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A las sacerdotisas de la moda

Concepción Gimeno de Flaquer





Quiero probar a la faz del mundo que el Cristianismo, lumbrera religiosa, antorcha divina, aurora refulgente que ha esparcido sus vívidos resplandores doquiera ha penetrado, sumiendo el error en la oscura noche de los tiempos para derramar la verdad por los ámbitos de los espacios que domina, no ha sepultado todos los falsos dioses en el sudario del olvido.

Hoy existe una caprichosa deidad a la que se rinde un culto respetuoso: su secta cuenta con innumerables prosélitos, con secuaces infinitos.

Mucho os asombrará mi aserto, mas espero demostraros muy en breve de una manera inconcusa la veracidad de él.

Es innegable que han caído para no levantarse jamás, aquellos ídolos informes a quienes por tanto tiempo sacrificaron víctimas humanas; es cierto que hasta la cronología intenta borrar de sus páginas, por no verlas manchadas, aquella época de politeísmo en que los vicios y las pasiones fueron divinizados; es exacto que Leda, Ceres, Diana y Proserpina, han perdido su imperio, pero no lo es menos, que existe actualmente una diosa cuya poderosa influencia se deja sentir por todas partes donde mora la civilización.

¿Sabéis quién es esa despótica innovadora que avasalla gustos y opiniones?

La moda.

Su sacerdotisa la mujer.

A esta subyuga principalmente, a esta impone tiránicas leyes que la esclavizan física y moralmente.

Hay una clase de mujeres para las cuales la moda es el oráculo que en los tiempos gentílicos leía la joven Pitia sobre el trípode en el templo de Delfos.

Todo lo sacrifican a la moda, porque si no obedecen sus mandatos ciegamente, sin dilucidación de ninguna especie, la oda les impone un castigo severo; terrible castigo que no pueden soportar en su debilidad y que como su sombra las persigue el ridículo.

Entre mujeres de esta especie la denigración mayor, es no vestir según las prescripciones del último figurín y la que con arreglo a este no se presenta ante la frívola reunión que ellas componen, es la befa, el escarnio, el ludibrio de esa sociedad que tiene por dios, por altar, y por lema la moda.

Es triste que rindáis un culto idólatra a quien tan poco vale, a quien no le merece; es doloroso que arrastradas por su impetuosa corriente, abandonéis lo más para entregaros a lo menos.

Es verdaderamente deplorable haber dejado adivinar que vuestra ilusión más bella es un traje, que vuestro anhelo constante es obtener el que no poseéis, que vuestra dicha en despertar admiración con el deslumbrador atavío en que vais envueltas.

¡La admiración! Humo fatuo, fugaz, pasajero, ¿qué dejas detrás de ti? La moda. El vacío. ¿Es más grande la mujer que posee el secreto de embellecer el hogar, constituyendo este en su primer deber, que la que conoce el arte de encantar un salón, despertando hacia sí la envidia y el entusiasmo? Esta brilla cual el diamante con sus soberbias facetas, a la par que la otra no irradia más que el tenue y suave resplandor de la perla, pero la belleza de la primera es eterna y la de la segunda efímera.

Sois tan fútiles sacerdotisas de la moda, que en vuestras conversaciones solo sabéis ocuparos de una falta de encaje, de un sombrero de tul, un chal de cachemira y un albornoz de raso.

Por eso causa hastío conversar con vosotras.

De vosotros se ha dicho que vivís prendidas a la vida como un adorno.

Os apellidan perchas donde el lujo cuelga sus fugitivas innovaciones, aparadores donde el comerciante expone sus telas, joyeros de barro en los cuales se muestran oropeles, y búcaros donde se ofrecen al público frías rosas de linón y alambre.

Hay todavía algo más cruel; para vosotras, que felizmente estáis en minoría, se ha insultado a la mayoría; porque los dicterios, sátiras e improperios que se os han dirigido, han caído sobre todo el sexo.

Un grande hombre, haciendo brillar su claro ingenio, ha dicho: «Rara es la mujer que se pierde, que no se la pueda encontrar bajos los pliegues fastuosos de un traje de última moda».

Horrible anatema, mancha indeleble, padrón ignominioso.

Decidme, ¿por qué el tiempo que gastáis en estudiar el arte de agradar, no lo invertís en estudiar el arte de vivir, el arte de pensar?

La coqueta cree que su única misión en este mundo es agradar. Quizás lo creáis vosotras también, pero es un principio falso que puede terminar en un funesto fin, es un absurdo que debe destruirse.

No hay error que pueda ser útil, ni verdad que pueda dañar.

¿Sabéis cuál es vuestra misión sobre la tierra?

Fortalecer las almas debilitadas, cicatrizar las heridas del corazón, verter una gota de esencia en el cáliz del dolor cuando el infortunio abruma al hombre.

Velar a donde more el sufrimiento, olvidándoos de vosotras mismas para consagraros al desvalido y al indigente.

Ofrecer la vida cuando la caridad lo ordena, arrastrar la muerte cuando lo exija el deber sin retroceder ante el peligro, los cataclismos y epidemias.

Qué sería de este inmenso páramo cubierto de abrojos y espinas si la mujer no hace brotar una flor, si no perfuma el ambiente que en él se respira.

Si la vida es un paréntesis entre dos lágrimas, la mujer debe ser el paño que las enjugue.

Vuestro destino es hacer dulces y serenas las amargas horas de la existencia.

Los que no busquen en vosotras los sentimientos puros de que debéis estar animadas, levantadas afecciones, resignación ante la desgracia, olvido ante la injuria, tierna solicitud con el enfermo y abnegación ilimitada, pidiéndoos solamente belleza en el rostro, esbeltez en el talle y candor en la mirada, son seres mezquinos que todo lo conceden a la grosera materia que es lo que ellos adoran.

No preguntéis a estos seres si tienen religión, si tienen familia, si han amado verdaderamente alguna vez.

Réstame deciros en conclusión, pues temo haber sido prolija, que no condeno cual rígida censora el que os ataviéis, según las reglas del buen gusto, que no os excito a que vistáis tosco sayo de estameña, ni a ostentar negra correa; mi objeto es haceros presente que no debéis rendir un culto tan ciego a ese ídolo llamado moda, porque con sus ridículos caprichos os desfigurará, arrebatándoos algunos de vuestros peregrinos encantos.

La mujer, salvo raras excepciones, está dotada de un alma de artista, de un corazón en el cual se halla muy desarrollado el sentimiento de lo bello: entregaos a este y os presentaréis con esa elegancia innata, la cual se halla siempre marcada con el sello de la distinción.

Mi último pensamiento se limita a suplicaros que adornéis vuestra alma más que vuestro cuerpo.

No puedo terminar sin daros un consejo dictado por el interés que me inspira vuestra felicidad.

Si alguna vez sentís la ambición de inspirar amor, no lo encaminéis al placer que pueda proporcionaros colgar un trofeo más en el alcázar de vuestro amor propio: este placer dejaría un helado vacío en vuestro corazón; aspirad a fines más sublimes; aspirad a engrandeceros y elevar el espíritu de vuestro ser predilecto; mostradle el árbol frondoso de la virtud cuyas ramas son los únicos escalones que conducen al hombre viajero a las regiones empíreas.

Aspirad a esto, amadas lectoras, por ser la más santa; la más pura, la más noble de las ambiciones.





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