Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajo7. Sociabilidad (1825)

La société du moyen-âge était composée des débris de mille autres sociétés. Toutes les formes de liberté et de servitude se rencontraient; la liberté monarchique du roi, la liberté individuelle du prêtre, la liberté privilégiée des villes, la liberté représentative de la nation, l'esclavage romain, le servage barbare, la servitude de l'aubain.


CHATEAUBRIAND.                


Facundo posee La Rioja como árbitro y dueño absoluto: no hay más voz que la suya, más interés que el suyo. Como no hay letras, no hay opiniones, y como no hay opiniones diversas, La Rioja es una máquina de guerra que irá adonde la lleven. Hasta aquí, Facundo nada ha hecho de nuevo, sin embargo; esto era lo mismo que habían hecho el doctor Francia, Ibarra, López, Bustos, lo que habían intentado Güemes y Aráoz en el norte: destruir todo derecho para hacer valer el suyo propio. Pero un mundo de ideas, de intereses contradictorios, se agitaba fuera de La Rioja, y el rumor lejano de las discusiones de la prensa y de los partidos llegaba hasta su residencia en los Llanos. Por otra parte, él no había podido elevarse sin que el ruido que hacía el edificio de la civilización que destruía no se oyese a la distancia y los pueblos vecinos no fijasen en él sus miradas. Su nombre había pasado los límites de La Rioja: Rivadavia lo invitaba a contribuir a la organización de la República; Bustos y López, a oponerse a ella; el Gobierno de San Juan se preciaba de contarlo entre sus amigos, y hombres desconocidos venían a los Llanos a saludarlo y pedirle apoyo para sostener este o el otro partido. Presentaba la República Argentina, en aquella época, un cuadro animado e interesante. Todos los intereses, todas las ideas, todas las pasiones se habían dado cita para agitarse y meter ruido. Aquí, un caudillo que no quería nada con el resto de la República; allí, un pueblo que nada más pedía que salir de su aislamiento; allá, un Gobierno que transportaba la Europa a la América; acullá, otro que odiaba hasta el nombre de civilización; en unas partes se rehabilitaba el Santo Tribunal de la Inquisición; en otras se declaraba la libertad de las conciencias, como el primero de los derechos del hombre; unos gritaban: «Federación»; otros, «Gobierno central»; cada una de estas diversas fases tenía intereses y pasiones fuertes, invencibles en su apoyo. Yo necesito aclarar un poco este caos, para mostrar el papel que tocó desempeñar a Quiroga, y la grande obra que debió realizar. Para pintar el comandante de campaña que se apodera de la ciudad y la aniquila al fin, he necesitado describir el suelo argentino, los hábitos que engendra, los caracteres que desenvuelve. Ahora, para mostrar a Quiroga saliendo ya de su provincia y proclamando un principio, una idea, y llevándola a todas partes en la punta de las lanzas, necesito también trazar la carta geográfica de las ideas y de los intereses que se agitaban en las ciudades. Para este fin necesito examinar dos ciudades, en cada una de las cuales predominaban las ideas opuestas, Córdoba y Buenos Aires, tales como existían hasta 1825.

Córdoba.

Córdoba era, no diré la ciudad más coqueta de la América, porque se ofendería de ello su gravedad española, pero sí una de las ciudades más bonitas del continente. Sita en una hondonada que forma un terreno elevado, llamado Los Altos, se ha visto forzada a replegarse sobre sí misma, a estrechar y reunir sus regulares edificios. El cielo es purísimo, el invierno, seco y tónico; el verano, ardiente y tormentoso. Hacia el oriente tiene un bellísimo paseo de formas caprichosas, de un golpe de vista mágico. Consiste en un estanque de agua encuadrado en una vereda espaciosa, que sombrean sauces añosos y colosales. Cada costado es de una cuadra de largo, encerrado bajo una reja de fierro forjado con enormes puertas en los centros de los cuatro costados, de manera que el paseo es una prisión encantada, en que se da vueltas, siempre en torno de un vistoso cenador de arquitectura griega. En la plaza principal está la magnífica catedral de orden gótico, con su enorme cúpula recortada en arabescos, único modelo que yo sepa que haya en la América del Sur de la arquitectura de la Edad Media. A una cuadra está el templo y convento de la Compañía de Jesús, en cuyo presbiterio hay una trampa que da entrada a subterráneos que se extienden por debajo de la ciudad, y van a parar no se sabe todavía adónde; también se han encontrado los calabozos en que la Sociedad sepultaba vivos a sus reos. Si queréis, pues, conocer monumentos de la Edad Media y examinar el poder y las formas de aquella célebre Orden, id a Córdoba, donde estuvo uno de sus grandes establecimientos centrales de América.

En cada cuadra de la sucinta ciudad hay un soberbio convento, un monasterio o una casa de beatas o de ejercicios. Cada familia tenía entonces un clérigo, un fraile, una monja o un corista; los pobres se contentaban con poder contar entre los suyos un betlemita, un motilón, un sacristán o un monacillo.

Cada convento o monasterio tenía una ranchería contigua, en que estaban reproduciéndose ochocientos esclavos de la Orden: negros, zambos, mulatos y mulatillas de ojos azules, rubias, rozagantes, de pierna bruñida como el mármol; verdaderas circasianas dotadas de todas las gracias, con más, una dentadura de origen africano, que servía de cebo a las pasiones humanas: todo para mayor honra y provecho del convento a que estas huríes pertenecían.

Andando un poco en la visita que hacemos, se encuentra la célebre Universidad de Córdoba, fundada nada menos que en el año 1613, y en cuyos claustros sombríos han pasado su juventud ocho generaciones de doctores en ambos derechos, ergotistas insignes, comentadores y casuistas. Oigamos al célebre Deán Funes describir la enseñanza y espíritu de esta famosa Universidad, que ha provisto durante dos siglos de teólogos y doctores a una gran parte de la América: «El curso teológico duraba cinco años y medio. La Teología participaba de la corrupción de los estudios filosóficos. Aplicada la filosofía de Aristóteles a la Teología, formaba una mezcla de profano y espiritual. Razonamientos puramente humanos, sutilezas y sofismas engañosos, cuestiones frívolas e impertinentes; esto fue lo que vino a formar el gusto dominante de estas escuelas.» Si queréis penetrar un poco más en el espíritu de libertad que daría esta instrucción, oíd al Deán Funes todavía: «Esta Universidad nació y se creó exclusivamente en manos de los jesuitas, quienes la establecieron en su colegio llamado Máximo, de la ciudad de Córdoba.» Muy distinguidos abogados han salido de allí; pero literatos, ninguno que no haya ido a rehacer su educación en Buenos Aires y con los libros modernos.

Esta ciudad docta no ha tenido hasta hoy teatro público, no conoció la ópera, no tiene aún diarios, y la imprenta es una industria que no ha podido arraigarse allí. El espíritu de Córdoba hasta 1829 es monacal y escolástico; la conversación de los estrados rueda siempre sobre las procesiones, las fiestas de los santos, sobre exámenes universitarios, profesión de monjas, recepción de las borlas de doctor.

Hasta dónde puede esto influir en el espíritu de un pueblo ocupado de estas ideas durante dos siglos, no puede decirse; pero algo ha debido influir, porque ya lo veis, el habitante de Córdoba tiende los ojos en torno suyo y no ve el espacio; el horizonte está a cuatro cuadras de la plaza; sale por las tardes a pasearse, y en lugar de ir y venir por una calle de álamos, espaciosa y larga como la cañada de Santiago, que ensancha el ánimo y lo vivifica, da vueltas en torno de un lago artificial de agua sin movimiento, sin vida, en cuyo centro está un cenador de formas majestuosas, pero inmóvil, estacionario: la ciudad es un claustro encerrado entre barrancas; el paseo es un claustro con verjas de fierro; cada manzana tiene un claustro de monjas o frailes; los colegios son claustros; la legislación que se enseña, la Teología; toda la ciencia escolástica de la Edad Media es un claustro en que se encierra y parapeta la inteligencia, contra todo lo que salga del texto y del comentario. Córdoba no sabe que existe en la tierra otra cosa que Córdoba; ha oído, es verdad, decir que Buenos Aires está por ahí; pero si lo cree, lo que no sucede siempre, pregunta: «¿Tiene Universidad?, pero será de ayer; veamos: ¿Cuántos conventos tiene? ¿Tiene paseo como éste? Entonces eso no es nada.»

«¿Por qué autor estudian ustedes legislación allá?», preguntaba el grave doctor Jigena a un joven de Buenos Aires. «Por Bentham.» «¿Por quién dice usted? ¿Por Benthamcito?», señalando con el dedo el tamaño del volumen en dozavo, en que anda la edición de Bentham. «¡Por Benthamcito! En un escrito mío hay más doctrina que en esos mamotretos. ¡Qué Universidad y qué doctorzuelos!» «¿Y ustedes por quién enseñan?» «¡Hoi!, ¿el cardenal de Luca?... ¿Qué dice usted?» «¡Diecisiete volúmenes en folio!...»

En verdad que el viajero que se acerca a Córdoba busca y no encuentra en el horizonte la ciudad santa, la ciudad mística, la ciudad con capelo y borlas de doctor. Al fin, el arriero le dice: «Vea ahí..., abajo, entre los pastos...» Y, en efecto, fijando la vista en el suelo, y a corta distancia, vense asomar una, dos, tres, diez cruces seguidas de cúpulas y torres de los muchos templos que decoran esta Pompeya de la España de la media edad.

Por lo demás, el pueblo de la ciudad, compuesto de artesanos, participaba del espíritu de las clases altas: el maestro zapatero se daba los aires de doctor en zapatería y os enderezaba un texto latino al tomaros gravemente la medida; el ergo andaba por las cocinas y en boca de los mendigos y locos de la ciudad, y toda disputa entre ganapanes tomaba el tono y forma de las conclusiones. Añádase que durante toda la revolución, Córdoba ha sido el asilo de los españoles en todas las demás partes maltratados. ¿Qué mella haría la revolución de 1810 en un pueblo educado por los jesuitas y enclaustrado por la naturaleza, la educación y el arte? ¿Qué asidero encontrarían las ideas revolucionarias, hijas de Rousseau, Mably, Raynal y Voltaire, si por fortuna atravesaban la pampa para descender a la catacumba española, en aquellas cabezas disciplinadas por el peripato para hacer frente a toda idea nueva; en aquellas inteligencias que, como su paseo, tenían una idea inmóvil en el centro, rodeada de un lago de aguas muertas, que estorbaba penetrar hasta ellas?

Hacia los años de 1816, el ilustrado y liberal Deán Funes logró introducir en aquella antigua Universidad los estudios hasta entonces tan despreciados: Matemáticas, Idiomas vivos, Derecho público, Física, Dibujo y Música. La juventud cordobesa empezó, desde entonces, a encaminar sus ideas por nuevas vías, y no tardó mucho en dejarse sentir los efectos de lo que trataremos en otra parte, porque por ahora sólo caracterizo el espíritu maduro, tradicional, que era el que predominaba.

La revolución de 1810 encontró en Córdoba un oído cerrado, al mismo tiempo que las provincias todas respondían a un tiempo al grito de: «¡A las armas! ¡A la libertad!» En Córdoba, empezó Liniers a levantar ejércitos para que fuesen a Buenos Aires a ajusticiar la revolución; a Córdoba mandó la Junta, uno de los suyos y sus tropas, a decapitar a la España. Córdoba, en fin, ofendida del ultraje, y esperando venganza y reparación, escribió con la mano docta de la Universidad, y en el idioma del breviario y los comentadores, aquel célebre anagrama que señalaba al pasajero la tumba de los primeros realistas sacrificados en los altares de la patria:

CLAMOR
oiloro
nnlred
cieelr
hennlí
a.rdo.ag
s.e.nu
a.e
z.

