Adivinanzas, o la supervivencia de una manera
poética de nominar el mundo
Carlos Silveyra
«Si vais
para poetas, cuidad vuestro folclore. Porque la verdadera
poesía la hace el pueblo. Entendámonos: la hace
alguien que no sabemos quién es o que, en último
término, podemos ignorar quien sea, sin el menor detrimento
de la poesía. No sé si comprenderéis bien lo
que os digo. Probablemente no.
La adivinanza, una
manifestación lírica muy antigua, es una forma
poética folclórica nacida en la oralidad que nomina
al mundo. No en vano en casi su totalidad, hallamos sustantivos
como respuestas. Parafraseando al escritor y educador argentino
Ernesto Camilli, sus respuestas son los nombres de las
cosas2.
Constituyen un
capítulo de nuestra cultura que también hallamos en
toda la comunidad hispanoparlante y aún más
allá, en todos los países en que hablan lenguas
latinas y todavía en otros, como el inglés. Son, si
se me permite, un auténtico patrimonio de la humanidad
aunque, como son simples florecillas de los campos, silvestres y de
colores vivaces, no tienen quiénes las galardonen
formalmente. Tal vez, como sostiene Pedro Cerrillo para toda la
literatura oral, entre otras razones, porque «histórica y educacionalmente, se ha
considerado que lo escrito tenía un carácter
ennoblecedor que no tenía lo oral».
Pero veamos
qué son las adivinanzas. Las definiciones abundan, desde las
más ingeniosas - «Tiene forma de
poema / pero en realidad es un problema» dice una
adivinanza de autor anónimo cuya respuesta es 'la
adivinanza' - hasta las más complejas y minuciosas.
Se trata de una
manifestación en verso, de autor anónimo, que
tradicionalmente se difundió por vía oral aunque
actualmente también solemos conocerla a través de su
escritura. Predominan las cuartetas compuestas por versos
octosílabos y con rima en los versos pares, aunque
también las hay de variada cantidad de versos y
métrica.
Lo verdaderamente
singular de estos pequeños poemas es su finalidad: se trata
de un artilugio mediante el cual dejamos ver ciertos indicios y,
preciso es decirlo, buscamos confundir levemente al oyente para
facilitar y a la vez dificultar que logre su objetivo, esto es,
coja el significante y acierte con la respuesta.
El que la propone
conoce aquella palabra no dicha pero aludida, y le pide al oyente,
de un modo explícito o tácito, la respuesta precisa.
Para atinar con ella deberá emplear imaginación y
concentración, unir los cabos sueltos y, de ese modo,
acertar con esa palabra cifrada, oculta y a la vez expuesta, que
constituye la respuesta correcta. Claramente, se trata de un juego
intelectual con palabras.
Aquella
característica que señalara más arriba de la
difusión oral hizo que tanto en las adivinanzas como en las
otras manifestaciones del folclore infantil -trabalenguas, nanas,
cuentos mínimos, versos ligados a juegos como escondites,
saltar a la comba, etc.-
carezcamos de una versión original; todas sufrieron o mejor
dicho, se mejoraron, con aquel pasaje de un individuo a otro.
Pasaje que puede ser intrageneracional (de un niño a otro) o
intergeneracional (de un adulto a un chaval). Es decir que de una
misma adivinanza encontramos una cantidad de versiones, todas
igualmente válidas, según se haya modificado en ese
viaje histórico. Cambios que realizan los sujetos
individuales, muchas veces dejando huellas del habla de la
comunidad. Así no debemos asombrarnos si una misma
adivinanza aparece en versiones ligeramente diferentes en Galicia,
Andalucía y en Castilla. Tampoco si la hallamos en Cuba,
México y Argentina. Es más: podemos dar con ella,
más diferente, en francés, italiano o en
guaraní o quichua, en el corazón de la América
del Sur.
Así donde
decía «patata» en una adivinanza leonesa
dirá «la papa» (el artículo para
conservar la métrica) en una recogida en el Uruguay o
Argentina; donde ponía «roto» en una adivinanza
chilena dirá «pobre» en una castellana, por
poner solo un par de ejemplos.
La otra gran
responsable de los cambios es la desmemoria, el olvido. Mal que nos
pese no podemos retenerlo todo, palabra por palabra, pausa por
pausa. Y cuando no recordamos una palabra o un pequeño
fragmento, cubrimos la carencia acudiendo a distintos
procedimientos, comenzando por restituir el sentido general, para
pasar luego a pulir el reemplazo atendiendo a que no sea
excesivamente explícito con relación a la respuesta
y, finalmente, como dirían los psicólogos de la
Teoría de la Gestalt, buscando la buena forma, esto es,
atendiendo a la métrica y ocasionalmente a la rima.
