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ArribaAbajo4. Revolución de 1810

Cuando la batalla empieza, el tártaro da un grito terrible, llega, hiere, desaparece y vuelve como el rayo.


VÍCTOR HUGO.                


He necesitado andar todo el camino que dejo recorrido, para llegar al punto en que nuestro drama comienza. Es inútil detenerse en el carácter, objeto y fin de la Revolución de la Independencia. En toda la América fueron los mismos, nacidos del mismo origen, a saber: el movimiento de las ideas europeas. La América obraba así porque así obraban todos los pueblos. Los libros, los acontecimientos, todo llevaba a la América a asociarse a la impulsión que a la Francia habían dado Norteamérica y sus propios escritores; a la España, la Francia y sus libros. Pero lo que necesito notar para mi objeto es que la revolución, excepto en su símbolo exterior, independencia del Rey, era sólo interesante e inteligible para las ciudades argentinas, extraña y sin prestigio para las campañas. En las ciudades había libros, ideas, espíritu municipal, juzgados, derechos, leyes, educación: todos los puntos de contacto y de mancomunidad que tenemos con los europeos; había una base de organización, incompleta, atrasada, si se quiere; pero precisamente porque era incompleta, porque no estaba a la altura de lo que ya se sabía que podía llegar a ser, se adoptaba la revolución con entusiasmo. Para las campañas, la revolución era un problema; sustraerse a la autoridad del Rey era agradable, por cuanto era sustraerse a la autoridad. La campaña pastora no podía mirar la cuestión bajo otro aspecto. Libertad, responsabilidad del poder, todas las cuestiones que la revolución se proponía resolver eran extrañas a su manera de vivir, a sus necesidades. Pero la revolución le era útil en este sentido: que iba a dar objeto y ocupación a ese exceso de vida que hemos indicado, y que iba a añadir un nuevo centro de reunión, mayor que el tan circunscrito a que acudían diariamente los varones en toda la extensión de las campañas.

Aquellas constituciones espartanas; aquellas fuerzas físicas tan desenvueltas; aquellas disposiciones guerreras que se malbarataban en puñaladas y tajos entre unos y otros; aquella desocupación romana, a que sólo faltaba un Campo de Marte para ponerse en ejercido activo; aquella antipatía a la autoridad, con quien vivían en continua lucha, todo encontraba al fin camino por donde abrirse paso y salir a la luz, ostentarse y desenvolverse.

Empezaron, pues, en Buenos Aires, los movimientos revolucionarios, y todas las ciudades del interior respondieron con decisión al llamamiento. Las campañas pastoras se agitaron y adhirieron al impulso. En Buenos Aires empezaron a formarse ejércitos pasablemente disciplinados para acudir al Alto Perú y a Montevideo, donde se hallaban las fuerzas españolas mandadas por el general Vigodet. El general Rondeau puso sitio a Montevideo con un ejército disciplinado: concurría al sitio Artigas, caudillo célebre, con algunos millares de gauchos. Artigas había sido contrabandista temible hasta 1804, en que las autoridades civiles de Buenos Aires pudieron ganarlo y hacerle servir en carácter de comandante de campaña, en apoyo de esas mismas autoridades a quienes había hecho la guerra hasta entonces. Si el lector no se ha olvidado del baqueano y de las cualidades generales que constituyen el candidato para la Comandancia de campaña, comprenderá fácilmente el carácter a instintos de Artigas.

Un día Artigas, con sus gauchos, se separó del general Rondeau y empezó a hacerle la guerra. La posición de éste era la misma que hoy tiene Oribe sitiando a Montevideo y haciendo a retaguardia, frente a otro enemigo. La única diferencia consistía en que Artigas era enemigo de los patriotas y de los realistas a la vez. Yo no quiero entrar en la averiguación de las causas o pretextos que motivaron este rompimiento; tampoco quiero darle nombre ninguno de los consagrados en el lenguaje de la política, porque ninguno le conviene. Cuando un pueblo entra en revolución, dos intereses opuestos luchan al principio: el revolucionario y el conservador; entre nosotros, se han denominado los partidos que los sostenían, patriotas y realistas. Natural es que, después del triunfo, el partido vencedor se subdivida en fracciones de moderados y exaltados; los unos, que querrían llevar la revolución en todas sus consecuencias; los otros, que querrían mantenerla en ciertos límites. También es del carácter de las revoluciones que el partido vencido primitivamente vuelva a reorganizarse y triunfar, a merced de la división de los vencedores. Pero cuando en una revolución una de las fuerzas llamadas en su auxilio se desprende inmediatamente, forma una tercera unidad, se muestra indiferentemente hostil a unos y a otros combatientes (a realistas o patriotas), esta fuerza que se separa es heterogénea; la sociedad que la encierra no ha conocido, hasta entonces, su existencia, y la revolución sólo ha servido para que se muestre y desenvuelva.

Éste era el elemento que el célebre Artigas ponía en movimiento; instrumento ciego, pero lleno de vida, de instintos hostiles a la civilización europea y a toda organización regular; adverso a la monarquía como a la república, porque ambos venían de la ciudad y traían aparejado un orden y la consagración de la autoridad. ¡De este instrumento se sirvieron los partidos diversos de las ciudades cultas, y principalmente el menos revolucionario, hasta que, andando el tiempo, los mismos que lo llamaron en su auxilio sucumbieron, y con ellos, la ciudad, sus ideas, su literatura, sus colegios, sus tribunales, su civilización!

Este movimiento espontáneo de las campañas pastoriles fue tan ingenuo en sus primitivas manifestaciones, tan genial y tan expresivo de su espíritu y tendencias, que abisma, hoy, el candor de los partidos de las ciudades que lo asimilaron a su causa y lo bautizaron con los nombres políticos que a ellos los dividían. La fuerza que sostenía a Artigas, en Entre Ríos, era la misma que, en Santa Fe, a López; en Santiago, a Ibarra; en los Llanos, a Facundo. El individualismo constituía su esencia, el caballo, su arma exclusiva, la pampa inmensa, su teatro. Las hordas beduinas que hoy importunan con su algazara y depredaciones las fronteras de la Argelia dan una idea exacta de la montonera argentina, de que se han servido hombres sagaces o malvados insignes. La misma lucha de civilización y barbarie de la ciudad y el desierto existe hoy en África; los mismos personajes, el mismo espíritu, la misma estrategia indisciplinada, entre la horda y la montonera. Masas inmensas de jinetes que vagan por el desierto, ofreciendo el combate a las fuerzas disciplinadas de las ciudades, si se sienten superiores en fuerzas, disipándose como las nubes de cosacos, en todas direcciones, si el combate es igual siquiera, para reunirse de nuevo, caer de improviso sobre los que duermen, arrebatarles los caballos, matar los rezagados y las partidas avanzadas; presentes siempre, intangibles por su falta de cohesión, débiles en el combate, pero fuertes e invencibles en una larga campaña, en que al fin la fuerza organizada, el ejército, sucumbe diezmado por los encuentros parciales, las sorpresas, la fatiga, la extenuación.

La montonera, tal como apareció en los primeros días de la República bajo las órdenes de Artigas, presentó ya ese carácter de ferocidad brutal y ese espíritu terrorista que al inmortal bandido, al estanciero de Buenos Aires, estaba reservado convertir en un sistema de legislación aplicado a la sociedad culta, y presentarlo, en nombre de la América avergonzada, a la contemplación de la Europa. Rosas no ha inventado nada; su talento ha consistido sólo en plagiar a sus antecesores y hacer de los instintos brutales de las masas ignorantes un sistema meditado y coordinado fríamente. La correa de cuero sacada al coronel Maciel, y de que Rosas se ha hecho una manea que han visto agentes extranjeros, tiene sus antecedentes en Artigas y en los demás caudillos bárbaros, tártaros. La montonera de Artigas enchalecaba a sus enemigos; esto es, los cosía dentro de un retobo de cuero fresco y los dejaba así, abandonados en los campos. El lector suplirá todos los horrores de esta muerte lenta. El año 36 se ha repetido este horrible castigo con un coronel del ejército. El ejecutar con el cuchillo, degollando y no fusilando, es un instinto de carnicero que Rosas ha sabido aprovechar para dar, todavía, a la muerte, formas gauchas y al asesino placeres horribles; sobre todo, para cambiar las formas legales y admitidas en las sociedades cultas por otras que él llama americanas y en nombre de las cuales invita a la América para que salga a su defensa, cuando los sufrimientos del Brasil, del Paraguay, del Uruguay invocan la alianza de los poderes europeos, a fin de que les ayuden a librarse de este caníbal que ya los invade con sus hordas sanguinarias. ¡No es posible mantener la tranquilidad de espíritu necesaria para investigar la verdad histórica cuando se tropieza, a cada paso, con la idea de que ha podido engañarse a la América y a la Europa, tanto tiempo, con un sistema de asesinatos y crueldades, tolerables tan sólo en Ashanty y Dahomai, en el interior de África!

Tal es el carácter que presenta la montonera desde su aparición; género singular de guerra y enjuiciamiento, que sólo tiene antecedentes en los pueblos asiáticos que habitan las llanuras y que no ha debido nunca confundirse con los hábitos, ideas y costumbres de las ciudades argentinas, que eran, como todas las ciudades americanas, una continuación de la Europa y de la España. La montonera sólo puede explicarse examinando la organización íntima de la sociedad de donde procede. Artigas, baqueano, contrabandista, esto es, haciendo la guerra a la sociedad civil, a la ciudad, comandante de campaña por transacción, caudillo de las masas de a caballo, es el mismo tipo que, con ligeras variantes, continúa reproduciéndose en cada comandante de campaña que ha llegado a hacerse caudillo. Como todas las guerras civiles, en que profundas desemejanzas de educación, creencias y objetos dividen a los partidos, la guerra interior de la República Argentina ha sido larga, obstinada, hasta que uno de los elementos ha vencido. La guerra de la revolución argentina ha sido doble: 1.º, guerra de las ciudades, iniciadas en la cultura europea, contra los españoles, a fin de dar mayor ensanche a esa cultura, y 2.º, guerra de los caudillos contra las ciudades, a fin de librarse de toda sujeción civil y desenvolver su carácter y su odio contra la civilización. Las ciudades triunfan de los españoles, y las campañas, de las ciudades. He aquí explicado el enigma de la revolución argentina, cuyo primer tiro se disparó en 1810 y el último aún no ha sonado todavía.

