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ArribaAbajo4. Hacia una nueva interpretación del pasado

Volvamos los ojos hacia nuestra América. Aquí [...] el pasado pesa tremendamente sobre el presente, sobre un presente en expansión, que avanza quemando las etapas hacia un futuro poblado de contingencias.

Alejo Carpentier, Razón de ser                


La actitud desmitificadora con la que Abel Posse aborda al personaje histórico o la manera en que, en palabras de Caballero Bonald, «desarticula el engranaje» de la Crónica «para volverlo a montar según unas sorprendentes instrucciones de uso»220 manifiestan de forma evidente la intención declarada del autor de cuestionar el discurso oficial de la historiografía para acceder así a una versión más ajustada del hecho histórico. He apuntado ya, sin embargo, que el fin último de Posse al emprender ese des-cubrimiento   —136→   de la Historia no es sólo comprender el pasado, sino hacerlo a la luz de su proyección en el presente. En realidad, como ha señalado de forma acertada Fernando R. Lafuente, en la obra de Posse «sólo existe el presente»221 y es precisamente en este sentido que el autor puede definir sus novelas como metahistóricas:

...todo lo que yo analizo -explica el escritor argentino- no es para describir un episodio concreto de una época determinada o un episodio en sí, sino que trasciende él en sí ante las consecuencias que tiene en el presente . En este sentido la historia deja de ser un ente en sí mismo, aislado, casi de uso estético y pasa, como decía Marx, a integrarse en una significación actuante. Es decir, sale de su pasado y tiene vigencia absoluta en el presente222.



Si bien esta dimensión metahistórica tiene una expresión literaria más clara en Daimón y Los perros del Paraíso que en el resto de sus novelas, lo cierto es que la novelística del escritor argentino muestra en su conjunto una inevitable vinculación entre el pasado y el presente. Como ya se expresa en cierto modo en la cita anterior, dicha vinculación entronca con un planteamiento marxista de interpretación de la historia223 que tiene su formulación   —137→   más clara, dentro del ámbito de la reflexión literaria, en el esencial trabajo de Lukács La novela histórica (recordemos que el teórico húngaro insiste en la posibilidad de crear un «arte histórico» capaz de «la revivificación del pasado convirtiéndolo en prehistoria del presente»224) y que en América Latina alcanza una de sus manifestaciones fundadoras en la amplia obra de Alejo Carpentier225, quien, desde el materialismo dialéctico, acude precisamente a la Crónica de Indias como origen y modelo de la literatura   —138→   latinoamericana226, proponiendo no sólo una nueva lectura de dicho corpus textual sino también una necesaria emulación de ese vínculo entre la historia y la literatura que encontramos en la Crónica: «no veo -dice Carpentier- más camino para el novelista nuestro en este umbral del siglo XXI que aceptar la muy honrosa condición de cronista mayor, Cronista de Indias, de nuestro mundo sometido a trascendentales mutaciones»227.

Abel Posse asume en las tres novelas que nos ocupan estas dos tareas apuntadas por el autor cubano en la medida en que vuelve al pasado de la Crónica y logra hacerlo presente al lector en su escritura (como intentaré demostrar en las siguientes páginas) para analizar, desde un «aquí y ahora», los orígenes de esa difícil realidad de la que es testigo porque, en definitiva, es consciente de que «en el viaje de Colón están las grandes raíces de nuestra situación política, cultural y económica»228. La interpretación del hecho histórico de la Conquista le lleva además a acercarse a la cultura de los conquistados, recuperando así la esencia indígena de un mundo americano en apariencia vencido, pero secretamente emergente en su contraposición con la cultura occidental impuesta desde 1492.

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ArribaAbajoLa historia compresente

América es todavía hoy un continente inmaduro que avanza con dificultad hacia formas democráticas de poder, un continente sometido en muchos de sus rincones a la violencia y a la pobreza que, sin llegar siquiera a alcanzar una etapa de modernización, lucha por adaptarse a este mundo de la postmodernidad. Su pasado reciente está marcado, además, por la opresión de las dictaduras militares, especialmente cruentas en el cono sur durante la década de los 70: no podemos olvidar que el proceso de escritura de Daimón coincide con la dictadura de Videla en Argentina (1976-1981), pero también con la de Pinochet en Chile (1973-1990), Stroessner en Paraguay (1954-1989) y Bordaberry en Uruguay (1973-1976).

Como aquellos cronistas del siglo XVI evocados por Carpentier, Abel Posse había aceptado desde Los bogavantes su papel de testigo de la realidad histórica que le había tocado vivir. Daimón inicia, sin embargo, un nuevo espacio de reflexión sobre dicha realidad orientado ya de forma definitiva hacia su continente americano, un espacio que se lleva a cabo desde la vuelta al pasado para encontrar allí las respuestas a esa realidad de inmadurez política y de violencia que va a perdurar tras el período de las dictaduras; como ha explicado el propio autor,

Nosotros somos un continente violento, que todavía no alcanzó formas civiles y democráticas asentadas. Es en esas reflexiones donde interviene el análisis de nuestras   —140→   raíces, y es precisamente la raíz de la conquista hispánica lo que nos lleva a una versión casi fascista del poder229.



En este contexto de análisis de la historia americana, Abel Posse plantea su obra desde la vigencia de un pasado que no sólo explica sino que está en el presente, es decir, como habría planteado Ortega y Gasset, es un pasado compresente230. Asumiendo el término del filósofo español y trasladándolo al ámbito de lo temporal o histórico, Posse explica la voluntad de los escritores latinoamericanos de volver la mirada hacia ese pasado por su presentidad231, esto es, por su presencia actuante en el presente americano:

En nuestro caso, no hemos acudido al pasado para escribir obras brillantes utilizando la gesta histórica, sino para decir que ese pasado es compresente, tal y como diría   —141→   Ortega, para dar noticia de que el imperialismo vive y que el imperio de hoy en día es un monstruo más indirecto, menos cruento, pero más temible232.



Su interpretación crítica de ese pasado no implica, pues, una simple vuelta a los orígenes, sino un intento de mostrar esa presencia en la vida americana del episodio del Descubrimiento y la Conquista y de lo que éste significa en su dimensión política y cultural. La «Trilogía del Descubrimiento» está concebida con esa voluntad de «hacer presente el pasado», de «visitar el pasado con el sentido del presente» y, para que esa voluntad sea percibida por el lector, Posse emprende en Daimón y Los perros del Paraíso un peculiar tratamiento de las coordenadas temporales que se inserta claramente en esa nueva forma de concebir la historia desde la literatura formulada por autores como el ya citado Carpentier:

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...puede decirse que en nuestra vida presente conviven las tres realidades temporales agustinianas: el tiempo pasado -tiempo de la memoria-, el tiempo presente -tiempo de la visión o de la intuición-, el tiempo futuro o tiempo de espera [...]. Ante esta presencia del pasado en nuestro presente, viviendo en un hoy donde ya se perciben los pálpitos del futuro, el novelista latinoamericano ha de quebrar las reglas de una temporalidad tradicional en el relato para inventar la que mejor convenga a la materia tratada, o valerse -las técnicas se toman donde se encuentran- de otras que se ajusten a sus enfoques de la realidad233.



En Daimón, la decisión de hacer seguir viviendo a Aguirre obedece a esta ruptura de las reglas de la temporalidad en la medida en que, si bien el personaje parece recorrer el tiempo de forma lineal, en su progresión histórica, en realidad, como se expresa al comienzo de la novela, vive «en el Eterno Retorno de lo Mismo, que es una espiral espacio-temporal»234. La obra se enmarca así en una concepción cíclica del tiempo que es la que permite al autor no sólo visitar las distintas épocas de la historia americana, sino también relacionarlas como diversas manifestaciones de lo Mismo. En este sentido, el papel que, junto a Aguirre, asumen otros personajes presentes en cada uno de los   —143→   períodos históricos transitados remite precisamente a ese «eterno retorno» (concepto tan esencial para Heráclito, Hegel o Nietzsche como para el pensamiento incaico o el maya) en el que descubrimos una y otra vez el idealismo de la literatura que encarna el cronista y poeta Blas Gutiérrez, los avances siempre incomprendidos y perseguidos de la ciencia que llevan a Lipzia a ser procesado por la Inquisición, la búsqueda del poder por parte de la Iglesia que representa el cura Torres convertido en obispo o la imposición por la violencia de ese poder encarnado en el inicialmente verdugo y más tarde coronel Carrión.

