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Abel Posse: La búsqueda de lo absoluto

Luis Sáinz de Medrano Arce





Lo primero que llama nuestra atención al examinar la narrativa de Abel Posse es la profunda conexión que existe entre todas sus obras. Creemos posible sostener esto aun sin haber tenido ocasión de aproximarnos a una de ellas. Momento de morir (Buenos Aires, 1979), no publicada en España y que el autor, seguramente con excesivo rigor, no considera importante.

Nuestra aseveración se apoya en la fuerte intertextualidad que por encima de los determinantes de cada caso, late en el conjunto de la obra de Abel Posse, y que hace que toda ella tenga una fundamentación unitaria. Que un escritor no escribe sino un solo libro, aunque sus fragmentos reciban títulos diversos, según lo ha afirmado, entre muchos otros, García Márquez, parece indiscutible, aunque hay casos en que tal hecho se manifiesta con mayor coherencia. Uno de ellos es el de las novelas de Posse.

Si el narrador colombiano ha escrito un inmenso libro sobre la soledad, el del argentino es el libro de la ansiedad, la vehemente, desesperada o -si cabe el adjetivo- calculada ansiedad de unos seres que intentan superar sus propias vidas o, de un modo más genérico, ir más allá de las estrechas limitaciones de lo humano, dar el gran salto hacia lo que trasciende. El gran peso de la tradición positivista de la narrativa hispanoamericana que resaltaba la abulia como «le mal du siècle» se resuelve en las novelas de Posse con estas respuestas de los héroes no necesariamente pragmáticos pero sí lanzados a la conquista de esa sobrerrealidad donde se encuentra el sentido de la existencia individual y del devenir humano. Supongo que seré bien entendido si defino esta narrativa como «religiosa», desde el momento que toda ella concierne al esfuerzo de establecer una religación con los dioses y con sus huellas auténticas en el reino de este mundo.

En un artículo titulado «El callado triunfo de la novela»1, Posse se ha referido a la complicidad o compinchería entre autor y lector que permite al segundo toda clase de licencias al asumir el texto que el primero ha elaborado. Entre ellas, si quiere, «el lector trama otro orden (o desordena el orden narrativo del autor)». Es ésta la primera que me he permitido yo al acercarme a las novelas de Posse. Creo que en Daimón y en Los perros del paraíso se concentra de una manera más deslumbrante, con mayor frondosidad litúrgica ese esfuerzo religatorio, y hay algo que me lleva instintivamente a abordar a partir de ellas, desentendiéndose del orden cronológico del conjunto, la narrativa de este autor.

Estamos ante novelas a las que en principio cabe llamar históricas. Este subgénero tan vinculado al romanticismo tiene un considerable desarrollo en Hispanoamérica en el siglo XIX. Llegado el modernismo conocerá un momento de esplendor con La gloria de don Ramiro de Larreta, exquisita reconstrucción de la España de Felipe II. Habrá de ser otro modernista evolucionado, Valle Inclán, el que marcará la pauta de un historicismo completado o interpretado por la fantasía. No apelaré a Tirano Banderas sino a ese momento de Sonata de Invierno en que Bradomín expresa su conmiseración por un personaje que «prefería la historia a la leyenda y se mostraba curioso de un relato menos interesante y menos bello que mi invención»2.

Es esa concepción la que superando las persistentes barreras del Del Valle Arizpe y los colonialistas mexicanos y los vigorosos y puntillosos trazos de las novelas de tema paraguayo o rosista de Manuel Gálvez, vivifica la obra de novelistas hispanoamericanos que, con diverso acento, han escudriñado el ayer desde el momento en que los aires de la vanguardia soplaron sobre la narrativa en aquel continente. No estamos tratando de precisar, desde luego, una estricta filiación valle-inclanesca en América más allá de casos tan consabidos como el de Asturias. Se trata de un estudio que en todo caso habría que hacer. Pensamos simplemente que las citadas palabras de escritor gallego recogen el aire de libertad con que muchos acometerán un tipo de novela que no trata de buscar la unamuniana «intrahistoria» sino esa realidad última que excede incluso a esa intrahistoria y que sólo la fábula puede aprehender.

Algunas novelas hispanoamericanas significativas de esa directriz son El camino del Dorado (1967) de Arturo Uslar Pietri: El mundo alucinante (1969) de Reynaldo Arenas: Yo el Supremo (1974) de Augusto Roa Bastos: Terra Nostra (1977) de Carlos Fuentes: Daimón (1978): Los perros del paraíso (1987) y Los demonios ocultos (1988) de Abel Posse: Lope de Aguirre, príncipe de la libertad (1979) de Miguel Otero Silva, y El arpa y la sombra (1979) de Alejo Carpentier.

