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ArribaAbajoAl rey nuestro señor Don Carlos Tercero

SEÑOR: El polvo de mi caduca y atribulada edad, que ya por instantes se desvanece en este sexto y último trozo de mi vejez aterida y venturosa; la confusión de las adversidades que han perseguido a mis años, y que forzosamente habrán de fenecer con las últimas respiraciones de mi aliento; la pertinaz fatiga de mis afortunadas tareas, que serán las únicas memorias que después de mis cenizas queden de mí por algunos momentos en el mundo; mi vida, Señor, obras y trabajos, en el estado que tienen a la sazón feliz que hace V. M. la gloriosa entrada en sus dominios poderosos: todo lo ofrezco y sacrifico a sus pies como tributo de un humilde vasallo, que le reconoce y jura por su rey, su Dios en la tierra y el absoluto señor de sus acciones.

Rodeado de abundantes gozos, rindo a los pies de V. M. mi vida, para que logre mi debido y venerable rendimiento la ventura que jamás supo imaginar mi vanagloria, porque los accidentes inevitables de su duración y la piadosa gracia de V. M. me aseguran el gran bien de morir su vasallo, y en este fin dichoso tengo fundadas todas las honras y los contentos de mis ansias felices. Con mi vida también doy a V. M. mis trabajos para que en su presencia truequen el horror de males y desdichas en regocijados bienes y halagüeñas fortunas.

Pongo finalmente a los pies de V. M. mis obras actuales y anteriores (que también son trabajos) con la firme confianza de que serán piadosamente recogidas. Las anteriores, porque las conduce mi veneración recomendadas de la clemencia del rey, nuestro señor, el señor don Fernando, que vive ya en el cielo, pues con su real permiso las imprimió el público con el nuevo hallazgo en España de la suscripción, dignándose también la reina, nuestra señora, madre de V. M., y el serenísimo señor infante, el señor don Luis Antonio, permitir que sus reales nombres se colocasen en la primera hoja de mis libros, procediendo a su imitación la mayor parte de la grandeza de este reino, los ministros más exaltados de él, las comunidades más autorizadas y los particulares más distinguidos en la crianza y en la erudición. Las actuales, porque el mundo publica la gran benevolencia con que V. M. honra las fatigas puras y los entretenimientos inocentes de sus vasallos, aun cuando salen inútiles y estériles sus producciones y tareas; y aunque las mías (por más que atormente al entendimiento) siempre saldrán flojas y desabridas, me prometo que la dignación de V. M. se compadezca de mis ignorancias y premie con sus permisiones el tesón y la terquedad de mis trabajos importunos.

V. M. se digne de admitir este voto y tributo de mi sujeción y vasallaje, y viva muchos siglos, para tener arrebatado en admiraciones al mundo y a la España llena de las felicidades, las victorias, las opulencias y los aplausos que la promete y asegura el espíritu, el valor, la vigilancia y la soberanía de V. M. Así sea; así lo pido, y debemos pedir a Dios cuantos gozamos tan honrosa y apetecible servidumbre. Señor: A L. R. P. de V. M. El más rendido, obediente y sujeto vasallo, El Doctor Don Diego de Torres Villarroel.




ArribaAbajoSexto trozo de la vida del doctor don Diego de Torres

Acuérdome que dejé los trozos y los demás ajuares de mi vitalidad enteros y verdaderos, corrientes y molientes, en los cincuenta y tres del pico; y desde aquel minuto en que los dejé sosegando en las ociosidades de su complexión, ni he querido meterme en averiguar por dónde han andado mis zangarrones y mis lomos, ni he vuelto a decir a persona alguna de este mundo esta vida es mía. Ahora se me ha antojado dar una vuelta a mi corpanchón, y reconocer las goteras, los portillos y las roturas que pudo abrir en cuasi dos lustros al azadón de los días en el cascajo viejo de mi humanidad; y después de haberle repasado con curiosa impertinencia, hallé (gracias a Dios) que me he ido escurriendo poco a poco hasta más allá de los sesenta, sin haber recibido del humor extravagante del tiempo más burlas, tropelías y empujones que haberme tirado a la cabeza y a las barbas algunos puñetes de ceniza, haberme retorcido un si es no es más la figura y haberme puesto un par de libras de plomo en los zancajos; pero aún brinco y paseo sin especial molestia, y si me fuese decente el bailar, creo que bailaría erguido, firme, sin traspieses, esparavanes ni desvanecimientos. En fin, todavía estoy chorreando fuerza y salud por todas mis coyunturas, y destilando vida y más vida, con gusto y con cachaza, sin meterme a inquirir cuándo acabaré de deslizarme hacia mi mortandad. Mi espíritu se está también erre que erre en sus risueños desenfados, sin pensar en asunto que le turbe sus alegres manías, porque continuamente huye de las discreciones recalcadas, de las severidades importunas y de los ingenios presumidos, obscuros y charlatanes, de las fábulas lastimosas, de los espectáculos crueles, de las historias terribles, de los tribunales de los letrados, de las asambleas de los médicos y sus anatomías, de los guardas de puertas y millones, y, finalmente, de todos los embustes tristes y pasmarotas funestas de las brujas, duendes, males contagiosos, hechizos y otras fantasmas que tienen en horrible temor a las gentes del mundo, no teniendo ellas más cuerpo ni más ser que el que les da la vulgar aprehensión de las credulidades pueriles, las inocentes fantasías, las astucias negras y los apoyos de los discursos hipócritamente corrompidos. Es cierto que alguna vez me pasó por la cabeza el deseo de morirme, no como desesperado, sino como curioso, poltrón y amigo de mis conveniencias, porque llegué a persuadirme que me estaría muy bien soltar esta maula del mundo, puesto esto de vida y más vida a todas horas, es una muerte; y mientras ella dura, ni llega un cristiano a la felicidad que nos canta la iglesia del requiescamus in pace, ni se ve libre de embustes, dolores, picardías, bobadas, locuras y desconciertos; mas al fin, arrojé este deseo como tentación sugerida por el humor cetrino y me he quedado como me estoy, y así me estaré hasta que Dios quiera. Vamos viviendo a trompón, caiga el que cayere, y cúmplase en todo su santísima voluntad.

En el quinto trozo de mi vida, quedé lidiando con las dos aventuras de la jubilación en mi cátedra y la reimpresión de mis papeles, reducidos a los catorce tomos que corren (gracias a Dios) con ventura afortunada. Atravesáronse en estos dos negocios contradicciones bien particulares, pero muy comunes a todos los que han puesto su rancho y tienen asentada su tienda en los reales de una comunidad, en donde nadie descansa, ninguno profesa y todos estudian en los medios de dejarla, aporreándose con la solicitud de salir o trepar a mayores empleos. Dije antes que toda la Universidad procuró desvanecer los conatos con que yo supliqué al rey y a su Real Consejo me concediese la gracia de la jubilación; y dije que había confiado a cuatro doctores, los más serios y fecundos de su claustro, el informe que había de desbaratar la veneración de mis súplicas. Así se hizo, pero el valor de sus apoyos, razones y retóricas se conocerá por el real decreto, que va aquí copiado fielmente y no imprimí antes por no tener a mano su original. Es el que se sigue, y el que me quita todos los motivos de que vuelva a hablar o escribir en este asunto. Dice así:

REAL DECRETO DE LA JUBILACIÓN DE D. DIEGO DE TORRES EN LA CÁTEDRA DE MATEMÁTICAS.- Don Fernando, por la gracia de Dios Rey de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, Señor de Vizcaya y de Molina, etc. A Vos el Rector y Claustro de la Universidad de la ciudad de Salamanca, salud y gracia: Sabed que en el día trece de julio del año pasado de mil setecientos y cincuenta, por parte del doctor don Diego de Torres y Villarroel, Catedrático de Matemáticas y del gremio y claustro de esa Universidad, se nos representó que habiendo merecido en el año setecientos veinte y seis el apreciable honor de ser elegido para dicha cátedra y desde entonces servídola hasta de presente, aún no había logrado la jubilación que le correspondía conforme a Estatutos de esa Universidad (que en este caso la concedían a los veinte años), con el motivo de no haber asistido algunas temporadas que eran vacantes notorias, para cuyo reemplazo y compensación había servido dicha cátedra cuatro años más, verificándose no sólo los veinte años que prevenían los Estatutos, sino es que sobraban muchos días y aun meses; concurriendo además las notorias tareas y trabajos con que dicho don Diego de Torres había procurado divertir la ociosidad por las estudiosas obras dadas a luz e impresas, que llegaban a veinte y cinco tomos en cuarto, que actualmente poseían diferentes personas de distinguido carácter; siendo constante que así estas producciones como el estudio precedente para su inteligencia, tanto en las Facultades de Filosofía y Matemática, como de otras que gustó con alguna inteligencia, las había adquirido con sumo afán y trabajo, por no permitirle la escasez de medios de sus padres los precisos gastos correspondientes a semejantes estudios; añadiéndose a esto la precisión de tener una dilatada familia de madre viuda y hermanas, con otros parientes desvalidos sin asilo alguno; motivos todos que persuadían la justa compensación insinuada, siendo el principal que, computado el tiempo en que asistió a dicha cátedra en los veinte y cuatro que la poseía, se hallaba verificada con exceso de tiempo la precisa de los veinte años prevenidos por Estatutos; por todo lo cual se nos suplicó fuésemos servido concederle la jubilación en dicha cátedra con todos los honores, gajes y emolumentos que los demás catedráticos de esa Universidad la habían servido y gozaban, librando a este fin el despacho conveniente; y visto por los del nuestro Consejo, por decreto que proveyeron en el nominado día trece de julio y año de setecientos y cincuenta, mandaron que esa Universidad informase sobre el contenido de la instancia y pretensión del referido doctor don Diego de Torres Villarroel, como también qué era lo que se practicaba en semejantes casos con los catedráticos de las religiones de benitos, franciscos, mercenarios y otras, con sueldos o sin ellos, y lo demás que se ofreciere y hubiere ocurrido en el asunto, para en su inteligencia proveer; a cuyo fin, y para que así se ejecutase, se dio y libró Real Provisión nuestra en quince del mismo mes y año, la cual se hizo saber a la Universidad estando junta en su claustro; y en su virtud, con fecha de veinte y dos de agosto del propio año, se practicó dicho informe, y remitió al nuestro Consejo, como estaba prevenido; y en este intermedio, y posterior a lo referido por el mencionado doctor don Diego de Torres, se volvió a insistir en su anterior instancia, acompañándola con certificaciones, de que hizo presentación, añadiendo que, debiendo haber jubilado a los veinte años de residencia, no pudo lograr este descanso, porque esa Universidad dudaba en pasarle los años de setecientos treinta y dos, treinta y tres y treinta y cuatro, que, en virtud de orden de la Majestad del señor Rey D. Felipe Quinto, estuvo en Portugal, quien, usando de su Real clemencia, se sirvió restituirle al reino, a la patria y a todos los honores de su cátedra y claustro; en cuya atención pidió se le concediese el indulto de dichos tres años y el de otras faltas que había tenido por sus enfermedades e infortunios, todas las cuales tenía cubiertas y cumplidas con los excesos de asistencia en los años que llevaba servidos desde los veinte, como había demostrado a esa Universidad con certificaciones de sus bedeles. Y vuelto a ver todo por los del nuestro Consejo con lo que en su inteligencia se dijo por el nuestro Fiscal, y consultado con N. R. P. en tres de abril pasado de este año, se acordó expedir esta nuestra carta = Por la cual, en atención a los motivos expresados por el referido doctor don Diego de Torres Villarroel, catedrático de Matemáticas de esa Universidad, le concedemos la jubilación por él pretendida en la citada cátedra, que obtenía en ella, con los honores y emolumentos que por esta razón debe haber y gozar; y en su conformidad os mandamos que, siendo requeridos con esta nuestra carta, hayáis y tengáis al nominado don Diego de Torres por tal catedrático de Matemáticas jubilado, y le guardéis y hagáis guardar las preeminencias que como tal debe haber y se practica en semejantes casos. Que así es nuestra voluntad; y lo cumpliréis pena de la nuestra merced y de treinta mil maravedís para la nuestra Cámara, bajo la cual mandamos a cualquier escribano os lo notifique y dé testimonio. Dada en Madrid a veinte y dos de mayo de mil setecientos cincuenta y uno. El Obispo de Sigüenza. Don Juan Curiel. - Don Manuel de Montoya y Zárate. - Don Francisco Cepeda- Don Blas Jover Alcaraz. - Yo don Ramón de Barajas y Cámara, Escribano de Cámara del Rey nuestro Señor. La hice escribir por su mandado, con acuerdo de los de su Consejo, etc.

Esta real cédula sosegó todas las turbaciones que habían producido las diligencias mías y los estorbos de la Universidad, y, ya libre y gustoso, proseguí la reimpresión de mis afortunados disparates que tenía empezada. Finalmente eché a la luz pública los seis primeros tomos, sin más desgracia ni más sentimiento que el ver que la Universidad, ni por sí ni recopilada en sus comisarios de librería, me había mandado subscribir su nombre en la heroica lista de los sujetos que, o por cariño o por piedad o por huelga entretenida, deseaban tener juntas mis desparramadas producciones. En la primera lista del primer tomo puse en la plana de las librerías subscriptas una nota en que manifestaba este desvío, queriendo de este modo obligar a su prudencia a que revelase la causa que tenía para esconderme un agasajo que estaba más obligada a publicar, o por madre, o por seguir la imitación de las demás universidades de España y de la altísima autoridad de tantas personas, a quienes estoy agradecido y confesando sus benignos favores. Ni por esta diligencia ni por otros medios pude descubrir en la comunidad ni particularidad de mis condoctores la razón de ceño tan intratable e importuno.

