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30 años de experimentación en el cine amateur catalán

Joaquim Romaguera i Ramió






ArribaAbajoSobre este trabajo

La primera idea que tuve a la hora de concretar esta investigación fue la de abarcar tanto a cineístas amateurs como a cineastas independientes / alternativos que desarrollaron su labor en Catalunya desde los inicios del amateurismo (principios años treinta) hasta la aparición de independentismo (principios años setenta), es decir, 40 años de nuestra historia cinematográfica centrada sólo en unas prácticas fílmicas muy determinadas.

Una vez iniciada la investigación acerca de cuánto y de qué manera estos practicantes experimentaron con el lenguaje del film, me di cuenta que debía limitar mi trabajo a uno de los dos sectores: el amateur. Primero, porque tamaña ambición implicaba prácticamente doblar la extensión razonable de toda ponencia; segundo, porque en este Congreso otros estudiosos tal vez ya abordan lo que dio de sí el cine independiente / alternativo catalán en materia de experimentación formal; tercero, porque no abunda documentación escrita sobre los amateurs, y si la hay está bastante dispersa e incompleta en escasas revistas y en catálogos y programas de certámenes y concursos. Hemos de tener en cuenta que el vacío informativo y crítico se produce a partir de la aparición del libro de Josep Torrella i Pineda en 1955, Crónica y análisis del cine amateur español, y muy en especial después de la desaparición de la revista Otro Cine en diciembre de 1975. Y aún una cuarta razón de peso que me aconsejaba limitar la investigación, y es que la misma requería volver a visionar o visionar por vez primera la filmografía amateur catalana del período, o al menos aquella que presumiblemente corresponde a las intenciones de este trabajo, cosa del todo punto imposible de llevar a cabo por razones tan obvias que me parece superfluo relatar aquí.

Así las cosas, y a pesar de tales imponderables, me siguió pareciendo que merecía la pena no abandonar la idea primera, pero sí ceñirla al periodo más esplendoroso y productivo del cine amateur catalán, el que va desde su nacimiento hasta el inicio de la década de los sesenta, y aún ceñirla a los nombres que mejor ejemplifican la inquietud experimentadora en esta práctica fílmica tan específica.

De ciertos cineístas tuve la fortuna de ver, años ha, algunas de sus cintas; de otros, como de Delmiro de Caralt y de Domènec Giménez, no hace demasiado visioné sus respectivas filmografías prácticamente completas. Pero aún así, el libro de Torrella ha sido para mí la guía imprescindible de donde he extraído una gran parte de los datos y las opiniones sobre los cineístas y sus cintas que cito como de mayor interés o más representativos, de ahí que cuando en el texto aparecen frases entrecomillas, a menos que se indique lo contrario, éstas provienen siempre de dicho libro, del que me fío y del que nos deberíamos fiar todos, pues su autor, miembro de nuestra asociación, ha sido el primer y único historiador del film amateur del Estado español, un crítico ecuánime, agudo y solvente, amén de otras virtudes que ahora no vienen al caso, como la de estar reconocido unánimemente como tal.

Pues bien, una vez concretada la investigación en estos límites y bajo estas premisas, paso a desarrollar brevemente algunos conceptos o aspectos que me interesa destacar sobre la propia práctica fílmica amateur.




ArribaAbajoSobre la experimentación amateur

«La expresión cine experimental se ha querido equiparar, y de hecho se ha asimilado, a la de cine de vanguardia, cine puro, cine abstracto o cine integral. Pero todas estas expresiones, que nacieron alrededor de 1925, hoy nos suenan a conceptos viejísimos, tendenciosos y limitados. La expresión cine experimental es más amplia, menos partidista, ya que en ella cabe todo lo que representa una aportación o una inquietud nueva hacia esa 'vuelta del cine como forma de un arte expresivo'».



Esto lo escribía José López Clemente en 1960 en su libro Cine documental español, como introducción a las posibilidades teóricas, potenciales, con que cuenta el cine amateur para alcanzar dicha meta, y ello por el hecho de que el cineísta no está o no debería estar sujeto a un mercado y a un público, si bien, dice López Clemente, en la práctica está demasiado contaminado o contagiado por enfermedades tales como la «medallitis», la «concursitis» y la «certamitis». Tales afalagamientos obran siempre en contra de la meta citada. No obstante, el cine amateur a veces nos sorprende con cintas de fantasía, con ejercicios libres, donde el cineísta da rienda suelta a su imaginación y se atreve a explorar en lo visual de manera harto original y novedosa.

En el cine amateur es frecuente encontrar escenas o planos ingeniosos realizados como recurso o solución técnica, para expresar simbólica o metafóricamente unas ideas en pocas o ninguna palabra y con la apoyatura o no del sonido. Veamos un ejemplo: Para significar que «el mundo marcha al revés», el cineísta Francesc Font utiliza el procedimiento de la toma inversa; así, la gente anda de espaldas, sube de esta manera al autobús, entra de igual forma en los comercios, etc., mientras que Joan Llobet toma en un solo plano un carro que va tirado por hombres y el caballo está encaramado en el carruaje. Podríamos aportar muchos más ejemplos, pero basta este doble enfoque de un mismo concepto para indicar que a veces se llega a la experimentación formal por una vía no buscada previamente, ni pensada con voluntad vanguardista, sino con el fin de resolver ingeniosamente, primaria e ingenuamente también, una idea que ha de mostrarse visualmente, con o sin un tratamiento acorde de la banda sonora.

