Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajoActo II

 

La escena representa un saloncito elegante y sencillo, perteneciente a un pabellón del parque del MARQUÉS. Puerta al fondo que da a dicho parque; puertas laterales.

 

Escena I

 

El MARQUÉS y DEMETRIO, mayordomo de la casa ya viejo; trae una cartera y un lápiz.

 

MARQUÉS.-  ¿Conque se ha enterado usted, Demetrio?

DEMETRIO.-  Sí, señor marqués. Este pabellón queda desde ahora a las órdenes de don Plácido; es decir, del escribiente de usted.  (Tomando apuntes en su cartera.) 

MARQUÉS.-  No; la palabra propia. Nunca emplea usted la palabra propia. Mi escribiente... lo ha sido; ya no lo es. Don Plácido, o si usted quiere el señorito Plácido, es mi secretario particular; ¡mi secretario particular!

DEMETRIO.-  Sí, señor marqués, su secretario particular.  (Apunta.) 

MARQUÉS.-  Y aquí habitará con un criado... o dos criados, que pondré a su servicio.

DEMETRIO.-  ¿Con un criado o con dos criados?  (Suspendiendo la apuntación.) 

MARQUÉS.-  Con dos. Dos criados. Además, comerá con nosotros. ¿Comprende usted?

DEMETRIO.-  Perfectamente. Comida, la del señor marqués.  (Apuntando.) 

MARQUÉS.-  ¡Hombre, eso no! Si le da usted a Plácido mi comida, me quedo yo sin comer. ¡Propiedad en la frase, por Dios!

DEMETRIO.-  Quiero decir que comerá a la mesa del señor marqués.

MARQUÉS.-  Bueno. Y mucha consideración y mucho respeto.

DEMETRIO.-  Pierda cuidado el señor marqués. Se le respetará como si fuera el propio señor marqués.  (Va a apuntar.) 

MARQUÉS.-  ¡Tanto respeto, no! Porque al fin yo soy yo.

DEMETRIO.-  Algo menos.  (Apuntando.)   Se le respetará algo menos.

MARQUÉS.-  Pero si lo apunta usted de ese modo, van a creer que se le debe respetar algo menos de lo que antes se le respetaba, y es al contrario.

DEMETRIO.-   (Apuntando.)  Algo más.

MARQUÉS.-   (Corrigiendo.)  Bastante más.

DEMETRIO.-   (Apuntando.)  Bastante más.

MARQUÉS.-  Ahora que le busquen en la casa; probablemente estará en mi despacho; y que venga a tomar posesión de sus nuevas habitaciones.

DEMETRIO.-  Sí, señor marqués.  (Se va apuntando.)  Que venga sin dilación a tomar posesión del pabellón.

MARQUÉS.-  Es el mayordomo más torpe que he tenido.



Escena II

 

El MARQUÉS, DON ROMUALDO y DON ANSELMO, que se encuentra con DEMETRIO.

 

DEMETRIO.-  Pasen, pasen..., que ahí dentro está el señor marqués esperando al señorito Plácido, su secretario particular.  (Saluda y vase.) 

MARQUÉS.-  ¡Ah..., son ustedes!... Los esperaba con verdadera impaciencia.

DON ROMUALDO.-  Estamos pasando unos días muy desagradables. En fin, tú te empeñaste en que fuésemos padrinos de Plácido..., y realmente es un joven muy simpático.

DON ANSELMO.-  Muy simpático.

MARQUÉS.-  Su conducta ha sido nobilísima.

DON ROMUALDO.-  No cabe duda; nobilísima.

MARQUÉS.-  Pero ¿cuándo ha de acabar este asunto?

DON ANSELMO.-  ¡Ah! De nosotros no depende..., ni de ellos tampoco. Dos veces hemos querido ir al terreno, y dos veces la Policía se nos ha echado encima. ¿Quién ha podido dar el aviso? ¿Lo sospecha usted?

MARQUÉS.-  Vaya usted a saberlo.

DON ANSELMO.-  De los interesados no hay que sospechar. A don Claudio le dió un síncope, o algo así, de ira.

MARQUÉS.-  No, a corazón no le gana a Plácido. No he visto tranquilidad igual. Ustedes saben lo que yo soy en esos lances, pues aún más sereno que yo: como si tal cosa.

DON ROMUALDO.-  ¡Si es tranquilo el hombre, dígamelo usted a mí! En estos días, que debían ser angustiosos, muy angustiosos para él, porque al fin se juega la vida, ha tenido la ocurrencia de escribir un artículo sobre mi libro.

DON ANSELMO.-  Un gran artículo, y que ha tenido una gran resonancia.

DON ROMUALDO.-  ¡Es un joven de mucho talento... y de mucho valor!

DON ANSELMO.-  Y, sin embargo, vean ustedes, lo que es el teatro: la noche en que se estrenó su comedia tenía miedo; un hombre tan sereno ante la muerte..., tenía miedo.

MARQUÉS.-  Pero fue un gran éxito.

DON ANSELMO.-   (Al MARQUÉS.)  Claro, usted compró casi todo el teatro, y luego nuestros dos periódicos echaron las campanas a vuelo.

DON ROMUALDO.-  ¡Yo no estoy arrepentido!

DON ANSELMO.-  Tratándose de un principiante tan simpático, la benevolencia es permitida, es casi un deber.

MARQUÉS.-  Hay que ayudarle entre todos, porque él es tan tímido, tan modesto, que no hará nada por sí. Yo tengo mi proyecto. Si escapa con vida, que Dios lo quiera, yo le haré subir. ¡Quizá le deba la vida! ¡No hago más que pagar una deuda sagrada!

DON ANSELMO.-  Si ustedes le hubieran visto con qué modestia y con qué ingenuidad me rogaba que dulcificase mi artículo de crítica. Al soberbio, castigo; al humilde, protección.

MARQUÉS.-  Yo estoy angustiadísimo. Pero ¿no habría modo de evitar el lance?

DON ROMUALDO.-  Imposible. Hemos querido aprovechar las dificultades que durante una semana entera nos ha estado poniendo la Policía, para buscar un arreglo, extender un acta en que todos quedasen bien y dar por terminado el lance; pues no lo hemos conseguido.

DON ANSELMO.-  Y en honor a la verdad, el más terco ha sido Plácido: «que Claudio le ha insultado a usted y que han de matarse y han de matarse». Esto es lo que se opone a todas nuestras reflexiones.

MARQUÉS.-  Ese joven vale mucho. Yo soy duro para estas cosas, ya lo saben ustedes..., pues me enternezco. ¡Si ocurriese una desgracia!

DON ANSELMO.-  Tengamos esperanza. Y si Plácido sale bien, ha hecho su suerte. En ocho días, el hombre a la moda, el favorito del público, el héroe y el caballero.

MARQUÉS.-  ¡Qué pena si le rompen las alas a ese pobre chico!

DON ROMUALDO.-  Él se empeña.

DON ANSELMO.-  Él fue el que sugirió la idea de que aprovechásemos su parque de usted.