Pero además aparece en la novela un lugar mítico en el que se hace visible la confluencia de esas «tres realidades temporales agustinianas»: Machu Picchu, la «Universidad cósmica» que «une la tierra y el cielo. El cuerpo y el espíritu», a la que llega Aguirre más de cien años antes que su descubridor oficial235. Machu Picchu, la ciudad sagrada incaica, es en esta obra un espacio mágico

...donde copulan los mundos paralelos. Se concentra allí el espiral del tiempo [...]. El futuro y el pasado ocupan su debido lugar y se agregan -sin pretensiones excluyentes- en la meseta del presente [...]: una secreta coherencia (por supuesto que no se trata de la solemne Historia...) puede ser entrevista siempre que no se pretenda ingenuamente aferrarla con la red de humo de las razones humanas236.



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En Machu Picchu, pasado, presente y futuro se funden anulando el sentido progresivo de la Historia y, con él, la capacidad de ésta para dar cuenta de la realidad. En este lugar sagrado, como en el Aleph de Borges, surgen disgregadas de forma simultánea las imágenes que el historiador describe sucesivamente, esto es, determinado por la racional temporalidad humana.

Este tratamiento mítico del tiempo histórico, realizado como consciente recurso narrativo237, vuelve a manifestarse en Los perros del Paraíso, novela en la que se desarrolla precisamente esta idea de simultaneidad, de «cruce de tiempos» en torno a la hazaña colombina. La intención del autor en la novela no es sólo presentar, como ya se ha citado, los cuatro viajes como una única travesía que dura diez años: por su carácter excepcional, la navegación de Colón supone, en la lógica narrativa de la obra, una   —145→   «ruptura flagrante del orden espacio-temporal establecido». La Santa María quiebra con su proa «el horizonte espacial-histórico» y, abierta así «la Caja de Pandora de la realidad», se deslizan ante el protagonista en ilógica presencia simultánea «seres, naves, escenas humanas, que el almirante tuvo, como buen visionario que era, que aceptar sin tratar de buscar explicaciones»238.

El viaje del Descubrimiento se inserta en una travesía mítica en la que confluyen otros señalados viajes al continente americano en diversas épocas (como el de la Rex, el Mayflower o el Novaia Gorod); es el símbolo de los encuentros, de los vínculos entre los dos continentes a lo largo de una historia sin tiempo. El mar se convierte así en un espacio atemporal, mágico (literario), como lo será, ya en tierras americanas, el Paraíso Terrenal descubierto por Colón. De manera semejante a la experiencia visionaria a bordo de la Santa María, el almirante, en su perfecta entrega a la nueva realidad del Paraíso, asiste a una misma ruptura de las coordenadas temporales («los tiempos verbales -del pasado, presente y futuro- se hacinaban en el olvido de un museo gramatical»239), situándose una vez más la escritura en ese espacio de indefinición en el que lo histórico no tiene validez en su linealidad sino en su continua presentidad.

La presencia del pasado en el presente gracias a la ruptura de la lógica del discurso histórico favorece además el   —146→   uso continuado en Los perros del Paraíso del anacronismo, recurso sobre el cual ha explicado el autor:

Tal vez a través de un anacronismo brutal quise recordarle al lector que no está en el pasado jugando a que los dos navegamos en la historia felizmente en un viaje a través del tiempo, sino que esto es presente [...]; por vía del anacronismo se entreteje el pasado con el presente, y se le recuerda al lector que es cómplice240.



En efecto, en una escritura donde el pasado invade el presente (y viceversa), Posse introduce con enorme frecuencia elementos anacrónicos de carácter lingüístico, histórico o ideológico241, de manera que el lector acepta como natural que se hable del «socialismo ortodoxo y oficialista» del amauta incaico Huamán242, de unas «multinacionales»   —147→   que reclaman mayor actividad comercial en 1478243 o de la aparición entre la tripulación de la Santa María de un tal Mordecai que «¡Hasta dice que la religión es el opio del pueblo!»244.

En ocasiones estos anacronismos son sólo simpáticos guiños al lector, como ocurre en la descripción del banquete ofrecido por el papa Alejandro VI (el valenciano Rodrigo Borja), cuya mesa convida a «formidables paellas con pollo, conejo y mariscos» y es además «atendida por cocineros de Alicante que prepararon un delicado arroz "a banda"»245. Muy a menudo, sin embargo, el anacronismo es una manera de reflejar la visión irónicamente crítica de una historia que, por desgracia, se repite. De este modo, si la reina Isabel lanza una arenga a sus súbditos en la que habla de «un mundo sin pederastas» y promete «guerra a la inflación»246, los conquistadores son «superhombres carentes de toda teoría de suprahumanidad»247 o, tras la rebelión de Roldán, los españoles de las islas empiezan «años de frenesí empresarial» en los que desarrollan la «industria textil», comercian con «chocolate suizo» e importan «los primeros métodos para conservar la escarcha», «industria del frío» en la que destacan «William Westinghouse y Jan Philips, grandes mayoristas de temperatura»248, es porque   —148→   nos encontramos ante una narración que, gracias al anacronismo, se introduce en el ámbito de lo carnavalesco para recordarnos, en definitiva, que los engaños de la política, la expansión violenta de los imperios o la explotación económica de los pueblos menos desarrollados forman parte del continuo presente de la historia.

En cualquier caso, la búsqueda de una complicidad por parte del lector en este intento de hacer confluir los tiempos, de desmontar la temporalidad tradicional del relato, hace que, aunque no siempre se llegue al anacronismo, la apelación al presente sea continua en la novela. Si el pasado se visita desde el aquí y ahora del lector, el narrador no va a perder nunca esa perspectiva actual en su «crónica» de la historia. Las irónicas confrontaciones temporales entre el supuesto hecho histórico y la situación actual se realizan gracias a la referencias reales o ficticias a la realidad más cotidiana249 o a la incorporación de comentarios propios de discursos destacados de la modernidad250. Pero con frecuencia, de nuevo, esta contemplación de los acontecimientos históricos desde el presente es el pretexto para   —149→   ofrecer una visión cuestionadora de hechos más o menos recientes. Es por ello que interpretamos la referencia del narrador a la manera en que «el coronel Roldán supo manejar con habilidad el poder pasajero del comendador Bobadilla (se sometió con el mismo sentido táctico que emplearía siglos después Hitler con el mariscal Hindenburg251 como una crítica tanto a la implantación de los españoles en las islas caribeñas a fines del XV como al acceso al poder del partido nazi en la Alemania del siglo XX o sentimos la denuncia de la marginalidad en la que viven hoy los indígenas en América Latina cuando ese mismo narrador se pregunta, tras describir el supuesto banquete de despedida de la delegación incaica por parte de los aztecas:

¿Cómo imaginar que aquellos adolescentes y princesas solemnes, de labios anchos y turgentes como dioses de la iconografía camboyana, terminarían de lavacopas y de camareras en el self-service «Nebrasca», «a sólo cincuenta metros de la plaza de las Tres Culturas. Parking reservado?252.



