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- VII -

Visitas


Lo anunciado a este propósito por don Claudio Fuertes y León en casa de don Alejandro Bermúdez, se cumplió casi al pie de la letra. A las once de la mañana, precisamente en el instante en que esa hora sonaba en la torre de la Colegiata, se sentaban en el estrado de Peleches Rufita González y su madre, las «parientas» de la casa, con todos los útiles de visitar encima: guantes, abanico, sombrilla y tarjetero, y los trapos mejores del baúl.

-Nosotras -decía Rufita después de los acostumbrados saludos; porque es de saberse que su madre apenas desplegaba los labios sino para sonreír continuamente y decir a todo «justo»-, teníamos noticias exactas de su venida a Peleches este verano, no solamente por don Claudio que tanto nos distingue porque nos aprecia muchísimo, sino por la misma tía Lucrecia que nos lo escribió por el último correo, al darnos parte de que vendría también mi primo carnal, Nachito, a conocernos a todos sus parientes... vamos, a ustedes y a nosotras, ya que no podía venir ella por haber engordado una barbaridad, ni tampoco el tío Cesáreo, que tiene que estar siempre a su lado, porque no se puede valer de por sí sola, de puro gorda que está... Por supuesto que de esta venida del primo, muy corrida por aquí, y de saberse también que se ha carteado conmigo... ¡uff! han sacado los murmuradores horror de cosas: que si hay planes arreglados, ¡vea usted!; que si debe vivir con nosotras, porque es hijo de un hermano de mi madre; que si vivirá en Peleches, aunque es sobrino de ustedes solamente por parte de la suya; que si, por sus caudales atroces, estaría mejor arriba que abajo, por otros particulares que conoce bien la pobre tía Lucrecia y no habrá olvidado tampoco el tío Cesáreo, más propio y hasta más decente sería vivir abajo que arriba... Vamos, lo de siempre que la murmuración mete la pata en negocios ajenos... Pero nosotras, gracias a Dios... ¡y a buena parte vienen a hacer leña!... ¿eh, mamá?... nosotras bien conocemos que para alojar a una persona de la importancia de Nachito, no somos todo lo... vamos, todo lo principales y ricas que se requiere, por más que en educación y en sentimientos no tengamos que envidiar a las señoras más encumbradas; y por lo mismo que conocemos esto, no nos chocaría que mi primo se encontrara más a gusto en Peleches... ¡Ah! pues deje usted, que no falta quien dice que viene a casarse con usted, Nieves... usted sabrá si es cierto, ¡ja, ja, ja! Verdaderamente que no tendría nada de particular que así resultara después de conocerla a usted, tan elegante y tan bonita... Ya ve usted, comparada con una pobre villavejana como yo... ¡ja, ja, ja! la elección no podía ser dudosa... ¡ja, ja, ja!... Pues a lo que iba al principio, porque las palabras se enredan, se enredan... Sabiendo nosotras que venían ustedes, nos dijimos (se entiende, mamá y yo): ¿y qué hacemos? La cortesía y el parentesco de familia nos mandan que los visitemos; pero otras razones que tampoco son de olvidar, nos dicen: hay que dormirlo y rumiarlo bien, porque si con el mejor de los deseos que una lleve a esa casa, le dan a una un disgusto gordo por todo pago, ¡zambomba! Conque en esto, consultamos el caso ayer mismo con don Claudio; y, naturalmente, nos aconsejó que viniéramos, respondiendo él de que seríamos bien recibidas... ¡Pues no faltaría más! como nos dijo el señor de Fuertes: «¿qué tienen ustedes que ver con lo que en otros tiempos hubo o no hubo entre los de arriba y los de abajo, siendo ya eso puchero de enfermo y ustedes unas señoras en toda regla, que no van a pedir a nadie media peseta para los panecillos del almuerzo?» Conque al saber que ustedes habían llegado anoche, nos dijimos: vamos a saludarlos y a ofrecerles la casa y nuestros respetos, porque arrieros somos... y casi parientes además; y esta mañana nos echamos encima lo primero que tuvimos a mano... Porque nos gusta mucho a mamá y a mí andar decentes, eso sí, pero sencillitas, muy sencillitas, como ustedes pueden ver... lo que no quita que tengamos siempre de reserva alguna cosilla de más lujo, por si acaso truena gordo a lo mejor... Al revés que otras de aquí, que se llevan el cofre entero cada vez que se echan a la calle, ¡uff! Porque ustedes no pueden figurarse la bambolla que hay en Villavieja, y los humos que gastan y el tono que se dan ciertas gentes... Vamos, cuatro zarrapastras, Dios me lo perdone, que estarían mejor barriendo las escaleras o acarreando sardinas desde el muelle... ¡Ya verán ustedes, ya verán! sobre todo usted, Nieves, si no trae bien atascados los baúles y no saca un vestido nuevo cada día a la Glorieta o a los Arcos... ¡ja, ja, ja! y si le saca, que luego se le copian y la miran de reojo y la despellejan viva. Son atroces, ¡ja, ja, ja!... Que diga mamá si empondero ni tanto así... Porque, hija, ¡nos tienen sacudida cada patada en la boca del estómago!...

Y así durante quince minutos, sin que nadie pudiera meter baza en la conversación. Para Nieves, la garrulidad de Rufita era de una novedad asombrosa: estaba como fascinada escuchándola; pero más fascinada todavía viendo la multitud de cosas que movía a un tiempo: la lengua, la cabeza, los ojos, el abanico, la sombrilla, los pies y las asentaderas. En cambio, su madre apenas movía cosa alguna más que los labios para sonreír, el abanico muy poco a poco, y la lengua para decir de tarde en tarde: «justo.» Don Alejandro estaba poco menos suspenso que su hija delante de aquel espectáculo; pero no tan tranquilo como ella, porque le tenía en ascuas el temor a ciertas y determinadas alusiones de Rufita González.

Cerca ya del mediodía se levantaron las dos; y eso porque se oyeron rumores de nuevos visitantes que entraban en el pasillo.

-Sobre el particular del primo Nacho -dijo Rufita despidiéndose-, repetimos a ustedes que, por nuestra parte, no habrá camorra ni cosa que se le parezca. Si él quiere quedarse en Peleches, que se quede; si quiere venirse con nosotras, que se venga. No estará tan bien alojado como aquí, ni tendrá tan guapa mesonera, ¡ja, ja, ja! pero le daremos cariño largo y lo mejor de lo de casa; y... algo es algo, ¡ja, ja, ja! De todos modos, no es puñalada de pícaro todavía, y pueden ustedes ir formando su composición de lugar para cuando volvamos a vernos. Porque hemos de volver a vernos, ¿no es verdad? Por lo pronto, cuando nos paguen ustedes la visita... y muchísimas veces más, como es natural entre personas de familia. ¿No es verdad, don Alejandro? ¡Ja, ja, ja! Adiós, Nieves. (Un par de besos.) Toda de usted, señor don Alejandro... Despídete, mamá, y vámonos. (Se despide la mamá como puede, y salen las dos.)

A la puerta del estrado se cruzaron con las Escribanas que entraban, muy arrebatadas de calor y un tanto airadas de semblante. Antes de salir de casa se habían picado las chicas por diferencias de opinión sobre lo que debían de ponerse para hacer aquella visita. Al fin se vistió cada una de ellas como mejor le pareció; pero todo el camino fueron tiroteándose a media voz unas a otras. Aún duraba la resaca cuando se cruzaron con las parientas de «los de Peleches» a la puerta misma del salón. Por eso y por la mala ley que las tenían, más que de saludo fueron de mordisco las palabras y los gestos con que las pagaron sus muestras de cortesía.