Yo estoy bien persuadido a que a la severidad y circunspección de mi claustro le sería muy duro y vergonzoso ver a su venerable nombre grabado en la testera de unas obras ridículas, pueriles, inútiles y rebutidas de burlas, ociosidades y delirios desmesurados, y hechas al fin por un mozo libre, desenfadado y desnudo de aquella seria, misteriosa y encogida crianza con que dirige a sus escolares; pero este vergonzoso temor sólo debió durar hasta mejor informe; mas habiendo visto después en la primera lista del primer tomo el nombre del rey (Dios le guarde), de la reina y del señor infante, perdonándome a mí y a mis obras todos nuestros defectos, y habiendo visto la mayor parte de la grandeza de España de señoras y señores, duques, condes, marqueses, embajadores, capitanes generales, todos los colegios mayores y universidades del reino y otras personas de insigne carácter, comunidades religiosas, y las más austeras, y finalmente, las que están de molde en el primero y séptimo libro de mis trabajos, no sólo honrando mi obra, sino concurriendo también al alivio y provecho del público, autorizando esta nueva idea de impresiones que hasta la mía ninguna había parecido en España, digo que, habiendo visto este honrado catálogo, debía la Universidad haber depuesto y aburrido sus rubores y los resentimientos que podía tener de mis libertades y delirios, imitando a la piedad del rey y a la clemente bizarría de tantas ilustres, autorizadas, sabias y discretas comunidades y personas; finalmente, esperaba a que su amor y su sabiduría quitasen al mundo el motivo de haber afirmado que en este desaire tan estudiado e importuno, más se declaran los esfuerzos de una envidia irritada, que los halagos y disimulos de una madre regularmente cariñosa.

Yo estoy seguro que no la he dado la más leve causa para haberme puesto en este y otros muchos y repetidos ceños; y vivo venturosamente soberbio de saber que ni la Universidad, ni su rector y cancelario, ni otros superiores a quienes vivo humillado y obediente, han tenido que avisarme ni que reprehender en público ni en secreto, ni en su tribunal ni fuera de él, ni como hermanos ni como jueces, el más leve defecto en las obligaciones de estudiante, de clérigo y de ciudadano; y aseguro que persona alguna, superior, igual o inferior, debe estar quejosa de mi trato o mi correspondencia, porque a ninguna puse maliciosamente en el más ruin sentimiento, ni he dejado de venerar a las unas, servir y aliviar a las otras en cuanto ha sido posible a mis fuerzas; y pongo por testigos a todos los tribunales, a todos los jueces y a mi misma Universidad, a mis desafectos y a todos los corregidores y alcaldes de España y fuera de ella. Y en fin, el sujeto de los dichos que pueda o quiera hacer algún cargo contra mis procedimientos, hable o escriba, que aún vivo, y le daré las satisfacciones, disculpas y retractaciones que le aseguren de mi buena intención. Lo más singular de este desvío es que, habiéndome nombrado la Universidad por uno de sus comisarios de librería, y concedido facultad y dinero (sin pedir yo lo uno ni lo otro, y menos la comisión) para comprar y reponer en sus estantes libros de matemáticas, filosofía, historia, poesía, vocabularios y buenas letras, ni ella ni alguno de mis compañeros, juntos ni separados, hicieron jamás la más leve memoria de mis libros para que se colocasen en la lista o en los andenes, y más cuando debían estar ciertos (por otros ejemplares menos ejecutivos) que no le costaría a la Universidad ni a la junta un real de vellón el mandarlo ni el tenerlas. La Universidad debe vivir agradecida a la claridad de mis verdades, y estar gloriosa de tener un hijo que procura rebatir las ideas y los argumentos que, a la vista de éste y otros repetidos ceños, pueda formar contra su reputación y buen modo la malicia astuta del siglo presente o la del mundo venidero, porque la presunción regularmente se arrima a la parte más débil; yo lo soy respecto de mi comunidad, y aun comparado con el más flaco de sus individuos; pero sepa que tuve espíritu, inocencia y razón para resistir las asechanzas que pudieron malquistar una opinión, que me ha costado muchas vigilias, sucesivos sustos, cuidadosos y terribles afanes mantenerla en el feliz estado en que hasta ahora (bendito sea Dios) se sostiene.

VACANTE Y PROVISIÓN DE LA CÁTEDRA DE MATEMÁTICAS

Cuando estaba para espirar la reimpresión de los últimos tomos de mis obras, supliqué a la Universidad que declarase por vacante mi cátedra, respecto que había debido al rey la piedad de mi jubilación. Así fue declarada por su obediencia, y mandó que, con arreglo a nuestras leyes y estatutos, se pusiesen edictos en todas las universidades de España, llamando a los opositores que quisiesen concurrir, dando el término de siete meses que previenen los estatutos para celebrar los ejercicios de la oposición, que se reducen a una hora de lección con puntos de veinte y cuatro horas, deducidos por tres piques en el Almagesto de Claudio Ptolomeo, media hora de argumentos, y un examen público de preguntas sueltas, en el claustro, por la Esfera de Juan de Sacrobosco, sin limitación de tiempo. Acudieron a esta oposición tres escolares discípulos míos: el uno era el bachiller don Juan de Dios, médico titular en uno de los pueblos grandes de Andalucía, buen astrónomo especulativo y singular filósofo por la idea de los experimentos; el otro era un portugués de sutil, profundo y honrado ingenio, puntualísimo en la geometría, astronomía y filosofía, llamado don Juan de Silva; y el otro, el doctor don Isidoro Ortiz de Villarroel, mi pariente. Descubiertos estos opositores y cumplido el término de los siete meses, salí yo a visitar los doctores, consiliarios y demás personas que componen la junta, que entre nosotros se llama claustro pleno; y la oración con que saludé a cada uno fue la siguiente, palabra más o menos: «La piedad del rey me ha jubilado en la cátedra de Matemáticas; los edictos y términos que previenen nuestras leyes en estas vacantes están cumplidos; el tiempo de los ejercicios y la provisión se va llegando; los opositores hasta hoy declarados son tres, y entre ellos mi sobrino Isidoro Ortiz de Villarroel: todos tres son buenos y por cualquiera de ellos que Vm. vote, asegura su conciencia, y la Universidad un catedrático que la dará honor y lucimiento. Mi visita no es a pedir a Vm. el voto para que sea catedrático mi sobrino, es sólo por cumplir con las leyes políticas y las inmemoriales cortesanías de la academia. Yo a Vm. ni a otro vocal alguno le he de obligar con empeños, con cartas de favor ni con súplicas para que mude sus propósitos o su juicio, porque estos medios siempre los he mirado como perniciosos en las pretensiones; Vm. vote en ésta bajo de la seguridad de que siempre elige bien. Lo que yo deseo es que hagamos una elección imparcial y quieta, porque si advierto los rumores que alguna vez he oído en estos asuntos, retiraré a mi sobrino de la oposición, y le buscaré la honra y utilidad en otro destino menos desasosegado. A Vm. le parecerá soberbia o locura este desusado estilo de pretender, pero créame Vm. que no tiene malicia alguna de esa casta esta especie de libertinaje y osadía. Ruegue Vm. a Dios que ponga en cada comunidad una docena de locos como yo y en el reino mil quinientos (que no es mucho pedir), que pretendan sin cartas, sin ruegos, sin falsas reverencias, sin dádivas, y hablando bien de sus contrincantes y pretendientes, y verá Vm. al mundo más bien acomplexionado de gobernadores y súbditos, y a los que dan y a los que piden, a los unos menos vanagloriosos, menos intolerables y menos desapacibles, y a los otros menos molidos, menos aduladores y menos importunos, y a todos más humildes y más sosegados de conciencia. Vm. haga lo que quisiere, y quédese con Dios». Estas palabras dije separadamente a todos en la visita cortesana, empezando por el doctor más viejo, hasta el consiliario más joven; estas mismas substancialmente volví a repetir en el día que se juntaron, en el claustro pleno, a votar esta cátedra; y estas mismas encargué a mi sobrino que repitiese en sus visitas, y que dejase el afán de los empeños y las cartas a las diligencias de sus coopositores.

En el tiempo medio de las visitas le acometió una calentura, que los médicos llamaron ustiva, al bachiller don Juan de Dios, la que le quitó la vida en el mesón que llaman del Rincón; y quiero decir que lo visité y ofrecí botica y dinero, y que acompañé a su entierro, no habiendo visto en él a ninguno de los que le habían llamado y prometido su favor en este asunto. El portugués logró en su país otro empleo más agradable a su genio, y quedó sólo de pretendiente mi sobrino. Señaló la Universidad día para la lección: la hizo este muchacho con despejo, sin trompicones ni esparavanes en la lengua, y salimos él y yo de aquel miedo y susto impertinente que han querido tomarse los que leen y los que oyen en la publicidad de aquestas aulas. Llegó también el día del examen y la provisión, y en la misma hora en que estaban juntos en su claustro los doctores y vocales para determinar estos asuntos, apareció en manos del rector un memorial de un mozo vano y atrevido (cuyo nombre quiero callar de lástima), que después de los generales rendimientos contenía las siguientes mentiras: Que hallándose instruido en la filosofía, geometría, gnomónica, estática, astronomía, astrología y otras partes de la matemática, y no habiendo tenido noticia alguna de la vacante de esta cátedra que se iba a proveer (por cuya razón no había recibido el grado de bachiller para proporcionarse a la lección), suplicaba a la Universidad le concediese tiempo para marchar a Murcia a recoger de los padres dominicos de aquella ciudad las cédulas y certificaciones de haber cursado y aprendido la filosofía para recibir este grado, y, entre tanto, que se suspendiese el examen y provisión; que era gracia que pedía, etc. El asalto y el embuste de este mancebo encontró un padrino en el claustro que afirmaba que, aunque se había cumplido exactamente el tiempo de los edictos, su petición era oportuna, y que se debía justamente prorrogar el tiempo, y esperar la Universidad a que recibiese el grado de bachiller. Yo me puse en pie, y dije al claustro las siguientes palabras: «Señor. El estudiante que ha introducido esa petición intenta burlarse de V. S. y poner en alboroto temerario a su quietud, porque su memorial está lleno de mentiras mal intencionadas y fácilmente descubiertas. Dice que no ha sabido esta vacante, y es falso, porque él mismo fue a la secretaría de V. S. dos meses ha, y preguntó al presente notario don Diego García de Paredes si era preciso graduarse de bachiller para leer de oposición; y le respondió que era indispensable, y al mismo tiempo le instruyó en el estilo y costumbre que V. S. tiene de dar estos grados a los opositores de las cátedras raras. El pretexto de ir a Murcia es otro embuste, porque V. S. sabe, y él no lo ignora, cuán inútiles son los cursos, las cédulas y el examen, y aun la ciencia de la filosofía para recibir este grado, pues V. S. lo dispensa todo, y ha dispensado siempre a todos los opositores de las cátedras de música, retórica, matemática, humanidad, cirugía y otras; y para que V. S. toque luego con sus oídos la más arrogante de las mentiras del memorial, que es la instrucción en las ciencias que dice, ruego a V. S. que le dispense el ejercicio de la lección y el argumento (que mi sobrino, y yo en su nombre, cedemos el derecho que nos dan los estatutos de hacerle leer y argüir) y permita que entre aquí a padecer un benigno examen en cualquiera de las ciencias que cita, y hallará que es un mozo ignorante, inquieto y mal aconsejado». Conoció la Universidad la malicia y la arrogancia necia del estudiante en lo intempestivo y mentiroso de su memorial. Calló el padrino, y él se desapareció sin que ninguno le viese el pelo postizo de su ciencia.

Dispúsose a votar la Universidad, y yo volví a hablar de esta manera: «Señor: cuando yo entré a ser catedrático de V. S., no fui examinado, porque no tenía entonces esta escuela sujeto alguno que estuviese instruido, porque entre los más de sus profesores pasaban nuestras tablas y figuras por una especie de brujería y cabalismo; hoy tiene V. S. muchos doctores curiosos e inteligentes que podrán examinar a este opositor. A mí (si lo tío no se opone a lo examinador) me toca de justicia, y debo prevenir a V. S. que esta oposición no se ha de concluir sin la última circunstancia del examen de preguntas sueltas por Juan de Sacrobosco; y si V. S. (alegando el ejemplar mío u otro alguno) quiere omitir o dispensar este ejercicio, recurriré al Real Consejo, para lo cual desde ahora pido testimonio al presente notario don Diego García de Paredes. La discreción de V. S. sabe cuanto informa de la habilidad y sabiduría de los sujetos el examen de preguntas particulares, pues las lecciones, todos sabemos cómo se hacen y se dicen». Después de varios dictámenes sobre el modo y el sujeto que había de examinar, resolvió el claustro que examinase yo, y que preguntasen también lo que quisiesen y fuesen servidos los demás doctores y vocales. Entró finalmente el muchacho; y preguntándole sobre los tratados que previenen los estatutos, me detenía en sus respuestas, esperando las repreguntas de alguno de los demás doctores a quienes el claustro había concedido la misma facultad, pero ninguno habló palabra. Después de tres cuartos de hora de examen me mandó la Universidad que lo suspendiese, porque bastaba lo que había oído para quedar informada, a que yo repliqué, diciendo: «Señor: todavía no he examinado en materia alguna de la práctica, y es preciso que V. S. vea cómo se explica en ella, y el uso y manejo de los instrumentos que están sobre esa mesa, que es un estuche matemático y el Astronómico Cesáreo de Pedro Apiano, y que haga el cálculo de algún eclipse, que es una de las piezas más impertinentes y difíciles en la astronomía». Proseguí examinando en los dichos instrumentos; y habiendo mandado segunda vez que lo dejase, me despedí. El doctor don Josef Sanz de la Carrera, tío también más cercano del opositor, estaba también presente, y habiéndole llamado, le dije: «Vamos afuera, señor don Josef, que los dos somos partes apasionadas, y dejemos que voten con toda libertad estos señores». Salimos del claustro, y la Universidad en un solo grito, que por acá decimos per aclamationem, le dio la cátedra a mi sobrino Isidoro Ortiz de Villarroel. De los vocales que asistieron y votaron en esta provisión habrán muerto, y habrán salido a servir al rey, en las chancillerías y en otros empleos, diez o doce hasta hoy; los demás, que viven aquí, son testigos de la desengañada y natural civilidad de mis visitas, y de la verdad y desinterés de mis relaciones y mis ansias.

