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«Al otro lado de la calle, en el tiempo» o la secreta voz de la poesía

Sara Bonnardel





«Al otro lado de la calle, en el tiempo» es el relato que abre el último libro publicado por Daniel Moyano, Mi música es para esta gente (Monte Ávila, 1970).

Quien a través de su lectura concrete un primer encuentro con el autor, ignorará sin duda que acaba de penetrar hasta el fondo en el mundo de sus fantasmas. Para el que ya había descubierto en El monstruo y otros cuentos y El fuego interrumpido a uno de los mejores narradores argentinos contemporáneos, el texto significará una rememoración inmediata de lo que aquellas páginas le dictaron. Sin embargo, ambos lectores habrán hecho una experiencia común, la de percibir tras la orquestada armonía de la prosa, una voz diáfana y estremecedora siguiendo al texto desde su primera palabra hasta el punto final: la voz de la poesía que se anuda amorosamente a la línea narrativa.


Espacio y tiempo de lo narrado

El narrador de «Al otro lado de la calle, en el tiempo» se sitúa desde el comienzo en una doble perspectiva temporal 1) evocación del pasado, (el mundo de la infancia) desde el presente del adulto 2) pero relatado desde otro presente más próximo que convierte a la misma evocación en pasado. Estos dos planos se modulan de acuerdo con los matices de la emoción o con ese vaivén anunciado desde el primer párrafo: «La galería estaba entre la imaginación y el recuerdo».

El elemento ordenador está constituido por el mismo narrador. Si permanecemos atentos a su continua presencia tomamos conciencia de la posible segmentación del relato y a la vez, de su unidad de sentido:

I.- Podemos considerar un primer segmento al comprendido entre el párrafo, inicial y «[...] porque había resuelto, decir adiós a todos los recuerdos de esos años para seguir viviendo». Todo el fragmento funciona como una introducción o casi como un marco narrativo, distinto, claro está, del marco tradicional en el cual un narrador omnisciente introduce al segundo narrador. Aquí, ambos son uno solo, desdoblado, que se vuelve reflexivamente sobre sí mismo para revivir una aventura interior. En esta parte aparecen ya los elementos fundamentales que esclarecerán su posición a través de todo el relato: evocación a horcajadas entre el recuerdo y la imaginación, deseo de superar el pasado y servirse del recuerdo para provocar una catarsis liberadora y por último, división del contorno físico en el que transcurre lo narrado en dos espacios diferentes: l.º) la casa, con la galería, un día domingo, brillante bajo el sol y llena de la alegría sin misterios de los niños; 2.º) el mundo exterior representado por la calle. Ella separa al narrador de la casa, y es simultáneamente tiempo que lo separa de la infancia. También es el espacio físico que deberá atravesar el tío adulto para reunirse con los otros personajes de la historia.

II.- El cambio de tiempo verbal marca el comienzo de la evocación del día domingo, la historia que no por azar se inicia con la figura del perro, «Las uñas del perro resbalaron sobre el piso, cuando se corrió un poco más para recibir el sol».

En toda esta segunda parte es verificable un paulatino desplazamiento del narrador desde el mundo presente al que pertenece hasta su instalación en el pasado, lo que se manifiesta en realidad, a la inversa: el pasado se instala en el presente, se hace presente acuciante e inmediato. Ello se esboza, en primer lugar, con una apelación a los lectores: «Escuchen», que parece preanunciar el adensamiento de la tensión por la proximidad del tío. Y finalmente se expresa con vigor en: «Debo anunciar que los pasos de mi tío están muy próximos» cuyo sentido e importancia resultan justificados ya que «El (el tío) era el amo del recuerdo».

El relato de la triste aventura doméstica del domingo puede ser analizado con el esquema tradicional de análisis de un cuento. Encontraremos una presentación (los preparativos del almuerzo, la expectativa de los niños) un nudo (la llegada del tío y el estallido de su ira) y un desenlace (la rabia y la impotencia de todos proyectándose sobre el perro).

III.- Esta constatación ayuda a separar otro segmento. Aquel en que el narrador penetra en el mundo evocado, funde niño y adulto y se integra con los otros personajes: «Entonces pude cruzar la calle, pisando el barro antes hollado por mi tío, y me acerqué a ellos y sentí sus verdades, sus angustias, sus olores. Todo era familiar para mí. Advertí que yo también era un recuerdo y que tenía un cuchillo entre mis manos».

