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Aceptación inicial de la Constitución de 18121

Emilio La Parra López


Universidad de Alicante

El mismo día que finalizaron las Cortes el debate constitucional, el 23 de enero de 1812, 900 personas residentes en Cádiz redactaron un escrito felicitando al congreso por haber aprobado la Constitución. Ésta fue la primera de una serie de felicitaciones que por idéntico motivo no cesaron de llegar hasta las últimas sesiones de la legislatura extraordinaria. Desde el primer momento los diputados captaron la importancia del hecho y acordaron insertar literalmente estos textos en el Diario de Sesiones2. Así han quedado recogidos unos 400 escritos de variados autores y procedencia geográfica diversa, por medio de los cuales hoy podemos averiguar qué idea se formaron los españoles en 1812 y 1813 sobre la Constitución.

En el sexenio 1808-1814 se difundieron, como es bien sabido, copiosos juicios sobre las circunstancias del país. En la prensa, folletos, pasquines, hojas de ciego... y otros medios se manifestaron todos los matices ideológicos de la sociedad española del momento. Existen, con todo, tres ocasiones en que el pronunciamiento de la opinión pública se realizó de una forma colectiva, por escrito y con cierta solemnidad. Se trata en primer término de las respuestas a la consulta emitida por la Comisión de Cortes de la Junta Central sobre los asuntos a tratar en las Cortes de próxima convocatoria, conocida como la «consulta al país de 1809». El segundo momento es el que tratamos aquí, deparado por la aprobación parlamentaria de la Constitución. El tercero se produjo casi al mismo tiempo, a propósito de la abolición del tribunal inquisitorial. En las tres ocasiones la sociedad se pronuncia ante asuntos de la máxima gravedad. Lo eran las Cortes de inminente convocatoria, lo fue el ordenamiento constitucional y no se consideró menos la supresión del Santo Oficio, símbolo de la Iglesia del Antiguo Régimen y, por extensión, de toda una forma de entender lo religioso en España. Estas tres eclosiones de la opinión pública, junto a otras manifestaciones realizadas en los más diversos medios, estuvieron amparadas por la libertad posibilitada de hecho por los acontecimientos subsiguientes al 2 de mayo de 1808.

Es difícil mantener, a la vista de los hechos, la imagen de una España adormilada mentalmente, sujeta a los vaivenes de los políticos de turno y sólo interesada por expulsar al francés de su territorio3, aunque los españoles continuaban siendo mayoritariamente analfabetos y susceptibles de ser influidos con facilidad por las fuerzas de la inercia, de cualquier signo (aunque, sobre todo, de signo conservador, pues contaba con más medios para llegar hasta el pueblo). Las ideas ilustradas, por un lado, y el hastío frente a las condiciones políticas generales, por otro, actuaron como detonantes. En la consulta al país de 1809 predomina el espíritu reformista; la Constitución fue mayoritariamente aplaudida y frente a la supresión de la Inquisición también prevaleció la actitud favorable al acuerdo de las Cortes. Todo ello es constatable y no creo sea suficiente argumentar su escaso valor representativo4, a no ser que se considere como un hecho aislado. Si no perdemos de vista el conjunto, y en rigor los tres pronunciamientos de la opinión pública forman unidad, no resulta tan sencilla la descalificación.






ArribaAbajoProcedencia de las felicitaciones

En el Diario de Sesiones se halla el texto íntegro de 390 representaciones, todas ellas redactadas expresamente para felicitar a las Cortes por la Constitución. La inmensa mayoría de estos escritos figura literalmente, constando la fecha de redacción y sus firmantes. Unos pocos, sin embargo, sólo se mencionan y otros están repetidos en dos sesiones parlamentarias, desconozco en ambos casos por qué, aunque se podría aventurar cierta explicación recordando las dificultades del correo y los extravíos producidos voluntaria o involuntariamente en la imprenta.

Las felicitaciones proceden de todas partes de España y América predominando, como es lógico, las firmadas en Cádiz. Con todo, su origen geográfico es asunto de escaso interés, pues muchas están fechadas en la ciudad de Cádiz y alrededores o en otros lugares diferentes a la residencia habitual de sus firmantes. Ello se debe a los traslados forzosos por la guerra, de ahí que resulte más significativo conocer a sus autores.

