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ArribaAbajo«Meditaciones» (1869)




I


A un volcán


Ese rumor que por doquier se escucha
¿es el ronco estallar de la tormenta
que avanza en el espacio atronadora,
o el vendaval que lucha
por arrancar, con saña destructora
los altos robles, y feroz troncharlos,
y, en fragoroso estruendo,
hasta el profundo abismo derrumbarlos?
¿Es quizá el mar bullente
que por fuerte huracán siéntese herido
y eleva de su seno hondo bramido,
y al cielo, en su bramar alzase hirviente?
No es de los mares el airado empuje,
ni el ronco vendaval, ni la tormenta...
¡Es el volcán que ruge!

Contigo delirante soñé un día:
lava ardiente rodaba de tu cumbre,
e iba flotando en la región vacía
la esplendorosa llama de tu lumbre.
De tu rugiente cráter irritado,
lenguas de fuego raudas se elevaban,
y subiendo en el viento
llegar hasta los cielos intentaban.
Y en anchurosa nube confundidos,
ocultando un momento el horizonte,
vi descender peñascos encendidos
entre las breñas del riscoso monte.
Y en negra confusión precipitarse
en la llanura azul del mar cercano,
o en extenso campo desbordarse
sintiéndose a su impulso derrumbarse
los muros de Pompeya y Herculano.

¡Y fue sueño no más! Te soñé grande,
y más grande te encuentra el alma mía
la llama que soñó mi fantasía
en su ardoroso anhelo,
aún era más pequeña fue la llama
que hoy airado levantas hasta el cielo.
Ese rumor profundo
que sale de tu cráter, a cuyo eco
tiembla el océano y se estremece el mundo;
ese rugir que aterra,
¿es eco de una voz de las alturas,
o es eco de un abismo do la tierra?

¡Ruge, volcán! Tu cima rodeada
de roja luz que alumbra el firmamento,
muestre su frente altiva circundada
de brillante corona
que flote a impulso del callado viento.
Tú el constante vigía
eres del mundo, que a tus pies contemplas;
tú miras su dolor y su alegría
tú le ves en su risa y en su llanto,
y tú le anunciarás el triste día
en que los ejes faltarán del mundo,
y se desborde el mar trocado en fuego,
y ruede el globo en piélago iracundo...
¡Y acaso la tormenta
que agite el inundo en su postrer momento,
con honda voz en tu interior fermenta!

Como ese ardiente fuego que se eleva
de tu boca en intensa llamarada,
así mi corazón ardió un instante
en alas de sus bellas ilusiones,
cuando en busca de glorias delirante,
el piélago cruzó do las pasiones...
Y cual la lava fría
cubre ¡oh volcán! tus ásperas laderas
del desencanto, así la nieve impía
cubrió mil esperanzas lisonjeras.

Sobre tu ardiente llama
quiere volar mi fantasía inquieta...
¡Que si está yerto el corazón del hombre
aún viva está la mente del poeta!
Con ferviente entusiasmo
desplegar quiere su atrevido vuelo,
y quebrantar sus míseras cadenas
y volar a su patria, que es el cielo.

¡Cuán grande es el volcán! Ved por el viento
como extiende su roja cabellera:
el trueno oíd de su rugir violento
que allá retumba en la celeste esfera.
Trueno es tu voz: el huracán, tu aliento,
a cuyo impulso tiemblan las montañas,
y ronca tempestad es lo que forma
el hirviente bullir de tus entrañas.
Cuando al espacio rápido se eleva
la tormenta que abrigas en tu seno,
el océano sereno
se mece contemplándote extasiado,
con dulce sonreír mira a tu cumbre,
y esmalta el fondo límpido, azulado,
con el reflejo de tu ardiente lumbre.

Cuando el primer fulgor de la mañana
pinta el monte, y el mar, y la llanura;
cuando la luna nítida y ufana
rompe las sombras de la noche oscura;
cuando el mundo se encuentra iluminado
con el fúlgido sol del medio día;
cuando apenas el campo está alumbrado,
de triste tarde con la luz sombría...
Siempre tu frente muestras encendida
del pobre mundo entre el reposo inerte...
¡Eres el fuego de la eterna vida
que se agita entre el hielo de la muerte!




