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Abastecimiento urbano y liberalismo económico: la policía de abastos en la Navarra del siglo XIX1

Carlos Sola Ayape


(Departamento de Geografía e Historia, Universidad Pública de Navarra.)

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Resumen

La presente comunicación aborda la problemática de los abastos urbanos en la Navarra del siglo XIX, con el fin de avanzar un cuadro de reflexiones sobre el balance de las reformas liberales aplicadas en esta materia y sus repercusiones en un marco urbano dominado por un intervencionismo municipal de viejo cuño paternalista.




Abstract

The present comunication tackle the problem of the urban supply in Navarra in XIX century, wanting to advance a general programme of reflections about the balance of the liberal reforms applied in this matter and their repercussions in an urban mark dominated for a municipal supervision with old paternalist stamp.






El reformismo liberal en materia de abastos urbanos

No descubrimos nada nuevo al decir que a lo largo de los siglos el abastecimiento urbano fue uno de los asuntos de mayor preocupación de los Gobiernos centrales, y significativamente los municipales, y que las recopilaciones legislativas que nos han llegado hasta nuestros días se encuentran repletas de infinidad de medidas encaminadas a garantizar el abasto de los principales artículos de primera necesidad, especialmente a los grandes centros urbanos. El hambre siempre fue una sombra agazapada2, de ahí que, desde la órbita local, y ante el deseo de combatirla, una parte muy importante del articulado de las ordenanzas concejiles quedara orientada a regular y controlar la comercialización y el precio de los comestibles, esos que en la documentación   —188→   se les conoce con el nombre de artículos de comer, beber y arder. El resultado fue la configuración de una llamada policía de abastos, que comprendía los ramos de la Administración que estaban al cuidado y vigilancia de los Ayuntamientos para conseguir salubridad de las subsistencias, la limpieza y orden en los mataderos, mercados, almacenes, alhóndigas y demás puestos de venta, y la exactitud de los pesos y medidas. Esa policía se fundamentaba en la creencia arraigada de que los Gobiernos eran los encargados de garantizar la alimentación de los pueblos, de ahí la política de monopolizar, restringir y reglamentar los abastos públicos, frente a una policía de subsistencias, más propia de las primeras décadas de la presente centuria, donde esa hegemonía sólo se ejercerá en situaciones transitorias de emergencia, como remedio supletorio en circunstancias anormales de carestía y cuando se perturbaba la normalidad económica y la iniciativa popular se volvía insuficiente para remediar un mal que podía adoptar el carácter de calamidad pública.

En efecto, si durante mucho tiempo la cuestión de los abastos urbanos fue un tema de indiscutible prioridad, dicha constante no va a ser tal si nos atenemos a la forma y modo de cómo se llevó a cabo este abastecimiento. Dicho de otra manera, la concepción que giraba en torno a ese aprovisionamiento urbano iba a depender del tipo de economía política imperante en cada momento, con rasgos definitorios sustancialmente distintos según su credo ideológico. Nuestra legislación -recordará Fermín Abellá en 1887-, ha variado en las disposiciones relativas a los abastos públicos, según los principios económicos que han dominado en las esferas del poder3. Y tal es así, que uno de los períodos de mayores cambios y transformaciones en la forma de entender el comercio de comestibles, en el sentido amplio del término, va a tener lugar en el siglo XIX, o dicho con mayor rigor, en las primeras décadas del mismo, de la mano de los cambios políticos que tendrán lugar en esas «esferas de poder» con la dislocación del absolutismo monárquico, primero, y la irrupción del Régimen Liberal, después. Recopilar el significado de ese bagaje legislativo e interpretar su grado de implementación efectiva en los pueblos y ciudades de la Navarra del siglo XIX es el propósito que preside la elaboración de estas páginas, en un afán de adelantar un cuadro de reflexiones dentro del estrecho margen formal del presente trabajo, que sirvan a su vez para poner de relieve la problemática suscitada a la hora de conjugar el credo liberal, sello y cuño de la nueva economía política, con la vieja y arraigada política intervencionista municipal, reacia a perder la sombra protectora sobre el consumidor urbano4.

