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Cervantes: práctica y teoría de la novela moderna

María del Carmen Bobes Naves

La historia de la novela señala en la cervantina el inicio de la denominada novela moderna. Ortega y Gasset calificó al Quijote de primera novela moderna y además destacó que contenía los rasgos específicos del género. Después de él, la crítica ha sido unánime hasta hoy: H. Bloom, que ha puesto un entusiástico Prólogo a la traducción inglesa de E. Grossman, afirma que la novela de Cervantes es la primera novela moderna y la mejor de todas. Por novela moderna se entiende, frente a la tradicional, una nueva forma de relato en el que prima lo psicológico frente a la acción, de donde deriva un nuevo modo de construir al personaje y de organizar y presentar la historia y sus motivos.

Sin embargo este rasgo, que sin duda se perfecciona en la moderna, estaba ya en la novela sentimental cuyos personajes descubren su interior y son sujetos de pasiones y emociones más que de acción. Hay otro rasgo, en referencia al personaje, que me parece más decisivo para señalar la aparición de la novela moderna: es un concepto del personaje como sujeto libre, que siente, piensa y actúa, y se va configurando como ser en el relato.

Cervantes es el primer narrador que construye así a sus personajes, sobre todo en El Quijote, donde los inviste del espíritu humanista que se gestaba en Italia desde principios del Cinquecento. Sin liberarlos de su funcionalidad y acciones, atiende también a su ser psicológico; los introduce en el relato con una presencia que los denota y los caracteriza, los acerca al lector para que los conozca interna y externamente, y los perfila en sus rasgos individuales de habla, de fisonomía, de carácter. Los personajes del Quijote hacen cosas, son lo que son y presentan modos de ser individuales. No son personajes terminados, de una sola dimensión, pues su perfil se aclara y se perfecciona en su trato con los otros. Son personas que piensan, dudan y se deciden, como seres libres en su individualidad y en sus relaciones sociales. El lector va conociéndolos discrecionalmente a lo largo del texto. Su complejidad adquiere sentido en el marco renacentista de la novela, que da también forma nueva a otras categorías, como el narrador, el lector, los espacios y el tiempo, y que trataremos de explicar como rasgos de modernidad en el marco general del Humanismo.

Creemos que el Humanismo es la clave decisiva para explicar la modernidad de la novela cervantina: afecta a estratos profundos del relato, estéticos, temáticos y formales, a la vez que le imprime un determinado carácter ético; condiciona la visión del mundo de los personajes y el concepto de libertad y de responsabilidad, y constituye el contexto general donde el novelista sitúa sus historias y construye sus personajes.

La influencia italiana, y concretamente el Humanismo, modula la actitud moderna en Cervantes, centrada en el hombre, con una perspectiva abierta, tolerante y comprensiva, sin cánones previos respecto al modo de componer la historia y de concebir al personaje. La novela cervantina no está condicionada, como ocurre con la medieval, por los dogmas que inspiran un concepto del arte como reflejo de la belleza divina y le imprimen una finalidad didáctica.

Efectivamente, se puede comprobar que una lectura del Quijote muestra unos personajes complejos que no son meros sujetos de acciones, son mimesis de personas con ideas y actitudes modernas, que los definen y les sirven de contraste, y además son capaces de cambiar para adaptarse recíprocamente si el trato es frecuente, como bien se ha destacado con la sanchificación de Don Quijote y la quijotización de Sancho.

Los personajes de la novela moderna no son perfectos, en el sentido etimológico de este término, son entes que se hacen ante los ojos del lector, se mueven entre hombres y nada humano les es ajeno, ni siquiera el aprendizaje y el cambio, lo que da a su figura literaria un gran atractivo y los aleja de la unilateralidad que tenían en la novela clásica o en la medieval. El lector, al que no se le da todo terminado, se integra en la obra para observar esas posibilidades de matización y de transformación. De este hecho deriva, creo, el interés que los personajes mantienen a lo largo del relato para el atento lector que los ve hacerse y crecer ante sus ojos.

La novela, según nos indicó Lukács, rebaja al héroe épico (un ideal, a la vez que una abstracción, que carece de los matices de la realidad) a la dimensión de hombre, no porque destruya unos cánones, o porque pase del idealismo al escepticismo, sino porque los concibe en las coordenadas conceptuales del humanismo. El Humanismo pone al hombre en el centro del saber, del arte y de la cultura en general; esta es la gran renovación que aporta este movimiento cultural. El protagonista de la novela moderna no es el sujeto épico ideal que vive en el mundo de ficción para cumplir la tarea que le encarga la sociedad, que ha hecho de él la encarnación de sus valores; no es un robot programado para una acción, es un hombre que, ante unas circunstancias concretas, actúa, piensa y siente, y además se forma y cambia en el tiempo y se define a sí mismo por una forma de hablar.

Esto genera un estilo narrativo nuevo, la «novela moderna»: sus personajes sin dejar de ser sujetos literariamente funcionales, son además una presencia, un valor en sí mismos y destacan por su dimensión ontológica, porque responden a esta visión humanística del hombre como sujeto de acción, de sentimiento y de pensamiento.

El personaje así concebido suplanta a la historia (mithos) en la escala jerárquica de las categorías narrativas y se convierte en el centro del mundo de ficción, de la misma manera que el hombre renacentista se había convertido en el centro del mundo del discurso, de la investigación y de la creación artística. Los personajes de Cervantes son así: funcionales en la historia, complejos en sí, centrales en el relato y además son reflejo del hombre renacentista.

Algunos críticos1 han hablado a este respecto de perspectivismo y relativismo como rasgos de la modernidad en la novela cervantina. Estamos totalmente de acuerdo, pero añadimos que esa modernidad hay que enraizaría en el Humanismo como movimiento histórico que sitúa al hombre en el centro de la cultura.

La profunda alteración del concepto del personaje y su jerarquización narrativa, obedece al cambio general que el Humanismo imprime a la cultura europea. El cambio se ha señalado respecto al personajes, pero vamos a encontrarlo también en todas las demás categorías narrativas, y en todas obedece a la misma causa.

La cultura medieval era radicalmente teocéntrica: busca la última explicación de los hechos históricos y culturales en los textos revelados, a los que reconoce una autoridad decisiva, en caso de plantearse conflicto con el arte, la ciencia, el derecho, etc. La cultura del Renacimiento está orientada hacia un antropocentrismo, que sin negar la fe, o sin necesidad de negarla, decide separar el ámbito de la actividad humana creadora o investigadora, del ámbito de la fe y del conocimiento amparado en la revelación.

A. Castro explica la modernidad de la novela cervantina en el paso de la opinión a las opiniones: «Una visión de su mundo fundada en pareceres, en circunstancias de la vida, no de unívocas objetividades».2 El cambio sería el paso de lo uno a lo diverso, dentro del horizonte humano; creemos que es más profundo y es preciso considerarlo en el cambio cultural de un teocentrismo (verdad única) al antropocentrismo (verdades relativas del hombre).

Con esta idea, el Renacimiento y, como movimiento específico el Humanismo, inicia la modernidad y genera un cambio en las actividades humanas, que afectará a todas las manifestaciones culturales, removiendo radicalmente actitudes, métodos y fines. El hombre se hace centro de la cultura, del mundo creado por él, e independiza sus investigaciones científicas y sus creaciones artísticas de la fe y de la revelación, abandonando el cómodo criterio de autoridad y la revelación como único punto de fuga explicativo. Esta actitud, que no parece tener más alcance que sus propios límites, tiene una gran relevancia para la creación artística, para la investigación científica y para el conocimiento en general, inspira las formas y los contenidos de toda la cultura: el arte abandona el simbolismo y se orienta hacia lo real, la investigación confía en sus propios alcances, el novelista observa al mundo con mirada de hombre.