Se sentaron todas después de muchos remilgos de exagerada etiqueta, y la Escribana madre fue quien habló la primera. Se habían creído obligadas a dar la bienvenida y ofrecer sus respetos a los señores de Peleches, no solamente por la posición que ocupaban ellas en la sociedad de Villavieja, «aunque humilde, de alguna importancia», sino por lo íntimo de las relaciones que siempre hubo entre su difunto marido y la casa de Bermúdez. (Puro embuste.) Por otra parte, había entre las personas «propiamente decentes» de allí, verdadera necesidad de cultivar un poco el trato de las gentes bien nacidas y de buena educación, porque «ustedes no saben cómo se va poniendo esto de día en día... ¡atroz! ¡les digo a ustedes que atroz!» Y no estaba la culpa precisamente en el empeño de las de abajo en subirse muy arriba, sino en algunas que por haberse tenido siempre por de lo más cogolludo, no podían sufrir que otras tan buenas como ellas, por donde quiera que se miraran, se pusieran a su lado; y no pudiendo asombrarlas ni siquiera deslucirlas en tanto así... ni competir con ellas, si bien se miraba, en dinero, ni en elegancia, ni en educación, se dejaban pudrir entre cuatro paredones viejos, o andaban al revés de todo el mundo. Y claro estaba: los sitios que dejaban desocupados ellas «en la buena sociedad», los iban ocupando «otras atrevidas del zurriburri»; se hacía de ese modo «una mezcolanza atroz», y luego, las gentes que no entendían mucho de estas cosas, a todas las medían por un mismo rasero. Quería la Escribana madre que Nieves lo tuviera todo muy en cuenta para que no se dejara engañar «por la pinta» y supiera «a quién se arrimaba». Éste era un favor que ella quería hacerla con el buen deseo de evitarla muchos disgustos... Por de pronto, no citaba nombres; pero los citaría si Nieves lo creyera necesario...

La mayor de las hijas, pensando que caería bien allí un escrupulillo forzado, una atenuación irónica a lo dicho por la madre, apuntó cuatro palabras en este sentido; pero enseguida se las tachó con otra ironía la escribanilla segunda; replicó la primera con una pulla a su hermana; intervino la menor con una zumbita mortificante para las otras dos, y volvieron a salirles a las tres los rosetones encarnados en las mejillas, a temblarles la voz y los labios, y en las manos los abanicos, que crujían y se despedazaban entre los dedos convulsos... La Escribana madre, bien conocedora de aquellos síntomas, para conjurar la tempestad, más o menos sorda, que barruntaba, reía a carcajada seca los dichos de sus hijas, queriendo que los tomaran por chistes Nieves y don Alejandro, que se miraban atónitos delante de aquella singular escena.

Por fortuna para todos, entró don Ventura Gálvez, el párroco de Villavieja, hombre de pocas teologías, pero de mucha moral, risueño, sencillote y bondadoso como él solo. Era ya viejo, aunque bien conservado, y el único resto de lo que fue Cabildo de la Colegiata de Villavieja antes del Concordato que los suprimió. Quedóse allí como coadjutor de la nueva parroquia, y a los pocos años ascendió a párroco. Le estimaba mucho don Alejandro, y le dio un abrazo apretadísimo. Tuteaba a las Escribanas, porque eran hijas suyas de confesión y pertenecían además a una de las congregaciones que dirigía él, y les dijo algunas cuchufletas en cuanto las vio allí muy emperejiladas. Con esto se conjuró la tormenta que amagaba estallar. Llevando don Alejandro la conversación al terreno de don Ventura, habló éste del estado en que se hallaba la Colegiata: bastante bueno. Según los inteligentes, porque él no lo era, el templo, sin ser un monumento de gran importancia, valía la pena de ser atendido, aun sin considerarle, como le consideraba él ante todo, como casa de Dios. Era relativamente moderno, de estilo greco-romano, bien lo sabía el señor Bermúdez; y aunque no rico por su ornamentación, de cierta grandiosidad aparente... Para Villavieja, como la Catedral de Toledo. Los dos coadjutores (que ya vendrían a ver a don Alejandro, quizá en aquel mismo día) le ayudaban con celo y hasta con entusiasmo, y resultaban de ese modo bastante esmeradas y solemnes las funciones del culto. Para el vecindario que tenía Villavieja, en rigor, en rigor, se necesitaba mayor personal que el que tenía la parroquia; pero habida cuenta de los tiempos que corrían, no se estaba mal del todo.

Gracias a los buenos sentimientos de los villavejanos, en el templo no se carecía de nada de lo principal... con excepción del órgano, que a lo mejor no sonaba, de puro viejo y remendado. Se trataba de adquirir otro, y ya se habían tanteado voluntades con bastante buen éxito... Don Cesáreo, el marido de doña Lucrecia, había ofrecido una cantidad considerable, y mayor, si fuere necesaria. Dios era la Suma Bondad y cuidaba de todos, particularmente de los villavejanos, entre los cuales no arraigarían nunca las malas ideas... Últimamente había caído allí una semillita de cizaña... cosa de nada; pero que, como todo lo malo, fructificaría si no se exterminaba a tiempo: el hijo de un tabernero mal aconsejado; un chilindrín presuntuoso, un tal Maravillas, que con el polvo de las aulas, o de los garitos, en la ropa, se había echado a predicar entre la gente menuda unas doctrinas endemoniadas, que corrían el peligro de tomar algún arraigo, por lo mismo que no eran entendidas ni del predicador ni de los oyentes. Por eso había que vivir alerta. ¡Semejante mequetrefe, ignorantón y atrevido! Últimamente andaba empeñado en la obra, que llamaba él redentora, de publicar un periódico, que se imprimiría en la capital, porque allí, en Villavieja, no había imprenta todavía... ¡Tendría que leer lo que dijera ese periódico escrito por un trastuelo que discurría y pensaba como Maravillas, en una población de tan sanas ideas como Villavieja!

Se habló mucho de esto; se fueron las Escribanas, y entraron, casi unos tras otros, el juez de primera instancia, el abogado Canales, Codillo con sus hijas, el médico don Cirilo, las Corvejonas y algunos notables más de la villa. Apenas se cabía en el testero del estrado donde recibían los señores de Peleches; y a estas apreturas y al respeto que infundían allí los personajes graves, se debió, para suerte de los de casa, que ni las Corvejonas ni las de Codillo estuvieran en el lleno de sus papeles, como habían estado en los suyos respectivos las Escribanas y Rufita González, y se marcharon pronto.

Cuando se sentaron a la mesa, muy corrida ya la una de la tarde, los de Peleches, Nieves sentía quebrantos en el cuerpo, como si hubiera rodado por una montaña; y además estaba medio asustada con las cosas de aquellas mujeres tan parleteras, tan maldicientes y tan feroces. Le aterraba la idea de un trato frecuente con ellas, y pidió por misericordia a su padre que la librara de ese suplicio.

Don Alejandro se reía de buena gana de estos temores de su hija, y la entretuvo mucho explicándole la verdadera substancia de aquellas cosas que la asustaban por no conocerlas tan bien como él. Desmenuzolas convenientemente; separó a un lado lo que en ellas había de malo por resabios de localidad y faltas de verdadera educación, y a otro lo que era sano y noble, honradísimo y muy estimable en el fondo, y demostró a su hija, sin gran esfuerzo, que, cultivando por este lado y con sumo tino y con poca frecuencia el trato de aquellas personas, hasta llegaría a quererlas. De todas suertes, ella había ido a Peleches para hacer una vida a su gusto, sin agravio ni ofensa de los demás, y esa vida haría allí.

Por la tarde continuaron las visitas, que subían a Peleches sudando el quilo, porque aquel día achicharraba el sol. Dígalo la Indiana madre, que se presentó con vestido de terciopelo, el mayor lujo de todos los cofres de la villa, arreglado por cuarta o quinta vez del que le regaló su Martín al casarse con ella.

