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JORNADA SEGVNDA *SEGUNDA*

[59]


ÁGVILA *ÁGUILA* DE BLASÓN


JORNADA SEGVNDA *SEGUNDA*

ESCENA PRIMERA


 

(VNA *UNA* SALA EN LA CASA INFANZONA. Apenas la esclarece la lamparilla de aceite que alumbra bajo morado dosel, los lívidos y ensangrentados pies de un Crucifijo. En las ventanas raya la luz del amanecer. Micaela la Roja, vela sentada en el umbral de una puerta. Sabelita, cubierta con el manteo, entra sin hacer ruido. Cantan los pájaros en el alero, muje *muge* la vaca en el establo, las suaves campanas de la madrugada tocan a misa.)

 

SABELITA.-  ¿Duerme?

[60]

LA ROJA.-  Batalla con sus pensamientos. Aun cuando nada dice, sabe quiénes fueron los caínes que le ataron para robarle.

SABELITA.-  No se queja por no verse compadecido.

LA ROJA.-  ¡Cierto, cordera! Esta noche mucho le oí suspirar mientras aquí le velaba con Don Galán. ¡Madre de Dios, aventuréme a preguntarle de qué se dolía, y mandóme al infierno con todos los Demonios!

SABELITA.-  Yo nunca me atrevo a preguntarle. ¿No has oído?

LA ROJA.-  Es el viento en el quicio de la ventana.

SABELITA.-  Los perros no han cesado de ladrar en toda la [61] noche, como si alguien anduviese rondando la casa. Antes me asomé a la ventana y creí distinguir bultos de hombres, por el jardín.

LA ROJA.-  Las sombras de los árboles son muy aparentes, y cuando el alma está sobresaltada, los ojos están llenos de figuras y espantos. Yo, alguna vez, pensando en las almas del otro mundo he sentido un aliento frío en la cara.

SABELITA.-  Yo también... Y otras veces, sentí que una puerta se abría detrás de mí, y que una sombra se inclinaba sobre mis hombros.

LA ROJA.-  No mentemos esas cosas del profundo, cordera.

SABELITA.-  Tienes razón.

[62]

LA ROJA.-  Tocan a la misa de alba.

SABELITA.-  Es la tercera vez que tocan. Me levanté con ánimo de oirla, pero me asustaron los bultos que vi en el jardín.

LA ROJA.-  Iremos las dos juntas, y así nos quitaremos el miedo.

 

(SALEN las dos. La vieja criada lleva un farol encendido. El mantelo la cubre como un capuz. Aún hay estrellas.)

 

[63]



JORNADA SEGVNDA *SEGUNDA*

ESCENA SEGVNDA *SEGUNDA*


 

(DON Juan Manuel yace en su lecho convaleciente de tantas heridas como recibió aquella noche, y a su puerta duerme el criado que cuida de los hurones y de los galgos. Un criado que llaman por burlas Don Galán: Es viejo y feo, embustero y miedoso, sabe muchas historias, que cuenta con malicia, y en la casa de su amo hace también oficios de bufón. Canta un gallo.)

 

EL CABALLERO.-  ¡Don Galán!

DON GALÁN.-  ¡Abriéronse las velaciones!

EL CABALLERO.-  ¿Qué dices?

[64]

DON GALÁN.-  Que estaba en la compañía de Dios Nuestro Señor.

EL CABALLERO.-  ¿Raya el día?

DON GALÁN.-  Los gallos cantan, pero aún hay estrellas.

EL CABALLERO.-  ¡No puedo dormir!

DON GALÁN.-  ¡Y a mí no me dejan! ¿Mandaba alguna otra cosa, mi amo?

EL CABALLERO.-  Que te vayas al Infierno.

DON GALÁN.-  ¡Jujú!... Aguardaré a que mi amo tome otro criado, para no dejarle solo.

[65]

EL CABALLERO.-  Cuéntame, en tanto, alguna mentira, Don Galán.

DON GALÁN.-  Por el mar andan las liebres, por el monte las anguilas.

EL CABALLERO.-  ¡Calla, imbécil!

DON GALÁN.-  Callado me estaba.

 

(EL BUFÓN bosteza abriendo una boca enorme, y se echa debajo de la mesa, dispuesto a reanudar el sueño.)

 

EL CABALLERO.-  ¡Don Galán!

DON GALÁN.-  Mande, mi amo.

[66]

EL CABALLERO.-  ¡Juraría que maté a uno de los ladrones!

DON GALÁN.-  De ese se dice que ha resucitado.

EL CABALLERO.-  ¡Yo le vi caer!

DON GALÁN.-  Fué con el susto, mi amo.

EL CABALLERO.-  ¡Fué de un pistoletazo! Pero los compañeros se han llevado el cadáver porque al ser reconocido no los delatase.

DON GALÁN.-  Yo vide cómo le soplaron en el rabo con una paja, y echó a correr. ¡Jujú!

EL CABALLERO.-  ¡Calla, necio!

[67]

DON GALÁN.-  Callado me estaba.

 

(LA LUZ del alba raya en las ventanas. En el fondo de la estancia se esboza la cama antigua, de nogal tallado y lustroso. Sobre las almohadas yace la cabeza del hidalgo con los ojos abiertos bajo los párpados de cera, y una venda ensangrentada ceñida a la frente. El bufón ronca debajo de la mesa.)

 

EL CABALLERO.-  ¡Don Galán!

DON GALÁN.-  Mande, mi amo.

EL CABALLERO.-  ¿Y no se murmura por la villa quiénes eran los bandidos que quisieron robarnos?

[68]

DON GALÁN.-  Se murmura que no eran bandidos, sino los hijos de mi amo. ¡Esas voces corren por la villa!

EL CABALLERO.-  ¡Calla, insolente!

DON GALÁN.-  Callado me estaba.

 

(DON GALÁN, debajo de la mesa, infla los carrillos con mueca bufonesca, mientras el amo suspira con los ojos cerrados, sintiendo que lentamente se le arrasan de lágrimas. Al cabo de un momento, pasando sobre ellos su mano descarnada, también ríe, y su risa es de una fiereza irónica que exprime amargura.)

 

EL CABALLERO.-  ¡Don Galán, qué hacemos con unos hijos que conspiran para robarnos?

[69]

DON GALÁN.-  Repartirles la facienda, para que nos dejen morir en santa paz.

EL CABALLERO.-  ¿Y después?

DON GALÁN.-  ¡Jujú!... Después pediremos limosna.

EL CABALLERO.-  Tienes sangre villana, Don Galán. Después nos tocaría robarles a ellos.

DON GALÁN.-  Mejor sería irnos a un convento.

EL CABALLERO.-  Eso cuentan las historias que hizo, al despojarse de su grandeza, el Emperador Carlos V.

DON GALÁN.-  Y por las noches saldríamos de mozas con los hábitos arremangados.

[70]

EL CABALLERO.-  Habrá que pensarlo, Don Galán. Ahora abre la ventana y mira si raya el alba.

DON GALÁN.-  Raya, sí señor.

EL CABALLERO.-  ¿Amanece sereno?

DON GALÁN.-  Amanece que es una gloria.

 

(SABELITA y la vieja criada vuelven de la iglesia. Las dos asoman en la puerta de la alcoba. Sabelita se acerca con amorosa timidez.)

 

SABELITA.-  ¿Cómo se ha despertado tan temprano, padriño?

DON JUAN MANUEL.-  ¡Qué noche!... Dudo si he soñado o si estuve en [71] vela... ¡Ni aun ahora lo sé! ¿Soñamos o estamos despiertos, Don Galán?

DON GALÁN.-  Yo solamente sé que estoy sentado, mi amo, y que así descanso de andar por el mundo. ¡Cuántos años hace que vamos por él, mi amo!

EL CABALLERO.-  No, no basta estar sentado para descansar, ni basta estar dormido... Es preciso estar muerto. El pensamiento vuela de día y de noche... El mío vuela y realiza todo lo que mis manos no pueden realizar porque me las ata la vejez, como me las ataron aquellos miserables. Si estas manos fuesen con mi pensamiento, ya los había ahorcado a todos.

SABELITA.-  ¿Por qué se exalta? ¿Por qué no me dice sus penas, padriño?

[72]

EL CABALLERO.-  Yo no tengo penas, y si alguna tuviese me la espantaría Don Galán. ¿Por qué lloras, Isabel? Si no sabes reír como ese necio, ve a enjugar tus lágrimas donde yo no te vea. Don Galán, avisa que dispongan mi desayuno.

DON GALÁN.-  ¿Qué desea?

EL CABALLERO.-  Pregunta si hay leche cuajada y borona tierna. Antes he de tomar unas torrijas en vino blanco que me las hagan bien doradas, y me subes de la bodega un jarro de vino del Condado. Si han puesto las gallinas, que me sirvan primero una buena tortilla.

DON GALÁN.-  ¡Y si no han puesto las gallinas, nos comeremos el gallo por mal cumplidor! ¡Jujú!

[73]

 

(DON GALÁN, ya en la puerta, hace una cabriola y ríe con su risa pícara y grotesca, la gran risa de una careta de cartón. El sol matinal penetra en la alcoba dorando los cristales de la ventana: Suben hasta ella, mecidos por el viento, los pámpanos de una parra, y se ve a los gorriones en bandadas picotear los racimos en agraz.)

 

[75]



JORNADA SEGVNDA *SEGUNDA*

ESCENA TERCERA


 

(LA alcoba del mayorazgo. Con la fresca de la tarde ha venido el molinero que tiene en arriendo los molinos de Lantañón. Trae, como regalo a su amo, una orza de miel, y viene solamente por saber sus nuevas. Es un viejo aldeano lleno de malicias, con mujer moza, galana y encendida. Hace su entrada con la montera entre ambas manos y una salmodia en los labios.)

 

EL MOLINERO.-  ¡La Santísima Virgen María no ha permitido que los pobres nos quedásemos sin padre! ¡Divina Señora, ella querrá guiar a la Justicia para que descubra a esos mal nacidos y paguen su gran crimen en una horca!... ¡Contáronme que desde anochecido estuvieron ocultos, al acecho, como raposos! [76] ¡Que Nuestro Señor no les mandase un rayo del cielo que allí mismo los dejase hechos carbones, para escarmiento!... ¡Y mi amo no conoció a ninguno!... ¡Para el que mi amo hubiese conocido, júrole que no haría falta verdugo, como yo me lo topase solo en un camino, y me hubiese puesto al hombro una buena carabina mi santo patrono el Señor San Pedro!

 

(EL CABALLERO interrumpe familiar y despótico, y el viejo ladino se pasa lentamente la montera de una mano a otra.)

 

EL CABALLERO.-  ¡Basta de responso! ¿Qué te trae?

EL MOLINERO.-  Traéme el cuidado en que allá estábamos todos, por saber de nuestro amo.

[77]

EL CABALLERO.-  ¿Y tú mujer, cómo no ha venido a verme?

EL MOLINERO.-  Por no dejar sola la facienda del amo.

EL CABALLERO.-  Haberte quedado tú en lugar suyo.

EL MOLINERO.-  Tampoco anda buena... Cuando supo la noticia, cayó con sisiones, que bien creímos que se desgraciaba. Según sus cuentas, tócanos bautizo para el mes de Santiago.

EL CABALLERO.-  Pues le dirás que venga a verme. Le aparejas la pollina con las jamugas.

EL MOLINERO.-  ¡Descuide, mi amo!

[78]

EL CABALLERO.-  ¡Cuidado con que haga el camino a pie!

EL MOLINERO.-  Descuide mi amo. La tengo yo en más estima que el rey a la reina. ¡Y que no quedó ella poco sentida de no poder venir! Para regalo del amo, púsome en las alforjas una olla de miel, porque ya decía la difunta de mi madre, que era la miel tan saludable en los labios de una herida, como en los labios de la boca.

EL CABALLERO.-  Probaré la miel, para que le digas cuánto estimo su agasajo.

EL MOLINERO.-  Más honrada no puede verse nuestra pobreza.

EL CABALLERO.-  ¡Don Galán, Don Galán!

[79]

 

(LLAMA con grandes voces, y sonríe con la nobleza de un príncipe, que recibe los dones de sus siervos. Los ojos del molinero brillan maliciosos bajo las cejas blancas de harina: Son verdes y transparentes, como el agua del río en la presa del molino.)

 

EL CABALLERO.-  ¡Don Galán! ¡Don Galán!

DON GALÁN.-  ¡Mande, mi amo!

 

(EL CRIADO responde desde el fondo del corredor. Cuando asoma le reluce la cara, y con una corteza de pan se limpia los labios.)

 

EL CABALLERO.-  Probaré la miel que ha traído Pedro Rey.