No entraré en todos los detalles que requiriría este asunto: la lucha es más o menos larga; unas ciudades sucumben primero, otras después. La vida de Facundo Quiroga nos proporcionará ocasión de mostrarlos en toda su desnudez. Lo que por ahora necesito hacer notar es que, con el triunfo de estos caudillos, toda forma civil, aun en el estado en que la usaban los españoles, ha desaparecido, totalmente, en unas partes; en otras, de un modo parcial, pero caminando visiblemente a su destrucción. Los pueblos en masa no son capaces de comparar distintamente unas épocas con otras; el momento presente es para ellos el único sobre el cual se extienden sus miradas: así es como nadie ha observado, hasta ahora, la destrucción de las ciudades y su decadencia; lo mismo que no prevén la barbarie total a que marchan, visiblemente, los pueblos del interior. Buenos Aires es tan poderosa en elementos de civilización europea, que concluirá al fin con educar a Rosas y contener sus instintos sanguinarios y bárbaros. El alto puesto que ocupa, las relaciones con los gobiernos europeos, la necesidad en que se ha visto de respetar a los extranjeros, la de mentir por la prensa y negar las atrocidades que ha cometido, a fin de salvarse de la reprobación universal que lo persigue, todo, en fin, contribuirá a contener sus desafueros, como ya se está sintiendo; sin que eso estorbe que Buenos Aires venga a ser, como La Habana, el pueblo más rico de América, pero también el más subyugado y más degradado.

Cuatro son las ciudades que han sido aniquiladas ya por el dominio de los caudillos que sostienen hoy a Rosas, a saber: Santa Fe, Santiago del Estero, San Luis y La Rioja. Santa Fe, situada en la confluencia del Paraná y otro río navegable que desemboca en sus inmediaciones, es uno de los puntos más favorecidos de la América, y sin embargo no cuenta, hoy, con dos mil almas; San Luis, capital de una provincia de cincuenta mil habitantes, y donde no hay más ciudad que la capital, no tiene mil quinientas.

Para hacer sensible la ruina y decadencia de la civilización y los rápidos progresos que la barbarie hace en el interior necesito tomar dos ciudades: una, ya aniquilada; la otra, caminando sin sentirlo a la barbarie: La Rioja y San Juan. La Rioja no ha sido, en otro tiempo, una ciudad de primer orden; pero, comparada con su estado presente, la desconocerían sus mismos hijos. Cuando principió la revolución de 1810 contaba con un crecido número de capitalistas y personajes notables que han figurado de un modo distinguido en las armas, en el foro, en la tribuna, en el púlpito. De La Rioja ha salido el doctor Castro Barros, diputado al Congreso de Tucumán y canonista célebre; el general Dávila, que libertó a Copiapó del poder de los españoles en 1817; el general Ocampo, Presidente de Charcas; el doctor don Gabriel Ocampo, uno de los abogados más célebres del foro argentino, un número crecido de abogados del apellido de Ocampo, Dávila y García, que existen hoy desparramados por el territorio chileno, como varios sacerdotes de luces, entre ellos el doctor Gordillo, residente en el Huasco.

Para que una provincia haya podido producir en una época dada tantos hombres eminentes o ilustrados es necesario que las luces hayan estado difundidas sobre un número mayor de individuos y sido respetadas y solicitadas con ahínco. Si en los primeros días de la revolución sucedía esto, ¿cuál no debería ser el acrecentamiento de luces, riqueza y población que hoy día debiera notarse, si un espantoso retroceso a la barbarie no hubiese impedido a aquel pobre pueblo continuar su desenvolvimiento? ¿Cuál es la ciudad chilena, por insignificante que sea, que no pueda enumerar los progresos que ha hecho en diez años en ilustración, aumento de riqueza y ornato, sin excluir aún de este número las que han sido destruidas por los terremotos?

Pues bien: veamos el estado de La Rioja, según las soluciones dadas a uno de los muchos interrogatorios que he dirigido para conocer a fondo los hechos sobre que fundo mis teorías. Aquí es una persona respetable la que habla, ignorando siquiera el objeto con que interrogo sus recientes recuerdos, porque sólo hace cuatro meses que dejó La Rioja.

1ª.- ¿A qué número ascenderá, aproximativamente, la población actual de la ciudad de La Rioja?

R.- Apenas a mil quinientas almas. Se dice que sólo hay quince varones residentes en la ciudad.

2ª.- ¿Cuántos ciudadanos notables residen en ella?

R.- En la ciudad serán seis u ocho.

3ª.- ¿Cuántos abogados tienen estudio abierto?

R.- Ninguno.

4ª.- ¿Cuántos médicos asisten a los enfermos?

R.- Ninguno.

5ª.- ¿Qué jueces letrados hay?

R.- Ninguno.

6ª.- ¿Cuántos hombres visten frac?

R.- Ninguno.

7ª.- ¿Cuántos jóvenes riojanos están estudiando en Córdoba o Buenos Aires?

R.- Sólo sé de uno.

8ª.- ¿Cuántas escuelas hay, y cuántos niños asisten?

R.- Ninguna.

9ª.- ¿Hay algún establecimiento público de caridad?

R.- Ninguno, ni escuela de primeras letras. El único religioso franciscano que hay en aquel convento tiene algunos niños.

10.- ¿Cuántos templos arruinados hay?

R.- Cinco: sólo la Matriz sirve de algo.

11.- ¿Se edifican casas nuevas?

R.- Ninguna, ni se reparan las caídas.

12.- ¿Se arruinan las existentes?

R.- Cuasi todas, porque las avenidas de las calles son tantas.

13.- ¿Cuántos sacerdotes se han ordenado?

R.- En la ciudad sólo dos mocitos: uno es clérigo cura, otro es religioso de Catamarca. En la provincia, cuatro más.

14.- ¿Hay grandes fortunas de a cincuenta mil pesos? ¿Cuántas de a veinte mil?

R.- Ninguna; todos pobrísimos.

15.- ¿Ha aumentado o disminuido la población?

R.- Ha disminuido más de la mitad.

16.- ¿Predomina en el pueblo algún sentimiento de terror?

R.- Máximo. Se teme hablar aun lo inocente.

17.- La moneda que se acuña, ¿es de buena ley?

R.- La provincia es adulterada.

Aquí los hechos hablan con toda su triste y espantosa severidad. Sólo la historia de las conquistas de los mahometanos sobre la Grecia presenta ejemplos de una barbarización, de una destrucción tan rápida. ¡Y esto sucede en América en el siglo XIX! ¡Es la obra de sólo veinte años, sin embargo! Lo que conviene a La Rioja es exactamente aplicable a Santa Fe, a San Luis, a Santiago del Estero, esqueletos de ciudades, villorrios decrépitos y devastados. En San Luis, hace diez años que sólo hay un sacerdote, y que no hay escuela ni una persona que lleve frac. Pero vamos a juzgar en San Juan la suerte de las ciudades que han escapado a la destrucción, pero que van barbarizándose insensiblemente.

San Juan es una provincia agrícola y comerciante, exclusivamente; el no tener campaña la ha librado, por largo tiempo, del dominio de los caudillos. Cualquiera que fuese el partido dominante, gobernador y empleados eran tomados por la parte educada de la población, hasta el año 1833, en que Facundo Quiroga colocó a un hombre vulgar en el gobierno. Éste, no pudiéndose sustraer a la influencia de las costumbres civilizadas que prevalecían a despecho en el poder, se entregó a la dirección de la parte culta, hasta que fue vencido por Brizuela, jefe de los riojanos, sucediéndole el general Benavides, que conserva el mando hace nueve años, no ya como una magistratura periódica, sino como propiedad suya. San Juan ha crecido en población a causa de los progresos de la agricultura y de la emigración de La Rioja y San Luis, que huye del hambre y de la miseria. Sus edificios se han aumentado sensiblemente; lo que prueba toda la riqueza de aquellos países, y cuánto podrían progresar si el gobierno cuidase de fomentar la instrucción y la cultura, únicos medios de elevar a un pueblo.

El despotismo de Benavides es blando y pacífico, lo que mantiene la quietud y la calma en los espíritus. Es el único caudillo de Rosas que no se ha hartado de sangre, pero no por eso se hace sentir menos la influencia barbarizadora del sistema actual.

En una población de cuarenta mil habitantes reunidos en una ciudad, no hay hoy un solo abogado hijo del país ni de las otras provincias.

Todos los tribunales están desempeñados por hombres que no tienen el más leve conocimiento del Derecho, y que son, además, hombres negados en toda la extensión de la palabra. No hay establecimiento ninguno de educación pública. Un colegio de señoras fue cerrado en 1840; tres de hombres han sido abiertos y cerrados sucesivamente de 40 al 43, por la indiferencia y aun hostilidad del gobierno.

Sólo tres jóvenes se están educando fuera de la provincia.

Sólo hay un médico sanjuanino.

No hay tres jóvenes que sepan inglés, ni cuatro que hablen francés.

Uno solo hay que ha cursado matemáticas.

Un solo joven hay que posee una instrucción digna de un pueblo culto: el señor Rawson, distinguido ya por sus talentos extraordinarios. Su padre es norteamericano, y a esto ha debido recibir educación.

No hay diez ciudadanos que sepan más que leer y escribir.

No hay un militar que haya servido en ejércitos de línea fuera de la República.

¿Creeráse que tanta mediocridad es natural a una ciudad del interior? ¡No! Ahí está la tradición, para probar lo contrario. Veinte años atrás, San Juan era uno de los pueblos más cultos del interior, y ¿cuál no debe ser la decadencia y postración de una ciudad americana, para ir a buscar sus épocas brillantes veinte años atrás del momento presente?

El año 1831 emigraron a Chile doscientos ciudadanos, jefes de familia, jóvenes, literatos, abogados, militares, etcétera. Copiapó, Coquimbo, Valparaíso y el resto de la República están llenos aún de estos nobles proscriptos, capitalistas algunos, mineros inteligentes otros, comerciantes y hacendados muchos, abogados, médicos, varios. Como en la dispersión de Babilonia, todos éstos no volvieron a ver la tierra prometida. ¡Otra emigración ha salido, para no volver, en 1840!

San Juan había sido, hasta entonces, suficientemente rico en hombres civilizados para dar al célebre Congreso de Tucumán un presidente de la capacidad y altura del doctor Laprida, que murió más tarde asesinado por los Aldao; un prior a la Recoleta Dominica de Chile, en el distinguido, sabio y patriota Oro, después obispo de San Juan; un ilustre patriota, don Ignacio de la Roza, que preparó con San Martín la expedición a Chile, y que derramó en su país las semillas de la igualdad de clases, prometida por la revolución; un ministro, al gobierno de Rivadavia; un ministro, a la Legación argentina, en don Domingo Oro, cuyos talentos diplomáticos no son aún debidamente apreciados; un diputado al Congreso de 1826, en el ilustrado sacerdote Vera; un diputado a la convención de Santa Fe, en el presbítero Oro, orador de nota; otro a la de Córdoba, en don Rudecindo Rojo, tan eminente por sus talentos y genio industrial, como por su grande instrucción; un militar al ejército, entre otros, en el coronel Rojo, que ha salvado dos provincias sofocando motines con sólo su serena audacia, y de quien el general Paz, juez competente en la materia, decía que sería uno de los primeros generales de la República. San Juan poseía, entonces, un teatro y compañía permanente de actores.