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Desde la advertencia del enfoque de estas líneas, cierto es, por otra parte, que el camino de las reformas liberalizadoras será trazado, y a la vez iniciado, por los reformistas ilustrados en el último tercio del XVIII, cuando por la pragmática de 11 de julio de 1765 se firmaba el acta de defunción de las tasas sobre los granos al permitir el libre comercio de los cereales. Los planteamientos del liberalismo económico, hostil a cualquier intervención gubernamental sobre el funcionamiento espontáneo de la economía, acabaron imponiéndose. Esta liberalización de los precios y del comercio iba a suponer, pues, la adopción de una política económica racional de fomento a la producción, basada en el mercado como regulador óptimo de los recursos.

Empero, el libre comercio de los granos decretado en 1765 resultó a la postre un fracaso. Como destacó Gonzalo Anes5, la libertad no erradicó los viejos hábitos que dificultaban el abastecimiento urbano, encarecían los precios y perjudicaban a los pequeños productores. Tras la desaparición de la tasa se agravó aún más el perseguido almacenamiento de granos, puesto que las posibilidades de aprovechar las fluctuaciones de los precios eran mucho mayores.

La liberalización del comercio de los cereales se produjo definitivamente con la revolución liberal en el siglo XIX. Las Cortes de Cádiz, influidas por los principios del pensamiento individualista, acentuaron las libertades relativas a la contratación6, que definitivamente, y después de los vaivenes políticos de las primeras décadas del siglo, entrarán en vigencia a raíz de la muerte de Fernando VII. Así, el 20 de enero de 1834 se recuperaba mediante un real decreto el sancionado años atrás por las Cortes gaditanas con fecha de 8 de julio de 1813. Por el mismo, se iba a declarar libre el comercio y venta de los objetos de comer, beber y arder, y, con la excepción del pan, ninguno de ellos podía estar sujeto a postura, tasa o arancel de ninguna especie, relegando a la autoridad municipal al papel de verificar los pesos y medidas y a garantizar la salubridad de los alimentos. El trato diferencial que se le daba a un artículo como el pan, sin lugar a dudas el principal alimento de la dieta del momento, quedó eliminado dos años más tarde por el R. D. de 30 de agosto de 1836, que a su vez restablecía la Ley de 8 de junio de 1813. Con su entrada en vigor, ningún artículo estaría sujeto ya a tasa ni postura, y a partir de entonces todo se podía vender y revender «al precio y en la manera que más acomode a sus dueños».

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La fabricación y venta del pan quedarán definitivamente libres, finiquitando así la larga tradición de monopolios municipales7, o al menos tal era el propósito que quedará recogido con la sanción de estas leyes. Otra cosa, bien distinta, es que este elenco legislativo se cumpliera tal y como estaba preestablecido. Como veremos a continuación lo legal y lo real -el marco legislativo y la realidad cotidiana-, iban a marchar por veredas diferentes, hasta evidenciar una asintonía difícil de conjugar. No estaba en juego únicamente el modo de efectuar los abastos, según principios partidarios de la libertad o del monopolio, sino que con el sistema de estancos o de arrendamiento de servicios los municipios obtenían un remanente económico suficiente para cubrir numerosas partidas de la gestión municipal. La libertad suponía, por tanto, la pérdida de una suculenta fuente de ingresos, ya de por sí insuficientes para tapar las muchas goteras del tejado de unas maltrechas finanzas municipales.

Si definimos una economía de mercado como un sistema económico regido, regulado y orientado únicamente por los mercados, observaremos con claridad lo difícil que resulta aplicar este concepto a la economía que impera en Navarra durante el siglo XIX, cuyo supuesto quedará ratificado aún más si analizamos con detenimiento la cuestión de los abastos urbanos. Frente a la supuesta libertad de mercado, auspiciada en los textos legales de la época, se suplanta un mercado intervenido, donde predomina la tradición de un intervencionismo secular de vieja raigambre. El mercado, capaz de regularse a sí mismo, se convertirá en una «idea puramente utópica»8.

Desde muy antiguo en Navarra se practicó una política en materia de abastos no exenta de monopolios, estancos, tasas y demás reglamentaciones restrictivas, contemplada por otra parte en el régimen privativo foral9. Desde los siglos XVI al XVIII, los cereales fueron objeto de tasa, algo que siempre enfrentó al Virrey y Consejo Real, por un lado, y a las Cortes y Diputación, por el otro. Los primeros, más partidarios de fijar un precio máximo respondiendo a criterios políticos y militares, como el orden o el buen abastecimiento, frente a los segundos, más decantados por los precios libres, salvo en situaciones extremas, defendiendo así criterios de orden económico.