DON GALÁN.-  ¡Jujú! Ya no queda miel, mi amo. Doña Sabelita [80] mandó que la diesen a los perros, y nos la hemos repartido como buenos hermanos. Doña Sabelita no quiere regalos de esa gente, ni que ellos asomen por esta santa casa.

EL CABALLERO.-  Aquí no hay más señor que yo, ni más voz que la mía. ¡Isabel!... ¡Isabel!...

 

(DON JUAN MANUEL espera un momento: Está pálido de cólera. Don Galán y el molinero se miran a hurto, con malicia villanesca. En la frente desguarnecida del Caballero laten abultadas las venas, que dibujan sus ramos azules bajo el marfil de la piel. Se oye el menudo andar de Sabelita. La barragana al entrar en la alcoba, sonríe, pero en sus ojos con huellas de lágrimas, se advierte una sombra de miedo, y bajo la sonrisa se delata el temblor de los labios.)

 

[81]

SABELITA.-  ¿Qué mandaba?

EL CABALLERO.-  ¡Deseo saber quién es ahora el señor de esta casa!

SABELITA.-  Quien siempre lo fué.

EL CABALLERO.-  ¡Y siendo así, cómo hay quien amenaza con cerrar la puerta a los criados que yo más estimo!

SABELITA.-  Yo no amenazo a nadie con cerrar la puerta, y hoy mismo saldré de aquí para siempre...

 

(SU VOZ enronquecida suena con celosa entereza bajo el velo de las lágrimas. El hidalgo ríe con cruel y despótico desdeño.)

 

[82]

EL CABALLERO.-  ¡Isabel, tú y todos haréis lo que yo mande! Pedro Rey, dirás a tu mujer que venga a verme mañana, y que os perdono la renta de este año. Isabel, sírvenos un jarro del mejor vino, que quiero que beba conmigo Pedro Rey.

 

(SABELITA se aleja ahogándose con un sollozo que apenas puede reprimir. Micaela la Roja, entra un momento después con el jarro, del cual desborda la roja espuma del vino.)

 

EL CABALLERO.-  No es a ti, a quien dije que me los sirviera.

LA ROJA.-  Señor, no quiera humillar a quien por quererle, ya tanto se humilla. En unas andas había de alzarla, para que la viesen todos. Aunque todos no la [83] verían, que los ojos traidores se arrastran por la tierra como los alacranes, y no pueden mirar a la verdad. ¡La verdad, ciega como la luz! Allí donde no esté aquella santa, que es mi ama por ley de la Iglesia, está esa cordera, que le quiere, y no mira como otras empobrecerle! ¡Ay, mi rey, no incline las orejas a palabras mentirosas que esconden mucho engaño, y la hiel debajo de la miel!

EL CABALLERO.-  Sírvele vino a Pedro Rey.

PEDRO REY.-  ¡A la salud del noble caballero que me lo ofrece, y de hoy en un año torne a catarlo en su noble presencia!

EL CABALLERO.-  Ahora, vete.

DON GALÁN.-  Hasta dentro de un año, Pedro Rey.

[84]

PEDRO REY.-  Quede mi amo muy dichoso.

 

(SALE, y con burlesca cortesía, le acompaña Don Galán. El Caballero queda pensativo, con una lágrima en el fondo de sus ojos cavados.)

 

EL CABALLERO.-  Roja, sólo me rodean ingratos y traidores. ¿Crees que no leo en el corazón de esas gentes? ¡Todos desean mi muerte, y mis hijos los primeros. Esos malvados que engendré para mi afrenta, convertirán en una cueva de ladrones, esta casa de mis abuelos. ¡Conmigo se va el último caballero de mi sangre, y contigo la lealtad de los viejos criados!

LA ROJA.-  Mi rey, que la hora de la muerte nos coja a todos limpios de pecado. No maldiga de aquellos a [85] quienes dió la vida. En la mocedad nunca se conoce todo el mal que se hace a los viejos, y hay que mirar con indulgencia las faltas de esa edad.

EL CABALLERO.-  ¡Roja, tú sabes como yo, quiénes fueron los que aquella noche me ataron para robarme!

LA ROJA.-  No tenga malos pensamientos, señor. Mire que muchas veces el enemigo nos engaña asina, para condenar nuestra alma.

EL CABALLERO.-  Yo he conocido al que venía enmascarado.

LA ROJA.-  ¿Y porque pensó conocer a uno, ya los culpa a todos? ¡Angeles míos! ¿Cómo habían de ser capaces de una maldad tan grande?

[86]

EL CABALLERO.-  ¿Tú no has conocido a ninguno?

LA ROJA.-  A ninguno, y de tan mal pensamiento líbreme Dios Nuestro Señor.

EL CABALLERO.-  ¿Los has visto después?

LA ROJA.-  Todos los días me topo con Carita de Plata, que me pide las nuevas.

EL CABALLERO.-  Le habrás dicho que no me muero por ahora, que no heredarán de mí más que piedras, que si traspasan los umbrales de esta casa, he de matarles y cavarles la sepultura en el zaguán.

LA ROJA.-  ¡Mi amo no se atormente! ¡No sueñe! ¡No condene [87] su alma, que la está condenando y metiendo en los Infiernos con esas malas ideas! Son sus hijos y asina yo he de respetarlos porque en una parte son mis amos, y ustede, porque son los retoños de su sangre.

 

(EL CABALLERO y la vieja, quedan un momento silenciosos. Después el hidalgo con mano temblona requiere el jarro, y llena el vaso en la devota resolución de ahogar con vino sus pesares.)

 

[89]



JORNADA SEGVNDA *SEGUNDA*

ESCENA CVARTA *CUARTA*


 

(SOBRE verdes prados el molino de Pedro Rey. Delante de la puerta una parra sostenida en poyos de piedra. Los juveniles pámpanos parecen adquirir nueva gracia en contraste con los brazos de la vid centenaria, y sobre aquellas piedras de una tosquedad céltica. Vuelan los gorriones en bandadas, y en lo alto de la higuera abre los brazos el espantajo grotesco de una vieja vestida de harapos, con la rueca en la cintura, y en la diestra, a guisa de huso, el cuerno de una cabra. Sentada a la sombra del emparrado está la molinera, fresca y encendida como las cerezas de Santa María de Meis. Liberata la Blanca bate en un cuenco la nata de la leche, y en la rosa de los labios tiene la rosa de un cantar. Por el fondo de la era asoma un caballero cazador: [90] Es el primogénito del Mayorazgo: Se llama Don Pedrito.)

 
LIBERATA
   ¡Vexo Cangas, vexo Vigo,
Tamen vexo Redondela!...
   ¡Vexo a Ponte de San Payo
Camino da miña terra!

DON PEDRITO.-  ¡Buena vista tienes, zorra parda!

LIBERATA.-  ¡Asús!... A ustede no lo había visto.

DON PEDRITO.-  ¿Y el cabrón de tu marido?

LIBERATA.-  ¡Qué guisa de hablar para un caballero!

DON PEDRITO.-  ¿Es cierto que está muy mal herido mi padre?

[91]

LIBERATA.-  Esa nueva trajo Don Galán.

DON PEDRITO.-  ¿Tú no lo has visto?

LIBERATA.-  No, señor. Que me crea, que no, caí enferma en la cama con dolor de ijada.

DON PEDRITO.-  ¿Y Pedro Rey?

LIBERATA.-  Hoy ha ido a la villa por ver al amo.

DON PEDRITO.-  Necesito hablarle.

LIBERATA.-  Pues nunca mucho puede tardar.

[92]

DON PEDRITO.-  Tenéis el molino casi de balde.

LIBERATA.-  ¿Qué dice, señor? ¡Ave María, de balde!

DON PEDRITO.-  De balde, porque doce ferrados de trigo y doce de maíz no son renta. ¡Y eso cuando la pagáis!

LIBERATA.-  Será porque el amo nos la perdona. ¡Ave María, de balde un molino que la mitad del año solamente tiene agua para una piedra! ¡Las otras dos es milagro que muelan pasado San Juan!

DON PEDRITO.-  Hoy me parece que muelen todas.

LIBERATA.-  Porque tenemos el agua de los riegos.

[93]

DON PEDRITO.-  Pues como la mitad del año solamente muele la piedra del maíz y no da para la renta que pagáis, yo vengo a libraros de esa carga.

LIBERATA.-  ¿Qué dice, señor?

DON PEDRITO.-  ¡Eso!... Que dejéis por buenas el molino.

 

(DON PEDRITO se pone en pie, mira en torno y ríe con risa de lobo. La molinera, que siente de miedo, también vuelve los ojos al camino, y el camino está solitario. Liberata quiere levantarse y entrar en la casa.)

 

DON PEDRITO.-  Vuelve a sentarte, Liberata la Blanca.

LIBERATA.-  Iba por unos higos para ofrecérselos. Los hemos [94] cogido esta mañana y algo verdes están, pero los pardales no dejaban uno.

DON PEDRITO.-  Buen maestro tienen en Pedro Rey.

LIBERATA.-  ¿Quiere que le ordeñe la vaca?

DON PEDRITO.-  Quiero que vuelvas a sentarte, zorra parda.

LIBERATA.-  No se enoje por eso.

DON PEDRITO.-  Es preciso que me paguéis a mí la renta que mi padre no cobra, y si no podéis pagarla, que dejéis el molino.

LIBERATA.-  ¿Viene con licencia del amo?

[95]

DON PEDRITO.-  Yo de nadie necesito licencia... O me pagáis a mí cien ferrados de maíz, que toda la vida rentó el molino, o mañana mismo lo dejáis al casero que antaño lo llevaba.

LIBERATA.-  ¡Cómo se conoce que tiene dos hijas mozas el señor Juan de Vermo!

DON PEDRITO.-  Pero para que se acuesten conmigo no se requiere que duerma debajo de la cama ningún cabrón.

LIBERATA.-  ¡Si lo dice por mí, sepa que tengo mucha honradez, y que sólo mi marido me calienta las piernas en la cama! ¡Más honradez que las hijas del de Vermo!

[96]

DON PEDRITO.-  Voy a meterte en el podrido bandullo un puñado de munición lobera.

 

(DON PEDRITO requiere la escopeta, y la molinera, dando voces, pretende huir a esconderse en la casa. No puede conseguirlo, y medrosa vuelve los ojos a la vereda. Un zagal, en la orilla del río, da de beber a sus vacas, y la molinera clama con más ahinco en demanda de socorro. El zagal, puesta sobre las cejas una mano, otea hacia el molino encaramado en una barda, y después se aleja con sus dos vacas, hilando agua de los hocicos, sin dejarlas que acaben de beber. Don Pedrito, sonriente y cruel, con una expresión que evoca el recuerdo del viejo linajudo, azuza a sus alanos, que se arrojan sobre la molinera y le desgarran a dentelladas el vestido, dejándola desnuda. Liberata, dando gritos, huye bajo el emparrado, y su [97] carne tiene un estremecimiento tentador entre los jirones de la basquiña. Con los ojos extraviados se sube a un poyo para defenderse de los canes que se alzan de manos aulladores y saltantes, arregañados los dientes feroces y albos. Hilos de roja sangre corren por las ágiles piernas, que palpitan entre los jirones. Bajo la vid centenaria revive el encanto de las epopeyas primitivas, que cantan la sangre, la violación y la fuerza. Liberata la Blanca suplica y llora. El primogénito siente como un numen profético el alma de los viejos versos que oyeron los héroes en las viejas lenguas, llegando adonde la molinera, le ciñe los brazos, la derriba y la posee. Después de gozarla la ata a un poyo de la parra con los jirones que aun restan de la basquiña, y se aleja silbándole a sus perros.)

 

[99]



JORNADA SEGVNDA *SEGUNDA*

ESCENA QVINTA *QUINTA*


 

(LA VELADA EN EL MOLINO. Hay viejos que platican doctorales a la luz del candil, que cuelga de una viga ahumada, y mozos que tientan a las mozas en el fondo oscuro, sobre el heno oloroso. En medio de la algazara la molinera plañe sus males en suspiros, y una abuela curandera, cerca de la lumbre, atiende al hervor del vino con romero, mientras adoba las yerbas del monte que tienen virtud para curar el mal de ojo a las preñadas.)

 

LIBERATA.-  ¡Cuitada de mí!

LA CURANDERA.-  Ten paciencia, Liberata.

[100]

LIBERATA.-  ¡Ni moverme puedo!

UN MOZO.-  Tiene malas entrañas ese Don Pedrito.

UNA VIEJA.-  ¡Más negras que el luto de mi alma!

UNA MOZA.-  El año pasado, por el tiempo de la siega, lo topé anochecido al cruzar los esteros, y vino corriendo tras de mí hasta cerca de la iglesia.