Existen aún los restos de seis o siete bibliotecas de particulares, en que estaban reunidas las principales obras del siglo XVIII y las traducciones de las mejores obras griegas y latinas. Yo no he tenido otra instrucción hasta el año 36 que la que esas ricas, aunque truncas bibliotecas, pudieron proporcionarme. Era tan rico San Juan en hombres de luces, el año 1825, que la Sala de Representantes contaba con seis oradores de nota. ¡Los miserables aldeanos que hoy3 deshonran la Sala de Representantes de San Juan -en cuyo recinto se oyeron oraciones tan elocuentes y pensamientos tan elevados-, que sacudan el polvo de las actas de aquellos tiempos y huyan avergonzados de estar profanando con sus diatribas aquel augusto santuario!

Los juzgados, el ministerio, estaban servidos por letrados, y quedaba suficiente número para la defensa de los intereses de las partes.

La cultura de los modales, el refinamiento de las costumbres, el cultivo de las letras, las grandes empresas comerciales, el espíritu público de que estaban animados los habitantes, todo anunciaba al extranjero la existencia de una sociedad culta, que caminaba rápidamente a elevarse a un rango distinguido, lo que daba lugar para que las prensas de Londres divulgasen por América y Europa este concepto honroso: «... manifiestan las mejores disposiciones para hacer progresos en la civilización: en el día, se considera a este pueblo como el que sigue a Buenos Aires más inmediatamente en la marcha de la reforma social: allí se han adoptado varias de las instituciones nuevamente establecidas en Buenos Aires, en proporción relativa; y en la reforma eclesiástica, han hecho los sanjuaninos progresos extraordinarios, incorporando todos los regulares al clero secular y extinguiendo los conventos que aquéllos tenían...».

Pero lo que dará una idea más completa de la cultura de entonces es el estado de la enseñanza primaria. Ningún pueblo de la República Argentina se ha distinguido más que San Juan en su solicitud por difundirla, ni hay otro que haya obtenido resultados más completos. No satisfecho el gobierno de la capacidad de los hombres de la provincia para desempeñar cargo tan importante, mandó traer de Buenos Aires, el año 1815, un sujeto que reuniese, a una instrucción competente, mucha moralidad. Vinieron unos señores Rodríguez, tres hermanos dignos de rolar con las primeras familias del país, y en las que se enlazaron: tal era su mérito y la distinción que se les prodigaba. Yo, que hago profesión, hoy, de la enseñanza primaria, que he estudiado la materia, puedo decir que si alguna vez se ha realizado en América algo parecido a las famosas escuelas holandesas descritas por M. Cousin, es en la de San Juan. La educación moral y religiosa era acaso superior a la instrucción elemental que allí se daba; y no atribuyo a otra causa el que en San Juan se hayan cometido tan pocos crímenes, ni la conducta moderada del mismo Benavides, sino a que la mayor parte de los sanjuaninos, él incluso, han sido educados en esta famosa escuela, en que los preceptos de la moral se inculcaban a los alumnos con una especial solicitud. Si estas páginas llegan a manos de don Ignacio y de don Roque Rodríguez, que reciban este débil homenaje que creo debido a los servicios eminentes hechos por ellos, en asocio de su finado hermano don José, a la cultura y moralidad de un pueblo entero4.

Esta es la historia de las ciudades argentinas. Todas ellas tienen que reivindicar glorias, civilización y notabilidades pasadas. Ahora el nivel barbarizador pesa sobre todas ellas. La barbarie del interior ha llegado a penetrar hasta las calles de Buenos Aires. Desde 1810 hasta 1840, las provincias que encerraban en sus ciudades tanta civilización fueron demasiado bárbaras, empero, para destruir con su impulso la obra colosal de la revolución de la Independencia. Ahora que nada les queda de lo que en hombres, luces e instituciones tenían, ¿qué va a ser de ellas? La ignorancia y la pobreza, que es la consecuencia, están como las aves mortecinas, esperando que las ciudades del interior den la última boqueada para devorar su presa, para hacerlas campo, estancia. Buenos Aires puede volver a ser lo que fue, porque la civilización europea es tan fuerte allí que a despecho de las brutalidades del gobierno, se ha de sostener. Pero en las provincias, ¿en qué se apoyará? Dos siglos no bastarán para volverlas al camino que han abandonado, desde que la generación presente educa a sus hijos en la barbarie que a ella le ha alcanzado. Pregúntasenos ahora, ¿por qué combatimos? Combatimos para volver a las ciudades su vida propia.




ArribaAbajo5. Vida de Juan Facundo Quiroga

Au surplus, ces traits appartiennent au caractère original du genre humain. L'homme de la nature, et qui n'a pas encore appris à contenir ou déguiser ses passions, les montre dans toute leur énergie, et se livre à toute leur impétuosité.


ALIX, Histoire de l'Empire Ottoman.                


Infancia y juventud.

Media entre las ciudades de San Luis y San Juan un dilatado desierto, que, por su falta completa de agua, recibe el nombre de travesía. El aspecto de aquellas soledades es, por lo general, triste y desamparado, y el viajero que viene del oriente no pasa la última represa o aljibe de campo sin proveer sus chifles, de suficiente cantidad de agua. En esta travesía tuvo lugar, una vez, la extraña escena que sigue: Las cuchilladas, tan frecuentes entre nuestros gauchos, habían forzado, a uno de ellos, a abandonar precipitadamente la ciudad de San Luis, y ganar la travesía a pie, con la montura al hombro, a fin de escapar de las persecuciones de la justicia. Debían alcanzarlo dos compañeros, tan luego como pudieran robar caballos para los tres.

No eran, por entonces, sólo el hambre o la sed los peligros que le aguardaban en el desierto aquel, que un tigre cebado andaba hacía un año siguiendo los rastros de los viajeros, y pasaban ya de ocho los que habían sido víctimas de su predilección por la carne humana. Suele ocurrir, a veces, en aquellos países en que la fiera y el hombre se disputan el dominio de la naturaleza, que éste cae bajo la garra sangrienta de aquélla: entonces, el tigre empieza a gustar de preferencia su carne, y se llama cebado cuando se ha dado a este nuevo género de caza, la caza de hombres. El juez de la campaña inmediata al teatro de sus devastaciones convoca a los varones hábiles para la correría, y bajo su autoridad y dirección se hace la persecución del tigre cebado, que rara vez escapa a la sentencia que lo pone fuera de la ley.

Cuando nuestro prófugo había caminado cosa de seis leguas, creyó oír bramar el tigre a lo lejos, y sus fibras se estremecieron. Es el bramido del tigre un gruñido como el del cerdo, pero agrio, prolongado, estridente, y que, sin que haya motivo de temor, causa un sacudimiento involuntario en los nervios, como si la carne se agitara, ella sola, al anuncio de la muerte.

Algunos minutos después, el bramido se oyó más distinto y más cercano; el tigre venía ya sobre el rastro, y sólo a la larga distancia se divisaba un pequeño algarrobo. Era preciso apretar el paso, correr, en fin, porque los bramidos se sucedían con más frecuencia, y el último era más distinto, más vibrante que el que le precedía.

Al fin, arrojando la montura a un lado del camino, dirigióse el gaucho al árbol que había divisado, y no obstante la debilidad de su tronco, felizmente bastante elevado, pudo trepar a su copa y mantenerse en una continua oscilación, medio oculto entre el ramaje. Desde allí pudo observar la escena que tenía lugar en el camino: el tigre marchaba a paso precipitado, oliendo el suelo y bramando con más frecuencia, a medida que sentía la proximidad de su presa. Pasa adelante del punto en que ésta se había separado del camino y pierde el rastro; el tigre se enfurece, remolinea, hasta que divisa la montura, que desgarra de un manotón, esparciendo en el aire sus prendas. Más irritado aún con este chasco, vuelve a buscar el rastro, encuentra al fin la dirección en que va, y levantando la vista, divisa a su presa haciendo con el peso balancearse el algarrobillo, cual la frágil caña cuando las aves se posan en sus puntas.

Desde entonces ya no bramó el tigre: acercábase a saltos, y en un abrir y cerrar de ojos, sus enormes manos estaban apoyándose a dos varas del suelo, sobre el delgado tronco, al que comunicaban un temblor convulsivo, que iba a obrar sobre los nervios del mal seguro gaucho. Intentó la fiera dar un salto, impotente; dio vuelta en torno del árbol midiendo su altura con ojos enrojecidos por la sed de sangre, y al fin, bramando de cólera, se acostó en el suelo, batiendo, sin cesar, la cola, los ojos fijos en su presa, la boca entreabierta y reseca. Esta escena horrible duraba ya dos horas mortales: la postura violenta del gaucho y la fascinación aterrante que ejercía sobre él la mirada sanguinaria, inmóvil, del tigre, del que por una fuerza invencible de atracción no podía apartar los ojos, habían empezado a debilitar sus fuerzas, y ya veía próximo el momento en que su cuerpo extenuado iba a caer en su ancha boca, cuando el rumor lejano de galope de caballos le dio esperanza de salvación.

En efecto, sus amigos habían visto el rastro del tigre y corrían sin esperanza de salvarlo. El desparramo de la montura les reveló el lugar de la escena, y volar a él, desenrollar sus lazos, echarlos sobre el tigre, empacado y ciego de furor, fue la obra de un segundo. La fiera, estirada a dos lazos, no pudo escapar a las puñaladas repetidas con que, en venganza de su prolongada agonía, le traspasó el que iba a ser su víctima. «Entonces supe lo que era tener miedo», decía el general don Juan Facundo Quiroga, contando a un grupo de oficiales este suceso.

También a él le llamaron Tigre de los Llanos, y no le sentaba mal esta denominación, a fe. La frenología y la anatomía comparada han demostrado, en efecto, las relaciones que existen en las formas exteriores y las disposiciones morales, entre la fisonomía del hombre y de algunos animales, a quienes se asemeja en su carácter. Facundo, porque así lo llamaron largo tiempo los pueblos del interior; el general don Facundo Quiroga, el excelentísimo brigadier general don Juan Facundo Quiroga, todo eso vino después, cuando la sociedad lo recibió en su seno y la victoria lo hubo coronado de laureles: Facundo, pues, era de estatura baja y fornida; sus anchas espaldas sostenían sobre un cuello corto una cabeza bien formada, cubierta de pelo espesísimo, negro y ensortijado. Su cara, un poco ovalada, estaba hundida en medio de un bosque de pelo, a que correspondía una barba igualmente espesa, igualmente crespa y negra, que subía hasta los juanetes, bastante pronunciados, para descubrir una voluntad firme y tenaz.

