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«377A, madera de héroe»: la ambigüedad del heroísmo

Marisa Sotelo Vázquez





Cuando, en octubre de 1987, Miguel Delibes publica 377A, madera de héroe, está volviendo sobre la infancia y la violencia, más concretamente, la guerra como forma de violencia, temática que ya había tratado en otras obras anteriores: La sombra del ciprés es alargada (1947), Mi idolatrado hijo Sisí (1953), Cinco horas con Mario, (1966), Las guerras de nuestros antepasados (1975).

En 377A, madera de héroe, «la gorda» -término con que se alude repetidas veces a la guerra civil en la novela- se justifica desde uno y otro bando contendientes con causas aparentemente legítimas, nobles y patrióticas, aunque el autor se encargará de demostrar, precisamente a través de la evolución psicológica de su protagonista, Gervasio García de la Lastra, que la frontera entre heroísmo y traición es a veces tan tenue y sutil que ni siquiera es perceptible, y que en una guerra fratricida no hay causas nobles, simplemente hombres que con su conducta ennoblecen la causa, sea ésta del bando que sea.

El análisis de la psicología de Gervasio García de la Lastra, protagonista de la novela de irónico título 377A, madera de héroe, personaje tan singular y, a la vez, tan tópicamente delibesiano, sólo será posible en la medida en que, recurriendo al método comparativo, pongamos en contacto su conducta con la de otros personajes de la novelas anteriores del mismo autor. Una lectura atenta y minuciosa de esta novela demuestra que, tal como señaló en su momento -hace ya veinte años- el profesor Gonzalo Sobejano, hay en toda la narrativa de Delibes una preocupación subyacente que adopta diferentes formas a lo largo de sus más de treinta años de quehacer literario; me refiero a la búsqueda obsesiva de «la autenticidad». «La preocupación fundamental de Miguel Delibes -escribe Sobejano- no parece ser otra: hallar el camino que conduzca a la plena realización de la persona (o revelar el camino que lleva a su falsificación como tal)»1.

Esta búsqueda obsesiva, después de más de cuarenta años, desde que en 1947 obtuviera el Premio Nadal con La sombra del ciprés es alargada hasta hoy, podemos asegurar que es uno de los temas que vertebra la mayoría de sus novelas. Por ello, aunque distintos, no son tan diferentes personajes como Pacífico Pérez de Las guerras de nuestros antepasados y, en ciertos aspectos, incluso el Nani de Las ratas, o Daniel, el Mochuelo, protagonista de El camino. Todos ellos, paradigmas de la inocencia infantil avasallada por el medio y, en mayor o menor grado, seres acorralados por el mundo de los adultos que no logran entender del todo. Tal es el caso de los personajes antes mencionados, pero, muy especialmente, el de Pacífico Pérez, violentado hasta el asesinato por las obsesiones bélicas de sus antepasados, o el de Gervasio, abrumado por el peso de un supuesto heroísmo que su abuelo y su tío Felipe Neri creen ver en sus continuas horripilaciones, aunque, a medida que avanza la narración, el lector descubre como simple manifestación de miedo. No obstante, aunque hay un sustrato común en todos estos personajes, Delibes se preocupa de hacer de cada uno de ellos un ser distinto, irrepetible, único, dotándolo de una cualidad que lo singularice. En el caso de Gervasio, el signo identificativo por excelencia, los repeluznos y las sucesivas horripilaciones, que no son más que una manifestación externa y encubierta del miedo irracional que siente en determinadas situaciones, como un signo de su hipersensibilidad a flor de piel. Aunque para algunos de sus familiares, el abuelo León y el tío Felipe Neri, fuesen signos inequívocos de que estaba llamado a grandes empresas, de que iba a ser un héroe y, en consecuencia, como tal se le consideraba desde su nacimiento:

Papá León había acogido, en su día, el nacimiento de su nieto con ese júbilo desproporcionado de quienes únicamente consideran a los varones dignos propagadores de la estirpe. [...] En el bebé mofletudo, cuyos berridos denotaban dotes de mando y viriles exigencias, vio no sólo un altivo heredero, sino un soldado digno de recibir el testigo. [...] Aquel niño venía a encarnar cuanto de valioso y audaz atesoraba su pasado -su oposición a don Amadeo y a la República, su probada fidelidad a la legitimidad de don Carlos- y papá León se miraba en él, velaba sus sueños, vigilaba sus comidas, curioseaba sus atributos y, tan pronto empezó a valerse por sí mismo, solía conducirle a su gabinete, le sentaba en la descalzadora, y le hacía escuchar durante horas marchas militares en el viejo fonógrafo2.


La semejanza de este pasaje con otros3 que describen la educación recibida por Pacífico Pérez es evidente. En ambos casos, el abuelo ve en el nieto la posibilidad de revivir su pasado de glorioso soldado y de inculcarle desde la más tierna infancia hábitos y actitudes militares. El objetivo es prácticamente el mismo, pero el método varía sustancialmente, pues mientras que en Las guerras de nuestros antepasados el primitivismo y la brutalidad están presentes desde el principio en la educación de Pacífico, en 377A, probablemente porque la novela se desarrolla en un medio urbano y, sobre todo, porque don León de la Lastra encarna a un viejo carlista, apegado a la tradición, y con una retórica triunfalista pero, en definitiva, aristocrático y educado, la influencia no se ejerce con la misma brutalidad -«a tiros desde la cuna»-, sino con métodos más subliminales, con la audición de marchas militares y haciéndole creer que «la piel de gallina» o los repeluznos eran manifestaciones, signos de la providencia, que de aquella peculiar manera les alertaba sobre su inequívoco destino heroico.

Con una incipiente horripilación empieza a desvelarse la singularidad física de Gervasio, singularidad que dividirá a su familia en dos bandos: «los miembros más píos» (el abuelo, tío Felipe Neri, mamá Zita y tía Cruz) atribuyen tales fenómenos a una llamada de la providencia, todavía borrosa e imprecisa entre heroísmo y santidad; y los más escépticos (tío Vidal, tía Macrina y, por supuesto, su padre), a simples fenómenos físicos:

El sábado, 11 de febrero, en la bulliciosa velada familiar [...] papá León, después de una serie de rodeos y circunloquios, comunicó a sus hijos e hijos políticos su descubrimiento: Gervasio, su nieto, parecía llamado a muy altos destinos; tal vez a ser un héroe. La música militar le conmovía hasta tal punto que operaba en él una auténtica metamorfosis.


(p. 17)                


Las reacciones encontradas y violentas de sus familiares ante las horripilaciones de Gervasio terminan en una acalorada discusión, en la que tío Vidal culpa abiertamente al abuelo de estar ejerciendo una influencia perniciosa sobre el niño. Discusión que envalentona al viejo carlista y le lleva a hacer una, demostración:

Ante los atónitos ojos de la concurrencia, papá León pulsó el resorte, el rodillo giró y los compases marciales y románticos de Boinas rojas (un tanto rasposos, un tanto agrios, un tanto distantes, debido a la antigüedad del cilindro) se difundieron por la sala. Y, conforme el tono de la pieza se enardecía, los rubios pelitos acostados de los antebrazos de Gervasio empezaron a enderezarse, al tiempo que su piel, asedada y suave, se erizaba como la superficie de un líquido que entrara en ebullición. Los pasmados ojos de los asistentes, pendientes de los brazos del niño, no repararon en los pelos del colodrillo, que igualmente se iban levantando, ni en el flequillo, encrespado como si Gervasio caminara contra el viento, ni en el despeluznamiento progresivo de las templas y de la morra que, al ahuecar su cabeza, convertían al pequeño en un monstruito de barraca de feria.