Unas nuevas coordenadas enmarcarán la cultura moderna: la investigación y la creación artística se ven obligadas a admitir un relativismo y a moverse con falta de seguridad. Las opiniones de los hombres son relativas, todas tienen, por su origen, el mismo valor, mientras que la autoridad derivada de los textos revelados estaba por encima de cualquier opinión y ofrecía una seguridad absoluta. No es lo mismo apoyarse en la autoridad de un texto de origen divino, reconocido como tal, que apoyarse en la razón, o en las opiniones, de los hombres. El humanismo deja al hombre anclado en sus propias limitaciones sin más argumentos que su razón, su sentimiento o su intuición. El hombre, que ha renunciado a la revelación divina como fuente de conocimiento, intenta saber hasta dónde alcanza su propia razón cuando investiga (ciencia) o cuando crea (arte).

En este panorama general de la cultura moderna aparece el Quijote. El novelista checo Milán Kundera3 en una intuición perfecta de ese momento histórico, en el que Dios abandona el Universo donde separaba nítidamente el bien y el mal, dice:

Don Quijote salió de casa y ya no estuvo en condiciones de reconocer el mundo. Éste, en ausencia del Juez Supremo, apareció de pronto en una dudosa ambigüedad; la única Verdad divina se descompuso en cientos de verdades relativas que los hombres se repartieron. De este modo nació el mundo de la edad moderna y con él la novela.

Si el centro del conocimiento y de la actividad humana se reconoce en los textos revelados y en la autoridad que tienen los depositarios e intérpretes de tales textos, la seguridad es indiscutible; si dos enunciados entran en colisión, no cabe duda de que el verdadero es el compatible con la revelación, porque la sabiduría del hombre es limitada, mientras que la divina es infinita.

El problema está en que para conocer los textos revelados hay que pasar por un hermeneuta humano. La autoridad no emerge directamente de los textos, es necesario que un hombre los interprete. El humanista quiere saber hasta dónde llegan las posibilidades del conocimiento humano sin apoyos de autoridad de los textos revelados o de sus intérpretes, y quiere sustituir la cultura teocéntrica, más cómoda, por la cultura antropocéntrica, aunque sea más arriesgada. El hombre pierde seguridad, y necesariamente deriva hacia el relativismo y hacia el perspectivismo, una vez que sustituye el teocentrismo por el antropocentrismo. Este es uno de los riesgos para la cultura desde el Renacimiento.

Mientras el filósofo medieval anda su camino con la idea de que hay una verdad indiscutible, la revelada, y una autoridad por encima de la suya, la divina, manifestada en los textos revelados, el humanista asume la idea de que la ciencia debe utilizar la razón para buscar la verdad, y la razón la tienen todos los hombres. Y de esto deriva el perspectivismo, pues si un investigador no tiene más autoridad que otro, surge la posibilidad de diferentes visiones sobre una misma cosas, quizá incompletas y quizá todas válidas: un hecho puede ser visto de diferente manera por distintos observadores, y además puede ser expresado de forma diferente. El acceso a la verdad se complica ante una realidad asequible de diversos modos por distintos sujetos, que la expresan de modos diferentes.

Los humanistas del Renacimiento italiano centran su interés en el hombre y sus obras e intentan seguir el camino que les señala la razón, abandonando el apoyo de la revelación, aunque pierdan la unidad y la seguridad. Y desde esta perspectiva, consideran la fe y el conocimiento no necesariamente como opuestos y excluyentes, sino como dos ordenamientos distintos que no tienen por qué interferirse. La fe es un hecho religioso, gratuito; el conocimiento es un hecho humano, adquirido con el estudio y cuya fuente, a la vez que su límite, es la razón.

El espíritu humanista es decisivo y básico para comprender el sentido moderno de la obra de Cervantes, empapada, como vamos a ver, de los cánones italianos. Los principios generales del Humanismo se proyectan en la conducta, en la moral, en el derecho, en el arte, y concretamente pasan al mundo de ficción narrativa de la pluma de Miguel de Cervantes: los advertimos en el subtexto de la novela, como marco de referencias que le dan sentido. El Humanismo no constituye una argumentación explícita en el discurso narrativo, pero preside la práctica de construcción de sus unidades (historia, personajes, cronotopo), el modo de componerlas en el texto y preside el desenlace de los conflictos. La novela moderna no hace expresa profesión sobre la nueva visión del hombre y sus acciones, aunque tampoco excluye que los personajes discutan y dialoguen sobre teoría y práctica literarias; los personajes cervantinos los sentimos libres para opinar, para hablar, para hacer, para hacerse.

El Humanismo es un fenómeno estudiado ampliamente en su dimensión histórica y cultural, pero quizá no tanto como referencia del relato, y de un modo de construir sus categorías, sus motivos y su trama. Queremos comprobar hasta qué punto en el Quijote está presente este concepto de novela moderna, y hasta qué punto las categorías y unidades narrativas están inspiradas en la visión de una realidad multiforme e insegura, que es vista por sujetos multiformes e inseguros, y expresada de modo multiforme e inseguro. El análisis textual confirma la modernidad del discurso cervantino en todos sus aspectos. Estudiaremos algunos.

El perspectivismo se advierte en la novela cervantina como obra acabada y semióticamente como proceso de comunicación, en el que las figuras del narrador y del lector se muestran en un juego muy complejo de perspectivas. Se ha afirmado que el personaje de Cervantes es, por primera vez en la historia de la novela, un ser libre, y vamos a comprobar que efectivamente es así, pero de amplia libertad disfrutan también los sujetos del proceso de comunicación literaria; narrador y lector adoptan perspectivas diversas en su presentación y en su modo de contar: enunciado y enunciación están sometidos a perspectivismo que procede de la alteración del sujeto del enunciado y de la enunciación.

Los narradores son varios, con distinto papel, y además pueden ser vistos desde diversos ángulos. También los motivos y la historia tienen posibilidad de ser enfocados desde perspectivas diferentes y lo mismo vamos a ver respecto al de tiempo y espacio.

El narrador se manifiesta en una figura de cronista (Cide Hamete Benengeli), cuya fiabilidad plantea dudas al lector: debe ser verídico como historiador, pero inspira cierta desconfianza por ser moro, que son dados a mentir; el texto es traducido por un morisco y puede ser distorsionado por traducción, por aquello de traduttore traditore, y también por errores de transcripción y de lectura, porque no se vea bien el manuscrito, o quizá porque el traductor esté contaminado de la afición de los moros a la mentira. Señalamos algunos testimonios textuales que confirman estos aspectos, como el capítulo XVIII que señala la posible infidelidad del traductor al dejar parte del texto sin transcribir, solo porque le parece poco interesante, interponiendo su propio gusto entre el texto original y el posible gusto del lector; o como el comienzo del capítulo XLIV de la segunda parte, que da testimonio de alguna de estas posibilidades:

Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa de don Diego, pintándonos en ellas lo que contiene una casa de un caballero labrador y rico; pero el traductor de esta historia le pareció pasar estas y otras semejantes menudencias en silencio, porque no venían bien con el propósito principal de la historia, la cual más tiene su fuerza en la verdad que en las frías digresiones .

(XVIII)



Dicen que en el propio original desta historia se lee que, llegando Cide Hamete Benengeli a escribir este capítulo, no le tradujo su intérprete como él le había escrito... .

(XLIV)



La fiabilidad del traductor queda muy en entredicho; puede que haya lectores que disfruten con las digresiones, o con el conocimiento de la vida cotidiana y echen en falta las bellezas de un texto completo; puede que haya lectores que no tengan la misma opinión que el traductor y valoren más los detalles que la historia y sitúen la verdad en los informes frente a los que estiman la verosimilitud de los hechos, pero el traductor se lo impide, aplicando el filtro de sus preferencias. No es fiable un traductor así, es muy inseguro, pues impide que el lector acceda al texto original.