El interés por la incorporación de la historia a la narrativa no es sino una vuelta a los orígenes. La literatura hispanoamericana nació con la historiografía indiana. De otro lado, el destino de todo relato histórico es el de convertirse en un texto literario, de modo que la simbiosis historia/literatura está dentro de la normal naturaleza de las cosas. Hoy admiramos algunos elementos novelescos de las crónicas de Indias. Llegará un tiempo que sean leídas como puras novelas.

Figuras como las que acabamos de mencionar están testimoniando que la imaginación, el espíritu de utopía, la fuerza crítica y el arte de contar de aquellos fundadores están completamente vivos. Buena prueba de ellos es la novela histórica del argentino Abel Posse. En ella sorprende también el hecho de que la muy europeizada Argentina entre con paso firme en el ruedo de los temas históricos americanos que no afectan específicamente a ese país.

Daimón es novela que hay que situar en relación a otros autores que se han ocupado en época reciente del famoso Lope de Aguirre, personaje histórico cuya singularidad -hoy divulgada incluso por el cine- no es preciso subrayar aquí. Juana Martínez ha hecho una buena síntesis del perfil del personaje a través de las novelas de los autores citados3, en la que se apuntan datos que merecen ser ampliados: siguiendo un empeño que cuenta con otras estimables aportaciones4. Fernando Aínsa compara la criatura literaria de Ramón J. Sender en La aventura equinoccial de Lope de Aguirre con la de Abel Posse, y establece también una sugerente relación entre el Lope de Aguirre de Daimón, que más allá de su empresa específica del siglo XVI atraviesa la historia de América hasta llegar al nuestro, y el Orlando de Virginia Woolf donde el personaje del mismo nombre hace una audaz singladura a través del tiempo5. Lo cierto es que el personaje de Posse resiste con arrogancia cualquier comparación, incluyendo las que podrían hacerse con algunos relatos de La guerra del tiempo (1958) de A. Carpentier («Viaje a la semilla» y «Semejante a la noche») y con Concierto barroco, donde personajes del XVIII visitan la tumba de Stravinski, presencian el cortejo fúnebre de Wagner, y uno de ellos, el negro Filomeno, se traslada al siglo XX y puede escuchar a Louis Amstrong.

El Daimón de Posse concentra todas las acepciones que la palabra contiene en griego; dios, genio (el que prefería Goethe), fantasma, espíritu del mal, espíritu de los muertos, hado, desventura. Lope de Aguirre fue, sin duda, y en realidad, todo eso.

Al comenzar la novela hay unas palabras referidas al Nuevo Mundo en las que creemos encontrar una fusión entre la tierra colombina y el propio Lope de Aguirre: «América... Todo es ansia, jugo, sangre, savia, jadeo, sístole y diástole, alimento y estiércol en el implacable ciclo de leyes cósmicas que parecen recién establecidas»6. Es la vorágine aceptada como escenario-eco de un yo que se debate en la asunción de un destino del que la anécdota que la historia convencional ha recogido no es sino un signo primario. Como un Juan Preciado magnífico, violento y contradictorio, este Lope de Aguirre, identificado casi siempre como El Viejo, recorre desde la otra orilla de la vida sus antiguos territorios con su cortejo. Hay en este hombre y en este grupo una extraña grandeza que puede quedar muy bien definida con los versos que Borges usó para describir a Juan Facundo Quiroga cuando irrumpe en el más allá tras haber sido asesinado en Barranca Yaco:

«Ya muerto, ya de pie, ya inmortal, ya fantasma, / se presentó al infierno que Dios le había marcado. / Y a sus órdenes iban, rotas y desangradas / las ánimas en pena de hombres y de caballos»7.



Pero este insólito guerrero que pelea con muertos y de muertos se ha de acompañar, no va a entrar tan fácilmente en el infierno o en la nada. Como un nuevo Pizarro, ofrece a los suyos un proyecto que en este caso significa una opción entre la aceptación de la tumba y la empresa de volver a luchar «por lo que no se tuvo, por lo que no se hizo» (p. 14). Otra vez el señuelo del oro, las mujeres, el Dorado, y estas gentes vuelven a caminar sobre sus huellas. Cuando El Viejo ironiza sobre los pormenores que acerca de persona de su persona da la Relación de Francisco Vázquez y Pedrarías de Almesto (aunque él se la atribuye a Blas Gutiérrez), o se enfrenta con el Cura -una de sus víctimas- a quien acusa de haber pedido a Dios en el momento de su asesinato una dura venganza, Aguirre está plantando cara a su propio pasado en un extraño rito de purificación antes de empezar su alucinante itinerario.