MARQUÉS.-  Y yo tuve la debilidad de acceder.

DON ROMUALDO.-  No; el sitio está bien escogido, y esta vez desafiamos a la Policía.

MARQUÉS.-  Ya he dado mis órdenes.

DON ROMUALDO.-  Plácido está aquí; no le ve entrar ningún polizonte. Don Claudio vendrá solo y entrará por la puertecita del parque. Y los padrinos vendremos como de visita..., o para almorzar contigo..., a las once o a las doce. No hay modo de que nos sorprendan.

MARQUÉS.-  Sí, las precauciones están bien tomadas; pero voy a pasar un mal día..., porque es hoy, ¿no es verdad?

DON ANSELMO.-  Hoy misino; ya se lo hemos escrito.

MARQUÉS.-  Sí, sí..., recibí anoche la carta.

DON ROMUALDO.-  Pero veníamos precisamente por eso, para evitar cualquier equivocación.

DON ANSELMO.-  Sí..., vamos, que nos estarán esperando los otros padrinos. Hasta luego, señor marqués, y buen ánimo.  (Se dan la mano.) 

DON ROMUALDO.-  Hasta luego..., ¿quién sabe?..., puede ser que almorcemos todos juntos.

MARQUÉS.-  ¡Dios lo quiera!  (Salen DON ANSELMO y DON ROMUALDO.) 



Escena III

 

El MARQUÉS; a poco, PLÁCIDO.

 

MARQUÉS.-  La verdad sea dicha, me disgustaría profundamente encontrarme en el caso de Plácido. La vida es triste..., pero perderla sin motivo fundado es más triste todavía. Hola, Plácido, ¿estaba usted ahí?

PLÁCIDO.-   (Entrando siempre con aire modesto.)  Me dijeron que me llamaba usted, pero al acercarme vi que hablaba usted con mis padrinos y no quise molestarlos a ustedes.

MARQUÉS.-  Siempre discreto y respetuoso.

PLÁCIDO.-  Es mi obligación.

MARQUÉS.-  ¿Y no siente usted cierta inquietud nerviosa?

PLÁCIDO.-  No, señor. Cumplo mi deber, demuestro que soy agradecido y voy a castigar a ese..., a ese hombre que ha insultado groseramente a mi bienhechor.

MARQUÉS.-  Me admira usted, Plácido. En este siglo miserable en que vivimos, quedan pocos hombres como, usted.

PLÁCIDO.-  ¡Ay, no, señor; yo creo que hay muchos como yo!

MARQUÉS.-  En fin..., si ha de ser, mucha sangre fría, mucha tranquilidad; en más de un lance apurado me salvó esta sangre fría que la Naturaleza me dio, y que todos conocen.

PLÁCIDO.-  Ya que no en otras cosas, procuraré en ésta imitarle a usted, señor marqués.

MARQUÉS.-   (Le contempla con admiración y cariño.)  Mire usted, Plácido, hay momentos en que siento impulsos de tomar su puesto... de usted en ese lance. ¡Ya vería don Claudio lo que era bueno!

PLÁCIDO.-  Eso sí que no lo consentiría yo.

MARQUÉS.-  ¡Pero mi hija, mi pobre Josefina! ¡Si no fuera por ella!... ¡Los hijos atan mucho! ¡Hasta que tuve a mi hija, yo era un hombre agresivo..., temible..., violento!... ¡Tuve a Josefina..., y aquí me tiene usted convertido en borrego!  (Riendo.) 

PLÁCIDO.-  Se le conoce..., se le conoce... Señor marqués, voy a pedirle a usted un favor.

MARQUÉS.-  Lo que usted quiera. Almas como las nuestras se comprenden.

PLÁCIDO.-  Pudiera ser que la suerte me fuera adversa. Si yo muriese, no abandone usted a Javier: es para mí como un hermano. No abandone usted a Blanca: siempre fue una hermana para mí. ¿Me lo promete usted?

MARQUÉS.-  ¡Se lo prometo! ¡Se lo juro!  (Se dan la mano.)  Pero una vez prometido y jurado, algo tengo que decirle a usted en forma de consejo. Plácido, no se fíe usted de Javier ni de su hermana.

PLÁCIDO.-  ¿Por qué?

MARQUÉS.-  Porque no le quieren a usted. Porque le tienen envidia. ¡Porque le odian!... ¡Le odian, sí, señor! Yo conozco a la gente.

PLÁCIDO.-  Pues ¿qué han hecho?

MARQUÉS.-  No estar, como nosotros, angustiadísimos por la situación en que usted se encuentra. ¡Lo natural, señor, lo natural! Pues ellos, los amigos de siempre, los hermanos queridos, tan frescos, tan indiferentes, ¡como si tal cosa!

PLÁCIDO.-  Será por cortedad, por disimular...

MARQUÉS.-  ¡Qué bueno es usted y qué cándido! Odio, envidia, malas pasiones, porque ven que usted sube y sube; ¡y subirá, yo se lo fío!

PLÁCIDO.-   (Sin poder contenerse.)  ¡Subiré!

MARQUÉS.-  Déjeme usted a mí. ¡Ahora, a olvidar esas pequeñeces! Ánimo y serenidad, y un abrazo.  (Se abrazan.)  Ya los tiene usted ahí a los dos. Vendrán a despedirse. ¡Unas lagrimitas y unos suspiros dulces! ¡La suavidad del reptil! Yo estoy a la mira, y en cuanto suenen dos tiros interrumpo el lance atropellando por todo. Adiós, Plácido... ¡Le dejo con sus buenos amigos!... ¡Adiós!  (JAVIER y BLANCA están en la puerta. El MARQUÉS pasa desdeñoso, sin dignarse saludarlos.) 



Escena IV

 

PLÁCIDO, BLANCA y JAVIER. Pausa. Se miran unos a otros.

 

JAVIER.-  Como dicen todos que estás en peligro de muerte, venimos a despedirte.

PLÁCIDO.-  ¿También tú? Blanca te ha convencido, según parece.

JAVIER.-  Pensé que los tres íbamos a una. Que en esta lucha prosaica, vulgar, rastrera, pero en el fondo trágica, todos teníamos la obligación y el compromiso de ayudarnos.

BLANCA.-  ¿Trágica?... Asainetada, diría yo.

PLÁCIDO.-  Os dije al salir de nuestro pueblo que venía «resuelto a subir», bien a bien o mal a mal. Por la fuerza o por la astucia. ¿No queréis acompañarme? Cada cual por su camino.

JAVIER.-  Francamente, el tuyo me repugna.

BLANCA.-  Ni él ni yo servimos para histriones.

PLÁCIDO.-  Esa ventaja os llevo: tengo un talento más.

BLANCA.-  ¿Y te sientes orgulloso?

PLÁCIDO.-  Hoy, no; cuando venza, sí; me sentiré orgulloso.

BLANCA.-  Y dime: ¿qué tendría que hacer un hombre para que tú te sintieras con el derecho de despreciarle?

PLÁCIDO.-  Ser más torpe que yo.