LIBERATA.-  ¡Suerte que no te alcanzó!

UN MOZO.-  No correría mucho.

UN VIEJO.-  Como era anochecido buscaba compaña. Juntos os quitabais mejor el miedo.

[101]

LA CURANDERA.-  Pues los otros hermanos no son mejores que Don Pedrito.

EL MOLINERO.-  ¡Caínes todos!

LIBERATA.-  ¡Inda peores!

EL MOLINERO.-  Por la villa se pregona que son ellos quienes quisieron robar en el Palacio.

LIBERATA.-  ¡Dónde se ha visto los hijos contra los padres!

UNA VIEJA.-  ¡Dan dolor esos ejemplos en familias de tanto linaje! ¡Cómo se acaban las noblezas! ¡Ay, si hubieseis conocido al abuelo Don Ramón María! ¡Era el primer [102] caballero de estos contornos, un caballero de aquellos que ya no quedan!

EL MOLINERO.-  ¿En dónde dejáis a mi amo? ¿Hay otro que lleve su vara más derecha lo mismo con ricos que con pobres? ¿Hay puerta de más caridad que la suya?

UN VIEJO.-  En esa comparanza inda gana al padre y al abuelo. Las puertas del rey no son más caritativas. Recuérdome un año, por la fiesta, que mandó dar de beber y comer a todos los rapaces que bailaren. Yo era rapaz entonces.

UN MOZO.-  ¿Y con las rapazas qué hizo?

UNA MOZA.-  Eso no se cuenta.

[103]

 

(LA FRAGANCIA del vino que hierve con el romero se difunde por la corte como un bálsamo oloroso y rústico, de aldeanos y pastores que guardasen la tradición de una edad remota, crédula y feliz. Si alguna moza se duerme en la vela, luego la tienta un mozo parletano. Entre el reir de los viejos y el rosmar de las viejas, las manos atrevidas huronean bajo las haldas. La curandera sopla el hervor que levanta el vino, y en medio de la algazara plañe siempre sus males Liberata la Blanca.)

 

LIBERATA.-  ¡Maldecidos sean el amo y los canes!

LA CURANDERA.-  Maldice del amo, pero no de los canes, que tienen la bendición de Dios Nuestro Señor.

UNA VIEJA.-  O maldice tan sólo de sus dientes.

[104]

LA CURANDERA.-  De todos los animales, solamente los canes tienen saludable la saliva. Cuando Nuestro Señor Jesucristo andaba por el mundo, sucedió que cierto día, después de una jornada muy larga por caminos de monte, se le abrieron en los pies las heridas del clavo de la cruz. A un lado del camino estaba el palacio de un rico, que se llamaba Centurión. Nuestro Señor pidió allí una sed de agua, y el rico, como era gentil, que viene a ser talmente como moro, mandó a unos criados negros que le echasen los perros, y él lo miraba desde su balcón holgándose con las mozas que tenía. Pero los canes, lejos de morder, lamieron los divinos pies, poniendo un gran frescor en las heridas. Nuestro Señor entonces los bendijo, y por eso denantes vos decía que entre cuantos animales hay en el mundo los solos que tienen en la lengua virtud de curar son los canes. Los demás: Lobos, jabalises, lagartos, todos emponzoñan.

[105]

UN MOZO.-  ¿Los lobos también?

LA CURANDERA.-  Los lobos, al que muerden le infunden su ser bravío. Solamente los canes tienen la bendición de Dios Nuestro Señor.

LIBERATA.-  ¡Pues maldecidos sean sus dientes! Tengo atarazadas las piernas, que no puedo moverme.

LA CURANDERA.-  Si conforme eran sabuesos fuesen lobicanes, inda su dentellada sería peor. Como son los lobicanes hijos de cadela y lobo, no tienen en su saliva ni saña ni virtud, porque las dos sangres, al juntarse, se pelean, y sucede que pierden las dos.

UN VIEJO.-  Veces hay también en que los cachorros siguen [106] el instinto de uno solo de los padres, tal como acontece con nosotros los cristianos.

UNA VIEJA.-  Tengo oído, que también sucede por veces heredar aquella condición de la leche que se mama, y no de la sangre. Yo tuve una nieta criada por una cabra, y no he visto en los días de mi vida criatura a quien más le tirase andar por los altos.

LA CURANDERA.-  ¿Y no habéis reparado cómo los mismos lobicanes, algunas lunas, parecen más feroces?

EL MOLINERO.-  ¡Sí que lo tengo reparado en casa de mi amo!

LA CURANDERA.-  Pues esa luna se corresponde con aquella en que fueron engendrados, y sienten despertarse su ser bravío como un ramo de locura. Y si por acaso [107] muerden en esa sazón, talmente como los lobos. Pero hay muchos que ignoran aquesto, y al ver cómo se encona la herida, lo atribuyen a humores de la persona.

EL MOLINERO.-  Por donde conviene saber el remedio para todas las cosas.

LA CURANDERA.-  No hay mal en el mundo que no tenga su medicina en una yerba.

UN VIEJO.-  Eso decían los antiguos. Y los moros conocen esos remedios.

LA CURANDERA.-  Los moros más conocen los venenos y las yerbas que hacen dormir.

[108]

 

(LA LUNA se levanta sobre los pinares y blanquea en la puerta del molino, donde mozas y mozos divierten la vela con cuentos de ladrones, de duendes y de ánimas. En los agros vecinos ladran los perros, como si vagasen en la noche los fantasmas de aquellos cuentos aldeanos, y volasen en el claro de luna las brujas sobre sus escobas.)

 

[109]



JORNADA SEGVNDA *SEGUNDA*

ESCENA SEXTA


 

(VN *UN* MAR tranquilo de ría, y un galeón que navega con nordeste fresco. Viana del Prior, la vieja villa feudal, se espeja en las aguas. A lo lejos se perfilan inmóviles algunas barcas pescadoras. Son vísperas de feria en la villa, y sobre la cubierta del galeón se agrupan chalanes y boyeros que acuden con sus ganados. Las yuntas de bueyes, las cabras merinas y los asnos rebullen bajo la escotilla y topan por asomar sobre la borda sus grandes ojos tristes y mareados.)

 

UN MARINERO.-  Vamos a tener virazón.

OTRO MARINERO.-  Gaviotas por tierra, viento sur a la vela.

[110]

EL PATRÓN.-  Nunca salió mentira.

 

(LOS CHALANES, cuando no comentan los lances de otras ferias, comentan las hazañas de un famoso bandido. Son tres los chalanes: Manuel Tovio, Manuel Fonseca y Pedro Abuín.)

 

MANUEL TOVIO.-  De esta vez anduvo equivocado Juan Quinto. Pensó que era lo mismo entrar a robar en la casa de un cura que en la casa de Don Juan Manuel. ¡Con un puñal a la garganta reíase el Mayorazgo sin declarar dónde tenía los dineros!

PEDRO ABUIN.-  Y dicen que Juan Quinto, viéndole tan valeroso, mandó que le desatasen y le pidió perdón.

MANUEL TOVIO.-  Decir lo dicen, pero es mentira.

[111]

MANUEL FONSECA.-  También se cuenta que Don Juan Manuel le recordó cómo en una ocasión le había sacado de la cárcel, y que entonces mandó desatarle Juan Quinto.

MANUEL TOVIO.-  Lo cierto nadie lo sabe. ¡Dícense tantas cosas!...

MANUEL FONSECA.-  Cuidad que nos tiene fijos los ojos Doña María.

 

(EL CHALÁN indica con el gesto a una señora pálida y triste, con hábito franciscano, que se halla sentada a la sombra del foque. Después los tres chalanes siguen hablando en voz baja, y alguna vez tercia en la plática un clérigo de aldea.)

 

UN LAÑADOR.-  Veremos cómo se presenta la feria.

[112]

UNA CRIBERA.-  Para ti, como para mí, todas las ferias vienen a ser iguales. De pobres nunca pasamos.

UNA CINTERA.-  ¡Gracias a que no falte un pedazo de pan!... Ya estamos llegando a Viana del Prior. Trujimos un viaje de damas, mas temo la vuelta.

 

(EL GALEÓN navega en bolina. Se oye el crujir marinero de las cuadernas, se ciernen las gaviotas sobre los mástiles, y quiebran el espejo de las aguas, dando tumbos, los delfines. Por la banda de babor entra un salsero de espuma, y la señora del hábito franciscano, reza. Un viejo mendicante, que pide para las ánimas, se levanta exhortando a dar para una misa.)

 

EL PATRÓN.-  No haya temor, Doña María.

[113]

EL MENDICANTE.-  Vosotros siempre decís que no haya temor, y la otra feria faltó poco para que todos pereciéramos.

EL PATRÓN.-  Faltó lo mismo que ahora.

 

(LA SEÑORA, sin interrumpir el rezo, sonríe con amable melancolía, y da limosna al viejo. Se advierte que su pensamiento está muy distante. El galeón da fondo en la bahía y los marineros que lo tripulan hablan a voces con un viejo patriano de gorro catalán y sotabarba, que sentado en una peña recoge sus aparejos de pesca. La señora desembarca y desaparece a lo largo del arenal acompañada del clérigo de aldea.)

 

EL CAPELLÁN.-  ¿Nadie tiene noticias de nuestra llegada?

DOÑA MARÍA.-  Nadie.

[114]

EL CAPELLÁN.-  ¡Y esa mujer continuará en la casa!...

DOÑA MARÍA.-  Dios Nuestro Señor, aceptará este sacrificio de mi orgullo, en descargo de mis pecados.

 

(ENTRAN EN LA IGLESIA. Su atrio de tumbas y de cipreses, llega hasta la orilla del mar. Un mendigo con esclavina adornada de conchas y luenga barba, pide limosna en el cancel: Parece resucitar la devoción penitente del tiempo antiguo, y ser un hermano de los santos esculpidos en el pórtico.)

 

[115]



JORNADA SEGVNDA *SEGUNDA*

ESCENA SÉPTIMA


 

(VNA *UNA* SALA GRANDE, apenas alumbrada por un velón. El Mayorazgo está sentado a la mesa: Cena con apetito y bebe con largura. El recado es de plata antigua, y los manteles son de lino casero, con una cenefa roja como el vino de la Azuela. Al otro extremo de la estancia, enfrente del hidalgo y sentado en el suelo, está el bufón.)

 

EL CABALLERO.-  ¿Has bajado a la villa?

DON GALÁN.-  No, mi amo.

EL CABALLERO.-  ¿Pues no sabes que es tu obligación divertirme, en tanto ceno, con las historias que corren por ella?

[116]

DON GALÁN.-  ¡Jujú!... Si no bajé a la villa fué porque la villa subió a la casona, mi amo.

EL CABALLERO.-  ¿Qué dices, imbécil?

DON GALÁN.-  La verdad, mi amo. Estuvieron a entregarme unos calzones remendados dos señoras principesas que son hermanas mías. ¡Y cosa que no sepan María la Gazula y Juana la Visoja, nadie lo sabe en la villa! Y no lo digo por honrar mi sangre, que solamente son hermanas por parte de padre, sino por honrar a la verdad.

EL CABALLERO.-  ¿Y qué cuentan esas princesas?

DON GALÁN.-  Ellas no cuentan nada. Las pobres almas dicen lo que oyen... Parece que al venir se han cruzado [117] con uno de los hijos de mi amo, que caminaba cojeando.

EL CABALLERO.-  ¿Cuál de ellos?

DON GALÁN.-  Don Pedrito.

EL CABALLERO.-  ¿Se sabe por qué cojea?

DON GALÁN.-  Será por no andar derecho. Él dice que le coceó un caballo, y otros dicen que tiene un tiro en una pierna, y aun murmuran que le cura en secreto Andrea la Cirujana.

 

(EL CABALLERO descarga un puñetazo sobre la mesa. El bufón da un salto, fingiendo un susto grotesco, y se pone a temblar con la lengua defuera y los ojos en blanco. El Caballero le arroja su plato a [118] la cabeza, y el bufón, que lo atrapa en el aire, se pone a lamerlo.)

 

EL CABALLERO.-  ¡Le había reconocido! ¡Que no hubiese dejado muerto a ese hijo de Edipo!

DON GALÁN.-  ¿Hijo de quién, mi amo?

EL CABALLERO.-  ¡Del Demonio!

 

(SE LEVANTA DEL SILLÓN y pasea de uno a otro testero con un gesto doloroso y altivo. El bufón permanece sentado en el suelo con el plato en la cabeza como otro yelmo de Mambrino.)

 

EL CABALLERO.-  ¿Qué más murmuran, imbécil Don Galán?

DON GALÁN.-  Que son hijos de su padre.

[119]

EL CABALLERO.-  ¡Mentira!

