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A. Pérez Lugín, La Casa de la Troya, Santiago, Librería «Galí», 76.ª edición, 1964, páxs. 123-124.

 

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Xa dixemos que o Santiago que reflicte «Compostela» é unha cidade chea de nenos e moitos deles pobres, pedindo. Este aspecto era motivo de preocupación e denuncia, tanto polo que supoñía de explotación infantil, como polas consecuencias sociais que iso xeraba, xa que estes nenos explotados se convertían potencialmente nos vagos do mañá. Así El Eco de Santiago publicaba o artigo titulado «INSISTIENDO. Sr. Alcalde: ¡Esos niños!...»:

Hace algún tiempo, no mucho pero sí el suficiente para que se pusiera remedio al mal, denunciamos en estas columnas el deplorable espectáculo que a diario ofrecen en nuestras calles esas turbas de criaturas dedicadas a la mendicidad que asedia al transeúnte colgándosele de la chaqueta o enredándose en las piernas.

Esas tiernas criaturas condenadas a cargar desde la infancia con el madero del dolor, son las más de las veces instrumentos ciegos que obedecen al mandato de gentes desaprensivas a las que no les une ningún vínculo sanguíneo y que solo los utilizan como medio inicuo de explotación para mover la compasión de gentes que no pueden ver sin inmutarse a esos seres ateridos, cubiertos de andrajos que en medio de la calle imploran una limosna para llevar a sus «padres». Es muy doloroso que así se trafique con la inocencia de esos pequeñuelos a los que se obliga a pulular por las calles hasta avanzadas horas de la noche, porque no pueden retirarse a sus domicilios, o a los de sus explotadores, entretanto no tengan determinada cantidad.

El Sr. Alcalde puede, si quiere, con los agentes a sus órdenes poner remedio a este problema de la mendicidad infantil, con lo cual contribuiría a atajar un mal crónico que desemboca casi siempre en la vagancia, progenitora de maleantes y delincuentes que llenan las cárceles y siembran el terror en la sociedad.

Es una labor de profilaxis social a la que el señor alcalde no puede negarse, castigando a esas personas desaprensivas que arrojan en medio del arroyo a esas criaturas para despertar la conmiseración de las gentes. Para esos entes que no saben de sentimientos y que solo se sirven de los pequeñuelos para explotarlos, hay adecuadas sanciones, y para esos desgraciados chiquillos debe haber refugios o Casas de Misericordia que les priven de los tratos de quienes se llaman sus padres y no se portan siquiera como padrastros.

Puesto el dedo en la llaga y el pensamiento en las doctrinas del Crucificado, solo cabe esperar una solución de quien puede hacerlo.


(El Eco de Santiago, 11-VI-1935)                


 

43

El Pueblo Gallego, 29-VI-1933. Véxase María Esther Rodríguez Losada, A época da IIª República vista por Carlos Maside, Santiago, Xunta de Galicia, 1989, páx. 55.

 

44

El Pueblo Gallego, 3-VI-1933. Véxase María Esther Rodríguez Losada, A época da IIª República vista por Carlos Maside, Santiago, Xunta de Galicia, 1989, páx. 53.

 

45

A. Pérez Lugín, op. cit., páx. 25.

 

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É a mesma idea que atopamos a fins do século XIX na novela de José R. Carracido:

Arrastrado a venerar la aristocracia de las profesiones no reparaba en la trascendencia de su función social. En la esfera eclesiástica los párrocos eran para él la plebe de la clase, sin importarle cosa alguna que no fuesen los encargados directamente de la cura de almas, atendiéndolas y vigilándolas en sus necesidades y conflictos desde que les ministraban el agua de gracia en las fuentes bautismales para ingresarlas en la comunión de los fieles, hasta que con el viático y el óleo santo las depuraban del pecado disponiéndolas para el goce de la eterna bienaventuranza, nada de esto consideraba, pero en cambio los canónigos, cuya misión se limita a la contemplativa y ornamental del rezo solemne de las horas canónicas, eran para nuestro bedel los sacerdotes distinguidos. El canónigo sentado en un sitial, rico por lo primoroso de la talla, sin apenas levantar la voz, porque hasta sus pulmones están suplidos por los de los salmistas mercenarios que desde el facistol dilatan por las amplias naves de la Catedral las robustas entonaciones del canto llano, era tipo incomparablemente más selecto que el miserable cura de aldea enseñando la doctrina a sucios y harapientos niños en el atrio de su iglesia o sufriendo los rigores de una noche tormentosa para sacramentar a un moribundo, llegando en esta exageración nobiliaria hasta lamentar el origen plebeyo de los canónigos modernos en cuyas sepulturas no pueden esculpirse las riquezas heráldicas que aún hoy se admiran en la sección del claustro donde los antiguos fueron enterrados.