II


A un año que nace


Como luz de nueva aurora
ante los hombres te elevas,
y en tu altiva frente llevas
nueva lumbre brilladora.
En ti los hombres ahora
miran con ansia llegar
un consuelo a su pesar,
¡ay! que la miseria humana,
¡siempre mirando al mañana
deja el presente pasar!

A la luz del sol poniente
¿no ves otro año muriendo,
las maldiciones oyendo
del hombre necio o demente?
Pues un día alegremente,
fue esperado con afán,
tus instantes pasarán
y del mundo no te asombres...
¡Que el que hoy levantan los hombres
mañana le arrastrarán!

En la tumba del pasado
los instantes van cayendo
cual los hombres van volviendo
al suelo de que han brotado.
El año que hoy ha bajado
del tiempo a la fosa umbría,
diciendo está ¡suerte impía!
que la vida es transitoria...
¡Que hasta el laurel de la gloria
llega a marchitarse un día!

Tiende doquier la mirada:
mira de nieve cubiertos,
el monte, los prados yertos,
la llanura dilatada.
Mañana de luz rosada
verás la extensa llanura
teñida, y en su hermosura
sentirás placer profundo.
¡Que así se agita este mundo,
entre dicha y amargura...!

Hoy una flor arranqué
para ti, del arpa mía:
mañana en tu tumba fría
tristemente la pondré.
Yo que entre flores soñé
pasar la existencia breve,
hallo cubierta de nieve,
mi triste senda... ¡oh dolor...!
¡Si habrá mañana una flor
que en mi sepulcro se eleve!




III


La caridad


Cuando la noche tiende su tenebroso velo,
y empaña los fulgores que el sol dejó al marchar,
pensad en los que solos, entre miseria y duelo,
caminan por el mundo, sin lecho y sin hogar.

Cuando la aurora pinta con su radiante lumbre
montañas y llanuras, en celestial fulgor,
pensad en los que tristes contemplan su vislumbre,
sin esperanza el alma, y el pecho sin amor.

Cuando al festín sentados, entre feliz contento
dejéis en el olvido del pecho el hondo afán,
oíd a vuestra espalda con angustioso acento
al infeliz que pide para sus hijos pan.

Pensad en los que gimen entre dolor profundo;
con vuestra ayuda el grito calmad de su dolor,
y cariñosos lazos os tendera este mundo,
y os guardará un asiento la gloria del Señor.

Vosotros sois mendigos que en este pobre suelo
encamináis los pasos a una eternal ciudad...
¡Vosotros sois mendigos que llamaréis al cielo,
un rayo suplicando también de caridad!




IV


El cementerio


Con débiles fulgores
brilla, al morir, la tarde:
las nubes agrupadas
al occidente van a sepultarse.

El viento mil rumores
a mis oídos trae:
y mil tristes gemidos
en confuso plañir hienden el aire.

¿Qué dicen a mi alma
sus ecos sepulcrales...?
¡Oh! ¿Por qué mil memorias
a herir vienen mi mente a cada instante?

¡Es la voz de los muertos
que del sepulcro sale!
¡La lúgubre campana
repito su eco triste cuando tañe!

Es la voz de los muertos
que al hombre miserable
recuerda su locura,
y el polvo en que se agita mirar le hace

En los desiertos montes,
en los desiertos valles,
en las desiertas playas
que baila el sol con rayos expirantes...

En el viento desierto,
en las hojas que caen...
¡En todo habláis al alma
de un modo dulce, plácido, inefable!

Y vuestro acento es grato
como la voz del ave,
como la voz del cielo
que deja al corazón embriagarse.
En mi pecho resuenan,
sus ecos inmortales,
y con incierto paso
al cementerio marcho vacilante.

Ya veo allí la tumba
del poderoso alzarse
junto al sepulcro humilde
del plebeyo infeliz... ¡restos iguales!

Al otro lado la virgen
Flor que al abrir su cáliz
a las brisas del mundo,
sus miserias al ver, cruzó los aires.

A mis pies el sepulcro
de anciano venerable
que, en Dios siempre creyendo,
al término llegó de su viaje,

Y la tumba del sabio
aquí mi vista atrae...
¿De qué valió tu ciencia?
¿Qué hallaste en este mundo, pobre mártir?
Ahora en las alturas
ves lo inmenso, lo grande;
y ves al pobre humano
que en este triste suelo va arrastrándose.

Cubierta está de flores
la tumba del infante,
sueño de quien le llora...
y de la tumba al pie gime una madre.

