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Aguafuertes gallegas [Selección]

Roberto Arlt






ArribaAbajoVigo, ciudad -Gente cordial, seria y reflexiva -Un contraste con Andalucía1

Creo conocer las principales ciudades de España, con excepción de Barcelona, y en ninguna me he sentido cohibido como aquí, en Vigo. Tan seria es la gente.

En Andalucía, uno puede echarle un piropo a una muchacha, o seguirla o hablar y reír a gritos en la mesa de un café sin que nadie se sienta molesto por ello, pero aquí, en Vigo, la atmósfera es tan naturalmente contenida y mesurada que nadie se atreve a desentonar. Me acuerdo de Gibraltar. Las mismas características.

Vagabundeo por todas partes. Curioso, pregunto, observo. Esta ciudad gallega es una sorpresa para nosotros los argentinos. Quizá la más violenta.

Las mujeres de la pequeña burguesía visten tan elegantemente como en Buenos Aires. Son bonitas.

La gente es cordial, pero seria. Hablan de Buenos Aires como de Galicia. No hay casi familia gallega que no tenga parientes en la Argentina. Pero el gallego, más que enorgullecerse de su ciudad, se enorgullece de su sociedad, de su tipo humano. «La ciudad es moderna» dicen, y no insisten más en ello. Pero a mí, esta ciudad moderna de calles anchas, limpias, de comercios holgados, de edificios de seis pisos de altura, construidos con bloques de piedra, me intriga. Ambulo, doy vueltas; paso al Vigo antiguo; observo cómo la gente charla, y en realidad estoy buscando la razón de ese contraste social tan enorme que Galicia ofrece con Andalucía. Porque la ciudad andaluza, en sus barrios obreros, está atestada de basura, y aquí, en Galicia, los barrios obreros son limpios. Porque el andaluz se embriaga y el gallego no bebe. Porque el café andaluz, a pesar de su nutrida concurrencia, carece de orquesta, y en Vigo, los cafés un poco importantes, con menos clientela, costean una orquesta. ¿Por qué los niños andaluces son tan bullangueros y atrevidos y el niño gallego es seriecito, o sus formas de alegría se desenvuelven en relación con su edad?

Aquí, en la pensión donde vivo, hay un centro artístico. Se reúnen en él muchachas y varones. Tienen piano. Ensayan coros. Cualquier día de estos concurriré a una fiesta que organizan, porque una noche me detuve en la puerta para observarlos ensayar y me invitaron a pasar, y pienso asistir al primer canto coral que den.

Vigo, ciudad. Vigo, ciudad. Y ciudad puerto. Bajo por las callecitas de piedra hacia la Lonja del Pescado. De las ventanas, por las cuerdas, cuelgan ropas lavadas puestas a secar. Pasan mujeres con sus cestos sobre la cabeza. Limpias. Me detengo junto a un barco que está cargando. Hay varias cargadoras. Limpias. Quiero fotografiar a una, y me dice que espere. Se quita los cajones de la cabeza y se peina. Le digo que por los cajones no se distinguirá el peinado pero la cargadora sonríe y continúa peinándose. Gasta buenas medias.

Los cines son pequeños y modernos. Nada de sillas de paja de cocina. El público trabajador es muy asiduo de los espectáculos públicos. La función se desarrolla en silencio. Me acuerdo de los «gallineros» andaluces y de la algarabía que se arma allí. Aquí se observan las ordenanzas. No se fuma.

Hay un teatro, el Rosalía de Castro. Monumental.

Doy vuelta en torno de las fábricas de conservas de pescado. Limpio todo. Lavado. Por la tarde la gente baja a la orilla del mar y se pasea por la cinta asfaltada que corre entre el puerto y las fábricas. Las mujeres, con sus cochecitos donde llevan los niños; los veraneantes, las obreras. Lo único molesto para el que no está acostumbrado es el permanente olor a sardina flotando en el paisaje. La gente de Vigo está habituada a él, y se pasea por allí. Pasan las traineras de vela por la rápida llanura de agua azul, y lentamente se ilumina el caserío del monte de La Guía.

La gente es ferozmente honrada. Las casas de pensión dejan la puerta abierta, de modo que por la noche uno puede entrar a la hora que llega sin necesidad de cuestionar con el sereno.