Por otra parte, los limitados recursos económicos y técnicos inherentes por lo general a mucho cine amateur, han llevado a extremar el ingenio y la imaginación de los cineístas, que tal vez con mayores posibilidades en todo no hubieran producido ciertas imágenes y secuencias que hoy admiramos no tanto por lo que son en sí mismas, sino más por lo que significa haberlas conseguido con los medios de que disponía el cineísta, más si tenemos en cuenta que en su inmensa mayoría fueron prácticamente autodidactas en el manejo de las herramientas de la escritura fílmica.

Otra de las limitaciones más perceptibles del film amateur de la «edad de oro» que estamos examinando es la del sonido, en especial cuando se requiere un diálogo. No tanto porque no fuera posible hacerlo mejor, sino porque los recursos de los cineístas eran habitualmente escasos y restringidos técnicamente. Esto hacía que se trabajase mucho más la parte visual que no ambas a la vez y equitativamente en función del relato, de ahí lo que decíamos antes: la aparición de imágenes, trucos, efectos, escenas, etc., sorprendentes en relación o en comparación con el conjunto de la obra, muchos de ellos claramente vanguardistas en su momento, pero también sorprendentes por aquello de haber salido airoso el cineísta de la prueba que ensayaba o experimentaba con lo que tenía a mano, y lo que sus conocimientos e inventiva le dictaban ante una línea o una página del guión prefijado, en el caso de que éste existiera.

Con todo, hay que hacer hincapié en que la mayoría de las cintas se planteaban de entrada sin diálogos, e incluso sin la ayuda de rótulos intercalados, detalle perfectamente comprobable en la filmografía no sólo de los primeros años dorados, sino también en la posterior hasta donde alcanza nuestro análisis. Este detalle fundamental, y distintivo con relación al cine no-amateur, se deducirá diáfanamente cuando tratemos las obras de los cineístas que comentamos a continuación.

En resumen, lo que queremos remarcar es que sólo la parte visual ha sido siempre el reto al que se enfrentaba todo cineísta, con el fin de hacer de ella la esencia o si más no el basamento de sus cintas. Si en ocasiones utilizaba un fondo musical o algún efecto sonoro o, muy raramente, un diálogo, era por lo general visto y resuelto como complemento a lo visual y siempre de forma muy económica, puntual.

Vale la pena recordar aquí que hasta la incorporación del magnético en la película (¡impensable el óptico!), el cineísta que quería poner «sonido» a sus cintas las proyectaba sincronizadas con discos, los cuales eran manipulados por él mismo desde la cabina de proyección, mediante un doble plato, con el fin de hacer «entrar» el sonoro en el momento preciso, lo que ya nos indica que los diálogos no figuraran ni se plantearan jamás con tal mecánica artesanal al uso.

Y siguiendo con las restricciones que impone la técnica en el film amateur, igualmente es frecuente ver más tarde cómo el montaje, en cuanto a sincronía de imagen y sonido, va en detrimento a la postre de la parte visual, pues al utilizar músicas y sonidos preexistentes con el fin de lograr una sincronía adecuada y técnicamente correcta, exige cortar imágenes o acortar secuencias, con lo que a veces se pierde parte de lo rodado que tenía una cierta unidad y un cierto interés estando completo y no troceado o reducido.

La incorporación del color en el film amateur se produjo en España en 1955, bastante más tarde que en el extranjero. A partir de entonces muchos cineístas se sintieron tentados ante sus posibilidades expresivas, y concretamente en el género fantasía, aquel en que el cineísta da rienda suelta a su imaginación y se siente más libre por el hecho de no estar sujeto a un hilo argumental o documental. En la fantasía, pues, es donde se dan más incursiones novedosas de tipo técnico-expresivo y que a veces conducen a la abstracción o a la consecución de «imágenes puras», anhelo éste de mucho cineísta auténticamente creador.

Pues bien, si con el blanco y negro el film amateur ya se distinguió por sus hallazgos al experimentar con luces y sombras, con trucos artesanos y efectos originales, con el color también se consiguieron buenas cotas de experimentación, algunas gracias a que las nuevas cámaras que iban apareciendo en el mercado permitían realizar cosas que hasta entonces eran muy difíciles o del todo punto imposibles de conseguir; una de las novedades técnicas fue, por ejemplo, la incorporación del travelling óptico.

Bien. Hasta aquí algunas generalizaciones que me han parecido que convenía poner de relieve para situarnos en lo que es o, mejor dicho, en lo que era la práctica fílmica amateur. También podríamos, si se quiere, filosofar sobre el espíritu que insuflaban aquellas prácticas e incluso sobre la misma definición que del film amateur se fijó en 1935 durante el I Congreso Internacional de Cinema Amateur celebrado en Sitges (Barcelona): «Son considerados films amateurs exclusivamente los concebidos y realizados sin otro objeto que el propio goce del autor. Lo que da al film su carácter específico de amateur son las condiciones que han intervenido en su concepción, en su realización y en su finalidad.

Pero me parece que con lo dicho basta para que podamos pasar a comentar la labor de los cineístas que a mi juicio destacaron por sus inventivas de corte innovador o vanguardista, mayormente en el aspecto formal.