DON GALÁN.-  ¡Jujú!... Eso digo yo, mi amo.

EL CABALLERO.-  ¡Tú juegas a quedarte sin lengua!

 

(EL CABALLERO le hace rodar de un puntapié. El bufón se pone saliva en los ojos y finge un llanto humilde.)

 

DON GALÁN.-  ¡Dios le dé salud para darme otro!

EL CABALLERO.-  Continúa tus historias, imbécil Don Galán.

DON GALÁN.-  Estoy con la alferecía. Míreme temblar. Tomé un gran susto con las amenazas de mi amo. Sepa, mi amo, que jamás volveré a decir una palabra. No [120] quiero jugar a quedarme sin esta mala mujer desnuda.

 

(CON UN GUIÑO de picardía grotesca se coge la lengua y la saca un palmo fuera de la boca. Don Juan Manuel le arroja un hueso, y ríe con una risa de mofa soberana y cruel. El bufón, con aquella manera grotesca de imitar a los perros, que tanto divierte al hidalgo cazador, se aplica a roerle.)

 

EL CABALLERO.-  Basta de truhanerías. ¿Por qué no viene a servirme mi ahijada?

DON GALÁN.-  Estará llorando en algún rincón.

EL CABALLERO.-  ¡Isabel! ¡ Isabel!

UN ECO.-  ¡Sabeeel!... ¡Sabeeel!

[121]

 

(LA BARRAGANA asoma en la puerta, una nube de tristeza vela sus ojos, ojos de niña y de devota, que tienen algo de flor.)

 

SABELITA.-  ¿Quién me ha llamado?

EL CABALLERO.-  Yo te llamé. ¿Ya no reconoces mi voz, Isabel? Si quieres servirme comeré, si no que se lo lleven todo.

SABELITA.-  Soy una esclava y no puedo tener voluntad.

EL CABALLERO.-  Don Galán, recoge los manteles.

DON GALÁN.-  No es día de ayuno, mi amo.

SABELITA.-  Nunca me negué a servirle, padriño.

[122]

 

(SABELITA le escancia vino en uno de esos grandes y portugueses vasos de cristal tallado, donde en otro tiempo bebían los frailes y los hidalgos el agrio zumo de los parrales. Don Galán, debajo de la mesa, rebaña los platos, y el viejo linajudo ríe con ruidosas risas.)

 

DON GALÁN.-  Mi amo, ahora podemos beber sin miedo a caernos. ¡Cátanos ya acostados!

EL CABALLERO.-  ¡Calla, imbécil!

DON GALÁN.-  ¡Jujú! Nueve vasos van, mi amo, y esa no es ley de Dios. ¡Don Galán apenas lleva uno!

EL CABALLERO.-  ¿No has dicho que tenía el vino punta de vinagre?

[123]

DON GALÁN.-  Eso fué ayer, que hoy parecióme de regalía. ¡Talmente que sabe a fresas!

EL CABALLERO.-  A vino, necio.

DON GALÁN.-  Ayer engañéme por catarlo en el vaso de Pedro Rey. ¡Otra gota, mi amo, por el alma de sus difuntos!

EL CABALLERO.-  No quiero verte borracho, Don Galán.

DON GALÁN.-  ¡Vaya un escrúpulo!

EL CABALLERO.-  Si te emborrachas, mandaré que te metan de cabeza en el pozo.

DON GALÁN.-  ¡Jujú! Como cuando hay sequía, al glorioso San Pedro.

[124]

 

(DE ESTA SUERTE se desenvuelve el coloquio de amo y criado, mientras una nube de tristeza cubre los amorosos ojos de Sabelita. La barragana ha palidecido al oir el murmullo de dos voces que hablan en el corredor, ante la puerta. Con los ojos angustiados retrocede hasta el fondo de la estancia: Casi al mismo tiempo una mano llena de arrugas alza el cortinón y la vieja criada asoma llorosa.)

 

LA ROJA.-  Mi amo, que viene a verle la señora mi ama.

SABELITA.-  ¡Doña María aquí!

DON GALÁN.-  ¡Jujú!

 

(DON JUAN MANUEL, ensombrecido de pronto, le impone silencio con gesto de imperiosa cólera. Una señora, todavía hermosa, pero encorvada, [125] aparece en la puerta, donde se detiene un momento enjugándose los ojos. El Mayorazgo, repuesto de la sorpresa, posa el vaso sobre los manteles con arrogante golpe, y alza la voz, siempre soberana y magnífica.)

 

EL CABALLERO.-  ¡Sea bien venida mi santa y noble compañera Doña María de la Soledad Ponte de Andrade!

DOÑA MARÍA.-  Me habían dicho que estabas moribundo, y por eso he venido...

EL CABALLERO.-  Debía estarlo, pero yo tengo siete vidas como los gatos monteses.

DOÑA MARÍA.-  ¡Nunca le agradecerás a Dios!...

EL CABALLERO.-  ¡Ciertamente! ¡Ciertamente!

[126]

 

(EL VIEJO HIDALGO asiente con gravedad burlona, agitando la blanca cabellera, y la señora adelanta algunos pasos seguida de un clérigo de aldea, a quien tiene en su casa como capellán. Don Juan Manuel la contempla con una llama de irónico y compasivo afecto en los ojos. Sabelita permanece retirada en el fondo. Doña María, con noble señorío, simula no reparar en ella.)

 

DOÑA MARÍA.-  Yo también estuve enferma: Creo que a la muerte... Pero tú no has sabido el camino para ir a verme.

EL CABALLERO.-  No me atreví... ¡Te había ofendido tanto!

DOÑA MARÍA.-  ¡Y olvidaste que yo te perdoné siempre!

 

(DON JUAN MANUEL se cubre los ojos con un ademán trágico aprendido allá en sus mocedades [127] románticas, y la resignada señora le mira con ternura, como miran las abuelas a los niños cuando mienten para ocultar sus travesuras. Al mismo tiempo sonríe con aquella sonrisa delicada y triste, que a su boca marchita le da todavía un encanto de juventud.)

 

EL CABALLERO.-  María Soledad, yo podré no creer en Dios...

DOÑA MARÍA.-  ¡No blasfemes!

EL CABALLERO.-  Pero debo creer que hay santos en la tierra.

DOÑA MARÍA.-  ¡Calla! Ya veo que por esta vez no te mueres... Y puesto que he venido, no me iré sin hablarte como si fuese yo la que hubiese de morir.

EL CABALLERO.-  Sé de lo que quieres hablarme, María Soledad.

[128]

 

(HAY UN LARGO SILENCIO. La barragana, con los ojos llorosos, alza los manteles: Siente una angustia que le llena el alma en presencia de aquella señora envejecida y resignada, que tiene la sonrisa más triste que las lágrimas, y los ojos cansados de llorar las mismas penas de amor que ella llora. El Caballero, después de apurar el último vaso, acuesta la cabeza en el respaldo del sillón y entorna los párpados con ese grato desvanecimiento que producen los vapores del vino. La esposa y la barragana le contemplan con la mirada triste de sus ojos amantes. Después salen con leve andar, y en la puerta, sin hablarse, se separan. El Caballero ronca.)

 

[129]





JORNADA TERCERA

[131]


ÁGVILA *ÁGUILA* DE BLASÓN


JORNADA TERCERA

ESCENA PRIMERA


 

(TODOS LOS CRIADOS están reunidos en la gran cocina del caserón. En el hogar arde un alegre fuego que pone un reflejo temblador y rojizo sobre aquellos rostros aldeanos tostados en las sementeras y en las vendimias. Bajo la ancha campana de la chimenea, que cobija el hogar y los escaños donde los criados se sientan, alárganse las lenguas de la llama como para oir las voces fabulosas del viento. Es una chimenea de piedra, que recuerda esos cuentos primitivos y grotescos de las brujas que se escurren por la gramallera abajo, y de [132] los trasgos patizambos que cabalgan sobre los varales donde cuelgan las morcillas puestas al humo. Sentados en torno del hogar, los criados dan fin a los cuencos de la fabada y sorben las últimas berzas pegadas a las cucharas de boj. Los criados son cinco: Andreíña, una vieja que entró a servir a los difuntos señores; Don Galán, el bufón del Caballero; Juana La Manchada, que sabe los guisos escritos en las rancias recetas de las monjas; Bieito, el rapaz de las vacas, y Rosalva, la rapaza que sirve en la casona, por el yantar y el vestido. Hablan en voz baja.)

 

DON GALÁN.-  Pues yo vos digo que nunca muchos días está con el amo Misia María.

LA MANCHADA.-  ¿Por qué entonces se fué Doña Sabelita?

[133]

ROSALVA.-  El amo, agora, querrá vivir como un buen cristiano con nuestra ama Doña María.

DON GALÁN.-  ¡Jujú! Ya vos digo que nunca tres días están juntos. ¡Luego veréis la reina que nos da! Sois nuevos en la casa, y no se os alcanza que agora sucederá lo que tantas veces. Fuése Doña Sabelita, pero no estará mucho tiempo mi amo sin traer otra moza para que le espante las moscas mientras duerme. ¡Jujú!... ¡Podría ser que ya viniese por el camino!

LA MANCHADA.-  Tú la conoces, gran raposo.

DON GALÁN.-  ¡Y todos la conocéis!

BIEITO.-  ¡Mi alma! Pues yo vos digo que para no vivir cristianamente con el ama, bien se estaba con Doña Sabelita.

[134]

LA MANCHADA.-  Yo sé quién tú dices, Don Galán.

ANDREÍÑA.-  Y todos lo sabemos. Habláis por Liberata la Blanca. Pues yo desde agora vos juro que me iré de la casa, si aquí viene a mandar la mujer de Pedro Rey. ¡Siquiera Doña Sabelita era una señora principal!

DON GALÁN.-  Lávate las piernas, Rosalva, que todavía has de ser aquí la reina.

ROSALVA.-  Yo no quiero condenar mi alma.

DON GALÁN.-  Como habría de licenciarte antes de la hora de tu muerte, tiempo te quedaba para arrepentirte.

ROSALVA.-  ¡Cuántas burlerías sabes, Don Galán!

[135]

DON GALÁN.-  ¡Jujú!

ANDREÍÑA.-  No hagas caso, rapaza. Dile que para tanta suerte precisábase que él casase contigo, pues tiene buena labia para feriarte, como hace con su mujer Pedro Rey.

DON GALÁN.-  ¿Has oído, Rosalva? Así no sufrías sonrojo, si tenías indigestión de huesos. A todo estaba Don Galán.

ROSALVA.-  Que te doy con el cuenco.

DON GALÁN.-  No te enciendas, paloma.

ANDREÍÑA.-  Deja a la rapaza, Don Galán.

[136]

DON GALÁN.-  ¡Así la deje Dios!

BIEITO.-  Yo vide poco hace a Doña Sabelita. La topé en el atrio de la iglesia. ¡Mas no cuidaba mi alma que se caminase de la casa!

LA MANCHADA.-  ¡Mirad ahí, una señora tan principal perdida por el amor de un hombre!

ANDREÍÑA.-  ¡Ni sus mismas familias querían oir de ella!

ROSALVA.-  ¡Y desprecios que le hacían los señores de su clase!

DON GALÁN.-  ¡Pues ya quisiérais vosotras tener su suerte!

ANDREÍÑA.-  ¡Cativa suerte!

[137]

DON GALÁN.-  No habéis visto qué piernas tiene, y qué brazos más torneados, y qué pechos más blancos. ¡Jujú!... ¡Y qué buena para ama de un canónigo!

ANDREÍÑA.-  ¡Calla, desvergonzado!

DON GALÁN.-  Lo que vos digo. Más pronto habrá de topar ella acomodo que cualquiera de nosotros, si un día el amo nos despide.

LA MANCHADA.-  ¡Eso es verdad! Mas a mí se me figura que no la echa el amo, sino que ella se huye por no ver que otra le roba su sitio.

DON GALÁN.-  Bien podrá ser.

[138]

ANDREÍÑA.-  ¡Cómo ciega el enemigo a las pobres mujeres!

DON GALÁN.-  ¡Jujú!... A los hombres había de cegar, para que pecasen contigo, Andreíña.

 

(LOS CRIADOS ríen con alborozo. Se oye la voz del Caballero que llama pidiendo la cena. Juana la Manchada arrima unas trébedes al fuego, y después las criadas hablan de una vaca que, en la montaña, parió un choto con dos cabezas.)

 

[139]



JORNADA TERCERA

ESCENA SEGVNDA *SEGUNDA*


 

(LAS dos de la tarde, clásica hora de la siesta, están sonando en el reloj de la Colegiata. Don Ambrosio Malvido, el escribano, llega en una mula ante el portón de la casa infanzona, y se apea ayudado por el alguacil, que lleva toda la mañana esperándole en el zaguán. Juntos suben la ancha escalera de piedra: En lo alto el escribano advierte que aun calza las espuelas, y se sienta a quitárselas. El alguacil llama con su vara.)