BLANCA.-  ¿Y nada más?

PLÁCIDO.-  Nada más.

JAVIER.-  ¿Y no crees tú que si los demás estuvieran en el secreto, como Blanca y yo, tendrían derecho para arrojarte al rostro el nombre de farsante?

PLÁCIDO.-  ¡Qué cándidos sois! ¿Creéis que soy el único ejemplar de mi clase en la comedia humana? ¿Imagináis que no se representan en el mundo miles y miles de farsas más repugnantes, más infames, más grotescas que esta farsa que yo represento?¡Quizá menos artificiosas, porque eso ha dependido de las circunstancias; pero en el fondo, de la misma familia que la mía: farsa y farsa! ¿Cuántos hombres mienten, cuántos hombres fingen, cuántos adulan, cuántos se arrastran? ¡Contadlos si podéis! ¡Lo que hay es que vosotros veis el artificio por dentro y en el mundo se ve por fuera y parece natural! ¡Ah! Si en el teatro social viviéramos todos entre bastidores, ¡cómo nos despreciaríamos los unos a los otros!

BLANCA.-  ¡No todos los hombres son como tú!

PLÁCIDO.-  Es cierto; muchos son más torpes, cometen acciones parecidas a las mías, pero no ajustadas a un plan. Yo, como no soy torpe, y tengo energías, y sé adónde voy, y no vacilo, ¡estudio y preparo mi papel! Ellos, ¡los pobres diablos!, improvisan a diario, y a veces se equivocan y los conocen, y entonces los silban. ¡Ah! Las equivocaciones ni en el escenario ni en el mundo se toleran.

BLANCA.-  Pues aunque unos sean listos y otros torpes, yo te repito, Plácido, que no todos son como tú, porque entonces habría que huir de la sociedad.

PLÁCIDO.-  Lo confieso, puesto que entre la muchedumbre de los seres humanos estáis vosotros, que no sois como yo. Tú, Blanca, eres un ser excepcional.  (Con respeto y tristeza.)  Pero la generalidad de los humanos no puede ser perfecta.

BLANCA.-  ¡Pero todos pueden ser honrados!

PLÁCIDO.-  Sí; la honradez es la mercancía más barata: está al alcance de cualquier imbécil.

BLANCA.-  ¿Y esa adulación constante, rastrera, que te está manchando, Plácido?

PLÁCIDO.-  ¡La adulación es el arma más poderosa y el arma más universal! Adula el que requiere de amores a la mujer a quien no ama, y aunque la ame; adula el que va a pedir un favor, y la Humanidad se pasa la vida pidiendo favores; adula el humilde al poderoso y el cortesano al monarca; y los emperadores adulan a sus pueblos; y los generales a sus soldados para que se dejen matar; ¡y cuántos que alardean de piadosos adulan, impíos, a su Dios para que les conceda un rinconcito del cielo! ¡Ay! ¡Si Dios no tuviera cielos que repartir, cuántos beatos menos habría!

BLANCA.-  ¡Eso, no; no calumnies el alma humana; emborrona la tuya, no las demás!

PLÁCIDO.-  Me hacéis perder fuerzas con vuestras impertinencias morales...

BLANCA.-   (Con cariño.)  ¡Olvida tus ambiciones, que no son buenas, Plácido!

PLÁCIDO.-  ¡No exageremos! Mis mentiras y adulaciones, ¿qué daño causan? Decidme, si podéis, ¿a quién hago daño?

BLANCA.-  A ti.

PLÁCIDO.-  ¿Cómo, si voy subiendo?

BLANCA.-  Degradándote.

PLÁCIDO.-  No lo veo tan claro.

BLANCA.-  Esa es tu perdición, que no lo ves claro.

JAVIER.-  ¿De modo que no logramos convencerte?

PLÁCIDO.-  No.

JAVIER.-  ¿Y seguirás tu camino?

PLÁCIDO.-  Seguiré.

BLANCA.-  ¿Nada somos para ti, nada, Plácido?

PLÁCIDO.-  ¡Unos benditos de Dios! Pero atended. Para toda esa gente, yo soy el bueno, el simpático, el honrado, el leal. Y vosotros, ¿sabéis lo que sois vosotros? ¡Los envidiosos, los traidores, los egoístas! Hace poco me lo decía el marqués con profunda indignación. Esa es la justicia del mundo, y ahora, ¡sacrificaos por esa gente! Aunque no sea más que por vengaros, he de escarnecerlos.

BLANCA.-  ¿Nada somos para ti, nada, Plácido?

PLÁCIDO.-  ¡Qué queréis..., hay algo superior a la voluntad!

BLANCA.-  Sí; hay algo..., y ésa era mi última esperanza; pero ya no la tengo.

PLÁCIDO.-  ¿Y qué era?

BLANCA.-  Si tú no lo sabes, yo no lo digo.

PLÁCIDO.-  Calla..., creo que viene alguien.

BLANCA.-  No temas; no iba a decir nada.



Escena V

 

Dichos y TOMÁS.

 

PLÁCIDO.-  ¡Ah!... Es Tomás... Volvamos a mi papel.  (Con mucha amabilidad.)  Entre usted, entre usted, Tomás. ¿Me buscaba usted? ¿Deseaba usted algo?

TOMÁS.-  Desear..., nada. Por mí, nada.

PLÁCIDO.-  ¿Le manda a usted la señorita Josefina?

TOMÁS.-  La señorita Josefina no tiene para qué mandarme. Me manda el señor marqués.  (Mirando a todas partes con curiosidad.) 

PLÁCIDO.-  ¿Acaso quiere hablarme?

TOMÁS.-  A usted, no, señor. A quien me ha mandado que busque, y a quien desea hablar al momento, es a don Javier.

JAVIER.-  ¿A mí?

TOMÁS.-  Tiene usted que llevar al director del periódico, de parte del señor marqués, una carta, y además creo que tiene que darle a usted otro encargo.

JAVIER.-  ¿Cuál?

TOMÁS.-  Él se lo dirá a usted de palabra. ¿La señorita Josefina no ha venido?

PLÁCIDO.-  No ha venido. Ni merezco la honra de que me visite.

TOMÁS.-  Claro está que no. Pero pensé si habría tenido la curiosidad de ver la nueva habitación de usted. Buena es..., buena... El señor marqués le cuida a usted.

PLÁCIDO.-  El señor marqués es muy bondadoso..., demasiado bondadoso.

TOMÁS.-  Demasiado. Conque, don Javier, ya lo sabe usted.

JAVIER.-  Voy en seguida.

PLÁCIDO.-  Si usted quiere, puede sentarse...

TOMÁS.-  Tengo que ir allá. Me espera la señorita. Buen alojamiento, bueno, bueno.  (Dirigiéndose a la puerta.)  Que lo goce usted muchos años. Porque mejor que éstos, los salones del palacio del señor marqués. No hay más. ¡Eh!..., ¿no digo bien?...  (Se marcha hablando en voz baja y para sí.)  Plácido..., don Plácido..., el excelentísimo señor don Plácido... A eso vamos..., a eso vamos.