Pobre madre, no llores;
no llores por tu ángel;
que el ángel voló al cielo
y mora los espacios inmortales.

Así todo perece:
aquí nada es durable...
todo pasa cual humo...
¡Cuál las nubes pasaron de la tarde...!

Al pensarlo mi mente
llanto a mis ojos sale,
que baila mis mejillas
como bañan el campo los raudales.

Mas, ellos riegan flores,
y mi llanto pesares...
pero, ¿por qué me aflijo
si en el mundo cruel nada es durable?

Mil esperanzas finge
nuestro pecho anhelante...
pero ¡oh Dios! al tocarlas,
cual gotas de rocío se deshacen.

Amores crea el hombre,
¡amores terrenales...!
que al más ligero viento
los vemos perecer, apenas nacen.

Y son las hojas secas
que ruedan por el valle,
cual dormidas memorias
que al alma hacen llorar al despertarse.

En apacible calma
feliz mi vida pase
sin que el placer me ciegue,
ni el dolor, ni la pena, me anonaden.

Crucen en paz, mis días,
y al descender la tarde,
mis ojos cierre el sueño
que a la región eterna me levante.




V


La hoja seca


¿A dónde vas, pobre hoja
que entre el polvo te pierdes?
¿A dónde, presurosa, vas volando
que te quejas así con voz doliente?

Ayer adorno fuiste
de bella rosa alegre
que ya marchita, inclina su corola
al viento que las flores estremece...

Ayer las puras tintas
pintaba el sol, naciente.
Mil perlas sobre ti vertió el rocío.
Perfumes mil le dio la brisa leve.

¡Pétalo ayer brillante
y hoy del viento juguete,
seguir tu curso quiero con mis ojos
y entre nubes de polvo desapareces...!

Los pobres esperanzas
que mi corazón pierde
eran de rosa ayer; ¡color de vida!,
pero hoy ya negras son: ¡color de muerte!




VI


El esclavo


En vano, día, tiendes
por los lejanos y anchos horizontes
tu manto de esplendores circundado...
En vano, tras los montes
te elevas sosegado,
ardiente sol, y el universo enciendes
con vívidos fulgores,
bañando el campo, el río, y la colina
con tu lumbre divina,
y alegre, por doquier brindando amores.
Y vosotras, sencillas, bellas flores
que extendéis vuestras hojas,
en vano esparcís ecos de ventura
¡ay! para el infeliz que en noche oscura
ve resbalar su vida y las congojas
que le arrancan sus penas
fenecen al rumor de las cadenas.

En la callada noche,
cuando sus miembros, de sufrir rendidos,
en el mísero lecho descansaban...
Cuando no oyó crujir los estallidos
del látigo inclemente
que, con insulto vil, hirió su frente;
entre tan grata y apacible calma,
sueños fingiendo de celeste gloria,
dejó en delirios desbordarse el alma...

Ya, ser feliz creía,
y, a lumbre del sol puro y radiante,
sin grillos ni cadenas se veía:
las plantas y las flores,
el límpido arroyuelo,
el trasparente cielo...
¡todo, a sus ilusiones daba encanto!..
Ya en sus mejillas no corría el llanto
en que antes humillado prorrumpía:
ya dichoso y triunfante se encontraba
junto a la dulce prenda que adoraba...
Mas ¡ay! en su locura,
quiso correr, de su ilusión llevado,
por la inmensa llanura
que bello se extendió ante sus ojos,
y despertando entonces de su sueño...
las cadenas hallaba
en vez del campo que creyó risueño.

Ya, incierto, las tocaba:
ya, ansioso, contemplaba los cerrojos
de su cárcel sombría:
de nuevo las miraba...
y a tocarlas volvía...
y, entro tanto dolor y tantas penas,
de su lecho saltaba,
¡y tras él el rumor de las cadenas!

Y cual nube fugaz y sonrosada
que, al declinar la tarde,
el ancho espacio cruza sosegada
cuando ya el sol entre los montes arde,
vuelven a renacer en su memoria
bellos recuerdos de mejores días,
de aquella edad tan breve e ilusoria
en que, amistad, placeres, y alegrías
partió con sus hermanos,
en la playa feliz que fue su cuna...
¡en el campo quizá en que sus amores
gozó entre bellas flores,
al resplandor de la tranquila luna!
Y recuerda, también aquel instante
¡ay! en que, de su patria era arrancado,
en que con vil afrenta, era vendido
por un hombre cobarde, y despiadado,
que olvidando quizá su hechura vana
¡comerciaba en vender la carne humana!

