Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoSegunda parte


ArribaAbajo- I -

Alicia, convertida en madame Baranda, recibía los jueves en su elegante aparteman, como ella decía, de la rue de la Pepinière.

A la entrada del recibimiento, separado de la sala por una cortina de raso color de malva, había un biombo chino. El mobiliario era de estilo de Luis XVI. Junto a un piano de cola, que casi nunca se erguía, como un avestruz en una pata, una gran lámpara japonesa con su pantalla pajiza. La alfombra, que cubría todo el piso, era azul. En los ángulos, palmeras y otras plantas de estufa abrían sus hojas finas y verdes. Un retrato, de cuerpo entero, del doctor ocupaba el hueco entre los dos balcones de la calle. De las otras paredes pendían, en trípticos de marcos dorados y verdes, reproducciones de Filippo Lippi, de Ghirlandajo y Botticelli. Sobre la chimenea, a cuyo pie ardía una salamandra, se destacaba un reloj de bronce entre dos candelabros de Sajonia. En el centro del salón, sobre una columna de ónix, se veía otra lámpara, estilo Imperio, de ónix también; no lejos, una mesa de marquetería y esparcidos aquí y allá, en caprichoso desorden, veladores de malaquita y mosaicos, cuajados de bibelots de toda clase. En el pasillo, a pocos pasos de la entrada del piso, se extendía una chaise-longue con cojines, y a cierta distancia, un gran cofre que hacía veces de sofá y de cama. El gabinete de consultas, muy espacioso, estaba unido a la alcoba del médico. En el centro había una mesa, para los reconocimientos y las operaciones, con un colchón y una almohada de cuero; junto al escritorio, atestado de papeles y revistas, una biblioteca giratoria sobre la cual resaltaba un lindo busto de mujer, de Julia, la primera novia que tuvo Baranda en Santo, muerta a los diez y ocho años; un diván y dos armarios, con puertas de cristal, repletos de libros, los más de medicina: pegado a la chimenea, un chubesqui; en las paredes, dos acuarelas de Gustavo Moreau, una cabeza de árabe, de Delacroix, y dos copias perfectas, la una, del Cristo de Velázquez, y la otra, de la parte inferior de la maravillosa muerte del duque de Orgaz, del Greco. También había una gran butaca de cuero rojo, y en la pared una especie de vasar con frascos rotulados e instrumentos de cirugía cuidadosamente colocados en un gran estuche de terciopelo.

Mientras el doctor permanecía en su consultorio, Alicia charlaba, en el salón o en el saloncito, en un francés roto, mezcla de español y patois, con una serie de señoras extravagantes y cursis, entre las cuales figuraba madame Diáz, esposa de don Olimpio -monsieur Diáz-. En parte por imitación, y en parte por seguir a Alicia, don Olimpio, no queriendo ser menos que los demás compatriotas suyos, se vino a París donde radicaba, no sin haber dejado sus negocios en regla. Empezó por vender la tienda y colocar parte de su dinero al diez por ciento, en Ganga y el resto en New York, al tres. No era rico. Todo aquel papel moneda convertido en oro le rentaba lo suficiente para vivir con holgura.

El amor, o lo que a él se le antojaba amor, que sentía por Alicia, se evaporó tan pronto como puso el pie en París. Alicia le parecía tan fea, tan india, al lado de estas mujeres que, si bien costaban un ojo de la cara -un oeil de la figura, como él decía-, ¡eran tan seductoras, tan elegantes, tan lascivas y complacientes! Pero no por eso olvidaba «la trastada» del doctor. Le detestaba hipócritamente, movido por una envidia inconfesable. No podía admitir el hecho de que un hombre con quien había vivido en su casa, con quien había comido a diario, fuese superior a él. No admitía otra superioridad que la del hombre inaccesible, soberbio y desdeñoso.

Don Olimpio solía venir los jueves: tomaba una taza de té y se iba sin ver muchas veces al doctor. Si estaba madame de Yerbas, entonces se quedaba.

-¡Ay, hija mía! -exclamaba Alicia perezosamente echada en el sofá sobre una montaña de cojines-. El matrimonio es una estupidez. Lo mejor es vivir sola, sin hombres, porque los hombres son todos unos canallas, unos canallas sin excepción.. N'est ce pas, madame la marquise?

-C'est vrai -contestaba la marquesa de Kostof, una polaca venida muy a menos en dinero y en belleza. De puro pintada, parecía un cadáver. Pasaba de los cincuenta; pero ella aseguraba no tener sino cuarenta cumplidos. Se apretaba el corsé que daba grima, logrando disimular el vientre, pero no las caderas, que se desbordaban montuosas. Olía a persona que no se asea y a vaselina rancia. Al pronto se la tomaba por una prestamista o una alcahueta.

Doña Tecla recurría a cada triquitraque a Alicia para que la tradujese lo que se hablaba.

-Por eso hacen bien las parisienses -continuaba Alicia- en amarse entre sí, porque los hombres ¡son si rosses! ¡Para lo que sirven los hombres! N'est ce pas, madame la marquise?

-C'est vrai -apoyaba la marquesa con sus ojos de cordero agónico.

-Pues, hija, yo no soy de tu opinión -objetaba Nicasia, una cubana viuda, inteligente y honesta, que la profesaba sincero afecto. Yo quise mucho a mi marido...

-Lo de todas las viudas -repuso Alicia riendo.

-Que resucitase y veríamos. No, no; todos, sin excepción, son unos granujas. Convéncete.

-Pues si alguien no debe quejarse eres tú. Mira que el marido que tienes...

-¡Ma... rido!

-¿Sabes, mi hija -dijo doña Tecla-, que mi pobre marimonda se me muere?

-Claro. ¿A quién se le ocurre traer monos a París? ¿No ve usted que son de tierra caliente?

-El frío les mata -añadió Nicasia.

-¿Y cómo no nos mata a nosotras? -preguntó cándidamente doña Tecla.

-Porque no somos monos. ¡Mire usted qué gracia! -exclamó Alicia.

En esto tocaron a la puerta. Era Plutarco. Alicia le saludó con marcada frialdad, echándole una mirada de sordo rencor así que se dirigía hacia el gabinete, en busca de Baranda.

Luego, guiñando un ojo a doña Tecla, hizo un mohín desdeñoso.

-Parece que quiere mucho al doctor... -dijo doña Tecla subrayando la tercera palabra.

Así parece -contestó con desabrimiento Alicia-; pero yo no me fío -agregó por lo bajo-. Sabrás que Eustaquio le costea los estudios. En fin, que le ha hecho gente.

-A lo menos es agradecido -siguió doña Tecla con malignidad.

Alicia se levantó desperezándose. Vestía con elegancia llamativa, de mal gusto. Se peinaba a la griega colocándose en un lado un clavel rojo, su color predilecto.

-¡Qué frío hace! -exclamó.

-Tú siempre tienes frío -dijo Nicasia.

-¡Siempre! Cada día echo más de menos el clima de mi tierra. No sabes cuánto daría por un rayito de aquel sol -y empezó a pasearse frotándose las manos-. Este clima de París, este cielo siempre gris, me producen una tristeza indecible...

-Y a mí -agregó doña Tecla.

-¿Quién te hizo esa falda? -la preguntó Nicasia tocando la tela.

-Paquín, que es quien me viste siempre.

-Ya te habrá costado.

-¿A mí? ¡Ni un sou! El doctor paga. Es para lo único que sirven los hombres. Pero siempre se están quejando de lo mucho que gastamos... las mujeres legítimas. N'est-ce pas, ma chère?

-C'est vrai -contestó la marquesa, pensando en otra cosa.

-¿Dónde compras este té? Es excelente -preguntó Nicasia acabando la taza.

-En la rue Cambon. ¿Verdad que es delicioso?

-Bueno, querida, yo me voy -dijo doña Tecla levantándose-. Nos veremos mañana en la Capilla española.

-Y por la noche en la Comedia Francesa -agregó Alicia.

-¿Qué dan?

-No lo sé. Creo que Le Passé, de Porto-Riche. Madame de Yerbas me dijo ayer que iba. Iremos todos.

Ya en la puerta, hasta donde la acompañó Alicia, hubo de decirla al oído, después de plantarla en las mejillas dos ruidosos besos:

-Ten cuidado con Plutarco, mi hija.

-¡A quién se lo dices! Adiós.

La marquesa también se disponía a irse; pero volvió a sentarse, visiblemente preocupada. Cuando el salón quedó vacío, se puso a mirar los cuadros uno por uno.

-¿Sabe usted, Alicia, que tiene usted aquí obras de mucho mérito? -tartamudeó, con el pensamiento en otra parte.

-Ni me he fijado.

Luego, volviéndose de pronto, añadió:

-Alicia, ¿me puede usted hacer un favor?

-Usted dirá, ma chère.

-¿Me puede usted prestar, hasta la semana próxima, doscientos francos?

-Eso y más -contestó Alicia sin poder disimular su sorpresa.

Doña Tecla, al llegar a su casa, tuvo una disputa con el cochero. Se empeñaba siempre en pagar un franco por la carrera.

-En Ganga nadie paga más -decía.

-Espèce d'imbécile!-gruñía el automedonte furioso-. Salope, va!

Doña Tecla no entendía.




ArribaAbajo- II -

-¿Qué te parece la marquesa? -dijo Alicia a Baranda, metiéndosele de rondón, como solía, en el gabinete de consultas.

-¿Qué ha hecho? -preguntó el médico con extrañeza.

-Pues pedirme doscientos francos.

-¿Y qué hiciste?

-¿Qué iba a hacer?

-Pues decirla rotundamente que no. ¿Te parece bien que yo me pase aquí los días trabajando para que vengan esas perdularias...?

-No, la marquesa no es una perdularia.

-El otro día fue la Presidenta. Mañana será misia Tecla. Esto no puede seguir así.

-Ya empezó el sermón -dijo Alicia.

-Te he prohibido que recibas a esa gentuza que nadie sabe de dónde viene ni qué hace en París.

-Pues hace lo que todo el mundo: divertirse.

¿Qué hacían, con efecto, en París aquellos idiotas, groseros, chismosos y presumidos? Ir al Prentán o al Lubre, como ellos decían, pasearse en coche por el Bois, visitarse entre sí para comentar las noticias que recibían de sus respectivos países, siempre en guerra, y tijeretearse los unos a los otros sin misericordia; hablar mal de los franceses, calificándoles de adúlteros, falsos y frívolos, y alquilar, por último, durante el verano, villas y châlets en las playas más elegantes.

Las muchachas olvidaban en seguida el español. Y no hablaban entre sí sino en francés, arrastrando mucho las erres.

En cambio, los papás no aprendían, ni a palos, a decir bon jour.

Muchas se echaban a medio-vírgenes; escandalizaban en los bailes con sus meneos tropicales de cintura y su conversación desenvuelta e impúdica. No leían un libro, no iban a un museo, a una conferencia. En suma: no vivían sino la vida superficial y sosa de las soirées familiares, de los cotillones en casa de algún presidente prófugo, de esos que vienen a París a darse tono después de haber robado en su tierra a troche y moche.

Los jóvenes se enredaban con infelices obreritas o cocotas arruinadas, fin de saison. Usaban corbatas y cuellos carnavalescos; saludaban exagerada y ridículamente con el codo en el aire, como perro que se mea en la pared; jugaban al billar en el Grand Café; iban a las carreras, a los cafés-conciertos; hacían bicicleta.

A lo mejor estas familias exóticas, adeudadas hasta el pelo, desaparecían de París, yendo a morir oscurecidas e ignoradas a su tierra natal. Se desesperaban, porque, por millonarios que fuesen, no lograban intimar nunca con familias de la buena sociedad parisiense. ¡Qué digo intimar! No lograban ni relacionarse con ellas. Las gentes que trataban eran burgueses de medio pelo, mujeres divorciadas, ratés artísticos, aventureros cosmopolitas, circulados algunos por la policía extranjera. Una vez que se atracaban en sus fiestas salían burlándose de ellos, llamándoles rastás, brasiliens y cosas por el estilo.

No veían de París sino la parte decorativa, la prostitución dorada y ostentosa.

Este era el mundo en el cual Alicia se movía, mundo que repugnaba al médico porque él era superior a ellos en inteligencia y cultura. Tenía sus amigos aparte, médicos y periodistas de cierta nota que nunca le visitaban porque él, temeroso de las indiscreciones de Alicia, pretextaba estar siempre ausente.

A sus oídos habían llegado las acerbas críticas de que era objeto porque apenas salía con Alicia, quien gracias a sus prodigalidades y sus melosas perfidias, se captó las simpatías de aquel mundo estrambótico. La más solapadamente encarnizada de las enemigas del doctor era madame de Yerbas, viuda de un presidente de por allá, mujer astuta y zalamera, con algo de odalisca, de quien se contaba que estuvo presa en Nueva York por hurto de alhajas y ropas, y que se entregaba por dinero a los ministros suramericanos. Tenía un hijo, Marco Aurelio, que vivía en el ocio, siempre currutaco y a quien apodaban, lisonjeándole la vanidad, el futuro presidente.

Madame de Yerbas, que se figuraba realmente pertenecer a una aristocracia... sin pergaminos ni blasones, de lo cual daban testimonio sus tarjetas con coronas, explotaba la memoria del marido, un abogaducho audaz, intrigante y ambicioso, que plagó los campos de batalla de hijos naturales y hasta se murmuraba que en ellos se casó a la belle étoile, sin ceremonia ni formalidades de ningún género, con la Presidenta. Todos repetían la leyenda del «héroe de la Parra», donde se sabe que el Yerbas corrió como un conejo... delante del enemigo.

La Presidenta (así la llamaban) vivía con cierto lujo aparente, y cuando daba algún té danzante se las ingeniaba de modo que Le Gaulois y Le Figaro la mencionasen en la journée mondaine. Detestaba al doctor porque no la había hecho caso, a pesar de sus continuas insinuaciones y lagoterías.

El doctor gustaba mucho a las mujeres y casi todos sus infortunios domésticos nacían de la pasión que las inspiraba. A su despacho acudían a menudo jóvenes y viejas, pretextando quiméricas enfermedades, con el solo objeto de metérsele por los ojos.

Marco Aurelio de Yerbas era un mozo pálido y canijo, medio rubicundo, que vivía de las horizontales y del juego. Hizo buenas migas con Petronio que, tras no pocas intrigas, logró venir de cónsul a París, donde le dejaron cesante a los seis meses. Lo primero que hizo, apenas desembarcó, fue comprarse un gabán que le llegaba hasta los pies, unos cuellos de payaso, un monóculo y una sortija de brillantes falsos. Marco Aurelio le presentó en el Cercle Voltaire, un círculo cosmopolita, donde se jugaba de firme.

-Yo no me resigno -le gritaba a Marco Aurelio paseándose con él una tarde por el bulevar Malesherbes-, yo no me resigno a morirme de hambre. Yo me agarro a la primer vieja que encuentre.

-A propósito -le contestó Marco Aurelio-; en el Grand Hôtel vive una vieja riquísima que anda siempre a caza de jóvenes. ¿Quieres que veamos si está? Suelo verla en el salón de lectura o en la terraza.

¡Qué nombres tan extravagantes y tan sucios usan estos franceses! -exclamó Petronio fijándose en los rótulos de algunos establecimientos, a medida que subían hacia la Magdalena-. Bazin y compañía. ¡Ja, ja! Cornou. ¡Ja, ja! Coulon. ¿Por qué no cambiarán de apellido? ¡Mire usted que llamarse Bacín y Culón! -Después, observando la muchedumbre que iba y venía, continuó-: Lo que me admira de este país es el orden. Nadie se mete con nadie. ¡Cualquier día sale en Ganga una mujer sola como sale aquí!

No le cabía en la cabeza que aquel enjambre humano pudiese circular libremente sin pegarse, sin decirse groserías.

-¡Oh, qué hembra, chico! -se interrumpió de repente, cogiendo a Marco Aurelio del brazo, al ver pasar junto a ellos a una jamona rubia de macizo nalgatorio-. ¡Qué hembra! Esas son las que me gustan a mí, con mucha cadera y mucho pecho.

-Eso no es chic -observó Marco Aurelio-. Aquí gusta lo contrario: la mujer delgada, rectilínea y ondulosa. Las hay que por enflaquecer ni comen.

-¡Porque este es un pueblo degenerado! La mujer para la cama debe ser gorda, con mucha carne donde pueda uno revolverse a su antojo. Una mujer flaca, sin seno, sin caderas, a mí, francamente, no me dice nada. Prefiero una gorda fea a una linda en los huesos. Dame gordura y te daré hermosura, dice un refrán.

-Tu ideal entonces debe ser la Venus hotentota. ¡Esa sí que tiene nalgas! O la Diana de Efeso. ¡Esa sí que tiene pechos! Cuando lleves aquí algunos años, cambiarás de opinión. Es que vienes de por allá donde predominan las vacas, a causa, sin duda, de la vida sedentaria que hacen. Nuestras mujeres apenas andan. Se pasan el día en las mecedoras o en las hamacas porque el calor las impide salir a la calle. ¿Quién se atreve a pasearse bajo aquellos soles volcánicos?

-No me convences -contestó Petronio abriendo los brazos a modo de alas-. Según tú, no hay mujeres hermosas por allá.

-Muchas; pero...

La vieja de que hablaba Marco Aurelio era una austríaca de más de sesenta años, que usaba peluca y se pintaba con ensañamiento. Tenía una panza hidrópica y unas caderas de yegua normanda, para disimular las cuales usaba unos corsés semejantes al aparejo de un caballo de circo. Su sombrero era un jardín flotante, erizado de plumas y lazos de todos colores. En sus manos cuadradas y rechonchas relampagueaban con profusión los brillantes, los rubíes, las esmeraldas, los topacios y los zafiros.

El blanco de su cara, unido al rojo de su capa de torero, hacía pensar en una cabeza de yeso pegada a un busto de almagre.