El pasado está en el presente porque la violencia, la marginalidad o las políticas imperialistas siguen hoy vivas como lo estaban en la época del Descubrimiento. La ruptura de las coordenadas temporales otorga a Los perros del Paraíso, como a Daimón, esa dimensión metahistórica   —150→   buscada por Abel Posse que implica al lector en una reflexión tanto sobre sus orígenes como sobre su contexto más inmediato, presentados ambos como dos caras de una misma realidad histórica.

La dimensión metahistórica, trascendente, de las dos novelas citadas se abandona en buena medida en El largo atardecer del caminante, cuya escritura se centra en el período histórico de la conquista americana para abordarlo desde la perspectiva sincrónica de uno de sus protagonistas. Me parece significativo, sin embargo, que el autor mantenga aquí esa misma preocupación por el ineludible vínculo entre el pasado y el presente hasta el punto de convertir dicho vínculo en el eje temático de la novela (concebida, como se recordará, como una nueva y definitiva crónica de Álvar Núñez, como una escritura desde la memoria). El pasado pesa en el protagonista hasta el punto de invadir físicamente el presente cuando se produce el encuentro con su hijo mestizo Amadís («como en el rulo de una ola imprevista -reflexiona el personaje-, el supuestamente lejano pasado había arrollado al presente»253) e incluso la misma novela se plantea como un texto del siglo XVI que pretende pervivir en la memoria, hacerse presente en nuestra época contemporánea: al final de la obra, el protagonista define su nueva crónica como «un mensaje arrojado al mar del tiempo»254, una escritura que busca a ese ya citado «buen lector» capaz de interpretar desde el presente los hechos del pasado.

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El lector se siente también, pues, implicado en esta novela en la que las alusiones al presente o el uso del anacronismo son menos evidentes, pero alcanzan una especial relevancia para la comprensión última de esa escritura reflexiva y crítica que pretende ofrecernos su autor. Sin duda el rasgo más destacado en este sentido es la incorporación al texto, como personajes, de algunos escritores españoles y argentinos del siglo XX. En la mesa de los poetas que frecuenta Álvar Núñez encontramos «al falso marqués de Bradomín, con sus barbas largas y cenicientas de astrólogo»255 quien le habla de su nuevo libro:

Parece que se trata de aventuras imaginarias también en México, con tiranos terribles y condesas debidamente libidinosas. Dice que se lo editará un supuesto vizconde de Calafell, un rico señor con imprenta en Barcelona y en Florencia, un tal Barral o Berral256.



Junto a este «entre burlón y sarcástico» Valle-Inclán257 y al satírico poeta y dramaturgo Nalé Roxlo258, que son   —152→   para el autor, en palabras de su protagonista, «hombres de verba poderosa»259, aparece de forma obligada Borges, el poeta ciego citado en la novela por su segundo apellido (Acevedo), quien en cambio «habla con una intimidad» ajena a éstos, «es más bien propenso a la sabiduría y a una reflexividad que es extraña entre los vates de la tribu ibérica»260, la que evoca a los moros que «trajeron la manía de los números»261 o «unas carabelas mecidas en un río de sueñera y barro»262. Miguel de Unamuno, convertido en el «cura de olvidado apellido vasco que siempre habla de toros y de mitologías»263, completa esa anacrónica mesa de amigos del cronista-soldado, de «poetas» («los únicos que pueden hacer buenas migas con los guerreros y conquistadores aunque en tiempos activos se desprecien»264) fundamentales en la formación literaria de Posse, a los que   —153→   el autor recupera para su visión crítica tanto de la realidad como de la creación literaria al tiempo que rinde un sincero homenaje.

Junto a estos personajes anacrónicos, el lector encuentra algún sutil anacronismo histórico265 y una búsqueda de complicidad a través de pequeños detalles que le recuerdan su capacidad para interpretar el pasado desde la percepción amplia de la historia que le otorga su condición de hombre contemporáneo: así, por ejemplo, el comentario del narrador-protagonista sobre cómo «en estas vastas extensiones que van desde La Florida hasta las laderas de los montes rocosos [...] nunca se vio negro alguno [...] y si alguna vez llegan otros, seguramente los adorarán y los ensalzarán como ahora a Estebanico»266 es un evidente guiño al lector por parte de Posse, quien pone en boca de un hombre del XVI palabras aparentemente inocentes que deberán ser reinterpretadas por quien conoce, desde una perspectiva actual, el problema histórico de la esclavitud negra en Norteamérica.

A pesar de la reducción esencial de los recursos postmodernos propios de la nueva novela histórica, El largo atardecer del caminante logra recordarnos pues, como   —154→   las dos novelas anteriores, que el pasado sigue formando parte del presente y que, por ello, se hace necesaria esa profundización que se emprende en los tres textos en torno al período histórico de la Conquista como espacio generador de una compleja problemática política, social y económica que la América española no pudo vencer tras su independencia y que todavía hoy este continente parece no haber superado de forma plena.




ArribaAbajoSignificación de la conquista americana

Para Abel Posse (como para la mayoría de los autores de la nueva novela histórica latinoamericana que se han acercado este período), la conquista de América no fue únicamente la oscura y terrible etapa del pasado que mostraron los novelistas hispanoamericanos tras la independencia, pero tampoco, sin duda, un hecho glorioso que justificara la celebración de un fastuoso centenario: como período esencial de la historia americana, pero también europea, estuvo marcado por la contradicción de un genocidio (y teocidio) que, sin embargo, dio lugar a la fascinante realidad de un continente mestizo. Es por ello que el autor argentino se propone rescatar ese complejo hecho histórico de una forma «crítica y atenta» que se distancia de las posturas extremas de la novela histórica anterior, pero que implica una necesaria denuncia de ese enorme atropello al continente que se inició en 1492; como él mismo explicaba con cierta ironía en una entrevista,

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Alguna vez se me acusó de reiterar la leyenda negra. Me acusaban de haber sido demasiado crítico con España y yo creo que emerge del texto mismo que en ningún momento tengo o he tenido resentimiento en contra de los personajes españoles. Tengo cariño por ellos aunque hayan sido monstruos [...], en general creo que la interpretación es bastante aproximada267.



Lo que me parece más interesante de esa denuncia que pretende ser distanciada es, por un lado, cómo Posse logra en estas tres novelas dar una visión múltiple del hecho histórico de la Conquista en la que hay un espacio importante para la voz de los vencidos y, por otro, la manera en que ese hecho se convierte en símbolo de la violencia del poder y, como tal, sirve a una reflexión mucho más amplia sobre lo terrible de ese poder en sus diversas manifestaciones a lo largo de la historia.

Por lo que respecta a la visión ajustada y dialógica de la conquista americana que pretende ofrecer el autor, tal vez resulten paradigmáticas las palabras de Álvar Núñez en El largo atardecer del caminante:

...nosotros no hemos descubierto ni conquistado. Sólo habíamos pasado por arriba. Habíamos más bien cubierto, negado sin conocer, amordazado. Nos mandaron a imperar. Eso hicimos nada más. No fuimos a descubrir, que es conocer, sino a desconocer. Depredar, sepultar   —156→   lo que hubiese. Avasallar silenciando, transformando a todos los otros en ninguno. Señoreando, por fin, en un pueblo de fantasmas, de ningunos...268.



Como en aquella famosa Brevísima relación del padre Las Casas, en cuyo texto se acumulan los verbos referidos a la «destrucción de las Indias», «conquistar» se identifica en la descripción de Álvar Núñez con «imperar», «depredar», «sepultar», «avasallar»... pero también, del mismo modo que en aquella obra, la denuncia de estos atropellos queda en boca no de uno de los conquistados sino de un español, evidenciando la conciencia crítica del propio Imperio sobre los excesos cometidos. Desde la posición atípica del conquistador conquistado que sí ha descubierto al indígena, Cabeza de Vaca propone incluso una forma distinta de conquista: la que el personaje histórico intentó poner en práctica a su nueva llegada a América como gobernador del Río de la Plata. En su relectura de los Comentarios, el protagonista recuerda cómo, habiendo comprobado que «se puede conquistar sin espada», intentó llevar al Paraguay «la verdad de mi divisa: sólo la fe cura, sólo la bondad conquista...»269 y que, si su sueño no fue posible, no se debió sólo a que los españoles se movieran únicamente por la codicia y «el cuerpo de las indias» sino también a que «los mismos caciques protestaron por   —157→   no poder vender sus hijas y esposas por cuchillos o botas e aguardiente»270.