Por este tiempo, mes más o menos, mandó el Real Consejo a la Universidad de Salamanca que expresase su dictamen «sobre si sería conveniente que se usase de un mismo estadal, vara, peso y fanega en todo el reino para medir las tierras y las demás especies útiles en el comercio civil, y si un libro que remitía su alteza de Mateo Villajos, alarife de Madrid, de agrimensura, estaba arreglado a las leyes matemáticas». Juntose el claustro y los primeros votos magistralmente aseguraban que el catedrático de Matemáticas debía solo trabajar y exponer el dictamen que pedía el Real Consejo. Yo me levanté, y pidiendo permiso para hablar, dije: «Señor: el dictamen que pide el Real Consejo contiene dos puntos: el uno político, que pertenece a los letrados, canonistas, teólogos y historiadores; y otro matemático (que también deben entender los legistas, porque he oído decir que tienen en sus pandectas un título de agrimensoribus); pero por lo que a éste toca, y al examen del libro de Mateo Villajos, el catedrático de Matemáticas responderá a vuelta del correo. V. S. determine pensar en el primero, y descuide del segundo, que éste queda al cargo de mi obligación». Después de largas conferencias se concluyó el claustro, resolviendo en nombrar dos doctores de cada facultad, y a mí entre ellos, para que éstos trabajasen el dictamen, y concluido, que volviese al claustro a tomar su aprobación. Al día siguiente se juntaron los nombrados para distribuir entre sí los puntos de que había de constar el dictamen; y repartidos, dije yo: «Señor: yo ofrecí responder a la vuelta del correo, así lo cumplo, y si V. S. quieren tener dos minutos de paciencia, oirán mis sentimientos en este corto papel; y si a V. S. les pareciere que sus sencilleces son dignas de ser incorporadas entre sus discreciones, para mí será la honra y la alegría, y si lo desechasen por inútil y rudo, me quedo con el consuelo de haber cumplido lo que ofrecí y mi obligación, aunque con la pena de no haber acertado a servir a V. S.». Permitieron que leyese mi dictamen los señores de la junta, y examinado por su discreción, mandaron que se pusiese por cabeza del que había de hacer la Universidad. Pasados algunos días, volvieron a juntarse para reconocer los trabajos de cada doctor, pero sólo aparecieron algunas noticias en apuntaciones, en las que se excedió a sí mismo el reverendísimo padre Salvador Osorio, de la compañía de Jesús, catedrático de prima de teología, uno de los teólogos nombrados en la junta. Deshízose brevemente ésta, resolviendo que el reverendísimo Osorio y yo nos juntásemos y concluyésemos el dictamen, porque el Real Consejo no notase nuestra omisión. Yo entregué mi papel al reverendísimo, y no se desdeñó de juntar mis borrones con la claridad de su exquisita erudición, hermoso estilo y excelente doctrina, con la que formó un papel lleno de seguridades y elegancias, y la Universidad, satisfecha de todo, lo remitió al Real Consejo, bajo del título de Dictamen de la Universidad de Salantanca. Mi papel es el que se sigue, y se me antoja ponerlo aquí, no como suceso ni pieza particular, sino porque no se me ha ofrecido ocasión oportuna para encajarlo en la imprenta.

A LA UNIVERSIDAD RESUMIDA EN MIS COMPAÑEROS LOS SEÑORES COMISARIOS DE LA JUNTA QUE HA DE RESPONDER AL REAL CONSEJO SOBRE ESTADALES, PESOS Y MEDIDAS, ETC.- Aquellas breves hojas y capítulos que estoy obligado a entender del libro y arte de medir tierras, que escribió don Mateo Villajos, alarife de Madrid, los he leído con la meditación que debo aplicar a los preceptos de V. S.; y pues juntamente me manda que declare mis sentimientos en orden a los puntos matemáticos que contiene dicho libro, voy a explicarme con la claridad que pueda, para que, corregidas mis expresiones e incorporadas a los demás pareceres que sobre asuntos más graves pide a V. S. el Consejo, vea su Real Alteza que V. S. y yo demostramos con prontitudes felices las abundancias de nuestra obediencia, aplicación y lealtad.

El libro de Villajos es un cuadernillo que sería útil al reino a no haber otros volúmenes que explicasen la práctica y la especulativa de sus importantes tratados, pero hay otros muchos en donde se encuentran los mismos preceptos, y, para los mismos fines y otros asuntos, explicados con igual claridad y ligereza. Él es cierto que es al propósito y a la conveniencia de los hombres que desean aplicarse y instruirse en la recta medida de las superficies de los terrazos, porque, además de contener unas reglas breves y claras para poner a la agrimensura en la venturosa felicidad de demostrable, acredita con la razón y la experiencia la desgraciada sujeción que tienen a los errores y los daños los que se introducen a la práctica de esta facultad sin los auxilios de la especulativa, sin la cual (regularmente) miden los suelos y las superficies los más de los que profesan este oficio. De este sentir afirmaré que son todos los artistas y profesores de lo más liberal y más mecánico, pues todos los oficiales en sus respectivos ejercicios conocen y ven por la experiencia las desgracias, inutilidades, yerros y perjuicios de la práctica, cuando caminan por ella solos y ciegos, sin la luz y la guía de las especulaciones; con que en esta parte tiene razón Villajos y aborrece con justicia a estos siniestros, burdos y perjudiciales medidores.

Por acá, se forman ordinariamente los agrimensores de aquellos aldeanos y rústicos broncos que cargan con las estacas y las sogas para medir las campiñas y heredades; y éstos, sin más crianza ni más instrucciones que estregarse con aquellos trastos, la asistencia del maestro (que tuvo otra tal educación), ver cuatro veces el modo de extender las cuerdas y anivelar el cartabón, profesan de maestros y salen marcando campañas, distribuyendo heredades y repartiendo haciendas, como si fuesen absolutos dueños del globo de la tierra. Los perjuicios que producen al público y al particular estas rudas demarcaciones son muchos y muy visibles, porque, como ignoran el modo de la recta mensura, y el de reducir las superficies irregulares a regulares y las imperfectas a perfectas, desperdician y dan a quien no le pertenece muchas figuras de importancia, reduciendo sus pedazos al poco más o menos, siguiéndose de esta demarcación a bulto notables errores, que paran en pleitos y otros daños y desgracias irreparables y enfadosas.

Hombres de esta crianza y rusticidad deben de ser los que ha tratado y conocido por allá Mateo Villajos, porque se lamenta mucho de los disparates que ha experimentado en sus medidas, por lo que desde su libro ruega rendidamente al Real Consejo que no permita que sea agrimensor hombre alguno que no se haya sujetado al examen de los inteligentes y maestros de esta práctica y especulativa, y todos debemos suplicar a su Real Alteza que condescienda a su súplica, porque son muchos los bienes que logrará el público con esta providencia y la reforma de los ignorantes que están profesando un oficio tan honrado y de tanta fe, que en todos los tribunales pasan por seguras, ciertas y arregladas las declaraciones de sus medidas.

Quéjase también de la desatención o la ignorancia que manifestaron en sus medidas aquellos famosos alarifes de Madrid, sus antecesores, como fueron don Teodoro Ardemans, don Pedro Rivera, don Fausto Manso y don Ventura Palomares. Yo no sé si funda bien su queja contra sus medidas en los suelos de los edificios que declara en su cuaderno, porque yo no los he medido (y aunque los hubiera medido, no me quedaría con la satisfacción de haber acertado); pero lo que yo aseguro es que, si ellos vivieran, le darían las pruebas de la fidelidad de sus mensuras; porque no ignora Villajos que la geometría tiene muchos modos de medir superficies, y que no se deben capitular de mal medidas porque no proceden con el método y modo que él usa, y en sujetándose a la demostración, todos son buenos y usuales, y es impertinencia ponerles tacha, o decretarlos de defectuosos, sin otra causa que no ser modos u operaciones de su cariño. Yo conocí y traté a Fausto, Rivera y Palomares, y fueron unos alarifes bien ejercitados y con las especulaciones bien arraigadas; y suspendo mi juicio en el asunto de dar por mal medidos los suelos de las casas que cita Villajos en su libro.

En el capítulo IV, párrafos 21 y 22, procura instruir al agrimensor, y hacerle entender la necesidad con que vive de percibir la unión de la geometría y la aritmética; y los preceptos que le impone para conocer, tratar y comerciar felizmente en su oficio con dicha unión, es cierto que son muy seguros y demostrativos e indispensables a los que se destinan a medidores de las tierras. No hay matemático que no diga lo mismo en este asunto, porque las cuatro especies de paralelas y perpendiculares ninguna se mide sin la comunicación y trato de la aritmética, y los modos y medios de comunicarse son los que él enseña y los mismos que ponen desde Euclides hasta hoy todos los matemáticos, que de unos a otros van trasladando fielmente estos elementos. Ninguno niega que el cuadrado perfecto de líneas iguales y ángulos rectos será bien medido, si los pies de una de sus líneas se multiplican por sí mismos. Todos convienen en que el modo de medir un paralelogramo rectángulo es multiplicar la una paralela con su perpendicular, y saldrán en el producto los pies cuadrados de su suelo. Todos dicen que el modo de medir el triángulo es multiplicar la mitad de los pies de su basis con los pies de la perpendicular, y que lo que sale son los pies cuadrados de su superficie; o multiplicar los pies de la basis por los pies de la perpendicular, y restada la mitad del producto, son los pies cuadrados que se buscan.

Finalmente, los modos de medir las figuras regulares e irregulares que pone en su libro, son seguros y son los mismos (trasladados fielmente) que asientan todos los geómetras prácticos y especulativos en sus cuadernos; y no hay duda que el agrimensor, antes de meterse en la faena de las sogas y las estacas, debe tener bien sabidos y practicados estos elementos y saber formar, plantear y medir en el papel todas las figuras regulares e irregulares para entrar en el terrazo con más conocimiento y menos susto a los errores, y, aunque dice Villajos que esto solo no sirve, yo soy de sentir que éste es el principal estudio, porque el hacerse al manejo y al conocimiento de los vicios y virtudes del cartabón, las cuerdas y las cañas, son operaciones que se adquieren perfectamente en ocho días; porque no es muy extraño ni muy difícil el uso de estos instrumentos, y lo es mucho menos al que ha trabajado con su regla y compás las figuras pequeñas regulares e irregulares en el estrecho campo de su cuartilla de papel o su pizarra.

La mayor parte de los errores que se cometen en las mensuras de los suelos, dice también Villajos que se enmendarán reduciendo la variedad de los estadales a un solo estadal, y que éste tenga por cada lado cuatro varas o doce pies de iguales lados, que formen ángulos rectos; y es cierto que el agrimensor caminará con más certeza de este modo en sus medidas, pues, aunque quiera medir un corto, reducido y precioso suelo por pies, cuartas, palmos o dedos, no puede errar haciendo estadales, teniendo por quebrado o parte de otro estadal lo que le sobrare de ellos; y sabiendo (como es fácil y enseñan los autores matemáticos) reducir el estadal a varas cuadradas superficiales, éstas a pies cuadrados superficiales, éstos a cuartas cuadradas superficiales, a dedos, granos y cabellos, sacará la medida de todo el suelo con toda certeza y prolijidad, sin más fatiga que la de la multiplicación. Logrará también el agrimensor, con el solo y común estadal a todo el reino, la conveniencia de no tener que alargar ni encoger sus cuerdas, y tomando para artículo el número 12, le dará menos quebrados, porque es el más divisible, y, por consiguiente, formará con más prontitud, certeza y facilidad sus medidas.

Si este único estadal con que se han de medir todas las propiedades, haciendas, huertas, campos, jardines, casas y edificios del reino, puede ser útil o perjudicial a los pueblos o sus vecinos, y, por consiguiente, si la determinación de una sola vara y panilla para distribuir las especies de los géneros sólidos y líquidos usuales a la vida común y al buen gobierno de la política, puede producir daños o provechos, ni yo lo entiendo ni lo puedo pronosticar con la probable conjetura con que procede en las causas naturales mi profesión. V. S., que tiene sujetos de más feliz transcendencia, participará con ellos su dictamen al Real Consejo, y su Alteza Real determinará lo que fuere servido, para que yo obedezca y admire sus preceptos.


ArribaAbajoInstitución de las dos plazas de los dos pobres enfermeros que sirven en los albergues y en la enfermería del hospital de nuestra señora del amparo, extramuros de salamanca

Por la misericordia de Dios todavía dura fuera de los muros de Salamanca un casarón viejo y pobre, que es la sola acogida y el remedio de todos los pobres heridos de la lepra, la sarna, las bubas y otros achaques contagiosos, y el único amparo y hospedaje de los peregrinos, pasajeros, vagos y otros infelices, a quienes la fortuna y la desdicha tiene en el mundo sin la triste cobertera de una choza. Está sostenida esta vieja casa (que tiene ya cumplidos seiscientos años) de la providencia de Dios y de las limosnas de doce caballeros y de otros tantos sacerdotes, que con sus caudales alimentan y curan estas castas de enfermos, que son tan desvalidos, infelices y asquerosos, que por particular estatuto y providencia de los demás hospitales y enfermerías del pueblo son rechazados de su piedad, para que las hediondas malicias de sus dolencias no añadan más perniciosas infecciones a los calenturientos y a los postrados de otros achaques menos pegajosos que se curan en sus salas. Llámase esta junta de los doce caballeros y sacerdotes la Diputación del hospital de Nuestra Señora del Amparo; y porque en esta ocasión importa exponer al público el carácter de los señores que son al presente actuales diputados, suplico que me lo permitan; y supuesta su licencia, empezando por la banda de los seglares, es la siguiente: la excelentísima señora doña María de Castro, marquesa de Castelar; la señora doña María Manuela de Motezuma, marquesa de Almarza; el señor don Juan de Orense, marqués de la Liseda; el señor don Tomás del Castillo, conde de Francos; el señor don Tomás de Aguilera, conde de Casasola; el señor don Vicente Vázquez Coronado, marqués de Coquilla; el señor don Joaquín Maldonado, conde de Villagonzalo; el señor don Blas de Lezo, Conductor de Embajadores; el señor don Francisco Nieto, hijo de los señores condes de Monterrón; el señor don Ramón de Benavente, regidor perpetuo de esta ciudad; el señor don Claudio de Benavente, su hermano, capitán; el señor don Manuel de Solís.