Cerca ya del anochecer y cuando en Peleches no se esperaba a nadie, llegaron los Vélez de la Costanilla. Eran tres, lo único que quedaba ya de los Butibambas de Villavieja: un señor don Gonzalo, alto, huesudo y pálido, con la cabeza calva y la cara muy rasurada, tieso corbatín y levita negra muy ceñida, bastante pasada de moda y de uso. Juanita Vélez, doncella cuarentona, larga y enjuta, por el estilo de su padre, lacia de pelo, de buenos ojos y muy regulares facciones, vestida de finas telas, pero muy antiguas; presuntuosamente simple el corte de su atalaje, pero también algo anticuado; y, por último, Manrique, el menor de los Vélez, hermano de Juanita, un giraldón desvaído y soso, con la boca muy grande y los dientes amarillos, mucho pie, largas piernas y bastante nuez. Era abogado por lujo, y por lujo consumía su juventud encerrado en el caserón de la Costanilla, por hábito de tener en poco a las gentes de Villavieja.

Aquella visita fue pesada y melancólica, y además muy molesta para Nieves, que estuvo incesantemente entre las miradas de los dos hermanos: las de Juanita, inquisidoras y mordicantes, y las de Manrique, voraces y hasta desvergonzadas. Se cruzaron pocas palabras entre los tres; y de esas pocas, las de Nieves fueron monosílabos; las de Juanita, impertinencias, y las de Manrique, sandeces. Don Gonzalo, que leía La Época, habló un poco con don Alejandro de las audacias de los partidos extremos y de la decadencia de la aristocracia española por influjo necesario de las nuevas corrientes, de las que no se apartaba lo que debía y a lo cual la obligaban sus gloriosas tradiciones y la altísima misión que le estaba encomendada por la Historia, y hasta por la Providencia divina... Esto le llevó como una seda a trazar un croquis de su vida en aquel centro minúsculo en que bullían y se agitaban, en las debidas proporciones, los mismos instintos malos y las mismas concupiscencias que en las grandes capitales. A Dios gracias, había logrado conservar hasta la fecha todo su prestigio y en la misma fuerza en que le había heredado de sus mayores. No concebía, en su clase, la vida de otro modo, ni podía acomodarse a ciertas artimañas y componendas con las clases inferiores, como hacían otros... porque así les iba mejor. Era cuestión de dignidad nativa, y no había que disputar sobre ello.

No pensaba en semejante cosa el tuerto Bermúdez, que le escuchaba sin pestañear y bostezando a ratos; y eso que podía jurar que lo de las artimañas y las componendas con las clases inferiores, iba con él porque era rico y del solar de Peleches, y vivía en Sevilla, y tenía negocios y amigos de muchas castas en varias partes, incluso Villavieja; sabía también que los Vélez de la Costanilla le detestaban con cuanto le pertenecía, y que si venían a visitarle entonces era sólo por darse lustre y venderle la fineza; sabía además que el resoplado Vélez, con todos aquellos pujos de idealismo aristocrático, era, so capa, el mayor y más funesto intrigante que había en Villavieja, con excepción del otro, de Carreño, el de la Campada, que allá salía con él en intrigas y en agallas; y sabía, por último, que era relativamente pobre y pobre vanidoso, vivía retraído y envidioso y maldiciente, lo mismo que sus hijos e igual que todos sus fidalgos progenitores. Lejos de pensar en contradecirle en nada el campechano Bermúdez, a todo le dijo «amén» por ser ese el camino más derecho para llegar al fin de la visita, que era lo que más deseaba entonces.

Túvole al sonar las nueve de la noche; y los Vélez de la Costanilla se despidieron y se marcharon con el mismo insípido ceremonial con que se habían presentado en el solar de Peleches.

En cuanto se vio Nieves a solas con su padre, le dijo:

-Creo que estoy mala, papá, y que si vienen más visitas esta noche, me muero.

-Y yo también -respondió don Alejandro, recorriendo el salón a grandes pasos para desentumecerse-. Pero no tengas cuidado, que no vendrán; y si vinieran, perderían el viaje y el tiempo, porque voy a dar órdenes para que se cierren las puertas, como si nos hubiéramos muerto o zambullido ya en la cama... Pero dime antes: de todas las visitas que nos han hecho hoy, ¿cuál te ha parecido la más molesta?

-La última -respondió Nieves sin vacilar-. Ésta de los Vélez. ¡Ay, qué estampas de escaparate! Siquiera las otras...

-Justo, resultan divertidas.

-Eso es.

-Pues aún te faltan otros ejemplares de primera: los Carreños de la Campada, rivales de los Vélez de la Costanilla, que acabas de conocer... y lo que Dios nos tenga destinado, hija mía; porque al paso que vamos hoy, no es fácil adivinar lo que sucederá mañana. De todas suertes, la batalla ha de durar pocos días... Recuerda lo que don Claudio nos dijo.

-Sí; pero ¿y los del pago?

-Esos no te apuren: se toman a nuestra comodidad, o no se toman... o se corta por donde convenga; y que arda Troya si es preciso. A nosotros, ¿qué? Por de pronto, cenaremos para cobrar fuerzas; y con eso y el descanso de la cama, amanecerá Dios mañana y medraremos... ¡Catana! ¡Catana!...

Se presentó la rondeña a los pocos momentos, con una carta en la mano, y mientras se la alargaba a su señor, la dijo éste:

-Que se cierren los portones de la calle y que nos preparen la cena a escape... ¿Quién ha traído esta carta?

-Un mandaero.

-¿Espera la respuesta?

-No, zeñó.

Abriola don Alejandro, que ya había entrevisto al pendolista en la bastarda algo temblona del sobre; leyó la firma ante todo, y dijo a Nieves:

-De quien yo me presumía por la letra.

-¿De quién, papá?

-Del famoso farmacéutico. A ver qué se le ocurre al bueno de don Adrián.

«SR. D. ALEJANDRO BERMÚDEZ PELECHES.

»Mi amigo, señor y dueño: hallándome imposibilitado de salir hoy de ésta su casa por la torcedura de un pie (cosa de poca importancia); ausente mi hijo desde que se fue esta mañana a hacer una de las suyas, y no queriendo ser el último de sus buenos amigos en dar a ustedes la bienvenida, se la mando en estos renglones.

»Mientras llega la ocasión de dársela de palabra, tengo un señalado placer en repetirle que soy de usted verdadero amigo y seguro servidor Q. S. M. B.

»ADRIÁN PÉREZ.»

-Así habían de hacerse todas las visitas -dijo Nieves-, para que no resultaran pesadas.

-Pues precisamente es la de este perínclito boticario de las pocas, si no la única, que yo hubiera recibido hoy con verdadero placer. Tanto, que mañana mismo he de ir yo a verle.

-¡Ay, papá! -exclamó Nieves alarmada de veras-. ¿Y si vienen visitas estando yo sola?

-Ya se elegirá una hora conveniente -respondió su padre para tranquilizarla-. Y a mayor abundamiento, te llevaré conmigo, y tomaremos el aire de paso, y estiraremos los tendones; y si vienen visitas, que vengan; y si se amoscan... mejor... ¡canástoles! ¡Viva la libertad de Peleches!

Y se fueron al comedor, triscando como dos chiquillos después de salir de clase.