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Asimismo, la fundación de vínculos o pósitos municipales desde el siglo XVI en las principales ciudades son un testimonio lo suficientemente elocuente de la actitud intervencionista de las autoridades locales y del afán de proteger el consumo frente a la producción, al consumidor frente al productor. En principio, el control severo del mercado estaba hecho para proteger al consumidor, es decir, a la concurrencia10. En este sentido, un argumento de mucho peso para los gobernantes del Reino fue siempre el temor de que la carestía del alimento básico, el pan, provocase alteraciones del orden público y fomentara el descontento popular11.

Con la llegada del liberalismo decimonónico, todo este panorama va a ser objeto de la profunda transformación estructural que se pretendía con las reformas económicas, a pesar de que el abastecimiento de los pueblos, es decir, la provisión de las cosas necesarias para la subsistencia de los vecinos fue uno de los apartados, entre otros, de la actividad municipal que quedó reservado a la legislación foral después de la entrada en vigor de la Ley de Fueros de 184112. Las medidas legislativas adoptadas en 1834 y 1836 van a tener aplicación y vigencia efectiva en Navarra, transformando a partir de entonces el modo de procurar los abastos de sus pueblos y ciudades. Del monopolio público a la participación privada, de los estancos restrictivos a la libertad de abastos.

Cuadro n.º 1: Cronología de la declaración de la libre venta de comestibles en Pamplona13
1834 (27 junio) Bacalao, tocino y velas de sebo
1834 (10 noviembre) Abadejo y velas de sebo
1834 (18 noviembre) Tocino por la menuda
1835 (15 junio) Aguardiente y licores
1835 (8 agosto) Jabón
1836 (30 enero) Carne de ballena
1836 (14 octubre) Vino y vinagre
1836 (9 noviembre) Aceite
1836 (18 noviembre) Pan
1836 (1 diciembre) Carne

En Pamplona, por ejemplo, la libertad de industria proclamada en 1836 sobre el pan va a significar que los derechos monopolistas que el Ayuntamiento   —192→   venía detentando sobre su abasto en la ciudad, gracias al respaldo legal recibido del privilegio real que Felipe IV le otorgara en 1665, quedaran finalmente cancelados. Así pues, y a partir de esta fecha, el Vínculo se verá definitivamente despojado de su privilegio, aunque su desaparición no significó el cierre del mismo, algo que parecía vinculante cuando años antes se reclamaba como único garante de su propia subsistencia14. A pesar de perder la capacidad de monopolizar el abasto del principal artículo de primera necesidad, el Ayuntamiento mantendrá su Vínculo como herramienta funcional para seguir ejerciendo la injerencia sobre su fabricación y venta, aunque, eso sí, debería disputarse el mercado -práctica desconocida hasta entonces-, con los horneros y panaderos particulares. El Vínculo se va a mostrar ante el vecindario como un establecimiento asegurador del abasto del pan, que mediante la fijación de un precio político conseguirá controlar los precios de la competencia dentro de los cauces lógicos que marcará la tendencia de las fluctuaciones del valor del trigo. De esta forma, la institución, emancipada de su privilegio monopolista, seguirá formando parte del engranaje municipal en la tarea de garantizar el abastecimiento urbano, algo que le valió el calificativo de «modélica en su género» por foráneos tan significativos como el periodista de El Liberal madrileño Luis Morote15. En este sentido, Pascual Madoz, en su Diccionario, dedicará estas palabras al sistema de abastos que poseía Pamplona:

«Esta ciudad sin presunción puede envanecerse de poseer uno tan regular y perfecto, que puede servir de modelo a los demás pueblos, principiando por el pan, que es el artículo de mayor necesidad...»16.



No obstante, la conciliación entre la libertad absoluta de venta del pan y la seguridad del abasto sin temor a subidas de precio especulativas, junto con los intereses partidistas, provocará una tensión constante, especialmente en las postreras décadas del siglo. Así, la fijación del precio del producto daba lugar a larguísimas y repetidas discusiones entre los fabricantes y el Ayuntamiento y/o entre los propios concejales17.




Significado de las reformas liberales

Pero llegando a este punto, cabe preguntarse hasta qué grado y nivel se desarrolla la nueva economía política, hasta dónde alcanza la repercusión de   —193→   este liberalismo económico recién estrenado, más allá de la aplicación de las medidas que hemos visto, o hasta qué punto desaparecen las viejas prácticas intervencionistas.