No pretendemos que los anteriores noveladores de Lope de Aguirre se hayan limitado a aderezar una estructura realista. Menos aun en la versión de Miguel Otero Silva, que es posterior a Daimón, y está hecha desde la apropiación total del personaje por el autor. Con todo: Posse ha realizado un ejercicio de libertad mucho más radical al manejar al personaje, seguramente porque también de un modo más decidido ha querido jugar la baza de la indagación en esa realidad que está más allá del rigor del documento, esa realidad que vive tras una frontera infranqueable para el historiador pero es tierra franca para el poeta.

Y es el poeta, es decir, el narrador demiurgo, quien conduce y sigue al mismo tiempo al personaje, liberado de los condicionamientos de lo evidente, al otro lado del espejo. Allí, como en el relato de Carroll, hay charcos de lágrimas y jardines encantados, pero no se trata de un mundo ilusorio, se trata de América.

Aguirre, dueño de las posibilidades de su status le confiere, va a ser en ocasiones contemporáneo de sí mismo, es decir, del personaje histórico; pero también la proyección de éste en un tiempo que lo excede. Vuelve a escribir a Felipe II once años después «del tiempo de su propia condena y cruel ejecución» (p. 22) para reafirmar su declaración de guerra, y le anuncia lo que será el eje de la novela: «Me dispongo a una larga jornada que no sé cuándo tendrá término. Es la jornada de América. Voy con mis verdugos y mis víctimas por estas tierras fantásticas» (p. 23). El nuevo Lázaro, atrapado por la «magia de la vida, fuente de toda delicia, de todo error, de todo dolor» (p. 23), y sus seguidores establecen contacto con las Amazonas presididas por su reina Culan, y cumplen como pueden con los ritos de fecundación. El destino de Aguirre ya no es Venezuela. Llegan a Cartagena de Indias, ya el 15 de junio de 1719. Allí conocerán las muchas novedades que el mundo ha sufrido. Aguirre manda ahora nuevas invectivas al rey del momento, el Borbón Felipe V. De ahí se siguen innumerables sucesos otra vez en el interior del continente, como el relacionado con el rebelde Tupac Amaru en 1780. Antes que Hiram Bingham, Aguirre descubre Machu Picchu, donde se casa con quien fuera sor Ángela, a quien había conocido siendo niña en 1525. Luego viene la época de los Libertadores, más tarde el siglo XX, la revolución mexicana, los tiempos liberales. Torturado en Buenos Aires por la dictadura militar, la resistirá para instalarse en el Cuzco donde el sobreviviente de su propia muerte le encuentra de nuevo por una causa trivial cuando estaba acompañado de un viejo amor, la Mora, que, «fecundada por el furioso daimón de Aguirre» (p. 270) tal vez lo trasladará al grupo guerrillero del que forma parte.

En este insólito vaivén el narrador ha volcado una minuciosa información en la que destacan pronto como hemos visto fuertes anacronismos que conspiran contra el desarrollo lineal del tiempo. El personaje se hace sobrehumano o se trivializa -acabará vestido con su «camisa de grandes flores rojas y amarillas... y un saco de sport norteamericano, con rayas azules y rojas» (p. 268). Lo mismo sucede con los otros personajes como Nicéforo Méndez que tras fracasar en su propósito de conseguir un puesto de gendarme, partió hacia Puno para unirse al grupo subversivo. Hay, por un lado el propósito de mostrar la historia de América como un eterno retorno. El cura, uno de los viejos marañones, es al final -ya había ejercido como Inquisidor en Cartagena- uno de los sacerdotes que ofician en el Te Deum que muestra a una Iglesia obsecuente con la dictadura: Aguirre vuelve a ser el rebelde que convoca indignado a los suyos en esa ceremonia para la lucha de los nuevos tiempos: Blas Gutiérrez, el cronista, acabará siendo un periodista que padecerá también la violencia de la represión. El conjunto, con todo, desconcierta por el increíble juego de tensiones y distensiones con que el narrador maneja al entramado de la historia. La perplejidad es algo buscado. El narrador rehúye la moraleja: a pasajes con discurso sobreimpostado suceden otros donde la prosa se afloja en ligeras parataxis. Hay barroquismo y ráfagas de folletín, realismo mágico y realismo convencional que desdeña efectismos que habrían sido de buena ley. Lo que es seguro es que el narrador no pierde en ningún momento cl pulso que hace posible que una estructura que tiene mucho de «collage» y donde el fleco y la dispersión acechan por todas partes se configure como una unidad. En ella está escrita la realidad de esa América que se anuncia en las líneas preliminares y con la que el viejo aventurero de Oñate se ha fundido. A pesar de la vigilancia que el narrador mantiene para salvaguardar un distanciamiento que evite las notas grandilocuentes, hay algo muy patético en la construcción de esta América dura que en alguna parte guarda sin embargo su El Dorado, pero lo hay también, más allá de este referente, en los esfuerzos del hombre a quien su particular Daimón le impele a buscar «el centro», «el otro lado», lo que está por encima de la gesta, el cumplimiento del destino individual en una sobrerrealidad que excede a toda anécdota.

