Yo venía de Odesa, en el Aventino, un barco italiano, con escala en Constanza, Burgas, Varna, Estambul, Atenas, Patrás, Nápoles y, como punto final, Génova. Llegaba de Moscú, de asistir en viaje de invitado al I Congreso de Escritores Soviéticos, trayendo de éstos para don Ramón un cariñoso saludo admirativo, fresco aún el éxito de sus Sonatas y su Farsa de la reina castiza, traducidas al ruso. Bajar en Italia con pasaporte sellado de hoces y martillos, coincidiendo, además, con los días de la insurrección asturiana, era aventura fácil de convertirse en peligrosa. [...] Cruzarse Italia de Nápoles a Génova, deteniéndose en Roma, con Valle-Inclán como doble aliciente, hacía trocar las dudas del menos decidido en un alarde de valor. Y ya con mis recuerdos de dos días por las calles y plazas de Pompeya, la resbalada lava tumultuosa del volcán, cantándome en la lengua el dulzor fuerte de sus vides de fuego, me presenté súbitamente una mañana en lo alto del Gianicolo, donde como un genio de la romana colina soñaba don Ramón entre los pinos y cipreses, los rosales y fuentes con estatuas de la Academia Española de Bellas Artes. [...] La Academia, pobre Academia de España con escasa pensión y malos directores, venía arrastrando una sucia e incómoda vida desmantelada, dentro de un hermoso recinto descuidado, con jardines y patios adorables, hasta centrado uno de éstos por un gracioso templete del Bramante. [?] Roma entera iba pasando ante nuestro asombro, en un amarillento atardecer otoñal, lleno de grandeza que don Ramón prestigiaba aún más con su silencio, interrumpido solamente para indicarme los lugares, adormeciéndose, emocionado, sobre la música de cada nombre: Il Pincio... Piazza Venezia... Sant-Angelo... Il Quirinale... Sant-Pietro... Via Apia... [...] Yo paseé con él varios crepúsculos por los jardines de la primorosa Villa Madama o los lentos salones de Castell Gandolfo, la residencia veraniega del Papa, oyéndole alabanzas y críticas de todo, llegando hasta indicar al más inesperado y confundido vigilante la conveniencia de podar tal arbusto, de cambiar de sitio, por razones de luz o de capricho, tal cuadro, tal objeto. Tan dueño y señor se sentía de Roma. |