Varias líneas de tranvías cruzan la ciudad que, semejante al lomo de un caballo, está poblada de caserío en sus dos vertientes opuestas. Muchas calles son gradinatas de piedra. Todo es recio y sólido. Los edificios de seis y siete pisos, están construidos con bloques de piedra. Las campanas de las chimeneas, aquí, en la ciudad, como las piletas, son de granito. Nada se construye de ladrillo, como no ser los tabiques.

Mientras escribo estas líneas, me pregunto a qué hora limpiarán los barrenderos la ciudad, porque aún no les he visto las caras y las calles tan limpias y pulidas.

Una aclaración: he insistido en que me llamaba la atención la seriedad del gallego, pero la seriedad a que me refiero no es la del ceño fruncido, sino esa gravedad reflexiva, disuelta en la expresión del semblante, por el hábito de la meditación. Es decir, gente franca y con la preocupación del ser humano, y para el cual la naturaleza es una permanente incitación al combate. Las mujeres, terriblemente femeninas, aun las que se ocupan de trabajos pesados. Digo esto porque uno ha conformado el pensamiento al falso concepto de que la mujer que trabaja en labores masculinas se torna hombruna. Y observo aquí, que hablo más de la gente de Galicia que de sus ciudades... en compensación de que en Andalucía he hablado más de las ciudades que de los seres humanos.




ArribaAbajoEl encanto del paisaje gallego -Montañas azules y bosques de terciopelo -Una escenografía mágica2

Tomando el tranvía eléctrico para ir a Bouzas, Caños o Bayona, durante el tránsito no se puede dejar de asociar el paisaje gallego al teatro de Wagner, a Parsifal o a El Crepúsculo de los Dioses, tan perfectamente se identifica la mitología nórdica con la naturaleza nigromántica de la tierra gallega.

Paisaje de brujería. De magia blanca, roja y negra. Bosques de terciopelo oscuro y montañas de papel azul. Valles que son bahías de sonrosados mares de nubes. Neblinas azuladas flotando sobre los viñedos. Quebradas verdes, con oscuridades verticales que nos recuerdan a Don Xigante. Alturas rocosas con castillos de piedra disimulados por bosquecillos. La atmósfera feérica, de madreperla, flota en torno de la vegetación quieta, estática. Se pueden contar los troncos de los árboles separados; cada colina tiene a la mitad de su pendiente, un bosque ovalado; las montañas no son muy elevadas, pero todas se desgarran en valles donde se cree poder ver legiones de espíritus, surgidos del fondo de la tierra.

El paisaje gallego es fresco, espiritual. Y hacia donde se mire, o en lo alto de una pendiente, o en el fondo agreste donde corre un riachuelo, casas de piedras. Escenografía terrestre, permanentemente adornada de sociedad humana, bajo cuyos techos de tejas de piedra, humean los troncos en la lareira, piedra del hogar en la típica cocina gallega.

Por la noche, las neblinas atlánticas flotan aquí hasta en los más calurosos meses del verano. Los puertecillos de las rías penetran hasta los valles. La superposición de bosque, piedra y agua, es quiméricamente fantástica. Las innumerables leyendas de duendes, tesoros enterrados, xorguinas (persona ducha en sortilegios o hechicerías) y espíritus de la naturaleza, no sólo se justifican ampliamente, sino que si tales leyendas y tradiciones no existieran, su falta constituiría una grave laguna para el estudio de la psicología montañesa. El reino de lo maravilloso es complemento inevitable del paisaje gallego. Lo más singular y contradictorio de él son sus accidentes, porque accidente presupone brutalidad, y el paisaje gallego, roto, quebrado, irregularísimo, carece en absoluto de dureza. Su finura estética, la pureza de las líneas, la variedad de sus montes azulencos, ora vagorosos, ya nítidos como triángulos de cartulina azul, el verdor cambiante del sembradío tierno en los prados, ácueo en los viñedos, grave en el monte, componen una armonía plástica tan delicada, que por materialista que sea el espectador, acaba por aceptar que en el panorama gallego sólo puede ser rigurosamente verosímil un teatro de magia.