En principio, una nueva cita de Abellá nos permitirá adelantar algunos resortes sobre los que se sustentará la acción municipal sobre el ramo de los abastos tras el efecto del reformismo liberal. Así, no puede en manera alguna admitirse, ni dentro de los principios de la más exagerada escuela liberal individualista -escribirá el citado autor-, que la Administración se cruce de brazos y contemple indiferente la contratación y el comercio dejando que el tino y vigilancia de los compradores y la lucha de la libre concurrencia encaucen todo dentro de la moralidad y lealtad necesaria. Las defraudaciones en peso y medida, las alteraciones artificiales en el precio de las cosas, la ocultación de sus cualidades nocivas, todo eso debe ser objeto de activa vigilancia por parte de la Administración pública18. Así pues, parece claro que el papel reservado a las autoridades iba a estar centrado en hacer comulgar el binomio «libertad de mercado y moralidad», y en vigilar todas las cuestiones relacionadas con ese mercado.

Junto a la cuestión del mercado, planteada en términos de libertad versus monopolio, los arbitrios se convertirán en otro de los asuntos sujetos a reforma, y, que, según los textos de la época su vigencia era causa de un menor consumo. Por ello, se van a adoptar medidas para suprimir los principales impuestos que gravitaban sobre los artículos prioritarios en la alimentación. Así, en 1854, y debido a la vigencia exclusiva del derecho foral en materia de impuestos municipales, la Diputación Provincial de Navarra ordenaba por una circular de 18 de noviembre la supresión de todo derecho, arbitrio o impuesto «que bajo cualquier concepto se haya exigido con el carácter de municipal al trigo, maíz, harinas y pan»19. En el texto que la prologa, redactado por el liberal José Yanguas y Miranda, se desvela no sólo la ideología de su autor -fiel al liberalismo económico-, sino también el carácter que desde arriba pretendía implantarse en cuanto al modo de administrar los abastecimientos de los diferentes municipios navarros. En el mismo se hace una glosa acerca del «poderoso influjo de la libertad de concurrencia», así como una justificación de la necesidad de suprimir los impuestos que gravaban a la producción y que impedían un mayor consumo.

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Empero, la supresión de arbitrios sobre artículos que representaban un gran volumen de transacción dentro de los recintos urbanos iba a provocar la reacción de los propios municipios, haciendo llegar sus reticencias a la Diputación, a pesar de las ventajas que supuestamente reportaría, ya que a la postre iba a significar una merma en los ingresos en sus, ya de por sí, mermadas arcas municipales. Prueba de ello, y a la postre de su incumplimiento, es la nueva circular de 18 de mayo de 1858, aprobada precisamente «por los abusos que varios ayuntamientos cometen en la exacción de arbitrios municipales a los géneros que se introducen para el consumo de los pueblos»20.

Esta situación de incumplimiento de la legislación vuelve a hacerse patente una vez más. La realidad se volvía a presentar bien distinta, al menos con respecto al modelo que quedaba diseñado en los textos legales. De este modo, y siguiendo la senda legislativa, el 24 de enero de 1853 el Gobierno central sancionaba una ley desaprobando y dejando sin efecto la prohibición de vender pan, impuesta por varios alcaldes de Navarra a panaderos de Álava21, hecho éste que denota la vulnerabilidad de las leyes y el mantenimiento de prácticas ya prohibidas.

Testigo de su tiempo, a mediados del siglo XIX, el jurista José Alonso hacía alusión a esta realidad, que viene a respaldar todo cuanto aquí se viene exponiendo: «Hoy como en los tiempos más remotos, en que no eran conocidas las reglas de una bien entendida economía, vemos subsistentes en muchos pueblos, por no decir en todos, los mismos estancos, los mismos monopolios, los impuestos mismos, o aún más agravados que entonces»22.

En efecto, a pesar de la reorganización de los abastos urbanos fruto de las reformas liberales, los Ayuntamientos navarros seguirán ejerciendo similares prácticas de antaño, si no al margen de la ley -aunque casos no faltarán según vemos-, sí, al menos, entorpeciendo el ejercicio mismo de esta libertad de mercado instaurada. Y será precisamente en coyunturas de carestía, provocadas por crisis de subsistencias o como consecuencia de conflictos bélicos (recordemos el bloqueo que durante cinco meses impondrán las huestes carlistas a la ciudad de Pamplona durante la tercera carlistada), cuando más palpable se va a hacer esa intervención, y cuando más notoria se va a mostrar la desconfianza   —195→   hacia ese influjo poderoso de la libertad de concurrencia que no garantizará los graneros llenos sino todo lo contrario.