(p. 20)                


De esta escena familiar, descrita por la voz del narrador, teñida de sutil ironía, arranca toda una serie de sucesos encadenados, en los que el fenómeno de la horripilación irá siempre asociado a la audición de marchas militares, contemplación de procesiones religiosas, cantos patrióticos, alucinaciones bélicas... y engendrará en la psicología de Gervasio una especie de autosatisfacción por la expectativa levantada y un creciente deseo de protagonismo, a la par que se esfuerza por ser fiel al papel de héroe en ciernes que le ha sido asignado.

De nuevo, salvando las distancias, estas manifestaciones de hipersensibilidad traen necesariamente a la memoria del lector aquellas otras de Pacífico Pérez ante la poda de los árboles, el florecimiento del hibernizo o las pedreas de los habitantes del Humán contra el Otero.

Pero volviendo a 377A, madera de héroe, a partir de la primera horripilación, Gervasio será sometido por su abuelo a diferentes pruebas, realizadas siempre a espaldas de su padre, pues se trataba de averiguar si la sensibilidad del niño reaccionaba por igual ante otros estímulos. Sin embargo:

[...] la prueba literaria fue un fracaso; ni la hagiografía, ni las epopeyas, ni las leyendas despertaron en el niño la menor emoción [...] La epidermis del niño sólo se alteraba con música militar.


(p. 26)                


Por otra parte, su madre, «mujer de ideas religiosas primarias identificaba heroísmo y santidad» (pp. 27-28), tendía en sus ensoñaciones místicas a ver a su hijo convertido en mártir por inescrutables designios de la providencia.

Además, Gervasio contará desde el preciso instante de su primera horripilación pública con un aliado de excepción, su tío Felipe Neri Luna, comandante de caballería, hombre metódico y ordenancista, que lleva un minucioso dietario de su existencia por demás gris y anodina, y que, convencido de la excepcionalidad e importancia del suceso, decide convertirse en memorialista de los fenómenos de su sobrino. Por ello, con puntualidad marcial y disciplinada, había decidido anotar todas las incidencias en un cuaderno especialmente destinado a Gervasio:

Las últimas pruebas parecen confirmar que los éxtasis del pequeño responden a estímulos marciales, lo que acredita que, en contra de la creencia originaria de Cruz y mía, no hay santo en ciernes, sino héroe. ¡Loado sea Dios!


(p. 36)                


A la influencia militarista y tradicional se le añade otro hecho de orden religioso de indudable valor en la formación de la personalidad todavía incipiente y moldeable de Gervasio, la primera comunión, que adquiere para el niño una importancia crucial, pues su madre aprovecha la circunstancia para inculcarle, aunque de forma un tanto elíptica y ambigua, la idea de que su padre no sólo realizaba actividades un tanto peligrosas desde el punto de vista de la moral -la medicina naturista propendía al materialismo-, sino que ideológicamente aparecía ante sus ojos poco menos que como un hereje, pues tal como había anatemizado la voz autoritaria de Felipe Neri: «Lo peor es que Telmo por este camino no puede desembocar más que en el panteísmo» (p. 85).

Por su parte el abuelo, aquel mismo día, cumple su promesa de hacerle partícipe de un importante secreto: ver por primera vez la bala que hirió al general Castor y la boina roja, con el lema carlista: «Dios, patria, Rey», que llevaba puesta el día que le mataron, objetos que había decidido legar en testamento a su nieto.

Estos dos hechos trascendentales marcarán decisivamente la infancia y el futuro del protagonista. De un lado, la consideración grave de que el padre no era un modelo a seguir a una edad en la que para cualquier niño es un modelo indiscutible. Y de otro, el curioso legado del abuelo, que le hacía depositario de dos elementos carentes de valor intrínseco, pero de un inequívoco valor simbólico: la milicia, la guerra, simbolizada en la bala y la tradición en la boina.