Al autor de estas líneas no se le oculta que el teatro de magia es una escapatoria a las responsabilidades que involucra la realidad. Sin embargo, colocado en el centro de esta escenografía natural, tan prodigiosamente espiritual, llega a la conclusión de que el paisaje tiene sus leyes teatrales de física astral, y así, como El amor brujo jamás entona mejor que en el fondo rojo de la montaña andaluza, aquí, en el monte gallego, un solo de pandeiro bruscamente nos precipita en los tiempos rúnicos, aquellos en que el gallego rubio adoraba espíritus de las aguas levantando los menhires, los dólmenes, los cronlechs. Y es que el paisaje gallego es, como ya lo he dicho, nórdico. En él, los recuerdos mitológicos de las brumosas figuras de los Eddas y el Kalevala, se nos tornan familiares y próximos. No en balde uno de los primeros herejes que hubo que combatir en España fue el gallego Prisciliano, cuyo cristianismo panteísta complicado con las prácticas de la magia, tardó mucho tiempo en ser desterrado del norte de la península. Y es que este panorama céltico, y de consiguiente su morador, están tan íntimamente ligados que aunque la razón se oponga, el hombre termina por ceder a la sugestión de la escenografía, y poblar las fuentes, los ríos, los montes, cuyos cortinados parecen cerrar la entrada a un mundo encantado, de espíritus, cuya existencia bruja está en contradicción con la sequedad romana del credo católico.

El paisaje gallego fatalmente tiene que engendrar sus Parsifales, sus Damas Blancas, sus Santos Griales, sus espíritus guardadores de oro. Para destruir el remanente pagano que vive en el fondo del montañés, la melancolía de sus moradores, la dulzura tan penetrante de su idioma, habría que volar con dinamita el paisaje.

Ni el hedor de la sardina consigue destruir el embrujo. Ni las fábricas cúbicas.

Pasear por un camino gallego al caer de la tarde, entre bardales de piedra revestidos de hiedra, a lo largo de los viñedos, frente a los festones de montaña azul que circundan el horizonte de espejismos brumosos, con sus bosquecillos escalonados, es recibir una tal inyección de ensueño y espiritualidad, que de pronto se exclama:

-Ahora se explica la dulce melancolía de la música gallega. No tristeza, sino melancolía. Y también esa depresión nerviosa, fina y sutil que le hace exclamar a la campesina gallega, entre sus amigas, al tiempo que se ríe de ella misma:

-Eu teño ganas de chorar.

Y dirigiéndose a su hijuelo, le dice:

-Chora, meu filliño, chora, que túa nai ten ganas de chorar.




ArribaAbajoLos benefactores de Galicia -Filántropos desconocidos -La Biblioteca América3

El vizconde de Chateaubriand, que fue el hombre más fino de su época y el escritor de más significación entre los diplomáticos del siglo XVIII, dijo en el tomo VI de sus Memorias de ultratumba, que «todos los ingleses del siglo XVIII eran locos y si no lo eran lo parecían». Los ingleses sonrieron conviniendo en que el autor de Los mártires, posiblemente tenía razón. Supongo que los españoles imitando a los ingleses, no me contradirán si les digo que el desorden de la realización parece presidir a las mejores de sus intenciones. Viene a cuento este artículo donde parece quería ocuparme de los trabajos de filantropía realizados en Galicia, por sus hijos residentes en América, pero tendré que limitarme a anécdotas que dan la razón de mi cita y afirmación.

Hállase en Santiago de Compostela, en el mismo edificio de la Universidad, la llamada Biblioteca América, obra de un patriota gallego residente en Buenos Aires, don Gurmesindo Busto, quien tuvo la feliz idea de fundar la Universidad Libre Hispano Americana. De ese proyecto quedó la biblioteca, que don Gurmesindo, durante muchos años de trabajo, reunió en su casa de Buenos Aires, remitiéndola luego a la Universidad. Encontramos en la biblioteca trabajos legislativos referentes al continente, colecciones de documentales, colecciones de revistas científicas, bustos de Bolívar, Rivadavia, Moreno, Rivera y otros políticos sudamericanos. ¿Pero se ha limitado a esto la obra de don Gurmesindo? No. En la Biblioteca América encontramos colecciones y fotografías de las principales muestras de nuestro país, un archivo fotográfico que se conceptúa el mejor de la península, colecciones de la fauna americana, de mineralogía y además... además gente que no puede informar absolutamente ni con una palabra de quien es el señor Gurmesindo Busto. El bibliotecario, no sólo ignora quién es el señor Busto, sino que, a pesar de mi pedido, no puede facilitarme estadísticas de los libros que se consultan en la biblioteca.

