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Treinta años de narrativa en Argentina (1960-1990)1

José Luis de Diego





Daniel Moyano publica su primer libro en Córdoba en 1960, y su último al cerrarse la década del ochenta. La mayoría de la bibliografía existente sobre su obra suele ocuparse de alguno de sus textos o de conjuntos más o menos reducidos de ellos; son menos frecuentes los trabajos que conectan esa producción con la de otros autores a partir de categorías que excedan el marco de una contextualización meramente coyuntural. En este sentido, las dos asociaciones más visibles son, por un lado, la que incluye esa producción con la de escritores del interior del país que procuran distanciarse del regionalismo; por otro, la asociación que conecta en especial sus novelas del '81, El vuelo del tigre, y del '83, Libro de navíos y borrascas, con la producción del exilio argentino durante la última dictadura militar. El objetivo de este trabajo es echar sobre la literatura de Moyano una mirada algo más amplia, y sabido es que la ampliación del foco puede implicar pérdida de nitidez. En todo caso, debe quedar en claro que nuestro objetivo son las transformaciones del sistema literario en Argentina en esos treinta años; la obra de Moyano no será, por tanto, un punto de partida sino de llegada.

En los últimos años es fácil percibir que ha habido una intensa revisión de los sesenta en Argentina. Lo que se nos plantea como un interrogante inicial es que para hablar de literatura, deberíamos invertir la afirmación, ya que, en literatura, de los sesenta se habla muy poco. Las revisiones de los '60 en el campo de la cultura suelen abundar en referencias a las artes plásticas, como si por allí pasaran las formas más espectaculares de la modernización, y si se habla de literatura, todas las miradas se dirigen al ámbito latinoamericano, al llamado boom de la novela hispanoamericana, y a la figura de Julio Cortázar como referente inexcusable, tanto en el nivel de la creación estética como en el nivel de su presencia pública a través de polémicas y notas, y en la repercusión y venta de sus libros. Pero si abandonamos por un momento la mirada cultural y nos ceñimos a lo específico del campo literario, el silencio sobre los sesenta y los setenta en Argentina parece aun mayor. Basta recorrer las publicaciones especializadas y las colaboraciones y ponencias a congresos de los ochenta y los noventa para ver hasta qué punto esa omisión se hace evidente: o bien el interés se focaliza antes (con las figuras de Arlt y de Borges que en los ochenta parecen ocupar el centro del debate en la rediscusión cíclica de nuestro canon), o bien después, en escritores que, aunque comenzaron su obra en los '60, lograron generar un creciente interés de la crítica en los ochenta: Manuel Puig, Juan José Saer, Ricardo Piglia (por lo general, no suele hablarse de ellos como exponentes de la narrativa de aquellos años y se los considera en tanto proyectos creadores con alto grado de autonomía; podría citarse, como única excepción, a La traición de Rita Hayworth, novela del '68 a la que, curiosamente, también se la latinoamericaniza, como ejemplar del llamado posboom). Por otra parte, también la obra de Cortázar parece haber sido desplazada del interés crítico, probablemente por estar tan identificada con los avatares políticos y estéticos que caracterizaron las décadas citadas.

El segundo interrogante que se nos plantea es si se puede describir el campo literario en Argentina con prescindencia del latinoamericano en una época en que aparecen notablemente fusionados. Sin embargo, esa fusión, que aparece reiteradamente afirmada por la crítica, resulta de ardua comprobación, ya que las descripciones de ambos campos suelen ser tan disímiles que la tan mentada latinoamericanización parece ser, en literatura, no mucho más que o bien un «espíritu de época» o bien un resultado cultural de estrategias exteriores al campo.