ArribaSobre los cineístas experimentadores

Delmiro de Caralt i Puig, de Barcelona, es una personalidad conocida por todos no sólo por haber introducido en España el cine amateur a mediados de los años veinte, sino también por haber creado en 1924 la Biblioteca del Cinema que lleva su nombre. Hasta la Guerra Incivil española realizó la totalidad de su filmografía con vocación pura de amateurismo, práctica cinematográfica entendida por sus pioneros en todo el mundo que ha o debería discurrir al margen pero paralelamente a la del profesionalismo de mira comercial. Tal sesgo diferencial es, o debería ser, el que posibilita experimentar con entera libertad y sin otro condicionamiento que el que dictan las herramientas de creación fílmica, amén del dinero disponible. Tal filosofía la encarnó y propagó Delmiro de Caralt con la más estricta ortodoxia hasta el día de hoy, ya octogenario. Él aprendió probándolo todo e inventando soluciones técnicas artesanas a medida que las dificultades se le presentaban o su curiosidad le invitaba a ello, ya desde sus primeras cintas en 9,5 milímetros. Muchas de sus audaces probaturas no tenían otra finalidad que ver los resultados que obtenía si hacía tal o cual diablura técnica o estética con las filmadoras de que disponía.

Así, en Grandes chicos, de 1928, obtiene contraluces frontales y angulaciones forzadas, cambia los objetivos para obtener planos distintos, etc., todo lo cual consigue a la perfección sin otro afán que entretenerse haciendo cine y aprenderlo practicando, para luego ser visto por él, su esposa y un reducido círculo familiar en días señalados, y sin pensar en concursos, pues por aquellos días aún no se habían creado. Un año más tarde ensaya efectos de caleidoscopio insertos en una trama aventuresca trufada de planos angulados en Hay que hacerse millonarios.

En Montserrat, de 1932, y ya en 16 mm, Caralt se revela como un fotógrafo delicado y atrevido al captar con su nueva cámara planos de la naturaleza que sobresalen por su cuidada composición plástica, y en Primas lejanas (Un film senzill), del mismo año, capta reflejos y sombras naturales que él sabe atrapar en el momento justo de máxima belleza y montar con ritmo, gusto exquisito e intuición narrativa. También en El repórter mecánico, de un año más tarde, vemos la cámara de Caralt seguir el movimiento de las cabezas de los espectadores deportivos, balanceándose, o situarse a ras del suelo para captar lo más genuino de algún deporte que lo exige.

Y después de estos films familiares sin pretensión mayor, llegamos a 1934 con su obra principal, Memmortigo?, en la que el cineísta nos sorprende, como sorprendió en su día y continúa sorprendiendo a todos lo que la descubren por vez primera e incluso al visionarla de nuevo. La cinta es una historia alegórica, metafórica y simbolista en la que sin rótulos trata de reflejar el pesimismo y el optimismo de un ser humano ante situaciones cotidianas. Para ello orquesta una serie de secuencias que descuellan por su composición: planos picados y contrapicados, resoluciones originalísimas de corte surreal, el mismo título en esperanto, Memmortigo?, que quiere decir «¿Me suicido?», el montaje paralelo y alterno, y un sinfín de recursos visuales que demuestran bien a las claras una maestría y un saber hacer que nos inclinan a pensar que Caralt sabía y quería que sus cintas «de amateur», como él insiste en calificar, aporten siempre algo nuevo diferente con que distinguir y dignificar una práctica fílmica que conectaba en muchos puntos con la que llevaron a cabo sus antecesores vanguardistas: los cineastas europeos de los años veinte que él tanto aún hoy sigue admirando, la primera vanguardia cinematográfica verdaderamente «de ruptura»: los Delluc, Clair, Man Ray, Chomette, Cocteau y pocos más.

Domènec Giménez i Botey, de Barcelona, fue otro pionero del cine amateur en el Estado español, junto a Caralt; ambos y en unión con Josep Maria Galceran constituyeron, a principios de los años treinta, «el trío de los bolos», pues, como quien dice, hacían bolos por los pueblos de Catalunya mostrando sus cintas y las de primerizos que como ellos empezaban a concursar en el denominado Concurso Nacional del Centre Excursionista de Catalunya, el primero de amateurs que se organizó en el país, pero a la vez animando a los cineístas a constituirse en grupos locales de practicantes.

Giménez fue además todo un polifacético: practicó la poesía, el dibujo, el diseño gráfico, la fotografía, construyó la económica cámara fotográfica Kolora, dirigió un laboratorio de revelado de películas de 9,5 y 16 milímetros en los sótanos del negocio propiedad de Galceran denominado «Cinematografía Amateur», instalado junto a la Plaça de Catalunya de Barcelona, escribió crítica y teoría cinematográfica, llevó la magnífica revista trimestral catalana Cinema Amateur, del CEC, e incluso redactó en los años treinta un importante documento sobre política cinematográfica catalana.

Como cineísta se dio a conocer en 1932 con Fums de glòria, «un relato cerebral, influido por la escuela vanguardista, con abundancia de sobreimpresiones y ángulos aberrantes, de factura modélica y cuajada de aciertos cinematográficos». Luego, el año siguiente, rodó Ritmes d'un dia. Simfonia d'imatges y, el siguiente, Reflexes, «ensayos de cine abstracto, deshumanizado. El primero quiere dar el curso de una jornada mediante cambios de luces sobre volúmenes geométricos que visualizan una gran ciudad. Es la contribución del cine amateur al cubismo, pero emancipado de la plástica pura, gracias a un ritmo disciplinado, que le confiere una mayor fuerza expresiva. El segundo consiste en el juego fotogénico de los reflejos de agua ('La obra de arte es el reflejo de la naturaleza encima de las 'aguas del espíritu del hombre'), tema que tantos repetidores habrá de tener y que tanto había de enriquecerse con el color y el sonido».

