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Aguafuertes porteñas [Selección]

Roberto Arlt






ArribaAbajoLa calle Florida1

He hablado tanto de las calles canallas, con sus mansardas asomadas al sol y sus tiestos de geranios que riega casi siempre una muchachita vestida de percal, que hoy, día decorado de nubes, con un crepúsculo que antorchan letreros luminosos, maravilla de lo pálido verde, de lo pálido azul y amarillo, siento necesidad de hablar de la calle Florida.

De la calle Florida y de sus petimetres; de la calle donde siempre hay «un día convalesciente» de claridad, con sus vidrieras que retuercen de deseos el alma de las mujeres, y con sus mujeres que se llevan los ojos de los hombres que pasan en busca del amor inesperado.

Multitud de gente bien vestida. Los desdichados evitan esta calle; los miserables que albergan un proyecto, la eluden; los soñadores que llevan un mundo adentro, la esquivan; todos aquellos que necesitan de la calle para desparramar su angustia o para recogerla en un ovillo nervioso, no entran en esta, que es el escaparate vivo del lujo, de las mujeres que cuestan mucho dinero y de la vida que pasa vertiginosamente.


Calle del paseo

Es la calle del paseo pero ¿de qué paseo? Porque hay calles donde previamente, sabemos que recibiremos una impresión de bienestar burgués; otras de romanticismo barato, fácil y halagador; otras, donde la sucesión de murallas rojas y chimeneas negras, es tan continua que se cree estar en los alrededores de Detroit o Chicago; otras donde uno se siente anarquista, asaltante y todo lo demás; porque el espectáculo influye de tal modo, que uno es lo que lo rodea, al menos transitoriamente. Pero en la calle Florida ¿qué impresión de paseo se recibe?

Yo creo que es la calle más despersonalizada que tiene Buenos Aires. Esa es la verdad. La más conocida e insignificante.




Despersonalizada

Despersonalizada porque hay un poco de todo, como en farmacia. Y ese poco es pretencioso con tendencias al lujo. Y la enorme vulgaridad de sus tiendas con liquidaciones; esas liquidaciones manidas que sublevan a todas las dueñas de casa que, con un presupuesto de veinte para el tranvía y veinticinco centavos para el café con leche, piensan compensar los gastos que harán con las rebajas que obtendrán.

¡Formidable! Y el aburrimiento se pasea junto a los maniquíes con ropa para hombres; esos maniquíes que tienen la cara más pintada que una muchacha y cuyas patillas imitan los horteras con conmovedora fidelidad.

La gente va y viene, pero porque sí. Hace cola, se apretuja. Los rateros distinguidos dan manotones discretos a las posibles carteras rellenas, y las mamás se afanan al perder un miembro de su prole entre las brigadas de papanatas que abren ojos de platos frente a un soberbio collar de perlas que vale un peso y veinte, con opción a una rifa, en la que se regala un chalet amueblado, con piano, automóvil y perro.

Lo único que falta es que regalen también, los habitantes del chalet.




Las que pasean

Hay mujeres que van todos los días a Florida. Digo todos los días, porque cada tres meses paso por allí y me encuentro a las mismas paseantes, con los mismos vestidos, la misma mirada, el mismo cansancio, igual paso, semejante rumbo. Grupos de tres, de cuatro, que al que va por primera vez le da la impresión de ser provincianas que están estudiando arquitectura y que, para el que las ve todos los días, le dejan en el entendimiento una pregunta flotante: ¿Qué diablos vienen a buscar todos los días estas mocitas a la calle? Porque se explica un día, dos ¿pero todos los días: invierno, verano, otoño? Se necesita paciencia y plata, sobre todo plata, para atender al desgaste de material rodante, quiero decir, de zapatos y medias.




Los provincianos

En cambio, los provincianos se encantan con esta calle de encargue para las admiraciones; y si son de Azul, dicen: «¿Viste? Florida es bastante parecida a la vuelta del perro», que así se llama en Azul al tal paseo por tal calle. Y si son de Córdoba, en cambio, exclaman:

-¡Como la calle San Martín, igualita!...

De más está decir que una calle que se parece a tantas calles distantes, no es posible que tenga ninguna característica.

Su única virtud es ser el canal de nuestro aburrimiento ciudadano, la calle donde los mozalbetes y los que no lo son, van en grupo a buscar programa, esos programas que terminan, como siempre, a la orilla de la mesa de un café cosmopolita donde hay extranjeros que fuman y un negro que muestra los dientes al sonreírnos porque entráis a tomar un cocktail.

Eso es todo.




Final

Y, a pesar de sus parejas de subtenientes y de sus coroneles que salen del Círculo y de sus mocitos patlludos y de las damiselas que cotorrean y de las vidrieras con «artículos alemanes» y de los escaparates con «perramus ingleses»; a pesar de sus teatros y de las naranjas metálicas que sudan una naranja biliosa y de los bares automáticos, Florida es la calle menos porteña que tenemos. Falta el espíritu que en todos los barrios, bajo una forma u otra, encontramos; falta «ese no sé qué» que, tanto en las mujeres como en las calles, pone su encanto finísimo y particular; esa atmósfera extraña, singular y perceptible que, de pronto, nos encanta sin que podamos definir de qué ángulo o de que gesto se escapó esa poderosa atracción que nos seduce.

Florida... calle ñoña como la inofensiva Agua Florida. Yo me imagino que allí es donde nació la palabra cursi. Y debe ser así.






ArribaAbajoCorrientes, por la noche2

Caída entre los grandes edificios cúbicos, con panoramas de pollos a «lo spiedo» y salas doradas, y puestos de cocaína, y vestíbulos de teatros ¡qué maravillosamente atorranta es por la noche la calle Corrientes! ¡Qué linda y qué vaga! Más que calle parece una cosa viva, una creación que rezuma cordialidad por todos sus poros; calle nuestra, la sola calle que tiene alma en esta ciudad, la única que es acogedora, amablemente acogedora, como una mujer trivial, y más linda por eso.

¡Corrientes, por la noche! Mientras las otras calles honestas duermen para despertarse a las seis de la mañana, Corrientes, la calle vagabunda, enciende a las siete a la tarde todos sus letreros luminosos y, enguirnaldada de rectángulos verdes, rojos y azules, lanza a las murallas blancas sus reflejos de azul de metileno, sus amarillos de ácido pícrico, como el glorioso desafío de un pirotécnico.

Bajo estas luces fantasmagóricas, mujeres estilizadas como las que dibuja Sirio, pasan encendiendo un volcán de deseos en los vagos de cuellos duros que se oxidan n las mesas de los cafés saturados de jazz band.


Confraternidad

Vigilantes, canillitas, fiocas, actrices, porteros de teatros, mensajeros, revendedores, secretarios de compañías, cómicos, poetas, ladrones, hombres de negocios innombrables, autores, vagabundas, críticos teatrales, damas del medio mundo; una humanidad única, cosmopolita y extraña se da la mano en este único desaguadero que tiene la ciudad para su belleza y alegría.

Sí; para su belleza y alegría.

Porque basta entrar a esta calle para sentir que la vida es otra y más fuerte y más animada. Todo ofrece placer. Todo.