Predominan las representaciones de los ayuntamientos, de los cuales se reciben 100 de España y 18 de América, es decir, el 30% aproximado del conjunto. Siguen en número las 50 de organismos y autoridades provinciales y las del clero (49 en total). En tercer lugar se sitúa el ejército, las autoridades judiciales, los órganos gubernamentales y de la administración general y los vecinos de varios pueblos constituidos en junta, cifrándose el número de escritos de cada uno de estos colectivos en torno a los 30. Hay, por último, un importante contingente de felicitaciones de procedencia variada: 9 las firman varios vecinos de otras tantas localidades, 2 los artistas de teatro de Cádiz, una los presos de la cárcel de esa ciudad, 3 provienen de consulados de comercio de España y 2 de América, 5 de médicos o colectivos de profesionales de la medicina, otras tantas de universidades, 3 de colegios de primera enseñanza y 10 de nobles y de varios particulares a título personal. Como era presumible, entre los firmantes de estas felicitaciones hallamos a las personalidades más relevantes del primer liberalismo español, excluyendo a los diputados. En este punto resalta la primera de ellas, fechada en Cádiz, porque aparecen los nombres más significativos de este grupo: Martínez de la Rosa, Flórez Estrada, A. Alcalá Galiano, V. Beltrán de Lis, Clemencín, Bartolomé Gallardo, M. J. Quintana, Juan Álvarez Guerra,,, entre otros5. Asimismo están presentes las oficinas y dependencias de la administración central y provincial, las audiencias y juntas supremas. Las escasas ausencias se deben a la imposibilidad material de reunirse las autoridades pertinentes a causa de la guerra. De la misma manera habría que entender el escaso número de felicitaciones de las universidades. No ocurre lo mismo con el clero y la nobleza. Con la excepción del Duque de Frías6, ninguno de los miembros de la alta aristocracia se dirigió personalmente a las Cortes. No obstante, aparecen muchos nobles de segunda fila en felicitaciones colectivas y el Consejo de Órdenes envió una por sí mismo7. En cuanto a la jerarquía eclesiástica, sólo siete obispos felicitaron a las Cortes por la Constitución, todos con sede en América salvo los de Canarias y Jaén. No aparece ningún arzobispo (excepto el electo de México) y son escasos los cabildos catedralicios. Es relativamente abundante, sin embargo, el número de comunidades religiosas, aunque pertenecen todas ellas a un reducido número de órdenes: franciscanos, carmelitas, mercedarios y agustinos. En este grupo llama la atención el escrito firmado, junto a otros residentes en Italia, por el jesuita Francisco Gustá en nombre de los 14 miembros de la Compañía exiliados en Palermo.

Las felicitaciones del ejército fueron numerosas: 20 provinieron de colectivos militares de la península y 7 de destacamentos de América. En conjunto predominan las firmadas por los jefes, oficiales y tropa de los distintos ejércitos, si bien no figura ninguno de los máximos responsables. El rechazo por los altos mandos de la política militar de las Cortes y el apoyo parlamentario a las guerrillas pudo sin duda ser el factor determinante en este caso. También es cierto que salvo Espoz y Mina, que lo hace dos veces, no hay escrito de ningún guerrillero, aunque aquí resulte sencillo calibrar la causa, por el talante cultural de las partidas, su movilidad y, en general, los impedimentos de la guerra8.

En suma, estamos ante un conjunto de escritos muy dispar por su procedencia y no exento de ciertas sorpresas. Por nuestra parte nos inclinamos a considerar las felicitaciones como un conjunto que expresa un estado de ánimo ante la Constitución. Asimismo quedan patentes ciertos rasgos característicos de la actitud de la sociedad española ante la obra de las Cortes de Cádiz. La jerarquía eclesiástica, los altos mandos militares y, en general, la grandeza de España nunca abandonaron los recelos frente a las Cortes unicamerales y reformistas. Por el contrario, los intelectuales, los profesionales y buena parte de las clases medias constituyeron el apoyo más firme. La mayoría del pueblo fue indiferente a las Cortes, como lo había sido -no se olvide- a Carlos IV y, a pesar de todo, lo será a Fernando VII tras 1814.

El asedio militar francés no es obstáculo para que se sintieran obligados a felicitar a las Cortes los organismos de la Administración central (residentes en Cádiz), los de la Administración provincial, las personas con cargos de responsabilidad política o administrativa e incluso los órganos de la justicia. Puede que en estos casos, así como cuando se trata de ayuntamientos, el escrito quede explicado por el cargo más que por la sinceridad respecto a la Constitución. A pesar de todo, también es cierto que las personas que ocupan lugares de responsabilidad se identificaron en buena parte con la ideología de las Cortes y si no eran auténticamente constitucionales al menos expresaron la opinión que les merecía la Constitución, y podría ser considerado este grupo, por un motivo u otro, real o potencialmente dispuesto a acatar sus disposiciones.