Por ello, de manera un tanto borrosa y con la incertidumbre lógica de la edad, Gervasio experimenta la sensación de ser un «elegido», a la vez que va alimentando inconscientemente en su interior una especie de recelo, que posteriormente se transformará en vergüenza, y finalmente en odio, ante la conducta de su padre, amante de la naturaleza, médico de profesión e ideológicamente republicano.

A estos escarceos de Gervasio en el mundo de los adultos -donde la influencia del clan materno es determinante para la formación de su carácter- hay que añadir el influjo más difuso, pero no menos importante, de las criadas de la casa; el cariño desmedido, enfermizo y excluyente de Zoa. Así como el descubrimiento de la sexualidad de manera un tanto violenta e inquietante con la joven criada Amalia, que tendrá su correlato hacia el final de la novela con la impotencia de Gervasio en el episodio del prostíbulo.

El paso de la infancia a la adolescencia se corresponde estructuralmente en la novela con el paso del libro I al II, en que Gervasio, superada la niñez, acude al colegio de Todos los Santos para cursar bachillerato. A partir de este momento, que supone claramente la iniciación de la adolescencia del protagonista y su entrada definitiva en el mundo de los adultos, en la novela el tiempo histórico se precipita vertiginosamente, los acontecimientos culminarán con «la gorda», término coloquial con el que los personajes se refieren a la guerra civil, y que...

Para Gervasio, amigo de definiciones categóricas, la gorda suponía algo evanescente, aunque sin duda cruento, por lo que no desechaba la idea de que la gorda viniera a dilucidar de una vez por todas si su disposición para el heroísmo era un hecho o una superchería fraguada por el fanatismo familiar. De ahí que el muchacho, al tiempo que recelaba de ella, la aguardase con cierta impaciencia.


(p. 162)                


Hasta aquí estamos ante una novela de formación en el sentido tradicional. La formación del carácter de Gervasio García de la Lastra en un medio familiar aristocrático, tradicional y católico, presionado desde la infancia por la curiosa creencia de que era un ser excepcional, llamado a un destino heroico.

La fuerza de los acontecimientos, el clima prebélico, demagógico y maniqueo, le llevan inexorablemente a interrogarse sobre el heroísmo: ¿Qué causas lo provocaban? ¿Se podía ser héroe y traidor a un mismo tiempo? ¿Dónde situar la frontera entre aquellas dos conductas? La respuesta de tío Felipe Neri no resuelve nada de momento a Gervasio, aunque en ella esté en buena medida sintetizada una de las claves ideológicas de la novela:

-Bien, quizás seas aún muy niño para comprenderlo, pero puede llegar a producirse esa aparente contradicción que dices: ser héroe para unos y traidor para otros, según se considere el gesto desde un lado o desde el otro -aclaró el tío Felipe Neri. Y agregó en un débil tono de voz-: De hecho, la historia del mundo está llena de esos contrasentidos.


(p. 112)                


Resulta evidente que si Delibes, para caracterizar la infancia del protagonista, había retomado rasgos de otros personajes de novelas anteriores más algún motivo rigurosamente autobiográfico4, en esta segunda etapa el autor hace uso abundante de su propia memoria, así como con gran maestría reelabora materiales periodísticos5, y afianza las líneas fundamentales del relato en una cronología que sigue fielmente los sucesos históricos acaecidos en España entre el advenimiento de la II República y la guerra civil. Todo ello le permite trazar un espléndido mosaico social de aquella España dividida irreversiblemente en dos bandos contendientes, representados en la novela por un buen número de personajes que configuran un abigarrado universo provinciano, donde todos se conocen entre sí, y, por ello, resulta más difícil entender el enconamiento y la intransigencia que les lleva a enfrentarse y del que es paradigma el odio visceral que, llevado del más puro fanatismo, siente Gervasio hacia su padre.

La atmósfera de odio, de fanatismo in crescendo, está extraordinariamente bien descrita en la novela desde el comienzo de este segundo libro, donde, desde perspectivas distintas aunque afines -un sector de la familia y el colegio-, presentan sistemáticamente la República a los ojos de Gervasio como sinónimo de caos y de ateísmo, y, en consecuencia, quedará excluida de su «lista de causas nobles»6.