Escena VI

 

BLANCA y PLÁCIDO. BLANCA, sentada y ocultando el rostro entre las manos.

 

PLÁCIDO.-  ¿En qué piensas, Blanca?

BLANCA.-  En que forma contraste muy doloroso la dulzura con que tratas a ese criado antipático y grosero, que te odia..., ése sí que te odia..., y la dureza con que nos tratas a Javier y a mí.

PLÁCIDO.-  Exigencias de mi situación... y de la comedia que represento.

BLANCA.-  Ya lo sé. Ese hombre puede hacerte daño; nosotros, no.

PLÁCIDO.-  Ese hombre es un muñeco ridículo, a quien trataré como merece el día en que pueda darle su merecido. Vosotros... ya os he dicho lo que sois para mí.

BLANCA.-  ¡Nosotros!...  (Levantándose.)  ¿Y yo qué soy? Quiero saberlo de una vez, y por eso me he quedado. Sobre todo, no me engañes como a los demás.

PLÁCIDO.-  A ti, nunca. A ti me presento sin careta. Tú eres la única a quien no me da vergüenza mostrar las luchas dolorosas de mi alma.

BLANCA.-  ¿Luego luchas todavía?  (Con esperanza.) 

PLÁCIDO.-  No; he luchado. He vencido. A otra mujer la engañaría; a ti, no, Blanca. Estoy en el centro del torbellino, de mis locuras o de mis ambiciones., como tú quieras; no sé adónde me llevará el torbellino.

BLANCA.-  Yo, sí. A esos salones del marqués, como decía Tomás hace poco. ¡Niégalo!

PLÁCIDO.-  No puedo negarlo, porque no puedo adivinar el porvenir.

BLANCA.-  Yo, sí, te lo repito. ¡Has salvado la vida al marqués, su gratitud es inmensa! Eres simpático, tienes talento, empiezas a tener fama, todos te aplauden...; y Josefina está enamorada de ti..., ¡como ella puede enamorarse!..., pero llamémosle amor a lo que siente; y el padre agradecido, y la hija apasionada, y tú ambicioso y sin conciencia, la solución es natural y fácil. ¡Te casarás con Josefina, y serás millonario, y serás poderoso, y tendrás un título, y debajo de todo eso serás un ser villano y despreciable, un harapo que yo no recogería allá, en nuestro pueblo, de la rodada que dejan en el barro las ruedas de nuestras carretas!

PLÁCIDO.-  ¡Insúltame! Hay en tus. insultos no sé qué de misteriosa dulzura. ¡Prefiero tus insultos a tú llanto, Blanca!

BLANCA.-  No lloro por orgullo; pero me cuesta mucho tragarme mis lágrimas. Yo tampoco te engaño.

PLÁCIDO.-  ¡Blanca!... ¡Blanca!... Dime algo.

BLANCA.-  No sé qué decirte.

PLÁCIDO.-  ¿En qué piensas?

BLANCA.-  En un recuerdo.

PLÁCIDO.-  ¿Cuál?

BLANCA.-  Como ahora me dices..., porque me lo has dicho como se dicen estas cosas, que no me quieres, pensaba en la primera vez que me dijiste que me querías.

PLÁCIDO.-  ¿Cuando fue? ¿Cómo fue?

BLANCA.-  ¿No lo recuerdas?

PLÁCIDO.-  No.

BLANCA.-  ¡Fue un día de fiesta...; era ya de noche...; veníamos por el monte de una de aquellas romerías tan alegres!... Javier y Claudio, detrás. Nosotros dos, delante y silenciosos; habíamos reído mucho; estábamos cansados de reír. De pronto, pasó junto a nosotros una pareja de enamorados; iban muy de prisa, cantando y cogidos de la mano, cuneando los dos brazos a compás de la canción. Y tú me dijiste: «¿Vamos como ésos?» Y nos dimos las manos y «fuimos como ellos».

PLÁCIDO.-   (Conmovido.)  ¡Blanca!  (Queriendo cogerle la mano.) 

BLANCA.-  No; a mí, no. Dale la mano a ésa.  (JOSEFINA aparece en la puerta. Aparte, y en voz baja.)  ¡La careta! ¡La careta, que se te ha caído!

PLÁCIDO.-   (Aparte.)  ¡Pues la careta!...  (Alto.)  ¡Josefina!...



Escena VII

 

Dichos y JOSEFINA.

 

JOSEFINA.-  ¿Estorbo?... Parece que estabais en conversación muy interesante.

PLÁCIDO.-  ¡Interesante!... Sí..., vino Blanca llamada por la curiosidad a ver mi nuevo alojamiento..., y hablábamos de lo bueno

que es su padre de usted para conmigo.

JOSEFINA.-   (Con malicia.)  Sí, papá es muy bueno. Y a eso he venido yo..., a lo mismo que Blanca..., a ver su nuevo alojamiento de usted. Las dos hemos venido a lo mismo, ¿verdad?

BLANCA.-  Y puesto que ya lo hemos visto, podemos marcharnos las dos.

JOSEFINA.-  No, porque estoy muy cansada.  (Se sienta.)  Y hazte el cargo, mujer; yo no he hecho más que entrar. Tú ya lo habrás visto todo. Muy bien y con calma, porque hace mucho que estás aquí; me lo ha contado Tomás.

BLANCA.-  Es cierto: me entretuve más de lo que pensaba.

JOSEFINA.-  Sí..., ¿eh?

PLÁCIDO.-  Hablábamos de nuestro pueblo.

BLANCA.-  Comparábamos aquella casucha miserable que tenía Plácido con esta habitación lujosa que el señor marqués ha querido darle en prueba de su bondad y del cariño que le tiene toda la familia.  (Con intención.) 

JOSEFINA.-  Sí, todos le queremos mucho. Para hacerse querer, no hay como ser bueno. Si fuera agrio, huraño, desagradecido, no le querríamos. Cada uno se gana lo suyo, ¿no es verdad, Blanca?

BLANCA.-  ¡Cada uno tiene lo que merece, y Plácido merece vuestro afecto, «el tuyo sobre todo»!

JOSEFINA.-  No sé si has querido decirme algo desagradable, porque es tu costumbre.

PLÁCIDO.-  ¡Por Dios, Josefina, no piense usted eso! Es que allá, en el pueblo, tenemos un modo de hablar un poco..., un poco...

BLANCA.-  Un poco brutal, dilo. Tiene razón Plácido: no me acostumbro al lenguaje cortesano.

PLÁCIDO.-  De todas maneras, Blanca no ha querido decir lo que usted supone.

JOSEFINA.-  Pues entonces, ¿qué ha querido decir? No, yo soy a mi manera. Yo quiero que me den la razón o que me la quiten.

PLÁCIDO.-  ¿Quién es capaz de negar que Josefina tiene siempre razón?

BLANCA.-  Nadie; ni yo.

JOSEFINA.-  Es decir, ¿que te das por vencida?

BLANCA.-  Ahora y siempre me doy por vencida.

