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Aballay [Fragmento]

Antonio Di Benedetto

Esta noche, Aballay ha decidido despegarse de la tierra.

Bien es real que el llano, que es lo único que él conoce, no tiene columnas, ni nunca ha visto más que las de un pórtico, en la iglesia de San Luis de los Venados.

Recuerda que para escabullirse de las disciplinas de su madre, se trepaba a un árbol. Acepta que al presente está intentando lo mismo: huirse de su culpa, y busca a dónde subir.

No le valdría, actualmente. Ni un ombú, si probara el refugio de su altura y follaje. Sería descubierto, sería apedreado, aunque no supieran la verdadera causa, solamente por portarse de una manera extraña. Tampoco nadie le alcanzaría un mendrugo.

Está firme, a conciencia, en el trato consigo mismo de separarse del suelo y llevar su vida en penitencia. Mató, y de un modo fiero. No se le perderá la mirada del gurí, que lo vio matar al padre, uno de los escasos recuerdos que le han quedado de aquella noche de alcohol.

Pero él no podría quedarse quieto con su remordimiento. Él tiene que andar. Salirse (de un sitio en otro).

¿Cómo, si quiere copiar a los de antes, lo que contó el cura?

El fraile, dijo que montaban a la columna. Él, Aballay, es hombre de a caballo. Tempranito, a los primeros colores del día, Aballay monta en su alazán.

Le palmea con cariño el cuello y consulta: «¿Me aguantarás?». Supone que su compañero acepta y, mientras avanzan al trote suave, lo prepara: «Mirá que no es por un día... Es por siempre».

La primera jornada ha sido de voluntario ayuno, la segunda de atormentarse pensando en comer y no amañarse para hacerlo.

Gozó de aquella. Privarse un día da pureza a la sangre, se argumentó como consuelo.

Después le vino el hambre tan grande y con tal reclamo que entró a desesperar de conseguir ayuda, y por consecuencia de no ser capaz de cumplir su intención.

Lo orientó un humo. Se ganó al rancho. Habían carneado y asaban las achuras en el mismo patio. No hizo falta que pidiera. Solo que llamó la atención con su resistencia a ponerse a gusto, junto al puestero y los suyos. De todos modos, le alcanzaron una generosa porción ensartada en su propio cuchillo.

Supo que esa vez era diferente de otras. Había recibido el bocado hospitalario que, sin preguntas, nunca se niega al que hace camino. Antes también lo tuvo, en distintos sitios. Sin embargo, desde esta ocasión podría volvérsele necesidad de todos los días, y se le nubló el orgullo de su nueva condición.

Ya estaba cercado por los apuros que pudo prever y los que la penuria comenzaba a mostrarle.

En adelante debió socorrerse con imaginación y ahí donde la astucia fallaba o vislumbraba riesgo de quebrantar su designio, tomaba enseñanza del relato del cura.

No menudeaban los ranchos, por esas soledades, ni él se figuraba de entenado. Se haría de avíos o provista, algún recurso guardaba como para poder pagarla. ¿Cazar? Sí, pero, ¿cómo cocer la carne? ¿Fruta? La naturaleza de esa región la negaba.

Habilidoso fue siempre para las suertes sobre el estribo o colgado de las cinchas, con lo que le vino a resultar sencillo recoger agua en el jarro o, por probarse destreza, beberla aplicando directamente los labios a la superficie de los arroyos.

De dormir sobre el caballo tenía experiencia y este de soportarlo. Pero, si no lo aliviaba de su carga, no le concedería descanso y sobrevendría la muerte del animal. Enlazó un cimarrón, lo convirtió en su parejero y se pasaba de una cabalgadura a otra, para darles respiro. El segundo no hizo resistencia ni al jinete ni a la rutina; seguramente había tenido dueño.

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