Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Acerca de las Casas-Museo

(Para La Ilustración Asturiana)

Pilar Altamira





Las estancias, los edificios que las cobijan, poseen un alto grado de sensibilidad. Las casas tienen vida propia, respiran, se alegran o languidecen al costado de sus moradores. Existen algunas impregnadas de malas vibraciones, con sus muros marcados por un sufrimiento que, en ocasiones, se materializa en extrañas sicofonías, incluso en la aparición de unas caras borrosas dibujadas en las paredes como testigos mudos de lo que allí ocurrió. Como contrapunto, existen otros lugares luminosos que acogen a quien los visita, fachadas sonrientes, zaguanes frescos y silenciosos, pequeños patios apenas entrevistos, dinteles que invitan a penetrar en estancias que aún conservan el eco y el perfume de sus amos. En esos espacios que un día fueron los hogares de algún personaje determinado, las paredes no muestran perfiles fantasmales, sino retratos familiares, algún óleo, alguna carta abandonada sobre el escritorio y, sin duda, la impronta de sus ocupantes, su silenciosa presencia. Los responsables de estos recuerdos conservan cuidadosamente los libros, las estancias privadas, tal y como fueran vividas por el ya ausente, su butaca favorita, quizá algún instrumento musical que tocara en la tarde para atraer la inspiración. Sí, porque la mayoría de estas Casas-Museo han pertenecido a grandes artistas, literatos, músicos, también matemáticos o naturalistas. He visitado algunas de ellas fuera de nuestras fronteras, en Amsterdam he subido las crujientes escaleras de la casa de Rembrandt, oscuras y luminosas, como las pinturas del artista, el hogar donde Frank Kaftka nació y vivió la mayor parte de su breve vida, en la Ciudad Vieja de Praga, la casa donde Goethe vivía en Weimar, aquel científico, filósofo y poeta tan admirado por Rafael Altamira. No me olvido de la, para mí, más sugerente: una hermosa casa de madera pintada en color mostaza, a las afueras de Moscú, rodeada de un bosquecillo donde, junto a su esposa y su dilatada prole, vivió el conde León Tolstoi. Allí leía, escribía, se fabricaba su propio calzado y montaba en bici, cuando las terribles temperaturas del largo y crudo invierno lo permitían, y allí se conserva su bicicleta inglesa, su taller de guarnicionero, el salón con un piano de cola que a veces, en sus reuniones sociales, tocaba nada menos que Mussorgski. Y ¡el comedor!, manteles almidonados, servicios sobre la mesa, como si en cualquier momento pudiera entrar por la puerta la mismísima familia Tolstoi.

He nombrado a Rafael Altamira y finalmente, vuelvo hasta él; mi abuelo, creo yo, fue un hombre en muchos aspectos afortunado pero, casualmente, no tuvo suerte con las casas. Su casa natal en la calle Cienfuegos de Alicante capital, años después de la muerte de Altamira fue derribada sin conservarse ni tan siquiera la placa que, en su momento, el Ayuntamiento había colocado sobre sus muros con el nombre de mi abuelo. Su segunda residencia, la casa de sus días de descanso donde se refugió tantas veces de vuelta de sus viajes por Europa, la hermosa finca Can Terol de El Campello, se vendió cuando Altamira comprobó que no volvería a España y las altas tapias del jardín, que ocultaban la vista de almendros y limoneros, fueron derribadas. El último en caer, fue su pino centenario, aquél bajo cuya sombra leía y escribía. Iban desapareciendo las posibilidades de una hermosa Casa-Museo de Rafael Altamira. Ineludiblemente, no iba a tener la suerte de sus paisanos Azorín, en Monóvar, Vicente Blasco Ibáñez a orillas de la playa de la Malvarrosa, Miguel Hernández en Orihuela, Miró en Polop de la Marina, o la de su amigo Galdós, en Canarias. Para colmo de males, a raíz de la Guerra Civil su casa de Madrid fue desvalijada y los libros de su importante biblioteca, robados o extraviados. Paradójicamente, pese a la distancia, el tiempo y las guerras, aún se conservan las placas con su nombre en la villa que habitó varios años en Bayona, Francia, y también en el Tribunal de Justicia Internacional de La Haya.

Quisiera terminar con un pensamiento positivo: efectivamente al día de hoy Altamira no tiene una Casa-Museo pero, para satisfacción mía y de muchos asturianos, en Asturias sigue en pie un edificio bellísimo, de paredes azul añil, ¿similar al de Tolstoi?, macizos de hortensias en el jardín y una balconada que preside la ría del Nalón. Sí, en San Esteban de Pravia, Altamira compró esta casa y la disfrutó intensamente, durante muchos años, con su familia y con sus amigos. El edificio carece de una identificación adecuada, quizá por descuido de los responsables, pero lo cierto es que cuando falta la atención oficial, el espíritu es acogido por los corazones y así, sus actuales propietarios han sabido conservarlo perfecto, interna y externamente y, lo más enternecedor, los paisanos continúan llamándolo «el chalé de Altamira». ¿No vale esto casi tanto como una Casa-Museo?





Julio, 2005



Indice