Mostrar «una imagen muy distinta de las cosas» como lo hacen en esta novela y en sus crónicas Álvar Núñez o Cieza de León271, partícipes de la expansión imperial en el continente igual que los «verdaderos conquistadores» como Soto, Narváez o Cortés, es una de las formas de ajustar la imagen de aquel hecho histórico. Y, sin embargo, el autor no asume en ningún momento una actitud condescendiente con la actuación española en América: Posse nos recuerda en las tres novelas la destrucción de culturas milenarias, los actos de barbarie, el precio que hubo que pagar por «esa nueva raza que nacería de la violación, del estupro, de la indecente violencia»272, la conciencia corrupta de una Europa envuelta en un verdadero tráfico de esclavos gracias al cual miles de indígenas «voluntariamente contratados» llegaban a Sevilla para ser enviados a distintos países en esa «realidad del trajín del Imperio que ya nada tenía que ver ni con la Bula papal ni con las preocupaciones humanitarias de los obispos y el emperador»273.

Partiendo de la misma postura crítica que lleva a Álvar Núñez en El largo atardecer del caminante a preguntarse   —158→   «¿Qué profunda maldición cainita mueve a los hombres de esta arrogante "civilización" conquistadora?»274, el escritor argentino se esfuerza por mostrar en las tres novelas esa otra cara de la Conquista y hacerlo, además, desde la voz de los vencidos. En este sentido es fundamental, en esta última obra, el papel del cacique Dulján, quien encarna los sentimientos de aquellos hombres americanos que, libres ya del error inicial de haber creído que los españoles eran dioses, denuncian el atropello que están sufriendo. Con ciertos ecos lascasianos, sus palabras son pronunciadas desde la conciencia de la definitiva pérdida de la propia cultura, pero también de la destrucción a la que conduce la civilización occidental:

Los dueños de la tierra se vieron esclavos y reducidos al trabajo de las bestias, buscando dignamente morir lo antes posible [...]. Tú sabes que vuestros mastines están enseñados para devorar nuestros hijos [...]. Avasalláis los hombres, los árboles, los bosques [...] Blanco, sabemos que desapareceremos, como decían las profecías, pero sabemos que vosotros no sois dioses [...]; os buscáis a vosotros mismos en cada puñalada que nos dais. Sabemos que no veníais traídos por vuestro dios, sino más bien huyendo de vuestros propios demonios...275.



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Se trata de una rigurosa censura a la acción conquistadora que encontramos ya en Daimón y Los perros de paraíso, aunque en aquellas novelas ésta se revela a través de recursos propiamente postmodernos de distanciamiento como la parodia, la ironía o lo carnavalesco. La supuesta profecía de Teohuatzin, realizada con «autoridad de visionario profesional», que aparece en Los perros de paraíso es un claro ejemplo de ese humorismo no exento de fondo amargo que recorre ambas obras:

¡Oh, son seres maravillosos, los que llegan! Hijos de la mutación. ¡Generosos! Un infinita bondad los desgarra: se quitarán el pan de la boca para saciar el hambre de nuestros hijos [...]. Un ciclo de dulzura se avecina. ¿Para qué nuestras armas? Será el sol de la hermandad y de las flores276.



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Sin perder nunca ese tono irónico o mordaz, hay sin embargo una evolución, en esta segunda obra, hacia una descripción cada vez más vívida de los abusos cometidos por los españoles, a cuyo efectismo contribuye sin duda la cita de las propias crónicas de los vencidos, como estos trágicos versos del Chilam Balam:


¡Entristezcámonos porque llegaron!
¡Nuestros dioses ya no volverán más!
Este «dios verdadero que viene del cielo»
sólo de pecado hablará,
sólo de pecado será su enseñanza.
inhumanos sus soldados
crueles sus mastines bravos277.



La visión de los vencidos se completa asimismo con la incorporación de fragmentos de las crónicas españolas, desgraciadamente literales, como la referencia de Fernández de Oviedo a ese perro «Becerrillo» que había descuartizado a más de doscientos indios o la de fray Diego de Landa sobre la vejación y muerte de la princesa Anaó278; asistimos así a una imagen descarnada de este hecho histórico que, por otro lado, el autor insiste en presentarnos desde una perspectiva contemporánea: la alusión, por   —161→   ejemplo, al «lansquenete Todorov»279 como testigo impotente de las atrocidades de los conquistadores nos sitúa en ese ámbito de reflexión teórica sobre el hecho histórico de la conquista de América que se creó en los años previos a la celebración del V Centenario280 y, con ello, en ese necesario juicio del pasado desde el presente que el autor nos propone.

Desde esta perspectiva actual de los hechos, se contemplan como «vencidos», además de los indígenas, los esclavos negros arrastrados al nuevo continente desde las primeras décadas de la Conquista281 y la propia Naturaleza americana, cuya presencia es fundamental en las tres novelas: el protagonista de El largo atardecer del caminante aprende junto a Dulján a ser «más respetuoso de la naturaleza»282; pero, en Los perros del Paraíso, los españoles, aun antes de llegar, piensan ya en reducir las tierras descubiertas   —162→   a la acción civilizadora («La Naturaleza allá "no está dominada por el hombre". ¡Están convencidos que podrán transformar los cocodrilos en petacas, los yaguaretés en tapados de señoras, las serpientes en mangueras para riego!»283) y, una vez asentados en las islas, provocan el temor de «las plantas, los grandes árboles, los tigres», los primeros en descubrir «la impostura de los falsos dioses»284. El éxodo de los felinos, de las aves del paraíso o de los monos (a pesar de su inicial conspiración y con la amenaza de su vuelta, «¡Hasta la victoria siempre!»)285 simboliza, con un sentido crítico no carente de humor, la destrucción de la Naturaleza americana por parte del hombre europeo.

Ahora bien, la simbiosis entre la Naturaleza y el hombre indígena, sometidos ambos al conquistador español, se ve de forma mucho más clara en Daimón, obra en la que la “visión de los vencidos” adquiere una dimensión fundamental incluso en la estructura misma de la narración: como ha explicado en diversas ocasiones el propio autor, para él,

En 1492 se produce un doble efecto: el descubrimiento de América y el descubrimiento de Europa [...]. Es América el espejo donde los valores y carencias de la sociedad europea -en este caso representada por España- van a entrar en crisis, o van a moverse monstruosamente reflejados286.



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Esta idea de un doble descubrimiento es el punto de partida para la escritura de una crónica paralela de los hechos que se inicia también el 12 de octubre de 1492, fecha en la cual «fue descubierta Europa y los europeo por los animales y hombres de los reinos selváticos»287, y que se desarrolla a lo largo de toda la primera parte de la novela mostrando cómo, para el mundo americano,

Los desembarcadores eran ladrones, ambiciosos, mezquinos. Organizaban sus delirantes visiones del tiempo bajo el nombre de Historia (una especie de metafísica pista de carreras) [...]. Sus triunfos implicaban necesariamente la desdicha: manifestaban una rotunda incapacidad para comprender el equilibrio de las cosas288.



Dicha «crónica» tiene además su correlato, ya en la segunda parte, en el congreso al que Aguirre acude, ya en el siglo XX, para encontrarse con «todas las desdichas de los despojados»; el pasaje muestra al propio Aguirre entrando a formar parte de un carnavalesco grupo de «vencidos» en el que se encuentran, junto a tribus indígenas, plantas y animales, personajes reales y literarios como el general Quiroga, José María Arguedas, «el último mohicano» o Martín Fierro («legendario cultor del antiprogresismo urbano»289).