La banda de los eclesiásticos es la siguiente: el señor don Josef de la Serna, deán y canónigo de la santa Iglesia; el señor don Antonio Gilberto, canónigo y arcediano de Salamanca; el señor don Lorenzo Araya, canónigo y arcediano de Ledesma; el señor don Ignacio Pardo, canónigo y arcediano de Monleón; el señor don Josef de Escalona, canónigo tesorero de esta santa iglesia, inquisidor en Toledo; el señor don Manuel Salvanes, canónigo de la santa iglesia, inquisidor en Santiago; el señor don Antonio de Baños, canónigo de la santa iglesia; el señor don Francisco Montero, canónigo de la santa iglesia; el señor don Manuel de Benavente, canónigo de la santa iglesia; el señor don Juan Martín, prebendado de la santa iglesia; el señor don Joaquín Taboada, prebendado de esta santa iglesia; el doctor don Diego de Torres Villarroel.

Publicose en todo el reino un piadoso bando, por orden del rey, en el año de 1749, para que fuesen recogidos en los nuevos hospicios todos los pordioseros y mendigos, y que no se permitiese pedir limosna por calles ni puertas a ningún hombre ni mujer, por cuanto a todos los necesitados se les daría la comida y el vestido y todo lo necesario para pasar acomodadamente la vida en aquellas reales y piadosas recolecciones. Publicose también en Salamanca; y advirtiendo mi diputación que esta clemente providencia nos pondría en la angustia de desamparar a nuestros pobres peregrinos y leprosos, y cerrar las puertas de los albergues y las enfermerías, por cuanto este hospital de Nuestra Senora del Amparo siempre estuvo servido y guardado por los pobres mendigos que se recogían en sus albergues y se sustentaban de la limosna común, pensó mi diputación (obedeciendo ante toda caridad y respeto la orden del rey) en los medios de conservar esta hospedería, de todos modos piadosa, y decretó que sería oportuno nombrar dos comisarios que expusiesen a la real junta del nuevo hospicio de san Josef la miseria de esta casa, y la necesidad de que se mantuviesen en ella dos o tres hombres a lo menos para que la guardasen y sirviesen en las enfermerías y los albergues, suplicando que destinase dos o tres pobres del nuevo hospicio para acudir a estas necesidades, o que permitiese que éstos pidiesen y se mantuviesen de la limosna común que siempre los había mantenido. Para este fin fue nombrado por la diputación el señor don Blas de Lezo Solís, Conductor de Embajadores, y a mí para que lo acompañase y sirviese. Puse, pues, en la real junta del hospicio el memorial que contenía esta súplica y va copiado en la hoja inmediata; pero no halló nuestro ruego ni aceptación ni esperanza alguna en los señores que la componen. Apelamos llenos de tristeza y melancolía devota a los pies del rey, y en su clementísima piedad encontró mi diputación la alegría de ser bien admitido su recurso y su celo, y todos los pobres llagados e infelices, sus venturas y los alivios de sus fatigas, necesidades y desgracias. Los pasos, medios y solicitudes de nuestra instancia reverente van expresados con las copias de memoriales y cartas en las hojas que siguen.

MEMORIAL AL REY NUESTRO SEÑOR, INCLUSO EN EL QUE SE DIO PRIMERO A LA REAL JUNTA DEL HOSPICIO.- Señor: La diputación del hospital de Nuestra Señora del Amparo, extramuros de Salamanca, unidad devota de doce sacerdotes y doce caballeros gloriosamente entretenidos en mantener y curar a los enfermos contagiosos y en recoger a los peregrinos y vagos, llega, venerablemente rendida, a los pies de V. M. a exponer las ansias de su compasión y de su angustia; y confiada en que ha de encontrar en la piadosa rectitud de V. M. todo el consuelo a las penas, aflicciones y alaridos de sus desamparados y dolientes, suplica a V. M. mande poner en el examen de su agrado las puras verdades de estas inocentes expresiones, para que en su vista decrete lo que fuere servido; y deseando la diputación acreditar la dichosa porfía de su lástima, cuidado y servidumbre, llena de veneraciones, congojas y esperanzas, dice:

Que el hospital de Nuestra Señora del Amparo es una breve, pobre y antigua casa, cuyo interior terreno está repartido en cuatro separaciones de proporcionada magnitud. Las dos primeras sirven para mantener y curar a los leprosos y a los llagados de las úlceras abominables y a los heridos de la sarna y de otros contagios pestilentes; y las segundas, nombradas los albergues, están dispuestas para recoger y aposentar a los pasajeros, vagos, mendigos y a otros desamparados infelices, a quienes las insolencias de su fortuna o las crueldades de la desgracia no les ha dejado un rincón en que vivir, aun en aquel lugar donde la naturaleza los envió a nacer. Para el logro de estos santos y loables fines, se conservan siempre en un salón bajo de las primeras separaciones, bien remendadas y limpias, ocho camas, donde se curan los hombres llagados, y, en el alto correspondiente, otras ocho para curar las mujeres apestadas, con seis cunas más de reserva para la sarna sola, existiendo al mismo tiempo en los albergues veinte y cuatro tarimas de tablones empinados y desnudos, donde se recogen y duermen los pobres de ambos sexos, bien encerrados y distantes. Este es, señor, todo el plan y el perfil de esta recolección piadosa, y sin otras extensiones que las de una iglesia tan vecina, que, desde sus camas, oyen la misa los enfermos, y una estrecha sala, donde se junta la diputación a conferenciar en los alivios de sus pordioseros y llagados.

La utilidad y necesidad de estas santas paredes está demostrada con la innegable y verdadera declaración del público, pues éste sabe que en esta ciudad, ni en sus contornos, se conoce ni se ha conocido, desde el tiempo inmemorial hasta hoy, otro refugio, hospicio, hospital ni casa antigua ni moderna, particular ni común, donde se curen, abriguen y alimenten estas dos castas de desdichados y de doloridos implacables; y la diputación, que está experimentando cada día el vicio y la miseria de este vasto pueblo, se atreve a afirmar que, si en la presente constitución se cerrase el hospital del Amparo de Salamanca, se encontrarían muertos los leprosos y los heridos en sus calles, y los pasajeros y vagos quedarían expuestos a las procelosas injurias de los tiempos, no con menor peligro de sus miserables vidas que el que tendrían destituidos de la curación y el alimento los achacosos y llagados.

No tiene este utilísimo hospital otra renta (regulados los frutos por quinquenios) que seis mil reales, los que (al parecer) milagrosamente se multiplican, según se reconoce en su permanencia, comodidades y repuestos, porque los tres mil (poco más o menos) bastan para pagar los salarios del padre capellán, el mayordomo, cirujano, la botica, la madre, el llamador y sepulturero; y los maravedises restantes alcanzan para reparar las quiebras de sus pequeños edificios, para las compras de lienzo, cobertores, sábanas, mantas y otros adherentes para sostener y surtir sus camas, y en los muebles y menudencias inexcusables para la limpieza y el servicio de las salas, albergues, enfermerías y cocina.

El alimento de los enfermos y enfermas, empezando desde la sal hasta el garbanzo, desde el carnero a la gallina y desde el bizcocho hasta los melindres extravagantes que sabe recetar el médico para desasirse de los enfermos y sosegar sus antojos y apetitos, todo lo costean de sus caudales los veinte y cuatro diputados, los que guardan entre sí una unión y un celo tan singularmente caritativo, que desean excederse los unos a los otros en reponer de gustos y conformidades a sus enfermos y a sus pobres.

Con este socorro y la caridad de los ministros (que son tan limosneros con sus facultades y fatigas, como los diputados con su aplicación y con sus rentas), y con las limosnas de los débiles esfuerzos de los pobres que ocupan los albergues, viven y han vivido en nuestros tiempos alimentados, servidos y curados cuantos dolientes y leprosos remite la providencia de Dios a los umbrales de esta casa, sin que haya podido la miseria, la tiranía, las mudanzas ni revoluciones que se padecen en el mundo, negar el paso de la curación y el alimento a ningún desvalido de esta especie desventurada y aburrida.

Además de los vagos y transeúntes, siempre se han mantenido en los albergues seis, y ocho, y diez pordioseros seguros, hijos, regularmente, del país, que no reciben del hospital ni de la diputación más abrigo ni más bocado que el del simple cubierto y la tarima, y, no obstante su miseria y el ningún valor ni premio de su trabajo, sirven, y son de tanta utilidad e importancia, que, sin su permanencia, ni pueden estar asistidos ni acompañados los enfermos, ni defendida la iglesia, ni resguardado el hospital, ni limpios ni seguros los albergues, porque de las puertas adentro de la casa, ni vive ni duerme persona alguna asalariada más que una mujer sola, a quien llaman la madre, y las fuerzas de ésta ni pueden sufrir los trabajos robustos ni, deben introducirse a las fatigas desusadas y poco decentes a su sexo. Además que hará mucho esta infeliz, si en las horas del día, y algunas de la noche, cumple con los oficios que tiene fiados la diputación a su conformidad poco ambiciosa, siendo los diarios y los indispensables acudir por la comida de los enfermos a las casas de los diputados, guisarla, servirla, acompañar al médico y cirujano a la visita, recibir sus órdenes y recetas, soliviar, remediar, limpiar y sostener a los dolientes, cuidar del aseo de la iglesia, alumbrar su lámpara y las de las enfermerías, y acudir a otros ejercicios ocultos, y celar de día la puerta, y, finalmente, ser, en un tomo, portero, platicante, cocinero, enfermero, amo, criado, sacristán y agonizante. A todos estos cargos satisface, señor, esta sola mujer, porque el hospital no puede, ni jamás ha podido, extender sus rentas hasta la fundación de otro miserable salario para darle compañera a esta madre. Ni menos puede la diputación obligar a ministro alguno a que viva y duerma dentro del hospital, porque no tiene habitación alguna decente y porque ninguno se sujetaría a las incomodidades continuadas, no añadiendo las recompensas de su compasión algún temporal interés tal cual esperanza a la elevación de sus fortunas.

Aunque estos pobres de los albergues, así los pasajeros como los seguros, viven todos del común beneficio de la limosna, no por eso tienen aquella ociosa y franca libertad de los mendigos y clamistas porque todos rinden sujeción y obediencia a los dos pobres más antiguos de aquellos seis u ocho permanentes, a quienes ellos llaman rector y vicerrector, y, dentro de su albergue, tienen sus establecimientos y sus penas dirigidas a su quietud y a la comodidad de los enfermos. El método regular de su vida es que, antes de que llegue la noche, han de estar todos recogidos en sus albergues, y el rector cobra de todos los que han recogido alguna limosna un ochavo, y de este ruin producto o patente, que ellos llaman, pone luz y lumbre a aquella desdichada comunidad. Asisten este rector y vicerrector a recoger los nuevos peregrinos (que en las noches del invierno se suelen juntar treinta y cuarenta), a separar los hombres de las mujeres, remitiéndolos a sus determinadas tarimas, cuidar de que no alboroten, mediar en las pendencias y los golpes que se suelen repartir entre una gente libre, juradora y agarrada algunas veces de la embriaguez, llamar a la justicia cuando no los aplaca el modo o la fuerza de los demás, acudir a rezar el rosario, y, finalmente, salir a la media noche, antes o después, a llamar al confesor, al médico, al cirujano, a la botica y a otros oficios que repentinamente y a cada paso se ofrecen para la asistencia de las enfermerías. Por la mañana, antes de salir a la solicitud de las limosnas y después de haber oído misa, acuden unos a barrer la broza que es preciso amontonen treinta o cuarenta personas indecentes; otros, a sacar agua y limpiar otros sitios, y el rector, a entregar a la madre las llaves de los albergues y a recibir la orden de los oficios y diligencias que se deben hacer en el día a favor de la casa y los enfermos.

Ésta es, señor, la miseria y el gobierno de esta pobre recolección, y el que, reducido a menos palabras, puso el doctor don Diego de Torres, comisionado por la diputación, en un memorial que dio a la real junta del nuevo hospicio el día 8 de marzo de este año, y por cuanto en él se contienen los mismos ruegos venerables, que se deben repetir en la reverente súplica de esta representación, dígnese V. M. de permitir que en ella se traslade una fiel copia de su original con el decreto de la real junta, para que V. M. quede informado de todo con puntual rectitud, y para que conste siempre la pureza de los pasos y la humildad de las diligencias con que la diputación se ha conducido en este asunto.

COPIA DEL MEMORIAL QUE EL DIA 8 DE MARZO DIO A LA REAL JUNTA DEL HOSPICIO EL DOCTOR DON DIEGO DE TORRES VILLARROEL, COMISIONADO POR LA DIPUTACIÓN DEL HOSPITAL DE NUESTRA SEÑORA DEL AMPARO, EXTRAMUROS DE LA CIUDAD DE SALAMANCA.- Señor: El doctor don Diego de Torres Villarroel, comisionado por la diputación del hospital de Nuestra Señora del Amparo, extramuros de esta ciudad, ante V. S., con la veneración, humildad y reverencia que debe, dice:

Que dicho hospital, cuyo patronato tiene el cabildo de esta santa iglesia catedral, está fundado y destinado para recoger y curar, en todas las estaciones del año, a los miserables enfermos cogidos de la sarna, lepra, las llagas gálicas y otras enfermedades contagiosas, y para dar posada y simple cubierto a los vagos, peregrinos y otros desamparados permanentes en esta ciudad y su tierra.