Existen otros escritos sin duda menos sinceros e incluso oportunistas. Algunos aprovechan el momento para hacer una solicitud al congreso, aunque para dar mayor fuerza a su demanda hagan el elogio de la Constitución. El escrito del Burgo de Osma, por ejemplo, gira todo él en torno a la demanda de restitución de su Universidad, y el director de la academia militar de Cádiz aprovecha para solicitar protección a las Cortes para su establecimiento, cuyas excelencias ocupan todo el escrito9. En felicitaciones de algunos militares y de ciertos particulares también puede suponerse un motivo similar: esperanzas de ascenso o de un puesto de mando, obtención de un empleo, etc. Por último, en las representaciones de ciertos ayuntamientos se percibe una especie de obligación: hay ayuntamientos que se excusan por no haber enviado antes el escrito, otros emplean un tono de agradecimiento, pues a la Constitución deben su existencia, y algunos asumen este escrito como el primer acto obligatorio de la corporación. En general, pues, cabe suponer un número de felicitaciones insinceras o, en el mejor de los casos, eminentemente protocolarias. Sin embargo junto a éstas existen muchas que, a juzgar por el tono de sus palabras y con independencia de sus autores, manifiestan una clara simpatía hacia las Cortes y proclaman su acatamiento sin reservas a la Constitución. Estas felicitaciones responden al sincero deseo de la sociedad española por cambiar el orden político o, al menos, reflejan el alivio representado por la obra de las Cortes para muchos, anteriormente sujetos a la rigidez del Antiguo Régimen.

Todos los españoles deseosos de innovaciones, esto es, aquellos que constituyen el conjunto de adeptos al liberalismo recién estrenado en el poder, cifran sus esperanzas en la Constitución como símbolo máximo de sus aspiraciones; otros, tal es el caso de los presos de Cádiz o los artistas de teatro, esperan del sistema constitucional la justicia a su condición negada en el régimen anterior. Este grupo de adhesiones sinceras es importante y aún podría serlo más, desde la óptica cuantitativa, si se hubiera podido difundir de inmediato el texto de la Constitución en todo el territorio nacional (es frecuente hallar en el Diario de Sesiones peticiones de ejemplares de la Constitución procedentes de muchos pueblos e instituciones) y si, como escribió el Ayuntamiento de Mairena de Alcor (Sevilla), el pueblo hubiera sabido escribir10.

La mera aprobación parlamentaria de la Constitución suscitó el entusiasmo de los españoles, como constataron Argüelles y el Conde de Toreno11. A partir del 19 de marzo, en toda España y en muchos lugares de América, el pueblo, desde las autoridades al vecino más sencillo, acoge de buen grado las perspectivas de cambio político. Esto sucedió no sin oposición, pues desde el primer acto de las Cortes los contrarios al cambio manifestaron a las claras su rechazo al nuevo rumbo político. El obispo de Orense, el ex regente Lardizábal, el duque del Infantado, el decano del Consejo de Castilla José J. Colón, los obispos refugiados en Mallorca y muchos otros personajes adictos al Antiguo Régimen condenaron la obra de las Cortes mediante negativas a jurar la soberanía del parlamento y la Constitución, por medio de proclamas, folletos y prensa periódica, a través de pastorales episcopales o mediante sermones. Así pues, el entusiasmo popular por la Constitución no se produjo en un clima de tranquilidad en el bando patriota. Por eso su mera existencia tiene un sentido histórico innegable. De ahí el interés por saber cómo se entendió en aquellos momentos la Constitución, independientemente de que meses después del elogio algunos hagan lo posible por contradecir el sentido de los mandamientos constitucionales, engrosando de esta manera las filas de quienes nunca aceptaron cambio alguno en España.




ArribaAbajoValoración de la Constitución

En los escritos que nos ocupan existe notable uniformidad al enjuiciar la Constitución. En unos y otros se repiten las mismas ideas, de forma que no es posible establecer bloques de opiniones en razón de los colectivos firmantes, esto es, los juicios de los empleados de la Administración, por ejemplo, difieren poco de los emitidos por grupos de particulares, por las universidades o por los militares. A lo sumo cabría detectar en los textos de miembros del clero cierto énfasis por resaltar la protección a la religión, aunque este matiz no es suficiente para establecer un bloque dispar a los demás. Prescindiendo de pequeñas diferencias puede delinearse, por tanto, la idea formada por los españoles sobre la Constitución en el momento de ser proclamada.