JOSEFINA.-   (Riendo con cierta crueldad.)  Pues. los vencidos, ¿sabes tú lo que hacen?

BLANCA.-  Resignarse.

JOSEFINA.-  Resignarse y apelar a la fuga; sobre todo si el vencimiento es derrota, ¿no es así, Plácido?

PLÁCIDO.-  ¡Qué bromista!  (No sabe qué decir; está violento.) 

JOSEFINA.-  ¿No me entiendes?

BLANCA.-  ¿Quieres que me vaya?

JOSEFINA.-  La modista está arreglando mi vestido. Papá dice que para estas cosas, tú tienes buen gusto.

BLANCA.-  Pues iré.

JOSEFINA.-  Y te pones mi traje... Me ahorras la primera prueba.

BLANCA.-   (Con cierta ironía, fina venganza de mujer.)  Eso sería inútil; no tenemos el mismo cuerpo. Y si lo dudas, que lo diga Plácido, a ver si en eso te da también la razón.  (Dirigiéndose a la puerta.) 

JOSEFINA.-  ¿Por qué no?

BLANCA.-   (Ya en la puerta y riendo.)  Es capaz.  (Sale.) 



Escena VIII

 

JOSEFINA y PLÁCIDO.

 

JOSEFINA.-  En fin, ya nos dejó solos, que es lo que yo quería.

PLÁCIDO.-  ¿Deseaba usted decirme algo?

JOSEFINA.-  ¿Es que yo no me intereso por usted?

PLÁCIDO.-  ¿De veras? ¿Lo dice usted por bondad o porque lo siente?

JOSEFINA.-  ¿Se figura usted que yo soy como Blanca?

PLÁCIDO.-  Eso sí que no me lo figuro.

JOSEFINA.-  Todos sabemos que va usted a tener un duelo muy grave; y ella, indiferente..., y yo...

PLÁCIDO.-  ¿Y usted...?

JOSEFINA.-  Yo, por lo regular, duermo nueve horas; pues anoche no dormí más que ocho..., y soñé con el duelo.

PLÁCIDO.-  ¿Usted se desvela por mí? Pero ¿es posible? ¡Sería demasiada dicha!... Siente usted la necesidad de protegerme... Velando un ángel como usted por mí, no temo nada...  (Acercándose y fingiendo apasionamiento.)  Josefina es mi ángel tutelar!

JOSEFINA.-  Esas cosas que usted dice son las que a mí me gustan.

PLÁCIDO.-  Voy a sonrojarme.

JOSEFINA.-  ¡Sonrójese usted! El color encendido sienta bien.

PLÁCIDO.-  Voy a sonrojarme más, sólo por darle gusto a usted.

JOSEFINA.-  No...; está usted bien así. Está usted a punto, y me va usted a decir la verdad.

PLÁCIDO.-  ¡No sé mentir!

JOSEFINA.-  ¿A quién prefiere usted: a Blanca o a mí?

PLÁCIDO.-  Mire usted que la contestación a esa pregunta es peligrosa; porque voy a decir a usted... lo que no debo decir..., ¡lo que debiera quedar para siempre abrumado por lágrimas en lo más profundo de mi corazón!

JOSEFINA.-  Pues lo diré de otro modo..., y conste que estamos de broma... ¿Con quién preferiría usted casarse: con Blanca o conmigo?

PLÁCIDO.-  Es una broma, pero una broma cruel.

JOSEFINA.-  Conteste usted, conteste usted... Dicen que soy caprichosa, pero quiero que conteste usted..., ¡lo quiero, lo quiero!

PLÁCIDO.-  ¡Pero si usted no querrá nunca ser mía!... ¿Qué soy yo?

JOSEFINA.-  ¡Qué terco!... Usted es un hombre de talento, lo dicen todos. ¡Cómo le aplaudían a usted en el teatro! ¡Usted escribe muy bien!... Digo, el artículo en defensa de papá. ¡Y es usted valiente..., ya lo creo..., y fuerte! ¡A mí, tan poca cosa como soy, me enamora un hombre de bríos!...  (Riendo y provocativa.)  ¡Y, además, con la protección de papá y de don Romualdo, y de todos, será usted famoso, y será usted diputado, y culpa de usted será si no llega a ministro! ¡Pues con un ministro no tendría nada de particular que yo me casase! Me parece..., ¡no sé si será usted de la misma opinión!

PLÁCIDO.-  Presentarme esas visiones divinas de felicidad para desvanecerlas con un soplo..., no es tener compasión de mí, Josefina... ¡Mi única esperanza es morir en ese duelo!...

JOSEFINA.-  No se ponga usted triste, que voy a ponerme triste yo también y va a darme el ataque de nervios.

PLÁCIDO.-  ¡Eso, no!... ¡Que no le dé a usted!

JOSEFINA.-  Lo que usted quiere es no contestar a mi pregunta, a la que antes le hice. ¡Pues ha de contestar, ha de contestar o reñimos para siempre!

PLÁCIDO.-  ¡Reñir con usted, no! ¡Es usted mi esperanza!..., ¡es usted mi ambición!..., ¡es usted mi presa!...  (Lo dice con verdad, con pasión, brutalmente, apretándole un brazo.) 

JOSEFINA.-  ¡Ay..., que me hace usted daño! ¡Qué fuerza tiene este hombre... y cómo le brillan los ojos!  (Riendo más y más.) 

PLÁCIDO.-   (Separándose.)  ¡Perdón, Josefina!

JOSEFINA.-  No; si no me enfado; si aún podría resistir más.

PLÁCIDO.-  No supe lo que hice.

JOSEFINA.-  Mejor. Es como salen mejor las cosas: cuando no se piensa en ellas. ¿De modo que yo sería la preferida?

PLÁCIDO.-  Sí.

JOSEFINA.-   (Riendo.)  ¡Pobre Blanca!

PLÁCIDO.-  ¡Pobre Blanca!

JOSEFINA.-  No le tenga usted lástima. Ella no se parece a nosotros.

PLÁCIDO.-  No se parece.

JOSEFINA.-  Ella será feliz de otro modo... Allá en el pueblo... vivirá a su gusto. Si se casase usted con Blanca y se fueran ustedes a Retamosa del Valle..., ¡qué vida..., qué aburrimiento! Yo he pasado en el pueblo una temporada, y creí morirme. Irían ustedes los días de fiesta a alguna de aquellas romerías tan ordinarias... ¿no las recuerda usted, Plácido? ¡Qué mozas y qué mozos, y qué amoríos!

PLÁCIDO.-  ¡Si las recuerdo!...

JOSEFINA.-  Se pone usted triste..., lo comprendo.

PLÁCIDO.-  ¡Si las recuerdo!...

JOSEFINA.-  Pues olvídelas. En cambio, si eso que suponíamos antes... se realizase... Vamos, si nos casáramos..., iríamos a París, a Londres, a Berlín... ¡Qué palacios..., qué trenes..., qué fiestas!... ¡Cómo me envidiarían las mujeres! Ir del brazo de usted, de un hombre de talento y de fama, que ha sido ministro y que es muy rico, debe de dar mucha envidia. ¡Dirán que soy muy mala, pero dar mucha envidia me calma los nervios lo que usted puede figurarse!