Converso con el vicerrector suplente de la Universidad, un señor que lleva su amabilidad al punto de regalarme una historia de la Universidad y varios libros con su dedicatoria. Tampoco sabe nada del señor Busto. Me presenta a los empleados de la administración para que me faciliten datos sobre el alumnado de la Universidad; los muchachos, amablemente, me facilitan cifras vagas. Les pregunto el porcentaje de alumnos que concurren a los estudios superiores, y me responden que «le pregunte al portero, él debe saberlo». Como no es posible fundamentar un artículo con la estadística bienintencionada que pudiera facilitar un bedel, me abstengo de escribir sobre la Universidad, sin extrañarme de lo que ocurre, pues en la Universidad de Sevilla, para obtener algunos datos, me hicieron esperar más de diez días.

En Betanzos tropieza uno con la obra de los hermanos Juan y Jesús García Naveira. Las donaciones que estos dos comerciantes (ya fallecidos y que se enriquecen en la República Argentina) hicieron al pueblo de Betanzos, son asombrosas por la cifra en metálico que representan. Va aquí la lista:

Asilo para ancianos, con capacidad para ochenta personas.

Escuela García Hnos., concurrida por 400 alumnos.

Refugio de niños anormales. Capacidad para cien retardados.

Sanatorio de San Miguel (destinado a todas las monjas inválidas de España).

Un lavadero público de mampostería, sobre el río, para las mujeres del pueblo.

Escuelas en San Francisco. Concurridas por doscientas niñas.

Casa del Pueblo. Edificio social destinado para las organizaciones trabajadoras. Huerta del Pasatiempo. Diminuto Jardín Zoológico, cuyos ingresos se dedicaban al Asilo de Ancianos. El capital total de las escuelas, asciende a cerca de dos millones de pesetas... pues en Betanzos no encuentro a nadie que me pueda informar concretamente sobre la vida de estos dos señores don Juan y don Jesús García Naveira. Sus descendientes radican en Betanzos, pero se encuentran veraneando. Traté de entrevistarme con el presidente de la Junta de Patronato; se trata de un señor anciano, achacoso, que me remite una memoria de fundación por intermedio de un maestro de las escuelas.

Hablé con las hermanas de caridad, y las angélicas no saben nada de estos asuntos terrestres, ni tampoco están obligadas. Voy al Ayuntamiento para entrevistarme con el alcalde; este está ausente y me recibe su secretario; le explico cuál es el objeto de mi visita; y lo único que sabe el señor secretario es que los edificios están aún en Betanzos. De los señores Juan y Jesús García Naveira, que descansen en paz. El escritor que certificó «el hombre es una máquina de olvidar» consiguió una verdad sobrehumana. Pero no me ha ocurrido lo mismo en Santiago de Compostela. ¿Por qué asombrarme?

Converso con mi hotelero del asunto. El hombre es sesudo y discreto. Me dice:

-Ha llegado usted en mal tiempo. Todo el mundo está veraneando. De los hermanos García, yo sé únicamente esto:

«Cuando eran pequeños, trabajaban en Betanzos, como arqueros. Arqueros es un oficio que casi se ha perdido, y consistía en fabricar aros de madera para los toneles. Un día se marcharon a la Argentina; creo que entraron de dependientes en una tienda del pueblo de Dorrego o Chivilcoy; trabajaron, juntaron unos pesos, pusieron una casa de ramos generales, compraron después campos, que una línea de ferrocarril valorizó; organizaron en la capital una gran casa, que creo que es la de Naveira y Sangrador, y uno de ellos murió en La Coruña al irse a embarcar». Estos son los informes que he recibido; las fotografías son más elocuentes.




ArribaLa Coruña -Una ciudad que vive alegremente -Pasan las muchachas en dirección a la playa4

Llaman a La Coruña, el Madrid de Galicia y ciertamente no les falta razón a los fabricantes de una proximidad que a pesar de sus desigualdades, ofrece evidentes puntos de contacto. Un Madrid pequeño, vivaracho, cosmopolita, cuya jovialidad contrasta rudamente con la reposada gravedad de Vigo, y el taciturno empaque de la Compostela medieval.