Desde la trattoría con sus vidrieras llenas de moluscos entre guijarros de hierro, hasta las confiterías que, en vez de exhibir dulces, muestran magníficas muñecas de raso y seda y perros que sonríen con ojos de niños. Y libros, mujeres, bombones y cocaína, y cigarrillos verdosos, y asesinos incógnitos; todos confraternizan en la estilización que modula una luz supereléctrica y una especie de estremecimiento sordo, que no se sabe si brota de la entraña de la tierra o cae del cielo purísimo, alto, con una blanca luna glacial truncándose en las cornisas de los rascacielos.




Babel

Las veredas son tan estrechas y en las zonas anchas hay tantos escombros, que la gente va haciendo malabarismos con los pies entre los guardabarros de los autos. Como en los escenarios de los teatros cuando ya se apagaron las luces y quedan solas las bambalinas, se ven casas cortadas por la mitad, salones donde la piqueta municipal ha dejado íntegro, por un milagro, un rectángulo de papel de oro o una estampa de La Vie Parissien.

Armazones de cemento armado más bellos que una mujer. Caños de desagüe negros suspendidos entre jaulones de vigas y maderos. Arcos voltaicos reverberando sótanos de tierra amarilla, mientras cruje la cadena de la grúa eléctrica. Camiones de cien toneladas. Tranvías en trinas, zaguanes con puertas forradas de papel verde e inscripciones en oro: «Saloncitos reservados». Peluquerías de mujeres donde entran y salen hombres. Casas de departamentos donde cada departamento le deja una ganancia enorme al propietario... y al comisario. Bodegones donde se comen macarroni adornados con moñitos y lampreas vetustas. Librerías de viejo y nuevo con volúmenes hinchados de pornografía junto a la millonésima edición de Martín Fierro. Ristras de fotografías como para entusiasmarlo a Matusalén. Estudios fotográficos que, además de la fotografía, despachan otros artículos. Diarieros que se tutean con mujeres admirablemente vestidas. Señores con diamantes en la pechera que le estrechan la mano al negro de un dancing. Primeras actrices que tienen catadura de dueñas de pensión en tren de compras. Señoras honestas que parecen artistas. Gatos que podrían pasar por eximios facinerosos. Bandoleros con caras al coldcream y anteojos de armadura de carey. Vivos que parecen zonzos y lonyis que parecen asaltantes.

Todo aquí pierde su valor. Todo se transforma. Pasa un señor y dice:

-Buenas noches, mi cabo.

Y el cabo hace la venia. Ese hombre que saludó tiene ocho «manyamientos» y dos mujeres que lo visten para que pasee su linda figura por el canal de los locos y las bagatelas.

Todo aquí pierde su valor: se transforma. Una princesa baja de un auto y le dice al forajido del puesto de diarios:

-Che, Serafín ¿no tenés «menezunda»?

La luna, blanca como sal de cinc, redonda y pura, pasa oblicuamente cortando la cornisa de los rascacielos. De vez en cuando, un forajido levanta la cabeza, la mira y le dice después al socio:

-Che ¿vamo p' al escolazo?




Calle única

Calle única, calle absurda, calle linda. Calle para soñar, para perderse, para ir de allí a todos los éxitos y a todos los fracasos; calle de alegría; calle que las vuelve más gauchas y compadritas a las mujeres; calle donde los sastres le dan consejos a los autores y donde los polizontes confraternizan con los turros; calle de olvido, de locura, de milonga, de amor. Calle de las rusas, de las francesas, de las criollas que dejaron demasiado pronto el hogar para ir a correr la juerga tras de un malevito; calle de tango, de ensueño; calle que recuerdan los presos en el cuadro quinto; calle que al amanecer se azulea y oscurece porque la vida sólo es posible al resplandor artificial de los azules de metileno, de los verdes de sulfato de cobre, de los amarillos de ácido pícrico que le inyectan una locura de pirotecnia y celos.






ArribaAbajoPueblos de los alrededores3

Pueblos de los alrededores, pueblos que tienen estos nombres: Morón, Banfield, San Isidro, Ramos Mejía, Témperley, Saavedra... pueblos que son la negación de Buenos Aires, pueblos para soñar, pueblos de serenidad.

Yo he caminado por ellos en las tardes festivas. En los crepúsculos. Y nunca se ve gente en sus calles.


Silencio provinciano

Tienen tantos árboles estos pueblos, que de cada hoja cae un silencio. Un silencio que se suma a los otros. Las calles arrancan limpias; las quintas suceden a las casas; las casas son profundas, con zaguanes lustrosos, con puertas viejas pero nobles, con rejas antiguas que no son coloniales ni de quincalla como las que se estilan en esta ciudad de arquitecturas improvisadas.

Las veredas anchas, con losas rajadas, con cordones tortuosos. Las calzadas rústicas. La iglesia aquí, enfrente la comisaría, más allá la Municipalidad, la plaza, tres cuadras más lejos el paso a nivel de la línea de ferrocarril, luego calles, calles que no son ni anchas ni estrechas, calles en las que el paso del transeúnte resuena nítido y claro, frentes de ladrillo, rojos y sombríos, faroles en los muros, fachadas de color rosa, de color azul, con molduras francesas, ventanas viejas con flamantes cortinados, jardincitos, horizontes, horizontes por todos los costados, encrespados de nubes, con cresterías de eucaliptos, con losanges de oro, lagos de nácar, montañas de algodón. Y techos de tejas rojas, verdinosas, techados oblicuos, columnas de humo que se escapan de algunas chimeneas, y luego, paz, serenidad, silencio. Porque hay tantos árboles en estos pueblos que de cada hoja cae un silencio.




Hombre de ciudad

Yo, hombre de ciudad, sujeto que me encuentro perfectamente cómodo en los cafés humosos y en las bocacalles ensordecedoras con el estrépito de los «claxsons» y los letreros parlantes, me imagino que la vida en estos pueblos debe ser sustancialmente distinta de la que hacemos nosotros, pobladores de cuevas de cuatro por cuatro y balconcitos para pigmeos.

Porque nosotros, hombres de ciudad, estamos acostumbrados a un espacio de dieciséis metros cuadrados. A la oscuridad de los departamentos. Y a todo lo francamente abominable que el progreso, la tacañería de los propietarios y los digestos municipales han amontonado sobre nuestras cabezas.

En cambio, estos pueblos...

Uno va por sus calles como si fuera el inquilino de la pequeña ciudad. Solo. Nadie lo empuja, no hay círculos de papanatas, ni vigilantes en las esquinas. Se puede pensar. Se puede reír solo.

Los trenes pasan, dejando con sus pitadas un reguero de distancia, luego el silencio, un pájaro que tiembla encima de una rama, una mujer distante que con la cabeza cubierta de un velo negro va hacia la iglesia, y todo este conjunto de pequeñísimas cosas: un postigo que se entorna, una mujer que tras de una reja lo mira, un señor gordo que entra a la farmacia, un coche que pasa, le deja a uno en los labios el sabor de la vida añeja.

Y el alma más tumultuosa se siente aquietada.




Otras bellas cosas

En la plaza no hay vagos. La plaza parece un jardín. Limpia, con canteros cuidados, con árboles que proyectan grandes círculos de sombra en la granza.