Quienes enviaron a las Cortes sus opiniones por escrito entendieron la Constitución en una triple vertiente: como apoyo esencial para proseguir la guerra contra Napoleón, como el acto supremo que daba fin a la época anterior de despotismo y como garantía de un nuevo orden político y social. Todos coincidían en elogios encendidos hacia el congreso por haber sido capaz de elaborar un documento de esa importancia en las circunstancias del momento.

En los juicios emitidos sobre la Constitución se manifiestan, junto al entusiasmo popular, la ideología racionalista de la última Ilustración y las ideas características de lo que llegará a ser el liberalismo decimonónico en España, todo ello muy mediatizado por el hecho de la guerra y, en general, por la convulsión sufrida en todos los órdenes.

Como han señalado varios estudios sobre la época y ha subrayado Pierre Vilar, basándose expresamente en uno de los protagonistas, Capmany12, fue importante preocupación del momento lograr la máxima unidad de todos los españoles, medio imprescindible para conducir la guerra a buen término. Unos, como el Marqués de Astorga vieron en la Constitución un instrumento útil para acabar con Napoleón13; otros llegaron a compararla con un nuevo Dos de Mayo14, y aún fue más general la creencia en su capacidad para unir a todos los españoles. En este punto la insistencia fue notable. Los funcionarios de la tesorería general del reino, en un escrito firmado por 39 individuos, lanzaron un juicio muy expresivo de las esperanzas depositadas en el régimen constitucional: «no lo dudamos, las opiniones de todos los españoles van a conciliarse»15. El convencimiento en la fuerza casi taumatúrgica de la Constitución, creencia tal vez menos utópica a principios de 1812 de lo que hoy nos pueda parecer, se prolonga más allá del logro de la concordia de pareceres. Se piensa que la Constitución atraerá a los afrancesados a la causa patriota, que sellará en lo sucesivo la unión entre los españoles y sus legítimos soberanos (así se expresó la Junta de la Mancha)16 y, aún más lejos, se llega a creer que armonizará y uniformizará los derechos de América y de la metrópoli: «... fija los derechos e intereses de españoles y americanos y reúne las voluntades de todos», escribieron los oficiales y dependientes del Consejo de Castilla17. Así pues, la Constitución es, en primer término, un logro político de la máxima importancia por su capacidad de concordia. De la comisión de gobierno del Reino de Valencia son las siguientes palabras, suficientemente esclarecedoras: «ha unido (la Constitución) bajo el imperio de una ley y un interés al peruano y al madrileño, al mejicano y castellano, al vizcaíno y al andaluz»18. Se afirma un hecho, como si por la simple circunstancia de la existencia del texto constitucional quedaran resueltos los más graves problemas.

En un sentido similar se enjuicia otra de las virtudes más elogiadas de la Constitución: su carácter contrario al despotismo y a la tiranía. Ambos términos se emplearon en estos textos referidos indistintamente a Napoleón y al Gobierno de Godoy, representativo, este último, del Antiguo Régimen. Muchos escritos dieron por supuesto «el destierro definitivo del funesto influjo del despotismo», en frase de los artistas de Cádiz19, aunque el mayor énfasis en este punto provino de los cuerpos de funcionarios. Los escritos de estos últimos suelen aludir sistemáticamente a la capacidad de la Constitución para ponerlos a cubierto de la arbitrariedad originada por un régimen despótico, situación «especialmente sentida por los empleados de elevado carácter cuando no quieren ser los ministros de la opresión y de las depredaciones». Esta frase, correspondiente al escrito de los secretarios del despacho, oficiales y dependientes de todas las secretarías20 bien puede entenderse como justificación de comportamientos pasados y, a la vez, como expresión de la actitud cara al futuro de buena parte del cuerpo burocrático radicado en Cádiz en aquellos momentos. En cualquier caso manifiesta un sentimiento de rechazo hacia procedimientos pretéritos definitivamente enterrados por la Constitución, según se cree.

Muchos colectivos con residencia en las ciudades insistieron en el fin del despotismo; otros, de procedencia rural, expresaron la misma idea aludiendo a las prácticas feudales. Los vecinos de la jurisdicción de Montes, en Santiago de Compostela, afirmaban que las Cortes habían asumido «los justos deseos de los pueblos en el exterminio del feudalismo»21; los habitantes de Arcos de la Frontera quedaron convencidos del poder de la Constitución para dejar «arrancadas las hondas raíces del funesto árbol de feudalismo...»22. Aunque no se fue más explícito, salvo para mencionar ciertas prácticas, como el voto de Santiago, en cuya supresión estaban muy interesados varios escritos procedentes de Galicia23, fue evidente que para los españoles la Constitución entrañaba el fin del feudalismo.