PLÁCIDO.-  ¡Pero eso es un sueño!

JOSEFINA.-  ¿Quién sabe?... Acaso de usted depende que no lo sea.

PLÁCIDO.-  ¿Qué he de hacer? Estoy dispuesto a todo.

JOSEFINA.-  En primer lugar, no dejarse matar por ese matón.

PLÁCIDO.-  ¿Por Claudio?  (Riendo.)  Eso corre de mi cuenta. ¡Claudio no me mata!... ¡Le digo a usted, Josefina, que no me mata!

JOSEFINA.-  ¡Es usted un valiente!... Eso me gusta. ¡Está usted tan sereno como si se preparase para ir al teatro!

PLÁCIDO.-  Lo mismo. Si pudiera usted poner la mano sobre mi corazón, se convencería usted de que late tranquila y reposadamente.

JOSEFINA.-   (Con malicia.)  ¿Conque su corazón de usted está tranquilo? ¿Aun después de haber estado hablando conmigo tanto tiempo?

PLÁCIDO.-  ¡Cómo juega usted conmigo! ¡Sea usted compasiva: me declaro vencido!

JOSEFINA.-  No sé..., no sé...

PLÁCIDO.-  Tiéndame usted su mano misericordiosa.

JOSEFINA.-   (Empezando a tender la mano.)  ¿Y si se queda usted con ella?

PLÁCIDO.-  Corra usted ese riesgo por mí. ¿O es usted más cobarde que yo?

JOSEFINA.-  ¿Cobarde?... ¡No!...  (Le da la mano; él se apodera de ella con fingida pasión y la besa.)  Eso no es valentía, sino atrevimiento.

PLÁCIDO.-  ¡Es locura, es delirio!... ¡Josefina!...  (Se ve venir lentamente a TOMÁS.) 

JOSEFINA.-  ¡Tomás!...  (Soltando la mano.)  ¡Qué rabia!..., ¡qué pesado!..., ¡qué inoportuno!

PLÁCIDO.-  ¡Si no fuera porque usted le quiere mucho..., ya le trataría como se merece!

JOSEFINA.-  Trátele usted como quiera. ¡Es inaguantable!

PLÁCIDO.-  ¿Usted me autoriza?

JOSEFINA.-  Plenamente; ya no le puedo sufrir.

PLÁCIDO.-  Ahora verá usted.  (Aparte.)  ¡Gracias a Dios! ¡Empieza mi desquite!



Escena IX

 

Dichos y TOMÁS.

 

TOMÁS.-   (Con mal tono.)  Lo que pensé: los dos.

PLÁCIDO.-  ¡Eh! ¿Qué es eso? ¿Quién le ha llamado a usted?

TOMÁS.-  ¿Oye usted, señorita Josefina?

JOSEFINA.-  Déjeme en paz.

TOMÁS.-  Pero ¿es que den Plácido es ya el amo?

JOSEFINA.-  ¿Y qué que lo sea?

PLÁCIDO.-  ¡Lo, soy! ¡Y como soy el amo, te mando a los infiernos, mentecato!

JOSEFINA.-  Bien, bien manda usted, Plácido; así me gusta.

TOMÁS.-   (Casi llorando.)  ¡Yo mentecato..., yo imbécil!... ¡Pues que los sorprendan a ustedes! ¡Ahí viene gente! ¡Me alegro! ¡El amo! ¡Ya es el amo!...  (Sale aturdido y vacilante.) 

JOSEFINA.-  ¡Dice que viene gente!... ¡Adiós, Plácido!  (Va hacia la puerta.) 

PLÁCIDO.-  Pero, todo lo que me ha dicho usted, ¿habrá sido un sueño?  (Siguiéndola.) 

JOSEFINA.-  No sé..., pero yo estaba muy despierta.  (Se dan la mano. Él la besa y ella sale corriendo, ríe.) 

PLÁCIDO.-  ¡Es mía!... ¡Es fea!... ¡Pero es un diablillo!... ¡y es millonaria!... ¡Esto ya no es arrastrarse...: es trepar! ¿Dijo Tomás que venía alguien?...  (Asomándose a la puerta.)  ¡Ah! ¡Claudio!... ¡Imbécil!...



Escena X

 

PLÁCIDO y CLAUDIO, pálido y agitado.

 

PLÁCIDO.-   (Furioso.)  Pero ¿a qué vienes?..., ¿Te has vuelto loco?  (Corre y cierra la puerta del fondo.) 

CLAUDIO.-  ¡Es posible..., porque me has metido en unos laberintos!... ¡Vine bastante sereno, porque estuve pensando toda la noche: «Esto no es más que comedia..., ese duelo no es cosa formal..., es decir, para todos es muy formal...; para Plácido y para mí es una farsa.»!

PLÁCIDO.-  Una farsa, pero muy provechosa.

CLAUDIO.-  Y lo que yo pensaba: Plácido no ha de matarme.

PLÁCIDO.-  ¡No estoy seguro!

CLAUDIO.-  ¡Hombre, por Dios..., piensa que soy tu amigo!

PLÁCIDO.-  ¡Eres mi condenación!

CLAUDIO.-  ¡Te repito que vine con bastante valor! ¡Estaba satisfecho de mí! Venía diciéndome a mí mismo: «¡Aquí hay un hombre!» La puerta del parque estaba entornada, y por orden del marqués me esperaba Javier..., con una cara feroz. «Ya estás dentro -me dijo-; cumplí el mandato», y cerró la puerta y se fue, y me quedé solo... y me dio miedo. ¡Ea!, te digo la verdad: me dio miedo. Y empecé a dar vueltas, hasta que encontré no sé a quién..., a un criado, y le pregunté por ti, y me señaló este pabellón..., y aquí estoy.

PLÁCIDO.-  Pero ¿no comprendes que no podemos vernos hasta llegar al terreno?.

CLAUDIO.-  Pero si es que precisamente yo no quiero llegar al terreno.

PLÁCIDO.-  ¡Si está todo concertado!

CLAUDIO.-  Pues se desconcierta.

PLÁCIDO.-  Pero ¿cómo, reverendísimo imbécil?

CLAUDIO.-  Como se hace en estos casos: «nos hemos visto, nos hemos dados explicaciones y somos amigos».

PLÁCIDO.-  ¡Pues no lo somos, sino enemigos mortales!

CLAUDIO.-  ¡Por Dios, Plácido, que me comprometes!

PLÁCIDO.-  ¡Ay, qué hombre!... ¡Si no corremos ningún peligro..., si te lo he explicado cien veces..., si esto no lo sabe nadie. Mira, llegamos al terreno, tú, con tus padrinos; yo, con los míos.

CLAUDIO.-  Eso es precisamente lo que yo no quiero. Mis padrinos son los que me dan miedo. ¿Y si adivinan la farsa y se empeñan en que hemos de batirnos de veras?