De vez en cuando, pasa una mujer. Una mujer que para caminar tres cuadras ha estado dos horas frente al espejo, embelleciéndose perezosamente, y que después de ponerse el sombrero sale hacia la tienda a comprar un carrete de seda. Camina sin prisa, saluda con una inclinación de cabeza a un señor entrecano que se descubre apresuradamente, lo mira a usted con esa rapidísima fijeza que revela que ella ha descubierto que usted no es del pueblo y luego sigue a la sombra de los plátanos. Pasan tres colegialas deliciosas miran las tres, luego una vuelve la cabeza, suenan risas, se pierden en una bocacalle.

Pasa una pareja de amantes. El descubierto, ella también. Son novios. Usted sonríe y piensa: es linda una pacífica vida en un pueblo así. Es lindo este amor bucólico, simple, sin complicaciones, con un vals al piano y un barato claro de luna al anochecer; todo esto es tan lindo, posible y fácil, que no vale la pena de soñarlo.




Pero usted piensa

Pero usted involuntariamente continúa pensando, pensando mil deliciosas pavadas: ¡Qué lindo sería vivir en un pueblo de estos, escuchar el toque de campanas, saludarlo al cura, ser amigo del farmacéutico, tener una novia a la que se visita en día fijo mientras las amigas le lanzan indirectas...!

Mientras va pensando todas estas cosas, las calles del pueblo quedan atrás pero usted sabe que en Morón, en Banfield o en San Isidro soñará del mismo modo. Verá los mismos semblantes, reconocerá iguales gestos, y en cualquier parte, donde haya un árbol, un pedazo de cielo, una reja, una nube distante y un cruce a nivel, su emoción será semejante.

Y es que estos pueblos son el apeadero de la ciudad que necesita soñar. Para eso tienen casas con tejados en punta, calles que se tuercen, ventanales labrados a mano, hombres gordos, jardines para la hora de «te quiero», de «¡ay!» y de «suspiro», y colegialas que pasan, le miran, sonríen y desaparecen. Desaparecen dejándole una sabrosa angustia en el fondo del corazón.






ArribaAbajoPara ser periodista4

Después lo atenderé a usted que me pide la fórmula para ser periodista; pero antes, permítame que le conteste tres líneas a un muchacho que firma una carta con el nombre de Emilio.

Amigo Emilio: Usted está por hacer el disparate más grande de su vida y que más tarde le va a costar lágrimas de sangre. Déjese de macanas; aguante o váyase al Chaco. Con toda seriedad. Es lo que le puedo decir, respondiendo a su sincerísima carta. ¡Ah! Otra cosa. Cartas así no se escriben nunca a un desconocido, como el que soy yo para usted. Usted es sencillamente una criatura.

Y ahora, volvamos a usted señor que quiere ser periodista y que cree que son suficientes algunos conocimientos de «sociología y dos años de Nacional».


Para ser periodista

No me refiero a los buenos periodistas, que son escasos; me refiero a las condiciones que se necesitan para improvisarse un mal periodista como los que abundan, por desgracia, en nuestro país.

1.ª condición: Ser un perfecto desvergonzado.

2.ª condición: Saber apenas leer y escribir.

3.ª condición: Una audacia a toda prueba y una incompetencia asombrosa. Eso le permite ocuparse de cualquier asunto, aunque no lo conozca ni por las tapas.

Satisfechas estas condiciones, usted puede triunfar, es decir, convertirse en uno de esos perdularios de cara patibularia que lleva a la cola un fotógrafo desencuadernado y que, en cuanto suceso ocurre en la calle, hacen acto de presencia entre la admiración de la gente que cree que los periodistas se lavan la cara y «son personas preparadas».

De más está decirle, estimado consultor, que la sociología no sirve absolutamente para nada en la profesión de mal periodista. Ni tampoco los dos años de Nacional. Ya ve usted que yo no pude pasar de tercer grado...




Lo que usted quiere es un empleo

Usted no quiere ser periodista; lo que pretende es un empleo en un diario, y tiene razón en poseer esas ambiciones, porque en la mayoría de los diarios abundan como las moscas negras los empleados, y escasean como las moscas blancas, los periodistas. Dedicarse al periodismo por vocación y porque, en realidad, se poseen cualidades para ello, está bien, pero muy bien. Mas es el caso que el gran porcentaje de la gente empleada en los diarios está en ellos por la necesidad de ganarse unos pesos; nada más. Así llegan al periodismo infinidad de individuos que no tienen cabida en otra parte ni sirven para nada. Cuando un individuo se da cuenta de su insuficiencia para toda actividad, exclama con un tupé desconcertante: «¡Me voy a dedicar al periodismo!».

Es fabulosa la cifra o porcentaje de cuadrúpedos que se encuentra en esta profesión.

Uno no sabe si indignarse o reírse, pero de hecho, comienza por admitir que si uno se pudiera convertir en un Mussolini, lo primero que hacía era mandar a la cárcel a cuanto individuo se dijera periodista. ¿Usted se acuerda de la historia del Buen Mozo de Guy de Maupassant? Es la historia del noventa y cinco por ciento de las personas empleadas en los diarios. Un individuo que se encuentra en la vía y tiene que dedicarse a robar o al asalto en banda, tropieza con un amigo y el amigo se lleva las manos a la cabeza, indignado de ver a un hombre que se ahoga en un vaso de agua. Y exclama:

-Pero ¿por qué no te dedicás al periodismo?

-Pero si no sé escribir -contesta Buen Mozo.

-¿Quién te ha dicho que para ser periodista hay que saber escribir?

Y Buen Mozo se convierte en periodista.




Oficio para vagos

El periodismo, así entendido, es un oficio para vagos y para audaces. Recuerdo (yo he sido periodista) que en la profesión he conocido tipos formidables. Inclasificables. Usted no sabía qué pensar de ellos, si habían cursado un bachillerato especial en la leonera, o de dónde salían. Me acuerdo de uno, que en cuanto crimen se cometía, lo primero que hacía al llegar «al lugar del suceso» era revisarle los bolsillos al muerto. Tenía una habilidad magistral para ese trabajo. He conocido a otro que se hacía seguir de un atorrante de menor cuantía y, lugar adonde llegaba y al cual estaba prohibida la entrada, exclamaba mi tipo al introducirse: «Déjelo entrar, es mi secretario». La gente lo confundía con el juez, y creo que hasta era carterista o lancero de bondi. Más tarde supe que había sufrido persecución de la justicia.

Sin embargo, estos individuos que nos merecen un desprecio cordial son útiles en ciertas formas de las muchas actividades que reviste el periodismo subalterno. Es decir, insustituibles.




El buen periodista

El buen periodista es un elemento escaso en nuestro país, porque para ser buen periodista es necesario ser buen escritor. En Europa encontramos que el periodismo cuenta en sus filas con los mejores literatos, políticos, figuras científicas... En fin, si es dado dirigirse al público cuando se han demostrado condiciones de superioridad mental; y no hay ministro de Estado que previamente no se haya dado a conocer como colaborador de algún diario.

Se me argüirá que aquí podría ocurrir lo mismo; pero lo grave está en que casi todos nuestros políticos, apenas si saben leer y escribir; y nuestros escritores... Pero ¡yo soy un individuo sensible! No, no voy a hablar mal; no quiero hablar mal porque no pasa un solo día sin que algunos de los que pretenden conocerme exclame:

-¡Este tío está cada vez más envenenado!

Y lo curioso es que yo soy un tío cordial y optimista.






ArribaAbajoCosas de la política5

He visto a un cojo pegador de carteles. A un cojo auténtico, a un rengo verdadero y para colmo, con muletas. Iba en mangas de camiseta y lo rodeaban una cuadrilla de beneméritos del engrudo y el pincel.