-¡Vaya un esperpento! -gritó Petronio al verla-. ¿Quién se atreve con eso?

-Pero tiene cuartos -arguyó Marco Aurelio-. Voilà ton affaire.

La austríaca era la irrisión de todo el mundo, empezando por la servidumbre del hotel, que no la veía una vez sin echarse a reír en sus narices. Andaba en la punta de los pies, como un pájaro, mirando en torno suyo, al través de sus impertinentes de carey, con insolencia inquisitiva.




ArribaAbajo- III -

A trueque de no disputar, el doctor pasaba por todo. Huía del escándalo como de la peste. Cuando Alicia, en medio de sus repetidas cóleras, le gritaba metiéndole las manos por los ojos, él, tapándose los oídos, corría a esconderse en su cuarto. El medio de que se valía casi siempre para sacarle algo era ese: amenazarle con un alboroto.

¡Cuán a menudo se lamentaba con Plutarco!

-¡No me deja vivir, querido amigo, no me deja vivir! El otro día, desesperado, consulté a un discípulo de Charcot, y me dijo textualmente: «Tiene usted tres caminos: o dejarla o sufrirla o... matarla». -Y he optado por soportarla, ignoro hasta qué punto. Temo que la paciencia me falte. Se encela de los mosquitos. Cada vez que salgo a ver a un enfermo me insulta porque, según ella, no hay tales enfermos, sino mujeres con quienes tengo cita. Hasta hace poco me seguía por todas partes y era cosa de verla corriendo, al través de los coches y los ómnibus, con la cara encendida, hasta darme alcance. Entonces, en plena calle, entre lágrimas y sollozos, me llenaba de injurias, sin respeto a los transeúntes que se paraban a oírla.

Plutarco callaba meditabundo. Se culpaba de haber intervenido en la fuga de Alicia, de haberla traído a París, sin sospechar lo que estaba sucediendo. Quería a Baranda con cariño filial y padecía con sus dolores como si fueran propios.

No le ataban a ella ni los hijos, porque Alicia odiaba la maternidad. Al sentirse cierta vez embarazada, se zampó varias purgas seguidas abortando entre agudos dolores. La hemorragia fue tan grande, que estuvo a dos dedos de la muerte. Después usaba preservativos, y cuando sospechaba que podía estar encinta, le preguntaba consternada a su marido tocándose las mamas y el vientre:

-Di, tú que eres médico: ¿tendré algo? Porque, mira, tengo los pechos muy duros y pesados, y la barriga muy redonda.

-Empacho -contestaba él para quitársela de encima.

-¿Te burlas? ¡No, no quiero tener hijos! ¡Y tuyos, menos!

Al fin, para calmarla, añadía:

-Es que vas a caer mala.

-¡Mentira! -gritaba ella.

-Bueno. Vete y déjame en paz. ¡O me voy yo!

-¡Lárgate! ¿Si creerás que me asustas?

Y Baranda, furioso, se echaba a la calle.

Escenas de este jaez se repetían con frecuencia.

Alicia no ignoraba que el médico tenía una querida. Era Rosa, la compañera de su vida de escolar. A poco de haber llegado a París, reanudaron sus viejas relaciones amorosas. Cuando Alicia lo supo, tuvo un ataque de nervios. Baranda se mostró duro con ella, llegando en su enojo hasta decirla que era una ignorante, que a su lado se aburría y que él necesitaba una mujer que le comprendiese.

-Si soy ignorante no es culpa mía- sollozaba ella-. Recuerda que cuando te suplicaba que me enseñases a leer y escribir, me contestabas que así me querías, ignorante; que te cargaban las mujeres leídas. Me llamabas tu salvajita. Eres tornadizo y contradictorio. Como ya no te gusto, me echas en cara lo que fue para ti mi mayor atractivo.

Y él la dejaba sola en aquella casa, llorando las horas enteras. ¿Adónde iba? A casa de Rosa. Apoyada la cabeza sobre las piernas de su amiga, se lamentaba de sus amarguras.

-Ya no tengo fuerzas para luchar -la decía-. Por lo más mínimo se enfurece y me colma de dicterios. Trabajo como un minero y no doy abasto para vestirla. Raro es el día en que no se compra un sombrero de ochenta francos. No sale de casa del modisto, cuyas cuentas me estremecen. Toma coches hasta para ir a la esquina y les deja royendo horas y horas a la puerta, mientras charla tan fresca con las amigas. Le presta dinero a todo el mundo. Ignoro si me es infiel y maldito si me importa. Lo que me urge es alejarme de ella para siempre. ¡No verla, no verla!

Rosa le acariciaba, pasándole los dedos por el pelo y los ojos, y arrullándole como a un niño.

-La clientela se me va -seguía el médico- porque siente por muchos de ellos invencible antipatía.

Sin ir más lejos, el otro día se encaró con uno de ellos diciéndole que yo no trabajo de balde y que era preciso que me pagase a toca teja o que de lo contrario no volvería a abrirle la puerta. Me he visto en el caso de tener que mentirla diciéndola que algunos de mis clientes no me pagan, para poner coto a su despilfarro.

Se queja a menudo de que no la quiero, de que sólo te quiero a ti. Y es cierto, Rosa mía. Tú y sólo tú, eres el consuelo de mis horas tristes, el refugio tibio y apacible de mis tribulaciones. -Y la besaba largamente en las manos.

Semejantes lamentaciones hallaban eco sincero en el corazón de Rosa. Le amaba, si no con el fuego de antes, con cariño melancólico. En su fisonomía se reflejaban sus sentimientos: era de cara ovalada y algo pomulosa; la frente despejada y noble; los labios gruesos, mezcla de bondad y sensualismo, y sus ojos húmedos, de un azul suplicante, recordaban un cielo de lluvia con sol. Cuando el médico se ausentó, estuvo a pique de meterse monja. La tiraba la vida del claustro. Flotaba en torno suyo una tristeza crepuscular de ser débil y vencido. No pedía ni exigía nada. Era una de esas mujeres que atan de por vida y llegan a dominar insensiblemente a fuerza de no tener voluntad y de plegarse a todo. Discreta y lacónica, no se atrevía a condenar ni a juzgar siquiera; no por falta de criterio, sino por exceso de timidez y delicadeza. ¡Se juzgaba tan infeliz y para poco!

Con todo, no podía a veces disimular el enojo, si bien pasajero, que en ella despertaba el relato de las iniquidades de Alicia. No osaba aconsejar al médico que la abandonase, temerosa de que en su consejo pudiese vislumbrarse un egoísmo que estaba lejos de abrigar. Al propio tiempo sentía por Alicia una admiración ambigua, la que sienten los débiles por los audaces y los fuertes, sobre todo cuando comparaba su proceder humilde con el proceder rebelde de la otra. Celos silenciosos que dormían en su corazón, brillaban a ratos en sus ojos como relámpagos en noches de estío.

-¿Por qué persiste en vivir con ella? -se preguntaba muchas veces-. ¿La amará? ¡Quién sabe! Por lo mismo que le martiriza, puede que se sienta ligado a ella por esos amores que alternativamente tienden a unirse y separarse como las aguas del mar.

El mismo Baranda, cuando se interrogaba a sí propio, no sabía qué contestarse a punto fijo. El médico salía muchas veces, con su tolerancia científica, al encuentro del hombre sentimental.

-Es una enferma ¡y cuántos casos análogos no he tenido en mi clínica! Mi deber es asistirla, cuidarla; pero no puedo prescindir de que tengo nervios también. ¿Soy acaso un marmolillo? Nuestro escepticismo nace de la contemplación repetida de la miseria humana, de que no hemos podido hallar, en el mármol de disección, al través de los músculos y las vísceras, nada que nos incline a creer en un libre albedrío.

Cuando el médico pierde todo influjo moral sobre el paciente, está perdido. Es mi caso. Creo más en la terapéutica sugestiva que en las drogas. No puedo tratarla como médico. Además, lo confieso, la odio. La odio cuando la veo tan injusta, tan insurrecta, tan desvergonzada. Entonces, olvidándome del determinismo de los fenómenos psíquicos, siento impulsos de matarla; pero no soy ejecutivo. El análisis, como un ácido, disuelve mis actos, paraliza mi voluntad.

Nacida en aquel medio social, mosaico étnico en que cada raza dejó su escoria: el indio su indolencia; el negro su lascivia y su inclinación a lo grosero; el conquistador su fanatismo religioso, el desorden administrativo y la falta de respeto a la persona humana; engendrada por padres desconocidos, tal vez borrachos o histéricos, bajo aquel sol que agua los sesos, y trasplantada de pronto, sin preparación mental alguna, a esta civilización europea, tan compleja y decadente, de la cual no se le pega al extranjero vulgar sino lo nocivo y corruptor... Quien sabe explicarse las cosas, las disculpa mentalmente. Cada uno de nosotros se parece al explorador del cuento, que se jactaba de haber civilizado a los salvajes por la persuasión.

-No he disparado un solo tiro. Soy enemigo de toda violencia -decía-; pero como uno de los circunstantes pusiera en duda la veracidad de su relato, le descargó un bastonazo.

Alicia ignora que está enferma; es más, se irrita cuando se la dice que su conducta obedece a una diátesis histérica. ¡Maldita neurosis que no exige al paciente que guarde cama! No le impide andar, comer, pensar, aunque sin rigurosa asociación de ideas. El desorden reside en lo afectivo. El enfermo se dispara; carece del poder de dominarse... La mayoría de los procesos célebres, ¿qué son sino cursos de frenopatía viviente?

La parte de la patología concerniente a los desarreglos nerviosos está envuelta en sombras. Aún no sabemos cómo se combinan las emociones y las ideas; no sabemos dónde ni cómo se forman las pasiones. Hipótesis más o menos admisibles; pero la verdad se nos escapa como agua entre los dedos.

El verdadero hombre de ciencia no es el que afirma en redondo, porque las verdades de hoy pueden resultar mentiras mañana, sino el que duda, el que mide y pesa el pro y el contra. ¿Sabemos algo, en rigor, del llamado mal comicial por los romanos? ¡Cuántos epilépticos, salvo la convulsión, dan pruebas de una salud cabal!

Era un domingo de comienzos de Octubre ligeramente frío y gris. Baranda reflexionando así, bajó por la rue Royale hasta la plaza de la Concordia, donde rodaron en otro tiempo, bajo la hoja de la guillotina, tantas cabezas ilustres. En el centro, entre dos grandes fuentes negras, exornadas de nereidas y tritones, se erguía el obelisco monolítico de Luqsor, echando de menos, bajo aquel cielo murrio, en su enigmática lengua jeroglífica, el sol de Egipto. En el fondo, por detrás del Palacio de Borbón, asomaba la cúpula de oro y pizarra de los Inválidos, parecida a las cinceladuras de Eibar. No lejos, a la derecha, se veían un pedazo de la Grande Roue, medio perdida entre el follaje amarillento y verdoso, como una inmensa draga inmóvil. En último término, la tela de araña de la torre Eiffel temblaba en la bruma opalina. A la derecha, la avenida sin fin de los Campos Elíseos huía, entre dos frondosas hileras de cobre bruñido, hasta perderse en la boca de túnel del Arco de Triunfo. Una marea de fiacres, automóviles, ómnibus y bicicletas, subía y bajaba en todas direcciones, entre el hormigueo de burgueses que atravesaban la gran plaza, de mano de sus chicos. El doctor se paró en un refugio a contemplar el vistoso panorama. Luego torció a la izquierda, entrando en los jardines de las Tullerías.

Un enjambre de chiquillos se divertía alrededor del gran estanque empujando con cañas una flota de barquichuelos que surcaban el agua, a toda vela. Llegó al parterre, entre cuyo césped, esmaltado de estatuas, menudeaban las rosas, los geranios, las margaritas, las begonias y otras flores...

Un viejo daba de comer en la mano a una nube de gorriones que se posaban familiarmente en su cabeza y en sus hombros. En torno suyo se apiñaba una muchedumbre curiosa y risueña.

El espectáculo de aquella florescencia, cuyos tonos primaverales contrastaban con la bruma invernal del cielo, comunicó a su espíritu fatigado una sensación campesina agradable y plácida.

En el fondo de los jardines se levantaba la mole cenicienta del Louvre, con sus techos de pizarra, semejante a un órgano de iglesia, colosal. En una de las alamedas varios jóvenes en mangas de camisa jugaban al foot ball sin la destreza ni la gracia de los sajones, y aquí y allá, niños anémicos, seguidos de sus amas y gouvernantes, latigueaban sus trompos que huían girando sobre la hierba. Entre los árboles, unos cuantos adolescentes sin sombrero cantaban cogidos de las manos, recordando a los angeles cantores que Luca della Robbia agrupó en torno del órgano de Santa María del Fiore.

¡Qué ridículo se le antojó el arco del Carroussel, afeminada copia del arco de Septimio Severo, comparado con las solemnes construcciones que le rodean!

La banda militar alegraba el aire con sus sones impulsivos y viriles. Baranda se sentó en una silla espaciando sus ojos por los tapices de verdura y dejándose acariciar por el fresco incisivo de la tarde, saturado de armonías.




ArribaAbajo- IV -

Salían de la «Comedia francesa».

-La noche está espléndida -dijo Baranda-. Podemos ir a pie.

Y echaron a andar por la avenida de la Ópera, hacia los bulevares.

-¡Qué hermosa avenida! -exclamó doña Tecla-. Parece un salón de baile.

Sobre el asfalto brillante y terso, como la luna de un espejo bituminoso, resbalaban sin ruido fiacres y automóviles. Por las anchas aceras iban y venían ondulantes mujeres de exquisita elegancia y caballeros de frac. En el fondo de la calle rectilínea y fulgurante se destacaba la fachada sombría de la Gran Ópera.

Se detuvieron un instante para contemplar la rue de la Paix, iluminada por dos filas de faroles. A lo lejos, la columna Vendôme, imitación de la de Trajano, de Roma, recordaba los triunfos de la Grande Armée.

-¿Qué te ha parecido Le passé? -preguntó Alicia a Nicasia.

-Interesantísimo.

-E inmoralísimo -agregó don Olimpio, que durante la representación no cesó de cuchichear con la Presidenta, mientras doña Tecla dormitaba.

-Pues a mí -continuó Alicia- el tipo de la Dominique me parece falso. Yo no me explico que se vuelva a recibir, a no ser a tiros, al hombre que, si más ni más, toma la puerta y... ¡ojos que te vieron ir!

-¿Qué quieres, hija mía? Así aman las francesas. Son mujeres sin pasiones -agregó la Presidenta.

-El amor, según Stendhal -dijo el doctor- es una fiebre que nace y se extingue sin intervención de la voluntad.

-No siempre -dijo Nicasia.

-El único personaje -prosiguió Alicia aludiendo a Baranda- que me parece real, es François Prieur. Es mentiroso, mujeriego y voluble como todos los hombres. No comprendo cómo Dominique puede amarle.

-¿Quién te ha contado a ti -la arguyó su marido- que el amor le pide su hoja de servicios a nadie? Una mujer inteligente y honesta puede enamorarse de un hombre abyecto, y a la inversa. El amor siente, no analiza.

-No tan calvo, doctor -dijo la Presidenta-. Pero ese tipo -interrogó Nicasia- ¿por qué planta a una mujer tan buena, tan leal y tan noble?

-Porque así son los hombres -contestó Alicia.

-Porque, como dice Schopenhauer -arguyó Plutarco-, una vez satisfecho el deseo, viene la decepción.

-Nada, hija -repuso la Presidenta, dejando a don Olimpio con un requiebro en la boca-; los hombres son como los animales: después que nos poseen...

-Os eructan en la cara -agregó Plutarco riendo-; como dice Shakespeare por boca de...

-Gracias -respondió don Olimpio sin medir el alcance de lo que decía-. Todos se miraron sorprendidos, menos doña Tecla, siempre en Babia.

-En todo amor -observó Baranda- hay siempre una víctima...

-Y dilo -recalcó Alicia.

-Hay siempre uno que ama y otro... que se deja amar.

-¡Cínico! -exclamó Alicia nerviosa.

-Ni que decir tiene -indicó Nicasia- que la víctima es siempre la mujer.

-O el hombre -contestó Baranda.

-Las mujeres no aman -saltó Petronio que venía detrás con Marco Aurelio, hablando de cocotas y requebrando a cuantas pasaban junto a él. Las mujeres son como nosotros. Ni más ni menos. Usted, doctor, tendrá mucha ciencia; pero usted no conoce a la mujer.

El doctor no se tomó el trabajo de contestarle.

-¡Ese Prieur, ese Prieur! -continuó Alicia-. ¡Qué admirablemente pintado! Es una fotografía.

-¡Cómo miente! -añadió Nicasia.

-Y miente, como dice Dominique, por el placer de mentir. ¡Qué granuja! -exclamó Alicia echando una mirada de rencor a su marido.

-Todo hombre -reflexionó Baranda- que gusta a las mujeres, tiene que mentirlas. Y la razón es obvia. La leyenda del casto José no pasa de ser una leyenda. Por otra parte, el hombre, en general, es polígamo.

-¿Por qué se casa entonces? -rugió Alicia-. Que sea franco, al menos. Pero eso de que nos jure amor y fidelidad ante un juez y un cura para echarse al día siguiente una querida, sin contar las conquistas callejeras, me parece el colmo de la desfachatez.

-En Oriente -dijo la Presidenta- los hombres son menos hipócritas. Tienen abiertamente sus serrallos y no hablan de matrimonios ni de adulterios. Pero aquí cada hombre tiene un harén escondido y, con todo, no cesa de predicarnos una fidelidad que no practica ni en sueños.

-Verdad -dijo Nicasia.

-El matrimonio, al fin, desaparecerá. El divorcio es el primer paso -intervino Baranda-. Y desaparecerá porque está en contradicción con las leyes naturales. Además, la mujer no se resigna con su papel de madre, sino que se obstina en querer, prolongar al través del matrimonio, sepulcro del amor, como dijo el otro, estados de alma que la intimidad y la monotonía de la vida en común hacen imposibles.