Por eso, en sano, de alegría lleno,
oh sol, por la ancha esfera te levantas,
y el espacio sereno
con tu destello primoroso encantas.

¿Qué le importa al esclavo que la aurora
inunde con su luz el firmamento,
si su luz sonrosada y brilladora
no calma su dolor y sufrimiento...?
¿Qué le importa la cándida mañana,
sus placeres, sus brisas, y sus flores,
si disipa veloz su ilusión vana,
y a desdichas le trae y sin sabores?
Con la nueva alborada todo goza,
todo, lleno de amor, placer respira,
¡ay! todo se alboroza,
y el esclavo no más triste suspira.
Sólo al dolor despierta...
Esperanza feliz le halagó un día;
¡pero hoy ya su esperanza mira muerta!

Mas calma un tanto tu dolor profundo;
pues aun tienes amigos en Oriente;
verás resplandeciente
una luz que risueña
se extiende por los ámbitos del mundo.
¡Esa es la libertad! Confía en ella.

Cuando veían las nubes tenebrosos
los inmensos espacios,
ella aparece cual brillante estrella.
Cuando, sañudo, rebramando el viento
de la ambición, arrastra en su carrera
existencias sin cuento,
es fuerte roble que en la enhiesta cumbre
abrasa su sien, erguido,
sin doblegar jamás sus duras ramas
al iracundo cierzo embravecido.
Y al cesar el rumor de la tormenta,
tórnase sol, de nuevo, resplendente
que aleja con su brillo refulgente
la nube presurosa y cenicienta.

¡Espera esclavo! Llegará la hora
en que podrás alzar tu altiva frente
que en hondo abatimiento yace ahora.
Y podrás respirar libre y sereno,
sin mancilla, a la luz del claro día,
y decir a los hombres, tus hermanos:
-Venid hasta mis brazos: yo os perdono;
nuestro dolor se cambió en alegría;
si vos conmigo fuisteis inhumanos,
mi pasado dolor y mi agonía
sepulto en el olvido tenebroso...
A mis brazos venid... veréis que tengo
un corazón honrado y generoso.




VII


Tarde de invierno


El sol pálido y triste
marcha con paso lento
a hundirse entre los mares,
dando a los montes su postrer reflejo.

Las cumbres ilumina
con débiles destellos,
y dora con luz tenue
las elevadas cúpulas del templo.

A la playa, en su barco,
ya torna el marinero
que, al despuntar la aurora,
dejó la tierra, en busca del sustento.

Y al saltar a la orilla
ve, con júbilo inmenso,
que está su esposa a un lado;
al otro, el hijo que le pide un beso.

El pastor va a su choza,
Y el mísero labriego
va a la aldea, pues oye
de la campana los lejanos ecos.

Los árboles pelados
lloran con triste acento
su desnudez sombría,
y las lozanas hojas que perdieron.

Las flores están mustias
sobre sus tallos secos;
o, entre la fría arena,
volando van, en remolinos densos.

El arroyo no cruza
ya por el campo ameno;
que en río convirtiose,
y el campo, en arenal árido y yerto.

Ni un ave, presurosa,
se ve cruzar los vientos;
que vieron el nublado,
y a otras lejanas tierras se partieron...

El cielo ya se cubre
con pavoroso velo,
y mil fuertes bramidos
se oyen del vendaval ronco y soberbio.

¿Por qué tanta tristeza?
¡Oh, di, gran Dios! ¿Qué es esto?
¿Do están aquellas flores?
¿Do están aquellos días ¡ay! tan bellos?

¿En dónde están las hojas
que las ramas cubrieron,
y las alegres danzas
de las pastoras, en abril risueño...?

¿Dónde las blancas nubes
que adornaban el cielo;
las puras alboradas
que el corazón llenaban de contento...?

¡Pasó la primavera!
¡Vino el cruel invierno...!
¡Así nuestros placeres
vuelan, y el desengaño va en pos de ellos!

¡Así de nuestra vida
pasarán los momentos!
¡Como pasan las hojas
que yertas caen, y ha poco florecieron...!

Como pasan los nubes...
como pasan los vientos...
como pasan las aves
que luego a otra región tienden el vuelo.