 

EL ALGUACIL.-  ¡Ah, de casa!

DON GALÁN.-  ¿Quién es?

EL ALGUACIL.-  El Juzgado de Viana del Prior que viene a visitaros. ¿Cómo se halla el Señor Don Juan Manuel?

[140]

DON GALÁN.-  Agora descabezaba un sueño. Pero no vos diré si panza arriba si panza abajo.

EL ALGUACIL.-  ¿Está ya valiente?

DON GALÁN.-  Nunca estuvo cobarde.

EL ALGUACIL.-  Avísele que viene a tomarle declaración el señor escribano Malvido.

DON GALÁN.-  ¡Jujú!... Esperen sentados, que agora no está de manifiesto.

 

(DON GALÁN se entra por la casa y escribano y alguacil quedan esperando en aquella antesala que se abre en la cruz de dos corredores. Sobre el dintel de la puerta canta un mirlo en su jaula de cañas. [141] El escribano se asoma a la ventana y contempla el huerto.)

 

EL ESCRIBANO.-  ¡Qué hermosas peras verdilargas!

EL ALGUACIL.-  Son lo mismo que las del Priorato.

EL ESCRIBANO.-  Por cierto que me has ofrecido una rama para injertar de escudete.

EL ALGUACIL.-  Y lo cumpliré, mi Señor Don Ambrosio.

EL ESCRIBANO.-  ¡Ricos frutales tiene el Mayorazgo! ¿Conoces aquellas manzanas? Son reinetas. Mira aquel otro peral.

EL ALGUACIL.-  De muslo de dama: ¡Una fruta que se hace agua en la boca!

[142]

EL ESCRIBANO.-  ¡Ave María, qué cargado aquel ciruelo!

EL ALGUACIL.-  Siempre cargan mucho las migueleñas.

EL ESCRIBANO.-  No son migueleñas, son de manga de fraile.

 

(EL ALGUACIL vuelve a mirar haciendo tornaluz con la mano sobre los ojos, y sonríe como un filósofo. En esta sazón llega el Mayorazgo. La vieja tarima de castaño tiembla bajo su andar marcial, que parece acordarse con las cadencias de un romance caballeresco.)

 

EL ESCRIBANO.-  Señor Don Juan Manuel, mil perdones por esta molestia.

EL CABALLERO.-  Con uno solo basta, Señor Malvido.

[143]

EL ESCRIBANO.-  Hágame la cortesía de cubrirse, Señor Don Juan Manuel.

EL CABALLERO.-  Yo en mi casa suelo estar como me parece, Señor Malvido.

EL ESCRIBANO.-  Ya sé... Ya sé...

EL CABALLERO.-  Sentémonos.

 

(EL ESCRIBANO, un poco sofocado, saca del aforro de su levitón un tintero de asta y lo coloca sobre la mesa. Después hojea los autos y se dispone a escribir.)

 

EL ESCRIBANO.-  ¿Sin duda supondrá a lo que venimos, Señor Don Juan Manuel?

EL CABALLERO.-  No supongo nada.

[144]

EL ESCRIBANO.-  Pues a tomarle declaración...

EL CABALLERO.-  Nada tengo que declarar.

EL ESCRIBANO.-  ¿No sabe, no tiene sospechas de quién le causó las heridas que le retuvieron más de siete días en la cama?

EL CABALLERO.-  Son antiguas cicatrices que se han abierto ahora: Achaque de viejos.

EL ESCRIBANO.-  ¿De manera que se niega a declarar?...

EL CABALLERO.-  Sí, me niego, señor escribano Malvido.

EL ESCRIBANO.-  ¡Es lástima que no quiera ayudar a la justicia!

[145]

EL CABALLERO.-  Yo me río de la justicia.

EL ESCRIBANO.-  La declaración de usted podría darnos mucha luz para el esclarecimiento del hecho de autos.

EL CABALLERO.-  Si yo supiese quiénes eran aquellos bandidos, no se lo contaría a usted para que se aplicase a llenar folios y más folios de papel sellado, Señor Malvido.

EL ESCRIBANO.-  ¿Y el castigo de los culpables?

EL CABALLERO.-  Yo se lo impondría por mi mano. ¿Sabe usted lo que hizo mi séptimo abuelo el Marqués de Bradomín?

EL ESCRIBANO.-  No sé... Pero aquellos eran otros tiempos.

[146]

EL CABALLERO.-  Para mí son lo mismo éstos que aquéllos. El Marqués, mi abuelo, llevaba muchos años en pleito con los frailes dominicos, y un día, decidido a ponerle remate, armó a sus criados, entró a saco en el convento, mató a siete frailes que estaban en el coro, y sus cabezas las clavó sobre la puerta de esta casa. Yo, cuando oí esta historia a mi madre, que la contaba escandalizada, decidí transigir con parecidas razones todos los pleitos de mi casa. ¡Treinta y dos pleitos que teníamos!

EL ESCRIBANO.-  ¿Y en cuántas causas criminales no se vió envuelto?

EL CABALLERO.-  ¡Y cómo me he reído de ellas! Desde entonces me hice siempre justicia por mi mano, sin que el amigo me volviese ni el enemigo me acobardase. Esa otra [147] justicia con escribanos, alguaciles y cárceles, no niego que sea una invención buena para las mujeres, para los niños y para los viejos que tienen temblonas las manos, pero Don Juan Manuel Montenegro todavía no necesita de ella.

EL ESCRIBANO.-  Pondremos entonces que manifiesta no haber conocido a ninguno de los que entraron en su casa, ni tener sospecha de quiénes fuesen.

EL CABALLERO.-  Ponga usted que no quiero declarar y que me basto para hacerme justicia, señor escribano Malvido.

EL ESCRIBANO.-  ¡Pero eso no puede escribirse, Señor Don Juan Manuel!

EL CABALLERO.-  Pues si eso no puede escribirse, no se escribe nada.

[148]

 

(CON arrogante gesto impone sobre los autos su mano descarnada, donde las venas azules parecen dibujar trágicos caminos de exaltación, de violencia y de locura. El escribano y el alguacil se miran atemorizados.)

 

EL ESCRIBANO.-  ¡Mi persona es sagrada, Señor Don Juan Manuel! Estoy en funciones y represento al juez.

EL CABALLERO.-  ¡Aquí el juez soy yo!

EL ESCRIBANO.-  Represento al rey.

EL CABALLERO.-  ¡El rey soy yo!

EL ESCRIBANO.-  ¡Señor Don Juan Manuel!

EL CABALLERO.-  ¡Señor escribano Malvido!

[149]

EL ESCRIBANO.-  He venido confiado en su hidalguía, sin guardias, sin testigos, sólo con el alguacil. ¡Espero que no me hará violencia!

EL ALGUACIL.-  ¡Considere que se compromete y nos compromete, Señor Don Juan Manuel!

EL CABALLERO.-  ¿Y qué razón es esa?

EL ESCRIBANO.-  ¡Usted no es un hombre, Señor Don Juan Manuel!

EL CABALLERO.-  ¡Yo soy león! ¡Yo soy tigre!

 

(ERGUIDO con fiera arrogancia, desgarra los autos y arroja por la ventana aquel tradicional tintero de asta, ejecutoria del señor escribano Malvido. La voz, soberana y tonante, se difunde por todo el caserón, [150] y en los corredores halla un eco que la sigue moribundo. El escribano y el alguacil se retiran prudentes, como dos zorros viejos. Don Juan Manuel tiene en los ojos el resplandor de una burla que llamea como la cólera, esa burla de los tiranos cruel, violenta y fiera. Por uno de los corredores, a las voces infanzonas, asoma el bufón con varios galgos atraillados. Doña María, seguida de su capellán, sale del oratorio y aparece por el fondo del otro corredor. El Caballero, erguido en mitad de la antesala, los saluda con su risa magnífica y feudal.)

 

EL CABALLERO.-  ¡Don Galán, échale los galgos a esos villanos que huyen!

DON GALÁN.-  No los atraparían, que en jamás persiguieron liebres tan corredoras.

[151]

EL CABALLERO.-  ¡Van como alma que lleva el diablo!

DON GALÁN.-  ¡Malo será que tornen con un ejército del rey! ¡Jujú!... Yo me esconderé dentro del horno, y mi amo andará huído otro tanto tiempo como cuando vino el escribano Acuña.

EL CABALLERO.-  Eres un mal nacido, Don Galán.

DON GALÁN.-  Al fin nacido de hembra mi amo.

 

(LLEGAN Doña María y el Capellán. Doña María sonríe con aquella sonrisa que a su boca marchita le da todavía un encanto de juventud. Camina despacio, y el Capellán se adelanta a prevenir una silla donde descanse.)

 

[152]

EL CABALLERO.-  ¿Qué hace usted, Don Manuelito?

EL CAPELLÁN.-  Para la señora...

EL CABALLERO.-  Esa silla la ocupó un escribano y está condenada a la hoguera. ¡Es ley de caballería!

DON GALÁN.-  Es ley para descansar en el santo suelo, si nos toman amor y dan en repetir las visitas, como antaño.

DOÑA MARÍA.-  ¿Por qué ha venido el escribano?

EL CABALLERO.-  Por tomarme declaración.

 

(UNA NUBE de tristeza vela aquel rostro altivo, de aguileño perfil y ojos cavados. Doña María le contempla temblando de adivinar el pensamiento que llamea en aquellos ojos.)

 

[153]

DOÑA MARÍA.-  Tenemos que hablar, marido.

EL CABALLERO.-  Sí tenemos que hablar, dueña.

DOÑA MARÍA.-  Quisiera volverme hoy a mi casa.

EL CABALLERO.-  No me atrevo a suplicarte que te quedes... Pero en estos momentos no sé qué necesidad siento de verte a mi lado.

DOÑA MARÍA.-  ¿Qué tienes, perdición?

EL CABALLERO.-  No sé.

 

(DON Manuelito, prudentemente, se dirige a la puerta, y la señora, con un gesto, le indica que se quede. Vuelve el Capellán a sentarse pasándose el pañuelo [154] de yerbas por la frente sudorosa. Don Galán va a echarse en el hueco de la ventana.)

 

DON GALÁN.-  Los canes no estorban, señora ama.

DOÑA MARÍA.-  Estorban cuando ladran.

EL CABALLERO.-  Sal, imbécil... ¡Aquí, hijo mío, no te quieren!

 

(CON la diestra tendida le señala la puerta, y su voz está llena de afecto paternal. Doña María siente despertarse sus fueros de dama linajuda, y dirige al bufón una mirada a la vez compasiva y desdeñosa. Don Galán sale tirando de los galgos.)

 

DON GALÁN.-  ¡Anday, hermanos míos!

DOÑA MARÍA.-  ¡Cómo puedes tolerar tanta insolencia en un criado!

[155]

EL CABALLERO.-  ¡Don Galán es mi hombre de placer! Y también una voz de mi conciencia!...

DOÑA MARÍA.-  ¡Don Galán voz de tu conciencia!

EL CABALLERO.-  Don Galán, con sus burlas y sus insolencias, edifica mi alma, como Don Manuelito edifica la tuya, con sus sermones.

DOÑA MARÍA.-  ¡Calla, y no blasfemes, perdición!

EL CABALLERO.-  No blasfemo. Uno y otro nos dicen las verdades amargas. Tu capellán las rocía con agua bendita, y mi bufón con vino.

EL CAPELLÁN.-  ¡Nunca pierde el humor este Don Juan Manuel!

DOÑA MARÍA.-  Usted ya le conoce, Don Manuelito.

[156]

 

(EL CABALLERO tiene una llama de ironía en los ojos. Doña María sonríe amablemente, mirando al capellán y haciéndose cruces. Don Manuelito mueve la cabeza con un gesto de aldeano malicioso. Es un viejo seco y tosco, membrudo de cuerpo y velludo de manos. Lleva una sotana verdeante que al andar se le enreda en las espuelas, y un sombrero castoreño. Don Juan Manuel, le estima por dos galgos muy corredores que tiene, y el clérigo estima al linajudo porque ha visto muchas tierras y cuenta lances de batallas. Don Juan Manuel le interroga campanudo y burlón. Los ojos del clérigo responden ardidos y vibrantes.)

 

EL CABALLERO.-  ¿Cuándo nos echamos al campo, Don Manuelito?

EL CAPELLÁN.-  ¡Cuando halle cincuenta mozos de ánimo resuelto, Señor Don Juan Manuel!