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- VIII -

En el casino


El de Villavieja tenía bien poco que ver y mucho menos que admirar. Esto ya se sabe por referencia de don Claudio Fuertes; pero una cosa es saberlo de oídas, y otra muy diferente verlo con los ojos de la cara; subir por su escalera angosta, entre la tienda de Periquet y el Bazar del Papagayo; sentir estremecerse los peldaños desnivelados, debajo de los pies; abocar al vestíbulo mal oliente, obscuro, casi tenebroso de día, con algunas perchas desiguales y una bastonera de listones, larga y estrecha; echarse a la ventura por cualquiera de los dos pasadizos que arrancan de allí, uno a la derecha y otro a la izquierda, con el suelo esponjoso y temblón, de puro viejo, y ver aquí un cuarto lleno de cajones vacíos, de quinqués desvencijados, de montones de periódicos de desecho y de vasijas quebradas; más allá un tabuco con honores de secretaría, conteniendo un estante de pino con papeles y algunos libros de cuentas, cuatro sillas ordinarias y una mesa con tapete verde, cartapacio de badana y escribanía de azófar; un saloncillo después con una mesa larga con media docena de periódicos encima y buen número de sillas alrededor, un armariote entre dos huecos de la pared con algunos libros maltratados y varias colecciones de la Gaceta, un reló de caja en un testero, y en el de enfrente un calendario debajo de un gran anuncio encuadrado de los chocolates de Matías López, y dos quinqués, con reflectores de latón, colgados del techo sobre la mesa. Todo aquello era el «gabinete de lectura». Frontero a él, es decir, en el otro extremo del corredor y con luces a la plaza, el gran salón: la mejor pieza del Casino; salón de tertulia, de tresillo, de billar y de café al mismo tiempo, y de baile cuando llegaba el caso. Entonces se arrimaban a la pared las sillas de paja y las cuatro butacas descoyuntadas y bisuntas que ordinariamente andaban de acá para allá al capricho de los desocupados; se amontonaban las mesitas y los veladores en el cuarto obscuro ya conocido, y en la leonera y otro cuarto más por el estilo, que había a su lado, o en la cocina, y se convertía la mesa de billar en mesa de ambigú vistosamente adornada, en la cual se destacaban y lucían mucho las pilas de azucarillos y las bebidas refrigerantes en la cristalería de Periquet; se encendían las dos docenas de velas correspondientes a otras tantas palomillas de quita y pon que había a lo largo de las paredes y en cada cara de los dos pies derechos del medio; y con esto y unas colgaduras de tul de tres colores en las puertas, y unas guirnaldas de flores contrahechas, serpeando poste arriba en los dos mencionados, y con quemarse allí unas pastillas del Serrallo, o medio real de alhucema, resultaba el salón muy oriental y hasta espléndido, en opinión de los más descontentadizos y exigentes villavejanos.

La mesa de billar, por razón de la luz que necesitaban de día los jugadores, estaba en una de las cabeceras del salón, cerca de uno de los tres balcones que daban a la plaza. Los tresillistas, por alejarse todo lo posible del ruido que de ordinario se hacía en la mesa y alrededor de ella, entre jugadores, choque de bolas, cántico del pinche, matraqueo del bombo, que era de hojalata, y comentarios y disputas de mirones y tertulianos, ocupaban la cabecera opuesta, a más de treinta pasos de distancia, porque el salón era enorme. Tenía el servicio de la casa, desde tiempo inmemorial, ajustado a una tarifa votada en junta general de socios, con asistencia del contratista, un cafetero establecido en la calle trasera, en un local de muy mala traza; pero, según fama, cumplía bien sus compromisos, y hasta gozaban de mucho crédito sus géneros, su diligencia, y particularmente sus limonadas en la estación de verano.

Y no había otra cosa digna de mencionarse en el Casino de Villavieja.

Aquella tarde, o más bien, aquel anochecer, había, como de costumbre a tales horas, poca gente en el gran salón. En las mesas de tresillo, nadie; en los veladores inmediatos, lo mismo; en el sofá de gutapercha jironeada y en las cuatro butacas contiguas a él, Maravillas y dos «chicos de la redacción», hablando u oyendo leer, muy por lo bajo, a uno de ellos unos papelucos. Cerca de la mesa de billar, tomando café arrimados a un velador, el fiscal y dos amigos; y jugando chapó, con el estrépito de siempre, el Ayudante de Marina y Leto Pérez el farmacéutico: el primero sin corbata y con el cuello y el chaleco desabotonados; el segundo lo mismo, y además en mangas de camisa; licencias muy justificadas en aquella ocasión, porque tal era el calor que hacía, que «se asaban los pájaros», al decir del hijo del boticario sin apartarse mucho de lo cierto.

A pesar de este calor y de la peste que daban los dos reverberos de petróleo colgados sobre la mesa, recientemente encendidos, aunque a media luz todavía por recomendación del conserje, muy encarecida al muchacho que apuntaba; a pesar de esto, y de llevar más de dos horas jugando, ni el Ayudante ni Leto mostraban señales de cansancio. Particularmente Leto, parecía endurecerse y animarse con la pesadumbre del calor y los esfuerzos de la brega. Le faltaba tiempo para todo: apenas se detenía su bola, largaba el tacazo y tomaba la contraria casi al vuelo; agarrado a la baranda, veía correr las tres, porque a no estar en mano una de ellas, a las tres ponía en movimiento disparatado, y las seguía y arreaba con los ojos; y como siempre hacía algo, cuando no lo hacía todo, palos, carambola, pérdida y dos billas, con un estruendo espantoso (porque el paño tenía heridas y recosidos, y las bolas desconchados, y sonaban sobre el tablero como si llevaran clavos de resalto), las sacaba de las troneras y plantaba los palos antes que el pinche acabara de cantar el golpe. Al Ayudante le daba siete tantos y la salida, si la quería; y así y todo le llevaba de calle, porque no había defensa posible contra un modo de jugar como el de Leto. Y cuidado que el Ayudante jugaba bien; pero como no lograra pegar al otro a la baranda, cosa perdida. Con una cuarta de taco que pudiera meter en la mesa el farmacéutico, golpe hecho por donde menos podía esperarse. Para una fuerza inicial como llevaba su bola, no había nada seguro en la mesa, ni en las inmediaciones las más de las veces. El Ayudante desfogaba sus contrariedades llamándole san Bruno, y chiripero, y leñador y otras cosas parecidas. Leto le concedía que le salía bastante más de lo que tiraba; pero no que estuvieran bien aplicados los calificativos aquellos. Y sobre eso porfiaban a cada instante y apelaban al juicio de los mirones, ¡y daba Leto cada carcajada y decía cada cosa!...

Porque aunque todo lo tomaba con calor, rara vez se incomodaba. Tenía eso de bueno, por de pronto; amén de la estampa, que no era mala por ningún lado que se la mirase. Al contrario, reparando mucho en ella y sabiendo mirar, había momentos en que resultaba hasta hermosa. Leto era fornido, sin ser basto ni mucho menos; ágil y bien destrabado de miembros, de mirar noble e inteligente, sano color y correctas facciones; la barba, de un matiz castaño obscuro, nutrida, suave y bien puesta; el pelo semejante a la barba; los dientes sanos y blanquísimos; la boca no grande y fresca, y el cuello, que entonces estaba al descubierto, limpio, blanco y redondo como una pieza de mármol. Pues siendo así al pormenor, sólo en determinados momentos, como se ha dicho, resultaba, en conjunto, hermoso en el sentido estético de la palabra. La razón de este contrasentido, que pocos trataban de investigar (uno de ellos don Claudio Fuertes, que tan conocido le tenía, y, sin embargo, se le pintó a don Alejandro de la manera indecisa que se vio en su carta), la hallaría un fisiólogo de tres al cuarto con sólo reparar cómo jugaba y discutía y razonaba y se conducía en todo, con relación a los que le oían o le miraban, el hijo de don Adrián Pérez, y la irá conociendo el lector según le vaya tratando.

El caso es, a la presente, que Leto llevaba de calle al Ayudante; que el Ayudante se picaba; que Leto se defendía a su manera; que el fiscal y sus colaterales les embrollaban el pleito para enzarzarlos más en él; que el pinche dio una vuelta a los tornillos de los reverberos, porque ya no se veía lo necesario para jugar la última mesa comenzada del último partido; y que en este estado de cosas se marcharon los dos amigos de Maravillas; se sentó éste junto al velador más próximo al billar por el lado de cabaña, y «variando de conversación», preguntó el fiscal al mozo farmacéutico que engredaba la suela de su taco en aquel instante, después de haberse limpiado el sudor de la frente con una manga de su camisa, si había ido a visitar al Macedonio.