Dice también que dicho hospital no tiene más renta que seis mil reales, los que se distribuyen en los salarios del capellán, el médico, cirujano, lavandera y surtido de la ropa de diez y seis camas existentes; siendo de la obligación piadosa de doce sacerdotes y doce caballeros, a cuyo celo está entregada dicha conservación, dar el alimento que el médico ordenare a todos los enfermos y enfermas, y contribuir con luces y otros gastos precisos a la casa.

Dice también que para el gobierno interior, así de los enfermos como de los peregrinos, no tiene dicho hospital más asistente, pasante ni criado, que una sola mujer, la que actualmente sirve de ir por las provisiones diarias a las casas de los diputados, guisar la comida, servirla, acudir a la cura, hacer las camas, poner luces, limpiar, aliviar y sostener a los pobres enfermos.

Dice también que el recibo y recogimiento de los vagos y peregrinos siempre ha corrido por el cuidado de dos pordioseros más antiguos de los que se recogen en los albergues, a quienes llaman el rector y vicerrector, y que dichos pordioseros no han tenido jamás salario alguno, y sólo se han mantenido de la limosna común y de las miserables patentes que cobran y han cobrado de los vagos, peregrinos y existentes. El oficio de éstos es barrer la casa, limpiar sus inmundicias comunes, sacar agua del pozo, salir a la botica y a las diligencias oportunas a los enfermos, recoger por la noche y rezar el rosario con los peregrinos, y otros trabajos que puede tener presente la consideración de V. S.

Por todo lo cual, dicho comisionado pone en la consideración de V. S. que, habiendo oído la diputación la nueva providencia de recoger para el real hospicio a todos los pordioseros y mendigos, y deseando conservar los fines de esta piadosa fundación, acordó que, para que no fuesen comprehendidos en el bando común del recogimiento estos dos hombres tan útiles e indispensables al hospital, se vistiesen de nuestras limosnas, poniéndoles al pecho una medalla de plomo con la imagen de Nuestra Señora del Amparo, para distinguirlos y librarlos del encierro piadoso del real hospicio, informando antes al caballero corregidor del estado y pobreza del hospital, y tomando su permiso y suplicando a su piedad, para que los alguaciles y ministros inferiores no molestasen ni aprehendiesen a dichos pordioseros, todo lo que ejecutó dicho comisionado y consiguió de la caridad del caballero corregidor, y ahora nuevamente suplica a V. S., en nombre de su diputación, que permita que estos dos pobres vivan sueltos por la ciudad y que pidan limosna a los diputados, disimulando el que lleguen a otro caritativo, si nuestras limosnas no sufragasen para su alimento, o que reciba el cargo de su misericordia la manutención de estos dos hombres con los medios que sean de su agrado, asegurando a V. S. que, de no permitir la asistencia de estos dos pobres hombres por los medios que sean de su voluntad, se halla la diputación en la angustia y en la precisión de cerrar la casa, así las salas de los enfermos como las de los albergues; pues es imposible que una mujer sola, con un salario tan miserable como el de cinco cuartos y dos libras de pan al día, pueda asistir a los oficios, trabajos y penalidades de una casa donde se encierran tantas castas de gentes libres, impedidas y, regularmente, mal criadas. V. S. decretará lo que sea del agrado de su prudencia, piedad y discreción, mientras rogamos a Dios guarde a V. S. en su grandeza. Salamanca, 8 de marzo de 1755.- Señor: El doctor don Diego de Torres.

El decreto de la real junta a este memorial sólo contiene las siguientes palabras, según consta en el testimonio dado por Manuel Antonio de Anieto, escribano de S. M. Real y del real hospicio de san Josef de Salamanca - «En la junta que se celebró este día, compuesta del ilustrísimo señor obispo de esta ciudad, señor alcalde mayor de ella, señor cancelario de su universidad y reverendísimo padre rector del real colegio de la compañía de Jesús, se leyó este memorial, y visto por los referidos señores, determinaron que la diputación del hospital de Nuestra Señora del Amparo, extramuros de esta ciudad, conserve los mismos dependientes que ha tenido, sin hacer novedad en el traje ni pedir limosna, por ser contra el instituto del real hospicio y orden de S. M. con fecha en Madrid a 30 de marzo del año pasado de 1749, publicada en todo el reino.- Anieto.»

Luego que el doctor don Diego de Torres y la diputación alcanzaron la extrajudicial noticia de este decreto, fue obedecido con exquisita puntualidad y sumisión, de modo que, desde este día, ni pidieron más limosna estos dos hombres ni la piden, porque un devoto diputado (que conoce más interiormente la necesidad) los está alimentando para que sirvan a los enfermos y guarden la casa de las asechanzas nocturnas; pero, como la vida de éste es preciso que falte, y quede dudoso a lo menos el abrigo, sustento y manutención de estos dos pobres, apela la diputación del decreto de la real junta a la clemencia de Vuestra Majestad para que se digne mantener este único socorro y alivio que tienen en este hospital los desvalidos y llagados, sin otro dispendio que permitir que estos dos hombres pidan limosna como siempre la han pedido, o que el nuevo real hospicio destine dos raciones de las que da a sus pobres (pues éstos también lo son), para que vivan y trabajen en la conservación de esta obra piadosísima, o por otro medio o modo del agrado de V. M.; pues, aunque parece que los deseos de la diputación aspiran sólo al fin de que no se cierren o arruinen las enfermerías de esta casa misericordiosa, ni se desvanezcan sus santos propósitos, su principal ansia es que V. M. sea obedecido y venerado en todo, y en cualquiera precepto de V. M., así la diputación como el cabildo de esta santa iglesia catedral (que, por patrono de esta casa, por condolido de las miserias y desventuras de los pobres y enfermos y por certificado de sus necesidades y desdichas, acompaña nuestro desconsuelo y representación), besarán los pies de V. M., repetirán reverentes sumisiones y salud de Vuestra Majestad y la dilatación de sus dominios y grandezas.

Estaba a esta sazón en Madrid el señor don Blas de Lezo; y conociendo yo que su genio misericordioso y la gran caridad y compasión con que comercia con los enfermos y los pobres sería el único arbitrio para aliviar con más prontitud a nuestros desdichados, le escribí una carta suplicándole en ella que diese el primer paso para hallar los consuelos de nuestras ansias, poniendo a los pies del rey el memorial antecedente y en manos del señor marqués del Campo del Villar la reverente carta que se sigue.

COPIA DE CARTA QUE ACOMPAÑÓ AL MEMORIAL ANTECEDENTE ESCRITA POR DON DIEGO DE TORRES AL ILUSTRÍSIMO SEÑOR MARQUÉS DEL CAMPO DEL VILLAR.- Ilustrísimo señor: El trato que he tenido veinte y seis años ha con los leprosos, los llagados y los peregrinos que se curan y recogen en el hospital de Nuestra Señora del Amparo de esta ciudad, me ha puesto en los propósitos de no perdonar fatiga que pueda conducir a sus alivios. Esta frecuencia, y la obligación de obedecer las leyes y comisiones de mi diputación, me animan a poner a los pies de V. S. I. las ansias de nuestra compasión acreditada.

Don Blas de Lezo y Solís, compañero nombrado por la diputación, informará a V. S. I. mejor que mi carta de las angustias que padece nuestro celo, y el ilustrísimo cabildo de esta santa iglesia acreditará con sus súplicas nuestras declamaciones venerables.

Lo cierto es, señor, que la ruina de este hospital tan útil, tan único y tan indispensable en este pueblo, está a la vista, y su reparación consiste en que la piedad de V. S. I. permita que se mantengan dos hombres que lo guarden y defiendan la iglesia y las enfermerías de las asechanzas nocturnas, y para que asistan a los enfermos y recojan los peregrinos, vagos y otros infelices, que no tienen más amparo en esta tierra que el simple cubierto de esta casa.

Estos dos hombres siempre se han mantenido en ella (como los demás peregrinos que abrigaba) del beneficio de la limosna común, y habiéndose ésta privado por la real junta del nuevo hospicio, se halla mi diputación en la congoja de cerrar las salas de los enfermos y los albergues de los peregrinos, porque el hospital ni la diputación tienen otro asistente alguno que alivie y asista a los unos y recoja a los otros; y, anhelando la diputación proseguir sus limosnas con los enfermos, desea poner a los pies del rey (Dios le guarde), por mano de V. S. I., el memorial que me atrevo a incluir. En él sólo suplica por la manutención de estos dos hombres, ya sea por los medios de la limosna común, ya entresacando de la olla de los pobres del hospicio dos raciones para estos dos útiles miserables, o ya por el medio que fuere del agrado de V. S. I., a quien aseguro, por mi diputación y por mi respeto, que por cualquiera deliberación daremos a V. S. I. muchas gracias.

Nuestro Señor guarde a V. S. I. muchos años como nos importa y le ruego, etc.- Ilustrísimo señor: A los pies de V. S. I.- El doctor don Diego de Torres Villarroel.

La piadosa resolución que fue servido el rey (Dios le guarde) de conceder a nuestro memorial y súplicas reverentes se contiene en la carta del ilustrísimo señor marqués del Campo del Villar, escrita a mí, la que presenté en la real junta del hospicio con su segundo memorial; y por cuanto todo está testimoniado con el decreto de la real junta, quiero aquí copiar al pie de la letra los testimonios del escribano Manuel Antonio de Anieto, que son los que siguen:

Manuel Antonio de Anieto, escribano de S. M. Real y del número de esta ciudad de Salamanca y de las dependencias del real hospicio de San Josef, pobres mendigos de ambos sexos de esta ciudad y su obispado, certifico y doy fe que en la junta ordinaria que se celebró por los señores que la componen en 17 del corriente mes y año, se leyó la carta y memorial que, junto con el decreto que se proveyó, es el siguiente:

CARTA RESPUESTA DEL ILUSTRÍSIMO SEÑOR MARQUÉS DEL CAMPO DEL VILLAR A DON DIEGO DE TORRES.- Señor mío: En vista de la instancia del hospital de Nuestra Señora del Amparo, extramuros de esa ciudad, y informes que ha tomado, se ha servido el rey mandar que, recogiéndose en el real hospicio de esa ciudad los dos pobres, que llaman rector y vicerrector, por estar impedidos, se contribuya por el referido hospicio con dos raciones diarias a otros dos pobres que la diputación de ese hospital nombre para su custodia y servicio, con la circunstancia de que acudan por ellas al citado hospicio y no pidan otra limosna. Dios guarde a Vm. muchos años, como deseo. Buen Retiro, ocho de noviembre de mil setecientos y cincuenta y cinco B. L. M. de Vm. su mayor servidor.- El marqués del Campo del Villar- Señor don Diego de Torres.

MEMORIAL DE TORRES PRESENTANDO LA CARTA DEL SEÑOR MARQUÉS DEL CAMPO DEL VILLAR A LA REAL JUNTA DEL HOSPICIO- Señor: El doctor don Diego de Torres Villarroel, comisionado por la diputación de Nuestra Señora del Amparo, hospital de leprosos y peregrinos, extramuros de esta ciudad, con la mayor veneración y respeto presenta a V. S. una carta del ilustrísimo señor marqués del Campo del Villar, escrita desde el Buen Retiro, su fecha ocho de noviembre de este de 1755, en la que el rey (Dios le guarde) es servido de mandar que el real hospicio contribuya con dos raciones diarias para dos pobres que nombre la diputación del dicho hospital, para que sirvan en él y lo guarden, con la circunstancia que acudan por las dos raciones al real hospicio y que no pidan otra limosna alguna; por lo cual, suplica a V. S. la diputación que, vista la real orden, señale horas para que dichos pobres que haya de nombrar la diputación, acudan por la comida al real hospicio, y tiempos para que, del mismo modo, puedan recurrir por los demás socorros que completen el nombre de ración, aquellos, digo, que a la real junta le parecieren precisos y oportunos para su abrigo y su sustento, quedando la diputación con el cargo de prevenir y estorbar que dichos pobres pidan otra limosna a persona alguna para que el rey quede obedecido con la veneración y temor que debemos, y V. S. con el consuelo de ver aliviados los pobres, los enfermos y los peregrinos, y la diputación y el dicho Torres con la tarea y la obligación de pedir a Dios guarde a V. S. en sus prosperidades, etc.- Señor: El doctor don Diego de Torres Villarroel.

DECRETO DE LA REAL JUNTA DEL HOSPICIO.- Visto por la junta la referida carta y memorial, y teniendo presente la orden de S. M., que la comunicó el señor marqués del Campo del Villar con fecha de ocho del corriente mes y año, determinó se guarde y cumpla como se contiene; y, en su observancia, mandó que siempre que los dos pobres, llamados rector y vicerrector, que al presente tiene el hospital de Nuestra Señora del Amparo, extramuros de esta ciudad, concurran al hospicio, se admitan en él como dos de sus pobres, y, nombrando la diputación del referido hospital a otros dos pobres para su custodia y servicio, se le contribuya por el hospicio con dos raciones diarias, acudiendo por ellas a la casa de él a la hora de las once, con la circunstancia de no pedir otra limosna; lo que para su inteligencia y cumplimiento se haga saber al administrador de la referida casa, y a la expresada diputación se le dé testimonio de este decreto, si lo pidiere.