Hay un segundo narrador que interrumpe de vez en cuando, para comentar el relato o algo de los sujetos, en un metarrelato, por ejemplo, entre otros muchos casos, cuando en la aventura de los leones, transcribe:

Y es de saber que, llegando a este paso, el autor de esta historia exclama y dice: «¡Oh fuerte y sobre todo encarecimiento animoso Don Quijote de la Mancha, donde se pueden mirar todos los valientes caballeros [...].Tus mismos hechos sean los que te alaben, valeroso manchego, que yo los dejo aquí en su punto por faltarme palabras con que encarecerlos».

Aquí cesó la referida exclamación del autor, y pasó adelante, anudando el hilo de la historia, diciendo que, visto el leonero...

Indudablemente hay un narrador que se admira, se suspende y exclama, y otro que recoge y da testimonio de la admiración, suspensión y exclamación del primero, y que anuda el relato de los hechos, después de haber interrumpido el relato. Sobre los detalles de las apariciones y desapariciones textuales del narrador, puede verse el análisis realizado por Segre,4 que da cuenta detallada de todos.

Gilman interpreta que la narratividad del Quijote «puede describirse mejor como la compleja acción de incesantes interrupciones», y su autor puede ser calificado de «maestro creador de interrupciones»5, porque intercala narraciones secundarias que interrumpen la principal, sobre todo en la primera parte, con interrupciones verticales, que afectan al narrador, o con interrupciones colaterales que atañen a los personajes o a los motivos de la historia.

El relato con interrupciones se encuentra ya en Ariosto, pero Cervantes lo lleva a sus diversas y aún extremas posibilidades, por ejemplo cuando deja al vizcaíno con su espada en alto porque falta el original que se está transcribiendo, como si se tratase de una lectura («en aquel punto tan dudoso paró y quedó destroncada tan sabrosa historia» (I, cap. IX); más frecuentemente paraliza la relación textual de las hazañas con comentarios de los narradores, o enzarza a estos en observaciones sobre el texto, como ocurre en el episodio de los leones que hemos analizado. Estas interrupciones hacen del narrador un traductor y un lector pendiente de encontrar el original de Cide Hamete para leerlo, leérnoslo y acaso para añadir algún comentario, alguna glosa.

Al narrador segundo hay que atribuirle los títulos de los capítulos que son resúmenes del discurso, que, como especie de «prólogo» de la escena clásica, adelantan el contenido del capítulo para frenar un tanto la impaciencia del lector por conocer el desenlace. Hemos interpretado que este recurso tiene en el texto dramático la finalidad de lograr una lectura demorada, literaria. En el Quijote puede tener el mismo sentido: impone una lectura calmada, sin impaciencias. En otras ocasiones el juicio sobre un motivo se manifiesta incluso en el título del capítulo, por ejemplo el XXIII: «De las admirables cosas que el estremado Don Quijote contó que había visto en la profunda cueva de Montesinos, cuya imposibilidad y grandeza hace que se tenga esta aventura por apócrifa»: ¿puede hablarse incluso de una intertextualidad buscada por el segundo autor, o de una intercalación para desconcertar al autor, a los lectores? porque, siguiendo con el juego, el texto del capítulo siguiente presenta una anotación marginal del propio Cide Hamete Benengeli, según dice el traductor, donde se duda de que esta aventura de la cueva de Montesinos sea verdadera, pues era inverosímil, o que fuese invención de Don Quijote, que era veraz, así que remite al lector prudente, la decisión de considerarla falsa o verdadera: hay cosas que no permiten seguridad, y una es ésta.

La composición del Quijote no es la del relato que cuenta una historia sin asomos de duda y sin que se sepa quién la cuenta, pues el narrador no aparece jamás en el texto, hasta el punto de que parece que se cuenta sola. El relato cervantino se mueve siempre en la inseguridad continuada de un metarrelato que trata de explicar quiénes, cuántos y cuándo cuentan, y además de sugerir dudas sobre ellos y sobre el mismo relato.

El complejo juego de interrupciones del narrador se corresponde con el juego también complejo del lector, al que continuamente tiende puentes un narrador que pasa a ser, a su vez, lector. En la primera parte del Quijote los personajes se convierten en oyentes atentos de cuentos que se cuentan, se viven o se leen; en la segunda parte los personajes son además lectores de la primera, sobre cuyo texto cometan y opinan. Narrador-lector, personajes-oyentes, personajes-narrado-res, personajes-lectores, lectores-narradores, forman un proceso de comunicación literaria muy complejo y le imprimen un continuado perspectivismo: ¿quién puede estar seguro de la verdad de un texto -elemento intersubjetivo de la comunicación- cuyos emisores y cuyos lectores se multiplican e intercambian, en una danza de muchos pasos y diversos, sus funciones? El hecho se advierte desde la primera lectura, y varios críticos lo han puesto de relieve. Nosotros lo vemos como un indicio más de la visión humanista, antropocéntrica, que inspira a la novela. Perspectivismo e inseguridad continuada, es decir, visión humana limitada e insegura.

Cervantes es maestro de interrupciones y es también maestro de manipulaciones del proceso semiótico, a lo que sin duda lo ayudó la realidad en persona cuando, sin contar con él, en 1612, Avellanada publica el Quijote apócrifo. El narrador de la segunda parte del Quijote «verdadero» tiene que hacerse eco de lo que sus personajes-lectores saben de la primera parte, de lo que ha dicho sin autoridad el autor del «falso» Quijote, de lo que él quiere decir movido por el enojo que le produce la aparición de un plagio de la figura de su héroe, de lo que opinan sus propios personajes del autor verdadero y del autor falso, etc. A veces la realidad supera a la ficción y a veces la ayuda.

Todos estos caminos, sendas y senderos que se bifurcan y se entrecruzan en la presentación del narrador y del lector configuran un proceso semiótico muy complejo. Y en el paso de lo real a lo contado el juego continúa con otras posibilidades, por ejemplo, la figura de los encantadores, que aparecen en el uso que Don Quijote hace de ellos porque forman parte del mundo de ficción; luego penetran en los engaños de Sancho a su señor, en los que actúa de aprendiz de brujo porque se le escapan de las manos; en el empeño del cura y el barbero, al que Sansón Carrasco suma su ingenio como Caballero de los Espejos y Caballero de la Blanca Luna, para hacer regresar a Don Quijote a la aldea, y no menos ingenioso el uso que la duquesa hace de encantadores y encantamientos para confundir a Sancho respecto al de Dulcinea y al delicado tema de los azotes. Al final no se sabe dónde está el límite de la realidad, de los encantos, de los encantadores, de los ingeniosos o de los aprovechados y mentirosos; el lector, que no pierde el hilo, disfruta desmadejándolo.

Y si de los sujetos del proceso de comunicación (narrador-lector) nos desplazamos a la historia en busca de indicios de la visión humana en el ser y en la presentación, podemos observar que el perspectivismo está en la técnica de construcción de todas sus unidades literarias: los personajes, las funciones, el tiempo y el espacio. El Humanismo advierte pragmáticamente que las percepciones humanas son limitadas y diferentes en cada sujeto: voces, focos, visiones, funciones y cronotopo de la narración pueden manifestarse de forma engañosa principalmente por dos causas: porque responden a percepciones diferentes y porque pueden ser expresados con lenguajes inadecuados. La realidad narrada sufre muchas posibles alteraciones en su percepción y en su expresión.