PLÁCIDO.-  ¡Pero si no pueden adivinar nada!

CLAUDIO.-  ¡Los padrinos tienen muy mala intención!

PLÁCIDO.-  ¡Y tú peor!

CLAUDIO.-  Pues oye: me parece que tendría menos miedo si el lance fuera «de verdad». Es una mezcla de miedo y de vergüenza, lo que siento.

PLÁCIDO.-  Basta, no seas necio. ¡Obedéceme! ¡O te juro que el lance será serio, ya que esto te agrada más! ¡Yo no tolero que estúpidamente descompongas mis planes!

CLAUDIO.-  Pero ¿y si te ocurre una desgracia?

PLÁCIDO.-  ¡Si no es posible! Atiende: llegamos al terreno; te dan una pistola; a mí, otra. Nos ponen frente a frente.  (Va haciendo lo que dice.)  Ya sabes las condiciones. Dan tres palmadas; a la tercera, avanzamos a voluntad hasta llegar cuerpo a cuerpo si es preciso, y disparamos a voluntad.

CLAUDIO.-  Si eso es lo que me desagrada: que disparemos. Sobre todo que dispares tú.

PLÁCIDO.-  ¡Si no llegamos a disparar!

CLAUDIO.-  Pues para no disparar no es preciso ir al terreno.

PLÁCIDO.-  ¡Acabarás con mi paciencia! Escucha. Avanzamos los dos «gallardamente», ¡como dos hombres que van resueltos a jugarse la vida! Y al llegar a dos pasos de distancia, yo me quedo impasible ante ti, presentando mi pecho a tu pistola y desafiándote con la mirada, como quien dice: La muerte no me asusta.» Entonces tú...

CLAUDIO.-  Disparo mi pistola.

PLÁCIDO.-  ¡No seas idiota! ¿No ves que estamos a dos pasos y me matarías?

CLAUDIO.-  Es verdad. Pues no disparo y nos quedamos así.

PLÁCIDO.-  ¡No! Tú levantas tu pistola con soberano desdén y disparas al aire.

CLAUDIO.-  ¿Y se acabó?

PLÁCIDO.-  No se acabó. Hay que demostrar que los dos somos dos hombres de corazón.

CLAUDIO.-  Por mi parte, no tengo empeño.

PLÁCIDO.-  Pero yo sí. Y todo lo que resalte tu fiereza es mayor gloria para mí.

CLAUDIO.-  Bueno, pues sigue: me voy tranquilizando.

PLÁCIDO.-  Tú, al disparar, exclamas con voz ronca: «¡Yo mato, no asesino!»

CLAUDIO.-  «¡Yo mato, no asesino!» Lo diré bien.

PLÁCIDO.-  Y yo me pongo furioso.

CLAUDIO.-  Hombre, no hay motivo.

PLÁCIDO.-  Yo contesto: «¡No admito su generosidad de usted!»

CLAUDIO.-  ¿Y se acabó?

PLÁCIDO.-  No se acabó, aunque se empeñen los padrinos.  (CLAUDIO hace un movimiento de impaciencia.)  Se vuelve a repetir el lance, sólo que esta vez se invierten los papeles. Tú eres el que avanzas arrogante; yo, el que te espero impasible.

CLAUDIO.-  ¿Apuntándome?

PLÁCIDO.-  Apuntándote.

CLAUDIO.-  ¡Pues no acepto y no hay duelo! ¡Que se puede disparar tu pistola!

PLÁCIDO.-  ,¡Ah!... ¡Qué criatura!... ¡Bueno..., bueno..., no te apuntaré!

CLAUDIO.-  No apuntándome, ya sé lo demás. Yo avanzo arrogante y sereno. Tú me esperas con la pistola baja, muy baja, y cuando esté muy cerca, tú disparas al aire, diciendo...

PLÁCIDO.-  No digo nada; pero ante tanta generosidad y tanto valor, todos nos conmovemos: los padrinos y nosotros.

CLAUDIO.-  Y todos nos abrazamos.

PLÁCIDO.-  Naturalmente.

CLAUDIO.-  Está bien..., está bien...; pero estos lances son muy arriesgados. ¡Una y no más!

PLÁCIDO.-  Con ésta me basta. Y ahora te vas muy aprisa... Vete, vete.  (Le lleva hacia la puerta.)  Oye..., si por casualidad te ven salir de aquí, dices que no pudiendo dominar un impulso ciego de tu carácter violentísimo, viniste, en efecto, a buscarme, pero que por fortuna no me encontraste.

CLAUDIO.-  Entendido.  (Sale y observa.)  ¡Por Dios, no te distraigas: la pistola, baja!...

PLÁCIDO.-  ¡Te he dicho que sí..., pero vete..., vete con todos los diablos!  (Mirando desde la puerta.)  Y ahora, Plácido, en confianza, si el lance fuera serio, ¿irías con tanta tranquilidad como ahora?  (Pausa.)  No. Pero iría... si me convenía ir.



Escena XI

 

PLÁCIDO, DON ROMUALDO, DON ANSELMO, el MARQUÉS y JAVIER.

 

PLÁCIDO.-  Señores.

DON ROMUALDO.-  Faltan ocho minutos, el tiempo preciso para llegar con una pequeña anticipación.

PLÁCIDO.-   (Preparándose a salir.)  Estoy a sus órdenes.

DON ANSELMO.-  ¿No quiere usted que intentemos modificar alguna de las condiciones..., que me parecen de gravedad suma?

MARQUÉS.-  ¡Sí, Plácido!

PLÁCIDO.-  Perdonen ustedes; de ningún modo. Señores, permítanme ustedes que en esta ocasión, y sólo en esta ocasión, yo los preceda!  (Sale delante de todos.) 

MARQUÉS.-   (A DON ANSELMO y DON ROMUALDO.)  ¡Es un valor heroico!

DON ROMUALDO.-  ¡Es un hombre!

DON ANSELMO.-  ¡Todo un hombre!



Escena XII

 

El MARQUÉS y JAVIER.

 

MARQUÉS.-  Quise que usted me acompañase... para que viera usted lo que es su paisano.

JAVIER.-  Ya lo sé.

MARQUÉS.-  ¿Y no le admira usted?

JAVIER.-  Le admiro.

MARQUÉS.-  ¿Y no se siente usted profundamente conmovido?

JAVIER.-  Sí, señor marqués. Ahora, ¿permite usted que me retire?

MARQUÉS.-  ¿Para qué? Aquí nos traerán la noticia de lo que ocurra. ¡Qué ansiedad, Javier, qué ansiedad!

JAVIER.-  Mucha. Me parece que viene alguien. Oigo voces.  (Asomándose.)  Si, la señorita Josefina y Blanca.

MARQUÉS.-  Les habrá contado algún imprudente lo del duelo, y es natural que vengan. No todos son tan impasibles como usted.

JAVIER.-  Perdón, señor marqués; yo...

MARQUÉS.-  Basta.



Escena XIII

 

El MARQUÉS, JAVIER. JOSEFINA y BLANCA.