-Y ¿quién es el Macedonio? -preguntó a su vez Leto candorosamente.

-Me parece que bien claro está -replicó el otro muy serio-. El señor de Bermúdez Peleches.

-No veo yo esa claridad...

-Hombre -añadió el fiscal repantigándose en su silla y metiendo los pulgares por las sisas del chaleco-: un Alejandro que tiene por hermanos a un Héctor y un Aquiles, no puede ni debe ser otro de menor talla que el de Macedonia, el Magno, que llamamos la Historia y yo. Además, según mis noticias, es tuerto como su ilustre padre, el jumista Filipo. Otro rasgo de familia...

Se celebró mucho la ocurrencia por todos los presentes, incluso Maravillas, que por aquella vez no usó la sonrisita a que le obligaba de continuo su papel de librepensador propagandista; por todos, menos por Leto, que se quedó mirando de hito en hito al fiscal... hasta que de pronto soltó una carcajada.

-¡Carape! -exclamó enseguida-, que está de molde el apodo.

-Gracias, muchacho -dijo muy serio el fiscal.

-Vamos, que quedará como otros muchos.

-No lo dije por tanto; y hasta lo sentiría, porque tengo los mejores antecedentes de ese caballero, y en especial, de su hija. Dicen que es cosa excelente... Pero ¿en qué quedamos? ¿ha ido usted o no ha ido a verlos?

-¡Yo!... ¿a qué santo?

-Al santo de que ha ido media Villavieja... ¡Canario, cómo se conoce que tienen guita larga!

-Pues mire usted... (Allá va eso, Ayudante... Vaya usted contando: la carrerita del medio, carambola y billa... Aguarde usted, que también el mingo se va a colar... ¡Se coló!... Dos y seis, ocho; y seis, catorce. Apunta, muchacho.) Pues iba a decir que, sin que yo tenga personalmente nada que ver con ellos, ni los conozca siquiera más que de oídas, es lo cierto también que, por una casualidad, no estuve ayer en Peleches de punta en blanco, y que por poco más de lo mismo, no he subido hoy allá.

-¡No le dije yo? A ver eso, hombre.

-Y ¿qué ha de verse? Lo que le dije al principio: que nada tengo que hacer en Peleches, y que por eso no he ido.

-Como decía usted que por una casualidad...

-(Apunta eso más, muchacho... y no se queme, Ayudante. Ya sabe que soy un segador chiripero.) Lo decía por mi padre.

-Ahora lo entiendo menos.

-Mi padre es muy amigo de don Alejandro desde que éste andaba por acá. Ayer se torció un pie.

-¿Quién? ¿don Alejandro?

-No, señor: mi padre.

-Corriente.

-Torciéndose un pie... poca cosa... ya está casi bien. (¡De maestro, señor Ayudante, de maestro! Pérdida con tres palos, y cubierto yo; y además pegado como una ostra... ¡Carape!... Vamos, un tanto más para usted...) Pues torciéndose un pie mi padre en un hoyo de la botica, no pudo subir ayer a Peleches a saludar a ese señor; y no pudiendo subir, le escribió una esquelita a última hora de la tarde, al ver que yo no volvía.

-¿De dónde?

-De voltejear por afuera. Porque él había pensado que hiciera yo la visita en su lugar... (Otro golpe bueno, Ayudante. A ese paso, me la lleva usted. Pero ya nos veremos un poco más allá. Estamos veinticuatro por diez y ocho... ¿no es así? Me faltan doce... cuestión de un golpe o dos... ¡Ajá!... Apúntame esos cinco tantos por de pronto.) Al volver ya de noche, me lo contó mi padre con lo de la torcedura, que ocurrió después de salir yo de casa donde le dejé arreglándose para subir.

-¿Adónde?

-A Peleches... ¡Y quería que yo le acompañara!... Como ha querido hoy que subiera a decirles que todavía continuaba él sin poder salir de la botica...

-Y bien querido.

-¡Quite usted allá, hombre!... ¡Pues soy yo a propósito para esas embajadas y esos!... Todavía ayer, si hubiera estado en casa, por complacer a mi padre y no tener disculpa de fuste para lo contrario... ¡pero hoy, estando él ya para subir de un momento a otro, y después de la carta de anoche!... (¡Carape!... se me pasó la bola... Vaya otro respirito más para la agonía de usted, Ayudante.)

-Pero ¿por qué se resiste usted tanto a complacer a su padre en un asunto tan hacedero y llano y hasta gustoso?

-Por demás lo sabe usted, fiscal: porque no sirvo yo para esas cosas... vamos, que me pego a la pared lo mismo que un animalejo.

-Pamemas. Diga usted que le gusta lo cómodo, y acabemos...

-Que es la pura verdad, hombre: que soy así.

-Para lo que le conviene.

-¡Lo mismo que Dios está en los cielos!

Esto lo dijo Leto preparándose a jugar por la baranda de arriba; y al oírlo Maravillas, le soltó desde enfrente una sonrisita de las más acentuadas de las suyas. Leto la pescó en el aire, y casi se sintió mortificado; pero estaba más atento que a esas cosas, a la jugada que acababa de prepararle un descuido de su contrario.

-Así se los ponían a Fernando séptimo -dijo el fiscal, repitiendo una frase tradicional en los billares, en idénticos casos; es decir, cuando queda la bola contraria entre la del jugador y los palos y en línea recta, para fusilar.

-¿Se tira esto? -preguntó Leto al Ayudante repitiendo otra frase de billar.

-Y con mucho cuidado -contestó el Ayudante, dándose por muerto.

-Pues allá va.

Se oyó un estrépito formidable; y no quedó nada, lo que se llama nada, sobre la mesa, porque los cinco palos fueron a estrellarse en la cara de Maravillas; la bola de Leto saltó tras ellos, con diferente rumbo por suerte de Tinito el sabio; y las otras dos, por haber chocado la del Ayudante con el mingo que estaba en cabaña, desaparecieron en las troneras, después de rebotar unos instantes de baranda en baranda, como si las persiguieran centellas.

Maravillas se quedó como espantado y sin maldita la gana de sonreírse; Leto aseguraba que lo había hecho sin intención, pero con trazas de darlo por bien hecho a poco que lo pusiera en duda el apaleado; el Ayudante pedía que se le apuntara el golpe a él porque la bola que saltó había sido la de Leto, y los demás coreaban la porfía como lo reclamaba la pintoresca situación... De pronto callaron tirios y troyanos, y se vio a los jugadores arrojar los tacos, abotonarse apresuradamente camisas y chalecos, volverse Leto de espaldas, recoger de encima de una banqueta su americana, y, muy acelerado, embutir el cuerpo en ella.

Porque es el caso que acababan de aparecer en el salón el comandante don Claudio Fuertes y otras dos personas que, por todas las señales, debían ser don Alejandro Bermúdez y Nieves, o, como dijo a sus colaterales el fiscal, después del primer vistazo a los forasteros y en su manía de poner motes a todo bicho viviente, «el Macedonio con la más guapa de las hijas de Darío».

Por todo arreo llevaba Nieves una túnica lisa de color de barquillo, muy ajustada al airoso talle, y un sombrerito de paja del tono del vestido, de los guantes y de la sombrilla; y por todo adorno del traje, dos toques o notas verde mar: una en el sombrero y otra en la cintura. Calcúlese el relieve que adquiriría aquella figura tan esbelta, tan fina, tan pulcra y tan elegante, sobre los fondos sucios y denegridos del gran salón del Casino de Villavieja.

Don Claudio avanzó con sus acompañados hasta la mesa de billar, y les fue presentando, uno a uno, todos sus amigos agrupados allí.