En 1935 realizó Ombres. Sinopsi del film, en el que capta los reflejos en el suelo del transcurrir cotidiano de la vida en movimiento: sombras, naturaleza, figuras estáticas, instantáneas esteticistas, montaje ágil, formas geométricas, etc. Y a continuación, el mismo año, Giménez rodó su gran obra maestra y el último título de su filmografía, El hombre importante. Prejuicios. Un hombre lleva una máscara para esconderse de la realidad y de la verdad, de los «prejuicios» de la vida corriente cuando está en contacto con la gente, con la sociedad que tanto lo apoca. El cineísta, así, juega con la crítica y el humor a partes iguales, expresándolos a través de una fotografía nítida o contrastada, según le convenga, y de unos encuadres la mar de expresivos. El tema argumental que se vislumbra es un simple idilio entre un hombre que se semioculta ante los demás y una muchacha agradable, un hilo que se deshilvana sin palabras, pues éstas no son necesarias, al margen del valor dramatúrgico que tal ausencia representa. El idilio finaliza felizmente en el momento en que nuestro hombre se desprende de la careta y se enfrenta a una nueva realidad, subjetiva para él. A decir de los historiadores y críticos de la época, El hombre importante es uno de los títulos más sobresalientes de aquellos años, toda una perla de la cinematografía amateur española.

Francesc Gibert, de Barcelona, fue un cineísta de obra escasa pero de gran valor plástico, preocupado por la calidad fotográfica en sus cintas hasta extremos tan apurados que incluso sorprenden hoy por sus hallazgos y por la forma con que capta los motivos. «Rapsocia cívica, de 1933, es el más aligerado de esa carga de plasticidad. Se trata de recoger aspectos diversos de la vida ciudadana, y muchas de sus imágenes fueron captadas por sorpresa, sin que el sujeto o los sujetos lo advirtieran, como una intuitiva y meritoria anticipación del cine-testimonio, aunque -dada la época y el temperamento artístico del autor- la forma distara mucho de los extremos aformalísticos de hoy. Con Esclat y Leitmotiv, ambos de 1934, Gibert entró de lleno en el cultivo de las imágenes composicionales, particularmente en el segundo, en el que la imagen por la imagen misma parece ser la finalidad perseguida. Su trayectoria culmina en Sísifo, de 1935, donde con lo más brillante de su estilo preciosista trata un tema ocre y deprimente, influido por las corrientes del cine europeo de entonces».

Al igual que otros cineístas notables, como Caralt, Giménez, Eusebi Ferré, Joan Prats, Isidre Socias y algunos más, Gibert enmudeció con el estallido de la Guerra Incivil española, interrumpiéndose así varias carreras que habían demostrado arte y oficio, y que habían sido reconocidas dentro y fuera de nuestras fronteras con galardones de máxima categoría.

El citado Eusebi Ferré, de Barcelona, realizó una filmografía intensa y llena de aciertos, en la que cultivó desde el argumental hasta el documental, para finalizar en 1936 con una fantasía que, a pesar de sesgarse en el tramo final con un quiebro innecesario, merece nuestra atención por el planteamiento o leit motiv narrativo que lo preside. Se trata de La vida és un joc de mans, en la que se describe sintéticamente el transcurrir de una vida humana desde su nacimiento hasta su muerte, y ello mostrado sólo con planos de detalle de sus manos, toda una sucesión de elipsis magníficamente trabadas y narrativamente eficaces.

De Sabadell (Barcelona) sobresalen los cineístas Llorenç Llobet Gràcia, Joan Llobet i Arcadi Gili, pertenecientes a la Secció de Cinema Amateur del Centre Excursionista del Vallès, quienes después de unos primeros documentales que obtuvieron un cierto éxito local, consiguen igualmente galardones en el campo internacional en los certámenes anuales de la UNICA.

Hablemos de ellos en el mismo orden de importancia que los hemos situado. Llorenç Llobet-Gràcia mostró en toda su obra una predilección tal hacia la experimentación, que con frecuencia le hacía olvidar el acabado, lo que perjudicaba sensiblemente sus trabajos amateurs, a pesar de preocuparse por resolver técnicamente situaciones que los medios técnicos de que disponía no le facilitaban. En ¿Suicida?, de 1934, por ejemplo, juega con las sombras para sugerir un equívoco, al tiempo que desarrolla «un tratado de acompañamiento auditivo en cine amateur, y hasta se atrevió a unos atisbos de diálogo», pues el cineísta manipulaba más de un disco en la mesa de la cabina, y en escasos momentos de diferencia entre uno y otro hacía «entrar» los sonidos, efectos, palabras..., que sincronizaban con las imágenes correspondientes en su punto justo. En el documental El valle encantado, de 1946, debido al «silencio» que impuso la Guerra Incivil española, muestra el desencantamiento del valle pirenaico de Sant Llorenç de Morunys mediante el efecto de mover aceleradamente las nubes, recursos todos ellos primarios y elementales vistos ahora pero en modo alguno entonces, que denotan una intuición para no caer en soluciones convencionales, incluso probando ensayos audaces como algunos de los descritos.