Según consta de la referida carta, memorial y decreto, que quedan con los papeles correspondientes a dicho real hospicio de mi cargo, a que me remito, y para que conste donde convenga, en observancia de lo mandado por dicho decreto y de pedimento de la parte de la diputación del hospital de Nuestra Señora del Amparo, extramuros de esta ciudad, doy el presente, que signo y firmo en este papel del sello cuarto de oficio. En Salamanca, a veinte y uno de noviembre de mil setecientos y cincuenta y cinco.- En testimonio de verdad. -Manuel Antonio de Anieto.

Considerando yo que este decreto de la real junta era imposible ser obedecido, porque era imposible encontrar dos hombres tan desventurados que, comiendo miserablemente, quisiesen servir desnudos, trabajando con porfía penosa y desdichada, y contemplando que esta providencia dejaba al hospital en la misma congoja de cerrar sus puertas a los enfermos y a los peregrinos, y, finalmente, asegurado con toda firmeza que la intención del rey y su magnánima piedad no estaba bien entendida en la real junta, porque no podía permitir que estos infelices pobres trabajasen y sirviesen, estrechamente alimentados y del todo desnudos y sin los alivios de la limosna común, me animé a repetir mis venerables ruegos y a exponer mis angustias y las de mi diputación al ilustrísimo señor marqués, en la carta siguiente:

COPIA DE LA CARTA SEGUNDA DE TORRES AL ILUSTRÍSIMO SEÑOR MARQUÉS DEL CAMPO DEL VILLAR- Ilustrísimo señor: La palabra ración, que está recibida en el común de los buenos castellanos para significar, no sólo el diario alimento del hombre, sino también los restantes apoyos para sostener la vida, se ha servido la real junta de aniquilarla y contraerla a que sólo signifique la comida, y ésta es la que únicamente quiere dar a los dos mendigos que la clemencía del rey y la piadosa discreción de V. S. I. tiene destinados para que sirvan de custodia al hospital del Amparo y de asistencia a sus peregrinos y leprosos.

La real junta sabe que con el pan solo no se puede vivir, y sabe que estos dos pobres, por sólo pobres, tienen derecho a toda la ración y gajes del hospicio, y que si estos mismos pobres no estuvieran sirviendo al hospital, los recogería la real junta para darles la comida, el vestido, la cama, la luz y otras comodidades y descansos, y es notable desventura que desmerezcan y pierdan por estar ocupados en un ministerio tan santo y tan piadoso.

La real junta sabe que la real orden queda expuesta a los desconsuelos de no poder ser practicada, porque, entre la multitud de vagos y perdidos que transitan y se recogen en este hospital, no se halla uno que quiera trabajar, servir, y vivir con sola la comida, y más, cuando ha de ser de su obligación ir por ella dos veces al día al real hospicio, estando distantes las dos casas cuasi un cuarto de legua la una de la otra.

La real junta sabe la utilidad y la necesidad de este hospital en toda esta tierra, y, gracias a Dios, V. S. I. está ya informado de la caridad con que en él es servido Dios y el público; y sabe que la diputación, el hospital y los enfermos se quedan con su resolución en las mismas angustias, tristezas y amenazas que padecían antes de recurrir con sus lágrimas a los pies del rey a suplicar su permanencia y sus alivios; y, finalmente, sabe lo poco gastado que quedará el real hospicio con la dádiva de dos vestidos burdos de dos en dos o de tres en tres años, y sabiendo estas y otras circunstancias, y conociendo el magnánimo corazón del rey y la piadosa generosidad de V. S. I.., se ha dignado entender el significado ración en el sentido más estrecho y menos practicado.

Por lo que suplico a V. S. I. se sirva declarar qué raciones o emolumentos ha de dar el hospicio a estos dos mendigos, que, por general y especial orden del rey, ni pueden ni deben pedir limosna, o permitir que la diputación vuelva a llorar a los pies del rey su desventura y a proseguir su solicitud, desconsuelo y permanencia del hospital y sus enfermos.

La carta de V. S. I., con el memorial que presenté a la real junta, y el testimonio de su decreto, me atrevo a incluir, para que, si es del agrado de V. S. I., vea en la resolución de la junta la integridad de sus rectitudes y, en nuestras súplicas, la sumisión de nuestras veneraciones.

Nuestro Señor guarde a V. S. I. muchos años, como nos importa y le ruego. Salamanca y noviembre 21 de 1755.- Ilustrísimo señor. -Señor. A los pies de V. S. I., su rendido siervo y capellán.-El doctor don Diego de Torres.-Señor marqués del Campo del Villar, mi señor.

Yo no sé (ni en aquel tiempo supe) qué orden dio el ilustrísimo señor marqués a la real junta del hospicio, después de esta carta; sólo sé que el día 23 de febrero de 1756 en la junta ordinaria del hospicio se decretó, «que a los dos pobres que estaban ya gozando el alimento diario del hospicio, se les diese de tres en tres años dos vestidos con sus medallas». Yo di muchas gracias a Dios, y me pareció oportuno, para huir de interpretaciones y disputas, presentar tercero memorial a la junta. Así lo hice, como consta todo por los testimonios siguientes del escribano del real hospicio.

Manuel Antonio de Anieto, escribano de Su Majestad Real y del número de esta ciudad de Salamanca y de las dependencias del real hospicio de san Josef, pobres mendigos de ambos sexos de ella y de su obispado, certifico y doy fe que en la junta ordinaria que se celebró por los señores que la componen en veinte y tres de febrero y año de mil setecientos cincuenta y seis, se determinó que a los dos pobres naturales de este obispado que se hubiesen admitido o admitiesen por la diputación del hospital de Nuestra Señora del Amparo, extramuros de esta ciudad, para el cuidado de su albergue y asistencia de los enfermos, se les contribuya (a más del alimento diario, que ya están gozando), cada tres años, por el real hospicio, con dos vestidos y medallas, a ejemplo de los que tienen sus pobres, quedando responsable la diputación de los vestidos, si se marcharen con ellos.

Asimismo certifico y doy fe que en la junta ordinaria celebrada por dichos señores que la componen, el día quince de marzo del citado año de setecientos cincuenta y seis, se leyó el memorial, que, con lo a él decretado, es del tenor siguiente:

MEMORIAL.- Señor: El doctor don Diego de Torres Villarroel, comisario por la diputación del hospital de Nuestra Señora del Amparo, extramuros de este ciudad, con la veneración y reverencia que debe, ante V. S. dice: Que su diputación queda advertida y enterada en que a los dos pobres que sirven a los enfermos y peregrinos de dicho hospital, que están ya gozando, por la piedad del rey, el alimento diario del real hospicio, se les han de dar dos vestidos con sus medallas, y que estos pobres hayan de ser del obispado, y que la diputación ha de ser responsable de dichos vestidos, si hubiere fuga en ellos; a todo lo cual se obliga y obedecerá puntualmente la diputación, pero suplica rendidamente a V. S. que se digne de señalar día para que la diputación se entregue de dichos vestidos, y declarar, al mismo tiempo, si estos dos pobres del hospital de Nuestra Señora del Amparo han de andar limpios y calzados en la conformidad que andan los pobres del real hospicio, y como se debe presumir de la piadosa magnanimidad del rey (Dios le guarde), o si solamente de los tres en tres años se les ha de socorrer con zapatos, camisas y las demás menudencias, que breve y fácilmente se rompen y destruyen; lo que desea saber la diputación para gobernar su celo, su rendimiento y obediencia. Nuestro Señor guarde a V. S. en su grandeza y exaltaciones muchos años. Salamanca y marzo once de mil setecientos cincuenta y seis.- Señor. El doctor don Diego Torres Villarroel.

DECRETO.- Los dos pobres que asisten al hospital de Nuestra Señora del Amparo sean socorridos como los demás del hospicio, en cuanto al alimento, vestido y calzado.

Según que la referido consta de las dos citadas juntas, y lo inserto concuerda con el memorial y su decreto, que queda con los papeles correspondientes a dicho real hospicio de mi cargo, a que me remito, y de pedimento del doctor don Diego de Torres Villarroel, como diputado del hospital de Nuestra Señora del Amparo, extramuros de esta ciudad, lo signo y firmo en este pliego del sello de pobres, en Salamanca, a once de mayo de mil setecientos cincuenta y siete.- Enmendado: b-vale.-En testimonio † de verdad. Manuel Antonio de Anieto.

Éstas son las diligencias más gordas y más públicas que antecedieron a la institución de las dos plazas de los sirvientes del hospital de Nuestra Señora del Amparo; y he querido desechar de este papel y de mi memoria los chismes, ideas y hablillas que suelen andar entre los interlocutores de los pleitos y las disputas, y aburro desde luego las que se pasearon por una pretensión tan piadosa como ésta, y sólo afirmo que las utilidades y la necesidad de mantener estas santas paredes en Salamanca son sumamente públicas y graves, pues sin ellas quedan expuestos los bubosos, los heridos de la lepra, sarna y otros contagios pestilentes aquedarse muertos por las calles, y los peregrinos, vagos, tunantes, habitadores desvalidos, como las sirvientas y sirvientes que son despedidos de sus amos, los estudiantillos que se mantienen de la limosna y otras castas de desamparados y trabajosos, en las congojas de haber de sufrir a la inclemencia las nieves, los hielos, el frío y el calor, y las demás injurias temporales, porque en esta ciudad ni en sus circunferencias se halla una choza ni una corraliza cubierta donde se escondan sin susto estos miserables, ni, una enfermería donde alimentar y curar a unos dolientes y postrados de una condición tan desdichada, que no pueden ser admitidos en los demás hospitales del pueblo, porque todos están desechados por los estatutos y leyes de su hospitalidad.

El nuevo hospicio de pobres tampoco tiene separación ni hueco alguno para curar ni recoger a los unos y a los otros. Con que, entre tanto que la política y el celo cristiano no determinen en dónde han de colocar con algún alivio a tantos y tan exquisitos pobres y qué han de hacer de los que han sobrado, que no caben ya, ni puede mantener el nuevo hospicio, es indispensable que todos los vecinos y comunidades nos esforcemos a cuidar de ellos con nuestras limosnas, agasajos y consuelos. Esto afirmo, y que los testimonios originales citados de los anteriores sucesos paran ya en el archivo del hospital de Nuestra Señora del Amparo, en donde los hallará la solicitud cristiana, si las inconstancias, miserias y furias del tiempo y la novedad quieren en otro día atropellar estas reales y santas determinaciones.




ArribaAbajoInstitución de la junta de los abastos de carnicerías en Salamanca

Estila la insigne Universidad de Salamanca, para encaminar el gobierno de sus intereses y formalidades, tener elegidos y desparramados a diferentes doctores que hacen entre sí unos pequeños cabildos que llaman juntas, en las cuales hablan, votan y determinan sobre los negocios que se les encargan, con el mismo valor y autoridades que todo el claustro de los doctores y maestros. De modo que esta gran Universidad escoge a cuatro, seis u ocho vocales de su gremio para que cuiden de las rentas, censos, tercias, y otras importancias hacia los intereses; y éstos se juntan cuando quieren y componen otra universidad chiquita, que conferencia y resuelve sobre estos asuntos; y a esta congregación llaman la junta de pleitos. Destina otros seis u ocho para la elección, compra, manejo y limpieza de los libros, y ésta se dice junta de librería; y así de los demás negocios pertenecientes a la estabilidad de sus haberes, ciencias y doctrinas. Pues entre las varias juntas que hoy tiene formadas, en que están entendiendo y decretando sus doctores, se conserva una, que se dice junta de carnicerías, cuya creación ignoro, y nada importa para mi asunto saber de sus principios ni progresos. Decretese en esta junta (no sé en qué día) representar al claustro pleno que era preciso y oportuno elegir y enviar a la corte comisarios a la definición de un pleito que porfiaba la ciudad de Salamanca con la Universidad, sobre el asunto de volver ésta a abrir unas carnicerías, que por reales concesiones tuvo patentes para el bien de sus escolares y vecinos muchos tiempos; y con efecto, en el día 15 de junio de 1756 oró en el claustro el más antiguo de la junta, y con expresiones persuasivas expuso el último estado del pleito, pintó las buenas esperanzas que concebía de la sentencia favorable, y ponderó las importancias y beneficios que lograría la escuela y el público pobre con la feliz resolución, para redimirse de las miserias y las hambres que pasaba, siendo la causa el desmesurado precio de las carnes en el año presente y en muchos de los próximos antecedentes. Persuadida la Universidad de la energía con que el doctor de la junta pintó la rectitud de nuestra justicia, la facilidad de un decreto bienaventurado y la redención de nuestras hambres, pasó a votar comisarios que concluyesen en Madrid esta instancia, que tenía ya más de 25 años de edad, y de gastos una suma considerable.

Quiso conocer y confesar en esta ocasión la Universidad que, entre todos sus doctores, no tenía otro tan práctico en Madrid, tan conocido en el reino, ni tan honrado de los grandes señores, ministros y otras clases de personas autorizadas como a mí, y por esta necesidad, o por ceder algún rato de su ceño, me nombró a mí solo, siendo un maestro en filosofía, rudo, ignorante y retirado de estos deseos, y dejando ofendidos a tantos doctores juristas y canonistas que lo deseaban, y que viven con las obligaciones de entender y practicar esta casta de estudios y negocios. Yo rechacé con fortaleza la comisión y dije que en ningún caso ni tiempo convenía ir yo a Madrid, ni otro algún comisario, porque el Real Consejo tenía un oído tan atento y feliz, que escuchaba a los más desvalidos, por distantes que estuviesen de sus estrados; que acudiesen a su justicia y piedad por medio de sus agentes y abogados, cartas y papeles en derecho; que pensase la Universidad en las pesadumbres y perjuicios que había padecido por sus comisarios, sin acordarse de más ejemplares que los de la presente disputa, pues fueron, vinieron, tornaron y volvieron diferentes doctores, y entre ellos un teólogo, que se avecindó cinco años en Madrid, gastando contra su voluntad mucho dinero y tiempo; y éste y los demás, después de todas sus diligencias y pasos, no adelantaron otra cosa que gastar mucho, y dejar el pleito dormido en los estantes de una de las secretarías de cámara. Además que los comisarios que remite la Universidad son regularmente unos doctores mozos y pobres, que no llevan consigo más rentas ni más propinas que las miserables de la comisión, y más desautorizan a la Universidad, que la engrandecen. Se esconden en una ruin posada, donde ninguna persona de mediano carácter puede visitarlos sin rubor. Andan fugitivos en vez de diligentes, y viven cobardes y desconfiados. Ni estas razones, ni la repetición de algunas quejas que di al claustro en orden a mis pasados y recibidos desprecios, me libertaron de la comisión, porque el juramento que presté a la Universidad de obedecerla, cuando me metí en su congregación, y otras causas que quiero retener en mi silencio, me obligaron a recoger la comisión y marchar a Madrid a remover este pleito, que mis antecesores dejaron estancado.