He visto un camión cargado de facinerosos. Este camión se adornaba de banderas argentinas y llevaba a los costados el siguiente letrero: «Se alquila». Otro camión cargado de sinvergüenzas ostentaba la siguiente inscripción al óleo: «Se vende».

He visto a un hombre que no trabajó nunca. En nada ni por broma. Pues este fiaca de solemnidad cargaba una escalera. Y con gesto airoso y semblante agradecido.

He visto a un analfabeto. Me estrechó las manos y luego, con magnánimo gesto, me ha dicho:

-Te invito a tomar un «boc».

-Pagás vos -aclaré- porque una cosa es invitar y otra es pagar.

-Sí, pago yo. ¿No sabés? Soy redactor oficial de proclamas del partido X.

-¿Redactor?...

-Sí, y tenés que ver el respeto que me tienen...

He chocado en mi camino con un muerto de hambre. Me ha mirado sonriendo y ha dicho:

-Esta vez nos ponemos las botas. Si querés te recomiendo al ministro N.

Me detuve en una esquina. El orador espeluznaba a sus oyentes. Me acerqué para reconocer el charlatán y constaté con asombro teológico que el que hablaba era sordomudo de nacimiento e imbécil para más datos.


La política

Me pregunto con asombro en qué país estamos, porque no acabo de entender el fenómeno de la democracia que vuelve alados a los bueyes, ágiles a los rengos, sanos a los enfermos, contentos a los melancólicos, charlatanes a los mudos, cuerdos a los estúpidos, imprudentes a los timoratos, dispendiosos a los tacaños, decentes a los deshonestos, villanos a los pulcros, activos a los perezosos, optimistas a los que nunca vieron el reverso de un billete de quinientos pesos... Insisto... no comprendo este fenómeno que ha provocado la presencia de las elecciones.

Porque a mí me parece bien y comprensible que un señor de cuello palomita, polainero, con pata de gallo en el vértice de los ojos y chaleco de fantasía, haga política. No sólo que me parece bien, sino que hasta lógico, pues son estas bellas personas las que con apetitos de tiburones y recursos de limosneros en el bolsillo, pueden encontrar un porvenir en la política.

También me parece sensato que en estas aventuras de voto y urna, se embarquen los perdidos y los vagos, ya que ni los vagos ni los perdidos tienen nada que perder en dicho asunto sino que van a pura ganancia; pero lo que no encuentro explicable es que personas que durante todo el año hacen derroche de cordura, pierdan en tres días su buena dosis de sentido común y se conviertan en correveidiles de los caudillos parroquiales y aspirantes a una banca en la Cámara.

Y si no, observen ustedes. Nadie, pero nadie, ha encontrado a uno de los candidatos a diputados de las presentes elecciones pegando carteles, acarreando engrudo, extendiendo papel en los muros. Ni tampoco a ningún señor de cuello efectuando las mencionadas operaciones. Cuando más, junto a tres voluntarios del engrudo (transportador de escalera, tacho y papeles) va un señor de cuello flojo, manos de carnicero y gesto de tahúr. Dicho caballero no trabaja sino que dirige la pegadura, y lleva para inspirar respeto un bastón con nudos que más que bastón es garrote.




Qué ilusiones tienen

Admito que el señor granudo y de aspecto de jugador tramposo, dirija la pegadura. Siempre en estos caballeros hay la madera preciosa de la que se saca un pesquisa, un capataz de barrenderos o un empleado del Ministerio de Instrucción Pública. Siempre.

Y ellos lo saben. Pero en cambio, los otros, los que acarrean el tacho de engrudo, la escalera y el bagayo de los afiches ¿qué esperan? ¿Ser ministros? ¿Enviados plenipotenciarios? ¿Introductores de embajadores? No creo que las aspiraciones de estos crostas lleguen tan lejos. Creo que tampoco aspiran ser secretarios, oficiales mayores o menores, jefes de reparticiones, directores, no... ¿Qué esperanzas son las que tienen entonces? No lo sé. Ni nadie tampoco lo sabe. En los camiones gritan hasta «desgargantarse»; en las manifestaciones son los que siempre encuentran la bala perdida y el «castañazo» extraviado; en los comités son los que cargan con laburos meritorios, con reparticiones de boletas de propaganda y la higienización del local; y todos por sus lindas caras pertenecen al gremio del «morfe» por gramos, del pan medido, del agua por litro, de la leche los días de fiesta. Todos por sus cataduras revelan a la legua que a lo más que pueden aspirar es a una soga con que ahorcarse, siempre que tengan la precaución de atarse una piedra al cuello, porque si no no se ahogan, tan poco peso tienen de flacos que están.

Y, sin embargo, son los héroes de la «jornada cívica».






ArribaAbajoOrejeando la revolución6

¡La pucha que es jabonera la gente!

En cuanto terminé de engullir un bife a caballo, o de caballo, salí a la rua y ahí nomás me atajó el restaurantero de la media cuadra a pedirme datos:

-¿Así que estalló la revolución?

-Pero ¿usted cree eso? -y salí rajando para tomar un colectivo. Y en la esquina, mientras hacía tiempo, carpetié a unos venerables ancianos que en cabeza se habían venido con los «fiyos» para ver si por Rivadavia veían avanzar la revolución. Y me dije:

-Esta gente creerá que la revolución, como en carnaval, sale disfrazada vaya a saber de qué...


Macanudos momentos

Son momentos macanudos. Sin grupos. Se viven unos minutos que valen en vento lo que pesan en la historia patria. La gente espera acontecimientos notables con la sonrisa en los labios. Por la noche, el centro, poco después que había corrido la noticia de la declaración de estado de sitio, las calles del centro, digo, estaban llenas de pebetas que cruzaban heroicamente mirando asombradas tanto acumulamiento de peatones.

Con un doctor en química, el señor Celsi, y el vicepresidente del centro de estudiantes de Farmacia, cruzamos la Plaza de Mayo frente a la casa Rosada. Habían desaparecido los colectivos; algunos cosacos cruzaban la plaza encima de sus matungos que más querían pastar que cargar sobre el público; y allí había algo así como el vacío que deja una ametralladora al barrer en abanico. La casa de gobierno cerrada como un inquilinato clausurado por la municipalidad porque los techos o las cloacas no están en ordenanza, era el punto de mira de varias zanahorias que decían:

-Ahí adentro están las ametralladoras.

Plantamos y nos metimos por Rivadavia.




Prudencia comercial

No me cansaré de alabar o de admirar la prudencia de los traficantes, de los bolicheros, incluso de los lustrabotas, pues hasta el último reo que la labura de refaccionador tarrero, había clausurado el zaguán, temeroso de una biaba. A la altura de Carlos Pellegrini habían cerrado el tráfico. Reculamos y nos metimos en el Tortoni. Todas las mesas ocupadas. Le dije al químico amigo:

-Vea, este es un café ideal para meter la mula, pues se entra por Avenida y se sale por Rivadavia o viceversa.

Las mesas estaban llenas de tiras que carpetiaban un drama imposible. Salimos, y entonces observamos que todos los balcones estaban llenos de gente que esperaban el panorama de un tiroteo barato.