[157]

EL CABALLERO.-  Ya no hay hombres como nosotros, capaces de morir por una idea. Hoy los enemigos, en vez de odiarse, se dan la mano sonriendo.

EL CAPELLÁN.-  ¡Acabóse nuestra raza!

EL CABALLERO.-  ¡Así se hubiese acabado!... Pero es lo peor que degenera. ¡Yo engendré siete hijos que son siete ladrones cobardes!

DOÑA MARÍA.-  ¡Calla! ¡Calla por favor! ¿Quién ha podido hacerte creer una infamia como esa?

EL CABALLERO.-  Yo conocí a uno de ellos cuando me ataron las manos y la boca. ¡Malditos sean mil veces! ¡No heredarán mía ni una piedra!

[158]

 

(DON JUAN MANUEL está en pie: Una noble palidez tiéndese por su mejilla, y los ojos le brillan bajo el cano y tembloroso entrecejo. Su voz soberana, corre resonante por todo el caserón. Doña María y el capellán se miran llenos de incertidumbre.)

 

EL CAPELLÁN.-  No debemos creer estas calumnias, Señor Don Juan Manuel.

EL CABALLERO.-  ¡No son calumnias!

DOÑA MARÍA.-  ¡Sí, lo son! Yo defiendo a mis hijos... Yo no he llevado monstruos en mis entrañas.

 

(DON JUAN MANUEL la mira, sin que se apague la llama violenta de sus ojos, puestas las manos cruzadas sobre la frente altanera y desguarnecida, que [159] parece cobijar todas las violencias, lo mismo las del amor que las odio. En su boca colérica asoma una sonrisa llena de tristeza y de sarcasmo.)

 

EL CABALLERO.-  María Soledad, bien haces en cerrarle la puerta a Don Galán.

DOÑA MARÍA.-  ¡Te lo dijo ese monstruo!

EL CABALLERO.-  ¡Me lo dijo el corazón!

DOÑA MARÍA.-  Yo necesito hablarte de nuestros hijos.

EL CABALLERO.-  El día en que los arrojé de esta casa, los arrojé para siempre de mi corazón. Cuando vivían bajo mi techo yo cerraba los ojos, y aparentaba no advertir cómo se llevaban el trigo y el maíz de mis tierras. [160] ¡Alguna vez no tuve para mantener a mis criados! Harto de tolerar aquel saqueo, les ofrecí alimentos fuera de mi casa, y la puerta que les cerré, han querido forzarla como ladrones. Si has venido enviada por ellos, vuelve adonde los dejastes y diles que los maldigo.

 

(LA angustiada señora levanta el rostro húmedo de lágrimas para protestar, para defender a sus hijos, pero siente que las palabras mueren sin salir de los labios, heladas por un soplo que mata su fe, y vuelve a llorar, los tristes ojos fijos en aquel a quien ama siempre, aquel que aun enciende en la dolorida vejez de su alma, una llama de juventud.)

 

[161]



JORNADA TERCERA

ESCENA TERCERA


 

(UN ATRIO. En el fondo la Colegiata. Anochece. Al abrigo de la tapia se pasean Don Rosendo, Don Gonzalito, Don Mauro y Don Farruquiño. Los cuatro son hijos del Mayorazgo. Don Farruquiño lleva manteo y tricornio, clásica vestimenta que aun conservan los seminaristas en Viana del Prior.)

 

DON GONZALITO.-  ¡Tengo ansiedad por saber!...

DON MAURO.-  Yo, ninguna.

DON GONZALITO.-  ¿Conseguirá mi madre convencer al viejo?

DON MAURO.-  No lo espero.

[162]

DON FARRUQUIÑO.-  Grande es el poder de la elocuencia, hermanos míos. Doña María sacará el Cristo.

DON MAURO.-  No creo en los milagros. Tengo por seguro que nos quedaremos como estamos.

DON GONZALITO.-  Si eso piensas, te lo callas.

DON MAURO.-  Sería preciso que alguien me pusiese la mano en la boca, y aun no ha nacido.

DON GONZALITO.-  La mano no, pero el puño...

DON MAURO.-  Ni la mano, ni el puño, ni el aire. Yo digo aquello que mejor me parece, y quien no guste de oirlo se camina a otra parte.

[163]

DON ROSENDO.-  Tengamos paz

DON FARRUQUIÑO.-  Paz y concordia entre los príncipes cristianos.

 

(LOS cuatro hermanos dan algunos paseos en silencio. Don Mauro es alto, cenceño, apuesto. Tiene los ojos duros y el corvar de la nariz soberbio. Sus palabras son siempre breves, y hay en ellas tal ánimo imperioso, que sin hacerse amar se hace obedecer. Los cuatro hermanos se parecen.)

 

DON GONZALITO.-  El capellán quedó en traer noticias de lo que hubiese.

DON ROSENDO.-  ¿Con quién habló?

DON GONZALITO.-  Conmigo. Nos citamos aquí.

[164]

DON ROSENDO.-  ¿A qué hora?

DON GONZALITO.-  Al anochecer.

DON ROSENDO.-  Pues ya tarda.

DON MAURO.-  Se habrá detenido en alguna taberna.

DON FARRUQUIÑO.-  Santuario se dice, hermano.

DON GONZALITO.-  Mi madre llevaba escrito el testamento, donde nos reparte sus bienes en legítimas iguales. Hay una manda de luto para los criados y otra manda para el capellán. Sus alhajas se las lleva al convento, y con ellas pagará la estancia como señora de piso.

DON FARRUQUIÑO.-  ¿Es muy grande la manda del capellán?

[165]

DON GONZALITO.-  Una misa de seis reales mientras viva. Queda encomendado a nuestra conciencia el pagársela, y mi madre nos hace sobre esto grandes recomendaciones, y hasta nos amenaza con la excomunión.

DON FARRUQUIÑO.-  Los legos no pueden excomulgar.

DON GONZALITO.-  Pues me quitas un gran peso de encima del alma. Con excomunión o sin ella, yo nunca he creído que debiésemos cumplir esa manda. Son debilidades de mi madre, que vive dominada por la gente de sacristía.

DON FARRUQUIÑO.-  Esa manda debía dejármela a mí para cuando cantase misa. Pero con tales desengaños, casi me entran tentaciones de ahorcar la beca.

[166]

DON ROSENDO.-  Me parece que cobrarías tú lo mismo que el capellán.

DON FARRUQUIÑO.-  ¡Quién sabe!

DON ROSENDO.-  No riñamos por eso.

DON FARRUQUIÑO.-  ¡Tuviera la gloria tan segura! Tengo yo un lindo reclamo para vosotros. ¿Que aflojábais los dineros? Pues en la hora de mi muerte, ya se sabe para quiénes habían de ser los cuatro terrones que dejase. ¿Que no los aflojábais? ¡Pues testamento en favor del ama!

 

(EL CAPELLÁN entra en el atrio y los segundones van a su encuentro, todavía celebrando los donaires del menor.)

 

[167]

DON MAURO.-  Mal gesto trae. El viejo se niega.

DON GONZALITO.-  ¿Buenas noticias?

EL CAPELLÁN.-  Está que no hay quien le hable.

DON ROSENDO.-  ¿Por qué?

EL CAPELLÁN.-  Por el intento del robo...

DON ROSENDO.-  ¿Nos culpa a todos?

EL CAPELLÁN.-  A todos.

DON MAURO.-  ¿Y a mi madre no le ha dicho?...

EL CAPELLÁN.-  ¿Qué podía decirle?

[168]

DON MAURO.-  Que no hemos sido nosotros... Decirle quién ha sido.

EL CAPELLÁN.-  ¿Cómo acusar a ninguno de sus hijos?

DON MAURO.-  Para defender a los otros que está sin culpa. Yo mañana me presento en casa de mi padre y a voces proclamo la verdad.

EL CAPELLÁN.-  ¿Tú la sabes?...

DON MAURO.-  Yo la sé. Fué mi hermano Pedro. A mí me habló y me negué.

DON ROSENDO.-  Y todos nos negamos.

EL CAPELLÁN.-  Y, sin embargo, sois cómplices de ello. ¿Por ventura [169] habéis cumplido con vuestro deber de hijos previniendo a Don Juan Manuel? ¿Qué hicisteis, sacrílegos? Maniatar al único de entre vosotros que se opuso y amenazó con decírselo.

DON MAURO.-  Esas son mentiras de Cara de Plata.

EL CAPELLÁN.-  Yo a nadie he nombrado. Por lo demás, tampoco os conviene olvidar lo que ayer os dijo vuestra madre: El Caín que acuse a su hermano será desheredado. Y tened en cuenta que, tal vez, aun consiga algo de lo que pretendéis.

DON ROSENDO.-  ¿No se ha vuelto mi madre a Flavia?

EL CAPELLÁN.-  Don Juan Manuel le rogó que se quedase, y se ha impuesto ese sacrificio. Mañana volverá a insistir.

[170]

DON ROSENDO.-  Esperemos a mañana.

DON MAURO.-  Mi padre se negará. Es preciso que sepa quién quiso robarle. No tenemos por qué cargar con culpas de otro.

DON FARRUQUIÑO.-  ¡Cierto! Las nuestras nos bastan y nos sobran.

 

(JINETE en un caballo montaraz, de lanudo pelaje y enmarañada crin, entra en el atrio otro hijo del Mayorazgo: Se llama Don Miguel, y, por la hermosura de su rostro, en la villa y toda su tierra le dicen Cara de Plata. Jugador y mujeriego, vive todavía en mayor pobreza que sus hermanos, y tan cargado de deudas, que, para huir la persecución de sus acreedores, anda siempre a caballo por [171] las calles de Viana del Prior. Pero aun en la estrechez a que sus devociones le han llevado, acierta siempre a mostrar un ánimo caballeresco y liberal.)

 

CARA DE PLATA.-  ¿Qué noticias?

DON MAURO.-  Pleito perdido.

DON GONZALITO.-  Todavía no.

EL CAPELLÁN.-  Mañana se decidirá.

CARA DE PLATA.-  Yo le cedo mi herencia al que hoy me entregue una onza.

DON GONZALITO.-  ¿Tú también desconfías?

[172]

CARA DE PLATA.-  Yo, ni confío ni desconfío. Esta noche compro una cuerda y me ahorco.

DON FARRUQUIÑO.-  ¡Feliz tú que aun tienes para comprar la cuerda!

CARA DE PLATA.-  O no compro la cuerda, y me ahorco con las riendas del caballo.

DON FARRUQUIÑO.-  Tengo una empresa que proponerte.

CARA DE PLATA.-  ¿Hay dinero de por medio?

DON FARRUQUIÑO.-  Una onza para los dos.

CARA DE PLATA.-  ¿Cuándo se cobra?

[173]

DON FARRUQUIÑO.-  Ten paciencia, hermano. Ya hablaremos.

CARA DE PLATA.-  ¿A qué hora te cierran el Seminario?

DON FARRUQUIÑO.-  A las ocho... Pero a las nueve salgo por una ventana.

CARA DE PLATA.-  Entonces, la noche que quieras nos vemos en casa de la Pichona. Si no he llegado, espérame. Por allí asoma un judío a quien le debo dinero. ¡Adiós!

 

(VOLVIENDO grupas hinca al caballo y sale al galope, atropellando a un viejo con antiparras y sombrero de copa, que camina apoyado en una caña de Indias.)

 

CARA DE PLATA.-  ¡Apártese a un lado, mi querido Señor Ginero! [174] ¡Este maldito caballo tiene la boca de hierro! ¡No puedo detenerle!...

EL SEÑOR GINERO.-  ¡Un rayo te parta, hijo de Faraón! ¡ Como me has dejado sin dinero quieres dejarme sin vida! ¡Ni aun respetas mis canas! ¡Tramposo!

DON ROSENDO.-  Cuidado con lo que se dice, Señor Ginero.

EL SEÑOR GINERO.-  ¿No ha visto cómo he sido atropellado?

DON FARRUQUIÑO.-  ¿Quién le atropelló? El caballo. Pues maldiga del caballo, Señor Ginero.

EL SEÑOR GINERO.-  ¡No cobraré nunca lo que me debe!

DON MAURO.-  ¿Para qué lo necesita usted, estando con los pies para la cueva?

[175]

EL SEÑOR GINERO.-  ¡Aun he de enterrar a muchos que son jóvenes!

DON FARRUQUIÑO.-  Yo tengo el espíritu profético, Señor Ginero. Usted morirá bajo el caballo de mi hermano, como un moro bajo el caballo del Apóstol.