Las novelas medievales presentan héroes, sujetos de acción (novela caballeresca), o sujetos de sentimientos (novela sentimental), a los que les asignan una tarea: restablecer la justicia o sufrir con entereza males de amores; disponen de todo el texto del relato para actuar y para sufrir, y se mantienen siempre fieles a sí mismos. Don Quijote es un héroe que cambia a causa de las experiencias y de los personajes con los que trata. Su aspecto exterior, su presencia, sin entrar en otras dimensiones, suscita curiosidad, a la vez que él la siente por los demás, causa y experimenta sorpresa. Discute sin mostrar autoridad (aunque bien sabe él cómo es la verdad de los caballeros), expone conceptos y relata hechos, admite lo que le dicen y está abierto al diálogo. Naturalmente se forma juicios y puede creer que su postura es la razonable, pero no descarta la de los otros y reflexiona sobre lo que oye.

La construcción humanística del personaje cervantino se advierte desde su dimensión externa, en la presencia inmediata. La relatividad y la inseguridad, el perspectivismo y la duda están presentes de forma continua e insistentemente en este modo de creación de las unidades narrativas. Pero Cervantes, según advirtió agudamente Moravia6 tiene una capacidad excepcional para estar al mismo tiempo dentro y fuera de su mundo y transmite como eje de seguridad que el mundo es inseguro: estamos en un mundo que no podemos abarcar y conviene reconocerlo así, sin dramatizar; el narrador orienta al lector sobre cuándo conviene dudar de la apariencia, cuándo es preciso reconocer la realidad, cuándo está de acuerdo o en desacuerdo con el mundo de ficción. Y esto no se refiere a un personaje o a un episodio, es una actitud en toda la novela; no es efecto de un azar en una aventura, es un marco de referencias permanente, que implica la complicidad autor-lector, fijado por el Humanismo.

Traemos a colación, como ejemplo, un episodio, el de don Diego de Miranda, el Caballero del Verde Gabán, que puede ilustrar esta técnica creativa para el autor e interpretativa para el lector: los personajes viven la experiencia de conocerse, como reflejo de la experiencia de conocimiento que el texto exige al lector, y lo hacen dentro de unos límites humanos.

Don Quijote y Sancho, después del episodio de Sansón Carrasco, van comentando lo extraño del suceso, el ser y sus apariencias, la mudanza de la realidad por obra de los encantadores, la admiración que les produce que el Caballero de los Espejos se parezca tanto a Sansón y que su escudero sea el vivo retrato de Tomé Cecial, y

en estas razones estaban cuando los alcanzó un hombre que detrás dellos por el mismo camino venía sobre una hermosa yegua tordilla, vestido un gabán de paño fino verde, jironado de terciopelo leonado, con una montera del mismo terciopelo; el aderezo de la muía era de campo y de la jineta, asimismo de morado y verde...

Vestir de verde no era precisamente habitual en la época, y menos en un caballero talludo, así que Don Quijote quedó muy suspenso y maravillado del aspecto del caballero, tanto como don Diego del suyo; ambos se miran y admiran, según dejan patente por su actitud y gestos:

y si mucho miraba el de lo verde a Don Quijote, mucho más miraba Don Quijote al de lo verde [...]. Lo que juzgó de Don Quijote el de lo verde fue que semejante manera ni parecer de hombre no le había visto jamás; admiróle la longura de su caballo, la grandeza de su cuerpo, la flaqueza y amarillez de su rostro, sus armas, su ademán y compostura.

El narrador, de momento, los deja mirarse largamente y admirarse intensamente, y luego los pone dialogar opinando uno del otro; en ningún momento se inclina por dar patente de normalidad a uno y de extrañeza al otro. Entre los dos ofrecen un espectáculo al lector. Ni uno ni otro responden a un canon normal: cada uno tiene su opinión, tan válida la de Don Quijote como la de don Diego. En lo único en que insiste el narrador es en el color verde, que repite innumerables veces, como rasgo que caracteriza a don Diego, y lo hace por lo exótico que podía resultar; sobre el exotismo de Don Quijote ya viene insistiendo toda la novela y lo advierten todos, según nos informa el comienzo del cap. XIX:

así estudiantes como labradores cayeron en la misma admiración en que caían todos aquellos que la vez primera veían a Don Quijote, y morían por saber qué hombre fuese aquél tan fuera del uso de los otros hombres.

En todo el episodio del Caballero del Verde Gabán, que dura bastante, el dibujo de los personajes seguirá la misma técnica de contraste y perspectivismo: hablan muy cortésmente de la existencia y conveniencia de los caballeros andantes, es decir, de la profesión que sigue Don Quijote (y que manifiesta pragmáticamente en el episodio de los leones), aunque el de lo verde duda de la veracidad de las novelas de caballerías y de alguien crea en su existencia real; Don Quijote sabe que existen y que hay mucho que decir, él tiene mucho que decir, sobre el caso. Hablan también muy cortésmente de la relación de los padres con los hijos y de lo que debe ser un padre, tarea que desempeña don Diego, que está casado y tiene hijos, al menos uno, estudiante en Salamanca y poeta, que sin ser malo, no era tan bueno como quisiera su padre; Don Quijote hace un hermoso discurso sobre los hijos. Cuando se despiden los dos personajes, después de pasar varios días juntos en el campo y en la casa, siguen tan admirados y confusos como al principio: la locura de Don Quijote no es tanta que no pueda reflexionar muy atinadamente sobre las relaciones padre-hijo (un loco cuerdo o un cuerdo loco, dirá don Diego), y la figura del de verde no le impide ser un hidalgo típico, amigo de sus vecinos, de vida familiar normal, aunque sus alcances no vayan más allá de «entender con su perdigón manso y con su hurón atrevido», muy lejos de la valentía de Don Quijote. Cada uno va a quedar definido en su singularidad, que resulta muy distante para el otro; ninguno es mejor o peor por la extrañeza que suscitan, tanto en su apariencia como en su vida y en su modo de pensar.

Perspectivismo, inseguridad para interpretar las apariencias, falta de cánones y de verdades absolutas, serán las coordenadas de muchos episodios de la novela cervantina. Nadie sale condenado, nadie detenta la razón, nadie es dueño de la verdad, la verdad no es una y no está clara. El lector se educa en la idea reiterada del respeto a todos, porque no hay una verdad absoluta asequible a la razón, pero sí hay verdades parciales, que se perciben al considerar distintos modos de verla.

Sobre la construcción de los personajes y su visión de las cosas pesan otras circunstancias: en primer lugar situamos la dificultad para acceder a una realidad que se muestra dudosa porque se percibe de forma parcial, debido a la limitación de la razón humana, incapaz de ver el ser en su totalidad; si a esto se añade que el sujeto puede tener distorsionada su capacidad de percepción por la locura, por el interés, por prejuicios, por costumbre..., pensamos que las posibilidades de conocimiento absoluto son escasas; pero hay más, la expresión de lo percibido se hace mediante el lenguaje, que no es precisamente un código seguro y estable. Cervantes lo muestra textualmente con las unidades narrativas, los motivos, y también con las unidades léxicas.

La percepción que se hace de la realidad y el uso que se hace de los códigos de percepción puede distorsionar el conocimiento. La percepción «normal» es la que tiene Sancho y la mayoría de los personajes. Frente a todos, Don Quijote, con sus facultades mentales alteradas, se instala en el código de la caballería andante: ve los síntomas y señales de la realidad, pero los interpreta en su código. Cuando interpreta sus percepciones en el código de caballería, y son diferentes de las normales, no miente, las recibe en su cabeza de la manera que dice: los rebaños son ejércitos, los molinos son gigantes, las mozas de partido son princesas, las ventas son castillos y la bacía es un yelmo. Don Quijote no tiene dudas sobre lo que ve y oye: la realidad camina hacia él atravesando el código caballeresco y cambia los molinos en gigantes, y cuando la realidad se impone, y los molinos son molinos, el Caballero tiene el recurso de los encantamientos, otra clave interpretativa de su código caballeresco.