IV.- Cierre del marco narrativo. El narrador recupera la visión distanciadora del adulto. Emerge del mundo evocado y vuelve a mirarlo desde afuera: «Yo cuando vi volar al perro traté de sonreír y me dije que ya era hora de decir adiós a todas esas cosas».

Si volvemos a partir de la primera impresión, la que deja una lectura ingenua, directa, recordaremos que el narrador relata una experiencia personal, sufrida hasta tal punto que necesita desprenderse de su recuerdo.

A pesar de ello el sentimiento no aparece nunca en forma explícita. Por ejemplo, no manifiesta abiertamente el sentimiento que le inspira el tío ni lo que siente por los pequeños primos, la tía o el perro. Pero la emoción, los estados de ánimo, que no son nunca objeto de acotaciones esclarecedoras ni pretexto de ninguna digresión, se traicionan proyectados en imágenes o sugeridos por aproximaciones y relaciones insólitas. Así ocurre con la caracterización de los personajes que casi nunca es categórica, sino que debe ser adivinada o reconstruida siguiendo la pista de las situaciones: «Yo también me había olvidado momentáneamente de mi tío al ver lo blando de la harina», imagen que logra, por contraposición, agregar una nota caracterizadora a la figura del tío: la de su rudeza, aspereza o violencia.

La calle cubierta de barro, las trenzas de la tía, los zapatos del tío, los desplazamientos del perro y del sol y el cuchillo adquieren valores simbólicos y logran una eficacia expresiva mayor que la intentada por cualquier afán declarativo.

Apuntaremos algunos de estos significados:

En primer lugar la calle y el barro, que son elementos reiterados a lo largo del relato. La calle no sólo es espacio sino también tiempo. Cruzarla significa salvar el espacio impuesto por los años. Está cubierta de barro, que se pega a las suelas de los zapatos del tío y que debe ser hollado por el narrador cuando consigue, por fin, sentirse uno más entre los seres del recuerdo. El menos puro de los personajes, «el viejo impenetrable que ya lo sabía todo sobre la corrupción y la muerte» lo arrastra con sus zapatos y lo hace restallar contra la vereda, muy cerca de la casa que hasta el momento de su llegada, es un ámbito poblado por la alegría inocente de los niños.

Se lo cita siempre en proximidad con la idea del pecado: «Ellos no sabían que el barro de las calles impedía que los zapatones de mi tío se desplazaran con la libertad de otras veces. Ellos no sabían nada de la corrupción y yo estaba del otro lado de la calle y no hubiera podido decirles nada en el supuesto caso de que hubieran podido entenderme».

El narrador adulto no puede asumir el recuerdo sin haber pasado por ese barro que se pega a los zapatos de su tío. Tampoco él está exento de la culpa y la corrupción, simplemente porque es adulto.

Obro elemento esencial en función del narrador es la figura del perro, cargada de significación dentro del relato.

En primer lugar advertimos que las dos visiones del perro que aquél nos proporciona coinciden con dos momentos de la historia:

1) Una visión natural, realista, que lo integra con el cuadro familiar, entre los niños y la tía: «Las uñas del perro resbalaron sobre él piso cuando se corrió un poco más para recibir nuevamente el sol. A todo esto el sol había avanzado hacia la derecha, y el perro, con él, imitaba en su lomo el no oído paso del otoño por el pueblo».

2) Una visión sobrenatural donde aparece como un ser capaz de penetrar los secretos del tiempo y de la vida, de sobrevivir milagrosamente a la miseria extrema y de poseer extraños poderes para preservar del mal a los niños de la casa.

La primera visión se produce al comienzo del relato mientras el marcador permanece aún separado del mundo que evoca.

La segunda que empieza con: «El perro estaba vivo bajo el sol, muy cerca de la mesa pero por puro milagro» marca el momento previo a la fusión de pasado y presente, mundo infantil y mundo adulto.

Los párrafos que siguen desarrollan una enumeración de las cualidades mágicas del animal y alternan con los últimos hitos del cuento, a los que ya hemos hecho mención.