Tras haber seguido a Lope de Aguirre en esta ansiosa búsqueda. Abel Posse va a fijar su atención en otro personaje histórico. Cristóbal Colón, uno de los miembros de la «secta de buscadores del paraíso»8, forjada en el Renacimiento. Cuando la caída de Constantinopla en poder del turco pone temible broche a la «espesa cortina de cimitarras» (p. 13) que amenazan, al decir del Papa, a la Cristiandad.

Los perros del Paraíso, título de esta segunda novela histórica, muestra la fascinación del autor por la recuperación de lo que está bajo la cáscara amarillenta y rígida de los datos fehacientes. La parte de la novela dedicada a mostrar la conquista del poder por Isabel de Castilla en una atmósfera donde el general Queipo de Llano, Díaz Plaja y D'Ors esperan audiencia con el rey Enrique IV, y donde tiembla espantada la Beltraneja, es un buen ensayo de la poética desenvoltura con que el autor abordará el tema del Descubrimiento. Paralelamente Colón, «rubio y fuerte como un ángel» (p. 19) se prepara para vencer a toda costa los determinantes que lo abocan a ser sastre, cargador, quesero o tabernero en la «Génova de los tenderos» (p. 23), después de que el cura Frison despertara en él «la pasión, pena y nostalgia del paraíso» (p. 24). Asimismo el lansquenete Ulrico Nietz, «desertor de guerras perdidas por entusiastas conductores» (p. 21), ha arribado a «las tierras soleada donde florece el limonero» (p. 21) y deja su estimulante mensaje en la mente del Colón adolescente. Él también participará lateralmente en la formidable empresa. El cuadro inicial se completa con la puesta en primer plano de los hombres de la América precolombina. La incorporación de la voz de estas culturas había sido hecha ya en Daimón, donde, por ejemplo, los versos de Netzahualcóyotl son recordados como testimonio premonitorio del dolor de la conquista. Ahora la presencia de los que descubrieron a los descubridores cobra una fuerte entidad. Posse empieza por organizar un contacto que nunca existió en la realidad pero que se hace posible -y aún se hará más- cuando cinco siglos después los tiempos se confunden y la cronología se pierde en un orbe de símbolos. Huamán Collo, envidado del Inca Túpac Yupanqui negocia en Tenochtitlán con los aztecas y se siente impresionado por el fatalismo de éstos. «Los pálidos» o «blanquiñosos» (pp. 30-31) han ocupado los archipiélagos y tal vez sea posible dominarles. Globos incas han llegado a Europa: Canarias, Iberia y hasta Dusseldorf.

Posse describe con demora, con esa demora que encontramos en los mejores autores hispanoamericanos de nuestro tiempo -Borges, Onetti, García Márquez-, y que nos hace pensar que cada uno de los sucesos tiene una relevancia máxima, episodios alternativos de los referidos personajes dentro de su entorno: iniciación del futuro almirante, unión de Isabel y Fernando, actividades el Inca Humán en Tenochtitlán. Se diría que al narrador le atraen tanto los prolegómenos del descubrimiento como este hecho mismo. Es ésta sin duda la parte más vital de la novela, cuando los personajes están instalados en el territorio de la esperanza, de las expectativas. Incluso los aborígenes del que será llamado desde el eurocentrismo Nuevo Mundo, se abandonan al júbilo ante las previsibles bondades de los extranjeros que han de venir.

Luego es la partida. La vasta documentación que visiblemente ha manejado el narrador no está puesta al servicio -como ya habíamos tenido más que sobradas ocasiones de advertir, de una fidelidad obsecuente a lo que dicen los textos históricos. La búsqueda de lo sustancial le permite embarcar en el primer viaje de Colón al padre las Casas y al fraile Valverde, el torpe religioso encargado de dialogar con Atahualpa en Cajamarca, al doctor Chanca -que se incorporó al segundo viaje-, el propio Ulrico Nietz y los más variopintos personajes, así como, a mayor abundamiento, «altares barrocos desarmables» (p. 118) vírgenes -la Guadalupe entre ellas- para ser entronizadas en las Indias y los más variados artefactos. La relación de Colón con Beatriz de Carvajal en La Gomera se convierte en una brillante exhibición de erotismo, en uno de esos núcleos de la novela que parecen llamados a sobrepasar lo circunstancial.

Pero el viaje sigue. La navegación en la que se funden todas las del almirante, dura diez años, y en ella se cruzan con grandes trasatlánticos a vapor, en uno de los cuales se oyen las notas de «El manisero». No es raro, así las cosas, que aparezca también en el mar el Mayflower «cargado de puritanos terribles» (p. 156), y las naves de los piratas ingleses, o una nave negrera.