También en el mismo paraje Llobet-Gràcia rodó su cinta más lograda y premiada, Pregària a la Verge dels Colls, de 1948, que «basa su técnica en la expresión del montaje mediante el uso intensivo del plano corto y de su reiteración alterna; la mayor parte de las tomas fueron impresionadas sin preparación escénica, como si se estuviera filmando un reportaje o un documental. El montaje confiere al conjunto una unidad narrativa, siendo así un caso aislado en el cine amateur de la época que se había vuelto más analítico. Las múltiples tomas, inexpresivas en sí mismas, convenientemente combinadas en un montaje alterno y sincopado, dan el resultado siguiente: Un pueblo asolado por la sequía, rogativas, milagro, lluvia y naturaleza vivificada. Bello poema visual, no exento de interés documental en varios de sus elementos (...). Sobresale el audacísimo experimento de trocar el blanco y negro en color después de la lluvia, para subrayar el contraste lírico de la exultación final. Era la primera vez que en cine, profesional o amateur, se buscaba producir una emoción dramática con el paso de negro a color; fiel a su consigna experimental, Llobet Gràcia no se contentó con el simple paso de una toma en negro a una en color, sino que trabajó el cambio sosteniendo durante unos segundos el montaje alterno de unos fotogramas en negro de árboles secos que se alejaban con otros de árboles de exuberante verdor que se acercan.

Otro de los aspectos innovadores en que sobresalió el cineísta fue en la banda sonora, al ser uno de los primeros amateurs que crearon un fondo musical que se correspondía con cada escena o secuencia, así como por introducir efectos especiales sonoros y ruidos sincronizados y mezclados con el resto de la banda y acorde con la narración. No ha de extrañar, pues, que este cineísta tan imaginativo y capaz se sintiera necesitado de salirse de aquel círculo y se adentrara en el terreno profesional con Vida en sombras, de 1949, un tema de «el cine dentro del cine», que si bien fue apreciado en su momento por la crítica apenas gozó del favor del público, y ello porque el film no tuvo una distribución normal y generosa. Por fortuna, Filmoteca Española restauró y recuperó la copia hace pocos años, y en las escasas proyecciones que se han hecho de la misma se ha podido constatar el interés, el valor y los hallazgos de esta pieza rara y maldita, otra más en el haber negativo de nuestra cinematografía.

Joan Llobet se dedicó preferentemente al cine infantil de tono ingenioso, humorístico y familiar, pero desde nuestra lectura cabe destacar en su obra el virtuosismo técnico de que hace gala, en especial en la utilización de efectos ágiles y sorpresivos. Un ejemplo es Érase una vez, de 1945: Un niño toca a una bruja por la espalda con la flor mágica que le había recomendado usar un hada súbitamente, la bruja se aleja a través del bosque en un sincopado e inverosímil correteo, mientras ramas y nubes se agitan al mismo ritmo frenético. Este acelerado produce un sorprendente efectismo plástico y expresivo que concluye otro, cuando la bruja sale a campo abierto y de pronto queda inmóvil y se convierte en un ridículo espantapájaros».

Dos años más tarde rodará La cámara soñada, en la que un hombre aburrido toma un libro de cine en sus manos y se queda dormido, soñando acto seguido ser un director de cine; a partir de entonces el tomavistas se libera de convencionalismos, se pone a captar «maravillosos efectos de la naturaleza» y termina filmando también visiones futuristas, hasta el punto de impresionar efectos de nubes y de agua con una gran libertad y agilidad compositiva. Joan Llobet fue un autodidacta, como tantos otros, que a pesar de contar con una filmografía breve exhibió un dominio de la técnica bastante original e intencionado, con el fin de expresar ideas mediante imágenes que él acababa de redondear en el montaje.

Arcadi Gili empieza descollando con el empleo del color en su documental Sant Miquel del Fai, de 1955, género que practicó con predilección y con el que se distinguió al soltar la cámara y crear movimientos fluidos, sacando partido de la luz, tanto de los paisajes como del mar, haciendo del agua un motivo casi argumental, expresivo y plástico, el cual tratará visualmente de forma experimental, hasta el punto de rodar el corto ABC del agua en 1960 con ribetes abstractos e irreales. El agua es para él un elemento con vida propia al que le corresponde un ritmo y una música apropiados, a veces incluso trepidantes.

Gili experimenta también en El sol y sus lentejuelas, de 1961, con la luz, el color, el movimiento y los efectos visuales, y en Sinfonía en gris, de 1962, donde saca del blanco y negro un partido inhabitual, así como fascinante, y en El molino, de 1961, donde también en blanco y negro juega con efectos y otros recursos propios de la plástica fílmica, los cuales hicieron escuela y fueron imitados por algunos cineístas jóvenes que siguieron sus pasos.

Aunque no de Sabadell, sino de Barcelona, Conrad Toras con Llum i aigua y H20 color, ambos de 1963, sigue dichas huellas, en el sentido de utilizar el mismo medio para crear un par de films de claro signo experimental que tienden hacia la «pura abstracción visual».

Pere Font i Marcet, de Terrassa (Barcelona), fue otro de los grandes artífices del amateurismo catalán, con una extensa filmografía reconocida internacionalmente y con infinidad de galardones que la jalonan. De ella entresacamos ¡Esto marcha!, de 1946, cinta crítica por la vía del humor sobre las contradicciones que origina el progreso tecnológico, la cual sorprendió por la introducción al tema consistente en la secuencia siguiente: Una figurita cervantesca pasa sus días encima de una mesa de escritorio, al lado de una fotografía de la boda del dueño de la casa y sentada ante un libro abierto. De repente, la figurita cierra el libro, se incorpora y camina por la mesa hacia una cuartilla a medio escribir, al tiempo que vemos la fotografía de tamaño gigantesco. La figurita se detiene cuando sus pies pisan la cuartilla y así, al leerla, se entera de las excelencias de un siglo de invenciones sensacionales que él se presta a conocer, momento en que la figurita se convierte en un ser normal. A partir de entonces viene la crítica mordaz sobre ciertas realidades chocantes, y ante tal panorama nuestro hombre decide volver a su condición de figurita.