EL SEÑOR GINERO.-  Yo soy cristiano viejo, y aunque no tenga escudo soy hidalgo!... ¡He perdido mi dinero, ya lo sé! Paga mejor un pobre que un señor... ¡Ríanse, búrlense!... Todos esos fueros de soberbia son humo, y lo serán más. Se abajan los adarves y se alzan los muladares. ¡Raza de furiosos, raza de déspotas, raza de locos, ya veréis el final que os espera, Montenegros!

 

(EL VIEJO penetra en la iglesia entre las burlas de los segundones, a quienes el Capellán aconseja con prudentes y tímidas palabras, que no escandalicen a [176] las puertas de Dios. Don Mauro le responde de mal talante, y los otros, sin parar mientes, se alejan y tornan a platicar del caso que les ha reunido. Sabelita cruza el atrio rebozada en su mantilla. Es ya de noche, y los segundones no reconocen a la barragana de su padre.)

 

[177]



JORNADA TERCERA

ESCENA CVARTA *CUARTA*


 

(VNA *UNA* SALA EN EL CASERÓN. Anochece. Dos mujeres, casi dos sombras, en el estrado. Flota en el aire el balsámico aroma de los membrillos puestos a madurar en aquel gran balcón plateresco con balaustral de piedra. Apenas se oye el murmullo de las dos voces.)

 

LA ROJA.-  ¡Cuánto tengo suspirado por volver a verla en esta casa, Dama María! ¡Cuántas veces tuve intentos de ir a calentar estas manos ateridas, en aquella cocina del Pazo de Lantañón!

DOÑA MARÍA.-  Roja, tú no sabes qué triste es hoy el fuego de aquel hogar.

[178]

LA ROJA.-  Otro tiempo fué alegre, como las lumbres del San Juan. Eramos doce criados los que a diario nos reuníamos a la redonda de la lumbre, como los santos apóstoles. Y en la siega y en las vendimias éramos más de cincuenta. ¡Cuentos que allí se contaban, risas que había, cantares de la mocedad, loquear sin pena!

DOÑA MARÍA.-  ¡Todo pasó! Mis manos y mi corazón se han enfriado con la ceniza de aquel tiempo.

LA ROJA.-  Señora mi ama, no vuelva a la tristeza de su destierro.

DOÑA MARÍA.-  El pecado tiene aquí su reino.

LA ROJA.-  Quien lo encendía ya se fué.

[179]

DOÑA MARÍA.-  ¡No la nombres!

LA ROJA.-  ¿Le negará su perdón, Señora mi ama?

DOÑA MARÍA.-  ¡Por ella he sufrido los mayores dolores de mi vida! ¡Ha olvidado que la había recogido en mi casa y criado como a una hija!

LA ROJA.-  La cuitada también llora el sonrojo y el engaño que hizo a su madrina. ¡A solas con esta vieja bien se tiene dolido! Fueron muchas las asechanzas y muchos los revuelos del gavilán, para prender en sus garras la paloma. ¡Y la prendió, como prendió a tantas!

DOÑA MARÍA.-  ¡A tantas! Esperaba, triste esperanza, que le recobraría con los años, y que cuando los dos fuésemos [180] viejos, seríamos felices... Y nunca tuvo como ahora, esa fuerza para cegar a las mujeres, para hacerse dueño de las almas.

 

(UNA SOMBRA llega sin ruido hasta la puerta, y arrodillada en el umbral escucha las palabras de la resignada señora. Tiene el pañuelo sobre los ojos. Es la barragana del Caballero.)

 

SABELITA.-  ¡Madrina!... ¡Pobre madrina mía, cuánto ha debido sufrir en tantos años! Madrina, escúcheme usted.

 

(SABELITA se arrastra de rodillas. Su voz tiene esa expresión cálida y dramática con que las almas acosadas de remordimientos confiesan sus pecados. Doña María ha quedado mirándola muy fija y muy pálida.)

 

DOÑA MARÍA.-  ¿Qué deseas?

[181]

SABELITA.-  Vengo de muy lejos. Había salido de esta casa para no volver, y al verme sola, perdida en un camino, he llorado como no había llorado nunca. Tuve miedo de la muerte. Vengo cansada de los caminos para arrodillarme ante usted y suplicarle que me perdone. ¡Madriña, madriña mía, deme sus manos a besar!

DOÑA MARÍA.-  Me pides las manos y te había dado mi corazón. Te lloré como se llora a una hija muerta. No sentía celos, sino pena, una pena muy grande de que tú me engañases. ¿No era yo tu madre?

SABELITA.-  ¡Madre mía! ¡Madre mía!

DOÑA MARÍA.-  Lo fui, ya no lo soy.

[182]

SABELITA.-  ¡Sí, mi madre, mi madre!

DOÑA MARÍA.-  Levántate.

SABELITA.-  No me niegue besar sus manos.

DOÑA MARÍA.-  ¡Levántate del suelo, Sabelita!

SABELITA.-  ¡Debo hablarla así arrodillada, madrina!

DOÑA MARÍA.-  Así no quiero escucharte.

 

(LE TIENDE las manos de una albura lunar en la penumbra, manos ungidas con ese encanto de las flores marchitas. Sabelita las besa sollozando.)

 

SABELITA.-  ¡Usted no puede perdonarme, madriña!

[183]

DOÑA MARÍA.-  Sí, yo te perdono.

SABELITA.-  ¡Cuánto la ofendí!... Madriña, quise romper para siempre con el pecado y salir de esta casa...

DOÑA MARÍA.-  Has hecho bien, porque así salvarás tu alma. Pero yo nada te exijo, hija mía. Sé que cuando te vayas vendrá otra mujer, que acaso no sea como tú... Yo soy vieja y no podré ya nunca recobrarle. ¡No pude cuando era joven y hermosa! ¡Y tú eres buena, y tú le quieres!...

SABELITA.-  Si pudiese haber disculpa para mí, sería esa.

DOÑA MARÍA.-  ¡Cuántos corazones le deben su desgracia!

SABELITA.-  Mi vida no es vida. Ansiaba romper este lazo de [184] pecado y no podía... ¡Cada pena lo apretaba más! Me faltaba valor para dejarle en momentos tan crueles...

DOÑA MARÍA.-  ¡Tú sabes quiénes eran los que quisieron robarle!

SABELITA.-  ¡Sí!

DOÑA MARÍA.-  ¡Es horrible!

SABELITA.-  ¡Horrible!

DOÑA MARÍA.-  Vine aquí, creyendo que él nada sabía, para pedirle que me dejase retirar a un convento, y repartir entre mis hijos lo que hayan de heredar a la hora de mi muerte. Pero ni aun me atreví a decírselo. Me dió miedo mirar en su corazón. ¡Los maldice deseando verlos en la miseria!

[185]

 

(LAS DOS sombras suspiran, y hay un silencio largo. Doña María esconde el rostro entre las manos y solloza con sollozos ahogados. En la sala la oscuridad es profunda. La otra sombra toca con una caricia tímida aquella cabeza de plata, que unge el claro de la luna.)

 

SABELITA.-  Madriña, ya me voy. Madriña mía, no consienta que otra mujer le robe su sitio. Es usted, sólo usted, quien tiene derecho para vivir en esta casa. Yo me voy porque quiero que usted sea feliz, madriña. El padriño, allá en el fondo de su alma, sólo la quiere a usted. ¡Por Dios se lo pido no deje su sitio a otra mujer, permanezca siempre a su lado para consolarle!

DOÑA MARÍA.-  ¿Y tú, adonde irás?

[186]

SABELITA.-  No sé... No sé...

DOÑA MARÍA.-  ¿Qué va a ser de ti sola, sin amparo de nadie?

SABELITA.-  Usted me perdona y mi alma se ve libre de remordimiento. Adiós, madriña.

DOÑA MARÍA.-  ¿Te vas?

SABELITA.-  Sí.

DOÑA MARÍA.-  ¡De noche! ¡Sola!

SABELITA.-  Sí.

DOÑA MARÍA.-  No, no es posible.

SABELITA.-  Si me detuviese, acaso me faltaría valor.

[187]

DOÑA MARÍA.-  Es verdad.

SABELITA.-  Madriña, no consienta que otra mujer le robe su puesto.

DOÑA MARÍA.-  ¡Qué importa, si me roba su corazón! Abrázame, Isabel.

SABELITA.-  ¡Adiós, madriña!

DOÑA MARÍA.-  ¡Adiós, hija mía!

 

(LAS DOS sombras se abrazan y permanecen así mucho tiempo. Se oyen sus sollozos. Después se aleja el fantasma de una mujer, y de las tinieblas de la sala se destaca con un clueco son de madreñas, la figura de la vieja criada.)

 

[188]

LA ROJA.-  ¿Llora, Señora mi ama?

DOÑA MARÍA.-  ¡A dónde irá esa niña, de noche, sola!...

LA ROJA.-  Dios Nuestro Señor no la dejará en abandono.

DOÑA MARÍA.-  ¡Perdida por los caminos adónde irá!

LA ROJA.-  Donde la guíe su Ángel. ¡Ay! Tuviera yo menos años y no iría sola por el mundo, la pobre cordera.

DOÑA MARÍA.-  ¡Llámala!

LA ROJA.-  Aquí condena su alma.

DOÑA MARÍA.-  Llámala. Del mal que le suceda yo tendré la culpa... [189] Al verse sola, sin amparo en la vida, acaso caerá más bajo.

LA ROJA.-  Aunque la llamase no tornaría.

DOÑA MARÍA.-  ¡Isabel! ¡Isabel!

LA ROJA.-  Ya no puede oírnos. Recemos por ella, Señora mi ama.

[191]



JORNADA TERCERA

ESCENA QVINTA *QUINTA*


 

(VNA *UNA* CALLE. Es de noche. Sabelita camina pegada al muro de las casas arrebujada en su manto, y llora con débil gemido, como niña abandonada. Las calles están desiertas, y los zaguanes de las casas, lóbregos. Sabelita percibe a veces un confuso vocerío, que sale del interior de las tabernas llenas de marineros, y miedosa, apresura el paso para cruzar ante las puertas, de donde surge una banda de luz que tiembla sobre la calle enlosada. Tal vez una sombra se tambalea en la esquina barbollando confusos discursos. Sabelita pasa recatada en su mantelo.)

 

LA VOZ DEL BORRACHO.-  Aquí me tienes, parienta... Sopla Nordeste fresco, [192] parienta... Envaina las uñas, que el hombre de bien tiene que achicar un cuartillo con los amigos... ¡Cuidado, que ya tengo un rumbo dentro! Si usted no es mi parienta, señora. Espere usted, que me estoy pisando la faja. ¿No quiere usted esperar?... Navegaremos en conserva...

 

(LA SOMBRA AVANZA, tambaleándose, por medio de la calle. Sabelita apresura el paso, y, poco a poco, deja de oir la voz incoherente y torpe. Atraviesa una plaza donde hay un convento. Empieza a llover. Se cruza con dos señoras precedidas por un criado que lleva un gran farol. El viento les estremece las faldas y se las ciñe a las canillas, mostrando el blanco oleaje de las enaguas. Las cabezas desaparecen en la sombra del paraguas que las cobija. El criado mira con curiosidad a la arrebujada que cruza la plaza. Sabelita, luego de haber pasado, percibe el curioso musitar.)

 

[193]

UNA SEÑORA.-  ¿Quién era?

EL CRIADO.-  Parecióme la mal casada.

LA OTRA SEÑORA.-  ¿La sobrina del difunto Arcipreste de Lantañón?

EL CRIADO.-  No digo que lo fuese...

 

(SABELITA se aleja casi corriendo. Adivina que las dos señoras se han detenido en medio de la plaza y que la atisban con ojos malignos, bajo el aguacero que redobla en el paraguas. Tiene miedo de aquellos ojos como de un maleficio, y corre falta de aliento. Un reloj de torre da las diez, y dos clérigos salen de un ancho zaguán apenas alumbrado por un farol de retorcidos hierros. Son el Deán y el Chantre de la Colegiata.)

 

[194]

EL CHANTRE.-  ¡Está lloviendo, Don Lino!

EL DEÁN.-  Mi pierna me lo decía.

EL CHANTRE.-  Y me parece que tenemos agua para toda la semana.

EL DEÁN.-  Hasta la luna nueva no hay que esperar otro tiempo.

 

(SE EMBOZAN en los manteos y echan presurosos calle abajo. Sabelita, oculta en el quicio de una puerta, los ve pasar a su lado y suspira al reconocerlos: Son los viejos, los tradicionales amigos que hacían tertulia y tomaban el chocolate en la casona. Después sale un caballero precedido de un paje, que alumbra con una linterna de grandes vidrios. Sabelita reconoce en aquella figura hidalga y [195] luenga al famoso Marqués de Bradomín. Tiembla de ser vista, y se cubre el rostro con el manto. El caballero y el paje se han desvanecido en la noche y todavía se oye el hueco son de sus pasos por la calle enlosada. Pasa tiempo. No cesa de llover. El reloj de torre da otra hora. Sabelita cruza nuevas calles muerta de miedo y de cansancio. En la puerta de un garito, dos bultos se detienen a verla, y aun cuando la oscuridad los recata, ella los reconoce por el caballo que uno de ellos tiene de las riendas.)