La mayor parte de las conversaciones de Don Quijote y Sancho siguen la tónica de exposición de ideas enfrentadas: las vinculadas al mundo de ficción (subjetivas, de origen mental), situadas en el código de la caballería, en el caso del Caballero, y las tomadas de la realidad inmediata (objetivas, empíricas), por el Escudero. Los episodios donde se contrastan las ideas de uno y otro, el de los rebaños, el de los molinos, el de la bacía, etc. dan la razón a Sancho, y el lector comprende que se accede a la verdad por los sentidos, capaces de verificar la palabra en la realidad. La novela mantiene como sistema filosófico de referencia el realismo: la verdad está en las cosas, percibidas por los sentidos, según la experiencia en la que todos coinciden, y en la palabra que la expresa adecuadamente.

Cuando se trata de opiniones y no es posible el contraste empírico, es decir, cuando lo que opina un personaje se pone en parangón con lo que opina otro, sin posibilidad de verificación o falsación en la realidad, entonces la disputa queda en tablas. Es lo que ocurre en el episodio del Caballero del Verde Gabán que muestra textualmente cómo una misma realidad puede ser interpretada de distinta manera, por distintos sujetos. A. Castro7 habla de la «realidad oscilante» del Quijote, de la inseguridad sobre lo que vemos y que el mismo Quijote pone de manifiesto: «eso que a ti te parece bacía de barbero me parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa» (i, 25).

Es admirable que Cervantes conserve el mismo marco de referencias en anécdotas diversas, sin pretensiones dogmáticas sobre las posibilidades del conocimiento. Su perspectivismo se basa precisamente en que mantiene, sin intervenir, las distintas posiciones, y apenas un asomo de ironía sirve de guiño al lector. La ironía cervantina es un puerto que tranquiliza y brújula que señala fielmente las direcciones interpretativas para un lector que puede sentirse desconcertado por la falta de seguridad.

El perspectivismo humanista de Cervantes es un rasgo destacado por toda la crítica y para nosotros es la razón principal para considerar al Quijote como la primera novela moderna. Por lo general se habla de perspectivismo en referencia a la posibilidad de presentar un objeto, un personaje, un hecho o una relación, desde dos o más visiones o en dos o más interpretaciones, no obstante, el fenómeno es más amplio y afecta, como ya hemos adelantado, a todos los niveles de la narración. En el Quijote son constantes las visiones diferentes y hasta contrarias en los dos personajes principales, y generalmente se impone la de Sancho, mientras que la de Don Quijote se explica como errónea por su paranoia. Todas las aventuras tienen la misma trayectoria de composición: a partir de señales percibidas por los sentidos, por ejemplo, el polvo que se ve y el ruido que se oye, Don Quijote interpreta que se acercan ejércitos de caballeros y llega a describirlos con detalles como hacen las escenas de teichoscopia de la tragedia griega, cuando en realidad los saca de su mente y del recuerdo de sus lecturas, Sancho interpreta los mismos síntomas y señales dentro de los cánones de la realidad empírica y del espacio y tiempo inmediatos (la Mancha y el atardecer): el polvo y el ruido proceden de un rebaño que se acerca con sus pastores. En otro caso, por el tamaño y el movimiento, Don Quijote interpreta que se trata de gigantes de largos brazos, mientras Sancho ve molinos y así se lo dice a su señor; por el brillo y el tamaño, Don Quijote habla de yelmo cuando Sancho está viendo una bacía de barbero, etc.

La verdad es la que indican los sentidos de una persona normal, no la verdad de quien sustituye el mundo real por el mundo de ficción de los relatos de caballería. No hay, pues, escepticismo en el enunciado de dos visiones, pues no alcanzan a negar la posibilidad del conocimiento verdadero, hay perspectivismo que contrasta percepciones de los sentidos y visiones condicionadas por una situación anómala.

El perspectivismo afecta también a las unidades léxicas: lo advertimos en los nombres señaladores, sin significado, es decir, los nombres propios, cuya capacidad semántica es solo denotativa, y en los nombres comunes, cuyo significado no está fijo, sino que es alterado, generalmente en boca de Sancho cuando no los conoce, para darles un sentido, según una etimología popular.

El narrador duda del nombre del protagonista, sin hacerse directamente responsable, pues lo recoge «de los autores que de este caso escriben» y parecen no estar de acuerdo («quieren decir que tenía el sobrenombre») entre Quijada o Quesada o incluso más probablemente Quejana. La alteración del nombre propio está vinculada a la proliferación de autores que han tratado la historia. Y ya en esta primera cuestión, el narrador interpreta con relativismo el hecho («esto importa poco a nuestro cuento, basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad»). Y sin salir del capítulo primero, será el mismo protagonista quien decida: «puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérselo a sí mismo, y en este pensamiento duró otros ocho días y al cabo se vino a llamar Don Quijote», que completará con el topónimo de la Mancha.

No es baladí la cosa, aunque sea tan inmediata y superficial, pues está en relación con el perspectivismo de los motivos y de los personajes que ya hemos analizado, y son muchos y jugosos los párrafos dedicados al tema, que responden a una misma idea, en un juego que se prolongará a lo largo del discurso narrativo en la continuada distorsión que Sancho hace de los nombres exóticos que cita su amo: Cide Hamete Benengeli se transforma en Cide Hamete Berenjena, el bálsamo de Fierabrás pasa a ser el bálsamo del Feo Blas, y así continuamente; Sancho hace un fundido de los nombres propios y el nombre común que fonéticamente le quede más cerca; y siempre, ante la protesta de su señor, quita importancia a sus cambios. No es un rasgo caracterizador del personaje que defina al escudero popular frente al caballero culto, sino que responde a una actitud del narrador pues se da también en la presentación de la sobrina y el ama, que al referirse en el capítulo VII al encantador que se había llevado el aposento, según la sobrina se llamaba Muñatón, y al corregir Don Quijote que sería Frestón, acude solícita el ama diciendo «no sé si se llamaba Frestón o Fritón; solo sé que acababa en tón su nombre.» La inseguridad afecta también al uso de los nombres comunes en el discurso de la novela, sobre todo si su referencia tiene algún relieve en la historia, como el caso de la bacía-yelmo-baciyelmo, o del pescado que en unos sitios llaman bacallao, en otros abadejo, en otros curadillo, en otros truchuela, que sería trucha pequeña...

Los análisis lingüísticos del discurso cervantino son muy numerosos. Spitzer8interpretó algunos usos y algunos cambios como manifestación de perspectivismo. El lenguaje se muestra así como un nivel más donde pueden hacerse diferentes interpretaciones.

El perspectivismo es una constante en la visión que unos personajes tienen de los otros, según hemos comprobado; el narrador sigue también esta técnica en la construcción discrecional de los personajes, como podemos constatar en los per files que va adquiriendo Aldonza-Dulcinea. Don Quijote crea su ser ideal, a partir de una lejana reminiscencia en el recuerdo de una labradora vista a la salida de misa, y en el polo opuesto contrasta la figura degradada que Sancho inventa. El juego se hace sutil, pues se enfrentan dos abstracciones: de laudatio sin límites por parte de Don Quijote y de vituperado sin paliativos en la cazurrería de Sancho. En el abanico casuístico que podría presentar el contraste de una realidad con otra, o de la realidad y la ficción, es aquí un contraste entre dos ficciones. Don Quijote vuelve sobre el tema una y otra vez porque le va mucho en ello para su propia credibilidad: la «Aldonza» de Sancho contrasta mucho con la Dulcinea inventada por él y pone en entredicho el mundo de la caballería. El Caballero no discute con su escudero sobre las cualidades y belleza de su señora, porque ella es de otro mundo, el del amor, en el que las amadas son siempre de diseño, al gusto de los amadores; todas compiten en belleza y discreción y todas y cada una es la más hermosa y la más discreta, sin que haya contradicción posible, puesto que esa primacía está en la subjetividad de sus galanes y es razón del gusto.