La inminencia del momento en que el adulto podrá habitar nuevamente el mundo de la infancia está anunciada por esa descripción del perro casi hecha a partir de una perspectiva infantil: las supuestas habilidades del animal, sus maravillosas aptitudes parecen inventadas por la imaginación de un niño. Por otro lado, esas aptitudes aparecen como transposición de una intuición de los pequeños: por ejemplo, el presentimiento de que la prima ha salido de la infancia y se encuentra en la pubertad, se refleja en las actitudes del perro y no en las del mismo personaje ni en la reacción de quienes lo rodean.

Hacia el final, el perro, único personaje de la historia sobre el que se extiende el narrador, el único en el que se señalan rasgos de instintiva nobleza («Y después que se llevaron al abuelo, se pasó todo el frío de la noche saltando de cama, en cama, quedándose un poco en cada una para calentar a los niños, que tiritaban de frío y de miedo»), adquiere un claro valor simbólico: es el inocente entre los inocentes. Pensar su muerte haría imposible el olvido y el perdón. Es preciso salvarlo, imaginar que puede volar por sobre los techos y las antenas vecinas y perderse en las colinas distantes.

Por último, nos queda la imagen del narrador con el cuchillo en la mano, que completa definitivamente el sentido del relato.

Ya hemos señalado que el narrador consigue integrarse con el mundo evocado. El texto es muy claro: «y me acerqué a ellos y sentí sus verdades, sus angustias, sus olores».

Así, la posibilidad del olvido comenzará cuando haya conseguido revivir en profundidad un momento del pasado y dentro de ese pasado, no sea sólo testigo o víctima inocente. Cuando se perciban las angustias y las verdades de todos, incluso de los culpables y se llegue a compartir con ellos la miseria, el dolor y también la culpa.




Un tema reiterado

El mundo de la infancia es un tema obsesivo en Moyano, y la dolorosa experiencia del crecimiento ocupa muchas páginas de sus cuentos. Muy a menudo el protagonista es un niño que vive de prestado en la casa de sus tíos, entre primos hambrientos y un perro casi mágico («Etcétera», «El crucificado», «El perro y el tiempo», tres relatos de El fuego interrumpido1 o un adulto que intenta olvidar ese pasado («La lombriz», «Una partida de tenis» y «La puerta» en El monstruo y otros cuentos)2.

La figura del tío se reitera con los mismos rasgos:

En sus recuerdos su tío asumía la perfecta imagen del demonio y la casa llena de tantos hijos de todas las edades y tamaños, la del infierno.


Durante los primeros años de mi libertad me di a la búsqueda de personajes bondadosos para contraponerlos a mi tío.


(«La lombriz»)                


Nada había variado, pues, ni las blasfemias de su tío dichas en un dialecto traído del otro lado del mar pero que él entendía perfectamente y a través de las cuales captaba el grado de intensidad de la ira que las producía. Su tío poseía una para cada grado de ira y quizá tuviese otras que jamás había dicho, para ciertos instantes de horror y paroxismo.


(«La puerta»)                


No olvidaba que su tío solía tener siempre razón, sólo porque era su tío o porque aunque no tuviera méritos para serlo, era importante; y porque su desorden o mejor su esquizofrenia, era en aquella casa un orden absoluto que había que respetar.


(«Una partida de tenis»)                


El recuerdo de las experiencias infantiles regresa, incesante, borrando los límites entre ayer y hoy. Persigue al hombre, habita en su propia casa y lo espera en los lugares más insólitos, por ejemplo, en una cancha de tenis.

En eso María dio un golpe falso y la pelota fue a dar lejos, a una casa del otro extremo de la calle. Él empezó entonces a buscar alguien para que fuese por ella, pero María, sonriendo alegremente, le gritó: Vaya usted, vaya usted. Salió, pues, obligado a contrariarse, dobló la esquina y llamó a la puerta de la casa donde suponía que había caído la pelota. En seguida oyó: adelante. Abrió la puerta tímidamente. En el centro de un patio grande de tierra sentados a una mesa enorme, estaban todos sus parientes.

[...] Su tío que no había envejecido nada, se abría paso entre todos para saludarlo.


(«Una partida de tenis»)                


Matías Bursati, el protagonista de «La lombriz», percibe la necesidad de hacer frente a los fantasmas del pasado.