-¿Y los hijos? -preguntó Nicasia.

-Eso es harina de otro costal -repuso Baranda-. Los padres tienen la presunción de creer que ellos son los únicos capaces de educar a sus hijos. ¡La educación! Ahí es nada. Llaman educar al ceder a sus caprichos o al oponerse a sus inclinaciones. Opino que el hijo debe educarse lejos del regazo materno y de la vigilancia del padre.

-¡Qué horror! -exclamó la Presidenta.

-La pedagogía -continuó Baranda- es la ciencia más complicada, la que exige mayor suma de conocimientos de todo linaje, empezando por la antropología y acabando por la estética. ¿Cuántas son las madres que saben de patología, de terapéutica, de higiene...? De los padres no hablemos. Se figuran que con aconsejar autoritariamente a los hijos, intercalándoles alguno que otro bofetón en el texto, están al cabo de la calle. Son los menos llamados a educar porque, aparte de su ignorancia, no pueden seguir paso a paso, a causa de la esclavitud de sus quehaceres, las propensiones del niño, de las que sólo se enteran por lo que les cuentan las madres, que serán todo lo solícitas que se quiera, pero carecen de facultades críticas. Cada padre se jacta de conocer a su hijo como nadie, y resulta que el primer extraño le conoce mejor.

-¡Música! -le interrumpió Alicia con desdén.

-Según usted -objetó la Presidenta-, hay que echar los hijos al arroyo como a los gatos. ¡Qué ideas tan originales las suyas!

Don Olimpio, que no se atrevía a meter baza, sacudía la cabeza sonriendo en señal de no estar concorde con el sentir de Baranda.

-El problema social -prosiguió Baranda dirigiéndose a Plutarco, sin hacer el menor caso de los demás- reside ante todo en eso. ¿Qué logramos con una buena legislación si desconocemos el organismo individual? Lo primero es estudiar al hombre, puesto que la sociedad se compone de hombres. Las reformas vendrán luego espontáneamente, como una necesidad colectiva, nacidas de la constitución mental del individuo.

-Conformes, doctor -dijo Plutarco.

-Ustedes dos siempre están de acuerdo -dijo Alicia con sarcástica risa.

-¿Quieren ustedes que tomemos algo en la Taverne Royale? -preguntó Marco Aurelio.

-No, gracias, es muy tarde -contestó Alicia-, y Misia Tecla tiene sueño.

-No es tanto el sueño, mi hija, como el dolor de los callos -contestó doña Tecla, que se arrastraba cojeando y dormilenta.

-¿Por qué no llama usted a un pedicuro? -preguntó la Presidenta-. Sufre usted porque quiere.

-Se lo he dicho muchas veces -añadió don Olimpio-. ¡Como si no!

-Pues entonces nosotros nos despedimos aquí -dijo Marco Aurelio, sombrero en mano.

-Sí, puedes irte -contestó la Presidenta-. Don Olimpio me dejará en casa, si no le sirve de molestia.

-No diga usted eso, mi señora. Para mí es un placer-. Y cambiaron una mirada de inteligencia.

Mientras Petronio y Marco Aurelio entraban en el Café Americano, los otros tornaban hacia el bulevar Haussmann.

Luego de dar una vuelta por el café, subieron al restaurante donde tocaba una orquesta de zíngaros. Allí estaba todo el cocotismo de los cafés conciertos. Mujeres provocativas, relampagueantes de joyas, casi en cueros, se paseaban de mesa en mesa pidiendo que las invitasen a cenar. Petronio pidió un cognac; Marco Aurelio, un jerez. El desfile de ancas y senos, multiplicado por los espejos, en aquella atmósfera afrodisíaca, impregnada de perfumes y de olor a carne limpia, ligeramente entenebrecida por el humo de los cigarrillos, fue encalabrinando a Petronio, que miraba a todos lados aturdido y anhelante.

-¡Qué lata nos ha dado el doctor! -exclamó a la segunda copa- ¡Cuidado que es pedante!

-Pero sabe. Le tienes tirria porque te desdeña.

-¡Qué ha de saber! Di tú que lleva muchos años en París y algo se pega. Y en cuanto a desdeñarme... -Monsieur? monsieur?

-¿A quién llamas, hombre?

-Al mozo.

-Pero al mozo no se le dice monsieur. Se le dice garçon.

-Bueno. Es igual. Otro cognac. Esta noche me la amarro -contestó llevándose la copa a los labios con mano temblorosa.

-Como todas las noches.

Chispo ya, tuteaba manoseando a todas las prostitutas.

-Il ne se gène pas -exclamó una de ellas a quien plantó un sonoro beso en la nuca-. De quel pays êtes vous? Du Brésil? Espèce de rastá...! -y le volvió la espalda.

-¿Cómo se dice -le preguntó a Marco Aurelio- acostarse de balde?

-A l'oeil.

-Oye, tú; tu veux coucher avec moi a l'oeil?

-Tout de suite -respondió la horizontal en tono de burla-. Tu est si joli garçon! Et surtout tu est si bien élevé!

-¿Qué dice? ¡Tradúcemelo! -preguntó Petronio casi seguro ya de haber hecho una conquista.

-¡Que te vayas a la porra!

-¡Ah grandísima tía! -Y se levantó dispuesto a pegarla. Marco Aurelio intervino sacándole por un brazo del café.

-París no es Ganga, querido. Aquí no se puede levantar la mano. Y menos a las mujeres. Además, cada una de esas tiene su macró que la defiende.

-Yo me jutro en París y en los macrós. Le pego un tiro a uno y en paz. -Y se llevaba la mano al revólver que portaba siempre consigo. Bajo el imperio del alcohol era capaz de eso y mucho más. No pocas veces tuvo que ver con la policía, porque, cuando se embriagaba, se volvía pendenciero y procaz.

-Bueno -dijo Marco Aurelio, cambiando la conversación-. ¿Cuánto tienes encima?

-Tres luises -contestó Petronio tambaleándose.

-Yo tengo seis que me dio don Olimpio. ¿Quieres que probemos fortuna?

-Andando.

-Y se fueron al Cercle Voltaire.

Por los bulevares subían y bajaban cocotas de todo pelaje, atacando a los transeúntes: una mulata de la Martinica, gorda y desfachatada; una vieja rubia, con un perro, maestra en sabias pornografías; otra vieja, de bracero con una niña al parecer de diez años: pálida, con el pelo suelto y las piernas al aire; unos mozalbetes muy pintados, de andares ambiguos, subían y bajaban, parándose en las esquinas, mientras los gendarmes les seguían a distancia con los ojos. Algunos tipos patibularios simulaban recoger colillas mirando aviesamente bajo la visera de la gorra embutida hasta el cogote. Los coches rodaban muy despacio. En las esquinas, tiritando de frío, con uno o dos números bajo el brazo, zarrapastrosos granujas voceaban La Presse y Le Soir. El mundo noctámbulo de la crápula, del hambre y el crimen, se desparramaba por el bulevar Montmartre, husmeándolo todo, como perros, con andar tortuoso y vacilante, parándose aquí y allá. Eran souteneurs, rateros, mendigos, ladrones y asesinos: la triste legión de degenerados que nutren la crónica diaria de las miserias de las ciudades populosas.

-El souteneur -dijo Marco Aurelio- vive de la prostituta, a quien apalea y asesina cuando no le da dinero. Pues ese souteneur, cuando trabaja, es decir, cuando mata y roba, colma de regalos a su querida. Si ha ganado en el cabaret, la obsequia con un ramo de violetas de diez céntimos. Ya ves que no le falta su nota sentimental.

-¡Qué curioso! -dijo Petronio.




ArribaAbajo- V -

A los gritos de Alicia subió la portera consternada, temiendo encontrar algún cadáver en el descanso de la escalera. Baranda salió a abrirla en calzoncillos.

-¿Qué ocurre? -balbuceó la portera-. ¿La señora está enferma?

-¿Qué quiere usted que ocurra? Lo de siempre. Los malditos nervios.

-Era lo único que te faltaba -voceó Alicia saliendo de su cuarto-: chismear con la portera.

Y encarándose con ésta, a medio desnudarse, la dijo:

-No hay tales nervios. Es que me ha pegado.

Después, volviéndose a Baranda, y cerrando bruscamente la puerta, añadió:

-¡Cobarde, cobarde! En la calle te haces el sabio, el analítico y aquí me insultas como el último souteneur.

-Pero ¿no comprendes -respondió el médico- que esta vida es imposible?

-¿Y a ti te parece bien lo que haces conmigo? Yo entré muy tranquila, sin decirte palabra, y de pronto, sin motivo alguno, empezaste a llamarme imbécil.

-Y tú ¿por qué me llamaste cínico y mentiroso delante de esa gente que sabes que me odia?

-Porque lo eres. Hace más de un año que no vives maritalmente conmigo, pretextando que estás enfermo.

-Y lo estoy, de los riñones.

-Sí; pero para ver a la otra no estás enfermo ¡Farsante!

-¿Es que yo no puedo tener una amiga?

-Una amiga, sí; pero esa es tu querida. Tu querida. ¡Niégalo!

-Es la huérfana de un amigo a quien quise mucho. Mi deber es atenderla.

-¡La hija de un amigo! ¡Si eres otro François Prieur! ¿Quién te hace caso? Tan pronto dices que es la hija de un amigo como que es tu amante. Después de todo, nada se opone a que sea la hija de un amigo y al propio tiempo tu querida. ¡Ah, hipócrita!

Después de una pausa, continuó:

-Lo que quiero que me digas es por qué me sedujiste. ¿Por qué te casaste conmigo? Yo estaba tranquila en mi pueblo hasta que tuve la desdicha de conocerte. Tu fama, tu figura, tu aire melancólico y dulce..., todo contribuyó a fascinarme. Me conociste virgen. Yo no había tenido un solo novio. Me entregué a ti desde la primera noche, sin la menor resistencia. ¡Lo que lloré cuando te fuiste! Pensé que no volvería a verte.

Recuerdo que, a poco de casados, me engañaste. Me dejabas sola en el hotel, en un país extraño cuya lengua yo no hablaba, y te ibas con las cocotas. Y yo te suplicaba llorando que no me abandonases. Temblando de frío y de sueño te esperaba hasta el amanecer, y tú te aparecías diciéndome que habías pasado la noche con un enfermo. ¡Y yo lo creía! Claro, era una infeliz sin mundo ni malicia. Y saltándote al cuello te besaba, te besaba, loca de amor y de angustia. Y ahora que vuelvo los ojos atrás, recuerdo que volvías la cabeza y me rechazabas. ¡Como que venías harto!

Y el médico se paseaba nervioso, medio afligido, pero sin dar su brazo a torcer. -Sí, harto... de ver miserias y oír lamentos.

-Y ahora -continuaba Alicia- porque me rebelo, porque no quiero ser plato de segunda mesa, ¡me insultas y me ultrajas! Yo seré una histérica, como tú dices, pero tú eres un miserable. Yo no he leído en los libros; pero he leído en la vida y ya nadie me engaña. ¿Y quién es más digno de censura: yo, pobre lugareña, sin principios ni cultura intelectual, o tú, sabio, educado en París, hecho a la vida del refinamiento, como llaman los parisienses a todas esas porquerías de alcoba? Asígname una renta con que poder vivir y verás qué pronto se acaba todo. ¡Yo no quiero vivir así, no quiero! -Y pateaba en el suelo furiosa, dando vueltas de aquí para allá, desgreñada y en camisa.

El médico, en jarras, la miraba fijamente, meneando el busto con mal reprimida cólera.

-Habla sin gritar -la decía.

Ella continuaba, poseída de un deseo irresistible de hablar sin tregua.

-Me echas en cara que no quiero tener hijos. No, no les quiero. ¿Para qué? ¿Para darles el triste espectáculo de nuestra vida? ¡Oh, no! Tú eres uno de tantos maridos a la francesa, sin escrúpulos, sin corazón, para quienes la mujer legitima no cuenta. ¡Eres de la madera de los cornudos!

-¿Qué me quieres decir con eso? ¿Que me la pegas? ¿A mí qué? Cuando no hay amor...

-Soy más decente de lo que imaginas. Tú lo que merecías era eso: una mujer que te la pegara hasta con los mosquitos. Pero yo, sin saber leer ni escribir, tengo más sentido moral que tú. ¡Verdad es que más sentido moral que tú le tiene un perro!

-¡Pero no grites, pero no grites! -la dijo, tapándola la boca con la mano.

-¡Canalla! ¡Canalla! -gritaba ella ahogadamente, pugnando por desasirse.

Cada uno dormía en su cuarto. Baranda entró en el suyo cerrando la puerta con estrépito.

-¡Ah, qué harto estoy! -suspiraba-. ¿Cuándo tendré el valor de abandonarla?

En el silencio de la noche, mientras todo dormía, los sollozos de Alicia sonaban conto el maullido lastimero de un gato que se queda en la calle bajo la lluvia.




ArribaAbajo- VI -

La mañana era fría y brumosa. Un atisbo de sol que pugnaba por abrirse paso al través de la neblina, arrojaba sobre el piso húmedo y pegajoso de los bulevares y las masas oscuras de los edificios una claridad incierta de crepúsculo invernal. De los árboles, que aún conservaban sus follajes, caían a manta las hojas secas y amarillas. Eran las once de la mañana y parecían las cinco.

Una muchedumbre heterogénea circulaba apresuradamente atravesando las calles atiborradas de coches, bicicletas, automóviles, ómnibus y carros. Se veían hombres de chistera y levita, con sus serviettes bajo el brazo; tipos sepulcrales de alborotadas cabezas; empleados de comercio, garçons livreurs del Louvre y el Bon Marché con sus libreas y sus tricornios de ministros en días de gala; obreros de blusa con herramientas de carpintería y cubos de pintura; obreritas con cajas de sombreros y negros líos de ropa; vendedores ambulantes con sus carretitas llenas de frutas, legumbres y flores; infelices que tiraban, jadeantes, como bestias, de diminutos vehículos cargados de baúles, muebles y sacos. Alrededor de los kioscos se paraban algunos curiosos a ver los grabados de las ilustraciones y las caricaturas obscenas de los semanarios satíricos. Escandalizaban el aire el graznar de gansos de las trompetas de los automóviles, el cascabeleo de los carros y los fiacres y el trote hueco y sonoro de los percherones de los ómnibus sobre el asfalto. Pasaban carros de todas formas y dimensiones: unos largos, como escaleras horizontales con ruedas, atestados de barricas o de barras de hierro que cogían medio bulevar; otros cuadrados, de macizas ruedas, con cantos ciclópeos, tirados por una teoría de caballos gigantescos que iban paso a paso sacudiendo el crinoso cuello.

Petronio salía del Círculo donde pasó la noche jugando. Andaba lentamente, con los brazos caídos, muerto de fatiga y saturado de alcohol. Cuanto de negro tenía en las venas le había salido a la cara, que era cenicienta, orlada de carnosas ojeras de carbón.

La niebla fue disipándose; el sol parecía brillar al fin, pero indeciso. No pasaba de un claror violáceo. Petronio echaba de menos el sol de Ganga. Todo se le antojaba de una tristeza fúnebre, penetrante, que le hacía pensar en el suicidio. Siguió andando hasta el Grand Hôtel, frente a cuyas puertas una fila de cocheros leía La Libre Parole y L'Intransigeant. Dio una vuelta por el patio, entró en el Salón de lectura, a ver si estaba la vieja y salió luego hacia la rue Royale.

-¡Qué bruto he sido! -se decía-. Por ambicioso lo he perdido todo. Debí haberme ido cuando ganaba quinientos francos. ¡Qué bruto he sido! El banquero y la casa son los únicos que ganan, sobre todo, la casa. Esa no pierde nunca. Y ahora, ¿qué me hago sin un céntimo? ¡Qué bruto he sido!

Ya no tenía a quien pedirle. Le había pedido a Baranda, a Marco Aurelio, a don Olimpio, al dueño de su hotel... ¿A quién recurrir?

Andando a la ventura llegó hasta el puente de la Concordia. De bruces sobre el muro, contempló largo rato el caudaloso río sobre cuyo lomo se deslizaban vaporcitos, balsas, remolcadores y lanchas de carbón, hacia la parte en que Nôtre Dame levanta sus dos torres chatas de fortaleza medioeval. Abajo, en las márgenes, unos cuantos bobos pescaban á la ligne, inmóviles, con la caña tendida, mientras un hombre esquilaba a un perro y una vieja apaleaba un colchón.

Petronio se sentía muy solo y muy triste, perdido en la inmensidad de este París que, como la naturaleza, se traga con igual indiferencia al genio que al imbécil, a la virtud oscura que al vicio ostentoso, al luchador que al vencido, a la riqueza insolente que a la mendicidad haraposa...

-¡Quién sabe -pensó- si acabaré por echarme al Sena!

De pronto brilló el sol, un sol artificial que no calentaba, un sol nebuloso como un huevo visto al trasluz, que sólo servía para hacer más desolada la fisonomía de la ciudad enorme.




ArribaAbajo- VII -

No tenían hijos; pero, en cambio, tenían un perrito lanudo que era el niño mimado de la casa. En sus ojillos negros y húmedos y en su cola retorcida se reflejaban las alegrías o las tristezas de su amo. ¿Estaba el doctor de buen talante? El perrito, poniéndose en dos pies, le saltaba encima, le lamía las manos ladrando de puro contento. ¿Estaba abatido y caviloso? Se echaba a sus pies, mirándole larga y sumisamente, como implorándole que le contase sus penas.

