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Crónica de un baile

Concepción Gimeno de Flaquer





La calle de Montalbán, a la que da celebridad el nombre de un español notable en literatura, parecía hallarse de gala en la noche del 5 de mayo. De una de sus elegantes casas, al través de amplias y diáfanas cortinas de rica blonda, brotaban torrentes de luz, armonías y fragancias, revelando al transeúnte la fastuosidad de felices moradores, dueños de espléndida mansión. Los señores de Govantes obsequiaban a sus amigos con una de las mejores fiestas de la temporada, y conocida es de los madrileños la suntuosidad que a dichas fiestas preside.

Importantes hombres políticos de diversos partidos agrupábanse alrededor de las damas, considerándose correligionarios por ser todos apóstoles de poética religión, ya que iban a postrarse ante el mismo altar, ante el altar de la belleza.

Las damas lucieron preciosas toilettes, adornadas con encajes de Malinas, Alençon, Bruselas, España, Flandes y Venecia. El reinado de los encajes no acabará jamás: tienen respetable abolengo, la Biblia los menciona; su delicado tejido ocupó regias manos en la antigüedad, distrajo la monótona existencia de las altivas castellanas en la época del feudalismo y despertó ideas ingeniosas en las damas del Renacimiento que lucieron su creadora fantasía en hábiles combinaciones.

Catalina de Aragón, mujer de Enrique VIII de Inglaterra, tejió encajes, lo mismo que su madre Isabel la Católica, la desgraciada María Estuardo y Margarita de Valois, esa bella e ilustrada reina, de quien se dijo: Ver la corte sin ver a Margarita de Valois, es no haber visto ni Francia ni la corte. La muy severa Isabel de Inglaterra, aquella mujer dotada de pasiones viriles, que se jactaba de vivir sin amor, que no aceptó marido por independencia de carácter y por no dividir con nadie la gloria de su reinado, sentía extraordinaria afición a los encajes. También la sintieron Carlos I de Inglaterra, los Enriques II y III de Francia, Richelieu, Mazarino y el cardenal de Rohan, que poseyó un alba con su escudo y divisa valuada en cincuenta mil duros. Muy apasionada de los encajes blancos es la señora Urban de Govantes; esa encantadora dama se llama Gracia y lo es. El cincel helénico necesitó crear tres Gracias para reunir los encantos femeninos; la naturaleza, más poderosa, ha sabido reunir en Gracia de Govantes todas las gracias.

Soberbios encajes ostenta la condesa de Carlet, que acompaña a su sobrina Teresa Mendoza, una Teresa digna de la que inspiró a Espronceda; pero más que los encajes de la condesa, admiran su majestad olímpica y sus formas esculturales; parece una Juno que ha dejado el pedestal dignándose conceder a los artistas la dicha de contemplarla para que se perfeccionen en la plástica.

Cerca de dicha dama se encuentra la distinguida esposa del ministro del Brasil, vistiendo traje Pompadour con la elegancia con que debió vestirlo la célebre marquesa de ese nombre que tan gran influencia ejerció en la corte de Luis XV. Ha presentado a su hija Beatriz d'Acunha que se atavía con nívea gasa; su delicada figura hace pensar en la Beatriz inmortalizada por Dante.

La señora de Polak, cuya fisonomía espiritual posee gran variedad de expresión, engalánase con rico vestido rosa y topacio; su amiga la señora doña Vicenta Blaser, ostenta ricas joyas menos fulgurantes que su mirada; con muy valiosas piedras adórnase también la señora de Pineda; pero más que éstas, cautiva su aspecto aristocrático.

La señora de Moragas atrae la atención general por su cabellera de áureos tonos como las cabelleras de las venecianas, a las que dio celebridad la paleta de Ticiano.

Madame Peshine, una norteamericana con gracejo y corazón de española, luce vestido de raso color marfil; de terciopelo negro, la joven y bella vizcondesa de Loureiro, cuyos ojos centellean; de raso negro con negros encajes, las muy distinguidas y elegantes señoras de Enríquez, Rodríguez Mellado, Alaminos, Fernández Cañete, Alonso Duro, Castro y Quesada, Garcerá, Keller, Lanz, Montilla y Madroño.

Pilar Sabater de Rodríguez Blanco, una bella andaluza de talle esbelto como la cimbradora palma, atavíase con traje gris perla bordado en plata, que no oculta su gallardía. Distráenme de la contemplación de su toilette las doce parejas que se dirigen ceremoniosamente al salón principal, entre los acordes de la marcha de Aida para bailar a gran orquesta la antigua y elegante danza española denominada pavana, que dirige hábilmente el maestro de baile don Manuel Fernández.