(José R. Carracido, op. cit., páxs. 43-44)                


 

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O coñecemento que don Ángel ten dos cóengos de entón era moi directo, pois á fin e ó cabo el era sobriño de don Juan Antonio Rodríguez Villasante, un dos personaxes máis singulares do Cabido compostelán do século pasado. A súa figura se agranda na miña imaxinación polos versos que recitaba o meu querido profesor de Historia no Instituto Xelmírez, don Manuel Fernández: «Don Calixto, es el hombre más listo, que en el mundo se ha visto, después de Cristo. Pero vino Villasante, y le puso el pie delante». De feito ambos personaxes estaban tan vivos na cidade que Torrente Ballester se inspira neles para o seu personaxe de don Procopio:

Después que se marchó [don Procopio] reclamado por sus obligaciones quedé pesando en él, y sobre todo, en cómo había aparecido y constituido en personaje. El origen de su figura es, desde luego, la de don Calixto, un clérigo torpón que fue mi profesor de Arqueología, pero muy mejorada: don Calixto sabía poco y de una manera arbitraria, memorística y confusa, y tenía, además una gran panza de comilón y unas manos enormes llenas de sabañones en invierno, en tanto que don Procopio me resultaba esbelto e incluso elegante, y sus manos eran finas, y su saber parecía tocado de cierta gracia intelectual...


(Gonzalo Torrente Ballester, op. cit., páx. 61)                


O recordo de don Calixto aflora noutros parágrafos da novela de Torrente, como por exemplo cando di que «nombrar a Hegel en la universidad es como nombrar a Satanás» (Ibidem, páx. 375), pois como me contou nunha ocasión don Antonio Bonet Correa, a el o suspendeu don Calixto na convocatoria de xuño da materia de Historia da Arte, por nomear a Hegel. Claro está que cando en setembro don Calixto lle preguntou polos impresionistas, ou non tivo reparo ningún en manifestar que eran uns artistas libertinos que ían contra o poder establecido rompendo con tódalas normas establecidas polo bo gusto, o decoro e a arte, o que lle valeu a cualificación de «notable».

 

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Como me indicou don Jesús, en agosto de 1935, ostentaban o cargo de cóengo na Catedral compostelá: D. Salustiano Portela Pazos, D. Pío Gil García, D. Cándido García González, D. José María Anido Rodríguez, D. José Méndez Penzol, D. Claudio Rodríguez García, D. Nicolás Ruiz de Rueda, D. Robustiano Sandez Otero, D. Fernando Peña Vicente, D. Antonio Vicente Buela, D. Manuel Capón Fernández, D. Jerónimo Coco Morante, D. Juan Antonio Rodríguez Villasante, D. Buenaventura Cañizares del Rey, D. Manuel Rodríguez Suárez, D. Eulalio Iriberri Irulegui, D. Miguel Ortiz Alcubierre, D. Cándido Pumar Cormes, D. Antonio María Agrelo Barrera, D. Luciano García Rodríguez, D. Eulalio González Vila.

 

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Véxase Jose Antonio Tojo, «Los orígenes del servicio de limpieza», El Correo Gallego, 6-V-2002, páx. 21.

 

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Ademais como protagonistas secundarios noutros debuxos represéntanse outros vendedores da rúa, como o churreiro, o barquilleiro (Nenos de coro) ou a rosquilleira (Colexio da Ensinanza). Nestes momentos en Santiago o churreiro por antonomasia era Modesto Taboada, ó que os nenos alcumaban como «fode de pe», o cal vivía en Carretas e que se convertera nun personaxe moi popular en Santiago, por outras cuestións distintas ós churros, que non veñen ó caso. O seu berro era: «¡Churrero! ¡Churros calientes! ¡Chuuuurros calentitos!».