El perrito, que respondía por Mimí, tenía su historia. Perteneció primero a un ciego, a quien guiaba; después a unos gitanos, y por último, a un guitarrista ambulante que, en pago de una cura gratuita que le hizo Baranda, se le regaló. Pasó hambres, fríos y miserias, y recibió palos y puntapiés... Por eso tal vez era sufrido y apenas ladraba a no ser a la gente haraposa, por la que parecía sentir inveterada inquina. No se daba con Alicia en cuyas faldas temblaba de miedo cada vez que le cogía por el pescuezo, de las piernas de Baranda.

-¡Sinvergüenza, feo, granuja! -le gritaba, sacudiéndole el hocico y dándole azotillos en las ancas. Mimí se acurrucaba silencioso, con las orejas gachas, haciéndose un ovillo en el regazo de Alicia. ¡Cuán otro se mostraba con el médico! Una sola caricia suya le desarticulaba de alegría la columna vertebral.

-¿No vale más la compañía de un perro que la de un hombre? -solía preguntarse Baranda, pasándole la mano por el lomo.

El perro nos comprende, a su modo; nos ama con más absoluto desinterés; de la exudación de nuestro cuerpo extrae como el óleo con que unge su cariño inalterable; nos huele a distancia, nos obedece con un gesto, nos oye cuando le hablamos y nos responde meneando la cola y las orejas, chispeantes y parleros los ojos. Llora y enferma cuando enfermamos y hasta muere de dolor cuando morimos. ¡Y el hombre es tan ingrato, que llama cínico a lo desvergonzado y canallesco! ¿Por qué? Porque el perro, profundamente olfativo y lúbrico, no se recata como el elefante, por ejemplo. No hay animal más sociable. Entre los perros hay clases como entre los individuos: les hay aristócratas y plebeyos. Una mirada hosca, un silencio prolongado bastan para hacerles sufrir. Poseen una sensibilidad exquisita y aman con un refinamiento comparable sólo con el del hombre.

Les hay filántropos y justicieros; egoístas, ladrones, sinceros e hipócritas. Las obras de los naturalistas y los relatos de los viajeros rebosan de anécdotas sorprendentes de sus extraordinarias facultades psicológicas.

* * *

Estaba el doctor en su despacho, con Mimí sobre las piernas, cuando entró mistress Campbell, una vieja inglesa extravagante que trajeaba con llamativo lujo, impropio de su edad. Se pirraba por los colores chillones. Su cara era redonda y prognata, a trechos rubicunda; sus ojos, azules e incisivos. No hallaba gato en la calle a quien no le hablase, besuqueándole, con su voz de ventrílocuo: -Tu as fait ta toilette, cheri? -A los perros flacos les compraba ella misma huesos y piltrafas en la carnicería más próxima, con mofa de los granujas que la rodeaban como a un sacamuelas.

Era una maníaca ambulatoria. Tan pronto estaba en el Cairo o en París como en Nueva York o en Sevilla. No podía permanecer una semana en parte alguna. A pesar de sus sesenta años cumplidos, no hablaba sino de amor -era su idea fija-, y los más de sus viajes obedecían al deseo que la devoraba de hallar un marido o un amante. Pasaba por los países como una exhalación, acordándose sólo de las joyerías, de las tiendas de antigüedades y de ropas. Ver un cuadro o unos zarcillos viejos y querer comprarles en el acto era todo uno. Poco la importaba el mérito de la tela. Lo principal para ella residía en su antigüedad.

Se apasionó de Baranda, como de otros muchos, y sabedora de sus disensiones con Alicia, trataba hipócritamente de separarles.

-Mi querido doctor -le decía-, ¡cuánto le compadezco! ¡Pobre amigo, pobre amigo! -Y le atizaba un beso en la frente.

Baranda no sabía ya cómo quitársela de encima. Ni frialdades, ni desdenes; nada podía con ella. Simulaba no enterarse.

Iba a su fin y de lo demás se la daba un ardite. Todos los días, como un cronómetro, estaba allí, en su gabinete, so capa de consultarle respecto de su salud.

-You sweet dear! -decía besuqueando a Mimí, que pugnaba ariscamente por escaparse de sus brazos.

-Debíamos endilgársela a Petronio -dijo Plutarco-; a él que anda en busca de una vieja rica.

Mistress Campbell no entendía el castellano, pero adoraba en los españoles. Su leyenda de apasionados y celosos la desconcertaba en términos de que al ver a alguno, se ponía pálida y trémula.

-¡Oh, los españoles! -exclamaba-. ¡Dicen que son tan ardientes! ¿Es verdad, doctor?

Jugaba con dos cartas. A la vez que demostraba al doctor la más férvida simpatía por sus contrariedades, aconsejaba a Alicia que se divorciase.

-¡Oh, dear! No comprendo cómo puede usted seguir viviendo con semejante hombre. Yo que usted, me separaba.

A menudo salían juntas Alicia y ella. La conversación, por lo común, versaba sobre el mismo tema.

-Mi matrimonio -decía la inglesa- fue un idilio. ¡Qué amor el que me tuvo aquel hombre! Siempre andábamos unidos. No me dejaba ir sola ni a la esquina. No volvía una vez a casa sin traerme un regalo. He was perfectly charming.

Y Alicia, ignorante, de que el marido de la inglesa fue un badulaque, un borracho que murió de delirium tremens, exaltándose poco a poco con la pintura de aquel idilio imaginario, antítesis de su revuelta vida conyugal, acababa por contarla sus más recónditas intimidades. La inglesa experimentaba al oírlas un regocijo inefable que salía a sus ojos penetrantes y duros.

Nunca logró que Baranda se explayase con ella y mucho menos que la demostrase la menor inclinación física. Era una vieja ilusa, cuyo erotismo, unido a su fortuna, la hacía creer en sexuales correspondencias fantásticas. Su vida entera era un tejido de desengaños por el estilo. En el Cairo halló cierta vez a un joven que fingió amarla para cogerla los cuartos. Auto-sugestionándose se forjaba en la fantasía las mis ridículas escenas de amor.

Iba a ver al médico vestida con lujo, saturada de afrodisíacos perfumes indios. Creía en el poder fascinador de la toilette. -Una mujer -decía- vestida interiormente de seda, pulquérrima y olorosa, por vieja que sea, puede despertar apetitos genésicos en un joven.

¡Cuántas veces llegó a aquel gabinete con el propósito deliberado de violar al médico, excitándole con todo género de estímulos libidinosos! ¡Y cuántas veces también salía, desengañada y macilenta, arrastrando su fiebre insaciada de caricias por la vía pública llena de hombres que ignoraban las convulsiones de su carne!




ArribaAbajo- VIII -

¡Qué mundo tan divertido el que recibía los sábados la Presidenta en su casa! Monsieur Garion, un cornudo; la señora de Páez, una adúltera; Zulema, un turco jugador y corrompido; mademoiselle Lebon, una medio virgen; mistress Galton, una norteamericana que, mientras el marido se mataba trabajando en Nueva York, se divertía en París, gastando como una loca y pegándosela con todo bicho viviente; monsieur Maigre, un peludo poeta decadente, con más grasa en el cuello de la camisa que inspiración en los versos; madame Cartuche, una jamona sáfica, de quien nunca se supo que tuviese que ver con ningún hombre; monsieur Grille, un mulato escuálido y pasudo, diputado por la Martinica, antiguo amigo de Baranda; Collini, un pretenso barón italiano, de inconfesables aficiones; monsieur Lapin, un violinista cuya cabeza parecía una esponja.

Mistress Galton no hablaba sino de modistas y carreras de caballos. Maigre no decía dos palabras sin citar a «su maestro» Verlaine; Grille se jactaba de sus quiméricos triunfos parlamentarios, y Collini cantaba las bellezas de Nápoles y Capri, saboreando mentalmente un plato de macarrones. El violinista no hablaba; arañaba las tripas.

Todos se despellejaban a la sordina, sin perjuicio de prodigarse cara a cara las más ridículas lisonjas.

-¡Oh! -exclamaba la Presidenta-. ¡Monsieur Lapin supera a Sarasate! ¡Qué arco, qué arco!

Lapin se inclinaba ceremonioso.

-¡Qué versos, qué versos tan sugestivos, tan armoniosos y penetrantes los de Maigre!

Maigre se doblaba llevándose la mano derecha al corazón.

-Para oratoria, la de Grille. ¡Ni Mirabeau!

Grille sacudía la hirsuta pasa.

Y todos decían a coro:

-Pero ¡qué buena es usted! ¡Qué buena y qué inteligente!

Y por lo bajo:

-¡Valiente estúpida!

Una vez que se iban, les ponía de vuelta y media.

-¿Has visto, hija, nada más pedante, soporífero y sucio que Maigre?

-¿Y has oído rascatripas más rascatripas que el conejo ése?

-¿Y mulato con más humos que Grille?

-¿Y sabes de cornudo más cornudo que Garion?

* * *

-¿Qué se ha hecho la inglesa? -preguntó Nicasia.

-Creo que se ha ido a Pekín -respondió Alicia riendo.

-Esa mujer -añadió la Presidenta- debe de tener azogue en el cuerpo. No para en ninguna parte. El doctor la echará de menos...

Alicia sonrió malévola.

-¿Por qué? -saltó Plutarco.

-Dicen que... -insinuó con su natural perfidia la dueña de la casa.

Plutarco, sin dejarla acabar, continuó indignado:

-¿En qué cabeza cabe suponer que un hombre de su gusto, de su inteligencia y de su instrucción vaya a hacer caso a un vejestorio semejante?

-¡Misterios del amor! -exclamó la Presidenta volviendo los ojos con picardía a don Olimpio, que bajó los suyos ruborizado-. ¡De cuántas aberraciones por el estilo no están llenas las crónicas mundanas!

-¡Ah, sí! Y de falsos amores de mujeres que explotan a viejos libidinosos -contestó Plutarco subrayando cada palabra.

La Presidenta se puso como el papel. Don Olimpio, verde.

-Lo que no me negará usted -intervino Nicasia echando un capote- es que la inglesa iba con mucha frecuencia al gabinete de Baranda.

-Como van otras muchas. ¿Qué quiere usted, señora? No todos los hombres tienen el don de fascinar a las mujeres.

-¡El don! -dijo Alicia despechada-. Para fascinar a esa vieja loca, maldito el don que se requiere. Diga usted que ahí había otra cosa...

-Lo que puedo afirmar es que el doctor nunca la dijo «por ahí te pudras». Y la prueba la tienen ustedes en que la inglesa ha desaparecido.

-¡Hum! -gruñó Alicia-. Ya volverá.

-Hablemos de otra cosa -interrumpió Marco Aurelio-. ¿A que no saben ustedes lo que le ha pasado a Petronio?

-¿Qué? -preguntó don Olimpio.

-¡Lo más cómico del mundo! Figúrense ustedes que se fue a Niza con una vieja austriaca...

-¿Otra vieja? -interrumpió la Presidenta.

-Con una vieja austriaca que conoció en el Grand Hôtel. Cada vez que le daba dinero le hacía firmar un pagaré.

-¡Ja, ja! ¡Qué memo! -exclamó Nicasia.

-Y ella ¡qué tiburón! -añadió Alicia-. Así debíamos ser todas las mujeres.

-¿Y ese es el moralista de Ganga? ¿El que tronaba contra la corrupción social? -exclamó Plutarco.

-Y ahora sucede que la vieja -continuó Marco Aurelio- le persigue por todas partes amenazándole con llevarle a los tribunales si no le devuelve lo prestado.

-¡Ay, qué gracia! -dijo Alicia.

-Y Petronio ¿qué dice a todo eso? -preguntó don Olimpio.

-Pues se ríe, aunque no las tiene todas consigo.

-El caso no es para menos -observó Nicasia.

-Pero a ese Petronio le falta un tornillo -exclamó doña Tecla.

-Siempre le faltó -añadió Alicia-. Acuérdese usted de su vida en Ganga. Es medio loco.

-Y mala persona -agregó Plutarco-. Juega, bebe, es licencioso, camorrista... Acabará mal.

-¿Por qué le tiene usted esa tirria? -le preguntó Marco Aurelio.

-¿Tirria? Ninguna. Me es repulsivo. Le creo capaz de todo. Pero usted, Marco Aurelio, ¿no era su amigo?

-¡Amigo! ¡Psch! Yo no soy amigo de nadie.

En esto apareció la criada con el té que la Presidenta fue sirviendo taza por taza, empezando por la de don Olimpio.

-¡Cómo le saquea! -murmuró por lo bajo Nicasia dirigiéndose a Alicia.

-Le está dejando sin un céntimo. Me alegro, por idiota. Es un sátiro ese viejo.

-¡Cuidado que se necesita estómago, porque mira, chica, que es feo! -agregó Nicasia-. Quien me parece más idiota que él es doña Tecla.

-Esa es filósofa... o ciega -dijo Alicia riendo.

-A veces me figuro que se hace la sueca -añadió Nicasia.

-No, mi hija. Siempre fue igual. ¿Qué quieres? Hay criaturas así. Son felices.

-De lo único que se queja -continuó Nicasia, burlándose- es de los callos y de la muerte de Cuca.

-¡Pobre! -finalizó Alicia.

Ya en la calle, Plutarco, con tono de dura reconvención, dijo a Alicia:

-No comprendo cómo se atreve usted a hablar mal del hombre que la ha elevado a una categoría social...

-¿Y a usted qué le importa? A usted también le ha elevado...

-Sí, pero yo he sabido pagarle con la más profunda adhesión y el más grande respeto. Al paso que usted... La culpa es mía, porque si yo no hubiera intervenido en el asunto, estaría usted hoy de seguro en Ganga de cocinera o quizá de algo peor.

-Y sería sin duda menos desgraciada.

-Lo que hace usted con el doctor -continuó Plutarco, tras un silencio- es infame. Que el doctor tenga una querida, ¿justifica en manera alguna su conducta de usted?

-Usted ¿qué sabe? A usted ¿quién le mete?

-¿A mí? Mi deber de amigo. Mi agradecimiento... El doctor está enfermo.

-Por mí ¡que reviente!

-¿Que reviente, eh? Reventará usted primero. Porque si el doctor no tiene energía para ponerla a usted en la calle...

-¿Me pone usted? ¡A ver, repítamelo!




ArribaAbajo- IX -

-¡Era lo único que me faltaba! -exclamó el médico-. ¿Puede usted creer, amigo Plutarco, que Alicia anda diciendo por ahí que la inglesa es mi querida?

-Lo sé.

-Lo grave no es eso. Lo grave es que añade que me da dinero. ¡Figúrese usted!

-Esa mujer ha perdido el juicio.

-Sí, de puro despecho. Como para mí genésicamente no existe (tengo mis razones), imagina que me acuesto con todas las mujeres que conozco. Es una histérica malévola y obstinada. A diario me dice que me hará todo el daño que pueda y que no estará satisfecha hasta verme en medio de la calle pidiendo limosna.

-¿Y qué va a ser de ella entonces?

-¡Figúrese!

-A mí no me odia menos que a usted, doctor. ¿Sabe usted lo que dice de mí? Que soy su alcahuete de usted, que le busco a usted las mujeres, y hasta insinúa que entre usted y yo hay algo más que una amistad sincera...

-¿Qué quiere usted? Así son las histéricas. ¿Y qué hacer? ¿Qué hacer? -gemía, llevándose las manos a la cabeza.

Baranda estaba enfermo, a más de los riñones, de la voluntad.

-No le queda, doctor, más que un camino, o esa mujer acabará con usted a la postre: dejarla.

-¿Y la casa? ¿Cómo saco de aquí mis libros y mis muebles? Porque lo que es la casa no se la dejo. Imagínese usted el espectáculo que me daría si viese sacar una sola silla. ¡Ah, no! Todo lo prefiero al escándalo.

Tras una pausa continuó:

-¡Si viera usted cómo tira el dinero! «¡Ah, miserable! (así me llama). ¿Quieres que ahorre lo que. te has de gastar con la otra? ¡Qué mal me conoces!» He llegado a cogerla miedo. ¡Ah, si mis nervios motores respondiesen a mis deseos! Pero es inútil. Pienso una cosa y hago otra.

Después de otra pausa, prosiguió:

-¡Si asistiera usted a nuestras comidas, a nuestros fúnebres tête-à-tête! Yo no la miro; pero ella me devora con los ojos como si se tratase de auscultarme el cráneo. La criada nos sirve como una sonámbula, temerosa de que a lo mejor estalle aquel silencio en un Niágara de improperios. Por supuesto que la pobre Rosa es su pesadilla sempiterna. ¡La infeliz, tan buena, tan humilde! Es ella, usted lo sabe, quien me ayuda cuando tengo algún trabajo urgente. Va a la Biblioteca Nacional y me toma las notas que necesito, la que me pone en limpio los originales para la revistas, la que me escribe las cartas y quien me consuela en mis horas de angustia... De la una no recibo sino insultos, amenazas y asperezas; de la otra, sólo palabras de cariño y simpatía...

Plutarco se paseaba por el gabinete, preocupado y nervioso. Miró a la calle al través de los cristales del balcón.

-¡Qué hermoso día, doctor! ¿Quiere usted que demos un paseo a pie por los Campos Elíseos hasta el Bosque?

-No me vendría mal un poco de sol, ya que soy todo sombra por dentro.




ArribaAbajo- X -

Bajo los castaños, en bancos y sillas, se agrupaban charlando familias burguesas, entretenidas en ver el flujo y reflujo de landós, victorias, tílburis, fiacres, cupés, carretelas y automóviles que rodaban por la gran avenida, camino del Bosque de Bolonia o de la Plaza de la Concordia, envueltos en el oro chispeante de aquella tarde diáfana y tibia, de límpido azul.

En lujosos trenes, tirados por caballos que piafaban orgullosos enarcando el cuello, mostraban su belleza arrogantes mujeres tocadas de caprichosos sombreros multiformes.