En 1820, un ejército se subleva en Arequito, y su jefe, cordobés, abandona el pabellón de la patria y se establece pacíficamente en Córdoba, que se goza en haberle arrebatado un ejército. Bustos crea un Gobierno colonial, sin responsabilidad; introduce la etiqueta de corte, el quietismo secular de la España, y así preparada, llega Córdoba al año 25, en que se trata de organizar la República y constituir la revolución y sus consecuencias.

Buenos Aires.

Examinemos ahora a Buenos Aires. Durante mucho tiempo lucha con los indígenas que la barren de la haz de la tierra; vuelve a levantarse, cae en seguida, hasta que por los años 1620 se levanta, ya, en el mapa de los dominios españoles lo suficiente, para elevarla a Capitanía General, separándola de la del Paraguay a que hasta entonces estaba sometida. En 1777 era Buenos Aires ya muy visible, tanto, que fue necesario rehacer la geografía administrativa de las colonias para ponerla al frente de un virreinato creado ex profeso para ella.

En 1806 el ojo especulador de Inglaterra recorre el mapa americano y sólo ve a Buenos Aires, su río, su porvenir. En 1810, Buenos Aires pulula de revolucionarios avezados en todas las doctrinas antiespañolas, francesas, europeas. ¿Qué movimiento de ascensión se ha estado operando en la ribera occidental del Río de la Plata? La España colonizadora no era ni comerciante ni navegante; el Río de la Plata era para ella poca cosa: la España oficial miró con desdén una playa y un río. Andando el tiempo, el río había depuesto su sedimento de riquezas sobre esa playa, pero muy poco del espíritu español, del gobierno español. La actividad del comercio había traído el espíritu y las ideas generales de Europa; los buques que frecuentaban sus aguas traían libros de todas partes y noticias de todos los acontecimientos políticos del mundo. Nótese que la España no tenía otra ciudad comerciante en el Atlántico. La guerra con los ingleses aceleró el movimiento de los ánimos hacia la emancipación y despertó el sentimiento de la propia importancia, Buenos Aires es un niño que vence a un gigante, se infatúa, se cree un héroe y se aventura a cosas mayores.

Llevada de este sentimiento de la propia suficiencia, inicia la revolución con una audacia sin ejemplo, la lleva por todas partes, se cree encargada de lo Alto para la realización de una grande obra. El Contrato Social vuela de mano en mano; Mably y Raynal son los oráculos de la prensa; Robespierre y la Convención, los modelos. Buenos Aires se cree una continuación de la Europa, y si no confiesa francamente que es francesa y norteamericana en su espíritu y tendencias, niega su origen español, porque el Gobierno español, dice, la ha recogido después de adulta. Con la revolución vienen los ejércitos y la gloria, los triunfos y los reveses, las revueltas y las sediciones.

Pero Buenos Aires, en medio de todos estos vaivenes, muestra la fuerza revolucionaria de que está dotada. Bolívar es todo, Venezuela es la peana de aquella colosal figura; Buenos Aires es una ciudad entera de revolucionarios. Belgrano, Rondeau, San Martín, Alvear y los cien generales que mandan sus ejércitos son sus instrumentos, sus brazos, no su cabeza, ni su cuerpo. En la República Argentina no puede decirse: «el general tal libertó el país», sino «la Junta, el Directorio, el Congreso, el Gobierno de tal o tal época mandó al general tal que hiciese tal cosa». El contacto con los europeos de todas las naciones es mayor aún desde los principios, que en ninguna parte del continente hispanoamericano: la desespañolización y la europeificación se efectúan en diez años de un modo radical sólo en Buenos Aires, se entiende.

No hay más que tomar una lista de vecinos de Buenos Aires para ver cómo abundan en los hijos del país los apellidos ingleses, franceses, alemanes, italianos. El año 1820 se empieza a organizar la sociedad, según las nuevas ideas de que está impregnada, y el movimiento continúa hasta que Rivadavia se pone a la cabeza del Gobierno. Hasta este momento, Rodríguez y Las Heras han estado echando los cimientos ordinarios de los gobiernos libres. Ley de olvido, seguridad individual, respeto de la propiedad, responsabilidad de la autoridad, equilibrio de los poderes, educación pública; todo, en fin, se cimenta y constituye pacíficamente. Rivadavia viene de Europa, se trae a la Europa; más todavía, desprecia a la Europa; Buenos Aires (y, por supuesto, decían, la República Argentina) realizará lo que la Francia republicana no ha podido, lo que la aristocracia inglesa no quiere, lo que la Europa despotizada echa de menos. Esta no era una ilusión de Rivadavia, era el pensamiento general de la ciudad, era su espíritu, su tendencia.

El más o el menos en las pretensiones dividía los partidos, pero no ideas antagonistas en el fondo. ¿Y qué otra cosa había de suceder en un pueblo que sólo en catorce años había escarmentado a la Inglaterra, correteado la mitad del continente, equipado diez ejércitos, dado cien batallas campales, vencido en todas partes, mezclándose en todos los acontecimientos, violado todas las tradiciones, ensayado todas las teorías, aventurádolo todo y salido bien en todo: que vivía, se enriquecía, se civilizaba? ¿Qué había de suceder, cuando las bases de gobierno, la fe política que le había dado la Europa estaban plagadas de errores, de teorías absurdas y engañosas, de malos principios; porque sus hombres políticos no tenían obligación de saber más que los grandes hombres de la Europa, que hasta entonces no sabían nada definitivo en materia de organización política? Éste es un hecho grave que quiero hacer notar. Hoy los estudios sobre las constituciones, las razas, las creencias, la historia, en fin, han hecho vulgares ciertos conocimientos prácticos que nos aleccionan contra el brillo de las teorías concebidas a priori; pero antes de 1820, nada de esto había trascendido por el mundo europeo. Con las paradojas del Contrato Social se sublevó la Francia; Buenos Aires hizo lo mismo; Montesquieu distinguió tres poderes, y al punto tres poderes tuvimos nosotros; Benjamin Constant y Bentham anulaban al ejecutivo, nulo de nacimiento se le constituyó allí; Say y Smith predicaban el comercio libre, comercio libre se repitió. Buenos Aires confesaba y creía todo lo que el mundo sabio de Europa creía y confesaba. Sólo después de la revolución de 1830 en Francia, y de sus resultados incompletos, las ciencias sociales toman nueva dirección y se comienzan a desvanecer las ilusiones. Desde entonces empiezan a llegarnos libros europeos que nos demuestran que Voltaire no tenía razón, que Rousseau era un sofista, que Mably y Raynal, unos anárquicos, que no hay tres poderes, ni contrato social, etcétera. Desde entonces sabemos algo de razas, de tendencias, de hábitos nacionales, de antecedentes históricos. Tocqueville nos revela, por la primera vez, el secreto de Norteamérica; Sismondi nos descubre el vacío de las constituciones; Thierry, Michelet y Guizot, el espíritu de la historia; la revolución de 1830, toda la decepción del constitucionalismo de Benjamin Constant; la revolución española, todo lo que hay de incompleto y atrasado en nuestra raza. ¿De qué culpan, pues, a Rivadavia y a Buenos Aires? ¿De no tener más saber que los sabios europeos que los extraviaban? Por otra parte, ¿cómo no abrazar con ardor las ideas generales, el pueblo que había contribuido tanto y con tan buen suceso a generalizar la revolución? ¿Cómo ponerle rienda al vuelo de la fantasía del habitante de una llanura sin límites, dando frente a un río sin ribera opuesta, a un paso de la Europa, sin conciencia de sus propias tradiciones, sin tenerlas en realidad; pueblo nuevo, improvisado, y que desde la cuna se oye saludar pueblo grande?

Así educado, mimado hasta entonces por la fortuna, Buenos Aires se entregó a la obra de constituirse a sí y a la República, como se había entregado a la de libertarse a sí y a la América, con decisión, sin medios términos, sin contemporización con los obstáculos. Rivadavia era la encarnación viva de ese espíritu poético, grandioso, que dominaba la sociedad entera. Rivadavia, pues, continuaba la obra de Las Heras en el ancho molde en que debía vaciarse un grande Estado americano, una República. Traía sabios europeos para la prensa y las cátedras, colonias para los desiertos, naves para los ríos, interés y libertad para todas las creencias, crédito y Banco Nacional para impulsar la industria; todas las grandes teorías sociales de la época, para moldear su gobierno; la Europa, en fin, a vaciarla de golpe en la América, y realizar en diez años la obra que antes necesitara el transcurso de siglos. ¿Era quimérico este proyecto? Protesto que no. Todas sus creaciones administrativas subsisten, salvo las que la barbarie de Rosas halló incómodas para sus atentados. La libertad de cultos, que el alto clero de Buenos Aires apoyó, no ha sido restringida; la población europea se disemina por las estancias, y toma las armas de su motu proprio para romper con el único obstáculo que la priva de las bendiciones que le ofrecía aquel suelo; los ríos están pidiendo a gritos que se rompan las cataratas oficiales que les estorban ser navegados, y el Banco Nacional es una institución tan hondamente arraigada, que él ha salvado la sociedad de la miseria a que la habría conducido el tirano. Sobre todo, por fantástico y extemporáneo que fuese aquel gran sistema, a que se encaminan y precipitan todos los pueblos americanos ahora, era, por lo menos, ligero y tolerable para los pueblos; y por más que hombres sin conciencia lo vociferan todos los días, Rivadavia nunca derramó una gota de sangre ni destruyó la propiedad de nadie, descendiendo, voluntariamente, de la Presidencia fastuosa a la pobreza noble y humilde del proscripto. Rosas, que tanto lo calumnia, se ahogaría en el lago que nunca podría formar toda la sangre que ha derramado; y los cuarenta millones de pesos fuertes del Tesoro nacional y los cincuenta de fortunas particulares que ha consumido en diez años para sostener la guerra interminable que sus brutalidades han encendido, en manos del fatuo, del iluso Rivadavia, se habrían convertido en canales de navegación, ciudades edificadas y grandes y multiplicados establecimientos de utilidad pública. Que le quede, pues, a este hombre, ya muerto para su patria, la gloria de haber representado la civilización europea en sus más nobles aspiraciones, y que sus adversarios cobren la suya, de mostrar la barbarie americana en sus formas más odiosas y repugnantes; porque Rosas y Rivadavia son los dos extremos de la República Argentina, que se liga a los salvajes, por la pampa y a la Europa, por el Plata.