Cuando le tocó el turno a Leto, don Alejandro le dio un fortísimo apretón de manos, y Nieves, mirándole con gran interés, le aseguró que tenía grandísimo gusto en conocerle. Leto, con la lengua trabada y las mejillas ardiendo, pensó que le daba algo.

-Hemos estado en la botica -le dijo Bermúdez-, donde he tenido el placer de abrazar a mi buen amigo don Adrián, y nos ha hablado largamente de usted. Por eso, y por ser hijo de quien es, nos alegramos tanto de hallarle aquí. Además, yo le conocí a usted así de chiquitín. ¡Canástoles con el estirón que ha dado desde entonces acá!

Hablando, hablando, se supo que el padre y la hija habían salido de Peleches a las seis de la tarde y bajado por la Costanilla. Habían entrado en la Colegiata, donde Nieves, después de rezar sus devociones, había visto cuanto era digno de verse y la fue enseñando don Ventura, con su paciencia y amabilidad acostumbradas. Después habían entrado en la botica. Allí descansaron y hablaron largamente. Al disponerse para salir, llegó don Claudio que había ido a buscarlos a Peleches media hora antes, creyendo hallarlos en casa todavía. Desde la botica, y como ya el calor no molestaba mucho, se fueron los tres hacia el muelle, y luego por la Campada... y por la Ceca y la Meca. Viniendo ya cerca de la plaza, de vuelta para Peleches y muy sediento don Alejandro, recomendole don Claudio las limonadas del Casino; y por eso y porque Nieves conociera el gran salón, de tan buenos recuerdos para él, habían subido.

Conque se dispusieron convenientemente dos o tres veladores lo más lejos que se pudo de los reverberos del billar que apestaban a petróleo; se pidió perdón a Nieves porque no olieran a cosa mejor, y se sentaron todos «en dulce amor y compaña», devorando a Nieves con los ojos los dos abogadillos; no sabiendo Leto Pérez dónde fijar los suyos con entera seguridad de no ser aludido por nadie, para evitarse la angustia de hablar delante de tan señalados huéspedes, y muy arrepentido el fiscal de haber puesto motes a aquel señor que, aunque tuerto, le parecía una excelente persona y era padre de la chica más guapa que había visto él de cerca en todos los días de su vida.




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- IX -

La familia del boticario


Las visitas de aquel día no fueron tantas en Peleches ni tan molestas para sus moradores, como las del anterior; porque en Villavieja, como en todas partes, había de todo, y el furor de la cursilería y de la presunción estrafalaria, había pasado con la nube de la víspera. Entre los últimos visitantes abundaron las buenas y honradas intenciones, los generosos deseos, hasta móviles de gratitud no olvidada a pesar de los años transcurridos; y en los más de los ejemplares se entendía bien claro que si llevaban encima los trapitos de cristianar y las vistosas galas, no lo hacían por vana ostentación, sino como debido tributo a la importancia de los señores visitados.

La única nota discordante en aquel conjunto de cosas bastante bien concordadas y soportables, y hasta entretenidas a ratos, fue la familia Carreño, o más propia y gráficamente «los Carreños» de la Campada, o, como si dijéramos, los Mucibarrenas de Villavieja, ya que a sus rivales sempiternos, los Vélez de la Costanilla, se les llamó, a su debido tiempo, los Butibambas. Para que todo fuera contrapuesto y antagónico en estas dos dinastías de Villavieja, hasta en el arte y la traza andaba la una al revés de la otra.

Ya se ha visto que los Vélez eran largos, huesudos, blancos, solemnes y fríos como estatuas sepulcrales. Pues los Carreños, como constaba de toda notoriedad en Villavieja y se vio en los cuatro ejemplares (matrimonio y dos hijas) presentados en Peleches, eran chaparrudos, cetrinos, bastos de líneas y facciones, crespos de pelo, mordaces de lengua e implacables de entraña. De estilo y de educación, como de estampa y de pelo.

Padres e hijas despotricaron a porfía durante tres cuartos de hora, y no dejaron honra limpia ni hueso sano en Villavieja. ¡Cuánto se felicitaba la Carreño madre (eran primos hermanos los cónyuges) por la venida de los Bermúdez a Peleches!

-¡Esto consuela, señor don Alejandro! -decía abanicándose briosamente el pescuezo con ronchas bronceadas-. Se ve una entre los suyos, y tiene con quién hablar y desahogarse... Porque en la soledad a que la obliga a una el decoro de la clase, se hacen allá dentro unas talegadas de asco, que da gusto desocuparlas después entre gentes que la comprendan a una y sepan estimar las cosas en lo que valen... ¡Si vieran ustedes cómo se va poniendo esto!... Ya no hay quién lo conozca. No queda un alma decente: todo es trapajería de ayer acá... hasta en el ayuntamiento; hasta en los empleados que nos manda el Gobierno para las oficinas que tiene aquí... Así es que, no queriendo apolillarme ni que se apolille nadie de mi casa en un desván, como algunos trastos viejos que yo me sé (los Vélez de la Costanilla), les digo a éstas (las hijas): a vivir alegres, y al sol; pero como si no hubiera en Villavieja más habitantes que nosotros. ¿Van esas puercas a la Glorieta? Vosotras a la Chopera. ¿Vienen ellas aquí abajo? Vosotras vais allá arriba. ¿Ellas hacia el Miradorio? Vosotras a los Arcos. ¿Ellas muy emperifolladas? Vosotras con lo peor, en camisa... en cueros vivos si fuera posible. Que lo vean, que comparen, que aprendan algo; y si les duele, a eso se tira... y al cuerno las grandísimas tarascas que se salen de su cascarón... Igual pasa cuando éste (Carreño) se lía con el ayuntamiento, pongo por caso, para que se haga o no se haga esto o lo de más allá: en lugar de aconsejarle que se esté quieto y deje rodar la bola que a él no ha de pisarle, le ayudo a que apriete más contra el lucero del alba, porque el día que se acostumbren ellos a no vernos y a no sentirnos, como si no quedaran Carreños en Villavieja, los demonios se lo llevarían todo y aquí no se podría parar.

Carreño se reía a carcajadas con estos dichos de su mujer; y como era bastante más avisado que ella, no los usaba tan crudos; pero en el alcance de la intención, no la iba en zaga. Las hijas, cargadas de similores y de cintajos, muy porosas y verdegueando, con la misma intención de casta rajaban en un estilo mixto de lo más malo de los otros dos.

-¿Sabes, papá -decía Nieves al suyo después que se marcharon los Carreños-, que eso de los aires puros que tanto recomiendas tú, no da siempre los mejores resultados en lo tocante a buenas ideas?... ¡Mira que de ayer acá llevamos oídas cosas buenas, y a gentes bien sanas de cuerpo!

-Yo te diré -contestó don Alejandro un poco atarugado con la inesperada observación de su hija-. Mirado el caso por encima y tal como él mismo se va metiendo por los ojos, parece que tienes razón; pero atendiendo a lo que debe atenderse; mirando como debe de mirarse ¿estás tú?... poniendo cada cosa en su sitio y a su luz correspondiente; midiendo esto y pesando aquello con la necesaria reflexión; no dando a ciertas... a ciertas, vamos, a ciertas pequeñeces accesorias, el valor de un hecho fundamental, ¿eh?... estudiando, en fin, el punto a conciencia... penetrándole hasta lo más hondo, como yo le tengo penetrado, lo infalible de mi axioma se palpa; pero hasta el extremo de que ese mismo argumento que a ti se te ha ocurrido, le da mayor realce todavía... como te lo podía demostrar yo ahora, si la ocasión fuera oportuna o lo reclamara una gran necesidad... Porque te advierto que la cuestión resulta algo metafísica, tratada como es debido; y no creo que te divirtiera gran cosa a raíz de una tanda de visitas como la que vienes aguantando.