Sus ojos negros, llenos de fuego y sombreados por pobladas cejas, causaban una sensación involuntaria de terror en aquellos sobre quienes, alguna vez, llegaban a fijarse; porque Facundo no miraba nunca de frente, y por hábito, por arte, por deseo de hacerse siempre temible, tenía de ordinario la cabeza inclinada y miraba por entre las cejas, como el Alí-Bajá de Monvoisin. El Caín que representaba la famosa Compañía Ravel me despierta la imagen de Quiroga, quitando las posiciones artísticas de la estatuaria, que no le convienen. Por lo demás, su fisonomía era regular, y el pálido moreno de su tez sentaba bien a las sombras espesas en que quedaba encerrada.

La estructura de su cabeza revelaba, sin embargo, bajo esta cubierta selvática, la organización privilegiada de los hombres nacidos para mandar. Quiroga poseía esas cualidades naturales que hicieron del estudiante de Brienne, el genio de la Francia, y del mameluco oscuro que se batía con los franceses en las Pirámides, el virrey de Egipto. La sociedad en que nacen da a estos caracteres la manera especial de manifestarse: sublimes, clásicos, por decirlo así, van al frente de la humanidad civilizada en unas partes; terribles, sanguinarios y malvados, son, en otras, su mancha, su oprobio.

Facundo Quiroga fue hijo de un sanjuanino de humilde condición, pero que, avecindado en los Llanos de La Rioja, había adquirido en el pastoreo una regular fortuna. El año 1799 fue enviado Facundo a la patria de su padre, a recibir la educación limitada que podía adquirirse en las escuelas: leer y escribir. Cuando un hombre llega a ocupar las cien trompetas de la fama con el ruido de sus hechos, la curiosidad o el espíritu de investigación van hasta rastrear la insignificante vida del niño, para anudarla a la biografía del héroe, y no pocas veces, entre fábulas inventadas por la adulación, se encuentran ya en germen, en ella, los rasgos característicos del personaje histórico.

Cuéntase de Alcibíades que, jugando en la calle, se tendía a lo largo del pavimento para contrariar a un cochero, que le prevenía que se quitase del paso a fin de no atropellarlo; de Napoleón, que dominaba a sus condiscípulos y se atrincheraba en su cuarto de estudiante para resistir a un ultraje. De Facundo se refieren, hoy, varias anécdotas, muchas de las cuales lo revelan todo entero.

En la casa de sus huéspedes jamás se consiguió sentarlo a la mesa común; en la escuela, era altivo, huraño y solitario; no se mezclaba con los demás niños sino para encabezar en actos de rebelión y para darles de golpes. El magister, cansado de luchar con este carácter indomable, se provee, una vez, de un látigo nuevo y duro, y enseñándolo a los niños, aterrados, «éste es -les dice- para estrenarlo en Facundo». Facundo, de edad de once años, oye esta amenaza, y al día siguiente la pone a prueba. No sabe la lección, pero pide al maestro que se la tome en persona, porque el pasante lo quiere mal. El maestro condesciende; Facundo comete un error, comete dos, tres, cuatro; entonces el maestro hace uso del látigo y Facundo, que todo lo ha calculado, hasta la debilidad de la silla en que su maestro está sentado, dale una bofetada, vuélcalo de espaldas, y entre el alboroto que esta escena suscita, toma la calle y va a esconderse en ciertos parrones de una viña, de donde no se le saca sino después de tres días. ¿No es ya el caudillo que va a desafiar, más tarde, a la sociedad entera?

Cuando llega a la pubertad, su carácter toma un tinte más pronunciado. Cada vez más sombrío, más imperioso, más selvático; la pasión del juego, la pasión de las almas rudas que necesitan fuertes sacudimientos para salir del sopor que las adormeciera, domínalo irresistiblemente desde la edad de quince años. Por ella se hace una reputación en la ciudad; por ella se hace intolerable en la casa en que se le hospeda; por ella, en fin, derrama, por un balazo dado a un Jorge Peña, el primer reguero de sangre que debía entrar en el ancho torrente que ha dejado marcado su pasaje en la tierra.

Desde que llega a la edad adulta, el hilo de su vida se pierde en un intrincado laberinto de vueltas y revueltos, por los diversos pueblos vecinos: oculto unas veces, perseguido siempre, jugando, trabajando en clase de peón, dominando todo lo que se le acerca y distribuyendo puñaladas. En San Juan, muéstranse hoy, en la quinta de los Godoyes, tapias pisadas por Quiroga; en La Rioja, las hay de su mano, en Fiambalá. Él enseñaba otras, en Mendoza, en el lugar mismo en que una tarde hacía traer de sus casas veintiséis oficiales de los que capitularon en Chacón para hacerlos fusilar, en expiación de los manes de Villafañe. En la campaña de Buenos Aires, también mostraba algunos monumentos de su vida de peón errante. ¿Qué causas hacen a este hombre, criado en una casa decente, hijo de un hombre acomodado y virtuoso, descender a la condición del gañán, y en ella escoger el trabajo más estúpido, más brutal, en el que sólo entra la fuerza física y la tenacidad? ¿Será que el tapiador gana doble sueldo y que se da prisa para juntar un poco de dinero?

Lo más ordenado que de esta vida oscura y errante he podido recoger es lo siguiente: Hacia el año 1806 vino a Chile, con un cargamento de grana, de cuenta de sus padres. Jugólo con la tropa y los troperos, que eran esclavos de su casa. Solía llevar a San Juan y Mendoza arreos de ganado de la estancia paterna, que tenían siempre la misma suerte, porque en Facundo era el juego una pasión feroz, ardiente, que le resacaba las entrañas. Estas adquisiciones y pérdidas sucesivas debieron cansar las larguezas paternales, porque, al fin, interrumpió toda relación amigable con su familia. Cuando era ya el terror de la República, preguntábale uno de sus cortesanos: «¿Cuál es, general, la parada más grande que ha hecho en su vida?» «Setenta pesos», contestó Quiroga con indiferencia; acababa de ganar, sin embargo, una de doscientas onzas. Era, según lo explicó después, que en su juventud, no teniendo sino setenta pesos los había perdido juntos a una sota.

Pero este hecho tiene su historia característica. Trabajaba de peón en Mendoza, en la hacienda de una señora, sita aquélla en el Plumerillo. Facundo se hacía notar, hacía un año, por su puntualidad en salir al trabajo y por la influencia y predominio que ejercía sobre los demás peones. Cuando éstos querían hacer falla para dedicar el día a una borrachera, se entendían con Facundo, quien lo avisaba a la señora, prometiéndole responder de la asistencia de todos al día siguiente, la que era siempre puntual. Por esta intercesión llamábanle los peones el Padre.

Facundo, al fin de un año de trabajo asiduo, pidió su salario, que ascendía a setenta pesos; montó en su caballo sin saber adónde iba, vio gente en una pulpería, desmontóse y alargando la mano sobre el grupo que rodeaba al tallador, puso sus setenta pesos en una carta: perdiólos y montó de nuevo, marchando sin dirección fija, hasta que a poco andar un juez Toledo, que acertaba a pasar a la sazón, le detuvo para pedirle su papeleta de conchavo.

Facundo aproximó su caballo en ademán de entregársela, afectó buscar algo en el bolsillo, y dejó tendido al juez de una puñalada. ¿Se vengaba en el juez de la reciente pérdida? ¿Quería sólo saciar el encono de gaucho malo contra la autoridad civil y añadir este nuevo hecho al brillo de su naciente fama? Lo uno y lo otro. Estas venganzas sobre el primer objeto que se presentaba son frecuentes en su vida. Cuando se apellidaba general y tenía coroneles a sus órdenes, hacía dar en su casa, en San Juan, doscientos azotes a uno de ellos, por haberle ganado mal, decía Facundo; a un joven, doscientos azotes, por haberse permitido una chanza en momentos en que él no estaba para chanzas; a una mujer, en Mendoza, que le había dicho al paso «Adiós, mi general», cuando él iba enfurecido porque no había conseguido intimidar a un vecino tan pacífico, tan juicioso, como era valiente y gaucho, doscientos azotes.

Facundo reaparece después, en Buenos Aires, donde en 1810 es enrolado, como recluta, en el regimiento de Arribeños que mandaba el general Ocampo, su compatriota, después Presidente de Charcas. La carrera gloriosa de las armas se abría para él con los primeros rayos del sol de mayo; y no hay duda que con el temple de alma de que estaba dotado, con sus instintos de destrucción y carnicería, Facundo, moralizado por la disciplina y ennoblecido por la sublimidad del objeto de la lucha, habría vuelto un día del Perú, Chile o Bolivia, uno de los generales de la República Argentina, como tantos otros valientes gauchos, que principiaron su carrera desde el humilde puesto del soldado. Pero el alma rebelde de Quiroga no podía sufrir el yugo de la disciplina, el orden del cuartel, ni la demora de los ascensos. Se sentía llamado a mandar, a surgir de un golpe, a crearse él solo, a despecho de la sociedad civilizada y en hostilidad con ella, una carrera a su modo, asociando el valor y el crimen, el gobierno y la desorganización. Más tarde fue reclutado para el ejército de los Andes y enrolado en los Granaderos a caballo; un teniente García lo tomó de asistente, y bien pronto la deserción dejó un vacío en aquellas gloriosas filas. Después, Quiroga, como Rosas, como todas esas víboras que han medrado a la sombra de los laureles de la patria, se ha hecho notar por su odio a los militares de la Independencia, en los que uno y otro han hecho una horrible matanza.

Facundo, desertando de Buenos Aires, se encamina a las provincias con tres compañeros. Una partida le da alcance: hace frente, libra una verdadera batalla, que permanece indecisa por algún tiempo, hasta que, dando muerte a cuatro o cinco, puede continuar su camino, abriéndose paso, todavía, a puñaladas, por entre otras partidas que hasta San Luis le salen al paso. Más tarde debía recorrer este mismo camino con un puñado de hombres, disolver ejércitos en lugar de partidas e ir hasta la Ciudadela famosa de Tucumán a borrar los últimos restos de la República y del orden civil.

Facundo reaparece en los Llanos, en la casa paterna. A esta época se refiere un suceso que está muy valido y del que nadie duda. Sin embargo, en uno de los manuscritos que consulto, interrogado su autor sobre este mismo hecho, contesta: «que no sabe que Quiroga haya tratado nunca de arrancar a sus padres dinero por la fuerza» y contra la tradición constante, contra el asentimiento general, quiero atenerme a este dato contradictorio. ¡Lo contrario es horrible! Cuéntase que habiéndose negado su padre a darle una suma de dinero que le pedía, acechó el momento en que su padre y madre dormían la siesta para poner aldaba a la pieza donde estaban y prender fuego al techo de pajas con que están cubiertas, por lo general, las habitaciones de los Llanos5.