Hacia fines de los sesenta, el Centro Editor de América Latina lanza la colección de libros y fascículos Capítulo. Historia de la literatura argentina, un proyecto que, desde el modo mismo de comercialización, procuraba distanciarse y diferenciarse de las Historias... precedentes. Uno de los últimos fascículos de aquella colección se tituló «Las últimas promociones: la narrativa y la poesía», y fue preparado por Josefina Delgado y Luis Gregorich (pp. 1297-1320)2. La descripción del «ámbito histórico social» parte del frondicismo, el que se caracterizó, en el campo cultural, por «una libertad de expresión relativamente amplia», y por el boom editorial, iniciado por aquellos años, que quizás «haya tenido que ver con la política inflacionaria del gobierno de Frondizi». Nuevas técnicas de comercialización, abaratamiento de los costos por la masividad de las tiradas, crecimiento del «status» social otorgado al escritor por algunos medios de difusión: razones que intentan explicar la «prolongación» del boom literario. No obstante, acaso la razón más importante de esa prolongación sea «la vigorosa preeminencia, en los últimos años, de las obras narrativas de los autores latinoamericanos en general, aun a expensas de los propios autores argentinos»; o sea que el boom novelístico latinoamericano tiene un efecto positivo de arrastre, y un efecto negativo que podríamos llamar de monopolio: si el primero, como afirma Ángel Rama, se agotó en un decenio, el segundo fue mucho más perdurable. Respecto del «ámbito estético», se citan dos condicionantes comunes a la narrativa latinoamericana, y que coinciden con los diagnósticos posteriores sobre el tan comentado cruce entre modernización y revolución. Por un lado, la actitud «profesional» de los nuevos escritores, que ya se veía en la generación del '55; por otro, «la vertiente de temas y motivos contenidos en el proceso transformador de América Latina, y principalmente la vinculación con los movimientos guerrilleros, la revolución cubana y unos pocos líderes populares y revolucionarios...»:

La actitud profesional de los nuevos narradores aparecidos hacia 1960, y que probablemente pueda ejemplificarse con los sucesivos libros de Haroldo Conti y Marta Lynch [...], puede considerarse un fenómeno de transición entre las propuestas de esta última generación [la del '55], basada en el realismo y el compromiso político-social, y las intenciones creadoras de los escritores más ajenos a la atmósfera ideológica del '55 y que no publican enseguida sus primeros libros, decepcionados de los abusos sociologistas y más inclinados a buscar en sus obras cierta tensión lírica y cierta elaboración del lenguaje que no excluyen, sin embargo, un propósito de indagación de la realidad argentina claramente verificable.


(p. 1303)                


Pero veamos quiénes son los narradores de la generación del '55 y quiénes los jóvenes de los sesentas. Entre los primeros, sobresalen David Viñas, Beatriz Guido, Juan José Manauta, Héctor A. Murena, Pedro Orgambide, Andrés Rivera, Humberto Costantini, Elvira Orphée, Dalmiro Sáenz, Jorge Masciángioli, Sara Gallardo, Marco Denevi, Alberto Vanasco, Jorge Riestra, y los de «transición», Haroldo Conti y Marta Lynch. Entre los segundos, Abelardo Castillo, Juan José Hernández, Amalia Jamilis, Daniel Moyano, Germán Rozenmacher, Juan José Saer, Rodolfo Walsh, Néstor Sánchez.

Tal vez el carácter fragmentario de las técnicas expresivas de estos nuevos narradores, su mayor preocupación formal, su menor confianza en la repercusión directa e inmediata de un mensaje social o político, hacen que la mayor parte de ellos se inicien en la escritura de cuentos, y que sólo para un período posterior de su actividad reserven la creación de novelas.


(p. 1303)                


Sea cual fuere la razón, la reseña de las obras confirma el aserto: la mayoría son libros de cuentos.

Si trazamos un arco en el tiempo, del '69 al '99, y nos detenemos en la reciente Historia crítica de la literatura argentina, dirigida por Noé Jitrik, aunque los análisis allí planteados no se atengan a un encuadre cronológico riguroso -se abandona el desprestigiado criterio generacional-, el primer volumen de la colección se concentra aproximadamente en un período que va de 1955 a 19763. La decisión de los autores de llamar a este volumen «La irrupción de la crítica», y al siguiente «La narración gana la partida» parece confirmar lo que venimos diciendo, esto es, que la impronta del discurso crítico será dominante en el período señalado por sobre las producciones literarias, y que, a partir del '76, la narrativa, y en particular la novela, ocupará el lugar central. Cuatro trabajos se incluyen en el apartado «Narrativa». En el titulado «Escrituras de la "zona"», Martín Prieto da cuenta de los escritores del interior del país quienes, mediante una laboriosa operación sobre la lengua, lograron superar «el regionalismo, en sus formas epidérmicas y tópicas»,