Otro título que nos interesa resaltar es Impromtu, de 1950, un argumental que incluye una muy lograda serie de imágenes surrealistas con el fin de expresar la angustia de un pianista temeroso de que un escultor le corte sus manos, las que tiene aprisionadas en un molde escultórico.

Enric Fité i Sala, de Mataró (Barcelona), fue otro de los grandes de la «edad de oro» del cine amateur en blanco y negro, con una obra mayormente argumental, sonora pero sin el recurso de la palabra. Sus temas predilectos suelen ser tan serios como trascendentes, cuando no neorrealistas o claramente dramáticos. Para transmitírnoslos, Fité juega con elementos tan difíciles de plasmar en la pantalla como lo simbólico, lo obsesivo, lo metafórico, lo onírico, lo mistérico, etcétera, por lo que toda la fuerza visual de sus cintas se convierte en un esteticismo esplendoroso, nada gratuito y siempre ceñido a lo que la trama le exige que nos lleguen las pasiones, frustraciones u otros sentimientos humanos que denotan a sus personajes y que connotan la narración, por lo común bien escrita y pulcramente ordenada.

Dos fantasías quisiéramos destacar de su notable filmografía multipremiada: Taras eternas de 1948 y Fantasía trágica de 1950. La primera es un poema simbólico en el que las taras humanas aparecen una tras otra representadas escénicamente a medio camino entre lo real y lo simbólico, consiguiendo que cada una de ellas devenga una mínima «obra de arte» por el arte de una puesta en escena imaginativa y visualmente eficaz, tanto por su inteligibilidad como por su composición. La segunda se centra en la compleja personalidad de un escultor, atormentado, taciturno e insatisfecho. Su soledad va acompañada por la de los espacios por los que transita, con escenas de fuerte impronta simbolista, que se acentúan a medida que avanza la cinta, y todavía más cuando se desencadena la lucha interna entre el escultor-hombre y el escultor-artista, que se resuelve trágicamente al entrar en liza la estatua femenina que él había empezado a modelar en su taller.

Y aún Retorno, de 1951, en donde la Vida y la Muerte vienen en carnadas por una misma figura, una mujer vestida con una larga túnica blanca o negra, respectivamente. El sentido de la trama se deduce después del enfrentamiento entre ambos personajes metáfora, los cuales deben exhibir sus mejores virtudes y excelencias para conquistar a un pobre repatriado que acaba de regresar a su hogar. La Vida ganará la partida y Fité triunfará claramente por el sólido y efectivo esteticismo que confiere a esta pieza de pura dialéctica.

Luego llegará la etapa del color y Fité continuará realizando su filmografía con su habitual maestría, si bien va perdiendo aquel ímpetu y originalidad de que hizo ostentación durante su excelente etapa en blanco y negro.

Felip Sagués i Badia, de Barcelona, fue otra figura clave en el desarrollo y promoción del cine amateur catalán, bien como cineísta original, bien como animador de la Secció de Cinema Amateur del CEC. Su cine de madurez lo realizó en los años cincuenta, con el color ya impuesto, y lo rodó siempre «encima de la mesa de su casa», de ahí que empleara la animación de objetos y figuras para crear una serie de fantasías de fuerte impronta simbolista, jugando con sus movimientos, con la iluminación y con los efectos. Así, sobresale con las cintas Désirée, de 1954, aún en blanco y negro, donde relata el trágico idilio entre una rosa y un clavel; Consumatum est, de 1955, una alegoría escatológica sobre el Bien y el Mal en el ser humano, y ¡Non serviat!, de 1958, otra alegoría de cariz religioso en la que una Estrella que se vuelve maligna se transforma en otra nueva, ya positiva, mediante la intervención de una Mujer redentora. A la perfección formal de sus cintas, preciosistas incluso, Sagués une la originalidad con que desarrolla la animación y la valentía de los temas que expone.

Josep Mestres, de Barcelona, rueda en 1954 una cinta originalísima, Ángulos y polichinelas. En ella sus personajes llevan siempre, de principio a fin, máscara y van tocados con vestidos que les hacen parecer grandes muñecos infantiles de rostro inexpresivo. La trama es una fina pero clara ironía sobre el poder del dinero: tan atrapadas están las personas por él, que devienen simples peleles deshumanizados. El final de dicha fantasía es todo un broche de oro, por el ritmo que confiere a las imágenes y por el uso que hace del motivo musical.

En 1955 realiza Nocturno, donde el cineísta se adentra en el terreno de «la especulación visual pura, apoyándose en un tema fantástico, casi metafísico», de gran atractivo, el cual se refuerza al mezclar imágenes reales con dibujos. Con Forma, color y ritmo, de 1956, que nos recuerda el hacer de Norman McLaren, el cineísta juega con dichos elementos pero sin la ayuda del sonido, lo que pone de manifiesto lo arriesgado de su proceder al sumergirse sólo en lo puramente visual y asentar ahí toda la fuerza expresiva y plástica que persigue transmitir.