Pero lo que hay de averiguado es que su padre pidió una vez, al Gobierno de La Rioja, que lo prendieran para contener sus demasías, que Facundo, antes de fugarse de los Llanos, fue a la ciudad de La Rioja, donde a la sazón se hallaba aquél, y cayendo de improviso sobre él, le dio una bofetada, diciéndole: «¿Usted me ha mandado prender? ¡Tome, mándeme prender ahora!», con lo cual montó en su caballo y partió a galope para el campo. Pasado un año, preséntase de nuevo en la casa paterna, échase a los pies del anciano ultrajado, confunden ambos sus sollozos, y entre las protestas de enmienda del hijo y las reconvenciones del padre, la paz queda restablecida, aunque sobre base tan deleznable y efímera.

Pero su carácter y hábitos desordenados no cambian, y las carreras, el juego, las correrías del campo son el teatro de nuevas violencias, de nuevas puñaladas y agresiones, hasta llegar, al fin, a hacerse intolerable para todos e insegura su posición. Entonces un gran pensamiento viene a apoderarse de su espíritu, y lo anuncia sin empacho. El desertor de los Arribeños, el soldado de Granaderos a caballo, que no ha querido inmortalizarse en Chacabuco y en Maipú, resuelve ir a reunirse a la montonera de Ramírez, vástago de la de Artigas, y cuya celebridad en crímenes y en odio a las ciudades a que hace la guerra ha llegado hasta los Llanos y tiene llenos de espanto a los gobiernos. Facundo parte a asociarse a aquellos filibusteros de la pampa, y acaso la conciencia que deja de su carácter e instintos, y de la importancia del refuerzo que va a dar a aquellos destructores, alarma a sus compatriotas, que instruyen a las autoridades de San Luis, por donde debía pasar, del designio infernal que lo guía. Dupuy, gobernador entonces (1818), lo hace aprehender, y por algún tiempo permanece confundido entre los criminales que la cárcel encierra. Esta cárcel de San Luis, empero, debía ser el primer escalón que había de conducirlo a la altura a que más tarde llegó. San Martín había hecho conducir a San Luis un gran número de oficiales españoles de todas graduaciones, de los que habían sido tomados prisioneros en Chile. Sea hostigados por las humillaciones y sufrimientos, sea que previesen la posibilidad de reunirse de nuevo a los ejércitos españoles, el depósito de prisioneros se sublevó un día, y abrió las puertas de los calabozos de reos ordinarios, a fin de que les prestasen ayuda para la común evasión. Facundo era uno de estos reos y no bien se vio desembarazado de las prisiones cuando, enarbolando el macho de los grillos, abre el cráneo al español mismo que se los ha quitado, y yendo por entre el grupo de los amotinados, deja una ancha calle sembrada de cadáveres, en el espacio que ha querido correr. Dícese que el arma de que hizo uso fue una bayoneta, y que los muertos no pasaron de tres. Quiroga, empero, hablaba siempre del macho de los grillos y de catorce muertos. Acaso es ésta una de esas idealizaciones con que la imaginación poética del pueblo embellece los tipos de la fuerza brutal, que tanto admira; acaso la historia de los grillos es una traducción argentina de la quijada de Sansón, el Hércules hebreo. Pero Facundo la aceptaba como un timbre de gloria, según su bello ideal, y macho de grillos o bayoneta, él, asociándose a otros soldados y presos a quienes su ejemplo alentó, logró sofocar el alzamiento y reconciliarse por este acto de valor con la sociedad, y ponerse bajo la protección de la patria, consiguiendo que su nombre volase por todas partes, ennoblecido y lavado, aunque con sangre, de las manchas que lo afeaban. Facundo, cubierto de gloria, mereciendo bien de la patria y con una credencial que acredita su comportación, vuelve a la Rioja y ostenta en los Llanos, entre los gauchos, los nuevos títulos que justifican el terror que ya empieza a inspirar su nombre; porque hay algo de imponente, algo que subyuga y domina, en el premiado asesino de catorce hombres a la vez.

Aquí termina la vida privada de Quiroga, de la que he omitido una larga serie de hechos que sólo pintan el mal carácter, la mala educación y los instintos feroces y sanguinarios de que estaba dotado. Sólo he hecho uso de aquellos que explican el carácter de la lucha, de aquellos que entran en proporciones distintas, pero formados de elementos análogos, en el tipo de los caudillos de las campañas, que han logrado, al fin, sofocar la civilización de las ciudades, y que, últimamente, han venido a completarse en Rosas, el legislador de esta civilización tártara, que ha ostentado toda su antipatía a la civilización europea, en torpezas y atrocidades sin nombre aún en la Historia.

Pero aún quédame algo por notar en el carácter y espíritu de esta columna de la Federación. Un hombre iletrado, un compañero de infancia y de juventud de Quiroga, que me ha suministrado muchos de los hechos que dejo referidos, me incluye en su manuscrito, hablando de los primeros años de Quiroga, estos datos curiosos: «... que no era ladrón antes de figurar como hombre público - que nunca robó, aun en sus mayores necesidades - que no sólo gustaba de pelear, sino que pagaba por hacerlo y por insultar al más pintado que tenía mucha aversión a los hombres decentes - que no sabía tomar licor nunca - que de joven era muy reservado, y no sólo quería infundir miedo, sino aterrar, para lo que hacía entender a hombres de su confianza que tenía agoreros o era adivino - que con los que tenía relación, los trataba como esclavos - que jamás se ha confesado, rezado ni oído misa - que cuando estuvo de general, lo vio una vez en misa - que él mismo le decía que no creía en nada». El candor con que estas palabras están escritas revela su verdad.

Toda la vida pública de Quiroga me parece resumida en estos datos. Veo en ellos el hombre grande, el hombre de genio, a su pesar, sin saberlo él, el César, el Tamerlán, el Mahoma. Ha nacido así, y no es culpa suya; descenderá de las escalas sociales para mandar, para dominar, para combatir el poder de la ciudad, la partida de la policía. Si le ofrecen una plaza en los ejércitos, la desdeñará, porque no tiene paciencia para aguardar los ascensos; porque hay mucha sujeción, muchas trabas puestas a la independencia individual, hay generales que pesan sobre él, hay una casaca que oprime el cuerpo, y una táctica que regla los pasos; ¡todo esto es insufrible! La vida de a caballo, la vida de peligros y emociones fuertes, han acerado su espíritu y endurecido su corazón; tiene odio invencible, instintivo, contra las leyes que lo han perseguido, contra los jueces que lo han condenado, contra toda esa sociedad y esa organización a que se ha sustraído desde la infancia y que lo mira con prevención y menosprecio. Aquí se eslabona insensiblemente el lema de este capítulo: «Es el hombre de la Naturaleza que no ha aprendido aún a contener o a disfrazar sus pasiones, que las muestra en toda su energía, entregándose a toda su impetuosidad. Éste es el carácter original del género «humano»; y así se muestra en las campañas pastoras de la República Argentina. Facundo es un tipo de la barbarie primitiva: no conoció sujeción de ningún género; su cólera era la de las fieras: la melena de sus renegridos y ensortijados cabellos caía sobre su frente y sus ojos, en guedejas como las serpientes de la cabeza de Medusa; su voz se enronquecía, y sus miradas se convertían en puñaladas. Dominado por la cólera, mataba a patadas, estrellándoles los sesos a N. por una disputa de juego; arrancaba ambas orejas a su querida porque le pedía, una vez, 30 pesos para celebrar un matrimonio consentido por él; y abría a su hijo Juan la cabeza de un hachazo porque no había forma de hacerlo callar; daba de bofetadas, en Tucumán, a una linda señorita a quien ni seducir ni forzar podía. En todos sus actos mostrábase el hombre bestia aún, sin ser por eso estúpido y sin carecer de elevación de miras. Incapaz de hacerse admirar o estimar, gustaba de ser temido; pero este gusto era exclusivo, dominante, hasta el punto de arreglar todas las acciones de su vida a producir el terror en torno suyo, sobre los pueblos como sobre los soldados, sobre la víctima que iba a ser ejecutada, como sobre su mujer y sus hijos. En la incapacidad de manejar los resortes del gobierno civil, ponía el terror como expediente para suplir el patriotismo y la abnegación; ignorante, rodeábase de misterios y haciéndose impenetrable, valiéndose de una sagacidad natural, una capacidad de observación no común y de la credulidad del vulgo, fingía una presciencia de los acontecimientos que le daba prestigio y reputación entre las gentes vulgares.

Es inagotable el repertorio de anécdotas de que está llena la memoria de los pueblos con respecto a Quiroga; sus dichos, sus expedientes, tienen un sello de originalidad que le daban ciertos visos orientales, cierta tintura de sabiduría salomónica en el concepto de la plebe. ¿Qué diferencia hay, en efecto, entre aquel famoso expediente de mandar partir en dos el niño disputado, a fin de descubrir la verdadera madre, y este otro para encontrar un ladrón? Entre los individuos que formaban una compañía, habíase robado un objeto, y todas las diligencias practicadas para descubrir el ladrón habían sido infructuosas. Quiroga forma la tropa, hace cortar tantas varitas de igual tamaño cuantos soldados había, hace enseguida que se distribuyan a cada uno, y luego, con voz segura, dice: «Aquel cuya varita amanezca mañana más grande que las demás, ése es el ladrón.» Al día siguiente, fórmase de nuevo la tropa, y Quiroga procede a la verificación y comparación de las varitas. Un soldado hay, empero, cuya vara aparece más corta que las otras. «¡Miserable! -le grita Facundo, con voz aterrante-, ¡tú eres!...» Y, en efecto, él era: su turbación lo dejaba conocer demasiado. El expediente es sencillo: el crédulo gaucho, temiendo que, efectivamente, creciese su varita, le había cortado un pedazo. Pero se necesita cierta superioridad y cierto conocimiento de la naturaleza humana para valerse de estos medios.

Habíanse robado algunas prendas de la montura de un soldado, y todas las pesquisas habían sido inútiles para descubrir al ladrón. Facundo hace formar la tropa y que desfile por delante de él, que está con los brazos cruzados, la mira fija, escudriñadora, terrible. Antes ha dicho: «Yo sé quién es», con una seguridad que nada desmiente. Empiezan a desfilar, desfilan muchos, y Quiroga permanece inmóvil; es la estatua de Júpiter Tonante, es la imagen del Dios del Juicio Final. De repente, se abalanza sobre uno, le agarra del brazo y le dice, con voz breve y seca: «¿Dónde está la montura?» «Allá, señor», contesta, señalando un bosquecillo. «Cuatro tiradores», grita entonces Quiroga.

¿Qué revelación era ésta? La del terror y la del crimen, hecha ante un hombre sagaz. Estaba, otra vez, un gaucho respondiendo a los cargos que se le hacían por un robo; Facundo le interrumpe, diciendo: «Ya este pícaro está mintiendo; ¡a ver..., cien azotes...!» Cuando el reo hubo salido, Quiroga dijo a alguno que se hallaba presente: «Vea, patrón; cuando un gaucho, al hablar, esté haciendo marcas con el pie, es señal que está mintiendo.» Con los azotes, el gaucho contó la historia como debía de ser, esto es, que se había robado una yunta de bueyes.