 

MARQUÉS.-  ¿A qué vienes?

JOSEFINA.-  ¿Es verdad que se está batiendo Plácido en el parque?

MARQUÉS.-  Es verdad.

JOSEFINA.-  ¡Válgame Dios, qué disgusto! ¡Primero, que te ibas a batir tú; luego, que se bate Plácido! ¡No me dejan ustedes tranquila!

MARQUÉS.-  Son cosas de hombres en que no debes tú intervenir; retírate.

JOSEFINA.-  No; yo me quedo donde tú estés.

MARQUÉS.-  ¡Pero, Josefina!

JOSEFINA.-  ¡Es inútil!

MARQUÉS.-  ¿Y si te pones mala?

JOSEFINA.-  Blanca me prestará valor: ¡mira qué serena está!

MARQUÉS.-   (En voz baja.)  Como Javier.

JOSEFINA.-   (Lo mismo.)  ¡Son dos hermanitos!...

MARQUÉS.-  Resueltamente: yo les niego mi protección. Me repugnan.  (Se oye un tiro.) 

JOSEFINA.-  ¡Ay!... ¡Ya empieza el fuego!

MARQUÉS.-  Ya cayó uno.

JOSEFINA.-   (Abrazando su padre.)  ¿Llegarán hasta aquí las balas?

BLANCA.-  Creo que no.

MARQUÉS.-   (A JOSEFINA, bajo.)  ¡Es ya cinismo!

JOSEFINA.-  Si le sucede algo a Plácido... ¡Pobrecito!... ¿No te acongojas..., no lloras?

BLANCA.-  Tengo la esperanza de que todo acabará bien.

MARQUÉS.-  ¡Es usted muy animosa..., muy animosa!

BLANCA.-  En estos casos, sí.

JOSEFINA.-  ¿Se verá algo desde la puerta?

MARQUÉS.-  ¡No te asomes, hija!  (JOSEFINA, aun con recelo, se asoma; suena otro tiro.) 

JOSEFINA.-  ¡Ay!  (Entra apresuradamente.)  ¡Me parece que he oído silbar una bala!

MARQUÉS.-  ¡Ya son dos tiros! ¡Es una cosa muy seria! Esos hombres van a matarse. ¡Del primer tiro, uno! ¡Del segundo tiro, otro! ¡Es un encarnizamiento!

JOSEFINA.-   (Con miedo.)  ¿Tú crees?...

MARQUÉS.-  ¡Hija, vámonos! ¡Yo no puedo resistir más estas emociones! Si yo estuviera en el terreno, si fuera uno de ellos, estaría tranquilo; pero aquí no. No puedo. ¡Ven, Josefina!  (Se dirige con ella al fondo: aparece TOMÁS.) 



Escena XIV

 

BLANCA, JOSEFINA, MARQUÉS y TOMÁS.

 

MARQUÉS.-  ¿Qué hay? ¿Qué ocurre?

JOSEFINA.-  ¡Vamos, habla pronto, que estoy nerviosa!

TOMÁS.-  Que ya se acabó todo.

MARQUÉS.-  ¿Cuántos han muerto?

TOMÁS.-  Ninguno. Dos tiros... y nada.

JOSEFINA.-  ¿Ni está herido ninguno de los dos?

TOMÁS.-  Ninguno. Ahora quedan todos abrazándose y aquí vienen tan contentos.

MARQUÉS.-  ¡Gracias a Dios!... ¿Y se habrán portado?

JOSEFINA.-  ¿Cómo se han portado?

TOMÁS. Al pasar oí decir que como dos fieras...  (El MARQUÉS y JOSEFINA dan señales de regocijo.) 

MARQUÉS.-   (A BLANCA y JAVIER.)  Alégrense ustedes de que haya concluído esto.

BLANCA.-  Muy de veras nos alegramos.

JOSEFINA.-   (Desde la puerta.)  Papá..., papá..., que ya vienen.  (El MARQUÉS y JOSEFINA, en la puerta, esperando. BLANCA y JAVIER, más retirados, tristes y despreciativos.) 



Escena XV

 

Dichos, PLÁCIDO y CLAUDIO, por el fondo, con DON ROMUALDO, DON ANSELMO y los padrinos de CLAUDIO.

 

MARQUÉS.-   (A PLÁCIDO.)  Vengan los brazos.

PLÁCIDO.-   (Se abrazan.)  ¡Padre mío! ¡Don Claudio viene a excusarse con usted, a darle una satisfacción, a pedirle perdón! No ha retrocedido ante la muerte, pero se humilla ante la noble figura del señor Marqués de Retamosa.

CLAUDIO.-  No he retrocedido ante la muerte, pero me humillo ante la noble figura del señor marqués. ¡Mil veces volvería a batirme como me he batido, y mil veces me humillaría como me humillo! Para mí, el peligro es un acicate...

PLÁCIDO.-  ¡Basta!

CLAUDIO.-  ¡Basta de acicate!...

MARQUÉS.-  ¡Esa mano!...  (Tendiendo la suya.) 

CLAUDIO.-  No puede usted figurarse con cuánta alegría estrecho su mano. Ya no hay aquí armas mortíferas.

PLÁCIDO.-  ¡Basta!

CLAUDIO.-  Basta de armas mortíferas.

MARQUÉS.-   (Llevando a PLÁCIDO aparte.)  Ya le he escrito al director del periódico que presente su dimisión. Usted será el director de mi periódico. Así premio yo a hombres como usted.

PLÁCIDO.-  Señor marqués...  (Se dan las manos.) 

DON ROMUALDO.-   (Llevándole aparte.)  Ya he hablado con el marqués... En mi distrito hay un puesto vacante, el que tenía don Anselmo: cuente usted con que será usted diputado. ¡Eso merecen hombres de corazón como usted!

PLÁCIDO.-  Don Romualdo...  (Dándose las manos.) 

JOSEFINA.-   (Llevando aparte a PLÁCIDO.)  ¿Se acuerda usted del sueño de antes?... ¿Quiere usted que sea realidad?... ¿Me quiere usted de veras?

PLÁCIDO.-  ¡Con el alma!

JOSEFINA.-  ¡Pues yo también! ¡Qué menos para pagar amor tan verdadero!

MARQUÉS.-  Todos ustedes me van a honrar acompañándome a la mesa..., y al terminar el almuerzo todos brindaremos por dos hombres de corazón... ¡Plácido, dé usted el brazo a Josefina!  (Todos, con alegría y voces, se dirigen al fondo.) 

BLANCA.-   (A JAVIER.)  ¡El menos ridículo, el marqués! ¡El más miserable, Plácido! ¡La más liviana, Josefina!... ¡Óyelos!... ¡Óyelos!... ¡Los malvados, nosotros, y sobre ellos y sobre nosotros, envolviéndonos a todos, la farsa repugnante..., la farsa asquerosa..., la farsa ridícula!... ¡Llévame de esta casa, llévame!... ¡Aire puro, por Dios!



 
 
TELÓN
 
 


Anterior Indice Siguiente