[...] privilegiando, en sus obras el ambiente, el paisaje, los tipos, las modalidades del habla y las costumbres de un determinado lugar, de una determinada región, pero, a su vez, otorgando en el relato singular relevancia a las elecciones compositivas; obtienen, de este modo, un producto que elude la pura referencialidad, el documentalismo, el pintoresquismo, el folklorismo y el costumbrismo para instalarse en la tradición iniciada en la literatura argentina por Horacio Quiroga...


(p. 344)                


Para llevar a cabo este proyecto, Daniel Moyano, Juan José Hernández, Antonio Di Benedetto y Juan José Saer debieron enfrentarse, por un lado, a la narrativa «de Buenos Aires» que para entonces parecía dividida en dos campos: los narradores «protagonistas» del grupo Sur -Borges, Silvina Ocampo, Bioy Casares, Mallea, Mujica Láinez, Bianco- y sus «antagonistas» -Viñas, Beatriz Guido, Rivera, Wernicke-; y, por otro, «a las convenciones pauperizadas de la literatura del interior». De modo que ya no se leen aquí esquemas generacionales para describir el campo; se utilizan, al menos para caracterizar a este grupo de escritores, criterios más topológicos (interior/Buenos Aires) y estructurales (oposición, enfrentamiento). En «La narrativa como programa. Compromiso y eficacia», Sergio Olguín y Claudio Zeiger desarrollan los núcleos centrales que, a su juicio, están presentes en los escritores de los sesentas y los setentas. Por un lado, la incomodidad frente al realismo tradicional que se pone de manifiesto en los artículos de El Escarabajo de Oro, la revista que mejor los representa: «Realistas muchas veces, es difícil que los escritores se apliquen a ellos mismos tal calificación» (p. 362). Y más adelante, se afirma que la revista «le debía a Contorno la "herencia" de una mirada crítica sobre la literatura argentina según la cual se efectuaba una reivindicación de la literatura realista». Si tenemos en cuenta que El Escarabajo... «se destacó... por el culto por escritores como Ernesto Sábato, Leopoldo Marechal y Julio Cortázar», y que, en la «herencia» de Contorno, reivindicaron a Arlt y a Martínez Estrada, entonces la reivindicación del realismo partía de una concepción muy amplia del mismo y no era mucho más que un arma de combate contra la otra tradición, identificada con el grupo Sur. Agregan los autores que es frecuente encontrar en los relatos de aquellos escritores un interés por «la clase media de las ciudades, los intelectuales, los artistas y los marginales de la sociedad industrial» (p. 368), la preferencia por un lenguaje áspero y por los personajes varones y duros, el descubrimiento del policial negro como un género que podía transformarse en una herramienta de disección de la vida social.

Las reseñas de los textos que se incluyen en los artículos de la Historia... ratifican la afirmación de Gregorich y Delgado: en efecto, en su mayoría son cuentistas que, luego de sus primeros libros, escriben novelas. Si por un momento abandonamos nuestro corte cronológico y proyectamos la mirada sobre los ochentas y los noventas, podemos ver que en las obras de Saer, de Moyano, de Piglia, de Costantini, de Rivera, la tendencia es bien visible: la novela desplaza claramente al cuento en la preferencia de los escritores y, como en el caso de Puig, los narradores mencionados adquirirán mayor relevancia en los años posteriores al '76. Además, se puede advertir que el «paso» del cuento a la novela implica, a su vez, el progresivo abandono de las marcas generacionales -«los sesentistas»- hacia proyectos creadores propios cada vez más definidos. Dentro de estos panoramas, es fácil advertir la inclusión de los primeros textos de Moyano: los cuentos de Artistas de variedades, La lombriz y El fuego interrumpido, y, en especial, sus dos novelas, Una luz muy lejana, de 1966, y El oscuro, del '68. La tensión interior/capital, Leitmotiv en los escritores de la «zona», como los llama Prieto, resulta el principio estructurante de la novela del '66 -entre un lugar del «campo» innominado y Córdoba capital- y de la compleja psicología del coronel protagonista de El oscuro -esta vez, entre La Rioja y Buenos Aires-, además de estar presente en cuentos muy tempranos, como el que da título al libro de 1960, «Artistas de variedades». Sin embargo, y más allá de caracterizaciones temáticas muy transitadas, presentes en casi todos los diagnósticos, sobresale una categoría que, aunque periódicamente vapuleada, pervive con sorprendente insistencia: el realismo. Para hablar de la segunda década, los setenta, quizás convenga detenerse en ella.