Joan Pruna, de Mataró (Barcelona), tuvo un padre que viajó expresamente a París con el fin de asistir a una sesión del Cinematógrafo Lumière. Entusiasmado con el espectáculo, consiguió comprar una cámara-proyector Lumière y varios rollos, con los que se divertiría los domingos por la tarde pasándolos por los pueblos con un gran éxito. De ahí le vino pues la afición al cine, cuando era todavía un niño, y ya a los 12 años empezó a filmar, aunque sin cámara, sino rayando la película virgen, por lo que cabría hablar de Pruna como un precursor de la técnica que luego desarrollaría el citado McLaren.

También Joaquim Puigvert, de Viloví d'Onyar (Girona), siguió el método maclareniano en 1960 con su Exp.núm.II, rayando y pintando la película virgen sin intervención alguna de la cámara, obteniendo una colección de imágenes curiosas y raras que se concatenan con un ritmo musical adecuado y sincrónico, si bien en ocasiones Puigvert las mezcla con otras fotográficas, por lo que rompe algo la unidad que podría haber tenido si sólo hubiera experimentado «a lo McLaren» (¿o a lo Pruna?), aunque es dable pensar que este montaje lo hiciera pensando en lo experimentador que resultaría mezclar imágenes de distinta ejecución y soporte. El año siguiente, con Metamorfosis, el cineísta «insiste en el lenguaje de las imágenes alusivas para expresar ideas concretas», utilizando ahora la animación de unos volúmenes de barro.

Antoni Varés i Martinell, de Llagostera (Girona), hombre polifacético en lo artístico, se inicia en el cine a finales de los años veinte en París y bien pronto se convierte en el pionero del amateurismo gerundense. En su obra destaca siempre la agilidad con que mueve la cámara, la composición con los planos originales en angulación, una fotografía cuidada y un montaje rápido y expresivo, así como más preocupado por el aspecto visual que por el auditivo. Con el paso de los años Varés se atreve con el color y se adentra en el terreno plástico, obteniendo obras que cabe ubicar en el género fantástico, más por la libertad de que hace gala en lo formal (efectos de luz, trucos efectivos, etc.) que no por el pretexto de que parte.

Con L'hombre del sac, de 1962, en blanco y negro, logra transmitir sin palabras los sentimientos de un vagabundo mediante la plasmación visual de sus sueños, con una serie de imágenes que no son más que figuras y líneas que se suceden y se mezclan rítmicamente, imágenes reales, identificables, pero que por el arte del montaje configuran una estructura constructivista de gran fuerza dramática y belleza. Todo ello al margen de otras escenas con planos inclinados, en picado, enfáticos, que denotan un sentido de la planificación muy acertada en función de lo que pretende expresar en todo momento y con la sola apoyatura de los elementos visuales.

Tomàs Mallol i Deulofeu, de Torroella de Fluvià (Girona), es un cineísta notabilísimo, cuya filmografía se distingue por la solidez de sus guiones y, todavía más, por el dominio de los recursos técnicos, lo que le ha valido innumerables galardones y un prestigio justificadísimo. Ha cultivado prácticamente todos los géneros, y en la fantasía ha ensayado en varias ocasiones un juego visual muy bien asistido por la calidad fotográfica, no en vano él es también fotógrafo profesional publicitario, y poseedor del mejor y más completo Museo del Cinema que existe en el Estado español.

En Hivern, de 1958, el cineísta nos ofrece una visión de la Costa Brava cuando ésta no está invadida / asediada / ocupada por el turismo, panorama casi desértico que su cámara escrutadora nos presenta desde una perspectiva estética tocada de nostalgia y añoranza, como si el tiempo se hubiera detenido para captar su glamour, sólo perceptible durante el invierno por imágenes fotográficas de belleza genuina. Esta obra, las siguientes comentadas y otras de su filmografía están tocadas siempre de un sello tan personal que invitan a pensar que Mallol ha sabido plasmar en la pantalla la «atmósfera ampurdanesa» característica de esta zona catalana (luz, paisaje, humanismo, etc.), al igual que el cine de los hermanos Taviani o el de Olmi -por ejemplo- reflejan una «atmósfera» no urbana, no metropolitana, tan distinto de la capitalina romana o milanesa o turinesa, sin ir más lejos.

Más tarde, en Màstils, de 1963, con planos de reflejos del agua y un montaje ágil, el cineísta consigue originalísimas tomas, una especie de sinfonía audiovisual brillante y emotiva, mientras que en Síntesis de primavera, del mismo año, lo formal y lo poético se mezclan para crear otra sinfonía visual de gran belleza. En ambos ejemplos, entre otros que podríamos anotar, el espíritu inquieto de Mallol le lleva a adentrarse en el siempre difícil terreno de conseguir una obra redonda con el único recurso de conjugar imágenes y sonidos al servicio de una fantasía libre, sin otro tema o argumento que el resultado de tal conjunción. Y en este terreno, como sabemos, muchas probaturas bien intencionadas amateurs se han estrellado, bien por falta de medida, bien por no dominar a la perfección las reglas gramaticales del lenguaje, bien por unas ideas de partida que no eran más que atisbos, sin una sólida elaboración previa.

Jordi Feliu i Nicolau, de Barcelona, se distinguió en sus años amateurs no sólo por haber sido uno de los impulsores del grupo «la Gente Joven del Cinema Amateur», sino porque demostró ya en sus primeros pasos un oficio poco corriente en el manejo de los recursos técnicos. Así, cuando abordó la fantasía brilló con Concierto, de 1956, una cinta realizada a partir del Concierto de Ébano de Strawinsky, imágenes reales hechas «abstractas» por el encuadre y el montaje, en la que «las sombras se transforman a su paso por el objetivo y, más tarde, en el montaje, con caprichosas figuras y ondulaciones que el cineísta hace bailar al ritmo sincopado del fondo musical». Con anterioridad, en 1952, Feliu realiza con guión de Josep Casajuana la cinta Quessar, palabra de un dialecto marroquí que significa «exterminio», en la que se desarrolla «con humano realismo el clima patético de unos soldados acosados por la sed, con evocaciones biográficas sugeridas por el espejismo del agua», imágenes de fuerte impronta simbolista.