Redacción del diario

Escribo nerviosamente, tratando de acaparar impresiones que se piantan fugitivas entre los campanilleos telefónicos que baten rumores. Todo el mundo está en su puesto. Se esperan noticias oficiales que no llegan. Los rumores llueven cada dos minutos. Las tropas se sublevan, no se sublevan... No se sabe ni medio. No se sabe. El teléfono que llama y los redactores con jeta de misterio, le chimentan a uno, a las doce de la noche, que el estado de sitio ha sido declarado. Luego, otro llamado. Han encanado a un fotógrafo. A dos fotógrafos. Nuevamente la campanilla. Todas las cabezas se levantan. Hay noticias espeluznantes. ¡La revolución está sofocada! ¡sofocariola!...

He venido por la calle, y he visto autos ocupados de pesquisas correr a vendedores de diarios y secuestrarles la edición de Crítica. Los pebetes rajaban; luego se detenían y les sacaban el diario. Nada más. Las calles están desiertas. Se tiene una impresión extraña, y digo que tengo una impresión extraña porque cuando salí eran las nueve y media y en las vías se observaba esa lustrosa soledad que pulimenta el julepe, las fachadas iluminadas al soslayo por faroles y las puertas bien cerradas, como diciendo:

-Y ahora, que se hunda el planeta.




Hacia el diario

Me encontré con otro redactor que, por Río de Janeiro, iba hacia el diario.

-¿Qué hacés?

-Y voy, che, no sea que esta noche nos asalten en son de pesto... no me gustaría no estar.

-Tenés razón... hay que estar...

Hemos seguido caminando con aire de conspiradores. Bañemos perfectamente que no nos va a ocurrir ni medio, pero es agradable hacerse la ilusión de que pueden encarcelarlo a uno. Es agradable y anecdótico. Le presta a la vida cierta impresión novelesca.

Otro llamado telefónico. Grita un redactor:

-¡Ha sido secuestrada la edición de La Fronda!

Nos miramos todos con cara de noche de San Bartolomé. Y nos decimos:

-Mirá si se arma la gorda.

El director salta:

-No se arma nada, a trabajar, muchachos...

Para el presidente del directorio de la empresa ¡macanudo! Esto se mueve. Ha desaparecido la monotonía esgunfiadora del cotidiano práctico. No se sabe nada de nada, y eso es suficiente para amenizar la vida.






ArribaAbajoLos bares alegres del Paseo de Julio7

No hay escolar estrenando pantalón largo, que al pasar por el Paseo de Julio no mire, entre curioso y temeroso, las puertas encristaladas con vidrios japoneses de los bares alegres.

Incluso muchos piensan que pernocta allí un hombre con una pistola en la mano, obligándole a firmar un pagaré al ingenuo que tiene la mala suerte de liarse con una barragana, de las que en el antro trabajan de «figurantas».

La semioscuridad recovera presta medias sombras siniestras a esas espeluncas tras de cuyos vidrios azules retumba, con furor de charanga, una banda crosta compuesta de un tambor, gaita y trombón. Los prohombres de la charanga calzan alpargatas y floreado pañuelo al cuello. Ocupan un palco, mejor dicho, un tablado, y cuando terminan la marcha que destrozan, dedicándose a desalivar los tubos de bronce de sus instrumentos infernales, el alboroto que las pelanduzcas promueven en el bar parece profundo silencio en los oídos perforados por el estrépito de los músicos del estrado.

Para el novato en aventuras sin peligro, el bar alegre del Paseo de Julio tiene concomitancias con la Caverna de los Inocentes, y su imaginación siempre pronta a lo heroico, convierte al inocente peón checoeslovaco, en un bandolero internacional. Sin embargo, nada más anodino ni menos alegre ni más aburrido que el bodegón sucio, regado de aserrín y convertido en una especie de patio de Monipodio de la menestralía en decadencia y de las vagas, que en última instancia, antes de tomar definitivamente la calle, hacen un alto en el palco del «figurantismo». Allí, cada una esgrime su violín sin cuerdas y un arco descrinado para acompañar a la pianista, que engalanada con un vestido de organdí, hace aires de reina del mercado en los intervalos que acribillan de trompetazos los internacionales pistolos de la charanga.

Para que haya alegría ¡oh, imaginación de un caletre de corcho! el patrón, rufián enjuto y atentísimo de la caja, ha desparramado con lujo verdaderamente asiático lamparillas de colores por todas las columnas. Florípones de papel pintado ornamentan de cursilería doméstica el estrado donde las niñas del trato lucen todo lo que es visible, desde dos metros de altura.

Para multiplicar la alegría, las ex cocineras y mucamas desparraman miradas incendiarias a fuerza de la carbonilla de las ojeras.

En cuanto usted mira a lo alto, una mujer, que puede ser sin ninguna dificultad alguna su madre, informe de gorda, mantecosa y bestial, lo acribilla con un nardo que han manoseado todos los inmigrantes que merodean por el barrio, o un clavel que parece flor de zanahoria.

Los mozos, con jorobas de pereza en los lomos, atienden los llamados de las pelanduzcas gritonas:

¡Juan... Miguel...! Llévale ese clavel al señor... no a ese no; a ese otro; no ese, no; el otro...

Juan o Miguel o Carlos, crapulines en estado larvático, llevan la flor de tan mala manera que la flor parece pesarles como un repollo. Las tías de la liga al aire ladran:

-¿Qué pagás?... ¿Qué pagás?...

¡Pobrecitas!... Viven de la comisión... Y además son demasiado brutas para ser malas. Por eso escribí «¡pobrecitas!». Por el aspecto parecen vacas, y por la inteligencia, gallinas. Tienen labios de caballos alquilones y las desmanteladas encías de los pencos que pisan barro en los hornos de ladrillos.

Se me ocurre que son excesivamente optimistas porque persona que ven, persona a la que se acoplan recitando el consabidísimo estribillo:

-Rubio ¿me pagás un cívico? Si no: Morocho ¿no pagás nada?

El vocabulario de estas guarras es reducidísimo:

-¡Qué calor que hace! Hoy no hace calor como ayer. ¡Qué simpático sos!

Después de semejante esfuerzo de imaginación apoyan la mandíbula en la palma de la mano y examinan largamente la corbata del presunto y futuro damnificado. Son obstinadas como los chicos mal educados y los caballos resabiados.

-¿No pagás nada? ¿Por qué no pagás nada? Pagame algo y vas a ver qué contento te ponés.

En su mayoría son gordas, asimétricas, aburridas y espantables. No mantienen diez minutos el pensamiento fijo en el mismo objeto.

Sin hacer ningún trabajo tienen un desgaire de extraordinariamente cansadas. Alternan preguntas extraordinarias, por ejemplo: Cuántos hermanos tiene uno, en qué año falleció la madre, y si el patrón es bueno o malo. Y de inmediato, retornan a la letanía:

-Pagame algo; sé bueno, pagame un cívico.

En cuanto usted condesciende, la tía bebe el cívico de un trago, mira con impaciencia en rededor y, despegándose de la mesa, dice:

-Te voy a dejar, porque ahí va un amigo mío.

Y corre a otra mesa, a repetir la misma historia, con las idénticas palabras, con el igual aburrimiento y la exacta fatiga de aquel que da vueltas en una noria que no tiene fin.

Estas son las mujeres que dan carnada a la crónica policial; estas las que a veces provocan en nuestra admiración inconcebible, la pregunta sin contestación, porque por ellas, en una riña nocturna, cargadores de carbón, marineros y caftens de la última ralea, se fusilan a revolverazos o se bandean a puñaladas.