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La conclusión de Aguirre sobre la situación de todo este mundo marginado es desoladora: «Aquí no queda por hacer. ¡Que se queden los antropólogos y los muertos!»290; las infructuosas intervenciones del congreso parecen haber demostrado la misma incapacidad para responder a la opresión que la de aquellos indígenas del siglo XVI que, según Álvar Núñez, enfermaban y morían fuera de sus tierras de forma similar a «los tigres, los guacamayos grandes y las panteras de Guyana»291. Y, sin embargo, como parte esencial de la visión de los vencidos, Posse recupera también en sus novelas una actitud rebelde ante los invasores por parte del hombre americano que puede llegar a la sublevación violenta292, pero que sobre todo se manifiesta en una resistencia pasiva con la que el mundo indígena ha logrado pervivir hasta el presente. Con el convencimiento de que «la única resistencia posible era no hacerse cómplice del mundo de los vencedores. No colaborar, preferir el silencio»293, los vencidos de Daimón prefiguran esa revuelta final de los perros mudos que justifica   —165→   el título de Los perros del Paraíso, en la que los perrillos avanzan sin temor a los «orgullosos mastines policiales» y, cuando se retiran, deciden declararse «en rebeldía por vía de inacción» para siempre294. Ahora bien, aunque la rebelión de los «portadores de la nostalgia» que se extiende «desde México hasta la Patagonia» tiene en esta novela, como intentaré demostrar en el siguiente epígrafe, un sentido esperanzador como pervivencia de toda una concepción del mundo (opuesta a la de la civilización occidental) actuante aún en América, lo cierto es que dicha forma de resistencia no puede evitar que el continente quede en el futuro «en manos de milicos y corregidores», sometido al poder violento que encarna el coronel Roldán295: Posse simboliza así el proceso por el cual la dominación atroz que supuso la Conquista continúa presente hoy, bajo otras formas, en América, así como la urgencia que tiene el hombre contemporáneo de «no hacerse cómplice» del poder, de denunciar los excesos de ese poder en cualquiera de sus manifestaciones.

Creo que es precisamente en este doble sentido en el que Abel Posse propone su interpretación contemporánea   —166→   de todo ese proceso de imposición del imperio español en América que constituyó la Conquista: por un lado, la elección misma de este hecho histórico como eje temático de las tres novelas se debe, como señalaba el propio autor, a su condición de punto de partida y también de realidad compresente de esa «versión casi fascista del poder» que el autor señala como característica esencial del ámbito latinoamericano hasta la época contemporánea; por otro lado, como sugiere Álvar Núñez en El largo atardecer del caminante, la conquista, como forma de imposición (política, cultural, ideológica), no es más que una «eterna comedia» que se repite a lo largo de la historia. Sus personajes son sólo «protagonistas en una interminable representación»296 (la que justifica asimismo el eterno retorno del monstruoso Aguirre y los suyos en las distintas épocas de la historia americana), de manera que una visión crítica de la misma nos lleva inevitablemente a esa denuncia de «toda forma de poder» que, según Seymour Menton, es el fin esencial de Los perros del Paraíso297, pero que puede considerarse una constante en la novelística del escritor argentino.

La caracterización de la conquista española que realiza Posse en sus novelas explica los motivos por los que ésta se convierte en origen y explicación de unas circunstancias políticas y sociales que han venido repitiéndose en América: las manifestaciones del poder han ido variando a lo largo de la historia del continente, pero no los rasgos   —167→   esenciales de ese poder, que quedaron definidos tras la ocupación española. Desde el Descubrimiento, América ha vivido sometida a esa forma de violencia que emanó del imperio español y que ha contado hasta el siglo XX con dos grandes ejes: la institución militar y la eclesiástica. Ambos poderes son objeto de amplias reflexiones de Álvar Núñez en El largo atardecer del caminante (cuando se refiere, por ejemplo, al papel que jugaron los grandes conquistadores o a la represión de la religiosidad oficial encarnada en la Inquisición), pero su vinculación a través de las distintas épocas se manifiesta especialmente en Daimón, donde asistimos de forma reiterada a «la vieja alianza, la antigua compinchería» entre el coronel Carrión298 y el obispo Torres299, y en Los perros del Paraíso, en especial a través del episodio clave del «golpe de Estado» que lleva a prisión a Colón y pone fin al disfrute del Paraíso: el apoyo de la Iglesia a la usurpación del poder que supone esa rebelión se evidencia cuando, tras el «patético, nacionalista, previsible» discurso de Roldán (que aparece revestido de los símbolos militares «con sus entorchados y con las botas lustradas»), «se dirigieron todos al espacio de la proyectada catedral y ante la cruz-horca entonaron un emocionado Te Deum»300.

  —168→  

La actuación de Roldán y los suyos frente a Colón simboliza todos esos sistemas violentos de gobierno que han predominado en el continente tras la independencia en una suerte de continuismo de las formas de dominación española; como se afirma en la obra, «Esta escandalosa apropiación pretoriana será el delito de acción continuada más largo que conocerá América»301. Pero la rebelión de Roldán remite además inevitablemente, ya de forma concreta, a la situación política que estaba sufriendo Latinoamérica en los años en que fue concebida la novela. De hecho, uno de los propósitos de Los perros del Paraíso y de Daimón es precisamente destacar el nexo de unión existente entre la América del imperio español y la de las dictaduras de la segunda mitad del siglo XX.

Se ha señalado ya que el surgimiento de la nueva novela histórica se vincula en buena medida a la crisis política que vive América en los años 70 y que, en concreto, la escritura de Daimón y Los perros del Paraíso estuvo claramente determinada por las terribles dictaduras militares que asolaron el cono sur por esos años. Entre 1976 y 1982 se sucedieron en Argentina los gobiernos de Videla, Viola y Galtieri («la atroz dictadura de Buby, Sultán y Lobo», como la definirá el protagonista de La reina del Plata): si en Los perros del Paraíso la presencia de esas dictaduras se manifiesta en la alusión evidente que supone la descripción del citado «golpe de estado» de Roldán que deja América «en manos de milicos», en Daimón esa presencia adquiere   —169→   una verdadera dimensión histórica gracias al recorrido espacio-temporal en el que se desarrolla la novela:

El titular de El Comercio pareció increíble (la primera vez siempre parece increíble): LEVANTAMIENTO DE LAS FUERZAS ARMADAS. EL GENERAL CARRIÓN AL FRENTE DEL EJECUTIVO [...]. «Preservaremos los valores fundamentales de la Nacionalidad contra la acción subversiva propiciada por el desgobierno liberal».



El omnisciente narrador de Daimón describe el cierre de los periódicos liberales, la represión de los obreros y de los universitarios, la «implacable lucha contra el cáncer de las ideologías contrarias al sentir nacional»302, las desapariciones y, sobre todo, las terribles torturas a las que es sometido incluso el propio Aguirre cuando, tras rebelarse ante su hijo bastardo Carrión, éste lo envía a la «sección Especial» (no en balde el ahora coronel había sido verdugo).

La descripción distanciada, mordaz de las torturas aplicadas al protagonista aumenta la sensación de impotencia del lector ante una realidad atroz: la de los «horrorosos golpes» que abren los oídos «a insospechados espacios espirituales» o la picana aplicada «con tal continuidad que los ojos del Viejo lanzaban destellos iguales a los de   —170→   lámparas de 100 watios»303... es entonces cuando el tirano Aguirre comprende

...que Cristo hizo una pichincha en materia de tortura. Porque si se piensa lo que pasa en las cárceles sudamericanas, la corona de espinas, los pinchazos de los clavos y arrastrar el leño son cosas de niño que cualquiera elegiría a cambio del pau de arara, la picana y los mastines masticadores de testículos304.