-En días como éste -observó Plutarco- en que la primavera vuelve, si no a las ramas de los árboles, ya casi mustias, al cielo y al aire, es un placer indecible pasearse por París. ¡Cómo goza el ojo con el espectáculo de tanta mujer elegante y seductora, con el relampagueo del sol en el barniz y los metales de los vehículos, con el ancho cielo azul y la perspectiva de estos paseos poblados de árboles, jardines y fuentes, que dan la sensación simultánea de la clausura de la ciudad y de la libertad sin límites del campo! En nuestros países no disfrutamos de esta alegría luminosa de la naturaleza, porque no tenemos estaciones. Pero aquí, después de las brumas y las crudezas del invierno, ¡con qué inefable delicia saboreamos esta dulce resurrección primaveral!

Se detuvieron ante el Palace Hôtel, a cuya puerta se apiñaba una muchedumbre que aguardaba impaciente la salida del Sha de Persia.

-¿Puede usted creer, doctor, que no sé una palabra de los persas?

En esto salió el autócrata con su gorro de astrakán y su levita negra. Sus ojos, a flor de tête, revelaban una tristeza de lúbrico aburrido y enfermo. Sus grandes bigotes grises, adheridos en parte a las mejillas terrosas, parecían un rabo de zorra.

-Vive le Sha! -gritaron algunos, y el landó, custodiado por la guardia republicana y seguido por los del séquito imperial, echó a andar hacia el Bosque, paseo predilecto del monarca.

-Prepárese usted -dijo el doctor con cierta jovialidad- a oír toda una conferencia (usted la ha pedido) geográfico-histórica sobre la Persia.

-Je ne demande pas mieux -contestó Plutarco sonriendo.

-El antiguo imperio medo-persa -dijo el médico- estaba situado en la parte occidental del Asia. Le limitaban, por el Norte, la cordillera del Cáucaso, el mar Caspio y la Partia; por el Este, los montes de la India; por el Sur, el mar Eritreo, el golfo Pérsico y la Arabia; y por el Oeste, el desierto de Libia, el Mediterráneo, el mar Egeo y el Ponto-Euxino. El Éufrates dividía el imperio en dos porciones desiguales: la una, al occidente de dicho río, comprendía la península del Asia Menor, la Siria, Fenicia y Egipto; la otra abarcaba las comarcas que se extienden entre el Éufrates y el Indo. Al paso que la Media era llana y fértil, la Persia antigua era muy caliente y árida y estaba cubierta de arcilla dura y de pantanos pestíferos. A esta inclemencia del medio obedecía, sin duda, la sobriedad y el vigor indomable de los persas. Según Herodoto, el, persa no enseñaba a sus hijos sino tres cosas: «montar a caballo, tirar el arco y decir la verdad». Las más célebres ciudades de este imperio -el más grande de la antigüedad- eran Persépolis, Susa y Ecbátana. Sabemos de las costumbres de los persas por los escritores griegos Estrabón, Herodoto y Jenofonte. La organización política de aquella inmensa monarquía recuerda, por lo sólida y vasta, la de los antiguos romanos y la de los ingleses. Dejaban a cada país sus costumbres, su lengua, sus magistrados y cierta autonomía. Así proceden los anglosajones en la India. Hubiera sido imposible imponer la homogeneidad a dominios tan abigarrados en que se hablaba lo menos veinte lenguas distintas. Darío no exigía de sus súbditos sino impuestos regulares en proporción con los recursos de cada territorio. Dividió sus Estados en veinte satrapías, La provincia de Persia, que comprendía a Persépolis y Pasagarda, estaba exenta de todo tributo. Estas contribuciones se pagaban en numerario o en caballos y carneros. Babilonia, por ejemplo, pagaba en jóvenes eunucos. El sátrapa era espiado por un secretario regio y un general que ejercía la autoridad militar.

El imperio fue desmembrado en diferentes épocas. Bajo los Sasanidas quedó reducido al Asia Menor. A partir de la conquista de los árabes, Persia cambió su nombre por el de Irán. Devorada por un sol tórrido, pobremente regada por ríos que se pierden en los arenales, es hoy casi un yermo. Contiene, sin embargo, algunos valles fértiles y bosques de pinos, álamos y robles verdean en las faldas de sus montes, en cuyas entrañas abundan el cobre, el plomo, el mármol y las piedras preciosas. Perales, olivares, cerezos y melocotoneros pueblan sus jardines. Sus caballos, dromedarios y camellos eran famosos; rebaños de búfalos y cabras pacían en sus llanuras, y el oso, el león y el leopardo llenaban sus selvas. Sólo dos razas, de origen ario, los medas y los persas, dominaban en el Irán. La Media, el país de las llanuras, ocupaba la región que se alarga desde la frontera de Asiria hasta la Ecbátana. Persia ocupaba la parte montañosa.

-Continúe, doctor. Le escucho extasiado.

-Los persas fundaron un imperio colosal, pero no inventaron nada nuevo, ni en ciencias, ni en arte, ni en industria. Hasta su advenimiento, el viejo mundo oriental había sido gobernado por semitas como los asirios o medio semitas como los egipcios. Con el persa, el genio ario aparece por vez primera en la historia. Rejuveneció la savia de las razas decrépitas y, agrandándose poco a poco, llegó a su auge con los griegos, herederos de la civilización asiática. Al hundirse la monarquía babilónica, al empuje de los persas dirigidos por Darío, la misión de los semitas parece terminada. Mil años más tarde, con los árabes, pudo creerse que los persas marchaban a la cabeza del progreso; pero su influjo en el desenvolvimiento humano fue casi nulo. El persa era asimilador, pero no original. Con el roce de los pueblos sojuzgados, su carácter se corrompió. Imitaron a los caldeos en el uso de las joyas, de la orfebrería y del adorno, y a las babilonios en el de los amuletos. Se pirraban por las sortijas, los collares, los brazaletes, los vidrios de colores, las copas de plata y los muebles incrustados de oro y marfil. Contra este lujo fastuoso tronaron vanamente los retóricos griegos. Eran admirables jinetes, no superados ni por los partos ni por los árabes, sus discípulos. La caballería persa caía sobre el enemigo como una tromba y desaparecía lo mismo. Su procedimiento consistía en provocar y fatigar al adversario. El soldado persa, montado al revés, con los pies hacia arriba y la cabeza hacia abajo, mientras el caballo corría, disparaba sus flechas. La infantería no era menos aguerrida. Su equipo se componía de una tiara de fieltro, de una túnica con mangas, de una coraza de hierro, de largos pantalones y de altas botas atadas con cordones. Sus armas eran un escudo de mimbre, un dardo arrojadizo, un arco, flechas y un puñal pendiente de la cintura. Cada legión, vestida a la usanza nacional, marchaba aisladamente. El incontable ejército de Jerjes debió de ofrecer la más brillante y multicolora perspectiva.

Los asirios ostentaban cascos con cimera y corazas de lino acolchado; los escitas, bonetes puntiagudos; los indios, túnicas blancas; los caspianos, sayones de pelo de cabra; los árabes, larga ropa talar remangada; los etíopes, pieles de leopardo; los tracios, tocas de zorra, y los pobladores de la Cólquida, cascos de madera. En medio de este deslumbrador desfile iba el monarca en su carro, tirado por dos caballos nisanos, según la descripción de Herodoto. Cuando se cansaba de ir en el carro, manos femeninas le trasladaban a una litera.

Del lujo de los persas nos hablan los griegos que encontraron en el campo de Mordonius, después del triunfo de Platea, tiendas tejidas de oro y plata, lechos dorados, cráteras, copas y vasos de oro.

Quitaron a los muertos los brazaletes, los collares y las cimitarras, que eran también de oro.

En general, el persa se mostraba clemente con el vencido, sobre todo si se recuerda la crueldad de los asirios. Sólo la rebelión era castigada sin piedad. Con todo, su historia está plagada de escenas de sangre. El epiléptico Cambises y Jerjes cometieron no pocas iniquidades. El persa se sometía sin protesta a la voluntad del soberano. Soportaba, sin quejarse, los mayores suplicios. Cambises, antes de casarse con su hermana, de quien se enamoró perdidamente, convocó a los jueces reales para consultarles si había alguna ley que permitiera el matrimonio entre hermanos. Los jueces -muertos de miedo- le contestaron que no existía ninguna ley aplicable al caso; pero que sí había una que autorizaba al «rey de los reyes» obrar como se le antojase.

Los hábitos sanguinarios y sensuales de Oriente están contados con riqueza de pormenores en los primeros capítulos del Libro de Ester. Fíjese en cómo se describe el boato de Artajerjes, el Asuero bíblico:

«Se habían tendido por todas partes toldos de color azul celeste y blanco y de jacinto. sostenidos de cordones de finísimo lino y de púrpura que pasaban por sortijas de marfil, y se ataban a unas columnas de mármol. Estaban también dispuestos canapés o tarimas de oro y plata, sobre el pavimento enlosado de piedra de color de esmeralda o de pórfido y de mármol de Paros, formando varias figuras, a lo mosaico, con admirable variedad. Bebían los convidados en vasos de oro y los manjares se servían en vajilla siempre diferente; presentábase asimismo el vino en abundancia y de exquisita calidad, como correspondía a la magnificencia del Rey».

-Pero ¡qué memoria tan admirable tiene usted! -exclamó Plutarco.

-Es lo único que me queda -contestó Baranda.

-¿Y cuál es la religión de los persas, doctor?

-El estudio de los Vedas (código religioso, en vigor todavía entre los Brahamanes) ha demostrado que la religión persa nació del naturalismo. Los magos persas (mago, en pehlvi, significa sacerdote) tomaron sus doctrinas a los gimnosofistas indios (Diógenes Laercio). El persa cree en un Dios bueno -Ormuzd- (equivalente al Indra védico) y en un Dios malo -Ahrimán-, eternos rivales. Formaban la corte celestial, como si dijéramos, de estos dioses, personificaciones de los fenómenos naturales y genios que representaban las fuerzas vivas del Cosmos, especie de hipóstasis de todo lo que tiene inteligencia y cuyo origen debe buscarse en la adoración de las almas. El mazdeismo simbolizaba la lucha entre el bien y el mal, la luz y las tinieblas, la vida y la muerte. Para conjurar al espíritu maligno inventaron plegarias, ritos y ceremonias, toda una ciencia de sortilegios y evocaciones. El gran profeta de esta religión fue Zarathustra, Zoroastro o Zerdusch. Mítico o real, pues nada se sabe de su vida, se considera como el legislador religioso de los persas. Se le atribuyen libros sagrados, de los que sólo se conservan fragmentos en el Avesta. Para los griegos y los romanos fue el fundador de la magia, dígase taumaturgo.

Según Estrabón, Gregorio Nazianceno, Amiano Marcelino y otros, el tipo clásico del mago y del encantador en Occidente fue el persa. Una planta que los arios empleaban en sus libaciones -aclepsia acida- se convirtió entre los persas en un símbolo, que, al decir del Avesta, daba la muerte, la vida, la salud y la belleza. Para ellos personificaba el genio de la victoria y de la salud, que se dejaba beber y comer de sus adoradores.

Con el nombre de Avesta se designa el conjunto de los textos mazdeístas o «libros sagrados de los antiguos persas», que se hallan hoy en Bombay, en poder de los Parsis, y en Persia, en poder de los Guebres.

El Avesta, libro litúrgico, tal como ha llegado hasta nosotros, representa los ritos del Gran Avesta primitivo, cuya destrucción parcial se atribuye a Alejandro. Según la tradición parsi, el Avesta se componía primitivamente de veintiún nasks o libros, de los cuales se poseían fragmentos en tiempo de los Sasanidas. De estos libros sólo se conserva uno completo: el Vendidad, de carácter civil y religioso, en que se tratan cuestiones cosmogónicas. Está redactado en forma de diálogos entre Ormuzd y Zoroastro. La antigüedad conoció el Avesta; pero la Edad Media y el Renacimiento le ignoraron. El Vendidad recuerda la Ley mosaica.

La limpieza fue siempre la principal preocupación de las religiones orientales. Casi todas las leyes judaicas obedecen a la higiene. Se proscribe el cerdo porque el cerdo es nauseabundo. En el Avesta el objeto impuro por excelencia es el cadáver porque engendra la corrupción y la peste.

El fin de la purificación es evitar el contagio que pasa del muerto al vivo. De donde viene la prohibición de arrojar los cadáveres al agua. El líquido -la ciencia moderna lo ha confirmado- es el conductor principal de la impureza. El gran purificador es el fuego.

Toda la religión del Avesta descansa en esta mezcla de misticismo y de previsiones higiénicas. El perro, a quien la mayoría de los pueblos orientales mira con desprecio, es muy estimado de los mazdeístas, lo cual puede que responda a que el perro es el amigo y el protector del hombre, el adversario siempre vigilante de sus enemigos y el guardián de sus rebaños.

El Vendidad consagra todo un capítulo a las leyes que tiran a protegerle. «Cincuenta palos al que maltrate a un perro de caza; setenta, a un perro vagabundo; doscientos, a un perro de pastor; de quinientos a ochocientos al que mate a un perro. Mil palos al que mate a un erizo...»

Sin proclamar como el budismo la piedad universal, el mazdeísmo proclamó los deberes del hombre para con el animal, particularmente para con el buey que le ayuda en su labor, le da su carne y le viste con su piel. Según Darmesteter (cuya traducción francesa de los libros del Irán le recomiendo), el advenimiento de la religión de Zoroastro representa el advenimiento de la justicia para los animales. «El alma del buey lloraba. ¿Por qué me has creado? Heme aquí víctima de los malvados que me maltratan. No tengo más protector que tú. Asegúrame un buen pasto...»

La nota predominante de esta religión, que no excluye los tormentos del infierno, es una dulzura penetrante. Zoroastro triunfa del mal por la santidad y la plegaria. Muchas páginas del Avesta exhalan un inefable perfume evangélico.

-¡Qué hermoso es el estudio! -exclamó Plutarco, perdida la mirada a lo lejos de la Avenida del Bosque, que tenía algo de fantástico.

-Gracias al estudio -prosiguió Baranda-, hemos podido penetrar en el alma de aquellas arcaicas civilizaciones. Champollion descifra los jeroglíficos egipcios: Botta y Layard hacen surgir de los desiertos de Asiria suntuosos palacios; Rawlinson y Oppert leen en los libros que dormían entre el polvo de las ruinas de Nínive... La arqueología, que ha pulverizado tantas leyendas, la bíblica inclusive, hace hablar a la esfinge que parecía eternamente muda; obliga a las pirámides a contar sus secretos seculares, y da vida y movimiento a los laberintos, los obeliscos y las necrópolis. Del suelo de la Mesopotamia brotan capitales enteras, dueñas un tiempo del Asia, que nos revelan, con los extraños caracteres de sus muros, su idiosincrasia mental... La historia, de simple relato novelesco, se ha transformado en ciencia. Hasta poco ha se creía que los griegos habían sido los iniciadores de toda cultura, que eran originales y que nada debían a las civilizaciones que les habían precedido. Mientras los helenos vivían en la barbarie, en las orillas del Nilo y en las llanuras de Caldea florecían magníficos imperios.

-Quisiera saber algo de la Persia moderna, doctor. Por ejemplo, cómo vive el Sha -preguntó Plutarco, cada vez más anheloso de instruirse-. ¡Es tan interesante todo eso!

-Precisamente he leído en estos días la relación de un viaje a Teheran de cierto diplomático francés.

El palacio real -dice- consta, como toda casa persa, de dos partes: una destinada a los hombres, y otra, al harén. Está rodeado de jardines de rosas, sombreados por cipreses, pinos, plátanos y sauces, arrullados por el rumor de fuentes de porcelana azul. Al este del jardín de las Rosas, el sol de los palacios levanta sus dos torres cuadradas con belvederes exornados de arabescos amarillos y azules. Desde estas torres, las odaliscas observan la entrada populosa de los bazares. Al pie de las torres se abre una galería cubierta de tapices de Gobelinos que representan El coronamiento del Fauno y El triunfo de Venus. En la parte norte está el museo, una sala sin fin, de riqueza incomparable. El suelo desaparece bajo las alfombras persas más caprichosas, magistrales modelos del arte antiguo. Allí se yergue el trono de los Pavos reales, deslumbrante de oro y esmaltes preciosos, cuajado de pájaros fantásticos y de quimeras que se eclipsan ante las fulguraciones del diamante-sol, evaluado en ciento cincuenta millones.

Luego viene el Cuarto de los Diamantes, tapizado de espejos y de cristales que cuelgan del techo en irisadas estalactitas.

Después, la Biblioteca, tesoro de viejos manuscritos con inestimables miniaturas. Después viene la Puerta de las Voluptuosidades que conduce al harén y que sólo pueden franquear el Sha y los eunucos.

Al salir de las habitaciones reales, se atraviesa una galería que da sobre un patio redondo. Allí está el Ministerio de relaciones extranjeras. Una serie de ventanas de madera y una reja le separan de un jardín sembrado de plátanos. En el centro del jardín corre una fuente. Un gran vano se abre en la fachada: es la Sala del Trono. Las columnas de alabastro sostienen el entablamento. En las paredes una serie de retratos de reyes arrojan una nota grave atenuada por la vecindad de múltiples espejitos de brillantes facetas. En el fondo una arcada sombría se ilumina de súbito: son los cambiantes de los vidrios floridos que se reflejan en el agua de un estanque.

En primer término está el Trono. Es de mármol blanco, transparente, con incrustaciones de oro. Está sostenido, en el centro, por columnas cortas, con leones sentados en la base. A los lados ostenta pequeñas estatuas de pajes vestidos a la persa. El respaldo, especie de encaje cincelado, se extiende entre dos columnitas, que conducen a una galería baja, recargada de inscripciones, que completa esta magnífica tribuna imperial.

En torno del estanque rectangular se mueven los dignatarios, con sus grandes turbantes de tela blanca, sus amplias y largas túnicas, en que enormes grapas incrustan sus raros botones, de los que penden cadenitas de perlas.