¡Es decir, que todavía son «mujeres» para alguien!




ArribaAbajoDemoliciones en el centro8

Nubes de arena como en el desierto africano, en el centro de Buenos Aires. Demoliciones en la calle Cangallo. En Carlos Pellegrini. En Sarmiento. Edificios despanzurrados. Castillos de naipes en ladrillo y papel. Faltan los reyes de baraja en el lienzo de los muros. La ilusión sería completa. Castillos de naipes y la gama pentatónica de las cinco calidades de martilleos. Martilleo opaco de picos en el ladrillo. Sordo en el cemento. Metálico en las vigas. Apagado en los tabiques. Acuático en las palas. Cinco calidades de martilleo y los papanatas deleitándose en la demolición.

Palabras de un vigilante:

-Iba un abribocas y le cayó un ladrillo dentro de la boca.

El hombre de la porra parodia a Quevedo.

Señoras de compra. La locura de las compras en los edificios que van a naufragar en la demolición. Está prohibido el paso. Pero las señoras:

-Déjeme pasar, agente. Voy a la peletería.

El hombre de la porra discurre la consigna y mira a las señoras. El hombre de la porra debe tener mujer. Mujer que también le sonsaca los pesos para llevarlos devotísimamente al Dios de las liquidaciones. El hombre de la porra se enternece y dice:

-Pase.

Y ninguna entra en la peletería.

Divago en este paisaje muy semejante al que debió ofrecer Madrid en los días de la evacuación. Interiores como desconyuntados por explosiones. En ciertos dormitorios la pátina del papel se aclara, deja el calco de muebles que ya no están. Cables colgando entre pingajos de papel. El cascajo dificultando la vereda y las nubes de arena que el viento solivianta metiéndose por los ojos y la boca. La gente estornuda con asma. El polvo sube de los volúmenes vaciados entre las casas. Se arremolina en los primeros pisos. Donde un travesaño corta la caída del sol, el polvo teje la fantasía del humo de una pipa, cortado por los barrotes de una reja.

Las palas rechinan en el suelo con graznidos de matracas. Hay veredas techadas por andamiajes tan bajos que súbitamente el caminante se siente transportado a las callejuelas moriscas de Tetuán.

A lo largo de las aceras, hileras de camiones de acero. La pintura gris les «camouflajea» de siniestro convoy militar. Cargan escombros y muebles. Netamente. Paisaje de evacuación. En el peristilo de un salón enorme, un tío gordo, barbudo, con el hongo tirado de mala manera sobre la cabeza, medita entre un regimiento de mujeres desnudas. Mujeres de cera. Al hombre gordo se le da una higa las evas que le contemplan impertérritas a través de sus ojos de vidrio. El hombre gordo escupe marrón y se rasca la barba. Dios no está con el hombre gordo.

El sol baña las fachadas y el viento flamea la tela de los anuncios. El sol centellea en las bombas de cristal suspendidas entre cielo y tierra para las iluminaciones de la demolición nocturna.

Me acuerdo de los cuarteles de la guardia civil, en Sama de Langreo. Los cuarteles de la guardia civil volados por los mineros con cartuchos de dinamita. Este es el mismo paisaje. Los delorrasos se han destripado tan bruscamente que los flejes se retuercen en el espacio como sorprendidos nidales de víboras. En el muro de un dormitorio, pegada a la pared, una cabeza de Greta Garbo. El polvo de la demolición sube hasta la nariz violeta de la Greta, pero la Greta no estornuda. Mira abstraída un paisaje siberiano, envuelta en su pelliza.

Caprichos de la demolición. Hay rellanos de escalera, sin baranda, misteriosamente suspendidos en el aire. Parecen púlpitos para orates. Tribunas para hombres que tengan media cara blanca y media cara negra.

Los martillos, los picos, las palas y las mazas compaginan la gama pentatónica de cinco estrépitos.

Anodino, el león de oro esgrime su banderola de oro a la puerta de un hotel clausurado. Al león de oro le aguardan otros menesteres. No le valdrá la fiereza ni la guardia.

El paseante puede recoger apuntes modernistas. En todos los comercios a medias abiertos, a medias desvalijados, se descubre una cáfila de hombres que no están ni tristes ni alegres, que no son ni zafios ni cultos. Todos, como si tuvieran una consigna semejante, muestran el sombrero en la coronilla a lo Gustavo el Calavera, todos guardan las manos en el bolsillo y el pitillo con una larga cola de ceniza colgando de los labios. Con ojos muy abiertos, vigilan a los ganapanes que desprenden los panales. Son los buitres de la demolición.

El sol cae y acentúa el dorado de la mañana. Sopla el viento. La arena se mete entre los ojos y los dientes, y por centésima vez, escucho una cola de mujeres detenidas frente al hombre de la porra:

Déjenos pasar, agente, que vamos a la peletería. Y ninguna, entra a la peletería.




ArribaAbajoLa guerra frente a las pizarras: para los indiferentes9

Me he detenido frente a la pizarra de El Mundo para escuchar los diálogos que enzarzan los curiosos. Cuando las noticias no son favorables a los nazis, los hitlerizantes pasan de largo. El nombramiento de Weygand es visto con simpatía. Pero lo interesante son los comentarios:

TRANSEÚNTE 1.- ¿Qué quiere usted con un general que llevaba un nombre de olla?

TRANSEÚNTE 2.- ¿Qué?

TRANSEÚNTE 1.- Gamellin es diminutivo de «gamella» o sea la cacerola donde los italianos cocinan su sopa.

TRANSEÚNTE 3.- Lo que yo creo que debe iniciarse en estos países sudamericanos es una campaña contra todos los hitlerizantes declarados.

TRANSEÚNTE 2.- Pero nosotros somos gente indiferente...

TRANSEÚNTE 3.- Precisamente, allí está. El nazismo se aprovecha para sus trabajos de espionaje de propaganda, de obtención de adeptos, de esta criminal indiferencia nuestra. Yo me explico que sea difícil luchar contra los hitlerizantes clandestinos, pero algo hay que hacer.

TRANSEÚNTE 1.- Vea que los ingleses...

TRANSEÚNTE 3.- Yo he trabajado diez años con nazis. Gente pagadora pero déspota sobre toda ponderación. Hay que hablarles con el sombrero en la mano. Si ellos triunfan...

TRANSEÚNTE 1.- Es lo que digo yo.

TRANSEÚNTE 3.- En eso es en lo que están equivocados ustedes. Para los nazis, la neutralidad es sinónimo de debilidad. Y si no, vean lo que les pasó a Dinamarca, a Noruega, a Holanda, a Bélgica. Invasiones fulminantes, bombardeos espantosos, eso fue el pago de su neutralidad cacareada durante meses y meses. Ahora ellos trabajarán como esclavos para los alemanes.

TRANSEÚNTE 1.- A mí no me interesa la nacionalidad de mi patrón mientras me pague y me trate como a un ser humano.

TRANSEÚNTE 3.- Ahí está la cosa. Pero en cuanto les crezcan las alas... No se hagan ilusiones. Nos tratarán como a perros. En cuanto a la paga... Nos darían vales o tarjetas de racionamiento. El buen trato y la buena comida son para los de su raza. A nosotros, como salvajes.