Posse inaugura así una forma personal de denuncia de la situación política de América (y concretamente de la Argentina de esos años) que se va a convertir en un elemento destacado de su novelística posterior305, pero que, en realidad, es sólo una vertiente de esa visión crítica más amplia que pretende el autor. Desde esa perspectiva abarcadora capaz de dirigirse hacia toda forma de poder, el autor argentino puede alejarse en Los perros del Paraíso de cualquier modo de idealización de los imperios indígenas sometidos por la conquista española y presentar a los incas   —171→   y aztecas, como ha señalado Seymour Menton, «a través de la misma lente dialógica que utiliza para ver todos los personajes y todos los sucesos de la novela»306. El imaginario encuentro en Tenochtitlán de ambas «delegaciones» para estudiar una posible conquista del continente europeo no obedece sólo al intento de ofrecer una perspectiva múltiple del hecho histórico del Descubrimiento (la que configuran los propios indígenas, el aventurero buscador del Paraíso y los Reyes Católicos, representantes del Imperio español): el narrador aprovecha para describirnos un despótico imperio azteca devorado «por la insensatez de sus dioses», que sólo busca «la solución final del problema solar» y que lleva, por ello, a sus hombres hacia la propia destrucción307, al tiempo que critica «la ciencia y el número» del incario, ese «socialismo» que lo hace «geométrico, estadístico, racional, bidimensional, simétrico»308.

Pero además, desarrollando ese manejo del anacronismo que observamos ya en la identificación crítica entre el poder incaico y el socialismo como forma de gobierno309, Posse establece un evidente paralelismo en esta novela entre el imperio de los Reyes Católicos y la Alemania nazi, introduciendo así un tema esencial en sus preocupaciones como escritor que por entonces le está llevando a su vez   —172→   a la escritura de dos novelas que publicará unos años más tarde: Los demonios ocultos y El viajero de Agartha310. Como parte de esa identificación entre la ideología del naciente imperio español y el nazismo, Posse atribuye una serie de símbolos anacrónicos a ese gran imperio que Isabel y Fernando logran crear a partir de una fuerza erótica implacable: los perros guardianes alemanes, el ejército de las SS y, sobre todo, la «svástica que giraba destructora con sus brazos convergiendo hacia aquel difícil y ansiado epicentro donde [...] estaba Isabel de Castilla depilándose las cejas»311 son los signos más evidentes de unos reyes que, como Hitler, buscan convertirse en la «intuición profunda de una raza», se afanan por extirpar el judaísmo y, aunque odian el cristianismo, comprenden que no podrán alcanzar «la cruel fiesta pagana sin pasar por la puerta de la superstición establecida»312.

Gracias a esa perspectiva metahistórica que permite abordar, a partir de un hecho histórico concreto, formas tan diversas de tiranía y represión como el nazismo, las   —173→   dictaduras latinoamericanas de los años 70 o el imperio azteca, Los perros del Paraíso culmina esa voluntad constante de Abel Posse de denunciar la violencia del poder en cualquiera de sus manifestaciones, una voluntad que nace del convencimiento de que, como afirma el narrador de Daimón, «todo poder [...] siempre nace de la infamia, de la usurpación»313.




ArribaAbajoMundo europeo vs. mundo indígena

El interés de Posse por la Conquista no se centra solamente en lo que ésta supuso como forma violenta de imposición del poder español. A la dominación política sucedió una forma de dominación más profunda que convirtió este hecho histórico en «el choque fundamental entre la cultura de los conquistadores y los conquistados, choque que proviene del intento de imponer la una sobre la otra»314; por ello, explica Posse, «es tarea actual de la cultura hispanoamericana saber rescatar y sintetizar ese choque de cosmovisiones»315. Las tres obras estudiadas se detienen de manera especial en este proceso de aculturación del Nuevo Mundo por parte del pensamiento europeo que marcó la hegemonía cultural de Occidente y relegó las creencias indígenas a un espacio de marginalidad hasta   —174→   nuestros días. El escritor argentino ahonda así en una problemática presente, por otro lado, en buena parte de una producción novelística que, como ya se ha señalado, aunque diversa, tiene como constante esa «ruptura entre la sociedad judeocristiana de la culpa, en la que nos han criado, y la nostalgia por los dioses y el paganismo que se observa en el hombre americano primigenio»316.

Esta confrontación entre el mundo cultural europeo y el indígena se desarrolla fundamentalmente, como vemos, en el plano religioso: Abel Posse se ha referido en diversas ocasiones a la guerra de dioses que se libró de forma paralela a la guerra humana de la conquista, al «teo-cidio» que acompañó al genocidio317, insistiendo en cómo fue la concepción judeocristiana del sufrimiento y la culpa la que, al triunfar sobre la concepción cósmica y metafísica de los indígenas, les negó para siempre el acceso a la felicidad. Este aspecto, que es sin duda el núcleo central de la argumentación del autor a este propósito, se expone de forma clara desde Daimón, novela en la que los conquistadores son juzgados por los vencidos como «seres tristes, que aceptaban a dioses que les enseñaban fervorosamente la negación de la vida [...], malgastadores de la existencia»318 y donde la imposición sobre los dioses prehispánicos de   —175→   ese Dios judeocristiano319 que niega al hombre la posibilidad de disfrutar de la vida y convierte ésta en un «valle de lágrimas» provoca esa «nostalgia de los dioses» (la que lleva a los ex-amautas a exclamar «¡Eran verdaderos nuestros dioses: nunca hubieran enseñado a malgastar la vida en una cruz!»320) que define, para Posse, la espiritualidad del hombre americano hasta la época contemporánea321.

La particular concepción que pretende mostrar el autor de la religión occidental (en su vertiente más represora y destructiva para el ser humano) y de la indígena   —176→   (centrada sobre todo en creencias incaicas y de tribus selváticas) se manifiesta incluso en el pensamiento de un conquistador como Álvar Núñez, quien, aunque durante sus años de experiencia americana mantiene su fe e intenta incluso transmitirla (sin éxito) a los indígenas322, reconoce finalmente que «el Imperio que traía el dios verdadero se descubre con un dios miserable, que siembra muerte en nombre de la vida»323, que los cristianos son seres desdichados, eternamente expulsados de la felicidad, y que «nuestras iglesias, nuestra religión, no son más que hospitales para almas profundamente enfermas»324.

Esta idea de lo sagrado y del papel del hombre en el mundo que el autor presenta como antagónica en las dos culturas influye a su vez en otros aspectos abordados asimismo en las tres novelas como la relación del hombre con la Naturaleza o su concepción de la sexualidad. En cuanto al primero de dichos aspectos, hemos visto ya cómo la Naturaleza se convierte en estas obras en víctima de unos hombres que sólo provocan destrucción y muerte, seres «profundamente enemistados con el Espíritu de la Tierra»325 cuya religión los autoriza incomprensiblemente   —177→   a convertirse en dominadores del medio («¿Por qué el hombre tiene que ser hecho para señorear sobre las aves, y los peces y las bestias de la Tierra?», pregunta el gran brujo a Álvar Núñez en El largo atardecer del caminante326). Para los indígenas, en cambio el hombre es parte de la Naturaleza; entre ellos hay incluso brujos «que saben hablar, y suelen tener corriente comunicación, con las plantas y los animales»327. Si los españoles actúan por un temor al medio, intentando dominar lo que en realidad desconocen, el mundo americano basa su relación con el resto de los seres vivos en la comprensión de que el hombre mismo es Tierra328.