La avidez de Paraíso del almirante determina sus febriles movimientos en el resto de la novela. Fernando de Aragón se irrita ante el maldito genovés enviado a buscar oro que sólo envía «un monito lleno de plumas de ángel» (p. 175). La corte de España se conmueve en discusiones teológicas sobre el paraíso colombino. Swendenborg asesora a Colón sobre las circunstancias que rodean a los ángeles. Colón promulga la ley de la desnudez para cumplir con las exigencias del paraíso. Luego, la «Ordenanza de estar» (p. 192) que prohíbe el trabajo, carente de significación en tan excelso lugar. Se especula incluso con la improcedencia de la misa en el núcleo de lo sagrado. Después la sublime república empieza a degradarse. «Sin el Mal las cosas carecían de sentido» (p. 193), los curas vagabundean malhumorados. Surge un hombre fuerte, Roldán, que habla sospechosamente de «patria y dignidad» (p. 195). Hay bacanales. Las Casas se desazona en el paraíso. Ulrico Nietz se atreve a decir que Dios ha muerto. Hallada la puerta Este del Edén, Jehová no acude ante el desafío blasfemo. Roldán da un golpe de estado que significa la subversión de los débiles hilos que sostenían el mito. «Intereses económicos y eróticos» (p. 200), entorchados, y un discurso «patético, nacionalista, previsible» (p. 200), todo ello apoyado por la jerarquía eclesiástica (Te Deum incluido) y la Banca San Giorgio configuran las coordenadas de una América proyectada hacia el futuro. «Encomiendas», «cruz-horca» (p. 201)... Se restablece la obligación del vestido y es arrestada la princesa Siboney. También lo será Colón y su gente. El Banco Santangel and Hawkins Ltd., la Inquisición, la Agencia Cook, la United Fruit y otras entidades por el estilo se instalan en el perdido paraíso. Los perrillos mudos, pacíficos hasta entonces, invaden la ciudad pero se retiran perdidos en su nostalgia para convertirse en eternos merodeadores desde México hasta la Patagonia. Colón, al embarcar hacia el Viejo mundo, dejando al Nuevo en manos de «milicios y corregidores» (p. 223) exclama todavía: «Purtroppo c'era il Paradiso»... (p. 223).

Es evidente que el narrador ha contado dos historias muy diferentes pero con importantes coincidencias estructurales. Por encima de cualquier otra cosa Lope de Aguirre y Colón son, cada uno a su modo, buscadores del paraíso. En ambos late la avidez de encontrar algo trascendente, algo que vale más que sus vidas. Aguirre proclama en cierto momento: «sólo busco la salvación de mi alma» (p. 69). Y creía no mentir, apostilla el autor. No miente, en efecto, si entendemos que la salvación de su alma consiste en rebasar la tosca barda de lo común para instalarse en «Lo Abierto» (p. 213), en «el tiempo de lo real, donde día-noche y mes-año son solamente referencias marginales que no llegan a ocultar ni sustituir la totalidad temporal» (p. 114). Colón, por su parte, percibe ya en los días de navegación, la «zona de Apertura» (p. 163). Al entrar en su supuesto paraíso, el narrador introduce una exclamación-guiño para iniciados: «Ingresan» (p. 168). Seguidamente aclarará: «Están en el "omphalos"» (p. 169), es decir, en el ombligo, el centro. Por último, ve «el Árbol», «el borde del Principio» (p. 189). El narrador da oportunidad a Daimón, como la tuvo sobradamente Colón, de repetir su viaje iniciático. Ambos acabarán su aventura con un prosaico infortunio: un huesito en la garganta en el caso de Aguirre, un miserable arresto en el caso del almirante, que él aceptó con mansedumbre, porque «todo hombre que haya pasado los umbrales de Lo Abierto queda inhabilitado para mortificarse por la nadería del mundo aparencial» (p. 219).

Y no olvidemos que también los indios en Daimón se escapan hacia «La Totalidad», huyen, con drogas, de «la dolorosa razón» (p. 74). Por último, sabremos que los perros mudos tienen capacidad para convertirse en nahuals, y guiar hacia el gran Todo a sus amos asumidos en ellos. Esa búsqueda de lo absoluto es, pues, el fundamental predicado de estos personajes -como lo es sin duda de Isabel de Castilla, cuya condición de gozosa iluminada la lleva a afrontar sin contemplaciones el enojoso tema de la Beltraneja y a tomar cuantas drásticas medidas sean precisas en su reino. Como tal buscadora de lo absoluto y creadora de la secta de los SS, según una de las sorprendentes notas que -acaso un tanto borgeanamente- introduce Posse en esta novela, sabremos que Isabel será en el futuro admirada por Adolf Hitler, quien «llevaba un escapulario de felpa amarilla que encerraba una espiguita de trigo manchego» (p. 46). Anotamos aquí el dato por lo que luego se verá. Los tres personajes -incluida, en efecto, Isabel- comparten en diferentes medidas un fuerte sentimiento erótico que es un signo de la pasión mayor por la plenitud.