También Fantasía en cuatro tiempos, de 1953, rodado en imagen real hecha impresión fantástica sobre música de El aprendiz de brujo de Dukas, el cineísta «ensaya la creación de distintos ritmos visuales sobre diferentes imágenes urbanas», al igual que hizo el mismo año con Migdia, donde la base de inspiración es el Preludio a la siesta de un fauno de Debussy. Ambos títulos y Concierto son semejantes en intención a los realizados por Jean Mitry sobre piezas cortas de Debussy, recreadas con imágenes del agua en movimiento (Claro de luna de Debussy, El barco, Imágenes para Debussy y Aguas vivas, de 1951-1952). De alguna manera cabría hablar de videoclip avant-la-mode, pero en estos casos a base de imágenes naturales entrelazadas para ilustrar los sones cadenciosos y rítmicos, altamente líricos, de las partituras originales. El grado de perfección es tal, que en ocasiones uno llega a creer que la música ha sido escrita una vez vista aquella sinfonía de luz, agua y movimiento.

Pere Balaña i Bonvehí, de Barcelona, pertenece también al grupo «La Gente Joven del Cinema Amateur». En 1955 rueda Shock, título que alude al shock psíquico que produce el efecto de un bombardeo en un estudiante de música hasta que éste recobra el conocimiento espacio-temporal al entrar en contacto con la realidad gracias a un detalle auditivo ejecutado al piano. Así pues, lo psicológico aquí viene vehiculado certeramente por la utilización eficaz de lo fílmico.

Otros títulos que podríamos citar en el haber de «La Gente Joven» por algún atisbo o alguna secuencia de experimentación formal bien conseguido son Rapto 1954, de Feliu (1954); Entre vías, de Balañà (1953), y Apartado de Correos 1002, de Jordi Juyol (1954).

De espíritu y talante más rupturista y avanzado que el de «La Gente Joven» es Joan-Gabriel Tharrats i Vidal, de Girona, si bien en puridad deberíamos ubicarlo dentro del ámbito del primer cine independiente, realizado con miras de difusión más amplias que las del amateurismo y con un hacer técnico más cercano al del profesional, no en vano algunos de aquellos nombres tendían hacia él previo el autoaprendizaje correspondiente en las lides del amateur, como podían ser los casos de Joan-Francesc de Lasa, Enric Ripoll-Freixes, Jordi Peñarroja, Llorenç Soler, etcétera.

De Tharrats, su obra, casi la obra, fue Un Viernes Santo, de 1960, en que al filo de una trama argumental sencilla en su esquema, el cineísta aborda con valentía y beligerancia los tabúes mayores (religión y sexo) que pesaban sobre la juventud de entonces, haciéndolos prácticamente trizas. En lo formal, igual desparpajo e innovación, tanto en la composición y la planificación, como en la iluminación y el montaje. Un Viernes Santo fue no sólo una obra de denuncia tardoneorrealista, sino mucho más: un film de choque, polémico y controvertido, que fue calificado de vanguardista en un doble sentido: global y peyorativo.

Enric Sabaté, de Barcelona, realizó La escalera y yo en 1954, un ensayo cómico con trucajes «a lo Méliès»; Ignasi Grau, de Terrassa (Barcelona), rodó El espía en 1959, donde los personajes del argumental son encuadrados siempre de medio cuerpo para abajo, con lo que se potencia la intriga del relato detectivesco; Josep Barceló y Toni Giménez, ambos del Grup Films de Barcelona, ensayaron en Crazy de 1962 una sucesión de ritmos a base de mezclar formas geométricas y colores, que concluyen en un expresivo final de sorpresa en imagen real; Ton Sirera, de Lleida, consigue en 1964, con Pintura 61, una «plástica móvil» al convertir en «cine puro» la pintura no figurativa realizada por un artista plástico que exploró también en el cine sus inquietudes creativas.

Hasta aquí la relación de cineístas que nos sirven para fundamentar el propósito de nuestra investigación. Quede claro que en la panorámica efectuada sobre estos treinta años existen otros cineístas que merecerían figurar también aquí al lado de los citados. Pero hemos partido de unas fuentes y contábamos con unas limitaciones de partida, la más insalvable de las cuales es no poder ver hoy la filmografía amateur del periodo. Mientras ello no sea posible y en tanto no se ofrezcan otras condiciones y posibilidades mayores y mejores de las que un servidor ha dispuesto, creo modestamente que lo que quería aportar, la experimentación fílmica en la práctica amateur, se ha cumplido con creces. O esto es lo que cree quien, al cerrar esta panorámica, desea manifestar su agradecimiento a Delmiro de Caralt, Josep Torrella, Jordi Feliu y Joan-Gabriel Tharrats, quienes al recibir una copia de mi primer manuscrito para que me expresaran su parecer, abierta y críticamente, me hicieron llegar amical y generosamente sus observaciones, consistentes en una suma de errores claros, matizaciones necesarias y ausencias injustas. En consecuencia, el presente texto, si virtudes contiene, algunas se deben también a estas personas amigas.





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