Por lo que respecta a la sexualidad, Abel Posse ha explicado también cómo en sus novelas ha tratado de precisar «este choque frontal entre dos conceptos distintos del cuerpo: el judeo-cristiano y el del paganismo americano»329. La religión judeocristiana reduce el cuerpo al espacio del sufrimiento (como muestran los exorcismos o las torturas del Santo Oficio descritas en Daimón), despreciándolo, en cambio, como objeto de placer. El mundo indígena, con su concepción de la sexualidad libre de prejuicios, se enfrenta en las novelas de Posse a este otro mundo en el que los propios cuerpos están siempre «bajo sospecha de pecado»330, una cultura de moral represora   —178→   que una vez desatada, sólo se traduce en abusos y violaciones a las mujeres indias. El problema se refleja de forma descarnada en Daimón y en Los perros del Paraíso: en la primera novela, los hombres de Aguirre, «que siempre había galopado en silencio y con cierta furia vengativa el cuerpo de las mujeres», descubren «un nuevo tiempo para los cuerpos» junto a las amazonas331, pero pronto van cediendo hacia un espacio de destrucción, de oblicuos principios morales, y acaban golpeando y violando a sus sensuales anfitrionas; en Los perros del Paraíso, las mujeres indígenas que se entregan a los españoles no comprenden «la curiosidad de los barbados ante las obvias partes naturales. Tampoco la efusión jadeante con que abordan las relaciones más cotidianas»332. La libertad y la desnudez edénica de estas mujeres provoca «un torrente de perros del deseo liberados todos en un mismo lugar y en el mismo tiempo»333 que acaba también en crueles «violencias eróticas»334. Como ha explicado M.ª Rosa Lojo, en esta novela el erotismo indígena se vincula con lo sagrado y con la belleza, mientras que la sexualidad de los conquistadores se relaciona con el pecado, acercándose a lo sacro sólo desde la trasgresión335.

En este contexto en el que la libertad, el placer y la belleza, se oponen a la represión, el pecado y el temor   —179→   al cuerpo, la desnudez adquiere un carácter simbólico vinculado no sólo a la sexualidad, sino también, en un sentido más amplio, a una idea de inocencia, de estado natural, que se identifica con el mundo indígena. El mismo Abel Posse, comentando su interés por mostrar la complejidad de lo que nos rodea a través de dualidades, se ha referido concretamente a «los antónimos vestidura y desnudez» para explicar que «la presencia y la ausencia suman complejidades a la historia»336. Sin duda la dicotomía desnudez / vestidura excede en las obras del autor esta simbología que sitúo en el plano de confrontación entre el mundo indígena y el español, especialmente en Los perros del Paraíso y El largo atardecer del caminante, novelas en las que ambos conceptos nos remiten asimismo a la idea de disfraz o a situaciones de pérdida y recuperación, a formas de nacimiento a una nueva vida337; centro mi atención, sin embargo, en estas novelas para destacar en ciertos pasajes   —180→   el carácter paradigmático que adquiere la dualidad como símbolo de dos visiones antagónicas del hombre.

La «Ordenanza de Desnudez» dictada por Colón bajo el Árbol de la Vida en Los perros del Paraíso supone una medida tremendamente trasgresora para la mentalidad occidental por cuanto choca con «una barrera de pudor ancestral»338, pero indica sobre todo la plena adaptación del protagonista a un espacio utópico, al Edén bíblico, en el que los indígenas muestran sus cuerpos desnudos como los ángeles. La desnudez es símbolo de la inocencia, de la bondad esencial del Paraíso, y, por tanto, de ese mundo americano que va a ser mancillado por la violencia y la represión de los españoles. Cuando Francisco Roldán se rebela   —181→   contra las Ordenanzas de Colón, lo primero que hace es empezar a vestirse «con chaqueta abundosa de alamares y con un casco de lansquenete prusiano de esos que culminan en punta de lanza»339; poco después, sus hombres detienen al almirante y le colocan «un sayo de franciscano como si la desnudez arcádica de Colón fuese lo más grave y configurase delito de atentado contra el pudor público»340: detrás de las ropas de Roldán y del sayo franciscano con el que se oculta el cuerpo desnudo de Colón hay un proceso de vestidura e investidura que es a su vez una forma de usurpación del poder y un cubrimiento (frente al descubrimiento colombino) de esa realidad edénica americana.

La desnudez, asociada al mundo indígena, se opone también en El largo atardecer del caminante, a los «trajes: vestiduras / investiduras / imposturas» que el protagonista asume a lo largo de su vida. Los ocho años de convivencia con los indios los pasa Álvar Núñez «desnudo», «como devuelto a mí mismo, fuera de los trajes»341, de manera que, con la desnudez, se inicia para él un proceso de autoconocimiento y de adaptación al mundo indígena. La consecuente desadaptación de las costumbres europeas que implica este proceso se manifiesta simbólicamente a su vuelta a la pretendida civilización cuando, según explica el propio cronista en sus Naufragios, durante   —182→   muchos días no puede llevar las ropas que le ha regalado el gobernador342. Posse recoge esta anécdota en su novela, pero la vincula además a esa idea de (in)vestidura del poder presente ya en la novela anterior; aquí, el protagonista recuerda su caminar torpe ante Cortés con las botas prestadas por el gobernador, unas botas que son para él «coturnos [...] que hacen caminar como muñecos a los actores», y explica:

Yo ya había perdido la costumbre de ser soldado español (tal vez incluso de ser español) y me bamboleaba un poco como si entrase en zancos en el salón donde se me homenajeaba: Cortés tenía botas finas, de cabritilla y dicen que no se las sacó hasta su muerte. Dicen que fue enterrado con esas botas343.



Álvar Núñez, con la conciencia de haber sido transformado por la cultura indígena, prefiere caminar descalzo a colocarse unas botas como las que Cortés, el conquistador español, llevará hasta en su propio entierro, esas mismas «botas lustradas» símbolo del poder militar que calza Roldán en Los perros del Paraíso (y también Perón en La pasión según Eva o von Rezzori en La reina del Plata). La desnudez vuelve a identificarse así con la   —183→   pureza del mundo indígena, mientras que la vestidura se convierte en metáfora de la imposición, del cubrimiento de todo ese mundo por parte de los españoles.

En su concepción de lo sagrado, de su relación con la Naturaleza, del propio cuerpo, el indígena muestra una capacidad para vivir y para ser feliz mucho mayor, según Posse, que el europeo, quien llega a América para imponer la tristeza, la culpa, la destrucción del hombre y del medio. Al confrontar ambos mundos culturales, el autor argentino recupera la originaria forma de vida americana encubierta por los desdichados hombres de Occidente, pero también subvierte los términos de esa dicotomía sarmientina por la que el mundo europeo se identificaba con la civilización y el indígena con la barbarie, rescatando así la esencia de un primigenio pensamiento americano. Para Posse, son los indígenas los que deben «defenderse de los beneficios de la civilización»344; por ello resulta especialmente significativo que la «Trilogía del Descubrimiento» se inicie con esa doble cita de Daimón en la que la pretendida «barbarie» indígena que muestra el hermoso poema de Nezahualcóyotl (con el que se prefigura además la destrucción de todo ese mundo de sutileza poética y filosófica) contrasta brutalmente con la «civilizada» alusión de Cristóbal Colón a la indecencia de dos niñas indígenas, perteneciente efectivamente a su famosa Carta de Jamaica:

  —184→  

Civilización:

Cuando llegué aquí me enviaron dos muchachas muy ataviadas: la más vieja no sería de once años y la otra de siete; ambas con tanta desenvoltura que no la tendrían más unas putas [...]345.



Barbarie:


¡Ojalá nunca muera! Ojalá nunca yo perezca!
Allá donde no hay muerte, allá donde se triunfa
allá voy [...].
No es verdad, no es verdad
que venimos a vivir en la tierra.
En yerba de primavera
venimos a convertirnos...346.