Necesitaba otra vez, y había pedido, un hombre resuelto, audaz, para confiarle una misión peligrosa. Escribía Quiroga, cuando le trajeron el hombre; levanta la cara después de habérselo anunciado varias veces, lo mira y dice, continuando de escribir: «¡Eh!... ¡Ése es un miserable! ¡Pido un hombre valiente y arrojado!» Averiguóse, en efecto, que era un patán.

De estos hechos hay a centenares en la vida de Facundo, y que, al paso que descubren un hombre superior, han servido eficazmente para labrarle una reputación misteriosa, entre hombres groseros, que llegaban a atribuirle poderes sobrenaturales.




ArribaAbajo6. La Rioja

The sides of the mountains enlarge and assume en aspect at once more grand and more barren. By little and little the scanty vegetation languishes and dies; and mosses disappear, and a red-burning hue succeeds.


ROUSSEL, Palestine.                


El comandante de campaña.

En un documento tan antiguo como el año de 1560 he visto consignado el nombre de Mendoza con este aditamento: «Mendoza, del valle de La Rioja». Pero La Rioja actual es una provincia argentina que está al norte de San Juan, del cual la separan varias travesías, aunque interrumpidas por valles poblados. De los Andes se desprenden ramificaciones que cortan la parte occidental en líneas paralelas, en cuyos valles están Los Pueblos y Chilecito, así llamado por los mineros chilenos que acudieron a la fama de las ricas minas de Famatina. Más hacia el oriente se extiende una llanura arenisca, desierta y agostada por los ardores del sol, en cuya extremidad norte y a las inmediaciones de una montaña cubierta hasta su cima de lozana y alta vegetación, yace el esqueleto de La Rioja, ciudad solitaria, sin arrabales y marchita como Jerusalén, al pie del Monte de los Olivos. Al sur, y a larga distancia, limitan esta llanura arenisca los Colorados, montes de greda petrificada, cuyos cortes regulares asumen las formas más pintorescas y fantásticas: a veces es una muralla lisa con bastiones avanzados, a veces, créese ver torreones y castillos almenados en ruinas. Últimamente, al sudeste y rodeados de extensas travesías, están los Llanos, país quebrado y montañoso, a despecho de su nombre, oasis de vegetación pastosa, que alimentó en otro tiempo millares de rebaños.

El aspecto del país es, por lo general, desolado; el clima, abrasador; la tierra, seca y sin aguas corrientes. El campesino hace represas para recoger el agua de las lluvias y dar de beber a sus ganados. He tenido siempre la preocupación de que el aspecto de Palestina es parecido al de La Rioja, hasta en el color rojizo u ocre de la tierra, la sequedad de algunas partes y sus cisternas; hasta en sus naranjos, vides e higueras, de exquisitos y abultados frutos, que se crían donde corre algún cenagoso y limitado Jordán. Hay una extraña combinación de montañas y llanuras, de fertilidad y aridez, de montes adustos y erizados, y colinas verdinegras tapizadas de vegetación tan colosal como los cedros del Líbano. Lo que más me trae a la imaginación estas reminiscencias orientales es el aspecto verdaderamente patriarcal de los campesinos de La Rioja. Hoy, gracias a los caprichos de la moda, no causa novedad el ver hombres con la barba entera, a la manera inmemorial de los pueblos de Oriente; pero aún no dejaría de sorprender, por eso, la vista de un pueblo que habla español y lleva y ha llevado, siempre, la barba completa, cayendo muchas veces hasta el pecho; un pueblo de aspecto triste, taciturno, grave y taimado; árabe, que cabalga en burros y viste a veces de cueros de cabra, como el ermitaño de Enggaddy. Lugares hay en que la población se alimenta exclusivamente de miel silvestre y de algarroba, como de langostas San Juan en el desierto. El llanista es el único que ignora que es el ser más desgraciado, más miserable y más bárbaro; y gracias a esto vive contento y feliz cuando el hambre no le acosa.

Dije al principio que había montañas rojizas que tenían, a lo lejos, el aspecto de torreones y castillos feudales arruinados; pues, para que los recuerdos de la Edad Media vengan a mezclarse a aquellos matices orientales, La Rioja ha presentado, por más de un siglo, la lucha de dos familias hostiles, señoriales, ilustres, ni más ni menos, que en los feudos italianos donde figuran Ursinos, Colonnas y Médicis. Las querellas de Ocampos y Dávilas forman toda la historia culta de La Rioja. Ambas familias, antiguas, ricas, tituladas, se disputan el poder largo tiempo, dividen la población en bandos, como los güelfos y gibelinos, aun mucho antes de la revolución de la Independencia. De estas dos familias ha salido una multitud de hombres notables en las armas, en el foro y en la industria; porque Dávilas y Ocampos trataron siempre de sobrepasarse, por todos los medios de valer que tiene consagrados la civilización. Apagar estos rencores hereditarios entró, no pocas veces, en la política de los patriotas de Buenos Aires. La Logia de Lautaro llevó a las dos familias a enlazar un Ocampo con una señorita Doria y Dávila, para reconciliarlas. Todos saben que ésta era la práctica en Italia; pero Romeo y Julieta fueron aquí más felices. Hacia el año 1817, el Gobierno de Buenos Aires, a fin de poner término también a los odios de aquellas casas, mandó un gobernador de fuera de la provincia, un señor Barnachea, que no tardó mucho en caer bajo la influencia del partido de los Dávilas, que contaban con el apoyo de don Prudencio Quiroga, residente en los Llanos y muy querido de los habitantes, y que, a causa de esto, fue llamado a la ciudad y hecho tesorero y alcalde. Nótese que, aunque de un modo legítimo y noble, con don Prudencio Quiroga, padre de Facundo, entra ya la campaña pastora a figurar como elemento político en los partidos civiles. Los Llanos, como ya llevo dicho, son un oasis montañoso de pasto, enclavados en el centro de una extensa travesía; sus habitantes, pastores exclusivamente, viven en la vida patriarcal y primitiva, que aquel aislamiento conserva toda su pureza bárbara y hostil a las ciudades. La hospitalidad es allí un deber común, y entre los deberes del peón entra el de defender a su patrón en cualquier peligro, aun a riesgo de su vida. Estas costumbres explicarán ya un poco los fenómenos que vamos a presenciar.

Después del suceso de San Luis, Facundo se presentó en los Llanos, revestido del prestigio de la reciente hazaña y premunido de una recomendación del Gobierno. Los partidos que dividían La Rioja no tardaron mucho en solicitar la adhesión de un hombre que todos miraban con el respeto y asombro que inspiran siempre las acciones arrojadas. Los Ocampos, que obtuvieron el gobierno en 1820, le dieron el título de Sargento Mayor de las Milicias de los Llanos, con la influencia y autoridad de Comandante de Campaña.

Desde este momento principia la vida pública de Facundo. El elemento pastoril, bárbaro de aquella provincia, aquella tercera entidad que aparece en el sitio de Montevideo con Artigas, va a presentarse en La Rioja con Quiroga, llamado en su apoyo por uno de los partidos de la ciudad. Éste es un momento solemne y crítico en la historia de todos los pueblos pastores de la República Argentina: hay, en todos ellos, un día en que, por necesidad de apoyo exterior, o por el temor que ya inspira un hombre audaz, se le elige comandante de campaña. Es éste el caballo de los griegos, que los troyanos se apresuran a introducir en la ciudad.

Por este tiempo ocurría en San Juan la desgraciada sublevación del número 1 de los Andes, que había vuelto de Chile a rehacerse. Frustrados en los objetos del motín, Francisco Aldao y Corro emprendieron una retirada desastrosa al norte, a reunirse a Güemes, caudillo de Salta. El general Ocampo, gobernador de La Rioja, se dispone a cerrarles el paso, y al efecto convoca todas las fuerzas de la provincia y se prepara a dar una batalla. Facundo se presenta con sus llanistas. Las fuerzas vienen a las manos, y pocos minutos bastaron al número 1 para mostrar que con la rebelión no había perdido nada de su antiguo brillo en los campos de batalla. Corro y Aldao se dirigieron a la ciudad, y los dispersos trataron de rehacerse, dirigiéndose hacia los Llanos, donde podían aguardar las fuerzas que de San Juan y Mendoza venían en persecución de los fugitivos. Facundo, en tanto, abandona el punto de reunión, cae sobre la retaguardia de los vencedores, los tirotea, los importuna, les mata y hace prisioneros a los rezagados. Facundo es el único que está dotado de vida propia, que no espera órdenes, que obra de su propio motu. Se ha sentido llamado a la acción y no espera que lo empujen. Más todavía, habla con desdén del Gobierno y del general, y anuncia su disposición de obrar, en adelante, según su dictamen y de echar abajo al Gobierno. Dícese que un Consejo de los principales del ejército instaba al general Ocampo para que lo prendiese, juzgase y fusilase; pero el general no consintió en ello, menos, acaso, por moderación que por sentir que Quiroga era ya, no tanto un súbdito, cuanto un aliado temible.

Un arreglo definitivo entre Aldao y el Gobierno dejó acordado que aquél se dirigiera a San Luis, por no querer seguir a Corro, proveyéndole el Gobierno de medios hasta salir del territorio por un itinerario que pasaba por los Llanos. Facundo fue encargado de la ejecución de esta parte de lo estipulado, y regresó a los Llanos con Aldao. Quiroga lleva ya la conciencia de su fuerza, y cuando vuelve la espalda a La Rioja ha podido decirle, en despedida: «¡Ay de ti, ciudad! En verdad os digo que dentro de poco no quedará piedra sobre piedra.»

Aldao llegado a los Llanos, y conocido el descontento de Quiroga, le ofrece cien hombres de línea para apoderarse de La Rioja, a trueque de aliarse para futuras empresas. Quiroga acepta con ardor, encamínase a la ciudad, la toma, prende a los individuos del Gobierno, les manda confesores y orden de prepararse para morir. ¿Qué objeto tiene para él esta revolución? Ninguno; se ha sentido con fuerzas: ha estirado los brazos y ha derrocado la ciudad. ¿Es culpa suya?