Así el alma, ya libre
de su mezquino encierro;
volará a otros espacios
en donde todo es luz, y todo eterno.

¡Ni aun quedarán cenizas
en este triste suelo...!
¡Ni quedará un cariño...!
¡Ni quedará la sombra de un recuerdo...!

¡Ah del que, tras la dicha
marcha con paso incierto;
que, al fin, trocarse en humo
la ilusión, ha de ver, de sus deseos!

¡Ay del que, tras la gloria,
camina con aliento:
que, al fin, desalentado,
que es quimera verá, mentido sueño!

¡Feliz quien siempre eleva
su vista al firmamento,
porque él verá la gloria...
y la gloria, tan sólo, está en el cielo!..

La noche con sus sombras
cubrió el espacio inmenso...
¡Así tenderá triste
la eternidad su misterioso velo!

Hombres, abrid los ojos;
dejad ya vuestro sueño;
dejad vuestra locura,
y a la verdad oíd,
sólo un momento.

Polvo son esas dichas
que buscáis con anhelo;
polvo, vuestros placeres;
y polvo miserable vuestro cuerpo.

Y ha de pasar el polvo
como pasan gimiendo
las hojas amarillas
que de los secos árboles cayeron.

Y pasarán los reyes...
y pasarán los pueblos...
y pasará el otoño...
y del otoño en pos el crudo invierno...

Y pasarán los hombres...
y luego el mundo entero...
y pasarán las horas...
¡Y Dios no pasará, porque es Eterno!




VIII


Dos miradas


Ayer, mujer, cuando tu virgen alma
llenaba la pureza,
embriagada de amor y de dulzura
miraste al suelo en cándida inocencia.
¡Tú estabas en el cielo!
¡Tú mirada, en la tierra!

Hoy que has cruzado del estrecho mundo
el impuro sendero,
lágrimas viertes de dolor impío
al levantar tu vista al firmamento.
¡Tu estás hoy en la tierra!
¡Tu mirada, en el cielo!




IX


Ayer tarde en la pradera,
lágrimas tristes vertías;
pero el aura, cariñosa.
las secaba compasiva.

Del alma son el perfume
las lágrimas de las niñas...
¡Por eso vuelan al cielo
en las alas de la brisa!




X


La redención


¿Por qué el viento murmura
con eco lastimero y dolorido,
el corazón llenando de amargura?
¿Por qué se ve teñido
el lejano horizonte
con la pálida luz del sol de ocaso,
y las nieblas encubren, a su paso,
el mar, el cielo, la pradera, el monte?
¿Por qué súbito el rayo fulgurante
rasga el seno de nube cenicienta?
¿Por qué rueda en las nubes la tormenta,
y doquier con fragor deja escucharse
el trueno pavoroso y furibundo?
¡Es que la humana grey va a liberarse!
¡Es que hoy perece el redentor del mundo!

Miradle allí, del Gólgota sangriento
en la elevada cumbre:
su cabello en desorden mueve el viento:
apágase la luz de su mirada
que con dolor levanta hacia la altura,
y en su triste y amarga desventura
un pueblo bullicioso le rodea
contemplando con bárbara sonrisa
la sangre redentora que gotea...
Y cuando triste el moribundo dice
al que se goza en su profundo duelo:
«¿Por qué es esa sonrisa? ¿Qué te hice?»
Exclama desde el cielo
una voz soberana
que con el son de la tormenta zumba:
«¡Es fuerza ya que la víctima sucumba!
¡Muera para salvar la raza humana!»

Calla todo después. ¡Cálmase el viento;
el rayo en los espacios ya no ruge;
sigue la calma al trueno violento;
la tempestad no cruje!
Las límpidas estrellas de topacio
que ayer con sus fulgores aclaraban
la bóveda gigante del espacio,
y lámparas de espléndido palacio,
iluminando el cielo asemejaban,
velaron ya su lumbre,
y el sol, antes fulgente,
¡se ha hundido ya tras la lejana cumbre!

Mas ¡ah! ¿Qué nuevo sol brilla en la altura
que clara luz sobre los campos lanza?
¿Por qué ya el ancho espacio no se muestra
de tinieblas cubierto?
¿Por qué ya el mar se pinta
con el bello color de la esperanza?
Miremos a la cruz... ¡Jesús ha muerto!

