrebujadas en su mantilla,
acelerando el paso como espoleadas por los esquilones que volteaban
en las iglesias próximas; gente, al fin, que al verlos
metidos en el negocio, chillaría o se apresuraría a
separarles. ¡Qué escándalo! ¡Es que dos
hombres de bien no podían pegarse con tranquilidad en toda
una Valencia?»
(La Condenada, p. 207 y 208.) Al
fin se meten en una tartana, le dan dirección para el
Hospital y allí dentro consuman su asesinato
recíproco. Ved para final una descripción del paso de
la tartana, en la cual una vez más se muestra el amor con
que Blasco estudia el pueblo y el acierto con que nos lo ofrece
vivo y moviente: su sanchismo y su malicia picaresca: «La tartana pasaba lenta, perezosa, por entre el
movimiento matinal. Las vacas de leche, de monótono
cencerro, husmeaban sus ruedas, las cabras asustadas por el
rocín, apartábanse, sonando sus campanillas y
balanceando sus pesadas ubres, miraban con curiosidad aquellas
ventanas cerradas, y hasta un municipal sonrió
maliciosamente, señalándola a unos vecinos.
¡Tan temprano y ya andaban por el mundo amores de
contrabando!»
(La Condenada, 210.)
En el primer
trabajo de la colección de Cuentos Valencianos
aparece el simpático Dimoni, el dulzainero que ya
conocimos en Cañas y barro, durante las fiestas del
Palmar. El autor nos lo describe en esta forma: «Era popular y compartía la general
admiración con aquella dulzaina vieja resquebrajada, la
eterna compañera de sus correrías, la que cuando no
rodaba en los pajares o bajo las mesas de las tabernas,
aparecía siempre cruzada bajo el sobaco, como si fuera un
nuevo miembro creado por la naturaleza en un acceso de
filarmonía. Las mujeres que se burlaban de aquel insigne
perdido, habían hecho un descubrimiento. Dimoni era
guapo. Alto, forzudo, con la cabeza esférica, la frente
elevada, el cabello al rape, y la nariz de curva audaz,
tenía en su aspecto reposado y majestuoso algo que recordaba
al patricio romano, pero no de aquellos que en el período de
austeridad vivían a la espartana y se robustecían en
el campo de Marte; sino de los otros, de aquellos de la decadencia,
que en las orgías imperiales afeaban la hermosura de raza,
coloreando su nariz con el bermellón del vino y deformando
su perfil con la colgante rotabarba de la
glotonería.»
(Cuentos valencianos,
págs. 5 y 6.) Un bello acierto psicológico es el que
Blasco nos ofrece y no es extraño en quien tanto ama la
música, en esta otra página que no puedo resistirme a
reproducir. Cuando tocaba dice que nadie se atrevía a
burlarse de Dimoni. «El arte
algo grosero, pero ingenuo y genial, de aquel bohemio
rústico causaba honda huella en sus almas vírgenes y
miraban con asombro al borracho, que al compás de los
arabescos impalpables que trazaba con su dulzaina, parecía
crecerse, siempre con la mirada abstraída, grave, sin
abandonar su instrumento más que para coger el porrón
y acariciar su seca lengua con el glu ylu del hilillo del
vino.»
(Cuentos valencianos, pág. 20.) Se
une en contubernio con otra chica como él, y, Blasco
Ibáñez nos presenta su pasión grotesca:
«Acariciábanse en medio de las
calles con el inocente impudor de una pareja canina, y muchas
veces, camino de los pueblos donde se celebraba fiesta,
huían a campo traviesa, sorprendidos en lo mejor de su
pasión por los gritos de los carreteros que celebraban con
risotadas el descubrimiento.»
(Ibidem,
págs. 12 y 13.) Su mísera concubina muere, y una
escena grotesca se produce; «¡Como
lloraban todos!... Y ahora la pobrecita estaba allí, en el
cajón de los pobres, tranquila como si durmiera, y sin poder
levantarse a pedir su parte. ¡Oh lo que es la vida!..,
¡Por esto hemos de pasar todos! Y los borrachos lloraron
tanto que al conducir el cadáver al cementerio
todavía les duraba la emoción y la
embriaguez.»
(Ibidem, pág. 16.) En la
escena del entierro hay dos imágenes maravillosas: «una musiquilla dulce e interminable que
parecía salir de las tumbas.»
(Ibidem,
pág. 18.) «Volvía a sonar
la musiquilla triste como un lamento, como el lloriqueo lejano de
una criatura llamando a la madre que jamás había de
volver.»
(Ibidem, pág. 15.)
La
cencerrada, publicada a parte en la Biblioteca
Migñón, es el drama patético aunque un
poco vulgar y nada amplio, por decirlo así, de unos
recién casados, de los cuales el marido es en segundas
nupcias, que no pueden dormir la primer noche de novios. La
caperuza, presenta a un grave magistrado, que en la intimidad
de la familia pierde su imperturbable aplomo y su seriedad
profesional para extasiarse con los mimos de un chiquitín.