En medio de este clima prebélico -excepto el padre- los demás familiares siguen empeñados en ver signos extraordinarios en la conducta de Gervasio, de manera que una simple pelea entre chicos al final de un partido de fútbol se convierte en el cuaderno de tío Felipe Neri poco menos que en una lucha heroica en defensa de la cruz. La idea de que se estaba convirtiendo en cruzado intensifica en Gervasio ardores místico-guerreros, que le llevan a un estado cercano a la levitación (descrito con claras resonancias cervantinas):

A partir de aquel momento, Gervasio alentó bajo el convencimiento de que le esperaba «la más grande ocasión que conocieron los siglos» y que todo aquel turbador proceso de horripilaciones vivido desde la infancia, no había sido más que una preparación para afrontarla.


(p. 231)                


El peso de una educación deformada desde la infancia por el carlismo militante de su abuelo materno, el militarismo disciplinado y patriótico de tío Felipe Neri y el fanatismo religioso de su madre, había comenzado, sin duda, a dar sus primeros frutos: de manera que Gervasio tendía inexorablemente a identificar, en un binomio indestructible: honestidad/heroísmo e ideología de derechas.

De tal convencimiento arranca la decisión de Gervasio de enrolarse en la Armada -aspecto con claras resonancias autobiográficas7-, distanciándose así, al menos temporalmente, de una obsesiva pesadilla, el encarcelamiento de su padre, desde el estallido de la contienda, a causa de su republicanismo. Obsesión que le mantiene en un estado de enervación, de víspera continua, en la que indefectiblemente aflora la pregunta de si sería una acción heroica liberarlo.

La vida en el buque-escuela Juan de Austria y, sobre todo, la disciplina de la Armada, rutinaria e irracional, producen un primer desencanto en el ánimo exaltado del protagonista, que había magnificado en su imaginación la vida militar. Sin embargo, en la correspondencia familiar, Gervasio -que a partir de aquí será anónimamente un número, 377A- intenta disfrazar su desencanto y describe como gestas heroicas los sucesos más triviales.

Sin embargo, una vez, inmerso en la disciplinada y rutinaria vida militar, varios hechos van a modificar lentamente su escala de valores y, consecuentemente, su visión del mundo. En primer lugar, el hundimiento del Baleares, donde muere Tato, su mejor amigo, le lleva a reclamar un lugar en primera línea del frente, en el buque Canarias; pero la sombra de su padre y sus juicios éticos, precisamente a causa del trágico hundimiento, le persiguen:

La guerra es la gran emboscada, hijo mío. El que más y mejor tienda las emboscadas, ése será el vencedor. La guerra es el final del juego limpio, del fair play, como dicen los ingleses. Pero lo procedente es reconocerlo así y no censurar al enemigo ardides que nosotros estamos dispuestos a emplear mañana. ¿Tan sectaria es tu pequeña cabeza que no es capaz de reconocer en el adversario una acción meritoria?


(pp. 332-333)                


En segundo término, el trato, la amistad con el infiltrado Pita, uno de los cabos del Canarias -afín a la República-, será el detonante que hará tambalear poco a poco sus cimientos ideológicos hasta entonces fuertemente asentados, a la vez que los sucesivos ataques de que son blanco le irán haciendo ver que había muy poco heroísmo en su conducta, más aún, que no era un héroe, sino que todas aquellas manifestaciones de exacerbada sensibilidad, de súbito enervamiento, eran fruto de un inconfesable miedo:

Gervasio, acurrucado junto al acústico, experimentó la angustia de sentirse cercado. Un ramalazo en el colodrillo (no seguido, contrariamente a lo que era usual, de erizamiento capilar) fue la iniciación de un proceso de ahogo, desecación de fauces, bloqueo de glándulas, y vacío en el vientre. Cruzó los brazos sobre el estómago preservándolo y levantó los ojos hacia don Mario, implorante, como si únicamente él, como Cristo en el lago Tiberíades, pudiese salvarles de las aguas.