La locura de Don Quijote no es radical, deja alguna fisura para las dudas, y a veces él mismo amplía el abanico de matizaciones entre la realidad y la ficción, entre el ser y el desear:

por lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más alta princesa de la tierra [...] y pintóla en mi imaginación como la deseo [...] Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica, o no es fantástica.

Por su parte, Sancho queda atrapado en sus inventos, no ve claro el límite entre la realidad y la ficción y termina creyendo que Dulcinea está encantada bajo la forma que él le ha dado, porque así se lo asegura la duquesa. El dibujo de Dulcinea es una obra de arte que multiplica las facetas de una figura que no existe, por el amor de Don Quijote, por la necesidad y la picardía de Sancho, por el ingenio de la duquesa. El ser frente al parecer de unos y otros se termina en una falta de seguridad, pues no es posible la verificación empírica.

Son innumerables los motivos que se articulan entre el ser y el parecer, entre lo que se dice y lo que es, entre lo que se piensa y la realidad, según esa técnica perspectivística. No es el menos gracioso el caso del capítulo XIV de la segunda parte, en el episodio del Caballero de los Espejos: Sancho pide a su amo que lo suba a un alcornoque «de donde podré ver más a mi sabor, mejor que desde el suelo, el gallardo encuentro»; esta es la razón «presentable», pero Don Quijote cree descubrir la verdadera: «antes creo, Sancho, que te quieres encaramar y subir en andamio por ver sin peligro los toros», mientras que la realidad la descubre Sancho: «la verdad que diga: las desaforadas narices de aquel escudero me tienen atónito y lleno de espanto, y no me atrevo a estar junto a él». Tres posibilidades para interpretar el motivo de la petición de Sancho y sus causas (la seguridad, la mejor visión, el miedo), cada una de ellas con su argumento.

Las dudas proyectan su sombra universal: la hazaña de Don Quijote de vencer a su rival queda devaluada en el discurso con las explicaciones de los movimientos de los caballos: lo que parece una victoria es obra del azar no del esfuerzo, y la casualidad prevalece sobre el mérito. El Caballero de los Espejos parecía muerto, pero no lo estaba; parecía Sansón Carrasco, pues según la historia (el narrador no se compromete), tenía «el rostro mesmo, la misma figura, el mesmo aspecto, la misma fisonomía, la mesma efigie, la pespetiva mesma del bachiller Sansón Carrasco», y no lo era.

Sancho, que nos mostraba la verdad en la realidad empírica, ya no sabe a qué atenerse desde que ha empezado a no estar inocente de hechizos:

la aprehensión que en Sancho había hecho lo que su amo dijo, de que los encantadores habían mudado la figura del Caballero de los Espejos en la del bachiller Carrasco, no le dejaba dar crédito a la verdad que con los ojos estaba mirando. Finalmente se quedaron con este engaño amo y mozo.

(149-150)



La perspectiva múltiple se advierte, pues, en los episodios, en los personajes, y también se encuentra en la disposición general de los motivos de la historia: se anuncia una trayectoria espacial, que se altera cuando Don Quijote no entra en Zaragoza para sacar mentiroso al anónimo autor del Quijote apócrifo.

También la consideración del tiempo como categoría narrativa se ofrece en forma perspectivística: el contraste entre el tiempo real y el tiempo imaginado en el mundo ficcional, en el episodio de la Cueva de Montesinos, se convierte en el recodo de las dudas del Caballero. No entramos en su análisis, porque ya lo hemos realizado en otro estudio9, solamente lo anunciamos para mostrar que el perspectivismo afecta a todas las categorías del relato.

Sí queremos detenernos en la composición de la historia, concretamente en las interpretaciones que ha sugerido el hecho de las intercalaciones de novelas intercaladas en la primera parte del Quijote. La técnica acumulativa se encuentra en textos medievales y prerrenacentistas (Libro de don Juan Manuel, Decamerón) que enhebran, o «ensartan» (Schlovski) relatos cortos en un marco narrativo general.

Desde la teoría perspectivística, las novelas intercaladas parecen tener la finalidad de presentar el mundo en distintas visiones y desde distancias variables. El relato de las hazañas de Don Quijote y Sancho podía presentarse como una crónica, en un tiempo lineal que avanza, pero de la misma manera que el narrador no se decide por un nombre, como solía hacer el cronista o el narrador omnisciente de cualquier novela de caballerías que no tiene dudas de cómo se llama su héroe, y de lo que ha hecho, el narrador del Quijote siempre se coloca en la encrucijada: ante él se abren caminos y quiere dejar constancia de ellos.

Neuschafer10 resume las principales interpretaciones que se han dado al hecho de la intercalación de las novelas: hay críticos que las consideran «impertinentes», y otros que las creen muy integradas; entre los segundos hay una amplia matización que va de los que creen que se han intercalado para seguir las normas del Pinciano, cuya Philosophia antigua poética se había publicado poco antes de la aparición del Quijote (1596), hasta los que buscan razones narratológicas, como podría ser el darle un mayor dinamismo a la narración (variatio)11 u ofrecer un muestrario de los distintos géneros (caballeresco y su parodia en el relato principal; bizantino, pastoril, morisco, italiano)12. Los lectores recibían así, de modo inmediato las posibilidades de un género nuevo, la novela, que no había sido tratado ni citado en la Poética de Aristóteles, y que quería alcanzar (en el mismo caso estaba la comedia: citada, pero no tratada) prestigio artístico.

Sin rechazar estas posibles interpretaciones, creo que la presencia de relatos cortos en la disposición general del Quijote puede explicarse dentro del fenómeno más amplio del perspectivismo, con el fin de remover la estabilidad y la unidad de la dispositio, e introducir sugerencias y guiños en la historia.

Si hasta ahora la práctica de escritura de la narración nos muestra una profunda huella del Humanismo en la concepción del relato, ahora veremos que la teorización sobre el género ha dejado señales en el discurso, en el texto y en la forma de presentar las historias del Quijote.

El narrador da su propia interpretación sobre la intercalación de novelas: parece ser que el texto original de Cide Hamete Benengeli, en el capítulo XLIV, de la segunda parte, que luego el intérprete modificó en su transcripción, presentaba una queja sobre lo tedioso que le estaba resultando escribir de un solo sujeto (tema) y hablar por boca de pocas personas

y que, por huir deste inconveniente, había usado en la primera parte del artificio de algunas novelas, como fueron la del Curioso impertinente y la del Capitán cautivo, que están como separadas de la historia, puesto que las demás que allí se cuentan son casos sucedidos al mismo Don Quijote, que no podían dejar de escribirse [...] y en esta segunda parte no quiso ingerir novelas sueltas ni pegadizas, sino algunos episodios que lo pareciesen, nacidos de los mismos sucesos que la verdad ofrece, [...] y pide no se desprecie su trabajo, y se le den alabanzas, no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir.

La técnica de escritura y la teoría de la novela no tiene muchos matices antes de la cervantina. El proyectarla como una sola narración o como suma de relatos cortos, se debe bien a la tradición medieval, bien a la decisión del autor, pues como dice Cervantes, la tentación estaba presente, y si la elude, merece alabanza.