TRANSEÚNTE 2.- Eso en caso de que...

AGENTE DE POLICÍA.- Circulen... circulen, señores.




ArribaAbajoConfusiones acerca de la novela10

Los teóricos confunden, generalmente, decadencia de la novela con decadencia de la capacidad de reacción del personaje novelesco.

La diferenciación importa. Novela, relato o folletín «a grosso modo» son definiciones de un solo género e informan más diferencias cuantitativas que cualitativas. Dickens escribía novelas que se publicaban en folletín.

Dikens no es igual a Luis de Val. Vemos entonces que no podemos hablar de la decadencia del envase, sino de la decadencia de ciertas cosas que contiene este envase.

Vamos a ocupamos de dos elementos indivisibles: el personaje y la acción, cuya energía potencial determina la mecánica de la novela. Mediante este procedimiento, llegamos a la conclusión de que lo que diferencia a un personaje novelesco de otro personaje novelesco es la carga de acción puesta en juego, y que la carga de acción potencial de un personaje de Stendhal es completamente diferente a la carga potencial de un personaje de Proust.

Para esclarecer este concepto, tomemos un caso corriente de la química, al que denominaremos «ejemplo del señor Helio». El señor Helio es definido por los químicos como un gas inerte, y esta inercia se caracteriza por su falta de actividad química, es decir, por su falta de capacidad para reaccionar en presencia de otros cuerpos. Definitivamente, el gas Helio es un gas estúpido. Si tomamos la escala de Meindeleff, encontraremos algunos lugares más allá del Helio, al señor Carbono. El señor Carbono tiene una importancia básica en la química de los seres vivos. En contraposición con el estúpido y perezoso señor Helio, el señor Carbono interviene en casi todas las síntesis de la química orgánica. Si nosotros tradujésemos el lenguaje de los teóricos a estas condiciones, podríamos afirmar que el señor Helio era un personaje medio tipo Huxley, dadas sus escasas participaciones en el engranaje de las combinaciones vitales, mientras que al Señor Carbono lo definiríamos como uno de los más activos y novelescos personajes que pudieran imaginar Manzoni o Kipling. Los teóricos de la novela, que desde otro ángulo han comprendido esta diferencia específica entre el señor Helio y el señor Carbono, para defender su posición tomaron, posiblemente sin saberlo, un suceso de la química y dijeron:

«En la novela moderna, el personaje actúa sobre el lector por simple presencia, sin necesidad de accionar». Género estático de influencia, denominado catálisis en química. Actualmente, ciertos teóricos suponen que el personaje inmóvil actúa sobre el lector como un agente catalítico, acelerando el proceso de comprensión entre el hombre y la vida. Comprobaremos cómo esta suposición exacta nos induce a la conclusión opuesta.

Supongamos que tenemos el poder de reunir a tres hombres famosos en un tablado. Hemos situado allí a Einstein, Ford y Stalin. Junto a ellos en el mismo tablado, ubicamos a otros tres señores absolutamente desconocidos. Ni el sabio, ni el político, ni el industrial, accionan de manera alguna; pero todas las miradas se dirigen a estos hombres conspicuos que actúan sobre la masa que los contempla por simple acción de presencia o catálisis. De pronto, uno de los tres señores desconocidos, que permanecía sentado frente a Ford, Einstein y Stalin, se levanta y toma a bofetadas a otro de los caballeros desconocidos. ¿Qué ocurrirá? Simultáneamente Einstein, Ford y Stalin se asociarán por simple impulso humano y tratarán de separar al agresor del agredido. La atención de la masa se separa de Ford, Einstein y Stalin para seguir el destino que sigue el caballero que recibió las bofetadas.

Si finalizamos los dos procesos discontinuos contenidos en este ejemplo, descubrimos que la virtud catalítica, trasladada a los seres humanos y facultándolos a actuar por la sola presencia, nace de la capacidad de la gente catalítica inmóvil, de alterar cualquier determinado equilibrio o medio real, en un momento en que su voluntad lo disponga. Cuando Stalin, Ford y Einstein localizaban la atención de la masa en el tablado, actuaban por lo que eran capaces de hacer; cuando uno de los tres desconocidos le propinó un excelente par de bofetadas al otro desconocido, «la acción de presencia» quedó anulada por «la acción presente», y esto es perfectamente lógico, incluso desde el punto de vista mecánico, ya que la acción presente es cinemáticamente mucho más poderosa que la energía potencial, representada en aquellos momentos por los tres hombres famosos, cruzados de brazos.

De allí, que relatos de las vidas de los grandes hombres, ponen sobre nuestra imaginación catalíticamente, porque aún lo insignificante del grande hombre está asistido por el común denominador de su extraordinaria grandeza, y este común denominador consiste en las alteraciones máximas que en un medio x produjo el grande hombre.

En la novela, el procedimiento de catálisis o de acción por simple presencia es absurdo y antinovelístico.

Sin acción no podemos determinar la constante psicológica del personaje. De allí que se me ocurra que algún día se logrará definir matemáticamente la constante de acción de un personaje novelesco dividiendo el número de ediciones de los libros en que este personaje ha figurado, por el número de años que demoraron en venderse.

Pero esta puede ser otra puerta del palacio de la novela que aún no se ha abierto a los curiosos de su técnica.




ArribaAbajoIrresponsabilidad del novelista subjetivo11

La profesión del tigre es matar.

Importa poco que el tigre sea grande o pequeño, que se aloje en una caverna o que se gane la carne en un circo, o que haga presencia de domesticidad en los jardines de un déspota. Su profesión es matar. Cuando nosotros examinamos a un tigre, en realidad remiramos al que mata. Al que nos puede matar.

Lo que el tigre piensa de las estrellas, no puede influir en el destino del ciervo en el momento en que el ciervo cae bajo las garras del tigre. Correctamente entonces, podemos definir que el carácter potencial de una bestia, de un hombre o de un personaje novelesco, es definible por su profesión. La deducción de que un personaje es la expresión de su constante profesional es atinada.

En consecuencia, la profesión es anterior a la acción, y la acción es una consecuencia de la profesión. En una novela de bestias, un zorro jamás podrá desarrollar el mismo género de acción dramática que el tigre. Huelga que en las relaciones de los hombres, la constante profesional se disimula y es un poco difícil distinguir al perro del león, y al lobo de la serpiente. De allí, que como una novísima definición del héroe podemos enunciar:

En el héroe, la constante profesional domina cien por cien. Las pasiones colindantes subsisten como auxiliares y válvulas de escape de la energía, que no consume la actividad esencialmente profesional.

Es un poco difícil entenderse con héroes. Hay que comenzar por serlo. De allí que la mayoría de los novelistas contemporáneos trabajen con personajes que carecen de constante profesional. Incluso, en muchos casos, es un misterio para el lector establecer mediante qué procedimientos el personaje novelesco se gana la vida. Como las complicaciones de los tiempos han diferenciado más y más las profesiones y la técnica para describirlas, los autores, con diferencia cultural y creadora, componen sus juegos con personajes híbridos, que suplen cualquier acción con discontinuas emisiones de procesos subjetivos.

Si la acción es el límite de lo humano, y toda acción dramática es consecuencia estricta de una constante profesional, se hace evidente que trabajar con personajes que encierran una determinada constante profesional exige una capacidad de análisis y síntesis extraordinarios y una correcta subordinación de la inspiración a las canalizadas actividades del personaje.