Los antiguos patriotas chilenos no han olvidado, sin duda, las proezas del sargento Araya, de Granaderos a caballo, porque entre aquellos veteranos la aureola de gloria solía descender hasta el simple soldado. Contábame el presbítero Meneses, cura que fue de Los Andes, que después de la derrota de Cancha Rayada, el sargento Araya iba encaminándose a Mendoza con siete granaderos. Íbasele el alma a los patriotas al ver alejarse y repasar los Andes, a los soldados más valientes del ejército, mientras que Las Heras tenía, todavía, un tercio bajo sus órdenes, dispuesto a hacer frente a los españoles. Tratábase de detener al sargento Araya; pero una dificultad ocurría. ¿Quién se le acercaba? Una partida de sesenta hombres de milicias estaba a la mano; pero todos los soldados sabían que el prófugo era el sargento Araya, y habrían preferido mil veces atacar a los españoles que a este león de los Granaderos. Don José María Meneses, entonces, se adelanta solo y desarmado, alcanza a Araya, le ataja el paso, le recuerda sus glorias pasadas y la vergüenza de una fuga sin motivo; Araya se deja conmover, y no opone resistencia a las súplicas y órdenes de un buen paisano; se entusiasma en seguida, corre a detener otros grupos de granaderos que le precedían en la fuga, y gracias a su diligencia y reputación vuelve a incorporarse al ejército con sesenta compañeros de armas, que se lavaron, en Maipú, de la mancha momentánea que había caído sobre sus laureles.

Este sargento Araya y un Lorca, también un valiente conocido en Chile, mandaban la fuerza que Aldao había puesto a las órdenes de Facundo. Los reos de La Rioja, entre los que se hallaba el doctor don Gabriel Ocampo, ex ministro de Gobierno, solicitaron la protección de Lorca para que intercediese por ellos. Facundo, aún no seguro de su momentánea elevación, consintió en otorgarles la vida; pero esta restricción puesta a su poder le hizo sentir otra necesidad. Era preciso prever esa fuerza veterana, para no encontrar contradicciones en lo sucesivo. De regreso a los Llanos, se entiende con Araya, y, poniéndose ambos de acuerdo, caen sobre el resto de la fuerza de Aldao, la sorprenden, y Facundo se halla, en seguida, jefe de cuatrocientos hombres de línea, de cuyas filas salieron, después, los oficiales de sus primeros ejércitos.

Facundo acordóse de que don Nicolás Dávila estaba en Tucumán, expatriado, y le hizo venir para encargarle de las molestias del gobierno de La Rioja, reservándose él, tan sólo, el poder real que lo seguía a los Llanos. El abismo que mediaba entre él y los Ocampos y los Dávilas era tan ancho, tan brusca la transición, que no era posible, por entonces, hacerla de un golpe; el espíritu de ciudad era demasiado poderoso, todavía, para sobreponerle el de la campaña; todavía, un doctor en leyes valía más para el gobierno que un peón cualquiera. Después ha cambiado todo esto.

Dávila se hizo cargo del gobierno bajo el patrocinio de Facundo, y por entonces pareció alejado todo motivo de zozobra. Las haciendas y propiedades de los Dávila estaban situadas en las inmediaciones de Chilecito, y allí, por tanto, en sus deudos y amigos, se hallaba reconcentrada la fuerza física y moral que debía apoyarlo en el gobierno. Habiéndose, además, acrecentado la población de Chilecito, con la provechosa explotación de las minas, y reunídose caudales cuantiosos, el gobierno estableció una casa de moneda provincial, y trasladó su residencia a aquel pueblecillo, ya fuese para llevar a cabo la empresa, ya para alejarse de los Llanos y sustraerse de la sujeción incómoda que Quiroga quería ejercer sobre él. Dávila no tardó mucho en pasar de estas medidas puramente defensivas a una actitud más decidida, y aprovechando la temporaria ausencia de Facundo, que andaba en San Juan, se concertó con el capitán Araya para que le prendiese a su llegada. Facundo tuvo aviso de las medidas que contra él se preparaban, e introduciéndose secretamente en los Llanos, mandó asesinar a Araya. El gobierno, cuya autoridad era contenida de una manera tan indigna, intimó a Facundo que se presentase a responder a los cargos que se le hacían sobre el asesinato. ¡Parodia ridícula! No quedaba otro medio que apelar a las armas y encender la guerra civil entre el gobierno y Quiroga, entre la ciudad y los Llanos. Facundo manda a su vez una comisión a la Junta de Representantes, pidiéndole que depusiese a Dávila. La Junta había llamado al gobernador, con instancia, para que desde allí, y con el apoyo de todos los ciudadanos, invadiese los Llanos y desarmase a Quiroga. Había en esto un interés local, y era hacer que la Casa de Moneda fuese trasladada a la ciudad de La Rioja; pero como Dávila persistiese en residir en Chilecito, la Junta, accediendo a la solicitud de Quiroga, lo declaró depuesto. El gobernador Dávila había reunido, bajo las órdenes de don Miguel Dávila, muchos soldados de los de Aldao; poseía un buen armamento, muchos adictos que querían salvar la provincia del dominio del caudillo que se estaba levantando en los Llanos y varios oficiales de línea para poner a la cabeza de las fuerzas. Los preparativos de guerra empezaron, pues, con igual ardor en Chilecito y en los Llanos; y el rumor de los aciagos sucesos que se preparaban llegó hasta San Juan y Mendoza, cuyos gobiernos mandaron un comisionado para procurar un arreglo entre los beligerantes, que ya estaban a punto de venir a las manos.

Corbalán, ese mismo que hoy sirve de ordenanza a Rosas, se presentó en el campo de Quiroga, a interponer la mediación de que venía encargado, y que fue aceptada por el caudillo; pasó en seguida al campo enemigo, donde obtuvo la misma cordial acogida. Regresa al campo de Quiroga para arreglar el convenio definitivo; pero éste, dejándolo allí, se puso en movimiento sobre su enemigo, cuyas fuerzas, desapercibidas por las seguridades dadas por el enviado, fueron fácilmente derrotadas y dispersas. Don Miguel Dávila, reuniendo algunos de los suyos, acometió denodadamente a Quiroga, a quien alcanzó a herir en un muslo antes que una bala le llevase a él mismo la muñeca; en seguida fue rodeado y muerto por los soldados. Hay en este suceso una cosa muy característica del espíritu gaucho. Un soldado se complace en enseñar sus cicatrices; el gaucho las oculta y disimula cuando son de arma blanca, porque prueban su poca destreza, y Facundo, fiel a estas ideas del honor, jamás recordó la herida que Dávila le había abierto antes de morir.

Aquí termina la historia de los Ocampo y de los Dávila, y la de La Rioja también. Lo que sigue es la historia de Quiroga. Este día es también uno de los nefastos de las ciudades pastoras, día aciago que al fin llega. Este día corresponde, en la historia de Buenos Aires, al de abril de 1835, en que su Comandante de Campaña, su Héroe del Desierto, se apodera de la ciudad.

Hay una circunstancia curiosa (1823) que no debo omitir, porque hace honor a Quiroga. En esta noche negra que vamos a atravesar no debe perderse la más débil lucecilla: Facundo, al entrar triunfante a La Rioja, hizo cesar los repiques de las campanas, y después de mandar dar el pésame a la viuda del general muerto, ordenó pomposas exequias para honrar sus cenizas. Nombró o hizo nombrar por gobernador a un español vulgar, un Blanco, y con él principió el nuevo orden de cosas que debía realizar el bello ideal del gobierno que había concebido Quiroga; porque Quiroga, en su larga carrera, en los diversos pueblos que ha conquistado, jamás se ha encargado del gobierno organizado, que abandonaba siempre a otros. Momento grande y digno de atención para los pueblos es siempre aquél en que una mano vigorosa se apodera de sus destinos. Las instituciones se afirman, o ceden su lugar a otras nuevas, más fecundas en resultados, o más conformes con las ideas que predominan. De aquel foco parten muchas veces los hilos que, entretejiéndose con el tiempo, llegan a cambiar la tela de que se compone la Historia.

No así cuando predomina una fuerza extraña a la civilización, cuando Atila se apodera de Roma, o Tamerlán recorre las llanuras asiáticas: los escombros quedan, pero en vano iría, después, a removerles la mano de la Filosofía, para buscar, debajo de ellos, las plantas vigorosas que nacieran con el abono nutritivo de la sangre humana. Facundo, genio bárbaro, se apodera de su país; las tradiciones de gobierno desaparecen, las formas se degradan, las leyes son un juguete en manos torpes; y en medio de esta destrucción efectuada por las pisadas de los caballos, nada se sustituye, nada se establece. El desahogo, la desocupación y la incuria son el bien supremo del gaucho. Si La Rioja, como tenía doctores, hubiera tenido estatuas, éstas habrían servido para amarrar los caballos.

Facundo deseaba poseer, e incapaz de crear un sistema de rentas, acude a lo que acuden siempre los gobiernos torpes e imbéciles; mas aquí el monopolio llevará el sello de la vida pastoril, la expoliación y la violencia. Rematábanse los diezmos de La Rioja, en aquella época, en diez mil pesos anuales; éste era, por lo menos, el término medio. Facundo se presenta en la mesa del remate, y ya su asistencia, hasta entonces inusitada, impone respeto a los postores. «Doy dos mil pesos -dice- y uno más sobre la mejor postura.» El escribano repite la propuesta tres veces, y nadie puja más alto. Era que todos los concurrentes se habían escurrido, uno a uno, al leer en la mirada siniestra de Quiroga que aquélla era la última postura. Al año siguiente, se contentó con mandar al remate una cedulilla así concebida: «Doy dos mil pesos, y uno más, sobre la mejor postura.- Facundo Quiroga

Al tercer año se suprimió la ceremonia del remate, y el año 1831 Quiroga mandaba, todavía, a La Rioja, dos mil pesos, valor fijado a los diezmos.

Pero le faltaba un paso que dar para hacer redituar al diezmo, un ciento por uno, y Facundo, desde el segundo año, no quiso recibir el de animales, sino que distribuyó su marca a todos los hacendados, a fin de que herrasen el diezmo y se le guardase en las estancias hasta que él lo reclamara. Las crías se aumentaban, los diezmos nuevos acrecentaban el piño de ganado, y a la vuelta de diez años se pudo calcular que la mitad del ganado de las estancias de una provincia pastora pertenecía al Comandante General de Armas y llevaba su marca.

Una costumbre inmemorial en La Rioja hacía que los ganados mostrencos, o no marcados a cierta edad, perteneciesen de derecho al fisco, que mandaba sus agentes a recoger estas espigas perdidas, y sacaba de la colecta una renta no despreciable, si bien su recaudación se hacía intolerable para los estancieros. Facundo pidió que se le adjudicase este ganado, en resarcimiento de los gastos que le había demandado la invasión a la ciudad; gastos que se reducían a convocar milicias, que concurren en sus caballos y viven siempre de lo que encuentran. Poseedor ya de partidas de seis mil novillos al año, mandaba, a las ciudades, sus abastecedores, y ¡desgraciado el que entrase a competir con él! Este negocio de abastecer los mercados de carne lo ha practicado dondequiera que sus armas se presentaron, en San Juan, Mendoza, Tucumán; cuidando siempre de monopolizarlo en su favor, por algún bando o un simple anuncio. Da asco y vergüenza, sin duda, tener que descender a estos pormenores, indignos de ser recordados. Pero ¿qué remedio? En seguida de una batalla sangrienta que le ha abierto la entrada a una ciudad, lo primero que el general ordena es que nadie pueda abastecer de carnes el mercado... En Tucumán supo que un vecino, contraviniendo la orden, mataba reses en su casa. El general del ejército de los Andes, el vencedor de la Ciudadela, no creyó deber confiar a nadie la pesquisa de delito tan horrendo. Va él en persona, da recios golpes a la puerta de la casa, que permanecía cerrada, y que, atónitos los de adentro, no aciertan a abrir. Una patada del ilustre general la echa abajo, y expone a su vida esta escena: una res muerta que desollaba el dueño de la casa, que a su vez cae también muerto ¡a la vista terrífica del general ofendido!