Este se les muere, y ved que bello párrafo sentimental le
dedica Blasco Ibáñez: «Adiós Pilin. Desapareces en un
hueco de esa tétrica anaquelería donde quedan
almacenados y con rótulo los infinitos productos de la
muerte ¡Di adiós a todo! Al caliente salón
donde te revolcabas panza arriba, a la mamá, loca en sus
expansiones, al padre, que habías hecho bailar de cabeza a
tener tu gusto en ver de tal modo a un representante de la
más cruel y respetable de las profesiones. Viniste para
mostrar lo frágil de la comedía humana, para hacer
ver que dentro de un acusador terrible hay siempre un hombre, y
ahora, diablillo encantador, te vas satisfecho de tu triunfo, la
noche que se acerca será tu madre: ¡Adiós
tibias caricias!... Tu piel de raso, tan adorada, ya no
tendrá más besos que los del viento y la
lluvia...»
(Cuentos valencianos, pág.
91.)
Otro hermoso
cuento de la colección es el titulado El Femater,
en que se nos habla de un pobre muchacho recolector de
estiércol que va todos les días a Valencia, donde
recoge las inmundicias de las casas ricas. Entre las que recorre
está la de D. Esteban, el
escribano, cuya hija Marieta ha sido su hermana de leche. «Insensiblemente, con apasionamiento de
niño precoz, se acostumbra a ver a esta todos los
días y a traerle con su venida una fragancia de la tierra
buena. Por su parte, ella "recordaba" con la vaguedad de
comprensión de los primeros años, aquellas noches
pasadas en el estudi, hundida en los mullidos colchones de
hojas de maíz que cantaban al menor movimiento, defendida
por el poderoso anillo de músculos que formaban los brazos
de la nodriza, durmiéndose al calor de las voluminosas
ubres, siempre repletas y firmes; después el alegre
despertar, cuando el sol se filtraba por las rendijas del
ventanillo, y piaban los gorriones en el techo de paja de la
barraca, contestando a los cacareos y gruñidos de los
habitantes del corral; el fuerte perfume del trigo, las frescas
emanaciones de la hierba y las hortalizas difundiéndose por
el interior de la blanqueada vivienda, olores confundidos y
arrollados por el vientecillo que, pasando por las filas de moreras
y a través de la higuera, parecía hacer cantar a las
temblonas hojas; y la vida bohemia, alegre y descuidada en los
campos inmediatos, que recorría con sus vacilantes piernas
de dos años sin atreverse a llegar a la revuelta del camino,
lleno de barrizales y cruzado por los profundos surcos de las
ruedas, pues su imaginación naciente había: inventado
que allí forzosamente debía terminar el
mundo.»
(Cuentos valencianos, p. 170.) Pero un
día el rudo e ingenuo muchacho la encuentra cambiada, en la
misma transición a la nueva vida. Ved con qué acierto
y con qué estudio describe Blasco esta fase del despertar
del sexo: «Redondeábase su
cuerpo; aclarábase su tes, en extremo morena; las agudas
clavículas y la tirantez del cuello iban
dulcificándose bajo la almohadilla de carne suave y fresca
que parecía acolchar su cuerpo; las zancudas piernas, al
engruesarse, poníanse en relación con el busto. Y
como si hasta a la ropa se comunicase el milagro, las faldas
parecían crecer un dedo cada día como avergonzadas de
que estuvieran por más tiempo al descubierto aquellas medias
que amenazaban estallar con la expansión de robustez
juvenil.»
(Ibidem, p. 174 y 175.) Se le
prohíbe tutearla y llamarla por otro nombre más
familiar que señorita María; para colmo de males hace
su aparición un D. Aureliano, «jovencillo pálido, rubio, enclenque, con
lentes de oro y ademanes nerviosos.»
(Ibidem p.
178.) Al comprender quo se aman; al oír cierto día
misteriosos chasquidos junto al piano, el pobre femater,
en la rusticidad de su pasión salvaje, promete no volver a
la ciudad, a la que odia «porque ella estaba
allí.» El cuento termina con un vigoroso rasgo de
ironía, de los no muy usuales en Blasco: «Y como los fematers no pagan
contribución directa, nadie se enteró de que en el
gremio había una baja.»
(Ibidem, p.
183.)
Esta es la obra novelesca, propiamente regional, de Blasco Ibáñez. Para sus coterráneos les lleva el perfume de la tierra, cargado de las acres emanaciones de los naranjos y del aroma humilde y penetrante de las moras silvestres que cuelgan en las zarzas del camino. Y a los que no hemos nacido en la tierra de la luz y del azahar, nos familiariza con ella hasta tal punto -gracias a las vigorosas plasticidades y a las intensas visiones realistas de que se adorna el arte,- que parece como si la estuviésemos recorriendo y admirando sus bellas mujeres y contemplando sus floridas huertas y extasiándonos con sus cantares; pues todo gran artista nos constituye en ciudadanos de un mundo nuevo y nos hace deleitarnos en la transcripción musical de sus sentimientos para que se cumpla la intuición lírica expresada por uno de nuestros actuales poetas españoles. Antonio Machado, en sus inolvidables estrofas:
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FIN