Partiendo de la recuperación (incluso textual) de ese mundo indígena originario del ser americano, Posse intenta demostrar en sus novelas la posibilidad de construir un discurso paralelo al discurso occidental hegemónico, adoptando así una actitud que podríamos definir como postcolonial, claramente cuestionadora de ese pensamiento dominante. Dicha actitud se apoya en una traslación al ámbito literario de teorías como las de Rodolfo Kusch, quien, desde principios de los 60 venía planteando la existencia de una verdadera construcción filosófica en el mundo indígena, así como la pervivencia en la América actual   —185→   de esa forma coherente de pensamiento347. Desde este punto de vista, la confrontación entre el mundo europeo y el americano, entre la «civilización» que se revela como «barbarie» y la pretendida «barbarie» que obedece en realidad a una percepción equilibrada de la existencia, puede reducirse a su vez a una nueva dicotomía que es la que, según Kusch, distingue el ser, propio del pensamiento occidental, de ese concepto del estar que «logra concretar el verdadero estilo de vida de nuestra América»348. Aunque   —186→   la reformulación de dichos conceptos tiene en Abel Posse, como ya ha sugerido M.ª Rosa Lojo, unos «matices peculiares»349, lo cierto es que los planteamientos de este filósofo argentino ayudan a comprender en un sentido más amplio el antagonismo esencial entre la cultura americana y la europea que muestran las novelas estudiadas. Como ha señalado el mismo Posse, la distinción establecida por Kusch entre «el hombre del ser y el hombre del estar» explica desde una nueva perspectiva la distinta relación con el medio que caracteriza a ambas culturas:

El hombre de América es el hombre que estaba situado cósmicamente en un estar, en un mundo ordenado, en un mundo donde la relación con la naturaleza era legítima y debía ser permanente. El hombre del ser, el hombre europeo, el hombre inmigracional, trae un sentido de la actividad y de quiebra de la relación con la naturaleza350.



  —187→  

Profundizando en las motivaciones de dicha distinción, observamos cómo ésta es el reflejo a su vez de una diversa concepción del propio papel en el mundo e incluso de la manera en la que ambas culturas acceden al conocimiento de lo que les rodea. Para Posse, como para Kusch, el pensamiento occidental presupone que la realidad está afuera y que su conocimiento sólo es posible en el plano intelectual, mientras que la cultura indígena se desenvuelve en un nivel afectivo, intentando comprender dicha realidad desde una mirada interior y aceptando los elementos irracionales como una dimensión tan válida como la racional; la cultura indígena desarrolla una capacidad para ver el misterio del así de la realidad de la que la cultura europea carece: según explica Kusch, «el hombre medio occidental [...] rechaza una inteligencia contemplativa y se adhiere a una inteligencia práctica»351.

Como intentaré demostrar en el siguiente capítulo, la preferencia de Posse por la forma contemplativa, interior, de conocimiento del mundo propia del pensamiento americano hace que en sus novelas la «revelación» de la realidad adquiera un valor mucho mayor que su posible comprensión racionalista, pero esa revelación sólo es posible cuando el hombre se da al mero estar en el mundo, es decir, cuando adopta esa actitud propiamente americana que el pensamiento europeo intentó desterrar del continente; en este sentido, como explicaba Kusch,

  —188→  

La importancia del descubrimiento estriba en el hecho de que es el encuentro entre dos experiencias del hombre. Por una parte la del ser, como dinámica cultural, cuyo origen se remonta a las ciudades medievales y que adquiere madurez hacia el siglo XVI. Por la otra es la experiencia del estar, como sobrevivencia, como acomodación a un ámbito por parte de los pueblos precolombinos, con una peculiar organización y espíritu y esa rara capacidad de cimentarse a través de una radicación de varios milenios en las tierras de América352.



El enfrentamiento entre esa cultura dinámica del ser, obligada a un continuo quehacer transformador del medio, y la experiencia americana del mero estar queda reflejada en la crónica que los vencidos consignan en Daimón, donde los indígenas describen a los españoles como «desdichados del hacer»353. Los actos de los invasores se explican en ella por una extraña filosofía: «Alguien, alguna vez, en sus tierras de constructividad y de desdicha, les había dicho que no era posible ser sin hacer: y que no habíamos nacido para estar, sino para hacernos el ser»354. Del mismo modo, en Los perros del Paraíso, los invasores «se preparan para una vasta y profunda ofensiva contra la Naturaleza en nombre del hacer y contra el mero estar»355 y, una vez en las paradisíacas tierras americanas, la «Ordenanza   —189→   de Estar» de Colón resulta aún más incomprensible a sus hombres que la de Desnudez, ya que implica «quedar cara a cara con la realidad de la existencia»356. La dicotomía entre el ser (asociado al hacer) propio de la cultura occidental y el estar característico de la cultura americana adquiere además una especial significación en esta novela cuando la incapacidad de los hombres «civilizados» para cumplir con la ordenanza de Colón desencadena el fin de ese mero disfrute del Paraíso: si en un principio «la máquina del hacer, pieza esencial de la desdicha y diversión de los hombres de Occidente, continuaba su acción con disimulo y nocturnidad»357, tras el golpe de Estado de Roldán, los invasores pudieron por fin «impulsar el espíritu de creación nublado por la delicia paradisíaca y el consecuente dejarse estar. El hacer retornó con furor demoníaco»358.

Este «hacer» que el hombre europeo necesita para construir su ser parece triunfar así sobre la mera contemplación, el mero disfrute del estar ahí en el mundo, en ese paraíso que es América. Para Abel Posse, como para el protagonista de El largo atardecer del caminante, los conquistadores robaron «para siempre la paz del alma» a unos hombres que «simplemente estaban en la vida»359. Desde este punto de vista, la cultura invasora, incapacitada para la felicidad que proporciona el estar, se asocia con la barbarie   —190→   y el autor se pregunta junto a su personaje: «¿Siempre habrá bárbaros? ¿Siempre vencerán los bárbaros?»360. Sin embargo, al final de Los perros del paraíso, el propio Posse parece haber abierto una puerta a la esperanza, al triunfo o, al menos, a la pervivencia del «dejarse estar» a pesar de la presión imparable de la «máquina del hacer». Vuelvo, pues, a esta novela para intentar concluir el sentido último de la argumentación del autor a este respecto.

El europeo basa su ser en la acción, en la transformación de lo que le rodea; el indígena, en cambio, se refugia en un mero estar en el mundo, en una actitud contemplativa que lo lleva a la inacción o el estatismo, pero la inacción puede ser (es) también una forma de resistencia. Si seguimos a Kusch, el mundo indígena ha sido sometido, pero, al mismo tiempo, ha conseguido «fagocitar» al mundo occidental para revelar el verdadero ser americano. Esta fagocitación o «absorción de las pulcras cosas de Occidente por las cosas de América, como a modo de equilibrio o reintegración de lo humano en estas tierras»361 es la que parece cumplirse en las páginas finales de Los perros del paraíso cuando tiene lugar la ya citada invasión de los centenares de perrillos mudos convertidos en un gran y temible animal. Esos perrillos que han avanzado como «una enorme presencia pacífica y silenciosa» se retiran inesperadamente, pero «desde entonces y para siempre   —191→   los portadores de la nostalgia se declararon en rebeldía por vía de inacción»362. Aunque, como ya he apuntado, esta resistencia por «inacción» no logra evitar que el continente quede en manos del poder violento impuesto por el mundo europeo, creo que Posse plantea sobre todo esta pasividad como rasgo definitorio y única forma de lograr la pervivencia de toda una concepción del mundo opuesta a la de la civilización occidental. El continente americano ha sido sometido por el poder político y cultural de los «bárbaros» de Occidente y, sin embargo, a través de las novelas de Posse entrevemos ese pensamiento indígena que subyace «para siempre» en una suerte de resistencia cultural no basada en la violencia de la acción, sino en la «inacción», en un estar que, como definía Kusch, «es, en suma, ubicarse en esa encrucijada que se abre en el así, donde asoma una auténtica visión del hombre»363.





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