La necesidad de intervenir nace de la preocupación por el descenso de la oferta de los comestibles y por el consiguiente súbito incremento de sus precios, especialmente en un artículo como el trigo que, al ser un cereal panificable y por la demanda rígida que gira en torno al pan, es el que se presta a una mayor especulación en el mercado23. El trigo no sólo determina la coyuntura; es la coyuntura, es la estructura, es la «obsesión» de la vida de todos los días24. Como ya recogió Sánchez-Albornoz para el siglo XIX, los precios del trigo no constituyen, pues, un objeto de curiosidad más o menos justificado, como pudieran ser los de un artículo de escaso consumo, sino que apuntan al corazón de la economía de la época25.

En este sentido, ya pusimos de manifiesto en otros trabajos26 los cauces de actuación de los Ayuntamientos en situaciones de desabastecimiento o de amenaza del mismo. En momentos así, se descubren los miedos de las autoridades públicas ante el advenimiento de crisis alimenticias, que se extenderán desde la preocupación seria por el descenso de la oferta frumentaria y el brusco incremento de los precios, así como el consiguiente temor a la incertidumbre provocada por toda carestía, pasando por la aplicación rigurosa de la reglamentación de control del mercado, hasta llegar a la necesidad de garantizar a toda costa el orden público mediante la compra de la tranquilidad pública, a pesar de la acumulación de un considerable déficit en las cuentas municipales. Saciar el hambre para preservar el orden era la máxima que pondrá en marcha la vieja maquinaria intervencionista municipal, algo que deja bien a las claras que no siempre es fácil saber cuándo el interés social y la preocupación filantrópica dejan paso al interés de clase y a la ideología alimentaria27.

Un ejemplo claro de estas coyunturas va a ser la crisis de subsistencias de 1857 que, con mayor o menor impacto, repercutirá a la España del momento, y que ha sido considerada como la más significativa de las crisis del siglo XIX por emerger en un período de expansión económica28.

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Durante los meses críticos de la crisis, coincidentes con la primavera del 57, los Ayuntamientos navarros se verán en la obligación de subsanar las lagunas que presentará el mercado, con el fin de normalizar el roto equilibrio entre la demanda y los recursos, garantizando un precio asequible a la capacidad adquisitiva de amplios sectores de la población. Su papel consistirá en arbitrar medidas capaces de amortiguar los resultados funestos de la crisis y garantizar al menos el abastecimiento de trigo y pan a sus respectivos vecindarios, además a precios -insistimos-, asequibles.

El amplio abanico de las mismas hace cuestionar el grado de implantación de las reformas que se han venido presentando, y la persistencia de prácticas que no se diferenciarán con las adoptadas siglos atrás: compra de trigo, establecimiento de panaderías públicas, intentos de monopolizar el abasto del pan, prohibición de reventa del trigo y del pan, prohibición igualmente de extraer el mismo pan fuera de las ciudades, control de los precios a través de las fabricaciones municipales, señalamientos de los puntos de venta de las mercancías -como por ejemplo el Almudí público con el fin de regular el mercado de granos29-, fijación de horarios de venta, exigencia de informar públicamente sobre los pesos y medidas además de los precios de venta, inspecciones sobre la exactitud de los mismos, controles de la calidad, necesidad de identificar a los productores con unas marcas en el pan, vigilancia sobre los fraudes y adulteraciones, visitas domiciliarias y embargos de trigo, confección de censos de comerciantes, informes sobre existencias de granos, establecimientos de cocinas económicas, oferta de empleo en obras públicas, incrementos salariales, etc., etc., son algunas de las medidas que se pondrán en marcha en situaciones como éstas.

Asimismo, en ese cuadro de intenciones diseñado con el fin último de proteger al consumidor urbano, se incluía aquella que debía evitar que el racionamiento de los artículos de primera necesidad, especialmente el pan -a la postre el principal de ellos-, tuviera lugar a través de los precios, fijados por la exclusiva ley de la oferta y la demanda. Su razón se debe a que este procedimiento reserva los alimentos para los que puedan pagar su precio y excluye a los que no puedan pagarlo30. La intervención en el precio se hacía, no mediante la fijación de un precio máximo legal como la prohibida tasa, sino a través de la oferta de pan a unos precios políticos que condicionarán, por ende, el precio que debían fijar los propios fabricantes particulares.