 

CARA DE PLATA.-  ¿Quién será a esta hora?

DON FARRUQUIÑO.-  No sé... Y parece joven y guapa.

CARA DE PLATA.-  ¿Tú la has visto bien?

DON FARRUQUIÑO.-  Sólo un momento.

[196]

 

(CARA DE PLATA apresura el paso para alcanzar a la desconocida. El caballo trota a su espalda, y el golpe de las herraduras tiene una sonoridad fanfarrona y sacrílega en la calle desierta. Sabelita, viéndose perseguida, se detiene y espera.)

 

CARA DE PLATA.-  ¡Eres tú! ¿A dónde vas, Isabel? ¿Por qué tiemblas? ¿Por qué lloras?

SABELITA.-  ¿Y tú por qué me persigues? ¿Quién es aquel hombre que se acerca? ¿Alguno de tus hermanos? ¡Dejadme! ¡Dejadme!

CARA DE PLATA.-  No temas, Isabel.

SABELITA.-  De ti no, pero de ellos...

[197]

CARA DE PLATA.-  De nadie, porque yo te defiendo. A pesar de tantas cosas, no he olvidado aquel tiempo... Y no te culpo porque conozco al Diablo. ¿Qué desgracia te sucede? ¿Dime a mí, por qué lloras, Isabel?

SABELITA.-  He dejado la casa de tu padre... La he dejado para siempre... He querido devolveros lo que os había robado... No me hagáis daño. Soy una pobre mujer abandonada. Yo nunca conspiré contra vosotros. No me hagáis daño. ¡Dejadme! ¡Dejadme!

 

(SABELITA huye, y el segundón queda en mitad de la calle, sorprendido y dudoso. Ya se resuelve a ir de nuevo en seguimiento de la barragana, cuando siente en el hombro la mano de Farruquiño.)

 

DON FARRUQUIÑO.-  ¿Te has vuelto de piedra? ¿Quién era?

[198]

CARA DE PLATA.-  No la he conocido.

DON FARRUQUIÑO.-  ¿Verdad que tenía un vago parecido con Sabelita? ¡Si fuera ella, qué ocasión para ponerle los huesos en un haz!

CARA DE PLATA.-  ¡Y qué hazaña de villanos!

DON FARRUQUIÑO.-  Mejor que tu empeño de hacer el caballero andante.

 

(LOS DOS segundones vuelven sobre sus pasos, y en la puerta del garito se detienen para seguir renegando de su suerte y de la baraja fullera de un tahur.)

 

[199]



JORNADA TERCERA

ESCENA SEXTA


 

(SABELITA huye por las calles desiertas, y a cada momento cree sentir pasos recatados y traidores que la siguen en la oscuridad. Piensa en morir, y al mismo tiempo teme los riesgos de la noche. Hállase a la entrada del viejo puente romano, y la luna ilumina aquella cruz de piedra que la devoción de un hidalgo había hecho levantar sobre el brocal del puente. Un perro ladra, y dos aldeanos vestidos de estameña, con montera y calzón corto, la detienen y se descubren respetuosos para hablarla. El uno es viejo, con guedejas blancas, y el otro, que parece su nieto, es un rapaz ya espigado.)

 

EL ABUELO.-  Arriéndese, mi señora.

[200]

SABELITA.-  ¡No me hagan daño, por amor de Dios! Nada tengo que pueda valerles.

EL RAPAZ.-  No somos ladrones, señora.

EL ABUELO.-  Ni hacemos mal a nadie, y muy bien hemos de respetarla. Juan da Vila me llamo, para servirla, y este rapaz es mi nieto. Somos de la otra banda del río, cuatro leguas desviado de San Clemente de Brandeso.

 

(EL VIEJO se interrumpe para contar las horas que da un reloj. Doce campanadas que abren doce círculos en la noche.)

 

EL RAPAZ.-  Ya es la media noche.

[201]

EL ABUELO.-  Perdone, mi señora, mas habrá de servirnos de madrina en un bautizo. Tengo una hija que no logra familia por mal de ojo que le hicieron siendo moza, y nos han dicho que solamente se rompía el embrujo viniendo a una puente donde hubiere una cruz, y bautizando con el agua del río después de las doce de la noche. Tres días llevamos acudiendo a este paraje, y el primero no pasó nadie que pudiere apadrinar, y el segundo deshizo la virtud un can que venía escapado de la aldea, y que cruzó la puente aun cuando acudimos a estorbarlo del otro cabo mi yerno, y de aqueste, el rapaz conmigo. Pues sabrá mi señora que para ser roto el embrujo no ha de cruzar la puente, hasta hecho el bautizo, ni can, ni gato, ni persona humana.

EL RAPAZ.-  ¡Mi alma! Era una bruja aquel can, y con tal burlería quiso ver si nos cansábamos y tornábamos a nuestra aldea.

[202]

EL ABUELO.-  Mas contra burlerías hay burlerías, y si las brujas tienen mucho saber, hay quien tiene más, y una saludadora nos dijo que para arredrar al trasgo, y lo mismo a las brujas, en cada cabo de la puente pusiésemos un ochavo moruno de los que tienen el círculo del Rey Salomón.

EL RAPAZ.-  Y mire la señora, como todo salió al deseo del ánimo, mediante Dios.

 

(CON ESTA plática cruzan la mitad del puente hasta llegar al paraje donde está la cruz. Dos mujeres que tocadas con sus mantelos descansan al pie, se levantan y murmuran una rancia salutación. Aquellas dos mujeres son suegra y nuera. La vieja aun conserva los ojos vivaces en un rostro lleno de arrugas, y la otra es una sombra pálida, consumida por la preñez. El marido llega por el otro lado del [203] puente. De su muñeca cuelga el palo endurecido al fuego y herrado como una clava. Saluda con la misma salmodia.)

 

EL MARIDO.-  ¡Santas y buenas noches!

SABELITA.-  ¡No me hagan daño!

LA SUEGRA.-  Como una reina será tratada mi señora. Basta el gran favor que nos hace.

LA PREÑADA.-  ¡Así halle la recompensa en la tierra y en el Cielo!

SABELITA.-  ¿Y el niño que quieren bautizar, dónde está?

LA SUEGRA.-  El niño no es nacido, mi señora. ¿Inda no le dijeron [204] la caridad que esperamos de su buen corazón? ¡Pobre paloma, así viene temblando! ¿Cuidaba que queríamos hacerle mal?

EL MARIDO.-  ¡Sacarle los untos para venderlos!

SABELITA.-  Me dijeron que iba a ser madrina...

EL ABUELO.-  ¡Cabal! Mas el bautizo se hace en la entraña de la madre para que el hijo nazca en su tiempo y se logre.

LA PREÑADA.-  Una mala mujer dióme un hechizo en una manzana reineta, y no logro familia. ¡Ay, Jesús!

EL MARIDO.-  ¡Condenada, ladra!

[205]

LA SUEGRA.-  Ya le ofrecíamos una carga de trigo por que rompiere el embrujo y no quiso.

EL MARIDO.-  ¡Condenada ladra! Por no andar en cuentos con la justicia, no la hube tullido a palos.

LA PREÑADA.-  Ya la castigará Dios Nuestro Señor.

LA SUEGRA.-  ¡Amén!

 

(EL RAPAZ, que ha bajado en una carrera a la orilla del río, torna trayendo el agua del bautismo en un cuenco. La vieja se lo toma de las manos y arrodillándose, lo presenta a Sabelita.)

 

LA SUEGRA.-  Bendiga el agua para que sea santa, mi señora. ¿Qué nombre quiere ponerle al que está por nacer?

[206]

SABELITA.-  El nombre que diga su madre.

LA PREÑADA.-  El que sea gustosa la madriña.

LA SUEGRA.-  Póngale su nombre, mi señora.

SABELITA.-  Le traería desgracia.

LA PREÑADA.-  Pues, para ser mi gusto, póngasele, si es niña, el nombre de otra que me murió de tres días y que es el nombre de la Madre de Dios.

LA SUEGRA.-  Y si es un infante, que se llame como mi difunto. ¡Ay, si el cuitado alzare la cabeza no tendría poco júbilo de verse con un nieto!

[207]

 

(LA PREÑADA, de rodillas al pie del crucero, con los ojos febriles fulgurando bajo el capuz del manteo, se alza la basquiña y descubre el vientre hidrópico y lívido, con una fe cándida que hace sagrado el impudor. El rapaz alumbra con una antorcha de paja centena, y el abuelo dicta en voz baja la fórmula del rito. Sabelita traza una cruz con el agua del río sobre aquel vientre fecundo que porta una maldición, y el feto se mueve en las entrañas de la madre, y el misterio de la vida parece surgir del misterio de la noche, bajo la roja llamarada de la antorcha sostenida por un niño, como en el símbolo pagano del amor. Sabelita repite en alta voz las palabras que el abuelo dicta en voz baja: La fórmula sagrada que rompe el hechizo.)

 

SABELITA.-  Yo te bautizo con agua santa del Jordán, como al Señor Jesucristo bautizó el Señor San Juan. Yo te [208] bautizo y te pongo el nombre bendito que porta la santidad y la sanidad consigo. Si niña hubieres de nacer, el nombre de la Virgen Santísima habrás de tener, y si de varón hubieres la condición, tendrás el nombre de San Amaro Glorioso, que se sienta a la mesa de Dios Nuestro Señor Todo Poderoso. Amén Jesús.

EL RAPAZ.-  Levanta la pata y apaga la luz.

 

(ENREDADOR y travieso arroja la antorcha al río por encima del puente, al mismo tiempo que la preñada, acometida de súbito rubor, deja caer la basquiña y cierra los ojos, temblorosa y transfigurada, como en éxtasis. Sus labios tiemblan con murmullo ardiente.)

 

LA PREÑADA.-  El hijo me bate en las entrañas con el talón del pie. ¡Me bate en las entrañas!

[209]

SABELITA.-  Ya no volveremos a vernos. ¡Adiós, buenas gentes! ¡Adiós!

LA SUEGRA.-  ¿Adónde va tan sola, mi señora? Tres hombres hay aquí para acompañarla.

SABELITA.-  No quiero que nadie me acompañe. Voy muy lejos.

EL MARIDO.-  A la fin del mundo que fuere.

LA PREÑADA.-  Deje que la acompañen, señora mi comadre. De verla partirse sola quedaríame en grande cuidado.

LA SUEGRA.-  Son muy temerosos los caminos y puede ocurrirle alguna desgracia.

[210]

SABELITA.-  No me detengan... No me sigan... ¡Me arrodillaré para pedírselo!

EL ABUELO.-  ¡Nunca tal permita Dios!

LA PREÑADA.-  Déjeme que la abrace, señora mi comadre.

 

(SABELITA se acerca a la preñada que le ciñe los brazos al cuello, y la besa con gratitud respetuosa, en el rostro pálido y frío donde el dolor ha dejado la inmovilidad de una máscara trágica. El alma mística de la aldeana tiene como un oscuro presentimiento de las agonías y las congojas con que lucha aquel corazón que late sobre el suyo, como un pájaro asustado en la mano de un niño.)

 

LA PREÑADA.-  Nuestro Señor la acompañe y la guíe por los caminos del mundo.

[211]

SABELITA.-  ¡Gracias, buena mujer!

LA PREÑADA.-  Y que un día tornen a verla mis ojos libre de pesares.

 

(SABELITA, ahogada por los sollozos, huye sin responder, corre con ansias de locura por verse sola en medio del campo en la soledad de la noche, bajo las estrellas lejanas y milagrosas que se encienden y se apagan como los pensamientos en la oscuridad de su pena monótona, fatigosa, constante.)

 

LA PREÑADA.-  ¡Seguidla! ¡Seguidla!

EL MARIDO.-  Tras ella iremos, mas no te sobresaltes.

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EL ABUELO.-  Iré yo con el rapaz, que el hombre casado ha de darle compaña a su mujer.

 

(EL VIEJO y el rapaz se parten en seguimiento de aquella sombra que corre por la orilla del río. Los otros, graves y en silencio se tornan a la posada, y de allí, cuando amanece, a su aldea. Un asno aparejado con jamugas lleva a la preñada: El marido y la abuela caminan a los flancos. Al verlos por la vereda aldeana, brota, como el agua de una fuente clara, el recuerdo cándido, ingenuo y piadoso de la Huída a Egipto.)

 

[213]