Un silencio repentino acalla el rumor de esta multitud inquieta y parlanchina; las cabezas se doblan, las actitudes se tornan humildes y suplicantes. El rey de los reyes acaba de entrar. Atraviesa lentamente los jardines, sube al trono donde se sienta a la usanza oriental, apoyado en cojines recamados de perlas. Su levita negra, cerrada con botones de diamantes, se esfuma ante el relampagueo de las piedras.

La cresta, insignia del Poder, se abre como un abanico de fuego sobre un rostro melancólico y dulce. Con gesto rítmico e inconsciente acaricia sus largos bigotes, mirando en torno suyo con mirada misteriosa que sale como de un sueño, mientras su poeta favorito canta las glorias de la tribu de los Kadjors. Cada vez que suena el nombre de Mouzaffer-ed-Din, la muchedumbre se prosterna. De los labios del Sha caen algunas palabras benévolas. Después se le presenta la taza de café y el Kalian de oro y por último empieza el desfile de tropas y funcionarios al trueno tempestuoso de las músicas militares...

-¿Verdad que el cuadro tiene vida y color? -agregó Baranda terminando su conferencia.

-¡Admirable, admirable! -exclamó Plutarco viendo con la imaginación, a la luz de aquella puesta del sol parisiense, el fausto y la opulencia de la corte oriental.




ArribaAbajo- XI -

Alicia recibió furiosa al médico.

-¿Te parece bien que me haya pasado el día, este día tan hermoso, encerrada?

-Porque has querido.

-No. Porque no has querido tú acompañarme. Me aburro de andar sola por esas calles como perro sin amo. ¡Con qué placer hubiera dado un paseo por el Bosque!

-¿Y por qué me niego a acompañarte? Porque el salir contigo es un eterno disputar. Apenas ponemos los pies en la calle, empiezan las recriminaciones y los insultos, y todo a gritos para que se enteren hasta las piedras. Comprenderás que pocas ganas han de quedarme luego para volver a salir contigo.

-¿Y acaso te calumnio? ¿No eres un hombre sin pudor? ¿Cómo llamas a eso de vivir públicamente con una mujer que no es la tuya legítima?

-Yo no vivo públicamente con mujer alguna. Esa mujer -te lo he dicho mil veces- es una amiga.

-¡Mientes!

-Una amiga que me ayuda en lo que tú no puedes ayudarme. ¿Puedes tú copiarme los artículos, tomarme notas?...

-¡Si no sé leer! ¿Por qué me lo repites? ¡Para humillarme!

-Bueno. ¡Déjame en paz!

-¡Qué he de dejarte en paz! ¿Por qué no me hablabas así en Ganga? ¡Hipócrita!

-¡No me nombres tu tierra! ¿Hipócrita yo? ¿En qué? ¿Qué diré de ti? Recuerda lo que fueron nuestros amores en Ganga. Puramente epidérmicos.

-¡Ah, si me hubiera entregado del todo, no te hubieras casado conmigo! Me hubieras plantado como has hecho con otras. Pero, claro, el deseo de poseerme...

-¡Valiente posesión! Cuando empleas preservativos, te estás quejando una hora de la matriz porque el agua fría te daña; y cuando no les empleas, me obligas a realizar el acto a medias. ¡Y quieres que me acueste contigo!

-¡No, no quiero tener hijos! ¡Soy más honrada que tú!

-Si tanto miedo tienes a los dolores del alumbramiento, ¿por qué no te casaste con el Espíritu Santo? Hubieras concebido por obra y gracia suya...

-¡No te burles!

-Pero eso me tiene sin cuidado. Después de todo, puede que tengas razón. ¿A qué engendrar más infelices? A mí lo que me importa es la paz.

-¿Cómo quieres que la haya después de tus continuas infidelidades? ¡Qué inmundicia es la vida conyugal! Por un matrimonio honrado y puro, ¡cuántos como los que describe Octavio Mirbeau en Le journal d'une femme de chambre!

-¿Cómo has podido leerle?

-¡Me le ha leído Nicasia, hombre! No me fastidies más. Después que me has corrompido...

-¡Corromper! ¡Corromper! Todos, hombres y mujeres, nacemos corrompidos. ¡Cuán otro hubiera sido contigo si me hubieses tratado con más ternura!

-¿Que no he sido tierna contigo? ¡Qué descaro! ¡A ver, mírame de frente!

-Suponiendo que fuesen ciertas todas esas traiciones sentimentales de que me acusas...

-Al fin, confiesas.

-¿No tengo otros méritos a tu consideración? Pero a la mujer ¿qué la importan los méritos intelectuales del hombre? Ya puede ser un canalla, un inepto, que con tal de que la ame y la sea fiel, todo se lo perdona. Y ya puede ser un genio, que si no se pliega a sus caprichos y no la rinde parias, no la merecerá el más mínimo respeto.

-Tú ¿inspirarme respeto? ¿Porque tienes los ojos melancólicos y sabes unas cuantas paparruchas?...

-Ya que no por lo que valgo mentalmente -eso eres incapaz de apreciarlo- por haberte al menos sacado de la oscuridad en que vivías. ¿Quién eras tú? Una miserable inclusera...

-En Ganga no hay inclusa. ¡Mientes!

-Una india...

-¿Y tú? ¡Quién sabe de qué huevo saliste!

-¡Alicia!

-Tú puedes ofenderme; pero yo no.

Toda conversación era inútil. El médico no la amaba y ella sentía por él la sorda inquina que sucede a los amores contrariados y la envidia tácita que inspira a todo ser inferior-sea mujer u hombre- la superioridad desdeñosa.

Tratar de convencerla era machacar en hierro frío. Nadie podía alejarla de su delirio lúcido. Aquel hombre, a quien ella juzgó honrado -para la hembra la honradez masculina se reduce a la monogamia-, aparecía a sus ojos despechados como un libertino despreciable. No abrigaba otro designio que vengarse infernándole la vida. Su salud, cada vez más quebrantada, sus pérdidas de dinero, sus cavilaciones, sus disgustos, maldito lo que le preocupaban. Él, con toda su instrucción y su talento, no había parado mientes en que la mujer todo lo soporta, golpes e injurias inclusive, menos la indiferencia amorosa. Una mujer, desdeñada corporalmente por el hombre a quien ama, es capaz del crimen. Ser imaginativo y sentimental, no puede menos de representarse por modo plástico el desdén como la prueba más palmaria de una traición. Y entonces ve, al través del vidrio de aumento de los celos, al hombre, a un tiempo querido y odiado, prodigar a una rival las lúbricas caricias que ella se figuraba haber monopolizado de por vida.




ArribaAbajo- XII -

Alicia se levantó aquella mañana más irritable que de costumbre. Empezó a trasladar los muebles, como solía, de un lugar a otro, dando gritos a la femme de chambre. Dormía poco y comía menos. Después de almorzar se echaba en el canapé, entre cojines, y allí permanecía adormilada una o dos horas.

-¡Es usted más cerrada que una mula! -decía a la sirvienta, que no sabía dónde meterse-. ¿A quién se le ocurre poner el biombo en el pasillo? A ver, déme usted acá ese gueridon. ¡Y lárguese! No sirve usted más que de estorbo. ¡Bestia! -Y con una actividad de ardilla se ponía a revolverlo todo, tan pronto subiéndose en una silla como tendiéndose en el suelo para ver si había polvo bajo los muebles.

No eran las seis de la mañana. Una luz borrosa que entraba por los cristales del balcón dejaba ver la silueta de la femme de ménage que barría la sala.

-¡Pase usted la escoba por aquí! -la gritaba Alicia-. ¡Por allí! Vea usted cómo está eso de polvo.

No pudiendo dominar su impaciencia, tomaba ella misma la escoba.

-Pero, señora...

-¡Qué señora, ni qué señora! ¡Lárguese usted también! ¡No he visto gente más inepta!

Luego, pasando al pasillo donde estaba un gran armario de ropa, se ponía a contar los manteles, las servilletas, las toallas...

-¡Aquí faltan dos fundas de almohada! ¡Y tres sábanas!

A los gritos despertaba el médico.

-Ya empezó Cristo a padecer -gemía-. A ver, que me preparen el baño. Tengo que salir en seguida.

-¡Aguarda, si quieres! Lo primero es arreglar la casa, que está hecha una inmundicia.

-¡Cuándo acabarás! No hay día en que no se te ocurra algún nuevo cambió. Deja los muebles. Los vas a gastar con tanto llevarles de un lado para otro.

-¡No me da la gana! ¿Me meto yo con tus enfermos? No te faltaba más que eso: que te metieras en las interioridades de la casa.

A cada olvido o equivocación de las criadas, respondían nuevos gritos, lamentaciones y lágrimas.

-¡Estas burras van a acabar conmigo!

-¡Y tú vas a acabar con todos! -exclamaba el doctor desesperado.

Daban las once y Alicia, desgreñada y polvorienta, continuaba trajinando locuaz y febricitante.

El médico por no oírla se largaba a la calle.

-¡Es lo mejor que puedes hacer! -aullaba Alicia tirándole la puerta.

Cambiaba de sirvienta todos los meses. ¿Quién podía soportar aquel delirio locomotor acompañado de apóstrofes?




ArribaAbajo- XIII -

El Círculo Voltaire estaba en la rue Laffite. Desde lejos se le distinguía por los dos grandes faroles que esclarecían la entrada. A la izquierda de la puerta principal había una sala de recibo que se poblaba, al caer la tarde, de cocotas que iban en busca de sus amantes o de jugadores gananciosos.

Traspuesto el vestíbulo y empujando una mampara de cristales, se llegaba a un salón oriental tapizado de rojo y rodeado de columnas. En el centro se erguía, sobre empinado pedestal, una estatua de bronce con un candelabro de cinco bujías, ceñida en la base por un diván circular de cuero junto a cada columna había un jarrón con plantas tropicales. A la izquierda se abría una sala con una mesa de cuatro asientos, provista de carpetas y avíos de escribir, y no lejos, en una mesa arrimada a la pared, se amontonaban los periódicos del día. Sobre aquella mesa sólo se escribían angustiosas epístolas en demanda de dinero. No había que preguntar: cada carta era un sablazo.

A la derecha, en sendas mesitas, se jugaba al ecarté, al ajedrez y a los dados. En el fondo, separada del salón por otra puerta de cristales, estaba la sala del baccarat, muy lujosa, con grandes medallones en las paredes, que representaban simbólicas mujeres desnudas. Del techo colgaban dos enormes lámparas de bronce erizadas de innúmeros globos eléctricos.

A un lado y otro se extendían largos divanes de cuero castaño en que se echaban a dormir algunos jugadores recalcitrantes, perdido el último céntimo. Pasada la puerta, a mano izquierda, estaba el cajero, un judío obeso, de ojos saltones y adormilados, que apenas podía moverse. Tenía al alcance de la mano una caja cuyas gavetas abiertas, como el teclado de un armonium, contenían ordenadamente fichas de cinco y veinte francos y embutidos de oro y plata. En una ancha cartera negra depositaba los billetes de quinientos y mil francos que recibía a cambio de placas.

En torno de la mesa del baccarat, empujándose sobre los que jugaban sentados, se revolvía febril una muchedumbre cosmopolita: generales sur-americanos, viejos con la Legión de Honor y otras condecoraciones, banqueros, cómicos, literatos, corredores de bolsa, duques entretenus y vagos que vivían del sable. El tipo judaico predominaba.

-Un louis tombe! -voceaba uno.

-Quart au billet -decía otro.

-Cent louis à cheval -decía una voz catarrosa.

Y el croupier repetía las posturas. Luego agregaba gangosamente:

-Lés jéux sont faits? Faités vos jéux, messieurs, faites vos jeux! Les jeux sont faits? Rien ne va plus!

Y con la raqueta, semejante a un lenguado de ébano, pasaba de las manos del banquero a las del punto los naipes.

-¿Carta? -decía el banquero.

-Carta -contestaba uno de los paños.

-No -respondía el otro.

-Siete -replicaba el banquero tirando las cartas sobre el tapete y queriendo disimular el regocijo que chispeaba en sus ojos.

-Bon partout -agregaba el croupier barriendo con la hoz las pilas de fichas rojas, blancas y verdes de los puntos, que ponía luego en orden, no sin escamotear de cuando en cuando alguna que se deslizaba por la bocamanga de su fraque.

Un criado de librea pasaba de tarde en tarde un cepillo por el tapete para limpiarle de la ceniza de los cigarros.

El banquero, en cuya cara fangosa había algo de una quimera meditabunda de Notre-Dame, estaba de buenas.

Ganaba más de cien mil francos.

Algunos jugadores, levantándose de pronto, tomaban la puerta. Otros se quedaban allí rondando a los que ganaban para darles un sablazo, o jugando mentalmente. En muchos semblantes, pálidos y ojerosos, se reflejaba una ansiedad taciturna. En otros, una indiferencia de camellos. Nadie hablaba. Todos estaban pendientes de las cartas que, en su vertiginoso y monótono vaivén, se llevaban capitales enteros, sin un grito, sin una protesta, sin una convulsión...

La noche volaba en medio de este torbellino calenturiento, de este obstinado retar a la fortuna, ciega y caprichosa, tan goyescamente simbolizada por Jean Veber en una mujer desnuda y cínica, con un ojo vendado, como caballo de picador, sujeta de una cuerda por un mendigo astroso que lleva una rueda en un brazo. Y esta mujer, en cueros y borracha, con un plumero rojo en la cabeza y un palo atravesado sobre los hombros, baila al son de una murga de míseros idiotas...

-La banque est brulée! -gritó el croupier.

Todos los jugadores se levantaron.

-Combien la banque, messieurs?

-Cinquante louis -dijo uno.

-Cent -dijo otro.

-Trois cents!

-Cinq-cents!

-Six cents!

-Mille!

-Mille louis -pregonó el croupier-. Personne dessus, messieurs?

Y como nadie respondiese, añadió:

-Adjugée á mille louis.

Mientras el banquero cambiaba billetes por fichas y el croupier barajaba, como un prestidigitador, los naipes, un viejo gordo iba leyendo en voz alta el nombre de los jugadores inscritos en una pizarra. Entre esos nombres figuraba el de Petronio que acababa de llegar con Marco Aurelio, El alcohol y el libertinaje le habían aviejado. Sus ojeras eran más violáceas y su arco zigomático más hondo. Velaba sus pupilas una sombra siniestra y su labio inferior caído temblaba. A menudo se llevaba una mano a la pantorrilla porque imaginaba que un bicho repugnante le subía por ella.

Según contaba Marco Aurelio, muchas noches se figuró ver perros, gatos y ratones. Su inapetencia era tal que, con todo de ser las dos de la mañana, aún no había comido.

De su lío con la vieja austriaca sólo le quedaban quinientos francos. Estaba entrampado hasta los ojos y ya no podía pasar por los bulevares porque en todos ellos debía algo. Calándose el monóculo y mostrando a Marco Aurelio cinco fichas verdes, le dijo:

-¡Mis últimos cartuchos!

-Faites vos jeux, messieurs -gritó el croupier-. Faites vos feux! -y empezaron a llover sobre la mesa placas de todos colores y billetes de banco. El tapete semejaba una ensalada de remolachas, patatas y pepinos.

Petronio pidió un cognac. Luego encendió un cigarrillo.

-Nueve -dijo el banquero.

-Bon -respondió uno de los puntos arrojando las cartas con violencia al centro de la mesa.

-Exquis! -añadió el otro punto.

Petronio se quedó mirando fijamente, con una mirada de odio profundo, al banquero que sonreía con aquella boca que le cogía de oreja a oreja, mientras el croupier recogía las posturas.

-J'ai la guigne aujourd'hui -dijo uno de los jugadores.

-Faites vos jeux, messieurs! Faites vos jeux! Les jeux son faits? Rien ne va plus! Rien tombe! -gritó el croupier.

-Ocho -dijo el banquero, cada vez más sonriente.

-Bon partout -respondió el croupier segando de nuevo aquel campo de fichas.

-¡Mal rayo te parta! -gruñó Petronio.

-Cet homme là est extraordinaire. Quelle veine! -exclamó uno de los puntos.

-Jamais j'ai vu une chose pareille! Il a passé... Combien des fois il a passé? -preguntó otro.

-Ce soir-ci? -dijo una voz-. Sais pas. Mille fois je pense.

-Faites vos jeux, messieurs! Faites vos jeux!

Los jugadores, lejos de retraerse y esperar a que pasase la racha, triplicaban las posturas, como hipnotizados por el banquero y atraídos por las fichas, los luises y los billetes que se acumulaban, creciendo, delante del croupier. Era curioso observar la timidez con que jugaban cuando ganaban y el atrevimiento con que apostaban cuando perdían. ¿Era el placer áspero que despierta exponerse a un peligro?

-¿Cuánto hay en banca? -preguntó Petronio con voz aguardentosa.

-Sesenta mil francos -respondió el croupier.

-Quinientos luises -añadió Petronio, no sin sorpresa de los circunstantes.

-A qui la main? -preguntó uno.

-A moi -respondió Petronio con desdén.

-Carta -dijo el banquero.

-Carta -pidió uno de los puntos.

-Carta -añadió Petronio, temblándole las manos.

-Cuatro -respondió el banquero.

-Dos -dijo uno de los puntos.

-Baccarat -dijo Petronio, casi tan bajo que apenas se le oyó.

Al ver que no daba señales de vida, el banquero y el croupier le interrogaron simultáneamente con los ojos.

-Monsieur?... -osó decir el croupier.

Los jugadores se miraban los unos a los otros estupefactos.

-No tengo dinero -respondió Petronio tras una larga pausa.

Un rumor de colmena corrió entre la muchedumbre atónita.

-Pues cuando no se tiene dinero -dijo el banquero, en voz alta- no se juega.

-Pero ¡se mata! -rugió Petronio descerrajándole un tiro a boca de jarro y emprendiendo la fuga. La multitud le rodeó tratando de desarmarle. A la detonación acudió la policía. No faltó quien, aprovechándose de la confusión, robase del tapete algunos luises. Petronio, viéndose perdido, volvió el arma contra sí perforándose el cráneo.