No es el elogio, sino la apoteosis, la que hago de Rivadavia y de su partido, que han muerto para la República Argentina como elemento político, no obstante que Rosas se obstine, suspicazmente, en llamar unitarios a sus actuales enemigos. El antiguo partido unitario, como el de la Gironda, sucumbió hace muchos años. Pero en medio de sus desaciertos y sus ilusiones fantásticas, tenía tanto de noble y grande que la generación que le sucede le debe los más pomposos honores fúnebres. Muchos de aquellos hombres quedan aún entre nosotros, pero no ya como partido organizado: son las momias de la República Argentina, tan venerables y nobles como las del Imperio de Napoleón. Estos unitarios del año 25 forman un tipo separado, que nosotros sabemos distinguir por la figura, por los modales, por el tono de la voz y por las ideas. Me parece que entre cien argentinos reunidos, yo diría: éste es unitario. El unitario tipo marcha derecho, la cabeza alta; no da vuelta, aunque sienta desplomarse un edificio; habla con arrogancia; completa la frase con gestos desdeñosos y ademanes concluyentes; tiene ideas fijas, invariables, y a la víspera de una batalla se ocupará, todavía, de discutir en toda forma un reglamento, o de establecer una nueva formalidad legal; porque las fórmulas legales son el culto exterior que rinde a sus ídolos, la Constitución, las garantías individuales. Su religión es el porvenir de la República, cuya imagen colosal, indefinible, pero grandiosa y sublime, se le aparece a todas horas cubierta con el manto de las pasadas glorias y no le deja ocuparse de los hechos que presencia. Es imposible imaginarse una generación más razonadora, más deductiva, más emprendedora y que haya carecido en más alto grado de sentido práctico. Llega la noticia de un triunfo de sus enemigos; todos lo repiten, el parte oficial lo detalla, los dispersos vienen heridos. Un unitario no cree en tal triunfo, y se funda en razones tan concluyentes que os hace dudar de lo que vuestros ojos están viendo. Tiene tal fe en la superioridad de su causa, y tanta constancia y abnegación para consagrarle su vida, que el destierro, la pobreza ni el lapso de los años entibiarán en un ápice su ardor.

En cuanto a temple de alma y energía, son infinitamente superiores a la generación que les ha sucedido. Sobre todo, lo que más los distingue de nosotros son sus modales finos, su política ceremoniosa y sus ademanes pomposamente cultos. En los estrados no tienen rival, y no obstante que ya están desmontados por la edad, son más galanes, más bulliciosos y alegres con las damas que sus hijos.

Hoy día las formas se descuidan entre nosotros, a medida que el movimiento democrático se hace más pronunciado, y no es fácil darse idea de la cultura y refinamiento de la sociedad de Buenos Aires hasta 1828. Todos los europeos que arribaban creían hallarse en Europa, en los salones de París; nada faltaba, ni aun la petulancia francesa, que se dejaba notar, entonces, en el elegante de Buenos Aires.

Me he detenido en estos pormenores para caracterizar la época en que se trataba de constituir la República y los elementos diversos que se estaban combatiendo. Córdoba, española por educación literaria y religiosa, estacionaria y hostil a las innovaciones revolucionarias, y Buenos Aires, todo novedad, todo revolución y movimiento, son las dos fases prominentes de los partidos que dividían las ciudades todas; en cada una de las cuales estaban luchando estos dos elementos diversos que hay en todos los pueblos cultos. No sé si en América se presenta un fenómeno igual a éste, es decir, los dos partidos, retrógrado y revolucionario, conservador y progresista, representados altamente cada uno por una ciudad civilizada de diverso modo, alimentándose cada una de ideas extraídas de fuentes distintas: Córdoba, de la España, los Concilios, los Comentadores, el Digesto; Buenos Aires, de Bentham, Rousseau, Montesquieu y la literatura francesa entera.

A estos elementos de antagonismo se añadía otra causa no menos grave: tal era el aflojamiento de todo vínculo nacional, producido por la revolución de la Independencia. Cuando la autoridad es sacada de un centro, para fundarla en otra parte, pasa mucho tiempo antes de echar raíces. El Republicano decía el otro día que «la autoridad no es más que un convenio entre gobernantes y gobernados». ¡Aquí hay muchos unitarios todavía! La autoridad se funda en el asentimiento indeliberado que una nación da a un hecho permanente. Donde hay deliberación y voluntad, no hay autoridad. Aquel estado de transición se llama federalismo; y de toda revolución y cambio consiguiente de autoridad, todas las naciones tienen sus días y sus intentos de federación.

Me explicaré. Arrebatado a la España, Fernando VII, la autoridad, aquel hecho permanente deja de ser, y la España se reúne en juntas provinciales que niegan la autoridad a los que gobiernan en nombre del rey. Esto es federación de la España. Llega la noticia a la América, y se desprende de la España, separándose en varias secciones: federación de la América.

Del virreinato de Buenos Aires salen, al fin de la lucha, cuatro Estados: Bolivia, Paraguay, Banda Oriental y República Argentina: federación del virreinato.

La República Argentina se divide en provincias, no en las antiguas Intendencias, sino por ciudades: federación de las ciudades.

No es que la palabra federación signifique separación, sino que, dada la separación previa, expresa la unión de partes distintas. La República Argentina se hallaba en esta crisis social, y muchos hombres notables y bien intencionados de las ciudades creían que es posible hacer federaciones cada vez que un hombre o un pueblo se siente sin respeto por una autoridad nominal y de puro convenio.

Así, pues, había esta otra manzana de discordia en la República y los partidos, después de haberse llamado realistas y patriotas, congresistas y ejecutivistas, pelucones y liberales, concluyeron con llamarse federales y unitarios. Miento, que no concluye aún la lista: que a don Juan Manuel Rosas se le ha antojado llamar a sus enemigos presentes y futuros salvajes, inmundos unitarios, y uno nacerá salvaje estereotipado allí, dentro de veinte años, como son federales hoy todos los que llevan la carátula que él les ha puesto.

Pero la República Argentina está geográficamente constituida de tal manera, que ha de ser unitaria siempre, aunque el rótulo de la botella diga lo contrario. Su llanura continua, sus ríos confluyentes a un puerto único, la hacen fatalmente «una e indivisible». Rivadavia, más conocedor de las necesidades del país, aconsejaba a los pueblos que se uniesen bajo una Constitución común, haciendo nacional el puerto de Buenos Aires. Agüero, su eco en el Congreso, decía a los porteños con su acento magistral y unitario: «Demos voluntariamente a los pueblos lo que más tarde nos reclamarán con las armas en la mano

El pronóstico falló por una palabra. Los pueblos no reclamaron de Buenos Aires el puerto con las armas, sino con la barbarie, que le mandaron en Facundo y Rosas. Pero Buenos Aires se quedó con la barbarie y el puerto, que sólo a Rosas ha servido y no a las provincias. De manera que Buenos Aires y las provincias se han hecho el mal mutuamente, sin reportar ninguna ventaja.

Todos estos antecedentes he necesitado establecer para continuar con la vida de Juan Facundo Quiroga, porque, aunque parezca ridículo decirlo, Facundo es el rival de Rivadavia. Todo lo demás es transitorio, intermediario y de poco momento: el partido federal de las ciudades era un eslabón que se ligaba al partido bárbaro de las campañas. La República era solicitada por dos fuerzas unitarias: una que partía de Buenos Aires y se apoyaba en los liberales del interior; otra, que partía de las campañas y se apoyaba en los caudillos que ya habían logrado dominar las ciudades: la una, civilizada, constitucional, europea; la otra, bárbara, arbitraria, americana.

Estas dos fuerzas habían llegado a su más alto punto de desenvolvimiento, y sólo una palabra se necesitaba para trabar la lucha; y ya que el partido revolucionario se llamaba unitario, no había inconveniente para que el partido adverso adoptase la denominación de federal sin comprenderla.

Pero aquella fuerza bárbara estaba diseminada por toda la República, dividida en provincias, en cacicazgos; necesitábase una mano poderosa para fundirla y presentarla en un todo homogéneo, y Quiroga ofreció su brazo para realizar esta grande obra.

El gaucho argentino, aunque de instintos comunes a los pastores, es eminentemente provincial: lo hay porteño, santafecino, cordobés, llanista, etc. Todas sus aspiraciones las encierra en su provincia; las demás son enemigas o extrañas; son diversas tribus, que se hacen entre sí la guerra. López, apoderado de Santa Fe, no se cura de lo que pasa alrededor suyo, salvo que vengan a importunarlo, que entonces monta a caballo y echa fuera a los intrusos. Pero como no estaba en sus manos que las provincias no se tocasen por todas partes, no podían tampoco evitar que al fin se uniesen en un interés común, y de ahí les viniese esa misma unidad que tanto se interesaban en combatir.

Recuérdese que al principio dije que las correrías y viajes de la juventud de Quiroga habían sido la base de su futura ambición. Efectivamente: Facundo, aunque gaucho, no tiene apego a un lugar determinado; es riojano, pero se ha educado en San Juan, ha vivido en Mendoza, ha estado en Buenos Aires. Conoce la República; sus miradas se extienden sobre un grande horizonte; dueño de La Rioja, quisiera, naturalmente, presentarse revestido del poder en el pueblo en que aprendió a leer, en la ciudad donde levantó unas tapias, en aquella otra donde estuvo preso e hizo una acción gloriosa. Si los sucesos lo atraen fuera de su provincia, no se resistirá a salir por cortedad ni encogimiento. Muy distinto de Ibarra o López, que no gustan sino de defenderse en su territorio, él acometerá el ajeno y se apoderará de él. Así la Providencia realiza las grandes cosas por medios insignificantes e inapercibibles, y la Unidad bárbara de la República va a iniciarse, a causa de que un gaucho malo ha andado de provincia en provincia, levantando tapias y dando puñaladas.




ArribaAbajo8. Ensayos

¡Cuánto dilata el día! Porque mañana quiero galopar diez cuadras sobre un campo sembrado de cadáveres.


SHAKESPEARE.                


Tal como la hemos visto pintada era, en 1825, la fisonomía política de la República, cuando el Gobierno de Buenos Aires invitó a las provincias a reunirse en un Congreso, para darse una forma de gobierno general. De todas partes fue acogida esta idea con aprobación, ya fuese que cada caudillo contase con constituirse caudillo legítimo de su provincia, ya que el brillo de Buenos Aires ofuscase todas las miradas y no fuese posible negarse, sin escándalo, a una pretensión tan racional. Se ha imputado al gobierno de Buenos Aires, como una falta, haber promovido esta cuestión, cuya solución debía ser tan funesta para él mismo y para la civilización; que, como las religiones mismas, es generalizadora, propagandista, y mal creería un hombre si no deseara que todos creyesen como él.

Facundo recibió en La Rioja la invitación, y acogió la idea con entusiasmo, quizá por aquellas simpatías que los espíritus altamente dotados tienen por las cosas esencialmente buenas.

En 1825, la República se preparaba para la guerra del Brasil, y a cada provincia se había encomendado la formación de un regimiento para el ejército. A Tucumán vino con este encargo el coronel Madrid, que, impaciente por obtener los reclutas y elementos necesarios para levantar su regimiento, no vaciló mucho en derrocar aquellas autoridades morosas y subir él al Gobierno, a fin de expedir los decretos convenientes al efecto. Este acto subversivo ponía al Gobierno de Buenos Aires en una posición delicada. Había desconfianza en los gobiernos, celos de provincia, y el coronel Madrid, venido de Buenos Aires y trastornando un gobierno provincial, lo hacía aparecer a aquél, a los ojos de la nación, como instigador. Para desvanecer esta sospecha, el Gobierno de Buenos Aires insta a Facundo que invada a Tucumán y restablezca las autoridades provinciales. Madrid explica al Gobierno el motivo real, aunque bien frívolo, por cierto, que lo ha impulsado, y protesta de su adhesión inalterable. Pero ya era tarde: Facundo estaba en movimiento, y era preciso prepararse a rechazarlo. Madrid pudo disponer de un armamento que pasaba para Salta; pero, por delicadeza, por no agravar más los cargos que contra él pesaban, se contentó con tomar 50 fusiles y otros tantos sables, suficientes, según él, para acabar con la fuerza invasora.