Tan claro como la ruptura con el pasado era el comienzo de un nuevo orden. La opinión dominante en las felicitaciones atribuyó a la Constitución, por el mero hecho de haber sido aprobada, la virtud de cambiar el panorama político, pues de ella derivaban las transformaciones básicas: el reconocimiento de la soberanía nacional (aspecto, con todo, pocas veces mencionado explícitamente en estos escritos), la concesión efectiva de un amplio elenco de libertades y de la igualdad ante la ley, la garantía de los derechos esenciales de los ciudadanos, del rey y de la nación, el logro de la felicidad general y, en definitiva, la recuperación de la gloria y esplendor de otros tiempos. A todo ello alude la mayoría de las felicitaciones, sin pasar por alto algunas el enraizamiento en la tradición del texto constitucional, que «restablece las antiguas leyes fundamentales de la Monarquía»24. Este aspecto, tan característico de una corriente de pensamiento de la época, es, sin embargo, escasamente consignado en los escritos que examinamos.

Tales virtualidades de la Constitución para el futuro son repetidas en la casi totalidad de los escritos. Constituyen, en conjunto, una clara prueba de la confianza depositada en el texto constitucional, convertido desde el primer momento en el principio de solución de los problemas de la patria. Y no es de extrañar la unanimidad en esta consideración, ya que la primera proclama emanada de una autoridad de Cádiz inmediatamente aprobarse la Constitución insistía en ello. Quintana fue el autor de tal «Proclama a los españoles», firmada por la Regencia el 23 de enero, cuando votaron las Cortes el texto constitucional. Ahí se expresa el más firme convencimiento en los efectos benéficos en todos los órdenes de la Constitución: «Cesen de hoy en adelante las pretensiones personales, el mal entendido interés dictado por el espíritu provincial; las excepciones injustamente reclamadas en estas épocas de desolación; las producciones que, debiendo nacer del más acendrado patriotismo para reunir e ilustrar la nación, parecen inspiradas del enemigo para dividirla; cesen. Y aparezca la nación con todo el poder que tiene y que todavía no ha desplegado vigorosamente en los diversos períodos de su prodigiosa insurrección»25.

En las constituciones, desde 1812, contemplan los españoles «no una determinada regulación de la vida política, de la que quepa esperar un mejor funcionamiento..., es algo mucho más importante, una especie de reino de Dios laico súbitamente aparecido sobre la tierra... (que) lleva en sí todos los bienes»26. En general así sucede en estos escritos. Casi todos proclaman el logro de los ideales liberales; pocos apuntan la necesidad de iniciar los procedimientos pertinentes para conseguirlos. De todas formas alguno sí lo hace. El Ayuntamiento y vecinos de Arcos de la Frontera vaticinan el surgimiento de una «filosófica y sabia legislación que V.M. va a establecer» basándose en el texto constitucional27. Expresa así su esperanza en la obra de las Cortes más que en la propia Constitución, aunque de alguna manera queda implícito aquí el entendimiento de ésta como «lex fundamentalis». En línea parecida, tal vez con mayor claridad, alude el Consulado de Comercio de Cataluña al carácter no acabado de la Constitución, pues ésta, según las palabras de este organismo mercantil, «será todavía más notable en los anales de esta nueva historia cuando los códigos civil, mercantil y criminal determinen con claridad y precisión los derechos y facultades particulares»28. Si bien podríamos aducir algunos testimonios más de este tenor, la tónica dominante queda marcada por el apuntado concepto de obra acabada. Quizá porque lo propiciaran la expectación, el deseo de traspasar el orden antiguo o el lógico optimismo colectivo.