Se ignora si las racionales dudas de Nieves quedaron desvanecidas con esta argumentación de su padre; pero es un hecho que la una y el otro, a pesar de tener citado a don Claudio en Peleches para el anochecer, tan hartos se vieron de visitas y tan necesitados de libertad y movimiento, que a las seis de la tarde se echaron al mundo por la Costanilla abajo, anticipando la salida dos horas a la convenida con el comandante retirado.

Ya se sabe que después de visitar la Colegiata, hicieron una larga parada en la botica, y que desde la botica se fueron a corretear por la villa hasta dar a última hora en el Casino. Poco importa lo que hicieron en él, y menos lo que les ocurrió andando al aire libre, que no abundaba ciertamente aquella tarde; pero hay que decir algo de su visita a don Adrián Pérez el boticario.

Uno, y dos, y tres... muchos abrazos se dieron los dos amigos. Se golpeaban las espaldas con las manos abiertas, se separaban, mirábanse un momento, se sonreían; y vuelta a abrazarse y a desabrazarse, y a mirarse y a sonreírse... y a todo esto, sin dejar de decirse cosas... «¡Caray, cuánto me alegro! -¡Con qué placer le abrazo, canástoles! -¡Otro, don Alejandro! -¡Con toda el alma, don Adrián!... ¡Si no pasan días por usted, canástoles! -¡Si está usted hecho un mozo, caray!... ¡Hala con otro! -¡Ya se ve que sí, ja, ja!... ¡Qué don Adrián tan famoso! -¡Vaya con el bueno de don Alejandro! -Pues sí, señor. -¡Vaya, vaya!...» Y así.

Después empezó el boticario con Nieves: no a abrazarla, sino a hacerla mil preguntas y cumplidos y a ponerla en los cuernos de la luna por «guapa moza», acabando por sacarla parecidos con cada uno de los Bermúdez que él había alcanzado, contra la opinión del Bermúdez presente, que sostenía, con mejores títulos, que era «toda de los de allá», casi un retrato de su madre.

Convínose en ello, porque, al cabo y al fin, al boticario igual le daba, y sentáronse el padre y la hija en las banquetas que don Adrián les arrimó, ofreciéndoles de paso un refresco de jarabe de moras o de agraz, que había en la botica, hechos en aquella misma semana... o chocolate que les bajarían de casa... «con toda franqueza». Se lo estimaron mucho, pero no quisieron tomar cosa alguna. Entre tanto, nada se había hablado todavía de la cojera de don Adrián, que se le notaba, no solamente al moverse, sino en llevar calzado con una chinela el pie de que claudicaba algo, y el otro con la bota de todos los días.

A lo que de él se sabe por don Claudio Fuertes, hay que añadir que era de regular estatura, moreno, enjuto, de ojos pequeños, pero listos, risueño de expresión, y de voz lenta y sin timbre alguno. Parecía algo socarrón, pero en realidad no lo era. Lo parecía, porque así resultaba de la combinación de su flemática y natural sosera, con la malicia aparente de sus ojuelos de ratón y lo risueño de su boca.

Lo del pie, por lo que le preguntó don Alejandro enseguida que se hubo sentado, había sido poca cosa: alcanzando el tarro del papaver album para preparar un medicamento, se puso de puntillas; y al sentar el pie en el suelo otra vez, se le hundió la mitad de hacia afuera en una rendija grande (que señaló con la mano). Nada, una ligera distensión que ya estaba curada con unas compresas de vejeto... tanto, que pensaba haber subido a Peleches un poco más tarde. Porque pensar que cumpliera por él su hijo, era pensar los imposibles... «¡Caray, qué muchacho ese!»

Y movía un poco la cabeza, y se sobaba el codo izquierdo, haciendo subir y bajar la manga de la levita con todo el hueco de la mano derecha aplicada allí.

Por aquel portillo, es decir, por la dulce e inofensiva lamentación del boticario, salió a plaza, provocada con verdadero interés por Bermúdez, la historia de toda la familia de don Adrián.

Al morir la boticaria, catorce años hacía, le quedaban cuatro hijos de los catorce que había tenido en su afortunado matrimonio. De los cuatro hijos, tres eran hembras. Corriendo el tiempo, la mayor se casó con el vista de aquella aduana; ascendiéronle pronto, y por esos mundos andaba el matrimonio cargado de familia; pero tenían todos qué comer, y eso consolaba algo. La segunda casó peor: con un villavejano recién hecho maestro de escuela. No le producía el oficio allí para lo indispensable; fuéronse a la ciudad creyendo mejorar de fortuna, y ya se habrían muerto de hambre sin el mendrugo que él les daba, quitándole de su mesa. La tercera se casó con un teniente de la Guardia civil, y también andaba, como la mayor, de la Ceca a la Meca, y también cargada de familia.

-La verdad es -concluyó don Adrián rascándose muy suavemente el codo-, que bien consideradas las cosas, señor don Alejandro, y tal y cual van, ¡caray! los particulares de otras familias, no les ha caído a mis hijas la más negra de las fortunas... eso es. Las tres se me han casado: dos de ellas comen y están en carrera... eso es... La tercera anda algo atrasadilla de recursos, es verdad; pero ¡qué caray! es honrado y mozo su marido... por lo más obscuro amanece a lo mejor... eso es... y Dios no falta nunca a los buenos... Eso las digo yo a cada paso: vea usted; y tan contentas... eso es... y contento yo también, sí, señor, bastante contento; porque otra cosa no sería regular... Eso es.

Acabado este punto, se tocó el del hijo.

-Ayer me decía usted en su carta -apuntó don Alejandro-, que por haber hecho una de las suyas... (creo que eran éstas las palabras) no había vuelto a casa a la hora en que me escribía; y hace un momento se ha referido usted también a él de un modo semejante.

-¿Y eso le ha metido en cuidado? -le preguntó el boticario sobándose el codo y sonriendo blandamente.

-No diré que en cuidado -respondió el de Peleches muy afable-; pero en cierta curiosidad...

-Es natural eso, ¡je, je!... Pues respecto de ese muchacho, ¡caray! yo no sé qué decirle a punto fijo... a punto fijo... eso es. Por de pronto, es noblote a no poder más; y hasta el día de la fecha... en buena hora lo diga, no me ha dado ningún disgusto... quiero decir, un verdadero disgusto...

-Pues eso ya es algo, don Adrián.

-¡Caray! ¡vaya si lo es! ¡Y no doy yo pocas gracias a Dios por ello! No, no: en ese punto, marchamos bien. Pues este chico, a quien usted debió conocer la última vez que estuvo aquí, aunque de prisa, así de pequeñuelo, correteando por la botica... eso es... porque no salía de ella en todo el santo día de Dios... parecía un muñequito... ¡tan redondito y tan blanco!... vamos, un muñequito de porcelana... ¡con unos ojazos negros!... No, y conservar los conserva, aunque no parecen tan grandes ahora... Verdad que, como le ha crecido la cara... eso es. Lo que le ha variado algo es el color: ya no es tan blanco... Y bien mirado, mejor es así para un hombre como él, tan hecho y tan... eso es... Y vamos allá: como le vi bien despierto y de excelente condición, púsele en carrera con ánimo de que siguiera la de su padre: ya ve usted, por no dejar morir esto que ha sido la hogaza de la familia, de una familia tan dilatada como la mía; y hay que ser agradecido, don Alejandro... eso es. Fuese el chico a la ciudad; estudió las humanidades, con aprovechamiento, sí, señor, y con muy buenas notas... ¡caray! ¿por qué no decirlo?... Siendo ya bachiller, se prestó de buena gana a seguir esta carrera, y le envié a Madrid... Verdaderamente que el dinero no sobraba en casa; pero había lo necesario desvalijando un poco la hucha de mis buenos tiempos de boticario de nota. ¡Y ¿qué mejor empleo para ello, qué caray!... Un hijo solo, llamado quizá a ser el sostén de la familia desde el día en que yo faltara... porque para entonces, aún le quedaban dos hermanas solteras, y su pobre madre arrastrando malamente la vida que se le acabó al siguiente año... ¡Caray! mi señor don Alejandro, todavía duele allá dentro cuando pasan estos recuerdos por la cabeza... En fin, que se fue Leto a Madrid... ¿Les he dicho a ustedes que se llama Leto mi hijo?