Es el general Madrid uno de esos tipos naturales del suelo argentino. A la edad de 14 años empezó a hacer la guerra a los españoles, y los prodigios de su valor romancesco pasan los límites de lo posible: se ha hallado en ciento cuarenta encuentros, en todos los cuales la espada de Madrid ha salido mellada y destilando sangre; el humo de la pólvora y los relinchos de los caballos lo enajenan materialmente, y con tal que él acuchille todo lo que se le pone por delante, caballeros, cañones, infantes, poco le importa que la batalla se pierda. Decía que es un tipo natural de aquel país, no por esta valentía fabulosa, sino porque es oficial de caballería, y poeta además. Es un Tirteo que anima al soldado con canciones guerreras, el cantor de que hablé en la primera parte; es el espíritu gaucho, civilizado y consagrado a la libertad. Desgraciadamente, no es un general cuadrado como lo pedía Napoleón; el valor predomina sobre las otras cualidades del general, en proporción de ciento a uno. Y si no, ved lo que hace en Tucumán: pudiendo, no reúne fuerzas suficientes, y con un puñado de hombres presenta la batalla, no obstante que lo acompaña el coronel Díaz Vélez poco menos valiente que él. Facundo traía doscientos infantes y sus Colorados de caballería: Madrid tiene cincuenta infantes y algunos escuadrones de milicias. Comienza el combate, arrolla la caballería de Facundo, y a Facundo mismo, que no vuelve al campo de batalla sino después de concluido todo. Queda la infantería en columna cerrada; Madrid manda cargarla, no es obedecido, y la carga él solo. Cierto; él solo atropella la masa de infantería; voltéanle el caballo, se endereza, vuelve a cargar; mata, hiere, acuchilla todo lo que está a su alcance, hasta que caen caballo y caballero, traspasados de balas y bayonetazos, con lo cual la victoria se decide por la infantería. Todavía en el suelo, le hunden en la espalda la bayoneta de un fusil, le disparan el tiro, y bala y bayoneta lo traspasan, asándolo, además, con el fogonazo. Facundo vuelve, al fin, a recuperar su bandera negra que ha perdido, y se encuentra con una batalla ganada, y Madrid muerto, bien muerto. Su ropa está ahí; su espada, su caballo, nada falta, excepto el cadáver; que no puede reconocerse entre los muchos mutilados y desnudos que yacen en el campo. El coronel Díez Vélez, prisionero, dice que su hermano tenía una lanzada en una pierna; no hay cadáver allí con herida semejante.

Madrid, acribillado de once heridas, se había arrastrado hasta unos matorrales, donde su asistente lo encontró, delirando con la batalla, y respondiendo al ruido de pasos que se acercaban: «¡No me rindo!» Nunca se había rendido el coronel Madrid hasta entonces.

He aquí la famosa acción del Tala, primer ensayo de Quiroga, fuera de los términos de la Provincia. Ha vencido en ella al valiente de los valientes, y conserva su espada como trofeo de la victoria. ¿Se detendrá ahí? Pero veamos la fuerza que se ha suscitado contra el coronel del regimiento número 15, que ha trastornado un Gobierno para equipar su cuerpo. Facundo enarbola en el Tala una bandera que no es argentina, que es de su invención. Es un paño negro con una calavera y huesos cruzados en el centro. Ésta es su bandera, que ha perdido al principio del combate, y que «va a recobrar», dice a sus soldados dispersos, «aunque sea en la puerta del infierno». La muerte, el espanto, el infierno, se presentan en el pabellón y la proclama del General de los Llanos. ¿Habéis visto este mismo paño mortuorio sobre el féretro de los muertos, cuando el sacerdote canta A porta inferi?

Pero hay más, todavía, que revela desde entonces el espíritu de la fuerza pastora, árabe, tártara, que va a destruir las ciudades. Los colores argentinos son el celeste y el blanco; el cielo transparente de un día sereno y la luz nítida del disco del sol: la paz y la justicia para todos. A fuerza de odiar la tiranía y la violencia, nuestro pabellón y nuestras armas excomulgan el blasón y los trofeos guerreros. Dos manos en señal de unión sostienen el gorro frigio del liberto; las ciudades unidas, dice este símbolo, sostendrán la libertad adquirida; el sol principia a iluminar el teatro de este juramento, y la noche va desapareciendo poco a poco. Los ejércitos de la República, que llevan la guerra a todas partes para hacer efectivo aquel porvenir de luz y tornar en día la aurora que el escudo de armas anuncia, visten azul oscuro y con cabos diversos: visten a la europea. Bien; en el seno de la República, del fondo de sus entrañas, se levanta el color colorado y se hace el vestido del soldado, el pabellón del ejército y, últimamente, la cucarda nacional, que, so pena de la vida, ha de llevar todo argentino.

¿Sabéis lo que es el color colorado? Yo no lo sé tampoco; pero voy a reunir algunas reminiscencias.

Tengo a la vista un cuadro de las banderas de todas las naciones del mundo. Sólo hay una europea culta en que el colorado predomine, no obstante el origen bárbaro de sus pabellones. Pero hay otras coloradas; leo: Argel, pabellón colorado, con calavera y huesos; Túnez, pabellón colorado; Mogol, ídem; Turquía, pabellón colorado, con creciente; Marruecos, Japón, colorado, con la cuchilla exterminadora; Siam, Surat, etc., lo mismo.

Recuerdo que los viajeros que intentan penetrar en el interior del África se proveen de paño colorado para agasajar a los príncipes negros. «El rey de Elve» dicen los hermanos Lardner «llevaba un surtú español de paño colorado y pantalones del mismo color.»

Recuerdo que los presentes que el Gobierno de Chile manda a los caciques de Arauco consisten en mantas y ropas coloradas, porque este color agrada mucho a los salvajes.

La capa de los emperadores romanos que representaban al dictador era de púrpura, esto es, colorada.

El manto real de los reyes bárbaros de Europa fue siempre colorado.

La España ha sido el último país europeo que ha repudiado el colorado, que llevaba en la capa grana.

Don Carlos, en España, el pretendiente absoluto, izó una bandera colorada.

El Parlamento Regio de Génova,6 disponiendo que los senadores lleven toga purpúrea, colorada, previene que se practique así particularmente «in esecuzione di giudicato criminale ad effetto di incutere colla grave sua decorosa presenza il terrore e lo spavento, nei cattivi».

El verdugo, en todos los estados europeos, vestía de colorado hasta el siglo pasado.

Artigas agrega, al pabellón argentino, una faja diagonal colorada.

Los ejércitos de Rosas visten de colorado.

Su retrato se estampa en una cinta colorada.

¿Qué vínculo misterioso liga todos estos hechos? ¿Es casualidad que Argel, Túnez, el Japón, Marruecos, Turquía, Siam, los africanos, los salvajes, los Nerones romanos, los reyes bárbaros, il terrore e lo spavento, el verdugo y Rosas, se hallen vestidos con un color proscripto hoy día por las sociedades cristianas y cultas? ¿No es el colorado el símbolo que expresa violencia, sangre y barbarie? Y si no, ¿por qué este antagonismo?

La revolución de la Independencia argentina se simboliza en dos tiras celestes y una blanca, cual si dijera: ¡justicia, paz, justicia!

¡La reacción acaudillada por Facundo y aprovechada por Rosas se simboliza en una cinta colorada, que dice: ¡terror, sangre, barbarie!

La especie humana ha dado, en todos los tiempos, este significado al color grana, colorado, púrpura: id a estudiar el Gobierno en los pueblos que ostentan este color, y hallaréis a Rosas y a Facundo: el terror, la barbarie, la sangre corriendo todos los días. En Marruecos, el Emperador tiene la singular prerrogativa de matar él mismo a los criminales.

Necesito detenerme sobre este punto. Toda civilización se expresa en trajes, y cada traje indica un sistema de ideas entero. ¿Por qué usamos hoy la barba entera? Por los estudios que se han hecho en estos tiempos sobre la Edad Media: la dirección dada a la literatura romántica se refleja en la moda. ¿Por qué varía ésta todos los días? Por la libertad del pensamiento europeo; fijad el pensamiento, esclavizadlo, y tendréis vestido invariable: así en Asia, donde el hombre vive bajo gobiernos como el de Rosas, lleva desde los tiempos de Abraham vestido talar.

Hay aún más: cada civilización ha tenido su traje, y cada cambio en las ideas, cada revolución en las instituciones, un cambio en el vestir. Un traje, la civilización romana, otro, la Edad Media; el frac no principia en Europa sino después del renacimiento de las ciencias; la moda no la impone al mundo sino la nación más civilizada; de frac visten todos los pueblos cristianos, y cuando el sultán de Turquía, Abdul Medjil, quiere introducir la civilización europea en sus estados, depone el turbante, el caftán y las bombachas para vestir frac, pantalón y corbata.

Los argentinos saben la guerra obstinada que Facundo y Rosas han hecho al frac y a la moda. El año de 1840, un grupo de mazorqueros rodea, en la oscuridad de la noche, a un individuo que iba con levita por las calles de Buenos Aires. Los cuchillos están a dos dedos de su garganta. «Soy Simón Pereira», exclama. «Señor, el que anda vestido así se expone.» «Por lo mismo me visto así; ¿quién si no yo anda con levita? Lo hago para que me conozcan desde lejos.» Este señor es primo y compañero de negocios de don Juan Manuel Rosas. Pero, para terminar las explicaciones que me propongo dar sobre el color colorado iniciado por Facundo, e ilustrar por sus símbolos el carácter de la guerra civil, debo referir aquí la historia de la cinta colorada, que hoy sale ya a ostentarse afuera. En 1820 aparecieron en Buenos Aires, con Rosas, los Colorados de las Conchas; la campaña mandaba ese contingente. Rosas, veinte años después, reviste, al fin, la ciudad de colorado: casas, puertas, empapelados, vajillas, tapices, colgaduras, etc. etc. Últimamente, consagra este color oficialmente, y lo impone como una medida de Estado.

La historia de la cinta colorada es muy curiosa. Al principio fue una divisa que adoptaron los entusiastas; mandóse después llevarla a todos, para que probase la uniformidad de la opinión. Se deseaba obedecer, pero al mudar de vestido, se olvidaba. La Policía vino en auxilio de la memoria: se distribuían mazorqueros por las calles, y sobre todo en las puertas de los templos, y a la salida de las señoras, se distribuían, sin misericordia, zurriagazos con vergas de toro. Pero aún quedaba mucho por arreglar. ¿Llevaba uno la cinta negligentemente anudada? - ¡Vergazos!, era unitario. - ¿Llevábala la chica? - ¡Vergazos!, era unitario. ¿No la llevaba?, ¡degollado por contumaz! No paró ahí ni la solicitud del Gobierno ni la educación pública. No bastaba ser federal ni llevar la cinta, que era preciso, además, que ostentase el retrato del ilustre Restaurador sobre el corazón en señal de amor intenso, y los letreros «mueran los salvajes inmundos unitarios». ¿Creeríase que con esto estaba terminada la obra de envilecer a un pueblo culto y hacerle renunciar a toda dignidad personal? ¡Ah!, todavía no estaba bien disciplinado. Amanecía una mañana, en una esquina de Buenos Aires, un figurón pintado en papel, con una cinta flotante de media vara. En el momento que alguno la veía, retrocedía despavorido, llevando por todas partes la alarma; entrábase en la primer tienda, y salía de allí con una cinta flotante de media vara. Diez minutos después, toda la ciudad se presentaba en las calles, cada uno con su cinta flotante de media vara de largo. Aparecía otro día otro figurón con una ligera alteración en la cinta: la misma maniobra. Si alguna señorita se olvidaba del moño colorado, la Policía le pegaba gratis uno en la cabeza ¡con brea derretida! ¡Así se ha conseguido uniformar la opinión! ¡Preguntad en toda la República Argentina si hay uno que no sostenga y crea ser federal...! Ha sucedido mil veces, que un vecino ha salido a la puerta de su casa y ha visto barrida la parte frontera de la calle: al momento ha mandado barrer, le ha seguido su vecino, y en media hora ha quedado barrida toda la calle entera, creyéndose que era una orden de la Policía. Un pulpero iza una bandera por llamar la atención; velo el vecino y, temeroso de ser tachado de tardo por el gobernador, iza la suya, ízanla los del frente, ízanla en toda la calle, pasa a otras, y en un momento queda empavesada Buenos Aires. La Policía se alarma, inquiere qué noticia tan fausta se ha recibido que ella ignora, sin embargo... ¡Y éste era el pueblo que rendía a once mil ingleses en las calles y mandaba, después, cinco ejércitos por el continente americano a caza de españoles!