En uno de los días de julio de este mismo año de 1756 entré en Madrid, y en mediado de agosto logré que los señores de la primera sala de gobierno oyesen la relación y los alegatos de la instancia que seguía, habiendo precedido antes las diligencias siguientes. Visité por mí solo, y sin coche, a todos los señores del Real Consejo; y sin el enfado de las esquelas ni la pesadez de los memoriales, les supliqué con toda veneración la gracia posible para mi Universidad. Descubrí los autos que estaban escondidos en la secretaría de cámara que regenta don Josef Amaya; los pasé al agente fiscal don Pedro Cumplido, a quien estoy agradeciendo la cortesanía y brevedad con que me despidió. Considerados y marcados por su prudencia, los conduje a la justificación y sabiduría del señor fiscal del Consejo, don Francisco de la Mata, y debí a su piedad un breve despacho, pero quedándose con la lástima de no poder asentir a los deseos de la Universidad. Con este desconsuelo los entregué al relator don Pedro Mesa, el que extractó los hechos con más prontitud que yo debía esperar; finalmente busqué a los dos abogados de universidad y ciudad, para prevenirles que se rodeasen de textos y leyes para las acusaciones y defensas que se habían de hacer y oír en el Consejo en el día de la vista, que estaba ya determinado.

Entramos todos en la primera sala de gobierno, los autos, el relator, los abogados y yo; y después de haber éstos leído y hablado ante los señores que la formaban dos horas y cuarto, supliqué yo a la sala que me oyese sólo un minuto; concediome esta gracia, hablé, y por ahora quiero callar lo que entonces dije, porque no deseo hacer vanidades de retórico, y porque muchos sentimientos de esta primera oración van repetidos en la segunda, que pongo adelante: sólo diré que aquellos señores me oyeron sin desagrado, y que los circunstantes, que eran muchos (porque se hizo este acto a puerta franca), manifestaron algún deleite, pues hubo entre ellos persona de autoridad que dijo estas palabras: «Gracias a Dios que hemos oído hablar en el Consejo de Castilla a la Universidad de Salamanca, pues entre tantos letrados, canonistas y teólogos que han venido aquí con su voz, no sabíamos qué metal tenía, hasta que hemos oído las roncas entonaciones de un filósofo despreciado en ella.» Luego que cumplí el tiempo del minuto que pedí para mi oración, hice una profunda reverencia, y el señor presidente hizo la señal para el despejo. Salimos todos fuera y los señores decretaron «que no pertenecía la sentencia de este pleito a la primera sala de gobierno, sino a la segunda de justicia".

Esta resolución me detuvo ocioso en Madrid hasta últimos de septiembre, porque la importancia de negocios más graves estorbó a los señores de la segunda sala la elección del día en que se habían de repetir las relaciones de este pleito. Yo esperé bien descontento este día, y, a la verdad, muy desconfiado de las grandes esperanzas que oí ponderar en el claustro pleno, de la feliz salida de esta instancia, porque yo no vi cosido a los autos el privilegio que asegura tener la Universidad para abrir carnicerías, ni en los esfuerzos de su abogado noté demostraciones o probanzas de su existencia; y escuché en los alegatos del abogado contrario y en las repreguntas de los señores que, aun concedido el privilegio, era vano el intento de la Universidad, porque el señor don Felipe V, de gloriosa memoria, por especial decreto del año de 1732 mandó quitar, y que no tuviesen valor alguno, todas las regalías y privilegios que gozaban las comunidades y particulares del reino, de tener en sus casas despensas, macelos y carnicerías, dejando sólo a las ciudades estos abastos. Finalmente llegó el día (que fue uno de los primeros de octubre) en que nos volvimos a ver juntos, en el segundo tribunal de justicia, los autos, el relator, los dos abogados y yo; y, habiendo éste leído el mismo cartapacio que leyó en la primera sala de gobierno, y los abogados repetido y aumentado los textos a favor cada uno de su parte, se dieron los señores por instruidos y enterados en los hechos y derechos del asunto. Yo supliqué a los señores una licencia para hablar poco, y su piadosa justicia quiso padecer, además de las tres horas que sufrió a los abogados, los dos o tres minutos que yo gasté en soltar de la boca las reverentes palabras que se siguen.

SEGUNDA ORACIÓN QUE DIJO DON DIEGO DE TORRES AL REAL CONSEJO DE CASTILLA EN LA SEGUNDA SALA DE GOBIERNO.- Señor: Con la veneración cobarde y el espíritu turbado, dije en la primera sala de este sapientísimo gobierno que a estos autos, que han dormido 26 años en los andenes de las escribanías de V. A., no los alborotaba mi universidad con el ansia sola de suplicar por la restauración de nuestro antiguo y practicado privilegio; y dije que los sacaba ante la clara rectitud de este justísimo teatro, aun más que con la honrada ambición de mantener sus exaltaciones, con el dolor y la compasión de ver y estar viendo muchos años ha a los moradores de aquellos claustros y a los cursantes de aquel país en una miseria intolerable, y con la desesperación de contemplar sumamente remotos sus alivios.

Dije también que, aunque la universidad está hoy obscura y despojada de sus pompas y lucimientos, es rica, pero, en sus individuos, sumamente pobre, porque, a distinción de los catedráticos de prima y vísperas, que tienen qué comer, y a excepción del catedrático jubilado de astrología, que es rico por sus extravagancias y trabajos, todos los demás doctores, licenciados, bachilleres y escolares viven sumidos en una estrechez muy lastimosa, porque ni las propinas de los unos ni las mesadas de los otros alcanzan para prevenir los precisos apoyos a la vida. Esto dije, y esto vuelvo a decir para recomendar a V. A. sus alivios, o, a lo menos, la moderación de sus fatigas y zozobras.

El claustro de doctores de Salamanca es cierto que me votó esta comisión, pero los que me han conducido a empujones hasta los pies de V. A. son los pobres, es el público, dividido en los dos gremios de la plebe y de la escuela. La universidad, por sí sola, sin duda alguna, hubiera elegido otro hombre más digno de pisar estos estrados, digo, otro doctor más elocuente, más severo y más instruido en la facultades útiles y serias; pero los gritos y las raras aprehensiones de este vulgo la persuadieron que tal vez convendría más poner sus ruegos inocentes y sus súplicas venerables en la boca de un filósofo humilde, sincero, buen hijo de la patria y bien práctico en sus necesidades y miserias, que en la retórica entonada de un maestro pomposo y elegante.

Por el nombramiento de la universidad debo clamar por su privilegio, y porque, al parecer, mi súplica es inseparable de estos autos; por los gritos del público debo clamar por el remedio de sus necesidades; y a estos clamores pensaba yo que debía añadir los suyos la misma ciudad, y que intenta sofocarlos. En otro tiempo sería oportuno, preciso y aun loable que la ciudad rebatiese el valor de nuestros privilegios, pero en la presente coyuntura, yo no sé con qué razones, ni con qué corazón, procura resistir nuestros conatos, cuando debía dar muchas gracias a Dios de ver que la había deparado en sus infortunios y en sus perezas una universidad piadosamente tonta, que pelea por sacrificar sus caudales y sus quietudes, por aliviarla a ella misma y sostener a aquellos individuos que le tiene encargado Dios y el rey, y de quienes se nombra padre a boca llera. La ciudad está en el último desfallecimiento, inútil y tullida para sublevar a sus moradores; tanto, señor, que se atollan el discurso y la aritmética al querer apurar qué adarmes o qué minutos de alimento les pueden tocar a cuatro mil vecinos, sin viudas, frailes ni canónigos, que tiene Salamanca, de dos vacas únicas que se pesan en sus carnicerías de veinte y cuatro a veinte y cuatro horas.

La universidad está pronta gustosamente para aliviar a todos, dándoles en sus antiguas carnicerías (si es del agrado de V. A. que se vuelvan a abrir) las libras de la vaca y el carnero a un precio menor considerablemente que el que hoy pagan, y al rey nuestro señor todos sus tributos, sin tocarle a los regidores en sus regalías ni aprovechamientos. La soberanía de V. A. tiene poder para todo, puede remediarlo todo y hacernos felices a todos: suplico a V. A. que así lo haga, y que lo haga por Dios, por los pobres y por mí, pues temo justamente que, si vuelvo a Salamanca sin algún indicio de la piedad de V. A., me apedreará el vulgo, persuadido a que mis omisiones, y no sus desgracias, son el motivo que produce las continuaciones de sus hambres. Y si esto no es posible, yo juro besar por justas las deliberaciones de V. A., aunque sean contrarias a nuestros deseos; y el público, que recurra al cielo por sus socorros, la ciudad, que tenga paciencia, y los de mi claustro, que busquen en Dios y en su filosofía sus conformidades y consuelos.

Algunas señas de su benignidad me concedieron los señores que se dignaron de escucharme; y hecha por el señor presidente la ordinaria señal del despejo, mandaron cerrar las puertas que estuvieron francas todo el tiempo que duraron las relaciones, los alegatos y mis súplicas. Guardaron los señores la sentencia final para otro día, y en éste solamente dieron la decisión que se quiere aplicar a aquella sola palabra visto, tan misteriosa y repetida en los tribunales. Yo me volví a mi ociosidad, en la que estuve esperando la hora en que había de decidirse nuestra antigua cuestión, sin haber hecho en quince días más diligencias que las repeticiones de mis visitas suplicatorias por la gracia posible, si la justicia del Real Consejo hallase alguna en este asunto. Finalmente, en el día 14 de octubre de este mismo año de 1756 se juntaron los mismos señores que oyeron nuestro pleito, y, justamente piadosos y atendiendo a remediar las miserias de los escolares y los alivios de los pobres vecinos, que debían ser los fines principales, determinaron apartar su consideración enteramente de nuestras porfías, y dejar a una y otra parte en sus dudas y cuestiones, y me concedió un decreto decorosísimo a mi Universidad, importante al público y venturoso a los pobres, cuya copia original es la que se sigue.

COPIA DEL REAL DECRETO DADO POR EL REAL CONSEJO EN ASUNTO DE ABASTOS DE CARNICERÍAS, DADO EN EL DÍA 14 DE OCTUBRE DE 1756.- Por ahora, y sin perjuicio del derecho de las partes, se forme para el abasto de carnicerías una junta compuesta del corregidor, dos regidores que nombre la ciudad y dos graduados que dipute la universidad, para que corra a su cuidado el de este abasto; y para que, desde luego, se tomen las providencias para su mejor gobierno, se forme, sin dilación, la referida junta; y tratando en ella de los mejores medios, de la mayor economía, minoración de gastos y salarios y extinción de propinas y demás abusos, propongan al Consejo cuanto les parezca conveniente a que corran los precios de las carnes, con respecto al precio natural e inexcusables costas; y no conviniéndose los vocales de la junta y las providencias que acordaren cada uno que formasen distinto concepto, informe separadamente al Consejo de su parecer, exponiéndole los motivos en que lo funde. Madrid, 14 de octubre de 1756.

Remití este decreto a Salamanca a los señores de la universidad pequeña, que componen la junta llamada de carnicerías; y habiéndolo recibido el día 19 de dicho mes, el día 20 inmediato juntaron el claustro pleno, en donde se leyó y aceptó, y todos dieron muchas gracias a Dios y luego a mí por el celo, la brevedad y la aplicación que dediqué para el logro de una resolución tan favorable y decorosa; y llenos de gozo y alegría me quitaron la comisión detrás de las gracias, y nombraron para comisarios que siguiesen la ejecución del real decreto, y para que acompañasen a los dos regidores y al caballero corregidor, al reverendísimo Vidal y al doctor don Felipe Santos. El pueblo dijo que había sido precipitado e importuno este nombramiento; lo primero, porque la ciudad tenía obligados que abasteciesen al pueblo, y que su obligación duraba hasta el día de san Juan, y era preciso que estuviesen ociosos ocho meses estos comisarios; lo segundo, porque debían haber esperado (teniendo tanto tiempo para elegir) a que yo viniese e informase, como mejor instruido, de las circunstancias, casos y advertencias que toqué en Madrid, y podían ocurrir en un asunto tan nuevo y no esperado, y lo tercero, decía que ya que nombraron comisarios tan precipitadamente y sin necesidad, debieron nombrarme a mí, porque si la Universidad me conoció por bueno y por inteligente para remitirme a la resolución de un negocio que no supieron concluir en 25 años los muchos doctores teólogos y juristas que había enviado, debió tenerme por más bueno y más inteligente, por estar ya más aleccionado e instruido que los que estaban ignorantes en los hechos y las diligencias, sin el menor conocimiento de la idea de los señores que decretaron. Y finalmente, decía que no era razón ni justicia que fuese paga y premio de un tan honroso beneficio que yo conseguí para la Universidad y el público, un desaire tan repentino, tan impensado y tan desmerecido. Esto y más que esto habló el pueblo, y esto hablaban con él muchos doctores. Yo callé, sufrí y reí, y, gracias a Dios, voy llevando por delante mi silencio, mi risa y mi tolerancia.