Las muchachas llevan el cabello empolvado y adornado con plumas, como las cabezas de las musas que he visto en algún alto relieve griego: acompáñanlas elegantes muchachos vestidos con calzón corto de raso negro, media de seda y chapín abierto. Forman el cuadro las señoritas Carmen y Pura Pineda, Victoria y Carmina Lanz, María e Isabel Rodríguez Mellado, Elvira Gascón, Estrella Keller, Concha Fernández, Nieves y Carmen Ossío y los señores ÿngel y Antonio Heredia, Pineda, Liñán, hermanos Figuerola, López Montenegro, Llorens Tordecillas, Obregón Retortillo, Moreno, Toda y Baura.

Terminada la pavana, veo bailar el pas á quatre a las graciosas nietas del general Alaminos, que parecen bailar sobre las alas del céfiro; a la gallarda Ángeles Terán, cuya célica expresión refleja la de los ángeles; a la hija del reputado pintor Enríquez, que con su traje azul parece una de las poéticas ninfas creadas por la brillante imaginación de su padre; a la bella Angelita Lorenzana, interesante, sentimental y sonadora; a Estrella Keller que, envuelta en tules, cual las espumas de los lagos, semeja una figura arrancada a un cuadro de Rubens, a las lindas y elegantes señoritas de Ossío, a las de Pineda vestidas de verde Nilo como las nereidas. D. Eduardo Pineda puede decir como Carlos V, que en sus dominios nunca se pone el sol ¿Cómo se ha de poner si tiene dos auroras en su casa? María e Isabel Rodríguez Mellado, ataviadas con nevado crespón podrían representar la pureza y el candor; la arrogante Isabel debió tener por madrina a una maga que dejó en su figura el poder de la fuerza de atracción; a María le hubiera dicho Becquer, poesía eres tú. Victoria Lanz, es una joven que merece su nombre; los paganos hubiéranla declarado diosa del triunfo, su hermana Carmen tiene un pie que los poetas sevillanos creerían poder encerrar en el cáliz de una flor, un verdadero pie de mexicana, del que se puede decir:


Era un pie de Bayadera
y de sílfide y de ninfa,
un pie que valsar pudiera.
de un lago en la clara linfa
sin que el agua lo advirtiera.

Hállome en animada plática con la muy inteligente señora de Enríquez, cuando viene a llamar mi atención el General Alaminos, ese eterno joven, que coquetea con sus ochenta años como una mujer con sus veinte primaveras; el buen humor de ese bizarro militar que solo se siente derrotado ante la belleza, es proverbial. Después de conversar animadamente con D. Eduardo Pineda sobre filosofía social, con los artistas Enríquez y Terán sobre artes pictóricas, con varios jóvenes del movimiento favorable a la cultura femenina, oyéndole emitir a López Avecilla ideas muy generosas en pro de esa causa; recorro los salones con Llorente Vázquez, gran buzo de salón para descubrir perlas, galante como un caballero de la corte de Francisco I, de aquel rey que, solía decir: Una corte sin mujeres es un año sin primavera, una primavera sin rosas, y paso después a un gabinete chino en donde converso largo rato con el amable e ilustrado ministro del Brasil, que me habla de mis ideas favoritas, de la fusión moral de los pueblos americano y español.

Imposible me sería mencionar los nombres de todos los caballeros, que son más de sesenta. Réstame felicitar al muy caballeroso y discreto señor de Govantes por el acierto con que ha organizado una fiesta que no puede ser olvidada, y a su hermosa señora, por el buen gusto con que dirigió el adorno de los salones, que parecían un inmenso altar alzado a Flora. Guirnaldas de rosas cubrían los marcos de lunas venecianas en donde se reflejaban caprichosos globos de luz eléctrica; guirnaldas de rosas cubrían los muros y los muebles, embalsamando el ambiente que respirábamos.

¡Cuan poéticas son las rosas! Grecia se postró ante ellas, Virgilio y Hesíodo les dirigieron sus mejores cantos, las ciencias y las artes conságranles ferviente culto por bellas y útiles.

El profeta no encuentra para la Madre de Dios nada más sublime que las rosas; por eso denomina a la Virgen rosa de Sion, rosa de Libia, rosa de Jericó. Carlo Magno, legislador y filósofo, recomendaba desde su trono Occidental, el cultivo de las rosas.

La rosa ha sido premio ofrecido al héroe, al amante y al poeta: la rosa es la gala de la creación, el lujo de la naturaleza, el cetro de Flora, la Venus de los jardines.





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