Gotas de sangre ruedan presurosas
por el cuerpo inocente lastimado,
y cayendo en la tierra, generosas
lavan la negra mancha del pecado.
Prisionero del vicio
el mundo hacia el abismo caminaba,
y de su honda prisión para salvarse...
¡La sangre de su Dios necesitaba!
Y en estrépito ronco desplomarse
ya se escuchan los riscos, las montañas,
y los mares gimiendo, desbordarse,
y la tierra exhalar de sus entrañas
un agudo quejido
al ver a Cristo de la Cruz pendiente,
y con su sangre el Gólgota teñido.

¡Ya murió! De sus labios débilmente
salió el último aliento,
y su rostro sombrío y macilento
sobre el pecho cayó desfallecido;
y entre el rumor del pueblo divertido
en multitud inmensa y apiñada,
a la altura Jesús alzó sus ojos
el alma dando en su postrer mirada.

El llanto amargo que Jesús vertía
era como la lluvia bienhechora;
cual de la fresca, sonrosada aurora
las cristalinas gotas que rocía.
Y sus lágrimas tristes que cayeron
con su sangre mezcladas,
germen de redención al mundo fueron
y las flores más nítidas se irguieron
con sangre del Señor purificadas.
Y, deshecha la sube pavorosa,
sacudió el roble altivo su ramaje,
y en su copa frondosa
que, con tristes rumores,
en son gemía, ha poco, funerario,
ya rielan brillantes los fulgores
del nuevo sol que se alza en el Calvario.

¿Fue grande el sacrificio...? Pues, más bella
será la lumbre que la tierra aclare,
y de la paz más lúcida la estrella,
y del árbol los frutos más sabrosos,
y de la flor más puros los colores,
¡porque estará ya el mundo iluminado
de la alma libertad con los fulgores!
Y la tierra, cual cándida doncella,
alegre vestirá púrpura y rosa,
y flores sólo dejará en su huella...
¡Porque la libertad siempre es hermosa!

¡Vírgenes de Salem, sacad el llanto!
Mitiga tu quebranto,
oh pueblo de Jehová: mira a los cielos;
alza del polvo la rendida frente,
y verás una luz resplandeciente
lanzando en torno vividos cielos.
Esa lumbre divina
que en el cielo contemplas brilladora,
es el fulgor que de la Cruz irradia,
de redención la suspirada aurora.

¡Ya hay libertad! ¡Cuál rápida y sombría
nube que cruza el puro firmamento
pasó la tiranía!
Si arrogante se eleva hoy un tirano,
pasa cual polvo que arrebata el viento.
Pues en el alba, cuando el día nace,
en el sol, cuando se alza esplendoroso,
y de sus rayos al fulgor deshace
las gotas del rocío;
en el murmullo del sonante río;
en el ronco bullir de la cascada,
ni la flor que se mece voluptuosa
a impulsos de la brisa perfumada;
en la aérea y sencilla mariposa
que entre el céfiro blando
sus temblorosas alas va agitando,
y de la brisa en el amante beso,
¡en todo aquello cuanto el mundo encierra,
el nombre libertad se mira impreso!
¡Y en esa cruz el que pendiendo vemos
de nuestra cárcel por romper los clavos,
hoy nos enseña que abrazar debemos
antes la muerte que gemir esclavos!

La maldad nuestra frente subyugaba;
Satán con saña fiera,
nuestro doliente pecho laceraba...
gemimos... el Señor llegó a escucharnos...
y del cielo bajó por redimirnos...
¡Y murió en una cruz por libertarnos!

Cual del Líbano el cedro se levanta
después que la tormenta ya ha estallado,
así el árbol glorioso
de nuestra libertad se ha levantado.
Al rayo esplendoroso
del nuevo sol de lumbre sonrosada,
en vuestro corazón un canto vibre...
¡Al cielo dirigid vuestra mirada!
La frente levantad... ¡Ya el mundo es libre!




XI


Los envidiosos

Cuando las olas de la mar bravía
cercan la nave que salió del puerto,
besar su quilla en placido concierto;
más la impelen a otras en su armonía.
La nave avanza, mas su furia impía
redobla el mar hasta que, en rumbo incierto,
del océano en el fatal desierto
el buque marcha sin timón ni guía;
El hombre que camina hacia la gloria
halla envidiosos mil que cual amigos
su dicha le hacen ver que es ilusoria.
Pero, al mirarse de su bien testigos,
cuando ya ha conseguido la victoria
se tornan sus mayores enemigos.



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