No me detengo en estos pormenores a designio. ¡Cuántas páginas omito! ¡Cuántas iniquidades comprobadas, y de todos sabidas, callo! Pero hago la historia del gobierno bárbaro, y necesito hacer conocer sus resortes. Mehemet-Alí, dueño de Egipto por los mismos medios que Facundo, se entrega a una rapacidad sin ejemplo aun en la Turquía; constituye el monopolio en todos los ramos, y los explota en su beneficio; pero Mehemet-Alí sale del seno de una nación bárbara, y se eleva hasta desear la civilización europea e injertarla en las venas del pueblo que oprime. Facundo, por el contrario, rechaza todos los medios civilizados que ya son conocidos, los destruye y desmoraliza; Facundo, que no gobierna, porque el gobierno es ya un trabajo en beneficio ajeno, se abandona a los instintos de una avaricia sin medida, sin escrúpulos.

El egoísmo es el fondo de casi todos los grandes caracteres históricos; el egoísmo es el muelle real que hace ejecutar todas las grandes acciones. Quiroga poseía este don político en un grado eminente, y lo ejercitaba en reconcentrar en torno suyo todo lo que veía diseminado en la sociedad inculta que lo rodeaba; fortuna, poder, autoridad, todo está con él; todo lo que no puede adquirir: maneras, instrucción, respetabilidad fundada, eso lo persigue, lo destruye en las personas que lo poseen. Su encono contra la gente decente, contra la ciudad, es cada día más visible; y el gobernador de La Rioja puesto por él, renuncia, al fin, a fuerza de ser vejado diariamente. Un día está de buen humor Quiroga, y se juega con un joven, como el gato juega con la tímida rata: juega a si lo mata o no lo mata; el terror de la víctima ha sido tan ridículo, que el verdugo se ha puesto de buen humor, se ha reído a carcajadas, contra su costumbre habitual. Su buen humor no debe quedar ignorado: necesita explayarse, extenderlo sobre una gran superficie. Suena la generala en La Rioja, y los ciudadanos salen a las calles armados, al rumor de alarma. Facundo, que ha hecho tocar la generala para divertirse, forma los vecinos en la plaza a las once de la noche, despide de las filas a la plebe, y deja sólo a los vecinos padres de familia, acomodados, y a los jóvenes que aún conservan visos de cultura. Hácelos marchar y contramarchar toda la noche, hacer alto, alinearse, marchar de frente, de flanco. Es un cabo de instrucción que enseña a unos reclutas, y la vara del cabo anda por la cabeza de los torpes, por el pecho de los que no se alinean bien; ¿qué quieren?; ¡así se enseña! El día sobreviene, y los semblantes pálidos de los reclutas, su fatiga y extenuación revelan todo lo que se ha aprendido en la noche. Al fin da descanso a su tropa, y lleva la generosidad hasta comprar empanadas y distribuir, a cada uno la suya, que se apresuran a comer, porque ésta es parte de la diversión.

Lecciones de este género no son inútiles para ciudades, y el hábil político que en Buenos Aires ha elevado a sistema estos procedimientos, los ha refinado y hecho producir efectos maravillosos. Por ejemplo: desde 1835 hasta 1840 casi toda la ciudad de Buenos Aires ha pasado por las cárceles. Había, a veces, ciento cincuenta ciudadanos que permanecían presos, dos, tres meses, para ceder su lugar a un repuesto de doscientos que permanecían seis meses. ¿Por qué?, ¿qué habían hecho?..., ¿qué habían dicho? ¡Imbéciles!: ¿no veis que se está disciplinando la ciudad?... ¿No recordáis que Rosas decía a Quiroga que no era posible constituir la República porque no había costumbres? ¡Es que está acostumbrando a la ciudad a ser gobernada!: ¡él concluirá la obra, y en 1844 podrá presentar al mundo un pueblo que no tiene sino un pensamiento, una opinión, una voz, un entusiasmo sin límites por la persona y por la voluntad de Rosas! ¡Ahora sí que se puede constituir una República!

Pero volvamos a La Rioja. Habíase excitado en Inglaterra un movimiento febril de empresa sobre las minas de los nuevos Estados americanos: compañías poderosas se proponían explotar las de México y las del Perú; y Rivadavia, residente en Londres entonces, estimuló a los empresarios a traer sus capitales a la República Argentina. Las minas de Famatina se prestaban a las grandes empresas. Especuladores de Buenos Aires obtienen, al mismo tiempo, privilegios exclusivos para la explotación, con el designio de venderlos a las compañías inglesas por sumas enormes. Estas dos especulaciones, la de Inglaterra y la de Buenos Aires, se cruzaron en sus planes y no pudieron entenderse. Al fin hubo una transacción con otra casa inglesa que debía suministrar fondos, y que, en efecto, mandó directores y mineros ingleses. Más tarde se especuló en establecer una Casa de Moneda en La Rioja, que, cuando el Gobierno nacional se organizase, debía serle vendida en una gran suma. Facundo, solicitado, entró con un gran número de acciones, que pagó con el Colegio de Jesuitas, que se hizo adjudicar en pago de sus sueldos de general. Una comisión de accionistas de Buenos Aires vino a La Rioja para realizar esta empresa, y, desde luego, manifestó su deseo de ser presentada a Quiroga, cuyo nombre misterioso y terrífico empezaba a resonar por todas partes. Facundo se les presenta en su alojamiento, con media de seda de patente, calzón de jergón y un poncho de tela ruin. No obstante lo grotesco de esta figura, a ninguno de los ciudadanos elegantes de Buenos Aires le ocurrió reírse, porque eran demasiado avisados, para no descifrar el enigma. Quería humillar a los hombres cultos, y mostrarles el caso que hacía de sus trajes europeos.

Últimamente, derechos exorbitantes sobre la extracción de ganados que no fuesen los suyos completaron el sistema de administración establecido en su provincia. Pero, a más de estos medios directos de fortuna, hay uno que me apresuro a exponer, por desembarazarme, de una vez, de un hecho que abraza toda la vida pública de Facundo. ¡El juego! Facundo tenía la rabia del juego, como otros la de los licores, como otros la del rapé. Un alma poderosa, pero incapaz de abrazar una grande esfera de ideas, necesitaba esta ocupación ficticia en que una pasión está en continuo ejercicio, contrariada y halagada a la vez, irritada, excitada, atormentada. Siempre he creído que la pasión del juego es, en los más casos, una buena cualidad de espíritu que está ociosa por la mala organización de una sociedad. Estas fuerzas de voluntad, de abnegación y de constancia son las mismas que forman las fortunas del comerciante emprendedor, del banquero y del conquistador que juega imperios a las batallas. Facundo ha jugado desde la infancia; el juego ha sido su único goce, su desahogo, su vida entera. ¿Pero sabéis lo que es un tallador que tiene en fondos el poder, el terror y la vida de sus compañeros de mesa? Ésta es una cosa de que nadie ha podido formarse idea sino después de haberlo visto durante veinte años. Facundo jugaba sin lealtad, dicen sus enemigos... Yo no doy fe a este cargo, porque la mala fe le era inútil, y porque perseguía de muerte a los que la usaban. Pero Facundo jugaba con fondos ilimitados; no permitió jamás que nadie levantase de la mesa el dinero con que jugaba; no era posible dejar de jugar sin que él lo dispusiese; él jugaba cuarenta horas, y más, consecutivas; él no estaba turbado por el terror, y él podía mandar azotar o fusilar a compañeros de carpeta, que muchas veces eran hombres comprometidos. He aquí el secreto de la buena fortuna de Quiroga. Son raros los que le han ganado sumas considerables, aunque sean muchos los que, en momentos dados de una partida de juego, han tenido delante de sí pirámides de onzas ganadas a Quiroga: el juego ha seguido, porque al ganancioso no le era permitido levantarse, y, al fin, sólo le ha quedado la gloria de contar que tenía ganado ya tanto y lo perdió en seguida.

El juego fue, pues, para Quiroga, una diversión favorita y un sistema de expoliación. Nadie recibía dinero de él en La Rioja, nadie lo poseía, sin ser invitado inmediatamente a jugar y a dejarlo en poder del caudillo. La mayor parte de los comerciantes de La Rioja quiebran, desaparecen, porque el dinero ha ido a parar a la bolsa del general; y no es porque no les dé lecciones de prudencia. Un joven había ganado a Facundo cuatro mil pesos, y Facundo no quería jugar más. El joven cree que es una red que le tienden, que su vida está en peligro. Facundo repite que no juega más; insiste el joven atolondrado, y Facundo, condescendiendo, le gana los cuatro mil pesos y le manda dar doscientos azotes por bárbaro.

Me fatigo de leer infamias, contestes en todos los manuscritos que consulto. Sacrifico la relación de ellas a la vanidad de autor, a la pretensión literaria. Diciendo más, los cuadros saldrían recargados, innobles, repulsivos.

Hasta aquí llega la vida del Comandante de Campaña, después que ha abolido la ciudad y la ha suprimido. Facundo hasta aquí es como Rosas en su estancia, aunque ni el juego, ni la satisfacción brutal de todas las pasiones lo deshonrasen tanto antes de llegar al poder. Pero Facundo va a entrar en una nueva esfera, y tendremos luego que seguirlo por toda la República, que ir a buscarlo en los campos de batalla.

¿Qué consecuencias trajo para La Rioja la destrucción del orden civil? Sobre esto no se razona, no se discurre. Se va a ver el teatro en que estos sucesos se desenvolvieron, y se tiende la vista sobre él: ahí está la respuesta. Los Llanos de La Rioja están hoy desiertos; la población ha emigrado a San Juan; los aljibes que daban de beber a millares de rebaños se han secado. En esos Llanos, donde ahora veinte años pacían tantos millares de rebaños, vaga tranquilo el tigre, que ha reconquistado su dominio; algunas familias de pordioseros recogen algarroba para mantenerse. Así han pagado los Llanos los males que extendieron sobre la República. ¡Ay de ti, Betsaida y Corozain! En verdad os digo que Sodoma y Gomorra fueron mejor tratadas que lo que debíais serlo vosotras.