Es que el terror es una enfermedad del ánimo que aqueja a las poblaciones, como el cólera morbus, la viruela, la escarlatina. Nadie se libra, al fin, del contagio. Y cuando se trabaja diez años consecutivos para inocularlo, no resisten al fin ni los ya vacunados. ¡No os riáis, pues, pueblos hispanoamericanos, al ver tanta degradación! ¡Mirad que sois españoles, y la Inquisición educó así a la España! Esta enfermedad la traemos en la sangre.

Volvamos a tomar el hilo de los hechos. Facundo entró triunfante en Tucumán, y regresó a La Rioja, pasados unos pocos días, sin cometer actos notables de violencia y sin imponer contribuciones, porque la regularidad constitucional de Rivadavia había formado una conciencia pública que no era posible arrostrar de un golpe.

Facundo regresa a La Rioja; aunque enemigo de la Presidencia, Quiroga no sabía qué decir fijamente sobre el motivo de esta oposición a la Presidencia, lo que es muy natural. Él mismo no podría haberse dado cuenta de ello. «Yo no soy federal -decía siempre-, ¿que soy tonto?» «¿Sabe usted -decía una vez a don Dalmacio Vélez- por qué he hecho la guerra? ¡Por esto!» Y sacaba una onza de oro. Mentía Facundo.

Otras veces decía: «Carril, gobernador de San Juan, me hizo un desaire, desatendiendo mi recomendación por Carita, y me eché por eso en la oposición al Congreso.» Mentía.

Sus enemigos decían: «Tenía muchas acciones en la Casa de Moneda, y propusieron venderla al Gobierno Nacional en $ 300.000. Rivadavia rechazó esta propuesta, porque era un robo escandaloso; Facundo se alistó desde entonces entre sus enemigos.» El hecho es cierto, pero no fue éste el motivo.

Créese que cedió a las sugestiones de Bustos e Ibarra, para oponerse; pero hay un documento que acredita lo contrario. En carta que escribía al general Madrid, en 1832, le decía: «Cuando fui invitado por los muy nulos y bajos Bustos e Ibarra, no considerándolos capaces de hacer oposición con provecho, al déspota Presidente don Bernardino Rivadavia, los desprecié; pero, habiéndome asegurado el edecán del finado Bustos, coronel don Manuel del Castillo, que usted estaba de acuerdo con este negocio y era el más interesado en él, no trepidé un momento en decidirme a arrostrar todo compromiso, contando únicamente con su espada, para esperar un desenlace feliz... ¡Cuál fue mi chasco!, etc.»

No era federal, ¿ni cómo había de serlo? Qué, ¿es necesario ser tan ignorante como un caudillo de campaña para conocer la forma de gobierno que más conviene a la República? ¿Cuanta menos instrucción tiene un hombre, tanta más capacidad es la suya para juzgar de las arduas cuestiones de la alta política? ¿Pensadores como López, como Ibarra, como Facundo, eran los que con sus estudios históricos, sociales, geográficos, filosóficos, legales, iban a resolver el problema de la conveniente organización de un Estado? ¡Eh!... Dejemos a un lado las palabras vanas con que, con tanta impudencia, se han burlado de los incautos. Facundo dio contra el Gobierno que lo había mandado a Tucumán, por la misma razón que dio contra Aldao que lo mandó a La Rioja. Se sentía fuerte y con voluntad de obrar; impulsábalo a ello un instinto ciego, indefinido, y obedecía a él; era el comandante de campaña, el gaucho malo, enemigo de la justicia civil, del orden civil, del hombre educado, del sabio, del frac, de la ciudad, en una palabra. La destrucción de todo esto le estaba encomendada de lo Alto, y no podía abandonar su misión.

Por este tiempo, una singular cuestión vino a complicar los negocios. En Buenos Aires, puerto de mar, residencia de dieciséis mil extranjeros, el Gobierno propuso conceder a estos extranjeros la libertad de cultos, y la parte más ilustrada del clero sostuvo y sancionó la ley: los conventos habían sido antes regularizados, y rentados los sacerdotes. En Buenos Aires este asunto no metió bulla, porque eran puntos estos en que las opiniones estaban de acuerdo; las necesidades eran patentes. La cuestión de libertad de cultos es, en América, una cuestión de política y de economía. Quien dice libertad de cultos, dice inmigración europea y población. Tan no causó impresión en Buenos Aires, que Rosas no se ha atrevido a tocar nada de lo acordado entonces, y es preciso que sea un absurdo inconcebible aquello que Rosas no intente.

En las provincias, empero, ésta fue una cuestión de religión, de salvación y condenación eternas: ¡Imaginaos cómo la recibiría Córdoba! En Córdoba se levantó una inquisición. San Juan experimentó una sublevación católica, porque así se llamó el partido, para distinguirse de los libertinos, sus enemigos. Sofocada esta revolución en San Juan, sábese un día que Facundo está a las puertas de la ciudad, con una bandera negra dividida por una cruz sanguinolenta, rodeada de este lema: ¡Religión o muerte!

¿Recuerda el lector que he copiado de un manuscrito que Facundo nunca se confesaba, no oía misa, ni rezaba, y que él mismo decía que no creía en nada? Pues bien: el espíritu de partido aconsejó a un célebre predicador llamarlo el Enviado de Dios e inducir a la muchedumbre a seguir sus banderas. Cuando este mismo sacerdote abrió los ojos y se separó de la cruzada criminal que había predicado, Facundo decía que nada más sentía, que no haberlo a las manos, para darle seiscientos azotes.

Llegado a San Juan, los principales de la ciudad, los magistrados que no habían fugado, los sacerdotes, complacidos por aquel auxilio divino, salen a encontrarlo, y en una calle forman dos largas filas. Facundo pasa sin mirarlos; síguenle a distancia, turbados, mirándose unos a otros en la común humillación, hasta que llegan al centro de un potrero de alfalfa, alojamiento que el general pastor, este hicso moderno, prefiere a los adornados edificios de la ciudad. Una negra que lo había servido en su infancia se presenta a ver a su Facundo; él la sienta a su lado, conversa afectuosamente con ella, mientras que los sacerdotes y los notables de la ciudad están de pie, sin que nadie les dirija la palabra, sin que el jefe se digne despedirlos.

Los católicos debieron quedar un poco dudosos de la importancia e idoneidad del auxilio que tan inesperadamente les venía. Pocos días después, sabiendo que el cura de la Concepción era libertino, mandó traerlo con sus soldados, vejándolo en el tránsito, ponerle una barra de grillos, mandándole prepararse para morir. Porque han de saber mis lectores chilenos que por entonces había en San Juan sacerdotes libertinos, curas, clérigos, frailes que pertenecían al partido de la Presidencia. Entre otros, el presbítero Centeno, muy conocido en Santiago, fue, con otros seis, uno de los que más trabajaron en la reforma eclesiástica. Mas era necesario hacer algo en favor de la religión, para justificar el lema de la bandera. Con tan laudable fin, escribe una esquelita a un sacerdote adicto suyo, pidiéndole consejo sobre la resolución que ha tomado, dice, de fusilar a todas las autoridades, en virtud de no haber decretado aún la devolución de las temporalidades.

El buen sacerdote, que no había previsto lo que importa armar el crimen en nombre de Dios, tuvo, por lo menos, escrúpulo sobre la forma en que se iba a hacer reparación, y consiguió que se les dirigiese un oficio, pidiéndoles u ordenándoles que así lo hiciesen.

¿Hubo cuestión religiosa en la República Argentina? Yo lo negaría rotundamente, si no supiese que cuanto más bárbaro y, por tanto, más irreligioso es un pueblo, tanto más susceptible es de preocuparse y fanatizarse. Pero las masas no se movieron espontáneamente, y los que adoptaron aquel lema, Facundo, López, Bustos, etc., eran completamente indiferentes. Esto es capital. Las guerras religiosas del siglo XV, en Europa, son mantenidas de ambas partes por creyentes sinceros, exaltados, fanáticos y decididos hasta el martirio, sin miras políticas, sin ambición. Los puritanos leían la Biblia en el momento antes del combate, oraban y se preparaban con ayunos y penitencias. Sobre todo, el signo en que se conoce el espíritu de los partidos es que realizan sus propósitos cuando llegan a triunfar, aún más allá de donde estaban asegurados antes de la lucha. Cuando esto no sucede, hay decepción en las palabras. Después de haber triunfado en la República Argentina el partido que se apellida católico, ¿qué ha hecho por la religión o los intereses del sacerdocio?

Lo único, que yo sepa, es haber expulsado a los jesuitas y degollado cuatro sacerdotes respetables en Santos Lugares7, después de haberles desollado vivos la corona y las manos; ¡poner al lado del Santísimo Sacramento el retrato de Rosas y sacarlo en procesión bajo el palio! ¿Cometió jamás profanaciones tan horribles el partido libertino?

Pero ya es demasiado detenerme sobre este punto. Facundo, en San Juan, ocupó su tiempo en jugar, abandonando a las autoridades el cuidado de reunirle las sumas que necesitaba para resarcirse de los gastos que le imponía la defensa de la religión. Todo el tiempo que permaneció allí habitó bajo un toldo, en el centro de un potrero de alfalfa, y ostentó (porque era ostentación meditada) el chiripá. ¡Reto e insulto que hacía a una ciudad donde la mayor parte de los ciudadanos cabalgaban en sillas inglesas y donde los trajes y gustos bárbaros de la campaña eran detestados, por cuanto es una provincia exclusivamente agricultora!

Una campaña más todavía sobre Tucumán, contra el general Madrid, completó el debut o exhibición de este nuevo Emir de los pastores. El general Madrid había vuelto al Gobierno de Tucumán, sostenido por la provincia, y Facundo se creyó en el deber de desalojarlo. Nueva expedición, nueva batalla, nueva victoria. Omito sus pormenores, porque en ellos no encontramos sino pequeñeces. Un hecho hay, sin embargo, ilustrativo. Madrid tenía en la batalla del Rincón ciento diez hombres de infantería; cuando la acción se terminó, habían muerto sesenta en línea, y excepto uno, los cincuenta restantes estaban heridos. Al día siguiente, Madrid se presenta de nuevo a combatir, y Quiroga le manda uno de sus ayudantes, desnudo, a decirle, simplemente, que la acción principiaría por los cincuenta prisioneros que dejaba arrodillados, y una compañía de soldados apuntándoles; con cuya intimación, Madrid abandonó toda tentativa de hacer aún resistencia.