Pero de un modo u otro había que pagar los errores propios, o los de los otros, y todo individuo evadido de un tiempo o estado tenía que ser capaz de convivir con todos sus fantasmas cosa que era realmente una prueba de valor. Allí sólo se salvaban los fuertes. Y confesaba que quizás él no lo fuera, que si su tío volviese al aparecer él no sería capaz de enfrentarlo o despreciarlo y volvería a convivir con aquella realidad.


Y entonces, la única salida es hurgar en la memoria hasta encontrar un recuerdo salvador o modificar el recuerdo inventando para el tío un acto de bondad que lo redima finalmente. «Parece improbable pero hubiera sido hermoso descubrir a su tío en un acta de bondad: Matías Bursati vivía obsesionado con semejante idea y para llevarla a cabo había dedicado gran parte de su vida a la evocación de los hechos».

La atracción del pasado lleva a Matías a emprender un viaje («quería encararse, por fin, con los fantasmas, cansado ya de tenerlos en su propia casa, contra la pared, mudos e inconmovibles») hacia el pueblo de su infancia. Recorre sitios, habla con alguien, reconstruye situaciones. Ya en el tren de regreso, brota, por fin, el recuerda que le ayudará a encontrar la paz:

Se acordó finalmente de una noche de verano. Él y su tío estaban sentados ante una mesa en medio del patio, oyendo el rumor de una orquesta que venía desde el club próximo. Hubiera deseado aquella vez ir al baile, pero sabía que su tío no se lo permitiría. El tío, en un momento dado, con los ojos ya soñolientos y la cabeza apoyada en una mano, le dijo quedamente, al oír una melodía, «ese es Zorro gris» y quiso tararearla. Al rato, oyendo otra, dijo «Rodríguez Peña».

[...] Sólo él y su tío, en medio de aquel patio, permanecían ajenos a los deseos, a la vida real, al mundo. Pero su tío habló con él, le dijo que aquellos eran tangos muy viejos, y sin duda de un modo o de otro lo hizo participar de algo que el mundo poseía. Y eso podía ser un acto de bondad.

Cuando bajó del tren y comenzó a caminar por las calles del pueblo donde él vivía, tan familiares, que eran finalmente lo que él llama el lugar de su salvación, se dijo que nada podía valer un cielo para unos pocos elegidos, porque sería un lugar lleno de remordimientos. Cómo gozar del cielo cuando había un infierno. Y bastaba el dolor de un solo hombre para impedir la alegría.


La figura del perro es una presencia frecuente en los relatos de Moyano y en su primera novela, Una luz muy lejana. Pero «El perro y el tiempo» es el único cuento donde se desarrolla un episodio que lo presenta casi con la jerarquía de protagonista. Curiosamente es el mismo episodio a que se hace mención en nuestro relato: «El año anterior cuando se comió el primer huevo que puso la gallinita mi tío estuvo a punto de matarlo».

Temas como la culpa, el perdón, la salvación aparecen a veces tratados independientemente de la evocación del mundo de la infancia o entrelazados con ella en historias menos similares al relato que nos ocupa. Podemos, en cambio, verificar a través de las citas transcriptas, su directa relación con «La lombriz», «Una partida de tenis», «El perro y el tiempo», etc.

La recurrencia de ciertos personajes y situaciones y aun del contorno físico en que se desarrolla cada historia (la casa miserable, el patio, la galería) induce a sospechar que Moyano reelabora recuerdos personales, sospecha que se vuelve comprobación cuando apelamos a los datos biográficos del autor.




Autor y narrador

Daniel Moyano nació en Buenos Aires en 1930 pero creció en la provincia de Córdoba. Allí murió su madre seis años después, en 1936. Desde entonces deambuló por distintos hogares y tutores: «de tío en tío. Aunque había algunos de fortuna, a mí siempre me tocaron los tíos pobres»3.

A los 10 años y por pedido suyo lo sacaron de la casa en que vivía («medio enloquecido sin duda, por el sufrimiento y las privaciones»)4 y lo internaron en un reformatorio donde permaneció hasta que sus abuelos se hicieron cargo de él. Apenas adolescente viajó a la ciudad de Córdoba para cursar estudios secundarios que alternó con las más variadas ocupaciones: instalador de gas, calefacción y obras sanitarias, empleado en un taller metalúrgico, comerciante. Actualmente vive en La Rioja («[...] es la última provincia del país, la más pobre, la más olvidada. Es latinoamericana por donde se la mire. ¿No te parece que es difícil salir de aquí?»)5.