En «El muelle de las brumas», obra maestra de la cinematografía francesa, un cantinero malogrado en Marsella se detiene, imperecederamente, tocándose el sombrero al recibir a un extraño y exclamando «Panamá, Panamá legítimo. Lo compré en Panamá en 1906». No dice más nada en toda la obra. Pero él queda presente con la nostalgia del trópico, en ese nebuloso rincón de agua, para toda la vida, en nuestro recuerdo. Y ha sido suficiente para ello, un simple acto físico de señalamiento.

Al revés y mediante el auxilio de los procesos subjetivos, es que la mayoría de los deficientes novelistas y dramaturgos modernos tratan de eludir la responsabilidad que implica analizar a un tipo a través de sus actuaciones, ya que es evidente que los actos (y no los pensamientos) están íntimamente ligados con la constante profesional. Otro procedimiento con que se trata de disimular la falta de idoneidad, es el truco de los paisajes en movimiento, las tretas tipográficas y de puntuación, que constituyen el ABC del arte de presentar un guiso de liebre sin liebre.

Estadísticamente, puede comprobarse con ejercicios escritos, que dichos trucos son comunicables, que cualquier aprendiz de escritor los adquiere en menos de un cuarto de hora si lo asesora un hábil maestro, y que es posible transformar un literato sin modernidad en escritor de momento.

De allí, que no exagere si afirmo que las novelas clásicas, modernas y contemporáneas que resisten el rotar de las generaciones, envasan personajes ricos de los que llamo la constante profesional. En ninguna novela de Casanova Seingault podrán encontrarse situaciones más escabrosas para los profesionales del amor que en El Satiricón de Petronio. Sorprende registrar en esa novela, escrita en los tiempos de Nerón, una acción dramática genial, más constante, numerosa e infatigable que en una novela de Baroja.

Otro acontecimiento literario de los últimos tiempos (con excepción de El hombrecillo de los gansos) es la novela de Axel Munt El libro de San Michele. Su característica es una acción ininterrumpida en torno de las actividades, de un médico fracasado en relación con neurasténicos sorprendentes. Anteriormente, sorprendió al público americano la extraordinaria competencia de Teodore Dreisser, evidenciada en su novela El financiero, compaginando un apasionante drama con las intrigas determinadas por la constante profesional de los políticos norteamericanos del tipo medio.

¿Qué diremos de los tipos tallados por Stendhal, con su Fabrizio o Julián y de Flaubert, con la señora de Bovary y el eterno farmacéutico Homais?

Gabriel D'Annunzio, que era incapaz de evadirse de sí mismo pero que no ignoraba el valor de la constante profesional para definir tipos, convirtió en héroes de sus novelas antinovelescas a hombres exclusivamente interesados en el ejercicio de las bellas artes. Con este procedimiento pudo desplazarse sin fracasar en el mundo de la noción en prosa.




ArribaLiteratura sin héroes12

Una fea lámpara humosa cobra valor estético cuando ilumina el rostro de un héroe. No importa que la existencia de este héroe determine un peligro dado. Su capacidad de acción, por profundidad, le presta a la lámpara un relieve desusado. En consecuencia, el paisaje se viste con el espectro magnético del héroe.

En cambio, la realidad fotográfica de sí mismo o de las apariencias externas, le facilita al novelista sórdidos materiales de construcción literaria. Entre estos materiales se encuentra la medianía, que estando por sus naturales proporciones excluida de la obra de arte, ha sido hoy reivindicada por los novelistas en el denominado arte subjetivo.

Nosotros no desestimamos los valores sociales ni morales de la medianía, mas ello no significa que la medianía tenga el suficiente relieve para informar los frescos de la obra de arte. La reivindicación de la medianía es un suceso cuya responsabilidad atañe en particular al realismo. La primera reacción del realismo fue sustituir al deforme figurón que animaba los lienzos del romanticismo con las meticulosas estampas amarillas que tejían las vidas de entonces. Este éxito del mediocre cotidiano en la novela, se debe a que el realismo no es un género sino una técnica que se limitó a describir lo que se hallaba debajo de sus narices con fidelidad del pantógrafo. Triunfo determinado por la facilidad de manejo del instrumento. Así, llegó a transferir la pintura de caracteres a la descripción lineal de las figuras y sólo Huysmans, pésimo novelista y genial prosista, al exagerar la descripción de las cosas hasta su retorcimiento creó dentro del realismo un fenómeno de estilo esencialmente poético, del cual Valle-Inclán en España fue fervoroso continuador. De hecho, la medianía constituyó y es la piedra angular del realismo, pero su frecuencia dentro de la novela contemporánea es una peste que torna insoportable la lectura de los libros que hora tras hora invaden los escaparates.

Lo más curioso del caso es que el novelista parece ligado más que nunca a la tremenda medianía de sus contemporáneos, en el preciso momento en que el planeta es conmovido por la acción de héroes negros, rojos y blancos como en la astral clasificación de la magia.

La novela contemporánea casi ignora al héroe. Su material preferido son hombres y mujeres secos, aburridos, miopes, que narran con lágrimas de resina la historia de sus interiores de madera.

Cuando aparece una novela ligada a héroes auténticos, su éxito es asombroso, se ocupe o no de ella la crítica oficial. El asunto del libro corre de boca en boca y se da el caso de historias cuya carrera se debe exclusivamente a recomendaciones orales que llegaron a cruzar los océanos.

Dicho suceso no es frecuente.

¿A qué se debe el predominio de la medianía en la novela? A que sus autores son novelistas mediocres. Es rarísimo el escritor que durante sólo cinco minutos al día llega a sentirse héroe, tirano, asesino, santo o monstruo. En consecuencia, estos profesionales ignoran el interior de los héroes, de los tiranos, de los santos. En cambio, los vemos dedicar páginas y más páginas a describir cómo tiemblan los pétalos de una rosa de papel cuando pasa un ángel. En torno de esta apoteosis de la ficción atomizada, se estructura la estética del llamado arte nuevo.

Las consecuencias más graves producidas por estos embelecos debemos relacionarlas con el estado mental a que predisponen a la juventud. Esta acaba por encontrarse frente a un mundo de ficción desnaturalizado y tan estabilizado en la falsedad y tan fácil de abordar que, como es fácil, termina por admitir que es verdadero.

Por otra parte ¿quién no tiene algo que contar de sí?

Pero trate alguien de narrar cómo se violenta una caja de hierro, cómo se fabrica una fortuna especulando en la bolsa, cómo se fabrica una joya, cómo se organiza una industria, cómo se escribe una novena sinfonía, y cuéntelo exactamente y con todas las tremendas dificultades que el suceso presupone; y entonces quizá, habrá hecho una novela. Porque de cualquier modo, habrá cumplido con las leyes que rigen la vivencia de un relato.

Observamos en cambio, que la novela como el teatro contemporáneo es obra de escritores que dominan el arte de escribir pero que carecen de asunto. Se pondrían comparar a estos autores a albañiles en disponibilidad. Saben manejar la cuchara, el nivel, la plomada, pero no tienen edificio que construir. De esta manera los géneros más expresivos y nobles se encuentran encarrillados en las humosas zonas de lo subjetivo, donde el capricho violenta todas las leyes de la gravedad.

Y el lector va en busca de héroes a las llamadas biografías noveladas.





 
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