El triste final es, en fin, un lastimoso e inexorable contrapunto a esto. Pensemos también en la común pasión por el viaje.

No pretendo interpretar estas dos novelas únicamente en un nivel arquetípico. Es muy fuerte la pasión crítica del narrador al instalarse en las dos orillas del mundo hispánico y hacer -al construir los soportes de estos personajes y estas ansias- una inexorable almoneda de aquellos aspectos que estima condenables de esa historia que aquí se enriquece y alza un fascinante vuelo, pero lo cierto es que este tipo de lectura, que no atenúa en nada la otra, la que se ciñe a una referencialidad más inmediata -reforzadas las dos igualmente por los elementos distanciadores del relato- nos resulta primordial.

Eso es lo que nos corroboran las restantes novelas de Posse que hemos manejado para este análisis, con la excepción ya indicada.

Así sucede en la primera de ellas, Los bogavantes (1968), obra que conoció en su momento el interdicto censorial español de la época. En ella Marcelo, diplomático argentino, pasea por París su vacío interior que trata de remediar por el procedimiento de aferrarse a una otredad que le devuelva su yo en distintas experiencias amorosas. Que el sistema resulta muchas veces inútil es obvio, pero Marcelo, como viene sucediendo desde el Génesis, pretende ignorarlo. Lejos, en el Buenos Aires del primer desarraigo, quedó Laura, la esposa; en París aparece primero Françoise, que posee el atractivo de estar en condiciones de ser pervertida, pero que pronto se convertirá en un objeto gastado; luego Susana, también argentina, que vive paralelamente una «liaison» con Francisco -un español que busca en París un baño lustral que le permita romper con las arcaicas estructuras mentales que le fabricaron en su Burgos natal. Fracasada esta relación, Marcelo y Susana casualmente unidos, emprenderán luego un viaje a España que desemboca en una violenta ruptura. La alternancia de personajes y situaciones, con paso de la narración en tercera persona, al monólogo interior, vertido a veces en un diario (por el que también sabremos de la soledad del burgalés y el implacable retorno a su Castilla), da paso a un sinnúmero de hechos y reflexiones que convergen en esa imposibilidad, que a todos afecta, de lograr la trascendencia. Marcelo, siempre evocando sus fantasmas, resabiado de literatura que escribe para purificarse, se avergüenza de ser un burgués; comprueba que, como todos, posee rostros desgastados y sucesivos. Tiene, como Susana, la pasión del análisis, que incluye, como siempre ocurre en la narrativa de Posse, el yo y el entorno, en un sentido muy amplio. Susana ha ido a París para «saltar» de «lo normal» -la vida sin horizontes de una pequeña ciudad rioplatense- hasta «lo otro»9. Todos hablan de eso. Francisco piensa que «hay un sentido», es decir, una puerta por la cual podrá el también entrar en la vida para dejar de sentirse «un extraño en el universo», algo que se parezca al «país del sueño de la infancia» (p. 143). Susana, según advierte Marcelo, «no esperaba[s] -en su agitada huida del ayer- sino el momento de "ir hacia los centros"» (p. 202). El terror al caos la llevó a subirse al tranvía de la progresía de moda. Luego todos han de aceptar el vacío. Mauricio, ya al fin de la novela, dirá muy significativamente: «La mía sería entonces una especie de crónica de un ¿desentusiasmado?, de un deshabitado de los dioses. Esa es la muerte: el realismo» (p. 255).

Este Marcelo de Los bogavantes reaparece en el Agustín de La boca del tigre, personaje que posee la misma dimensión actancial. Este diplomático refugiado intermitentemente en un escondido hotel de algún lugar del trópico americano, en una abandonada zona arqueológica, escribe también sus recuerdos en una suerte de autoexorcismo paralelo al que encontrábamos en las reflexiones de Marcelo o de Francisco. Pronto sabremos que su búsqueda no ha sido distinta a la de aquéllos: «Soy víctima de creer -escribe- que no se debe seguir siendo el habitante de una continua sed. Que es preciso atisbar el sentido, entrever»10. Y no es por cierto la única vez que esta ansia se explicita en la novela. También los sacerdotes de la extinguida cultura americana -ascendían a la pirámide «para dedicarse a los rituales que podían darles acceso al sentido» (p. 15). Está, pues, muy clara la fijación del narrador.