El fenómeno
curioso que se puede comprobar fácilmente, no sólo en
el caso particular de las adivinanzas sino en toda la literatura
oral, es que cada emisor está convencido que la
versión correcta es la que él sabe y que las
demás están equivocadas, simplemente son
erróneas. «Tú la dices mal. Que no es
así...» A veces sostienen estos puntos de vista
aún después de que se les explique esto de las
versiones. La justificación para sostener esa postura,
tozuda por cierto, es casi con exclusividad, histórica:
«Así la decíamos de chavales»; «De
ese modo la decía mi abuela», etc. Es una defensa
denodada de la propia memoria y de cualquier elemento de la cultura
personal-social. Es similar a la defensa que hacemos de otras
palabras de nuestra infancia, cómo llamábamos a la
bacinilla o al extremo de una barra de pan.
Este punto de la
memoria puesta en juego para reproducirlas nos permite advertir
ciertas notas en su construcción. La rima y el ritmo,
está claro, permiten recordar. Y si no, pensemos en nuestros
antepasados juglares que eran capaces de repetir de memoria, de
cabo a rabo, el Cantar de mío Cid, por ejemplo. Aunque,
bueno... tal vez el chozno del chozno de mi chozno se cargó
alguna palabrilla...
También
colabora para tal fin la redacción en primera persona
(«Tengo calor y no
frío...»), recurso que, además, resulta muy
eficaz para atraer la atención del oyente.
Los elementos estructurales
A poco de entrar
en el mundo de las adivinanzas folclóricas -porque
también las hay obra de autores prestigiosos como Cervantes,
Lope o Góngora, sin abundar- vemos que se repiten, en mayor
o menor medida, ciertos elementos que podemos denominar
estructurales que cumplen distintas funciones. Resulta importante,
como veremos más adelante, disponer del texto completo de la
adivinanza para determinar su función.
Fórmulas de
introducción o de inicio
Muchas adivinanzas
presentan en la introducción formulillas, construcciones ya
hechas que se reiteran en diferentes piezas al estilo de
«Qué cosa es cosa», «Adivina
adivinador», «Qué será, qué
será» o la pregunta directa «¿Cuál
es?», «¿Qué es?», etc. Estas
fórmulas cumplen la función de advertir que
allí comienza la adivinanza, algo así como el
«Había una vez..., «Esto era...», etc. en
la narrativa. Es un anuncio de juglar que nos comunica el comienzo
de la función instalando un ritmo que se prolongará
en el resto de la pieza. Anuncio que no dice otra cosa que
«aquí empieza el juego».
Aunque algo menos
frecuentes que las fórmulas de inicio, también
hallamos construcciones fijas que sirven para indicar que
allí concluye la adivinanza. De todos modos, los estilos de
fórmulas conclusivas son más variados.
Permítaseme una vez más volver a ejemplificar con la
narrativa: es equivalente al «Colorín, colorado, este
cuento ya se ha acabado» o cualquier otra fórmula.
Estos dos
elementos juegan, como en una balanza de dos platillos, un delicado
equilibrio. Los elementos orientadores son aquellos que nos
conducen a la respuesta, los que suelen ir aproximándonos
por vía semántica a la respuesta. Los distractores,
elementos fundamentales de las adivinanzas, son los que evitan la
inmediatez de la respuesta, que la ocultan, la ponen a cobijo. Por
esto generalmente estos elementos son metáforas. Y lo son
porque, como dijéramos más arriba, las adivinanzas
son juegos de palabras y hay un cierto monto de desafío, de
reto, de incitación a acertar. Sin distractores no hay reto.
Si una adivinanza careciera de distractores sería un simple
enunciado, directo, evidente. Si una adivinanza careciera de
orientadores sería críptica, accesible sólo
para expertos en la materia sobre la que versa la respuesta.
Otros elementos menos
frecuentes
Como se
señalara más arriba, la transmisión oral hace
que esos textos carezcan de la estabilidad de lo escrito.
Además, los textos de difusión oral se diferencian en
cuanto a la cantidad de personas alcanzadas a la vez, se transmiten
de uno a uno (o a pocos, en la mejor de las alternativas) mientras
que lo escrito se difunde de uno a muchos (o a pocos, en el peor de
los casos). Estas características generan múltiples
versiones porque los retransmisores completan las
«lagunas» provocadas por la memoria deficiente o, en
algunos casos, la nueva versión viene a reemplazar
algún fragmento o palabra que «no sonó
bien» en ese sujeto y que, sin tomar conciencia de ello, la
reemplaza por otro. Esos reemplazos muchas veces juegan un papel
poco funcional en cuanto a lo semántico, antes bien
mantienen la métrica y atienden a la rima por medio de
palabras o construcciones existentes o, lo más frecuente,
por neologismos que agregan o enfatizan la musicalidad del
pequeño poema. Suele suceder que alguno de estos neologismos
se repite en varias piezas dentro de un área
geográfica. Pongamos por caso «quiquiricosa» o
«quisicosa» en las adivinanzas mexicanas. En estos
casos hablamos de construcciones que denominamos
«comodines» porque sirven aquí y allá, en
esta adivinanza o en aquella. Veamos algunos ejemplos,
también seleccionados de recopilaciones procedentes de
distintos países de habla hispana. Observe el uso de
neologismos en la última adivinanza seleccionada donde la
función es otra: reemplazar las palabras de la respuesta de
un modo muy ingenioso.