Manchada de numerosos edificios modernos que alternan sus frentes lisos al costado de casonas grises de piedra, La Coruña corre a lo largo del muelle como un enorme transatlántico, en cuyos millares y millares de cristales se incendia un sol apagado por una atmósfera de humedad. Sin embargo, no despierta en nuestro recuerdo de lecturas ninguna imagen relacionada con los tiempos clásicos.

Entonces la ciudad respondía al nombre de Magnus Portus Artobrun, y sus habitantes, la tribu de los brigantinos, se largaban en barcazas de cuero hasta las costas de la Verde Eirin. Los descendientes de los desaforados hombres rubios son ahora jóvenes con bigotitos a lo Menjou, y las muchachas se pasean en traje de baño por las playas donde retumbaban los cañonazos del corsario Drake. Los chicos bañan sus compungidos perros en el bravoso océano verde, y a la hora del copetín estas jovencitas gallegas, de piernas cruzadas en sillón cesto, encienden un pitillo y miran subir las espirales de humo. Cambian los tiempos. En las iglesias encuentro algunas pobres viejas que aún creen en el diablo, y ninguna pareja se emociona ya frente al sepulcro del general Moore, que tan amado fue por la romántica lady Stanhope. Nadie repara en él, de no haber leído La circe du désert. Cambian los tiempos.

La ciudad vive alegremente, con resolución. Las muchachas contestan a los piropos, se ríen, los provocan, resultan encantadoras y desenfadadas. Hay que hacer un esfuerzo para creerse en España.

Desde las once de la mañana los cafés (y por donde se pone el pie se tropieza con uno) se abarrotan de personas. Las muchachas pasan hacia las playas. A la una y media de la madrugada aún se pasea por la calle Galán y, sin embargo, corre una brisa fresca que recuerda nuestros días otoñales.

Animación insólita remueve el antiguo puerto donde anclaban las galeras de la república de Génova. Toda la Galicia pequeñoburguesa, los profesores, magistrados de tercer orden, curas y comerciantes, se largan a veranear a La Coruña. En la pensión donde vivo, tengo un vecino de mesa, que es sacerdote. Él se aparece unos días con hábito y otras vestido de particular, con un tal aire de jovialidad que no se puede pensar que tan mundanamente metamorfoseado ha ido a suministrarle la extremaunción a alguien. Por otra parte, las costumbres de los curas aquí en España, son sumamente liberales.

Funcionan algunos cinematógrafos, algunos cafés de variedades, y en las playas, desde la mañana a la noche, abundan de una humanidad semidesnuda que se refocila en las aguas y la arena. Las muchachas de lindo cuerpo se pavonean dichosas de mostrar sus torneadas piernas. Pienso que no pasarán muchos años, en que el nudismo deje de ser una moda para convertirse en una sana costumbre, que destruirá esa inquietud de los sexos, creada por el vestido. Desgracia inmensa, no vivir para entonces.

Poco antiguo queda por ver en La Coruña. Las murallas que levantó Enrique III han sido demolidas; quedan, aún, algunas calles antiguas, muy estrechas ellas, como las del Papagayo. Algunas plazas, de enormes losas de granito, quebradas por los siglos, desniveladas por transeúntes que ya son cenizas, obligan al viajero a bendecir la invención de la suela de caucho.

A lo largo del muelle, La Coruña es una fotografía de nuestro paseo Leandro Alem, con la diferencia que la Avenida de La Marina no está apestada de esos chiribitiles que infestan la nuestra.

La travesía más animada y central de La Coruña, es la del Capitán Galán, y muy parecida a nuestra calle San Martín. No digo Florida, porque Florida abunda de vidrieras tan estupendas que ni en el mismo Madrid las hallamos, sino por excepción. En cambio, los cafés de La Coruña, pueden competir exitosamente con los de Madrid. Se observa en ellos el mismo lujo, la misma variedad de sillones de paja, para satisfacer las más sibaríticas poltronerías, varios cabarets y elegantes cocotes dan testimonio que La Coruña marcha en el concierto de las ciudades civilizadas.

Por la noche, a las dos de la madrugada, aún se encuentran grupos de familias charlando en las mesas de café y en las aceras, imprecisas si irse a dormir o amanecer bajo el cielo. Las deudas no preocupan y los medios de vida de muchos son un misterio.





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