En todas estas tres expediciones en que Facundo ensaya sus fuerzas se nota, todavía, poca efusión de sangre, pocas violaciones de la moral. Es verdad que se apodera, en Tucumán, de ganados, cueros, suelas, e impone gruesas contribuciones en especies metálicas; pero aún no hay azotes a los ciudadanos, no hay ultrajes a las señoras; son los males de la conquista, pero aún sin sus horrores: el sistema pastoril no se desenvuelve sin freno y con toda la ingenuidad que muestra más tarde.

¿Qué parte tenía el Gobierno legítimo de La Rioja en estas expediciones? ¡Oh! Las formas existen aún, pero el espíritu estaba todo en el comandante de campaña. Blanco deja el mando, harto de humillaciones, y Agüero entra en el Gobierno. Un día, Quiroga raya su caballo en la puerta de su casa, y le dice: «Señor gobernador: vengo a avisarle que estoy acampado a dos leguas con mi escolta.» Agüero renuncia. Trátase de elegir nuevo gobierno, y a petición de los vecinos, él se digna indicarles a Galván. Recíbese éste, y en la noche es asaltado por una partida; fuga, y Quiroga se ríe mucho de la aventura. La Junta de Representantes se componía de hombres que ni leer sabían.

Necesita dinero para la primera expedición a Tucumán, y pide al tesoro de la Casa de Moneda 8.000 pesos por cuenta de sus acciones, que no había pagado; en Tucumán pide 25.000 pesos para pagar a sus soldados, que nada reciben, y más tarde, pasa la cuenta de 18.000 pesos a Dorrego, para que le abone los costos de la expedición que había hecho por orden del gobierno de Buenos Aires. Dorrego se apresura a satisfacer tan justa demanda. Esta suma se la reparten entre él y Moral, gobernador de La Rioja, que le sugirió la idea; seis años después daba en Mendoza 700 azotes al mismo Moral, en castigo de su ingratitud.

Durante el gobierno de Blanco se traba una disputa en una partida de juego. Facundo toma de los cabellos a su contendor, lo sacude y le quiebra el pescuezo. El cadáver fue enterrado y apuntada la partida: «Muerto de muerte natural.» Al salir para Tucumán, manda una partida a casa de Sárate, propietario pacífico, pero conocido por su valor y su desprecio a Quiroga; sale aquél a la puerta, y apartando a la mujer e hijos, lo fusilan, dejando a la viuda el cuidado de enterrarlo. De vuelta de la expedición se encuentra con Gutiérrez, ex gobernador de Catamarca y partidario del Congreso, y le insta que vaya a vivir a La Rioja, donde estará seguro. Pasan ambos una temporada en la mayor intimidad; pero un día que le ha visto en la carretera, rodeado de gauchos amigos, lo aprehenden, dándole una hora para prepararse a morir. El espanto reina en La Rioja; Gutiérrez es un hombre respetable, que se ha granjeado el afecto de todos. El presbítero Dr. Colina, el cura Herrera, el padre provincial Tarrima, el padre Cernadas, guardián de San Francisco y el padre prior de Santo Domingo, se presentan a pedirle que, al menos, dé al reo tiempo para testar y confesarse. «Ya veo -contestó- que Gutiérrez tiene aquí muchos partidarios. ¡A ver, una ordenanza! Lleve a estos hombres a la cárcel, y que mueran en lugar de Gutiérrez.» Son llevados, en efecto: dos se echan a llorar a gritos y a correr para salvarse; a otro le sucede algo peor que desmayarse; los otros son puestos en capilla. Al oír la historia se echa a reír Facundo y los manda poner en libertad. Estas escenas con los sacerdotes son frecuentes en el Enviado de Dios. En San Juan hace pasearse a un negro vestido de clérigo; en Córdoba, a nadie desea coger sino al doctor Castro Barros, con quien tiene que arreglar una cuenta; en Mendoza anda con un clérigo prisionero con sentencia de muerte, y es sentado en el banco para ser fusilado; en Antiles hace lo mismo con el cura de Alguia y en Tucumán con el prior de un convento. Es verdad que a ninguno fusila; eso estaba reservado a Rosas, jefe también del partido católico; pero los veja, los humilla, los ultraja, lo que no estorba que todos los viejos y las beatas dirijan sus plegarias al cielo por que dé la victoria a sus armas.

Pero la historia de Gutiérrez no concluye aquí. Quince días después recibe orden de salir desterrado con escolta. Llegado que hubo a un alojamiento, se enciende fuego para cenar, y Gutiérrez se comide a soplarlo. El oficial le descarga un palo; sucédense otros, y los sesos saltan por los alrededores. Un chasque sale inmediatamente, avisando al gobernador Moral que, habiendo querido fugarse el reo... El oficial no sabía escribir, y entre las provisiones de viaje ¡¡había traído, desde La Rioja, el oficio cerrado!!

Estos son los acontecimientos principales, que ocurren durante los primeros ensayos de fusión de la República, que hace Facundo; porque éste es un simple ensayo; todavía no ha llegado el momento de la alianza de todas las fuerzas pastoras, para que salga de la lucha la nueva organización de la República. Rosas es ya grande en la campaña de Buenos Aires, pero aún no tiene nombre ni títulos; trabaja, empero, la agita, la subleva. La Constitución dada por el Congreso es rechazada de todos los pueblos en que los caudillos tienen influencia. En Santiago del Estero se presenta el enviado en traje de etiqueta, y lo recibe Ibarra en mangas de camisa y chiripá. Rivadavia renuncia, en razón de que la voluntad de los pueblos está en oposición; «pero el vandalaje os va a devorar», añade en su despedida. ¡Hizo bien en renunciar! Rivadavia tenía por misión presentarnos el constitucionalismo de Benjamín Constant, con todas sus palabras huecas, sus decepciones y sus ridiculeces. Rivadavia ignoraba que cuando se trata de la civilización y la libertad de un pueblo, un Gobierno tiene ante Dios y ante las generaciones venideras arduos deberes que desempeñar, y que no hay caridad ni compasión en abandonar a una nación, por treinta años, a las devastaciones y a la cuchilla del primero que se presente, a despedazarla y degollarla. Los pueblos, en su infancia, son unos niños que nada prevén, que nada conocen, y es preciso que los hombres de alta previsión y de alta comprensión les sirvan de padre. El vandalaje nos ha devorado, en efecto, y es bien triste gloria el vaticinarlo en una proclama y no hacer el menor esfuerzo por estorbarlo.




ArribaAbajo9. Guerra social

Il y a un quatrième élément qui arrive: ce sont les barbares, ce sont les barbares, ce sont des hordes nouvelles, qui viennent se jeter dans la société antique avec une complète fraîcheur de moeurs, d'âme et d'esprit, qui n'ont rien fait, qui sont prêts à tout recevoir avec toute l'aptitude de l'ignorance la plus docile et la plus naïve.


LERMINIER.                


La Tablada.

La Presidencia ha caído, en medio de los silbos y las rechiflas de sus adversarios. Dorrego, el hábil jefe de la oposición en Buenos Aires, es el amigo de los gobiernos del interior, sus fautores y sostenedores en la campaña parlamentaria en que logró triunfar. En el exterior, la victoria parece haberse divorciado de la República; y aunque sus armas no sufren desastres en el Brasil, se siente por todas partes la necesidad de la paz. La oposición de los jefes del interior había debilitado el ejército, destruyendo o negando los contingentes que debían reforzarlo. En el interior reina una tranquilidad aparente; pero el suelo parece removerse, y rumores extraños turban la quieta superficie. La prensa de Buenos Aires brilla con resplandores siniestros; la amenaza está en el fondo de los artículos que se lanzan diariamente oposición y Gobierno.

La administración Dorrego siente que el vacío empieza a hacerse en torno suyo; que el partido de la ciudad, que se ha denominado federal y lo ha elevado, no tiene elementos para sostenerse con brillo después de la Presidencia. La administración Dorrego no había resuelto ninguna de las cuestiones que tenían dividida la República, mostrando, por el contrario, toda la impotencia del federalismo.

Dorrego era porteño antes de todo. ¿Qué le importaba el interior? El ocuparse de sus intereses habría sido manifestarse unitario, es decir, nacional. Dorrego había prometido a los caudillos y pueblos todo cuanto podía afianzar la perpetuidad de los unos y favorecer los intereses de los otros; elevado, empero, al Gobierno, «¿qué nos importa -decía allá en sus círculos- que los tiranuelos despoticen a esos pueblos? ¿Qué valen para nosotros cuatro mil pesos anuales dados a López, dieciocho mil a Quiroga, para nosotros, que tenemos el puerto y la aduana, que nos produce millón y medio, que el fatuo Rivadavia quería convertir en rentas nacionales?» Porque no olvidemos que el sistema de aislamiento se traduce por una frase cortísima: «cada uno para sí». ¿Pudo prever Dorrego y su partido que las provincias vendrían un día a castigar a Buenos Aires, por haberles negado su influencia civilizadora; y que, a fuerza de despreciar su atraso y su barbarie, ese atraso y esa barbarie habían de penetrar en las calles de Buenos Aires, establecerse allí y sentar sus reales en el Fuerte?

Pero Dorrego podía haberlo visto, si él o los suyos hubiesen tenido mejores ojos. Las provincias estaban ahí, a las puertas de la ciudad, esperando la ocasión de penetrar en ella. Desde los tiempos de la Presidencia, los decretos de la autoridad civil encontraban una barrera impenetrable en los arrabales exteriores de la ciudad. Dorrego había empleado como instrumento de oposición esta resistencia exterior, y cuando su partido triunfó, condecoró al aliado de extramuros con el dictado de Comandante general de la Campaña. ¿Qué lógica de hierro es ésta que hace escalón indispensable para un caudillo su elevación a comandante de campaña? Donde no existe este andamio, como sucedía entonces en Buenos Aires, se levanta ex profeso, como si se quisiese, antes de meter el lobo en el redil, exponerlo a las miradas de todos y elevarlo en los escudos.

Dorrego, más tarde, encontró que el Comandante de Campaña, que había estado haciendo bambolear la Presidencia y tan poderosamente había contribuido a derrocarla, era una palanca aplicada constantemente al Gobierno, y que, caído Rivadavia y puesto en su lugar Dorrego, la palanca continuaba su trabajo de desquiciamiento. Dorrego y Rosas están en presencia el uno del otro, observándose y amenazándose. Todos los del círculo de Dorrego recuerdan su frase favorita: «¡El gaucho pícaro!» «Que siga enredando -decía-, y el día menos pensado lo fusilo.» ¡Así decían también los Ocampos cuando sentían sobre su hombro la robusta garra de Quiroga!

Indiferente para los pueblos del interior, débil con su elemento federal de la ciudad y en lucha ya con el poder de la campaña que había llamado en su auxilio, Dorrego, que ha llegado al Gobierno por la oposición parlamentaria y la polémica, trata de atraerse a los unitarios, a quienes ha vencido. Pero los partidos no tienen ni caridad ni previsión. Los unitarios se le ríen en las barbas; se conjuran y se pasan la palabra: «Vacila -dicen-; dejémosle caer.» Los unitarios no comprendían que con Dorrego venían replegándose a la ciudad los que habían querido hacerse intermediarios entre ellos y la campaña, y que el monstruo de que huían no buscaba a Dorrego, sino a la ciudad, a las instituciones civiles, a ellos mismos, que eran su más alta expresión.