ArribaAbajo- XIV -

Cuanto ganó don Olimpio en Ganga, vendiendo comestibles averiados, iba pasando a manos de la Presidenta...

Doña Tecla nada veía. Su anemia cerebral iba en aumento. Se figuraba que el único lazo que les unía era la animosidad que sentían por el médico. ¿Por qué le aborrecían? Porque el doctor no se recataba para decir a quien quisiera oírle que la Presidenta era una tía y don Olimpio, un zoquete. Además, don Olimpio no olvidaba ni el desdén con que contestó a su brindis la noche del banquete en Ganga ni el haber seducido en su propia casa a Alicia.

Todo, no obstante, se lo hubiera perdonado si Baranda hubiera sido una medianía. ¿Quién era don Olimpio? Un pobre diablo salido del fondo de una aldea que no figuraba en el mapa, como quien dice. Si no hubiera visto nunca al médico de cerca, de juro que hubiera formado en el número de sus admiradores. Pero el hecho de rozarse con él, de frecuentar su casa, de saber, por la misma Alicia, ciertas intimidades que le pintaban como hombre apocado e irresoluto, suponía que le autorizaban a tratarle de tú por tú. Esta pretensión igualitaria no pasaba de mera pretensión, porque en presencia del doctor no se atrevía a desplegar los labios. Habituado, por otra parte, al despotismo de aquellos países, que a la larga envilece y familiariza el espíritu con los medios violentos, no se postraba, en rigor, sino ante el palo y la amenaza.

Un hombre tolerante, que no andaba a cintarazos, le parecía tonto de capirote, por intelectual que fuese. El desdén silencioso del médico le mortificaba, le hería en el amor propio. Se desquitaba a su modo, propalando malignamente que Baranda era un cirujano de pacotilla.

-En Ganga -decía para probarlo- operó cierta vez a una señora y luego de cosida tuvieron que abrirla de nuevo. ¡Porque se dejó olvidado un bisturí en el vientre de la víctima!

El hecho era cierto: sólo que el cirujano a quien aludía no fue Baranda.

Nadie daba crédito a estas paparruchas; pero la calumnia corría. La venganza que urdía la Presidenta y él era obligarle a abandonar a Rosa. Con insinuaciones primero y sin ambages después, influían en el ánimo de Alicia para que no le dejase a sol ni a sombra.

-Tú no debes permitir eso, hija mía. Figúrate que se le antoje testar en su favor. Nada, que te quedas en la calle. Ustedes no tienen hijos...

-Eso -agregaba don Olimpio-. No tienen hijos. De modo que no tienes derecho sino a la cuarta marital. Poca cosa.

Alicia se quedaba meditabunda. Luego exclamaba:

-Quien tiene la culpa de todo es ese correveidile de Plutarco. ¡Le odio! ¡Le odio! ¿No sabes, hija, que quiso violarme en el buque cuando me trajo a París? Y en cuanto a la Rosa... ¡A esa la arranco yo los ojos! ¡Ah, estas francesas, estas francesas!

La Presidenta, más astuta que don Olimpio, pudo apreciar el efecto de su malévola sugestión.

* * *

La escena entre el doctor y Alicia, a raíz de esta conversación, empezó siendo dramática y acabó en idilio.

-Como me sigas embromando -gritaba el médico- te planto en medio del arroyo. Como suena. ¿Dónde está la ley que me obligue a seguir viviendo contigo? A ver ¿dónde?

Alicia, temerosa de que el doctor pusiese en planta lo que decía y sorprendida por aquella energía inesperada, rompió a llorar.

-¡Me dices eso porque no me quieres! ¡Porque nunca me quisiste! ¡Porque soy pobre y no tengo a nadie en el mundo!

Después de un silencio entrecortado de sollozos continuaba:

-Me parece que lo que te pido nada tiene de absurdo. ¡Porque te amo, sí, porque te amo! -y se le echaba encima a besarle-. ¡Porque estoy celosa!

Baranda, a su pesar, enternecido, la calmaba:

-Vamos, no llores.

-Estoy enferma, me lo has dicho muchas veces haciéndome trabar frascos y frascos de bromuro y de cuanta droga hay en la botica. ¿Qué culpa tengo de estar enferma?

Luego añadía jeremiqueando:

-Bueno. Si no quieres dejarla, no la dejes. Yo no puedo ni quiero obligarte. ¡Cuánto me has hecho padecer! ¡Cuánto he llorado por ti! ¡Y dices que me vas a plantar en el arroyo! ¡Qué desgraciada soy! ¡Qué desgraciada!

De sobra sabía el efecto que semejantes reproches, velados por una ternura, tal vez ficticia, tal vez sincera, pero transitoria y superficial, producían en el alma, naturalmente sensible, de su marido. Era artera y perspicaz, como todas las histéricas, y sólo el miedo al castigo ponía dique a sus arrebatos.

-Te prometo -continuó-, te prometo enmendarme. Pero ¡no seas tan duro! ¡Y no me dejes tan sola!

Y la escena acabó en una cópula sobre el diván, en una cópula de gallo, rápida y desabrida.

Alicia pudo entonces convencerse de que todo había concluido, de que ya no le inspiraba el amor más mínimo, la más ligera ilusión. Lloró en silencio, con lágrimas ardientes, y pensó en su madre cuyo recuerdo no podía consolarla porque nunca la había visto. Luego la entró una curiosidad irresistible de saber quién fue y cómo era físicamente y si había tenido más hijos. De súbito la asaltó una sospecha. ¿Sería su padre don Olimpio, aquel viejo repugnante y lujurioso? ¡Ah, no! No se hubiera atrevido a querer seducirme. ¿Era el primer caso, después de todo, de que un padre -y un padre natural- tratase de corromper a su propia hija? El hombre es capaz de todo. Impúber, se masturba o se pervierte en el dormitorio de los colegios con los condiscípulos, sin menoscabo de violar gallinas, gatas y perras... De hombre, no respeta edad, ni categoría social, ni parentesco, ni lazos de amistad como haya una falda por medio.

-¡Ah, qué nauseabundo es el hombre! ¡Qué nauseabundo! -exclamaba haciendo una mueca de asco.




ArribaAbajo- XV -

La muerte de Petronio produjo al principio cierta dolorosa sorpresa en la colonia sur-americana. Cada cual la comentó a su modo.

-No me coge de improviso -exclamó Baranda.

-Era un alcohólico. Y los borrachos acaban por lo común suicidándose.

-¡Pobrecito! -gimió doña Tecla-. No puedo olvidar que era paisano mío.

Marco Aurelio apenas pudo dar cuenta de lo sucedido. ¡Fue tan rápido! Además, él no estaba presente. Escribía en aquel momento una carta a don Olimpio pidiéndole cien francos.

A Plutarco tampoco le sorprendió.

-¿No dije que iba a acabar de mala manera? No se puede vivir impunemente como él vivía.

-Me parece estarle viendo -decía Marco Aurelio- con aquel andar lánguido y tortuoso de quien no está habituado a pisar en calles iguales y rectas, sorteando centenares de transeúntes encontradizos. Hablaba siempre a gritos, moviendo los brazos como quien nada en seco.

-Me acuerdo -añadía por lo bajo don Olimpio, dirigiéndose a los hombres- de que recién llegado a París, andaba como loco. -«¿Quién es ésa?» -me preguntaba a cada paso. -«Una cocota». -«¿Una cocota?» -«Sí, una cocota de un luis». -«¿De un luis? ¡Si parece una gran señora!» -«¡Ay, amigo, le replicaba yo. ¿Qué pensará usted cuando vea a las grandes en el Casino de París o en el Bois?» Luego me preguntaba cómo había que hacer para conseguirlas. -«Mírelas, sígalas -le contestaba yo-. Ellas le abordarán. ¡Cosa más fácil!» (Y don Olimpio aprovechaba la coyuntura para echarla de corrido y conocedor del cocotismo elegante). -El pobre, continuaba, salía siempre pitando porque le sacaban el quilo. -«¡Qué mujeres más metalizadas!, decía. Aquí hay que andar con cuatro ojos!» -¡Pobre, pobre!

-Si hubiera seguido los consejos del doctor -repuso Plutarco- el día en que vino a pedirle doce luises... El doctor estaba dispuesto a pagarle el viaje de regreso a Ganga, a pesar de las necedades que escribió contra él, cuando unos cuantos canallas se conchavaron para apedrearle.

Don Olimpio empezó a pestañear y a tragar saliva.

-Pero no había modo de arrancarle de París.

La Presidenta, que solía reírle los chistes, tuvo para él unas cuantas palabras de simpatía. Observándole una vez, pensó que debía de ser maestro en el arte de hacer gozar a las mujeres. Semejante presunción tomaba cuerpo cuando le veía andar cayéndose sobre las caderas como buey que baja una cuesta; pero nunca pudo atraparle, porque Petronio, sobre visitarla de higos a brevas, andaba aturdido entre el alcohol, la timba y los cafés-conciertos.

Alicia y la Presidenta estaban ansiosas de saber el efecto qué había producido en Rosa un anónimo que la mandaron.

Se habían confabulado para hacerla romper con Baranda. En ese anónimo la decían que el doctor estaba mal de dinero (y no mentían), que ya no sentía por ella ni amor ni cariño y que estuviese alerta porque de un momento a otro, podía plantarla.

Baranda comprendió en seguida, tan pronto como Rosa le enseñó la carta, que todo aquello era obra de Alicia en complicidad con la Presidenta. En el ánimo de Rosa quedó, sin embargo, cierta desconfianza. Lloró abrazada al médico recordándole lo mucho que le quería y pronosticándole que se arrojaría al Sena si la abandonaba. El médico se mostraba más apasionado de ella cada día. La blancura deslumbrante de su piel y el azul mimoso de sus pupilas irradiaban sobre él una especie de sugestión lasciva inexplicable. Rosa había adquirido una melancólica belleza otoñal; su ingenio se había aguzado con los años, la lectura y el continuo roce intelectual con el médico, y su sensibilidad de francesa se impregnó de la caliente morbidez tropical de su querido. Éste salía aturdido de sus brazos, con el oído lleno de arrullos, la boca de besos anchos, húmedos y sonoros y el cuerpo tembloroso de eléctricas caricias...

¿Por qué no se resolvía a vivir de una vez con ella lejos, donde Alicia no pudiera sorprenderles? ¿Por qué se resignaba a seguir viviendo con aquella histérica, con aquella víbora, como él decía?

-¡Lógica, lógica! -exclamaba-. ¿Es que la lógica existe fuera de nuestra razón? ¡Quién penetra en lo subconsciente, quién explica el automatismo de nuestra vida interior!




ArribaAbajo- XVI -

Alicia continuaba gastando en su persona; pero al médico le contaba hasta las camisas que se ponía.

-Hay que economizar -decía.

Compraba lo peor del mercado, en términos de que el doctor se quedaba a menudo sin comer. Sustituyó la luz eléctrica con lámparas de petróleo. La sospecha de que la pudiese dejar en la calle, según la insinuación de la Presidenta, despertó en su alma de lugareña una avaricia sorda. Del dinero que el médico la daba mensualmente para los gastos domésticos, se guardaba la mitad.

Cuando el doctor se quejaba de su tacañería en unas cosas, en las necesarias, y de su despilfarro en otras, en las superfluas, exclamaba colérica:

-¿Te pido yo acaso cuenta del dinero que te gastas con la otra? Yo, a lo menos, soy tu mujer legítima y tengo derecho a lo tuyo, al paso que la otra es una advenediza, una intrusa que no tiene derecho a nada.

Alicia, auxiliada por la marquesa de Kastof, la vieja polaca, había dado con una costurera que, mediante una determinada retribución, se prestaba a todo género de enjuagues. Presentaba cuentas ilusorias de ilusorios trajes que Alicia simulaba pagar guardándose los cuartos.

Baranda, para pagar una de esas facturas, tuvo que recurrir cierta vez a un prestamista.

-Te advierto -la dijo- que de hoy más se acabaron las cuentas. Así lo he comunicado a todos los fournisseurs. Conque ya lo sabes.

Alicia gritó, pateó, lloró, como siempre que se la contrariaba; pero el doctor se mantuvo firme. Tenía que guardar los honorarios de los enfermos bajo llave porque al menor descuido pasaban al bolsillo de Alicia. Iba poco a poco formando una a modo de alcancía con las rapiñas caseras. Las alhajas y los vestidos podía venderles mañana en caso de apuro.

Su aversión por Baranda crecía silenciosamente. Una vez que estuvo en cama, apenas si entró en su cuarto. «¡Ojalá reviente!», exclamaba para sí. No tenía para él un solo gesto agradable. Cuando no se pasaba semanas enteras sin hablarle, le dirigía las mayores ofensas.

-El bello -le llamaba con ironía-, el irresistible.

-Eso sería antes -agregaba-, porque lo que es hoy ¡estás más envejecido y más feo! Claro. ¿Crees que se puede ser Tenorio impunemente?

-Porque non dare -respondía Baranda para enfurecerla.

-¿Cuándo me acerco yo a ti? ¡Si me das asco, hombre! ¡Vanidoso! Por fortuna que yo no necesito de machos para vivir. No soy sensual. Además, desprecio a los hombres. Si quisiera, tendría los amantes a porrillo. ¡Figúrate, en París! ¿Qué mujer, hasta las viejas, no le tiene?

-Si tanto me odias y tan antipático te es el hombre, ¿por qué no te separas? -contestaba el médico.

-¡Eso es lo que tú quisieras! ¡Que te dejara a tus anchas con la otra! Pero no lo conseguirás. ¡Qué mal me conoces!

-¿Y si un día tomo la puerta?

-¡Atrévete! Te seguiré hasta el fin del mundo. No por amor, no te hagas ilusiones, sino por fastidiarte. ¡No sabes todavía con quién has dado!

Alicia andaba dentro de casa, salvo los días de recibo en que se elegantizaba, con el pelo suelto, la cara untada de vaselina que la daba cierto repulsivo aspecto culinario, y una bata roja desteñida y sucia. No era así como podía despertar estímulos amorosos en el médico. Rosa, por el contrario, cuidaba mucho de su persona, mostrándose siempre atildada, limpia y aromosa.




ArribaAbajo- XVII -

Las casas y los hotelitos del Bosque se escondían discretamente entre los follajes, a medias de un esmeralda pálido, a medias de un cobre rojizo. Una bruma ligera suavizaba los contornos de las cosas y el claror rubicundo que fluía del cielo, de un cielo nostálgico, penetraba en la verdura como reflejos sutiles. Del césped húmedo, de los árboles leonados se desprendía un ambiente de tristeza indefinible.

Los tonos calientes y viriles que el estío había fundido en una opulenta uniformidad, propendían a disgregarse, diferenciándose en una descoloración que era como la agonía de las hojas.

-El invierno y el estío -observó Baranda- son estaciones estancadizas: la savia dormita en los troncos y en los ramajes secos llenos de escarcha; la exuberancia vital se entumece en el espesor de las frondas paralíticas cuando los soles de Julio y Agosto calcinan hasta el aire. Pero la primavera y el otoño son estaciones ardientes y movedizas, en que el jugo de la naturaleza pasa del apogeo a la indigencia y de la indigencia al apogeo. Abril y Mayo son un himno de amor y de vida; Octubre y Noviembre son una elegía.

En anchas victorias, de pesados caballos negros y aurigas sexagenarios, tomaban el aire, envueltos hasta el vientre en gruesas mantas, viejos valetudinarios, de mirada errabunda y boca entreabierta. El París elegante y rico, el Paris de las demi-mondaines, de las actrices célebres, de los banqueros, de la nobleza hereditaria, de los hombres de letras, de los extranjeros acaudalados y de los granujas de levita, se mostraba alegre y orgulloso en aquella vanity fair.

Baranda y Plutarco se sentaron en un banco, a la sombra ficticia de un fresno.

-Me siento fatigado -suspiró el médico, llevándose una mano a los riñones y contrayendo los músculos faciales.

-Este aire matinal le hará bien -contestó Plutarco.

-Si pudiese irme al Mediodía, a un lugar seco y templado... Los inviernos me matan. Pero ¿cómo dejo la clientela? Los enfermos son caprichosos, las mujeres sobre todo, y poco les importa la ciencia del médico, si no simpatizan personalmente con él.

Había enflaquecido mucho; sus ojos parecían más grandes y profundos y su voz revelaba una penosa laxitud psíquica.

Después añadió sonriendo con amargura:

-Ayer recibí un anónimo...

-De Alicia sin duda -le interrumpió Plutarco.

-Dictado por Alicia y escrito por la Presidenta. En él se me dice que Rosa tiene un amant de coeur con el que se gasta el dinero que la doy.

-¿Cabe mayor calumnia? -agregó irritado.

-Una mujer celosa, doctor, es capaz de todo.

-Más que celosa, despechada. Yo no creo que Alicia tenga celos. Los celos nacen del amor y usted sabe que Alicia me detesta.

Después de un silencio, producto de su fatiga mental, continuó:

-El otoño cuadra más con mi temperamento que la primavera. Fíjese usted en la languidez con que ruedan las hojas por la atmósfera pálida, en la melancólica magnificencia de esos tapices salpicados de virutas de oro y herrumbre, en la lejanía brumosa, como la de los lienzos de Corot, y en estas avenidas elegíacamente risueñas... ¿No parecen hablarnos, a su modo, de lo efímero de las cosas, de la irremediable decadencia de cuanto existe?

Por el centro del gran paseo rodaban con profusión toda clase de vehículos, desde el sólido landó hasta la frágil charrette tirada por diminutos ponyes. Por una de las allées laterales pasaban en trotones caballos de largo cuello y mutilada cola, estirados jinetes, paisanos y militares, de alborotados bigotes rubios, que parecían salir de un cuadro de Détaille.