Cuando en el campo de la novela -mucho más que en cualquier otro género- debemos ocuparnos del orden de la representación y de lo representado, parece inevitable enfrentarnos a esta categoría. Si gran parte de la producción literaria del siglo XX intentó explicarse mediante la oposición realismo/vanguardia, aún es fácil percibir que el realismo pervive en muchos casos como el elemento dado o no marcado, y la vanguardia como lo marcado, como su reverso negativo. Incluso uno de los autores que mejor comprendió la significación de los movimientos de vanguardia, como Adorno, se refiere a la negatividad como una de sus características definitorias. Sin embargo, a medida que el tiempo pasó y que la vanguardia se fue consolidando como una suerte de clasicismo de nuestro siglo, fue perdiendo su carácter transgresivo, y la progresiva aceptación social fue neutralizando los ribetes más escandalosos que rodearon su irrupción en los comienzos del siglo. La asociación entre vanguardia estética y vanguardia política postulada en los sesenta fue el último intento de dotar al campo estético de una virulencia revolucionaria que ya estaba en vías de extinción. A partir de allí, la vanguardia pareció fragmentarse entre los clásicos ya aceptados por el mercado y los nostálgicos de los sesenta -artistas que profesionalizaron su histrionismo, hippies de más de cincuenta años, constantes reciclamientos de grupos y hits musicales de entonces-: hoy, como afirma Piglia, la vanguardia es un género como cualquier otro. Desde esta perspectiva, es menester preguntarse si es posible referirnos a la producción novelística de las últimas décadas sin desembocar en el binarismo fatal de textos realistas versus textos antirrealistas. Todo indica que la respuesta a esa pregunta es negativa: a pesar de haber soportado críticas y severos cuestionamientos teóricos, la categoría «realismo» parece soportar inmune esos ataques.

¿Cuáles son las «soluciones» que han encontrado escritores y críticos para continuar aferrados a una categoría tan resistida? Una solución es la adjetivación, un realismo adjetivado. Mediante este procedimiento, la categoría ha sido rescatada aun por sus más acérrimos detractores: así, un realismo de otro signo debía oponerse al realismo ingenuo o realismo decimonónico, un realismo crítico debía afirmarse frente a los imperativos del realismo socialista; y frente al crudo realismo de las llamadas «novelas de la tierra», se levantó en los sesenta la bandera del realismo mágico o maravilloso. En nuestro país, ese gesto se puede advertir nítidamente en el «rescate» de la figura de Roberto Arlt; si se trata de un escritor realista, su realismo es metafísico -según la afirmación de Oscar Masotta4-, o excéntrico, de acuerdo con la formulación de Piglia5. La adjetivación persiste incluso en escritores más recientes, cuyos textos difícilmente puedan ser calificados de realistas: César Aira6, por ejemplo, afirmó que toda la literatura podía reducirse a variaciones sobre el realismo; Marcelo Cohen habló de realismo inseguro7; Alberto Laiseca, de realismo delirante8. Aun cuando las formulaciones se acerquen a oximora más o menos llamativos, nadie parece escapar a la tentación de hablar de realismo toda vez que se refiere a su propio proyecto creador.