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En conjunto, nos encontramos ante una situación y una mentalidad que son políticas, que no pueden buscar beneficio económico, sino que su eficacia se mide por la calidad de los servicios prestados31. Y esto es así, en la medida en que seamos capaces de superar el escollo que supone la búsqueda de una mínima rentabilidad implícita en la constitución de estos Vínculos, puesto que quedaba observada la obtención de un margen de ganancias -aunque fuese estrecho-, para garantizar la supervivencia como institución. En este sentido, el Vínculo de Pamplona recogía en su reglamento fundacional, y que posteriormente será ratificado en el privilegio regio, la consecución de un beneficio para su conservación por cada robo de trigo que comprara. Si bien no había un afán de lucro y ganancias, tampoco predominaba el ánimo de acumular pérdidas. El proteccionismo municipal tenía un coste económico, especialmente elevado en situaciones coyunturales de crisis de subsistencias, y los rectores de la institución hacían todo lo posible para que ése fuera el menor posible.






Valoraciones finales

En materia de abastos, el Ayuntamiento jerarquizará su mirada vigilante delegando responsabilidad entre un sinfín de cargos municipales, que entre sus distintas funciones estarán la de controlar y, a la postre, velar par el cumplimiento estricto de los bandos y reglamentos aprobados para el «buen gobierno» de la ciudad. De la observancia en la exactitud de los pesos y medidas, cuyo sistema quedó definitivamente unificado por la Ley de 19 de julio de 1849, pasando por la vigilancia respecto a la calidad de los productos y la higiene y salubridad en las condiciones de venta, hasta el control mismo del espacio y el tiempo; el espacio mediante la obligatoriedad de realizar todas las transacciones comerciales en lugares marcados para ello (el almudí para los granos, la alhóndiga para los líquidos y la plaza del mercado para el resto de los comestibles), y el tiempo a través de la fijación de bandas horarias a las que debían ajustarse las compraventas.

La ciudad decimonónica, desde la perspectiva de los abastecimientos urbanos, se va a configurar como un espacio minuciosamente reglamentado, sujeto siempre a los dictados que se marcarán desde el salón de plenos de sus respectivos Ayuntamientos.

Para finalizar, y a modo de recapitulación, reseñar una vez más que a partir de la aplicación de las medidas liberales se ponía fin a los monopolios municipales y el mercado pasará a cumplir su función de equilibrio, mediante   —198→   la norma de distribuir la oferta existente entre los consumidores potenciales a través de variaciones del precio. Libertad de mercado, sí, pero mercado intervenido también. Una paradoja, en principio, que resistirá el paso del tiempo durante toda la centuria. La praxis intervencionista de los Ayuntamientos perdía con carácter definitivo su centenaria capacidad para monopolizar los abastos, pero en ningún caso mermó su poder para seguir ejerciendo la secular injerencia paternalista. Frente al liberalismo económico de nuevo cuño, se levantará una extensa tela de araña tejida poco a poco, con el paso de los años, por medio de un buen número de bandos, ordenanzas y reglamentos que configurarán una policía de abastos, capaz de controlar al vendedor, vigilar la transacción y proteger en última instancia al comprador. Ordenanzas y reglamentos aprobados con afán de futuro y una infinidad de medidas puntuales, en forma de bandos, para hacer frente a coyunturas adversas de carestía. Si ya en condiciones de normalidad los abastos se convertirán en una cuestión casi obsesiva, especialmente el del trigo y pan, en situaciones de emergencia provocadas por conflictos bélicos, epidemias o crisis de subsistencias la política de abastos pasará a ser un asunto prioritario y de máxima preocupación para las autoridades municipales. La persistencia de una institución municipal como el Vínculo de Pamplona -cerrada para siempre en la década de los treinta del presente siglo, después de cuatro siglos de historia-, representa por sí misma un símbolo de esta injerencia municipal, un jalón en esta política paternalista de los Ayuntamientos en defensa del consumidor urbano.

Como nos recordará Concepción de Castro, la policía de abastos se mantendrá por necesidad y por tradición en manos de las autoridades municipales y en beneficio de los centros urbanos32.





 
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