Es muy significativo que la historia recordada por Agustín transcurra en Moscú y, eventualmente, en algunos otros lugares de Rusia. En Los bogavantes hemos visto desarrollarse una prolongada dialéctica en torno a la vaciedad del mundo capitalista a través del nihilismo cínico de Marcelo y la retórica marxista de Susana, que trata de imponer a éste sus ideas de un catecismo bien aprendido, y acaba por último en La Habana donde esperaba tener un encuentro con la realidad que pretendía poder encontrar -algo que no tiene muchos visos de producirse, hasta donde podemos saber. También en esta novela hay específicas acusaciones a la sociedad argentina y española enquistadas en viejos moldes judeo-cristianos. La peregrinación por España responde a unas ansias matricidas y también a una fascinación amorosa -por lo menos en el caso de Marcelo- por la matriz «incesante y fatal»11 como dijo Borges, de América.

Pues bien, entendemos que el situarnos en la vieja Rusia transfigurada por la revolución es todo un reto que se plantea el narrador, quien parece proponernos implícitamente: ¿Estará aquí «el centro», «el paraíso», «lo absoluto», «el sentido»? La respuesta por cierto es negativa. En el Moscú de La boca del tigre los occidentales intercambian sus gesticulaciones y se deslumbran una y otra vez ante el señuelo de lo erótico, tras lo cual sólo hay un espacio vacío. No olvidemos la semiótica de la gastronomía y de lo que Darío llamaba «los alcoholes». Los personajes de Posse son, cuando pueden, desaforados gourmets: algo que como bien saben los psicoanalistas puede ser una forma de matar la ansiedad, pero también puede ser simplemente un tributo a la aceptación cínica de una mala conciencia burguesa asumida o detestada. Las dos explicaciones nos sirven aquí. Por su parte, los rusos, dejan ver sus contradicciones y sus perplejidades. Wladimir, el intelectual disidente, es asesinado. Valentina, amante de Agustín, rehusará trasladarse con él al Oeste, porque en el fondo Occidente le parece más atractivo como mito, y quedará en ese gran internado con alimentos seguros y reglamentación de salidas que es su país. Agustín ahora un viudo nostálgico con un hijo al que pronto enviará a estudiar a España, repite en Moscú un periplo amoroso similar al de Marcelo en Francia, aunque en forma cruzada: primero entra en su vida la argentina Francisca, luego la rusa Valentina. El resultado es el previsible: amor que, como siempre, se asfixia en el tedio. La dispersión alcanza a todos: sale disparado de Rusia hacia ninguna parte el escéptico Germán, compañero de libaciones y confidencias, muere el exiliado español Echeverry, repleto de obsesiones de la España rota que también corroen a Agustín subterráneamente. Por último este último volverá a ese desapacible trópico desde donde recuerda ese tiempo de un modo que justifica bien, sobre todo, la estructuración de Daimón y Los perros del paraíso: «la realidad lineal de los hechos desaparece y se va reordenando de la subjetividad de todos nosotros, sólo en el presente coincidimos» (p. 394). Queda en pie también la consideración elegíaca de las culturas indias - «raza de videntes y de sabios» (p. 389)- tal vez voluntariamente desaparecidas, y la certeza de que hace mucho tiempo el hombre supo que había perdido «los dioses cósmicos, el tiempo abierto y solar» (p. 404).

Después de las dos formidables aproximaciones a lo esencial americano representados en la búsqueda del Dorado y el Paraíso en las novelas que hemos comentado al principio, Abel Posse nos sorprendió con una novela, Los demonios ocultos (1988) referente a las actividades subrepticias de los nazis en Hispanoamérica. Las circunstancias que rodean al tema central son nuevas. El tema mismo no lo es. «Todas las civilizaciones crecieron buscando su paraíso -afirma Stahl, el arqueólogo germano que forma parte esencial de la trama-. Todas se extinguieron al desesperar de encontrarlo o de poder vivirlo. El hombre no suele soportar los paraísos que cree ir encontrando»12. Sucede que todo el monstruoso montaje del nazismo correspondía a la mística de unos hombres que confiaban plenamente en un mundo superior. Sabemos que el que podría ser Martín Bormann se ha refugiado en sus últimos tiempos en una proyección hacia «lo abierto» (p. 238) -el que vive en la eternidad de la especie- También ellos, los nazis, como muchos de los personajes no sectarios de esta narrativa, piensan que el judeocristianismo ocultó las fuentes paganas del conocimiento que hay que restablecer. La derrota no amilanó a estos hombres, que siguen pensando en crear un sistema de vida que enlace con el espíritu de los Fundadores, «un grupo una élite que conservó un sentido de civilización y la noción básica de que el hombre no debería perderla relación original con el resto del Cosmos» (p. 217) y que dejó sus huellas en Machu Picchu. Los esfuerzos por conectar con los lugares primordiales llevaron a los nazis hasta el Tibet y después de la guerra a ese otro techo del mundo situado entre el Cuzco y el punto más al sur del altiplano, ya en la Argentina. Hay en suma que recuperar al hombre auténtico que espera su momento de irrumpir en la historia de acuerdo con las teorías de Marx, Nietzche y Freud, alguien que estaba implícito en las inquietudes de los anteriores héroes novelescos, como ese Marcelo que en La boca del tigre decide respecto a su hijo: «No lo entregaré a los mitos muertos... Trataré de que vea a los dioses vivos» (p. 406).