Esta controversia se puede advertir a la hora de caracterizar la producción de Daniel Moyano. Augusto Roa Bastos, en el temprano prólogo que le dedicara, tampoco escapa a la tentación de adjetivar; como es sabido, habla de realismo, pero de un realismo «profundo»9, y Andrés Avellaneda, en un exhaustivo panorama publicado en el '77, menciona a Moyano y a Manuel Puig como las «cumbres del realismo»10. Sin embargo, ya entrados los setenta, comienzan las correcciones y los adjetivos cambian. La aparición de los dos libros del '74, los cuentos de El estuche de cocodrilo y, en especial, la novela El trino del diablo motivó a la crítica a hablar de realismo mágico (María Teresa Gramuglio)11 o realismo alegórico (Adolfo Prieto)12. Pero esta caracterización no es unánime. El día 2 de julio de 1992, el diario Página 12 se refiere a la muerte del escritor argentino: la columna central la escribe el periodista Rolando Graña, y allí afirma que Conti y Moyano «derivaron luego hacia formas más ostentosas de realismo mágico alla García Márquez. De tal modo que a la póstuma (sic) Mascaró de Conti corresponde El vuelo del tigre, primer libro que Moyano publicó en España». Pero en una columna lateral, Miguel Briante opina lo contrario: «En El trino del diablo [...] todo es desaforado y loco pero no a la manera del gastado realismo mágico sino en el cauce de una aventura que se mete siempre en lo hondo, en lo filosófico...». Como se ve, la adjetivación del realismo provoca más controversias que certezas. Quizás porque, como dijimos en otro lugar, o bien ningún texto puede dar cuenta de la realidad, y por tanto el realismo es una pretensión ilusoria; o bien todo texto de algún modo habla de la realidad, y por lo tanto el realismo es una categoría inútil.

Una segunda solución busca referirse a un orden -o desorden- de cosas previo a su elaboración estética: no se habla, en este caso, de «realismo» sino de lo real. Así lo planteó Beatriz Sarlo con referencia a los textos producidos en años de la dictadura13:

En un espacio difícilmente ocupable en los años del proceso, la literatura intentó, más que proporcionar respuestas articuladas y completas, rodear ese núcleo resistente y terrible que podía denominarse lo real.


(p. 35)                


Y es precisamente esa resistencia de lo real la que parece terminar con la ilusión de la representación mimética:

¿Qué vincula a todos estos textos, diferentes por sus estrategias literarias y por sus posiciones ideológicas, escritos en la Argentina y en el exilio? Por un lado, un grado de resistencia a pensar que la experiencia del último período pueda confiarse a la representación realista.


(p. 57)                


Desde esta perspectiva, que Ricardo Piglia y Juan José Saer han desarrollado y consolidado, lo real ya no es un orden externo y previo al que la literatura puede -y debe- transformar en su objeto, ni tampoco un orden sólo discursivo, una construcción lingüística, de palabras, que, en el juego intertextual, no hace más que predicar su esterilidad para representar la radical alteridad de las cosas14; lo real es, ahora, «un núcleo resistente y terrible» (Sarlo), «un núcleo secreto» (Piglia), «una selva espesa» (Saer), una dimensión que es menester explorar, problematizar y densificar, exponiendo su carácter enigmático e irreductible.