Con la Constitución quedaba fulminado el orden estamental y conseguida la igualdad de todos: «Desde ahora para en adelante -escribieron los artistas de Cádiz- ya serán los españoles considerados por sus virtudes y merecimientos y desde la clase más elevada hasta la más ínfima del pueblo, gozarán la justa igualdad de la ley»29. La villa de Adamuz (Córdoba) remachó este convencimiento en términos más lapidarios, si cabe: «gracias a la Constitución todos tenemos los mismos derechos y las mismas obligaciones sin excepciones ni privilegio alguno»30. Esta idea de que la Constitución suponía, de inmediato, la implantación del más tajante igualitarismo social caló hondo, entonces, en la sociedad española. Existen diversos testimonios, tanto en los escritos que examinamos aquí como en otros de carácter diferente. En la prensa, por ejemplo, aparece con cierta frecuencia. Tal sucede, por citar un solo caso, en el periódico El Imparcial de Alicante, donde un lector expresa, mediante el entonces socorrido recurso del «artículo comunicado», esta idea. Comienza el articulista afirmando claramente el principio: «La Constitución que ha jurado el pueblo español ante las aras del Dios de la verdad, establece la igualdad a la faz de la ley; es criminal y punible qualquiera distinción que se haga en su aplicación». Y acto seguido lo aplica a un asunto de la vida cotidiana local: en consecuencia nadie está exento de hacer el turno de vigilancia en las puertas de la ciudad (la disposición del Ayuntamiento alicantino en este sentido exceptuaba a la nobleza y a los canónigos)31. Se da por supuesto, por consiguiente, que la Constitución conlleva la ruptura con la sociedad estamental, lo cual queda completado mediante el imperio absoluto de la ley, que afecta a todos32 y el reconocimiento de los derechos y libertades. Se mencionan en muchos escritos los «derechos individuales» sin más especificación, salvo alusiones esporádicas a la seguridad del individuo y al derecho de propiedad. En similar tono genérico, y también con idéntica abundancia, se resalta el reconocimiento constitucional de las libertades, siendo frecuente ahora la mención conjunta de los derechos y libertades individuales y los de la nación, abundando al referirse al reconocimiento de la libertad en el logro de la independencia de España33.

Otra de las virtudes destacadas es la capacidad de la Constitución para lograr la felicidad de todos. De nuevo se hace referencia al concepto de «felicidad» en general, sin desarrollar su contenido, aunque algún escrito especifica como uno de sus rasgos la prosperidad material34. Se entiende la felicidad de manera similar a como lo hicieron los ilustrados, identificándola con el bienestar y la prosperidad general y concibiéndola como el objeto de la sociedad y del «pacto social»35.

Resulta lógico que no se hagan especificaciones ni se intenten análisis en este tipo de escritos, breves, redactados con apresuramiento y sin intenciones doctrinales. El tono general, además, está teñido de un fuerte componente de patriotismo, ya que la Constitución de Cádiz era un documento opuesto al de Bayona y sancionaba el régimen político pretendido por la España que no aceptaba la legalidad napoleónica. Así pues, las afirmaciones del régimen liberal, cuyos principios básicos son atribuidos a la Constitución, siempre se realizan desde la perspectiva del patriotismo. Se une la libertad individual con la independencia nacional, los derechos políticos y del hombre con los de la patria y la felicidad de los españoles con la gloria de España. Como escribió el cabildo de la catedral de Plasencia, la Constitución restituye para España el «antiguo esplendor que disfrutó en otros tiempos entre las demás naciones del mundo»36. La unión de felicidad de los españoles, entendida como prosperidad material, y gloria nacional, realizada de forma explícita en la felicitación enviada por el contador general de Indias y sus subalternos, resume todo ello37.






ArribaConclusión

En 1812 y 1813 buena parte de los españoles acogió con entusiasmo la Constitución. Se produjo un pronunciamiento de la opinión pública a su favor mediante las manifestaciones ocurridas con motivo de su juramento y, lo que es más difícil de hacer dadas las circunstancias bélicas, por medio de representaciones escritas dirigidas a las Cortes. En ambos casos las posturas irreflexivas corrieron parejas a las actitudes conscientes. Precisamente los escritos de felicitación llegados a las Cortes son una prueba de esto último. La Constitución fue entendida por los españoles en su auténtico carácter, esto es, como fin de la época del despotismo y comienzo del reconocimiento de los derechos políticos de los ciudadanos y de la soberanía nacional. Aunque abundó el optimismo al enjuiciar los frutos futuros del nuevo documento político y su capacidad para unir a los españoles, no por ello queda desvirtuada la captación de sus rasgos esenciales por parte del pueblo. Que este mismo pueblo permitiera pocos meses después el aniquilamiento del régimen constitucional se explica porque entre 1812 y 1814 entraron en juego factores nuevos en la vida política española y porque la base sobre la que se sustentaban las aspiraciones liberales era endeble, pues no se habían producido las transformaciones económicas y sociales pertinentes.



 
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