Ocupa su tiempo en escribir (tiene ocho libros publicados) y además se desempeña como primera viola en el Cuarteto Estable de la provincia y es corresponsal de «Clarín».

Los reportajes lo revelan dotado de un gran sentido del humor, comunicativo y sincero. A su paso por Mendoza dijo: «Tenemos el poder de transformar la realidad que nos rodea, inventar lo que no nos han dado, eludir el fatalismo de los hechos. Para ello poseemos el poder de la imaginación»6 (Cfr. La galería estaba entre la imaginación y el recuerdo).

La Rioja es una presencia palpable en el último libro de Moyano, Mi música es para esta gente, integrado por ocho relatos. Tres de ellos tienen como protagonistas a presuntos adolescentes -el autor no lo explícita nunca- y guardan estrecha relación entre sí, hasta el punto que pueden considerarse variaciones sobre un mismo tema: la búsqueda y la espera, el precario equilibrio entre dos mundos y tiempos vitales, el tiempo y la eternidad («Los equilibristas», «La tregua», «El anfibio maravilloso»).

El transcurrir del tiempo, los acontecimientos que jalonan cada día y la forma en que los personajes lo interiorizan, evocan un contorno casi seguramente identificable como La Rioja.

«La mentira», «El rompecabezas» y «El escudo» no acusan esta misma presencia. Están insertos en una narrativa de la introspección que indaga en la conciencia, sus datos, los vericuetos de la memoria y la persecución de nuestra propia identidad en el tiempo.

«Mi música es para esta gente» reúne a un niño y una adolescente en otro relato que enfrenta el mundo de la infancia y de la adolescencia, pleno de maravilla, al de los adultos, incapaces de percibirla. Ninguno de los relatos del volumen, salvo «Al otro lado de la calle...» vuelve sobre los temas y situaciones anotados en «La lombriz», «La partida de tenis», «La puerta», etc.

El cuento abre el libro y sus últimas palabras, «yo, cuando vi volar al perro, traté de sonreír y me dije que era hora de decir adiós a todas esas cosas» no sólo expresan una decisión del protagonista sino que casi aparecen como determinación del autor mismo, el cual, efectivamente, y a diferencia de lo que ocurre en otros tomos de sus cuentos, no vuelve a desarrollar el tema a lo largo del libro.

«Al otro lado de la calle...» es el relato que, de alguna manera, podría justificar toda la obra. Tiene densidad expresiva, una estructuración impecable y la rara capacidad de comunicar sin concesiones ni simplificaciones un mundo entrañable con la emoción que lo sustenta. Todas estas características lo acercan al ámbito de la poesía. Por eso, a pesar de las coincidencias temáticas existen diferencias importantes entre este cuento y los otros citados (pertenecientes a El monstruo y otros cuentos). El mundo evocado en nuestro relato, surge esencialmente de un impulso poético, es un agolparse de imágenes y vivencias que refractan tiempo, espacio y narrador rompiendo su contorno, modificando su precisa secuencia. Ese halo que nimba siempre en los cuentos de Moyano, los seres y las cosas cotidianas es aquí un haz de luz que los desrealiza y traspasa.

Por ello, el episodio final, el del perro y su vuelo liberador, no se siente como perteneciente al dominio de lo fantástico sino que, por el contrario, impone naturalmente una lectura poética.

Pareciera que el tiempo ha decantado el sentimiento y la técnica y que con esta última versión de una experiencia personal se llega a la máxima eficacia expresiva. Autor y narrador logran superarse, cada uno en su plano específico: estético y humano.

Poco importa, en realidad, saber que Daniel Moyano ha reelaborado experiencias autobiográficas. Sí puede ser interesante observar de qué manera un tema obsesivo ha ido dictando sus propias versiones y cómo la última, a la vez que resulta una perfecta síntesis de las anteriores, alcanza una vibración tan intensa que la arranca del marco de la narración para darle el vuelo de la poesía.







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