Contra el afán totalizante del realismo clásico, contra los juegos experimentales de una vanguardia agotada, contra la barbarie monolítica y excluyente del discurso autoritario, contra las variadas formas del progresismo bienintencionado, contra la pretendida transparencia de los mensajes mediáticos: allí es donde la literatura se encuentra con la política, en una política de la escritura, permanentemente atenta no sólo a los modos de situarse en una tradición que reconoce como propia, sino también plenamente consciente de los modos de circulación material de los bienes simbólicos en el mercado. Se postula, de esta manera, una nueva teoría de los vínculos entre literatura y política que a primera vista parece paradójica: en el gesto de retirar la política de la literatura -concebida como en los años setenta-, se reafirma el carácter político de su función. Así, la impugnación del realismo ya no viene de la mano de poéticas vanguardistas o antirrealistas, en el sentido de una oposición que marcó las prácticas estéticas de los sesenta y los primeros setenta, y demuestra hasta qué punto esa oposición -todavía presente en numerosos esquemas de la crítica literaria- resulta insuficiente y aun anacrónica para intentar explicar o meramente caracterizar la producción literaria de los ochenta. Porque al desplazar el objeto de la discusión desde el realismo -y con él, del valor representativo de la literatura- a lo real, el interrogante que se plantean los escritores -y con ellos, los críticos- cambia: ya no es cómo dar cuenta de la totalidad del mundo social, ni tampoco cómo dar cuenta de ciertos fragmentos de esa totalidad que por su carácter significativo permitan ver el todo; pero tampoco el gesto vanguardista -«antirrealista»- que celebra la autonomía del arte como una forma de emancipación de la fidelidad al realismo para afirmar otra fidelidad a otra realidad, a la que sólo podrá accederse en la medida en que se modifiquen radicalmente los instrumentos y las técnicas de representación. Lo que aparece ahora, y es perceptible en la narrativa de los ochenta, no es ni la fidelidad ni la ruptura respecto de lo real, sino la incertidumbre; se abandonan las actitudes celebratorias y arrogantes (ya sea en el sentido que la literatura puede modificar la realidad, o en el sentido que la literatura puede emanciparse de la realidad) y se instala el interrogante: quiero decir que el interrogante no es previo a la representación, sino que el interrogante es el principio constructivo de la representación. Es el interrogante que atraviesa los principales textos de los inicios de la década: Respiración artificial (1980), de Piglia; Nadie nada nunca (1980), de Saer; La vida entera (1981), de Martini; Libro de navíos y borrascas (1983), de Moyano. Si el interrogante es perceptible en un corte sincrónico hacia comienzos de los ochenta, también puede leerse como una ruptura en la obra de Moyano, en tanto los realismos «adjetivados» ya no resultan adecuados para caracterizar dicha producción. Y la incertidumbre se pone de manifiesto, en la novela del '83, además, en el plano de los contenidos: un narrador sedentario sometido a la experiencia del nomadismo forzado; un narrador «de agua dulce» que tematiza su incapacidad para referir el mar; un narrador desencantado de las soluciones mágicas de los globos azules que enfrenta los límites del lenguaje para narrar la tragedia colectiva.

«No sé escribir novelas», dice Moyano en el conocido reportaje de Crisis del '7515. Sin embargo, en su último texto, Tres golpes de timbal, opta por una síntesis genérica en la que una serie de relatos se enlazan en una historia que los engloba y les da sentido; se trata, a mi juicio, de su novela más elaborada y estructuralmente mejor resuelta. En 1989, en el diario Página 12, Jorge Warley reseña la novela de Juan Martini La construcción del héroe y titula su columna «El viejo truco de la metaficción». Meses después, cuando aparece la novela de Moyano, el mismo Warley titula su reseña «El viejo truco del realismo mágico». A pesar de la imprecisión del cronista en sus apreciaciones, las mismas no dejan de constituir un síntoma. Hacia fines de la década, la celebrada «vuelta a la narración» ponía en tela de juicio, para Warley, una estética perimida, pero también el writing on writing de los textos fuertemente autorreflexivos. Pero la originalidad narrativa de Moyano había logrado sortear ambos escollos sin abandonarlos del todo, porque sin duda existen en la novela elementos que permiten asociarla a las mejores tradiciones del realismo mágico, y también existen inflexiones propias de las narraciones autorreflexivas, como el narrador innominado que accede a su identidad y a su destino en tanto se asume partícipe como personaje de las ficciones que él mismo produjo. Moyano terminó siendo fiel a su escritura en un momento, hacia fines de los ochenta, en que es fácilmente perceptible en Argentina un recambio generacional en el censo de escritores, y con él, una inflexión entre las estéticas residuales, dominantes y emergentes. Quizás sea esta la razón por la que no pudo percibirse que Moyano había escrito su obra más clásica, ya que las historias de aquel pueblo de Minas Altas, en el que conviven astrónomos y músicos, pueden leerse en clave de realismo mágico, pero también pueden ser leídas como una suerte de pitagorismo profano no explicitado que justificaría su inclusión en series literarias más amplias y muy poco transitadas. Moyano había producido su mejor novela, pero los lectores de los noventa ya no tenían el interés o la voluntad de advertirlo.





 
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