En España, como ocurre en Italia, la novela es considerada un género menor por el hecho de que no había sido tratada, ni siquiera citada, en la Poética de Aristóteles, y no tenía, por tanto, una justificación teórica que le permitiese igualarse con los prestigiosos géneros épico y dramático; la novela no tenía señaladas unas partes cuantitativas que condicionasen su extensión o la distribución de los motivos, no intercalaba cantos al comienzo y al final, o para separar episodios: es el narrador, quien se hace responsable de la composición y de la disposición de los motivos en la trama.

Otra cuestión, no referida a la forma, sino al tema, es que escribir novelas podía ser considerado como moralmente rechazable, o al menos frívolo; el relato no tenía una finalidad social ni un nivel artístico, no se encontraban en él categorías propias, si acaso repetía las de la tragedia (mimesis, anagnórisis, peripecia, catarsis, pathos, etc.). Los novelistas medievales piden disculpas, en los prólogos, por escribirlas, y aspiran a justificarlas por su posible ejemplaridad, actitud que Cervantes mantendrá desde el título de sus Novelas ejemplares y en el «Prólogo al lector», donde incluye un párrafo que ha sido citado muchas veces:

Héles dado nombre de Ejemplares, y si bien lo miras, no hay ninguna de quien no se pueda sacar algún ejemplo provechoso; y si no fuera por alargar este sujeto, quizá te mostrara el sabroso y honesto fruto que se podría sacar, así de todas juntas como de cada una de por sí»; [...] los requiebros amorosos son tan honestos y tan meditados con la razón, que no podrán mover a mal pensamiento.

Diego de San Pedro, en La cárcel de amor (Sevilla, 1492) explica que le han pedido que la escriba y él ha accedido pensando que puede ser ejemplo de conducta para los mancebos; el anónimo autor de La Celestina dará la misma razón en el prólogo: su crudo relato puede servir de aviso a los jóvenes incautos que se fían de las malas mujeres. Los autores de novela buscan una justificación didáctica o moral, para su obra a fin de que no se interprete como un entretenimiento o se juzgue moralmente rechazable.

Las novelas españolas parece que debían justificarse por el hecho de narrar historias de entretenimiento y por hacer perder el tiempo al escritor y quizá a los lectores; las novelas italianas las disculparon los censores y los traductores particularmente por su tono licencioso. Es muy posible que Cervantes tuviese noticia de las polémicas y de la incipiente teoría de la novela que se estaba gestando en Italia. Es preciso detenerse en este punto que puede aclarar las razones del tono y de la composición de los relatos cervantinos.

Las novelas italianas que se leían en España, generalmente en traducciones, tenían bien ganada fama de licenciosas y libres, en el discurso y en la fábula. Desde Boccaccio (1313-1375), la risa y la comicidad del relato eran buscadas como efecto propio de la novela, en contraposición a la seriedad de la épica, de forma paralela a lo que ocurre en el teatro donde la comedia se orienta hacia los efectos catárticos cómicos frente a la tragedia, cuyos efectos catárticos trágicos habían sido precisados y dignificados en la Poética.

Boccaccio adopta un desenfadado tono licencioso en temas y expresiones que luego seguirían sus imitadores, Giraldo Cinthio, Mateo Bandello. Del primero hay traducción española Primera parte de las Cien novelas (Toledo, 1590); del segundo las Historias trágicas son aprobadas por Juan de Olave, que se cree en el deber de justificarse diciendo que tanto él como el traductor las han limpiado de expresiones que en nuestra lengua no suenan bien, pues no son tan honestas como debieran. Francisco Truchado, traductor de las Piaccevoli notti, de Caravaggio, explica en el prólogo los cambios que ha hecho por «la diferencia que hay entre la libertad italiana y la nuestra», para que la traducción puede asumir el título de Honesto y agradable entretenimiento de damas y galanes (Granada, 1583), a pesar del triunfo del adulterio, de la gracia de los robos y del ingenio de mancebos libidinosos. Traducciones como éstas se divulgan en España en la segunda mitad del siglo XVI, cuando ya existe un índice de libros prohibidos, en el que está incluido el Decamerón, precisamente por licencioso.

Los personajes de las novelas italianas suelen ser mozas de vida airada, cortesanas, alcahuetas, doncellas deseosas de no serlo; los motivos suelen ser lujuriosos, licenciosos, presentados siempre bajo un tono de broma, para hacerlos risibles, y además se expresan en un lenguaje tabernario sin límites morales o religiosos. Es sorprendente que los moralistas italianos no hayan protestado antes de Trento, cuando cambiarán las tornas.

Las novelas traducidas al español en la segunda mitad del siglo XVI, en tiempos de Cervantes o inmediatamente anteriores, son así, como si el género comportase el tono y los temas, pues ocurre lo mismo con las helenísticas. Cervantes en sus Novelas ejemplares no es pacato, ni rehuye las escenas libidinosas cuando la historia las pide, pero las trata con moderación, según había anunciado en el prólogo. Las parejas de amantes, como Rodolfo y Leocadia en La fuerza de la sangre, se besan apasionadamente, pero no de las «seiscientas maneras» que conocen Teágenes y Cariclea en la novela de Heliodoro traducida al español. En todos sus textos Cervantes será moderado, excepto en el entremés de El viejo celoso, que algunos hispanistas (el italiano Mele, el alemán Grillparzer) consideran la obra más indecente de la literatura universal; creo en este caso puede explicarse por la modalización de género, ya que el entremés deshumaniza a los personajes y los trata como marionetas. La lujuria desatada de la niña Cristinica que quiere un frailecico para ella sola, y la crueldad que muestra ante su tío, sobrepasan cualquier norma moral, y puede tomarse como una exageración del género entremés.

La teoría de la narración se articulará en Italia en relación con el tono y también con la tradición de la poética. El Decamerón (1350-1355) fue obra indiscutida y celebrada durante dos siglos, sin que nadie aludiese a las conductas escandalosas, hasta que el Concilio de Trento (1545-47, 1551-52 y 1562-63), la incluyó en el Índice de libros prohibidos. Precisamente con ocasión de su censura empezó a formularse la teoría de la novela. Sin duda Cervantes conocía directa o indirectamente la situación creativa y teórica que el género narrativo tenía entonces en Italia. Su actitud en la práctica de sus textos parece indicarlo.

Parece probable que la Philosophia antigua poética inspirase a Cervantes algo de su saber narrativo, particularmente algunos conceptos, como la imitación o la verosimilitud, pues la leyó, según demuestra A. Castro. La Epístola XI de este libro desarrolla su doctrina sobre la Épica o Heroica, y añade que todo lo concerniente a este tipo de poesía conviene también a la novela, no solo en cuanto a las partes que debe contener toda fábula (argumento, episodios, peripecias, agnición y desenlace), sino en sus principios estéticos: «Los amores de Teágenes y Cariclea, de Heliodoro, y los de Leucipo y Clitofonte, de Achile Estacio, son tan épica como La Ilíada y La Eneida, y todos esos libros de caballerías no tienen diferencia alguna esencial con los poemas dichos...»

En la práctica de la escritura la novela de Cervantes se inspira en el Humanismo para la construcción de las unidades del relato, según hemos visto y se concreta en las teorías sobre la novela que se inician en Italia, en la segunda mitad del siglo XVI, con ocasión de las discusiones sobre el Decamerón.

El Decamerón fue considerado una obra maestra en su discurso, su temática y su valor narrativo. Su mérito lingüístico no se discutió nunca: sus audacias verbales, incluso dialectales, su desenvuelta brevedad, fue siempre valorada como expresión magistral; tampoco se discutió la gran capacidad imaginativa y creativa de su autor: la invención, la composición y la disposición de las fábulas corresponden al genio de un «altísimo poeta». La belleza del estilo llegó a considerarse como la versión romance de las obras clásicas latinas. El lector medieval y renacentista la leyó como una obra maestra de la narración y de la expresión.