Después que pasaron ocho días por este nombramiento, llegué yo a Salamanca desde Madrid; y habiendo preguntado al secretario don Diego García de Paredes si debía juntar al claustro para darle la cuenta de mi comisión, respondió que no era estilo, que la junta me llamaría y que a los señores que la componían se daba la cuenta y razón. Fui llamado a ella, y el reverendísimo Vidal, que la presidía por decano, me dijo estas únicas palabras: «Señor don Diego, es estilo que los señores que van a Madrid con comisión, a la vuelta de ella den su cuenta, y lo que dicen que han gastado eso se les abona.» Y yo le respondí con esta verdad y estas pocas palabras: «Padre reverendísimo, no he gastado un maravedí a la Universidad, y ésta es toda la cuenta que traigo que dar, pues aunque el señor doctor Morales, que seguía conmigo (con permisión de la junta) la correspondencia, me instruyó y me escribía que gastase y regalase, yo nunca encontré ocasión ni necesidad de valerme de estas profusiones, y aseguro que, después de tantos años de práctico en Madrid, yo no conozco todavía quiénes son los sujetos que toman y se conquistan con los regalos y los bolsillos; pues los inferiores en fortuna y sospechosos en la codicia, ahora y siempre me han honrado de balde con el buen modo, la prontitud, la cortesanía y la condescendencia en mis ruegos. Si estas civilidades las ha solicitado en Madrid algún pretendiente o litigante con dones mecánicos, no lo sé; lo que yo juro es que yo las he adquirido con la moneda de los agradecimientos humildes, y que me la han tomado con gusto y sin deseo de otra satisfacción.» Oída y tomada mi cuenta, dijo otra vez el reverendísimo Vidal: «Pues ahora tenemos aquí que tratar solos.» Yo me despedí, sin haber logrado que dicho reverendísimo, ni su compañero el doctor don Felipe, Santos, ni otro alguno de los señores que componían la junta, me preguntasen una palabra sobre la inteligencia del decreto, ni de las circunstancias de mi comisión, ni por curiosidad ni por precisión; y a la hora que escribo ésta, ni la Universidad ni persona de ella se ha informado de mí, ni me ha visto ni vuelto visita; y las instrucciones verbales que yo merecí en Madrid, conducentes al bien del público y al establecimiento seguro de esta nueva junta de abastos de carnicerías, se las he comunicado (para no dejarlas perdidas) al caballero corregidor don Manuel de Vega, sujeto amantísimo del bien de la ciudad y del buen gobierno, al que acude desinteresado, incansable y lleno de amor y bondad al rey, al público y a los pobres, las que han experimentado fieles en los recursos que se le han ofrecido al Real Consejo sobre este asunto. Éstos son los pasos y las diligencias que precedieron a la institución de la junta de abastos de carnicerías de esta ciudad; si alguna persona de ella y de mi gremio quiere decir que he procedido descaminado, defectuoso o ponderativo en esta relación, hable o escriba, que aún vivo, y probaré con sus mismas quejas y acusaciones la inocente ingenuidad de mis verdades, y serán sus cargos y sus demandas los testigos de mi razón y mi paciencia.




ArribaÚltimo estado de la vida de don Diego de Torres y trabajos y medios con que la entretiene

Tiene a cuestas mi corpanchón, a estas horas, por la parte de adentro todos los bebistrajos y pócimas que tienen los médicos reatadas a sus recetas para acreditar sus disparates, ignorancias y cavilaciones, y por la parte de afuera todos los pinchonazos, jabetadas y estrujones con que sus ministriles los cirujanos ayudan a sostener y adelantar en las credulidades inocentes, las pasmarotas y embelecos de sus récipes y libros. Estos últimos me han roto la humanidad por los zancajos con sus lancetones ciento y trece veces; me la han aguijoneado con sus sanguijuelas, gatillos, descarnadores y verdugos infinitas; y, finalmente, me la han rebutido de tantas ventosas, ungüentos y sobaduras, que no quiero expresarlas porque su número no haga sospechosas mis verdades; a pesar de todas estas perrerías, de las pesadumbres que han querido meterme en el ánimo los mal contentos de mi tranquilidad, y contra toda la furia continuada de los pesares repentinos, de las dolencias naturales, de las desgracias violentas, los sustos, los contagios y las demás desventuras que andan en el contorno de nuestra vida, estoy bueno, sin achaque habitual, sin pesadez penosa, con los interiores de mi cabeza firmes, sin otro achaque ni manía en la sesera, que los regulares despropósitos y delirios que padece la más sana y robusta de los hombres; es verdad que por la parte de afuera la tengo ya un poco berrenda y con sus arremetimientos de calva, y éstas son todas las novedades que hasta el día de hoy me ha traído la vejez. Como y bebo con gusto y con templanza, y me añaden el gozo, el apetito y el recreo siete mujeres pobres y otros parientes desvalidos que comen a mi mesa lo que Dios me envía; y gracias a su santísima providencia, nos mantiene con tanta abundancia, que nos sobra para sostener a otros precisos allegados, que, por la distancia de su vivienda o por su carácter, no pueden acompañarnos diariamente a ella. Vivo, sin pagar alquileres, la casa más grande y más magnífica de esta ciudad, que es el palacio todo de Monterrey, propio del excelentísimo señor duque de Alba, mi señor, en el que vivimos anchamente acomodadas veinte y dos personas, con la felicidad de ver a toda hora y por todos lados unas vecindades recoletas, santas y ejemplares, que nos edifican y alegran con envidiable recreo y utilidad de nuestros corazones. Estas son las venerables señoras agustinas recoletas, las de santa Ursula, las de la Madre de Dios, el convento grande de san Francisco y la parroquia de santa María de los Caballeros, sin haber en toda la circunferencia otro vecino popular ni de otra casta ruidosa y vocinglera, que nos turbe el gusto, la libertad ni la quietud.

Hoy vivo honradamente ocupado y con venerable inclinación entretenido en la administración de diez y seis lugares: los seis del estado de Acevedo, propio del excelentísimo señor conde de Miranda, duque de Peñaranda, mi señor, cuya mayordomía hemos servido más de treinta años mi padre, madre, hermana y yo a satisfacción de la piadosa rectitud de S. E., como lo aseguran las continuadas honras con que públicamente nos ha esclavizado a todos su afabilísimo y generoso mantenimiento. Son los seis lugares La Rad, Carnero, Rodillo, el Tejado, Calzada y Peranaya. Los restantes son las siete villas del estado de Monterrey, y los tres agregados de San Domingo, Garcigalindo y Castañeda, todas propias del excelentísimo señor duque de Alba, mi señor. Los cuidados de las recaudaciones, cobranzas, ventas de efectos, obras, reparos de casas y molinos, arrendamientos, correspondencias, correos y otras precisas atenciones me llevan mucho tiempo y algún trabajo; pero gracias a Dios lo gano todo poderosamente con la vanidad y alegría de saber que estos excelentísimos señores se dan por bien servidos y que conocen la buena ley de mi fidelidad, respeto y prontitud, y con la satisfacción y el descanso de tener entendido que la integridad de sus contadores y secretarios dice e informa que sirvo a sus excelencias con celo, inclinación, sin pereza y sin hurtar ni mentir.

Administro la testamentaría de la duquesa de Alba, mi señora, que goza de Dios, con lágrimas, con fidelidad y con agradecimiento a las piedades que la debí el tiempo que gocé la honra de vivir a sus pies. Gasto algunas horas en el cumplimiento de las tareas de mi oficio, pues, aunque he jubilado en él, no me he desasido de la obligación de acudir a los actos, exámenes, claustros, funciones de capilla y comisiones; y actualmente (después de haber cumplido a satisfacción de la Universidad con muchas) estoy años ha sirviendo dos. La primera es la junta de librería, la que me tiene destinado para comprar y elegir los libros famosos de la filosofía, matemática y sus instrumentos, historia, buenas letras y otros; y me tiene encargado que escriba la historia de esta antigua y reedificada biblioteca, que padece la misma ignorancia y silencio que la de la institución de la Universidad, después de quinientos años de fundada; y la otra es la defensa de los estudiantes pobres y desvalidos, que por su desgracia o por sus travesuras dan en las manos de la justicia.

En los pocos pedazos de tiempo interrumpido que me dejan libre estas precisiones, y las indispensables y primeras de mi estado, con las que deben acompañarse las devociones de servir a los hospitales de enfermos, cofradías y mayordomías de iglesia, orden tercera, y otras importantes a un católico, y después de los ratos en que debo satisfacer (como todo hombre honrado) con las cartas suplicatorias y de empeño a los menesterosos, y con los pasos y diligencias a favor de la libertad de los presos, los perseguidos y desdichados (oficios que me ayudarían mucho a la salvación, si desatándome de mi vana docilidad, supiese aplicarlos a Dios solamente), digo que, satisfechas estas cargas y cuidados, destino los pocos minutos de tiempo, que me quedan en pensar y en escribir estas especies de extravagancias y libertades que me han dado en el mundo honra, nombre y provecho. Escribo ahora los sucesos de los años futuros, y espero que estos trabajos y otras producciones (si tienen las póstumas la misma ventura que las vivas) han de servir para llevar con algún alivio su pobreza mis herederos. Y finalmente, valgan o no valgan, a lo menos ahora me redimen de la ociosidad, y voy tirando con gusto por la vida. Hasta hoy tengo escritos y puntualmente acabados, sin faltarles más mano que la de la imprenta, los pronósticos hasta el año de 1770, y concluidos también los cómputos eclesiásticos y cálculos astronómicos con las lunaciones y eclipses hasta el año de 1800, y voy escribiendo hasta que la muerte o las dolencias me manden parar. Los títulos de los pronósticos son los que se siguen.

El pronóstico para este año de 1758, intitulado Los peones de la obra de palacio, con los sucesos políticos en refranes castellanos, distintos de los que están impresos en los antecedentes pronósticos.

El del año de 1759, intitulado Los manchegos de la cárcel de la villa, en refranes castellanos distintos.

El del año de 1760, intitulado Los traperos de la calle de Toledo, en refranes castellanos distintos.

El del año de 1761, intitulado Las carboneras de la calle de la Paloma, en refranes castellanos distintos.

El del año de 1762, intitulado El campillo de Manuela, en refranes castellanos distintos.

El del año 1763, intitulado El soto Luzón, en enigmas o acertijos los sucesos políticos.

El del año de 1764, intitulado Las Vistillas de San Francisco, en enigmas o acertijos distintos.

El del año de 1765, intitulado Las ferias de Madrid, en enigmas y acertijos distintos.

El del año de 1766, intitulado El corral del Príncipe, con los sucesos políticos expresados en títulos, lances y versos de entremeses y mogigangas.

El del año de 1767, intitulado El corral de la Cruz, con los sucesos políticos expresados en los títulos, lances y versos de los sainetes y los bailes.

El del año de 1768, intitulado Los Caños del Peral, con los sucesos políticos en títulos de comedias glosados.

El del año de 1769, intitulado Los albergues del Amparo, con los sucesos políticos en títulos de comedias glosados.

El del año de 1770 contiene tres pronósticos de los años siguientes bajo de una idea, y los sucesos políticos van expresados en varios lances de las novelas, entrando en ellas la historia de Don Quijote de la Mancha, y lances y títulos de comedias glosados. Y desde este año seguiré (si mi salud dura) esta idea por trienios, hasta donde pueda alcanzar.

Estos y otros papelillos, con una copia de mi testamento (que no quiero que se imprima hasta que yo muera), está todo en poder de mi hermana y retirado en su cofre; porque si se le antoja a la muerte echarse de golpe y zumbido sobre mi humanidad, no quiero que se confundan o desvanezcan estos cartapacios con la revoltina y bataola de otros papelones que ruedan con alboroto por mi aposento. Si estas obras manuscritas tienen la ventura que las demás de esta casta que han salido de mi bufete, pueden valer algo más de sesenta mil reales. De las que me quedan de molde y encuadernadas, no puedo decir el valor seguro, porque los libreros no han dado la última razón de los enseres que existen en sus tiendas; pero, a buen ojo, juntando lo que puede haber quedado en España con lo que han producido unos que marcharon a las Indias (si no se tragan en el camino las ballenas los pesos gordos) podrán valer mil y doscientos doblones. El estrado de mi hermana y parientas, mi cuarto, la cocina, el sibil y la carbonera de nuestra casa, todo está aseado, lleno y prevenido. No dejan de verse en los aparadores y escaparates algunas albajillas de oro, plata, cobre y latón superfluas, pero útiles para remediar los atrasos y las contingencias frecuentes. En las arcas se contienen algunos rollos de lienzo hilado a conciencia, y algunas camisas, sábanas y colchas de todas edades y tamaños; y, finalmente, se dejan ver en nuestros salones bastantes muebles en asientos, mesas y camas limpias y sobradas para nuestros usos y agasajar nuestros huéspedes con comodidad y con decencia. Los salarios de mi cátedra, sacristías y administraciones me dan algo más de dos mil ducados al año, los que alimentan y arropan a toda la familia con tanto tino que, ajustada la cuenta el día de san Silvestre, quedamos pie con bolo, y empiezan al otro día de la Circuncisión nuevos ducados con nuevas comidas y vestidos, sin el miedo de caer en trampas, deudas ni otras castas de empeños y petardos producidos de los desórdenes voluntarios.

A tantos cuantos he dicho estoy de vida, salud, ocupaciones y medios, el que hubiere menester algo de estas mercadurías acuda breve, porque no puede tardar mucho el desbarate de esta feria, que le serviré de balde y a contento, sin otra recompensa, paga ni gratitud que la de encomendarme a Dios para que me envíe una muerte, no como la ha merecido mi vida, sino como la promete su misericordia a los pecadores tan obstinados como yo, que llegan arrepentidos a las puertas de su piedad justa, santa y poderosa. Amén.