(pp. 367-368)                


Tras esta primera toma de conciencia, el proceso de autodesenmascaramiento es ya imparable. De un lado, Gervasio se da cuenta de que aquella guerra tenía muy poco de heroica y menos aún de cruzada, y de otro, la conducta ejemplar del cabo Pita, con su sentido de la amistad, su compañerismo insoslayable, le impiden -a pesar de conocer su secreto: que se negó a bombardear al minador Marte- denunciarlo. Más aún, la evidencia de la realidad sucia y compleja de la guerra corre pareja a un progresivo acercamiento afectivo a su padre. De ahí que, a pesar de la insistencia de sus amigos en denunciarle, Gervasio se niegue terminantemente, porque en el fondo «era como delatar a su propio padre»:

Él fue el primer sorprendido de su arrebato de locuacidad, en el que prevalecía la pasión sobre el discernimiento. Y en su discurso exaltado mezcló los nombres de los tíos Norberto y Adrián con los de los tíos David y Fadrique, evocó sus muertes respectivas, una misma muerte, dijo, y, como única salida viable al círculo vicioso de su exposición, descargó su animosidad contra Peter, le llamó frío estratega calculador, le acusó de afrontar la guerra como si fuera una partida de ajedrez, sin seres humanos implicados [...] cuando, en realidad, aquella guerra entrañaba una faceta sórdida, sucia, que Peter conocía y en la que él no estaba dispuesto a participar.


(p. 408)                


La coraza del héroe ha caído finalmente, y, aunque ya no le queda ninguna posibilidad de autoconvencerse de su valor, de su heroísmo, serán necesarios dos últimos sucesos: un ataque violentísimo del enemigo contra el Canarias que le obliga a asumir que, en realidad, siente un miedo cerval e incontrolable. En los momentos más dramáticos de este último combate comprueba que siempre había tenido razón su padre: él no era ningún héroe, sino un ser como cualquier otro con una hipersensibilidad que en determinadas situaciones límites le llevaba de forma incontrolada a la horripilación: «Era miedo, Peter; mi padre tenía razón» (p. 434).

Y por último, tras el fusilamiento de Pita, Delibes, por boca de su protagonista, desvela la clave ideológica de la novela: «¿No podría ser el hombre que muere generosamente el que ennoblece la causa a la que sirve?» (p. 439), porque la causa no hace a los héroes; son los hombres, con su conducta generosa, desinteresada, heroica, los que ennoblecen la causa, sean del bando que sean. Prácticamente las mismas palabras con que, en 1971, enjuiciaba el autor -en conversación con César Alonso de los Ríos- la guerra civil, fratricida y sin sentido: «En todo caso, debemos distinguir entre aquellos muchachos que en un lado y en otro combatieron noblemente y murieron por una España más clara y más justa, y aquellos otros para quienes el conflicto constituyó una disculpa para satisfacer sus instintos criminales»8.

Así -con distanciamiento y objetividad, y con los recursos propios de la narración tradicional-, culmina la parábola ética de 377A, madera de héroe, planteada hábilmente a través de la trayectoria psicológica del protagonista, que va desde un supuesto heroísmo al autorreconocimiento de la cobardía y el miedo. Parábola que encierra una profunda reflexión, en primer término, sobre la influencia de una educación perniciosa, que empieza por disfrazar la naturaleza en la infancia y que aboca irremediablemente al protagonista a un profundo desencanto al quitarse la máscara y el disfraz impuestos. Y, en segundo término, transcurridos cincuenta años desde 1939, la novela es también una reflexión lúcida y serena, que, más allá de las diferencias ideológicas de los bandos contendientes, apunta al sinsentido de la guerra civil española.





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