Belleza y méritos literarios aparte, durante doscientos años no sonaron voces sobre el tono subido de las novelle. La obra no se tachó de irreverente, cínica, sensual, ni idealista, o mogigata por los relatos finales, simplemente era la obra de un excepcional narrador. Es probable que se identificase el género con el tono subido, porque sus temas eran «cose d'amore» y de burla. Pero en el siglo XVI la cuestión se planteará de otro modo: el Decamerón se convierte en la enseña de Florencia frente a Roma en enfrentamientos no precisamente literarios.

En 1559 Paulo IV hace en Roma el primer índice de libros prohibidos, y en 1564 el Concilio de Trento elabora el Index Librorum Prohibitorum cuya norma VII condena las obras qui res lascivas, seu obscoenas, ex profeso tractant, narrant aut docent. Se exceptúan las obras de los clásicos paganos, por su elegancia, aunque se prohíben como lectura para los niños. El Decamerón aparece en el índice de Roma y en el de Trento, no tanto por la lascivia de sus relatos, como por atribuírsela generalmente a las gentes de iglesia. Si se quería publicar, tendría que purgarse de expresiones irreverentes, y para ello bastaba que los sacerdotes, abades, monjas, obispos, vicarios, y demás religiosos que vivían «le cose d'amore», fuesen sustituidos por laicos. Las historias no se leían ahora como se leían antes, pues las críticas de los luteranos a la lujuria de los clérigos romanos, quedaban justificadas en los relatos de Boccaccio. En 1573 sale una edición expurgada del Decamerón y Vincenzo Borghini explica en el prefacio las correcciones que se han hecho y las razones por las que se han hecho, que, por otra parte, no eran demasiadas y se centraban en el léxico. Las autoridades florentinas pusieron el grito en el cielo por el atentado a su lengua y a su altísimo poeta, los censores romanos mantienen su autoridad en las correcciones, y en este ambiente, se elaborará una teoría del relato, que pretende ser objetiva y científica y dignificarlo como un género, en serie con los aristotélicos: tragedia-comedia, épica-novella.

La «Academia degli Alterati», de Florencia, en 1573, año de la edición censurada del Decamerón, encarga a uno de sus miembros más destacados, el canónigo F. Bonciani, un estudio sobre el género novela. De este encargo saldrá el único tratado renacentista que estudia directamente el tema, Lezione sopra il comporre delle novelle. La «Academia degli alterati» sometía a discusión, en dos reuniones semanales, las lecciones que encargaba a sus miembros; éstas no podían pasar de 21 páginas, y eran de dos tipos: «a maniera di comento» o «a maniera di trattato», es decir, de tipo práctico, como comentario de textos, o de tipo teórico, argumentativo.

Bonciani, después de unos datos históricos, caracteriza la novela como género autónomo, en prosa, aunque puede incluir algún diálogo, que trata de cosas ridículas, sobre personajes «de los peores», si bien «il nostro Boccaccio» imitó también acciones de los mejores, con lo que el tratar de los peores no parecía rasgo específico.

La novela, siguiendo el esquema aristotélico de la tragedia (no de la épica, como hará el Pinciano), tiene cuatro partes cualitativas: la fábula, los caracteres, la sentencia y la elocución; tres partes cuantitativas: prólogo, scompliglio y sviluppo (introducción, planteamiento y desarrollo), e incluye peripecia y anagnórisis; trata de lo maravilloso; tiene la posibilidad de ser simple o compleja, según la trama, etc. En resumen, Bompiani diseña un tratado de la novela paralelo al de la tragedia, en lo posible. Quedaba, pues, la novela justificada como género, se situaba en el cuadro propuesto por Aristóteles, y llenaba una casilla vacía del género épico (poema / novella), en paralelismo con el dramático que oponía la tragedia a la comedia.

Cervantes escribe sus novelas en este panorama de técnicas de composición, de discusiones teóricas sobre su calidad literaria, y tiene plena conciencia de que cultiva un arte digno y alto. Su genio lleva a la práctica creativa las orientaciones que están en el ambiente literario a finales del siglo XVI, bien en nuestros tratadistas, bien en Italia, donde él se empapa de la cultura renacentista y humanista.

Resumen

La teoría de la literatura y la historia de la novela están de acuerdo en que Cervantes es el autor que inicia la novela moderna. Algunos autores señalan como rasgo básico de la novela moderna el incorporar el mundo interior de los personajes a la relación de hazañas que constituyen la historia. Otros autores basan la modernidad de la novela en el hecho de que inicia formas y temas que seguirá la novela posterior, que unánimemente suele destacar su deuda con el autor del Quijote. Para determinados críticos la piedra angular que señala la modernidad de la novela es el perspectivismo que se encuentra por primera vez en el Quijote. Otros, en fin, vinculan la modernidad de la novela cervantina a su situación en el panorama renacentista.

En este artículo se intenta demostrar que la modernidad narrativa de Cervantes tiene todos esos rasgos, que pone en relación directa con el Humanismo como movimiento renacentista que sitúa el Hombre en el centro de la cultura y se abre a una cultura antropocéntrica, frente al teocentrismo de la Edad Media. El cambio del centro (divino-humano) hace una remoción radical en las bases, formas y métodos de la cultura. Se tambalea el principio de autoridad, la seguridad, la univocidad y las relaciones de verdad, la verdad misma. Se gana respeto a las opiniones de los demás, una mayor aproximación a la realidad y las relaciones del arte y de la ciencia son vistas de un modo nuevo, el perspectivístico.

El estilo narrativo de Cervantes incorpora esa una nueva visión del hombre, de su situación en el mundo, de su religión y de sus relaciones con el arte, con la investigación, con los demás hombres. La inseguridad hace más humildes a unos personajes que se hacen a la vista del lector. Nadie puede creerse en posesión de la verdad, que no está en las cosas, no está en la palabra, no está en los textos revelados, puesto que los conocemos a través de las exégesis humanas. El personaje es relativo, es inseguro, pero ya no es una abstracción, es humano, real, controvertido, duda, busca, escucha, dialoga...

La historia, sus motivos y su desenlace son vistos en forma perspectivista, y lo mismo las categorías de tiempo y de espacio y el discurso en sus unidades lingüísticas. Cervantes huye de todo dogmatismo creativo y ofrece una realidad vista desde la perspectiva humana en la que está instalada la duda. Se discuten los nombres, se discute el lenguaje que caracteriza a los personajes; se presentan acciones interpretadas de forma distinta por observadores distintos, se relativiza todo, como corresponde a la razón humana. Se relativiza también el proceso semiótico de la novela: el narrador se fragmenta en varios, el lector adopta ángulos de lectura y de recepción diversos.

La novela así concebida sobre los pilares de perspectivismo y la inseguridad humana, resulta ser la narración moderna.

Y si de la práctica narrativa pasamos a la teoría, podemos asistir a una situación de finales del medievo que se altera con la llegada del Humanismo. Las discusiones sobre la novela se llevan a cabo en varios frentes: sobre una tradición italiana de relatos licenciosos y desenfadados, que se corrige en las traducciones españolas hasta cierto punto; sobre la necesidad de encontrar un estatus de seriedad para un género considerado tradicionalmente frívolo; y sobre las discusiones que se organizan en torno al Decamerón, su estilo literario y al tono de sus historias y de su lenguaje desenvuelto, en relación con las renovaciones religiosas de Trento.

Cervantes, en medio de este panorama de cambios y discusiones, escribe novelas ejemplares en cuanto al tono y profundamente humanas en los conceptos que definen la cultura del Humanismo.

Bibliografía

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