Lorca, el protagonista de Los demonios ocultos, otro argentino, hijo ahora de un nazi y una española republicana, un hombre de la misma estirpe que Marcelo y Agustín, enhebrará en la búsqueda de su misterioso padre13 unido a estas indagaciones esotéricas, imágenes de la España conflictiva, la Argentina peronista, el inevitable Paris. La novela tiene acaso una menor complejidad estructural que algunas de las anteriores, pero a cambio se da en ella un elemento nuevo: una sostenida expectativa de un misterio cuya dimensión sólo se perfila al final, expectativa encarrilada en sagaces moldes de novela cuasi policial.

Quede para otra ocasión analizar con alguna atención las conexiones que las dos novelas posteriores de Posse. El viajero de Agartha (1989) y La reina del Plata (1990), mantienen con las que acabamos de examinar.

Por lo que respecta a la primera, baste decir que en ella el narrador sigue los pasos del padre (Walter Werner) del protagonista de los demonios ocultos (Alberto Werner Lorca) en su peregrinar hasta el Tibet en busca del «Vril», la fuerza secreta -con la que Hitler conseguiría dar un giro a su previsible derrota-, instalada más allá de la mítica puerta que da acceso a lo infinito. La experiencia, que concluye con la muerte del enajenado caminante cuando cree haber llegado a su destino, recoge supuestamente el texto del diario escrito por el propio Alberto, «crónica del delirio y de la final "Gotterdamerung (p. 184), al que tiene acceso su hijo.

En La reina del Plata Posse ha centrado como nunca antes la meta de su observación en la Argentina, tal vez consciente de que el apasionamiento por lo esotérico empezaba a desbordarle. Concebida como un moderado «collage», la novela es una selección de sucesos relacionados con la gran urbe porteña desde los años de Yrigoyen hasta un hoy posterior a una gran «Reforma» que ha instaurado un nuevo Orden en el país. Hay un proceso de succión hacia él de los que se obstinan en permanecer fuera del sistema, los «externos». Pero obsérvese que no se trata de una mera dialéctica política: los «externos» son más que liberales al uso: son gentes que aun sueñan con el tiempo sagrado, con lo Abierto. El sistema enunciativo, aunque más versátil y más impávido, tiene ciertas concomitancias con el del cruel Rinoceronte de Ionesco. Se vive en una época en la que la vieja «Historia» ha sido abolida pero sólo para ser sustituida por la emanada de una implacable organización orwelliana.

Narración hecha con minucioso lenguaje, desde el yo de un rebelde que camina hacia la domesticación, La reina del Plata muestra la verdadera y siniestra cara de la utopía en el reino de este mundo, porque, como advierte Borges: «el mundo desgraciadamente es real»14.

¿Es eso todo? No, sin duda alguna. Tan amarga experiencia no puede invalidar la irrenunciable metafísica en la que aspiran a situarse tantos personajes de Posse, el eje siempre en progreso que articula la búsqueda de «lo Superior», «lo Primordial», «lo Otro». Todo apoyado en episodios constituidos en torno a las obsesiones inmediatas del novelista: Argentina, España, el dolor y la magia de la Conquista, la perplejidad ante los modelos de sociedad anteriores al desmoronamiento del Este.

Malva E. Filer, a propósito de Los perros del paraíso, ha hablado de «anti-utopía en la que encarna la re-escritura crítica e irreverente»15, destructora de la imagen del Paraíso perdido o la Edad de Oro. Sin duda las novelas de Posse cumplen una misión desmitificadora de la historia, y no sólo en lo que a los países hispánicos se refiere. Pero claro está que no son esas grandes lanzadas a un muerto su fundamental objetivo. Su meta es el propio espectáculo humano, grotesco a veces, siempre, a la larga, emocionante o patético: el de los iluminados místicos o nietscheanos, los abrumados y los emancipados, incapaces de escapar a la tantálica fe en lo que está por encima de sus vidas.

Ningún parangón con los antihéroes del «boom» tienen estas criaturas literarias que circulan por textos que muestran una de las cotas más altas del arte de contar en el ámbito de la narrativa contemporánea de lengua española, fruto de la cuidadosa espontaneidad de un escritor que -como dice de sí mismo el Agustín de La boca del tigre- no sabe ser elusivo. Un escritor dueño de una seguridad estilística proclive a crear el goce de la palabra sin transformarla nunca en fetiche.





 
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