En este estado de cosas, concluida la paz con el Brasil, desembarca la primera división del ejército mandada por Lavalle. Dorrego conocía el espíritu de los veteranos de la Independencia, que se veían cubiertos de heridas, encaneciendo bajo el peso del morrión, y, sin embargo, apenas eran coroneles, mayores, capitanes; gracias si dos o tres habían ceñido la banda de general, mientras que en el seno de la República, y sin traspasar jamás las fronteras, había decenas de caudillos que en cuatro años habían elevádose de gauchos malos a comandantes, de comandantes a generales, de generales a conquistadores de pueblos y, al fin, a soberanos absolutos de ellos. ¿Para qué buscar otro motivo al odio implacable que bullía bajo las corazas de los veteranos? ¿Qué les aguardaba después de que el nuevo orden de cosas les había estorbado hacer, como ellos pretendían, ondear sus penachos por las calles de la capital del Imperio del Brasil?

El 1.º de diciembre amanecieron formados en la plaza de la Victoria los cuerpos de línea desembarcados. El gobernador Dorrego había tomado la campaña, los unitarios llenaban las avenidas, hendiendo el aire con sus vivas y sus gritos de triunfo. Algunos días después, setecientos coraceros, mandados por oficiales generales, salían por la calle del Perú, con rumbo a la Pampa, a encontrar algunos millares de gauchos, indios amigos y alguna fuerza regular, acaudillados por Dorrego y Rosas. Un momento después estaba el campo de Navarro lleno de cadáveres, y al día siguiente, un bizarro oficial, que hoy está al servicio de Chile, entregaba en el Cuartel general a Dorrego, prisionero. Una hora más tarde, el cadáver de Dorrego yacía traspasado de balazos. El jefe que había ordenado su ejecución anunció el hecho a la ciudad en estos términos de abnegación y altanería:

«Participo al Gobierno Delegado que el coronel don Manuel Dorrego acaba de ser fusilado por mi orden, al frente de los regimientos que componen esta división.

»La Historia, Señor Ministro, juzgará imparcialmente si el señor Dorrego ha debido o no morir, y si al sacrificarlo a la tranquilidad de un pueblo enlutado por él puedo haber estado poseído de otro sentimiento que el del bien público.

»Quiera el pueblo de Buenos Aires persuadirse que la muerte del coronel Dorrego es el mayor sacrificio que puedo hacer en su obsequio.

»Saluda al Sr. Ministro con toda consideración,

Juan Lavalle

¿Hizo mal Lavalle?... Tantas veces lo han dicho, que sería fastidioso añadir un sí en apoyo de los que después de palpadas las consecuencias han desempeñado la fácil tarea de incriminar los motivos de donde procedieron. «Cuando el mal existe, es porque está en las cosas, y allí solamente ha de ir a buscársele; si un hombre lo representa, haciendo desaparecer la personificación, se le renueva. César asesinado, renació más terrible en Octavio.» Sería un anacronismo oponer este sentir a L. Blanc, expresado antes por Lerminier y otros mil, enseñado por la Historia tantas veces a nuestros partidos hasta 1829, educados con las exageradas ideas de Mably, Raynal, Rousseau, sobre los déspotas, la tiranía y tantas otras palabras que aún vemos quince años después formando el fondo de las publicaciones de la prensa.

Lavalle no sabía, por entonces, que matando el cuerpo no se mata el alma, y que los personajes políticos traen su carácter y su existencia del fondo de ideas, intereses y fines del partido que representan. Si Lavalle, en lugar de Dorrego, hubiese fusilado a Rosas, habría quizá ahorrado al mundo un espantoso escándalo; a la humanidad, un oprobio, y a la República, mucha sangre y muchas lágrimas; pero, aun fusilando a Rosas, la campaña no habría carecido de representantes, y no se habría hecho más que cambiar un cuadro histórico por otro. Pero lo que hoy se afecta ignorar es que, no obstante la responsabilidad puramente personal que del acto se atribuye Lavalle, la muerte de Dorrego era una consecuencia necesaria de las ideas dominantes entonces, y que, dando cima a esta empresa, el soldado, intrépido hasta desafiar el fallo de la Historia, no hacía más que realizar el voto confesado y proclamado del ciudadano. Sin duda que nadie me atribuirá el designio de justificar al muerto, a expensas de los que sobreviven, por haberlo hecho, salvo, quizás, las formas; lo menos sustancial, sin duda, en caso semejante. ¿Qué había estorbado la proclamación de la Constitución de 1826, sino la hostilidad contra ella de Ibarra, López, Bustos, Quiroga, Ortiz, los Aldao, cada uno dominando una provincia y algunos de ellos influyendo sobre las demás? Luego, ¿qué cosa debía parecer más lógica en aquel tiempo y para aquellos hombres lógicos a priori por educación literaria, sino allanar el único obstáculo que, según ellos, se presentaba para la suspirada organización de la República? Estos errores políticos, que pertenecen a una época más bien que a un hombre, son, sin embargo, muy dignos de consideración; porque de ellos depende la explicación de muchos fenómenos sociales. Lavalle, fusilando a Dorrego, como se proponía fusilar a Bustos, López, Facundo y los demás caudillos, respondía a una exigencia de su época y de su partido.

Todavía en 1834 había hombres en Francia que creían que haciendo desaparecer a Luis Felipe la República francesa volvería a alzarse gloriosa y grande, como en tiempos pasados. Acaso, también, la muerte de Dorrego fue uno de esos hechos fatales, predestinados, que forman el nudo del drama histórico, y que, eliminados, lo dejan incompleto, frío, absurdo. Estábase incubando, hacía tiempo, en la República, la guerra civil: Rivadavia la había visto venir, pálida, frenética, armada de teas y puñales; Facundo, el caudillo más joven y emprendedor, había paseado sus hordas por las faldas de los Andes y encerrádose, a su pesar, en su guarida; Rosas, en Buenos Aires, tenía ya su trabajo maduro y en estado de ponerlo en exhibición; era una obra de diez años, realizada en derredor del fogón del gaucho, en la pulpería, al lado del cantor. Dorrego estaba de más para todos: para los unitarios, que lo menospreciaban; para los caudillos, a quienes era indiferente; para Rosas, en fin, que ya estaba cansado de aguardar y de surgir a la sombra de los partidos de la ciudad; que quería gobernar pronto, incontinenti; en una palabra, pugnaba por producirse aquel elemento que no era, porque no podía serlo, federal en el sentido estricto de la palabra; aquello que se estaba removiendo y agitando desde Artigas hasta Facundo, tercer elemento social, lleno de vigor y de fuerza, impaciente por manifestarse en toda su desnudez, por medirse con las ciudades y la civilización europea. Si quitáis de la Historia la muerte de Dorrego, ¿Facundo habría perdido la fuerza de expansión que sentía rebullirse en su alma, Rosas habría interrumpido la obra de personificación de la campaña en que estaba atareado, sin descanso ni tregua, desde mucho antes de manifestarse en 1820, ni todo el movimiento iniciado por Artigas e incorporado ya en la circulación de la sangre de la República? ¡No! Lo que Lavalle hizo fue dar con la espada un corte al nudo gordiano en que había venido a enredarse toda la sociabilidad argentina; dando una sangría, quiso evitar el cáncer lento, la estagnación; poniendo fuego a la mecha, hizo que reventase la mina por la mano de unitarios y federales, preparada de mucho tiempo atrás.

Desde este momento, nada quedaba que hacer para los tímidos, sino taparse los oídos y cerrar los ojos. Los demás vuelan a las armas por todas partes y el tropel de los caballos hace retemblar la pampa, y el cañón enseña su negra boca a la entrada de las ciudades.

Me es preciso dejar a Buenos Aires, para volver al fondo de las demás provincias, a ver lo que en ellas se prepara. Una cosa debo notar, de paso, y es que López, vencido en varios encuentros, solicita, en vano, una paz tolerable que Rosas piensa seriamente en trasladarse al Brasil.8 Lavalle se niega a toda transacción, y sucumbe. ¿No veis al unitario entero en este desdén del gaucho, en esta confianza en el triunfo de la ciudad? Pero ya lo he dicho: la montonera fue siempre débil en los campos de batalla, pero terrible en una larga campaña. Si Lavalle hubiera adoptado otra línea de conducta, y conservado el puerto en poder de los hombres de la ciudad, ¿qué habría sucedido?... El gobierno de sangre de la pampa, ¿habría tenido lugar?

Facundo estaba en su elemento. Una campaña debe abrirse; los chasques se cruzan por todas partes; el aislamiento feudal va a convertirse en confederación guerrera; todo es puesto en requisición para la próxima campaña, y no es que sea necesario ir hasta las orillas del Plata para encontrar un buen campo de batalla, no: el general Paz, con ochocientos veteranos, ha venido a Córdoba, batido y destrozado a Bustos, y apoderándose de la ciudad, que está a un paso de los Llanos y que ya asedian e importunan con su algazara, las montoneras de la sierra de Córdoba.

Facundo apresura sus preparativos; arde por llegar a las manos con un general manco que no puede manejar una lanza ni hacer describir círculos al sable. Ha vencido a Madrid; ¡qué podrá hacer Paz! De Mendoza debe reunírsele don Félix Aldao con un regimiento de auxiliares perfectamente equipados de colorado, y disciplinados; y no estando aún en línea una fuerza de setecientos hombres de San Juan, Facundo se dirige a Córdoba con 4.000 hombres, ansiosos de medir sus armas con los coraceros del 2 y los altaneros jefes de línea.

La batalla de la Tablada es tan conocida, que sus pormenores no interesan ya. En la Revista de Ambos Mundos se encuentra brillantemente descrita; pero hay algo que debe notarse. Facundo acomete la ciudad con todo su ejército, y es rechazado, durante un día y una noche de tentativas de asalto, por cien jóvenes dependientes de comercio, treinta artesanos artilleros, dieciocho soldados retirados, seis coraceros enfermos, parapetados detrás de zanjas hechas a la ligera y defendidas por sólo cuatro piezas de artillería. Sólo cuando anuncia su designio de incendiar la hermosa ciudad puede obtener que le entreguen la plaza pública, que es lo único que no está en su poder. Sabiendo que Paz se acerca, deja como inútil la infantería y marcha a su encuentro, con las fuerzas de caballería, que eran, sin embargo, de triple número que el ejército enemigo. Allí fue el duro batallar, allí las repetidas cargas de caballería; pero ¡todo inútil!

Aquellas enormes masas de jinetes que van a revolcarse sobre los ochocientos veteranos tienen que volver atrás a cada minuto y volver a cargar para ser rechazados de nuevo. En vano la terrible lanza de Quiroga hace en la retaguardia de los suyos tanto estrago como el cañón y la espada de Ituzaingó hacen al frente. ¡Inútil! En vano remolinean los caballos al frente de las bayonetas y en la boca de los cañones. ¡Inútil! Son las olas de una mar embravecida que vienen a estrellarse, en vano, contra la inmóvil y áspera roca: a veces queda sepultada en el torbellino que en su derredor levanta el choque; pero un momento después sus crestas negras, inmóviles, tranquilas, reaparecen, burlando la rabia del agitado elemento. De cuatrocientos auxiliares sólo quedan sesenta; de seiscientos colorados no sobrevive un tercio, y los demás cuerpos sin nombre se han deshecho y convertídose en una masa informe e indisciplinada, que se disipa por los campos. Facundo vuela a la ciudad, y al amanecer del día siguiente estaba, como el tigre en acecho, con sus cañones e infantes; todo, empero, quedó muy en breve terminado, y mil quinientos cadáveres patentizaron la rabia de los vencidos y la firmeza de los vencedores.