-He pensado seriamente en el divorcio: pero el divorcio en Francia no es cosa hacedera. Requiere tiempo y ciertas formalidades engorrosas. Por otra parte, no basta que uno de los cónyuges o los dos le pidan. La ley francesa se pasa de absurda. Los únicos motivos valederos a sus ojos son el adulterio flagrante o la condenación a una pena aflictiva o infamante de uno de los contrayentes. Lo que se refiere a las injurias, a las mil vilezas que amargan la vida en común, queda al arbitrio del juez. La autoridad eclesiástica ¡quién lo diría! es más liberal en este punto que el Código. Aparte de esto, ¿usted cree que una mujer como Alicia no me acusaría de todo lo imaginable? Y yo saldría perdiendo. Los pocos enfermos que me quedan, acabarían por abandonarme. No veo solución.

El ladrar de los perros que pasaban retozando junto a ellos, suspendió sus reflexiones. Les había de todas las razas: ingleses, de enorme cabeza, chatos y de expresión criminal; alemanes, largos, rechonchos y sin patas, como si hubieran crecido bajo una cómoda; japoneses, de fino pelo, grandes orejas caídas y nariz roma; daneses, con la piel manchada de negro y blanco; terranovas, majestuosos, nobles e inteligentes; galgos temblorosos y tímidos; lanudos, artísticamente esquilados, con sus collares de plata, nerviosos, audaces, de mirada imperiosa y atención intensa. Eran los más revoltosos. Pasaban de una acera a otra culebreando entre los coches, persiguiéndose con fingido enojo, ladrándose, revolcándose sobre la yerba. De pronto se sentaban y quedaban mirándose fijos, inmóviles, como si fueran de porcelana.

-Hasta en los perros hay clases -observó Plutarco-. ¡Qué diferencia de estos perros aristócratas a los plebeyos de Lavillette, por ejemplo! Estos venden alegría, juventud y fuerza. Aquéllos respiran tristeza, decrepitud y hambre. Sin duda que el perro imita a su amo hasta en el modo de andar. Fíjese usted, doctor, en el perro de esa vieja: va cojeando, soñoliento y de mal humor. En cambio, aquel que sigue a ese mozo robusto, de andar firme y rápido, corre y salta con vigor juvenil comunicativo.

Baranda, reanudando su pensamiento, continuó:

-Créame usted, querido amigo: soy digno de compasión. La mayor desgracia que puede aquejar a un hombre es caer en las garras de una mujer así. Le perseguirá mientras viva con la tenacidad de la idea fija rayana en locura. Nada, ni la misma muerte, podrá aplacarla. Tales mujeres obran impelidas por una fuerza irresistible, por un fanatismo calenturiento que las lleva al crimen o al heroísmo. Son verdaderas maníacas contra las cuales no hay defensa posible. No perdonan, no excusan. Carecen, como todas las mujeres, del sentimiento de la justicia. Y esto nace de su debilidad. El hombre mata de un golpe; la mujer se ensaña y goza viendo padecer a su víctima. Si yo le contase a usted las pequeñeces de Alicia, creería tal vez que exageraba. Hace cuanto puede por infernarme la vida. A ratos me entra un deseo incontrastable de huir, de huir muy lejos. Pero me falta la decisión. Voy derecho a la abulia. Cada día me siento más idiota de la voluntad...

Plutarco experimentaba un dolor sincero al oír las quejas de su protector.

-Su paciencia me asombra -le decía-. Yo que usted, la mataba.

-Tengo frío -repuso Baranda poniéndose en pie.

Echaron a andar hacia la Porte Dauphine. En un banco, casi frente al Pavillon Chinois, estaban Nicasia y Alicia conversando. El doctor y Plutarco, fingiendo no verlas, pasaron a la otra acera, en dirección a la Avenida de las Acacias. Ya quedaba poca gente. Alicia y Nicasia habían entrado por la Avenida Henri-Martin. Se habían detenido ante los lagos entreteniéndose en echar migas de pan a los patos y los cisnes que se arremolinaban voraces junto a la orilla. ¿De qué hablaron luego? Del divorcio.

-La ley es injusta con las mujeres -dijo Nicasia-. Concede al hombre el derecho de matarnos si le somos infieles. En cambio, el hombre puede tener todas las queridas que quiera...

-Como que son ellos -arguyó Alicia- los que hicieron la ley. Para ellos, lo ancho; para nosotras, lo angosto. Lo de siempre.

-¿Conoces el Otelo, de Shakespeare? -preguntó Nicasia.

-No -contestó ligeramente avergonzada Alicia-; pero ¿quién no sabe que Otelo es la encarnación del celoso?

-Pues en el Otelo dice Shakespeare, por boca de Emilia, que la mujer es tan apasionada y frágil como el hombre y que tiene los mismos caprichos.

-Vele a decir eso a mi marido. Te saldrá con que la mujer es un ser inferior. Mi situación -continuó después de una pausa- es verdaderamente angustiosa. Figúrate que a ese hombre se le antoja testar en favor de Rosa. Nada, que me quedo en la calle. ¿Qué harías tú en mi caso?

-¿Yo? Pues no lo sé. Tal vez, resignarme. ¿Qué vas a hacer? Si te divorcias, lo más que puedes lograr es una pensión con la que apenas podrás vivir. Eso, suponiendo que la ley te dé la razón. Tú no puedes probar que ese hombre tiene una querida. ¿Cómo lo pruebas? Según me has dicho, la casa está a nombre de ella. En cuanto a sorprenderles... ¿Y qué sacarías con eso? Dar un escándalo y... quedarte en la calle. Yo que tú, empleaba otros medios: la dulzura, la bondad...

-¿Dulzura con ese infame? ¡Jamás!

-Pues, hija...

De pronto, con la faz demudada, exclamó Alicia:

-¡Es ella!

-¿Quién? -preguntó Nicasia sorprendida.

-¿Quién ha de ser? ¡Rosa! Mírala, viene por la Avenida de las Acacias.

-¡Y qué elegante viene! Con su bolero de nutria con cuello de chinchilla y su sombrero de fieltro rojo con plumas. Eso cuesta -añadió Nicasia con cierta envidia.

-De fijo que se han dado cita en el Bois -continuó Alicia sin escuchar a Nicasia.

Todo era pura casualidad. Plutarco y el doctor entraron por su lado y Rosa por el suyo sin la menor connivencia. ¿No era el Bosque un paseo público?

Al atravesar Rosa la Grille, Alicia se la plantó delante y con el mayor desgarro la dijo:

-¡Qué ganas tenía de encontrarme con usted frente a frente!

-No comprendo -contestó Rosa asustada.

-Hágase la tonta. ¡Hipócrita! ¡Cínica!

Rosa, sin contestar, retrocedió aturdida.

-¡Canalla! -rugió Alicia, encarándose de nuevo con ella.

-Usted será la canalla -replicó Rosa mecánicamente, con voz trémula y palideciendo.

-¿Qué has dicho, grandísima pelleja? -rugió Alicia, echándosela encima, temblorosa y quebrándola la sombrilla en la cabeza. Luego la arrancó el sombrero, arañándola en la cara, entre un torrente de injurias.

-Au secours, au secours! -sollozó Rosa, fuera de sí, defendiéndose torpemente, con los ojos cerrados.

A los gritos acudieron Baranda y Plutarco.

-¿Qué significa esto? -exclamó el médico consternado-. ¿Te has vuelto loca?

Plutarco cogió a Alicia por un brazo mientras Rosa, atolondrada y llorando, se pasaba el pañuelo por el rostro salpicado de sangre. Nicasia trataba en vano de calmar a Alicia, que gritaba cada vez más recio, pugnando por desasirse de Plutarco:

-¡Ramera! ¡Meretriz!

Baranda, volviéndose a Rosa, la preguntó con cariño:

-¿Te ha hecho daño? ¿Te ha hecho daño esa... miserable?

-¡Tutéala, tutéala delante de mí, hijo de perra!

-¡Alicia! -exclamó Plutarco, apretándola con fuerza.

-¡Cobarde, no me apriete!

La gente se arremolinaba en torno de ellos preguntando qué ocurría.

Algunos cocheros se chuleaban.

-Ah, la, la! -exclamó un biciclista riendo.

Mientras Baranda recogía el sombrero y la sombrilla de Rosa, Plutarco, levantando en vilo a Alicia, la empujaba hacia un coche. Alicia, dando patadas y mordiscos, continuaba gritando las más obscenas palabras.

-¿Por qué no me han dejado matarla?

Ya en el cupé con Nicasia, sacando la cabeza por la ventanilla, con el pelo sobre la frente y el sombrero ladeado, no cesaba de vomitar sobre Rosa y el médico los más corrosivos insultos.

Baranda acompañó a Rosa hasta su casa, prodigándola en el camino toda clase de consuelo.

-Esto no puede continuar así -decía-. Esto tiene que acabar. Pero ¡cómo! Pero ¡cómo! -agregaba, con la voz entrecortada de sollozos.

-No te aflijas, querido, no te aflijas. No ha sido nada. Unos arañazos.

Y hubo besos y abrazos de una ternura exquisita, y palabras de amor y de consuelo, reveladoras de dos almas débiles que se refugiaban en una misma tristeza.

* * *

Llegado a su domicilio, el médico, rendido de fatiga, de debilidad (aún no había almorzado) y de angustia, se echó sobre el canapé gimiendo y llorando copiosamente, como si se le hubiera roto un tumor de lágrimas en cada ojo.

-¡Llora, llora! -exclamaba Alicia con infame complacencia.

-¡Miserable! ¡Miserable! -tartamudeó Baranda incorporándose y dirigiéndose hacia Alicia en ademán de estrangularla.

Pero ella, irguiéndose como una culebra, chispeantes los ojos, apretada la boca, le rechazó diciéndole:

-¡Qué has de atreverte, qué has de atreverte!

Tenía en la mano un bisturí.




ArribaAbajo- XVIII -

¡Con qué malignidad femenina se comentó en la tertulia de la Presidenta el episodio del Bosque! Alicia se jactaba de haber abofeteado en público a la querida de su marido (eran sus palabras).

-Si todas las mujeres fueran así -hablaba la Presidenta-, ya se tentarían los hombres la ropa antes de meterse a seductores.

Mistress Campbell, que había vuelto del Cairo, sin decir agua va, condenaba con dureza la conducta del doctor. No transigía con el vicio, como ella llamaba al amor de las otras mujeres; pero eso no la impedía entregarse con las depravaciones de una troteuse del bulevar, al hombre que la gustaba.

Nadie podía sospechar que, al través de aquella cara de una pudibundez botticellina, se escondiese un pensamiento tan corrompido. Al fin, por enredarse con alguien, se enredó clandestinamente con Marco Aurelio, Marcuos Aureliuos, como ella decía pronunciando a la inglesa. Pero de quien estaba enamorada era del médico. Se disputaban a menudo porque la vieja tenía la pretensión de no querer pagar con largueza a aquel libertino los placeres que la proporcionaba. La Presidenta era quien instigaba al hijo para que la explotase.

-Hubiera dado cualquier cosa -dijo la de Yerbas- por haber presenciado la escena del Bois. ¡Lo que gozo yo cuando humillan a esas mujeres sin pudor, perturbadoras de la paz de los hogares!

-Si yo fuera gobierno -objetaba la inglesa- las mandaba azotar desnudas en la plaza pública, para que sirviera de escarmiento.

-Y yo -agregó Alicia-. Pero las azotaba sin piedad.

Los ojos azules y malignos de la inglesa reían con candelillas de sádico regocijo.

-¿Y qué tal es esa... Rosa? -preguntó la Presidenta.

-¡Cualquier cosa, hija! -dijo Alicia con desdén.

-Es muy hermosa -rectificó Nicasia-. Es muy blanca, de pelo muy rubio, como el oro, y unos ojos dulces y expresivos. Hay que ser justa.

-No lo crea usted -continuó Alicia-. Es un tipo vulgar. Una de tantas francesas que vemos por ahí.

-Yo no la conozco -saltó la inglesa-; pero si es así, no revela el doctor tener muy buen gusto.

-No sabemos -dijo maliciosamente la Presidenta- sus habilidades. Puede que no sea bonita y, sin embargo...

Y las más libidinosas alusiones empezaron a llover sobre Rosa, cuyo único delito consistía en ser guapa y en haber logrado lo que las otras no: poseer al médico. Marco Aurelio no podía menos de burlarse en sus adentros de los alardes de moral intransigencia de aquellas mujeres, empezando por la inglesa y acabando por su propia madre, sobre todo cuando recordaba a mistress Campbell en camisa dando suelta a sus genésicas aberraciones.

-Estuve la otra noche en la Comedia a ver Cyrano de Bergerac -dijo la Presidenta, dando otro giro a la conversación.

-¿Qué es eso de Ciriaco? -interrumpió doña Tecla.

-Un drama, hija, un drama. Creo que a su marido no le gusta -añadió dirigiéndose a Alicia.

-No sé -contestó ésta.

-No recuerdo quién me contó que dijo que todo él era pura hojarasca.

Para el doctor -era verdad-, el Cyrano no pasaba de ser un drama lírico insustancial, a la manera de los de Leopoldo Cano y otros dramaturgos españoles de la propia laya. -Hay allí -observaba- unos astros que pacen en unas praderas, que, por contraste, sugieren la imagen de unos bueyes que alumbran. ¡Cuánto ripio sonoro y hueco!

Don Olimpio habló de una compañía dramática que estuvo en Ganga y que acabó casi pidiendo limosna por las calles. Doña Tecla y Alicia rieron. La Presidenta alababa el Cyrano, no porque fuese capaz de apreciarle, sino por seguir la corriente y por ir en contra de la opinión de Baranda.

-¿Y usted, don Olimpio -preguntó la inglesa-, ¿piensa permanecer mucho tiempo aún en París?

-Lo ignoro, mi señora. El cambio en Ganga está al 1.500. No sé adónde vamos a parar. La culpa, en parte, la tiene ese cochino gobierno italiano, que nos obliga a pagarle a tocateja más de diez millones de liras; de lo contrario, nos bombardea. La agitación en Ganga es grande. Todo el mundo está dispuesto a dejarse ametrallar antes de consentir en semejante infamia. ¡Diez millones de liras! Si fueran liras de poetas, tendríamos de sobra con que pagar... Cuando se es débil, no cabe más remedio que bajar la cabeza y decir amén. Pero ¿de dónde va a sacar nuestro pobre país esa enorme suma? El café está por los suelos, la exportación de ganados no aprovecha sino a unos cuantos agiotistas. ¡No sé, no sé! Si las cosas siguen así, querida Tecla, no tendremos más recurso que volvernos para allá.

-En seguida -respondió doña Tecla-. No anhelo otra cosa.

La Presidenta, poniéndose pálida, exclamó con cierta inquietud:

-No, ustedes no pueden vivir en los trópicos después de haber vivido en París. Ganga, ¡qué horror! Esa crisis pasará, don Olimpio. En aquellos países, usted lo sabe, hay que contar siempre con lo imprevisto. Puede que dentro de unos días reciba usted un cable anunciándole la normalidad en los negocios.

-¿Quién sabe?

-¿Y le gusta a usted París? -continuó la inglesa, sin haber entendido la mayor parte del palique de don Olimpio, que hablaba en un francés imposible.

-Sí -contestó con desabrimiento-. ¡Qué corrupción, mi señora, qué corrupción! En nuestro país ¡qué han de verse las cosas que se ven en Francia! ¡Aquí no hay hogar, ni familia, ni nada! ¿Qué mujer casada no tiene un amante?

-Verdad -asintió doña Tecla.

-Nosotros estaremos más atrasados, pero tenemos más moralidad.

-Cierto -recalcó doña Tecla.

Alicia hizo un gesto de burlón escepticismo.

Don Olimpio no había visitado un solo museo, ni conocía de París más que algunas calles; no leía periódicos porque no les entendía y, con todo, daba su opinión tan campante sobre la complicada vida parisiense.

La Presidenta, volviéndose a Alicia, la interrogó por lo bajo:

-Supongo que eso se habrá concluido. Después de lo del Bosque...

-¡Qué ha de concluirse! Yo, por de pronto, estoy satisfecha. ¡Ay, hija, usted no sabe el gozo que se siente después de haber abofeteado a un enemigo!

-Me lo imagino -repuso la Presidenta-. Y su marido, ¿qué dice de todo eso?

-¡Qué ha de decir! Sufre y calla. Es un calzonazos.

-Pero ella ¿no la pegó a usted?

-¿A mí? ¡Si me tiene un miedo cerval!

-Y del anónimo ¿no ha sabido usted nada?

-Nada. Eso no da resultado. -Después añadió:

-Y cada vez que me la encuentre, haré lo mismo. ¿Qué puede suceder? ¿Qué me lleven a la Comisaría? No me importa. Estoy dispuesta a todo.

-¡Qué mujercita, qué mujercita! -exclamó la Presidenta dándola una palmadita en el hombro.

Alicia despreciaba a la Presidenta, en cuyas adulaciones no creía.

-¡Mire usted que liarse con ese sapo de don Olimpio! -pensaba para sí; pero la convenía su amistad para sus fines ulteriores. No ignoraba que todo aquello lo hacía, no por ella, sino por despecho. A la única que estimaba realmente era a Nicasia, incapaz de nada indigno. Censuraba al médico por sus relaciones ilícitas con Rosa, pero reconocía su talento y sus otras buenas cualidades. Era también la única que se conservaba irreprochable en aquel mundo de mentiras, de rivalidades ruines y de supercherías.

En ambas había cierto fondo análogo de honestidad; pero Nicasia era muy superior moralmente a Alicia. Nadie pudo señalarla un amante, un solo desliz desde la muerte de su marido a quien guardó fidelidad absoluta. Vivía con modestia y orden de lo poco que la dejó el difunto, que colocó en una compañía de seguros a cambio de una renta vitalicia. No tenía hijos ni ambiciones, y su temperamento equilibrado y frío era su mejor custodia.