Sucedieron, en estos días de sangre, dos hechos que siguen, después, repitiéndose. Las tropas de Facundo mataron en la ciudad al mayor Tejedor, que llevaba en la mano una bandera parlamentaria; en la batalla del segundo día, un coronel de Paz fusiló nueve oficiales prisioneros. Ya veremos las consecuencias.

En la Tablada de Córdoba se midieron las fuerzas de la campaña y de la ciudad, bajo sus más altas inspiraciones, Facundo y Paz, dignas personificaciones de las dos tendencias que van a disputarse el dominio de la República. Facundo, ignorante, bárbaro, que ha llevado, por largos años, una vida errante que sólo alumbran, de vez en cuando, los reflejos siniestros del puñal que gira en torno suyo; valiente hasta la temeridad, dotado de fuerzas hercúleas, gaucho de a caballo, como el primero, dominándolo todo por la violencia y el terror, no conoce más poder que el de la fuerza brutal, no tiene fe sino en el caballo; todo lo espera del valor, de la lanza, del empuje terrible de sus cargas de caballería. ¿Dónde encontraréis en la República Argentina un tipo más acabado del ideal del gaucho malo? ¿Creéis que es torpeza dejar en la ciudad su infantería y su artillería? No; es instinto, es gala de gaucho; la infantería deshonraría el triunfo, cuyos laureles debe coger desde a caballo.

Paz es, por el contrario, el hijo legítimo de la ciudad, el representante más cumplido del poder de los pueblos civilizados. Lavalle, Madrid y tantos otros son argentinos siempre, soldados de caballería, brillantes como Murat, si se quiere; pero el instinto gaucho se abre paso por entre la coraza y las charreteras. Paz es militar a la europea: no cree en el valor solo, si no subordina a la táctica, a la estrategia y a la disciplina; apenas sabe andar a caballo; es, además, manco, y no puede manejar una lanza. La ostentación de fuerzas numerosas le incomoda; pocos soldados, pero bien instruidos. Dejadle formar un ejército, esperad que os diga: «ya está en estado», y concededle que escoja el terreno en que ha de dar la batalla, y podéis fiarle, entonces, la suerte de la República. Es el espíritu guerrero de la Europa, hasta en el arma que ha servido: es artillero, y, por tanto, matemático, científico, calculador. Una batalla es un problema que resolverá por ecuaciones, hasta daros la incógnita, que es la victoria. El general Paz no es un genio, como el artillero de Tolón, y me alegro de que no lo sea; la libertad pocas veces tiene mucho que agradecer a los genios. Es un militar hábil y un administrador honrado, que ha sabido conservar las tradiciones europeas y civiles, y que espera de la ciencia lo que otros aguardan de la fuerza brutal; es, en una palabra, el representante legítimo de las ciudades, de la civilización europea, que estamos amenazados de ver interrumpida en nuestra patria. ¡Pobre general Paz! ¡Gloriaos en medio de vuestros repetidos contratiempos! ¡Con vos andan los penates de la República Argentina! Todavía el destino no ha decidido entre vos y Rosas, entre la ciudad y la pampa, entre la banda celeste y la cinta colorada. ¡Tenéis la única cualidad de espíritu que vence, al fin, la resistencia de la materia bruta, la que hizo el poder de los mártires! Tenéis fe. ¡Nunca habéis dudado! ¡La fe os salvará y en vos confía la civilización!

Algo debe haber de predestinado en este nombre. Desprendido del seno de una revolución mal aconsejada como la del 1.º de diciembre, él es el único que sabe justificarla con la victoria; arrebatado de la cabeza de su ejército, por el poder sublime del gaucho, anda de prisión en prisión diez años, y Rosas mismo no se atreve a matarlo, como si un ángel tutelar velara sobre la conservación de sus días. Escapado como por milagro, en medio de una noche tempestuosa, las olas agitadas del Plata le dejan, al fin, tocar la ribera oriental; rechazado aquí, desairado allá, le entregan, al fin, las fuerzas extenuadas de una provincia que ha visto sucumbir, ya, dos ejércitos. De estas migajas, que recoge con paciencia y prolijidad, forma sus medios de resistencia, y cuando los ejércitos de Rosas han triunfado por todas partes y llevado el terror y las matanzas a todos los confines de la República, el general manco, el general boleado, grita desde los pantanos de Caaguazú. «¡La República vive aún!» Despojado de sus laureles, por la mano de los mismos a quienes ha salvado, y arrojado indignamente de la cabeza de su ejército, se salva de entre sus enemigos en el Entre Ríos porque el cielo desencadena sus elementos para protegerlo, y porque el gaucho del bosque Montiel no se atreve a matar al buen manco que no mata a nadie. Llegado a Montevideo, sabe que Ribera ha sido derrotado, acaso porque él no estuvo para enredar al enemigo con sus propias maniobras. Toda la ciudad, consternada, se agolpa a su humilde morada de fugitivo a pedirle una palabra de consuelo, una vislumbre de esperanza. «Si me dieran veinte días, no toman la plaza», es la única respuesta que da, sin entusiasmo, pero con la seguridad del matemático. Dale Oribe lo que Paz le pide, y tres años van corriendo desde aquel día de consternación para Montevideo.

Cuando ha afirmado bien la plaza y habituado a la guarnición improvisada a pelear diariamente, como si fuese ésta una ocupación como cualquiera otra de la vida, vase al Brasil, se detiene en la Corte más tiempo que el que sus parciales desearan, y cuando Rosas esperaba verlo bajo la vigilancia de la policía imperial, sabe que está en Corrientes, disciplinando seis mil hombres, que ha celebrado una alianza con el Paraguay, y más tarde llega a sus oídos que el Brasil ha invitado a la Francia y a la Inglaterra para tomar parte en la lucha: de manera que la cuestión entre la campaña pastora y las ciudades se ha convertido, al fin, en cuestión entre el manco matemático, el científico Paz y el gaucho bárbaro Rosas; entre la pampa por un lado, y Corrientes, el Paraguay, el Uruguay, el Brasil, la Inglaterra y la Francia por otro.

Lo que más honra a este general, es que los enemigos a quienes ha combatido no le tienen ni rencor ni miedo. La Gaceta de Rosas, tan pródiga en calumnias y difamaciones, no acierta a injuriarlo con provecho, descubriendo, a cada paso, el respeto que a sus detractores inspira; llámale manco boleado, castrado, porque siempre ha de haber una brutalidad y una torpeza mezclada con los gritos sangrientos del Caribe. Si fuese a penetrarse en lo íntimo del corazón de los que sirven a Rosas, se descubriría la afección que todos tienen al general Paz, y los antiguos federales no han olvidado que él era el que estaba siempre protegiéndolos, contra el encono de los antiguos unitarios. ¡Quién sabe si la Providencia, que tiene en sus manos la suerte de los Estados, ha querido guardar este hombre, que tantas veces ha escapado a la destrucción, para volver a reconstruir la República, bajo el imperio de las leyes que permiten la libertad sin la licencia y que hacen inútil el terror y las violencias que los estúpidos necesitan para mandar! Paz es provinciano, y como tal, tiene ya una garantía de que no sacrificaría las provincias a Buenos Aires y al puerto, como lo hace, hoy, Rosas, para tener millones con que empobrecer y barbarizar a los pueblos del interior; como los federales de las ciudades, acusaban al Congreso de 1826.

El triunfo de la Tablada abría una nueva época para la ciudad de Córdoba, que hasta entonces, según el mensaje pasado a la Representación provincial por el general Paz, «había ocupado el último lugar entre los pueblos argentinos». «Recordad que ha sido -continúa el mensaje- donde se han cruzado las medidas y puesto obstáculos a todo lo que ha tenido tendencia a constituir la nación o esta misma provincia, ya sea bajo el sistema federal, ya bajo el unitario.»

Córdoba, como todas las ciudades argentinas, tenía su elemento liberal, ahogado, hasta entonces, por un gobierno absoluto y quietista, como el de Bustos. Desde la entrada de Paz, este elemento oprimido se manifiesta en la superficie, mostrando cuánto se ha robustecido durante los nueve años de aquel gobierno español.

He pintado antes en Córdoba el antagonista en ideas a Buenos Aires; pero hay una circunstancia que la recomienda poderosamente para el porvenir. La ciencia es el mayor de los títulos para el cordobés: dos siglos de Universidad han dejado en las conciencias esta civilizadora preocupación que no existe tan hondamente arraigada en las otras provincias del interior; de manera, que no bien cambiada la dirección y materia de los estudios, pudo Córdoba contar ya con un mayor número de sostenedores de la civilización, que tiene, por causa y efecto, el dominio y cultivo de la inteligencia.

Ese respeto a las luces, ese valor tradicional concedido a los títulos universitarios, desciende, en Córdoba, hasta las clases inferiores de la sociedad, y no de otro modo puede explicarse cómo las masas cívicas de Córdoba abrazaron la revolución civil que traía Paz, con un ardor que no se ha desmentido diez años después, y que ha preparado millares de víctimas de entre las clases artesana y proletaria de la ciudad a la ordenada y fría rabia del mazorquero. Paz traía consigo un intérprete para entenderse con las masas cordobesas de la ciudad: Barcala, el coronel negro, que tan gloriosamente se había ilustrado en el Brasil, y que se paseaba del brazo con los jefes del ejército. Barcala, el liberto consagrado, durante tantos años, a mostrar a los artesanos el buen camino, y a hacerles amar una revolución que no distinguía ni color ni clase para condecorar el mérito; Barcala fue el encargado de popularizar el cambio de ideas y miras obrado en la ciudad, y lo consiguió más allá de lo que se creía deber esperarse. Los cívicos de Córdoba pertenecen, desde entonces, a la ciudad, al orden civil, a la civilización.

La juventud cordobesa se ha distinguido en la actual guerra por la abnegación y constancia que ha desplegado, siendo infinito el número de los que han sucumbido en los campos de batalla, en las matanzas de la mazorca, y mayor aún, el de los que sufren los males de la expatriación. En los combates de San Juan quedaron las calles sembradas de esos doctores cordobeses, a quienes barrían los cañones que intentaban arrebatar al enemigo.

Por otra parte, el clero, que tanto había fomentado la oposición al Congreso y a la Constitución, había tenido sobrado tiempo para medir el abismo a que conducían la civilización, los defensores del culto exclusivo de la clase de Facundo, López y demás, y no vaciló en prestar adhesión decidida al general Paz.

Así, pues, los doctores como los jóvenes, el clero como las masas, aparecieron, desde luego, unidos bajo un solo sentimiento, dispuestos a sostener los principios proclamados por el nuevo orden de cosas. Paz pudo contraerse, ya, a reorganizar la provincia y a anudar relaciones de amistad con las otras. Celebróse un tratado con López, de Santa Fe, a quien don Domingo de Oro inducía a aliarse con el general Paz; Salta y Tucumán lo estaban, ya, antes de la Tablada, quedando sólo las provincias occidentales, en estado de hostilidad.