-No, señor.

-Pues así se llama: Leto... eso es... Y por cierto que el nombre es lo peor que tiene el pobre chico.

-¡Lo peor! ¿Y por qué, don Adrián?

-Porque es feo y hasta un poco... ¿a qué negarlo, qué caray!... Es feo... y raro, vamos. Pero cosas allá de su madre y su padrino, a cual más escrupuloso en la materia... eso es; porque san Leto era el santo de aquel día, primero de septiembre... Pero ¡caray! dije yo, aunque esa sea la costumbre en la familia, me parece a mí que, por una vez, bien se puede quebrantar... eso es, en gracia siquiera de lo raro del nombre: pongámosle otro más, para llamarle por él, y así queda todo arreglado. Que nones, don Alejandro; y, en fin, que se llama Leto... Eso es.

Declararon los oyentes, de todo corazón al parecer, que no había en el nombre nada de feo ni de raro, y, sin convencerse de ello, continuó don Adrián:

-Tampoco en Madrid dio un mal paso en su carrera: buenas notas siempre, mucho fruto... porque aquí, en la botica, le iba descubriendo yo cuando venía a pasar las vacaciones... y al mismo tiempo haciéndose un chicazo como un trinquete... no muy grande; pero bien cortado... eso es, y fuerte... y guapo, ¡qué caray!... y dócil y risueño que daba gusto. Pues, señor, que llegó a tomar el título y que se vino a casa, y que le arrimé a la botica para que practicara lo que había estudiado, eso es... porque sin práctica, de nada valen las teorías; y, amigo de Dios, como una seda desde el primer instante. Una soltura y un arte... un arte como si en toda su vida no hubiera hecho otra cosa... Pero, vea usted, ¡qué caray! no había que pensar en mirar muy de cerca lo que hacía, porque ya le tenía usted con las manos trabadas, materialmente trabadas, eso es... vamos, que hasta era capaz de echarlo todo a perder... por el genio, por el arrastrado genio.

-¿Lo tenía malo?

-¡Quiá! Corto... ¡o qué sé yo? Desde muchachuelo fue lo mismo; y ¡si vieran ustedes lo que eso le perjudicó durante la carrera!... Porque sin esa condición, hubiera lucido el doble trabajando menos: eso es. Pero yo esperaba que se le fuera modificando con el tiempo y según iba él viendo mundo y tratando gentes. ¡Quiá! En ese punto no ha habido señal de enmienda: al contrario, si bien se mira.

-Pero ¿tan corto es de genio, don Adrián?

-Tan corto o tan... yo no sé, don Alejandro, no sé lo que es. Él va a todas partes; él entiende de todo un poco, y es afable y cariñoso con todo el mundo... y es inteligente y listo, ¡caray! y placentero y servicial... eso es; pero al mismo tiempo tiene la manía de que cuanto a él se le ocurre es pura insignificancia, y cuanto hace, una chapucería, mientras que le para y le asombra cuanto piensan y hacen los demás... Le digo a usted que es raro el caso... ¡muy raro, caray!... y una lástima, sí, señor, una lástima; porque yo tengo mis razones para creerlo así, y sin que me ciegue la pasión de padre... sin que me ciegue, eso es... Digo que tengo mis razones, y verán ustedes por qué... Como tiene conmigo bastante confianza, porque al fin y al cabo soy su padre, en cualquier punto que tocamos en nuestras conversaciones se deja correr guapamente... vamos, sin recelo mayor que digamos... eso es... sin recelo; y el chico, entonces, habla y habla, no mucho, pero bien, hasta con su poco de calor... y con arte, ¡caray!... con... vamos, con fe en su idea; y eso que se le conoce que no da todavía todo lo que tiene; que ve en sus adentros... eso es, en sus adentros, bastante más que lo que dice... Pues ¡caray! ocurre que sobre esos mismos puntos le tira de la lengua el primero que llega a la botica, o le coge en la calle o en el Casino; y ya es otro hombre diferente: ya le falta, vamos, aquella seguridad, y aquel mirar sereno, y aquel orden en los razonamientos... y aquella firmeza de palabra... y ¿qué sucede? que amilanándose así, se desconcierta, se confunde, y sale del paso con una cuchufleta de chicuelo, eso es, cuando no con una tontería... ¡Caray! a mí no me gusta eso, y se lo digo así... «Pero, hombre, tente firme en tu puesto; habla con formalidad, eso es, con el aplomo que tú sabes cuando quieres...» Pues nada, don Alejandro: me responde muy serio que está convencido de que no se le ocurre cosa ni idea que valgan dos cuartos; que es una pura vulgaridad y un hombre enteramente insignificante, ¡caray! Y de aquí no hay quien le saque.

-Es raro eso, ¿verdad, Nieves? ¡Y para lo que hoy se usa!...

-Y les advierto a ustedes que lo mismo es en lo poco que en lo mucho. Por ejemplo: está cantando a media voz... en la botica o en su cuarto, porque él nunca está de mal humor... Digo que está cantando, y cantando bien, eso es... cosas de teatro que oiría en Madrid, creo yo, porque no se parece el cántico a los de acá... La voz es llena y de hombre, bien templada... vamos, una buena voz a mi entender: pues llego yo, o llega cualquiera: ya le tienen ustedes turulato, como si hubiera cometido un pecado mortal. Eso es... Otro caso más raro: tiene mucha afición al dibujo y a la pintura, y sus avíos correspondientes para lo uno y para lo otro... A lo mejor le ven ustedes encaramado en el Miradorio, o acurrucado en la vega, o delante de un paredón viejo, con el pincel en una mano, su cajita de colores en la otra, un pomito con agua a un lado y su libreta sobre las rodillas, pinta que pinta. Pues que le diga el más guapo que le enseñe lo que ha pintado... ¡caray! primero le enseñará el hígado... Eso es. Que se arrime alguno a él cuando se halla en estas operaciones: se pondrá encarnado como la grana, y ya no sabrá lo que hace...

-¡Conque también pinta? -exclamó Nieves que escuchaba con suma atención al boticario.

-¡Caray si pinta! -contestó don Adrián sobándose mucho el codo-; y hasta creo que bien, por lo que he logrado atisbar yo y lo poco que lo entiendo... Pero aguarden ustedes, que es posible que tenga alguna cosilla de esas en el cartapacio de su atril, donde suele guardar las recién acabadas...

Metiose el boticario en la trastienda, renqueando un poquillo; abrió una puerta que había a la derecha; entró por ella, y no tardó en volver con unas cartulinas en la mano. Púsolas en las de Nieves, porque ellas fueron las que más se adelantaron para cogerlas, y la dijo:

-Ahí está lo último que ha hecho. Ustedes, que lo entenderán mejor que yo, podrán decir si tiene algún mérito.

Nieves separó las cartulinas y pasó una mirada rápida sobre ellas, pero ávida y ardiente.

-¡Mira, papá -le dijo con entusiasmo volviéndose hacia él-, qué acuarelas tan lindas! ¡Con qué facilidad y con qué valentía están hechas! ¡Qué frescura de color!... ¡Ay, don Adrián! -añadió mirando al boticario que se derretía de placer con el éxito de aquellas obras de su hijo-. ¡Si viera usted lo que cuesta hacer estas cosas! ¡Si supiera usted las fatigas y los años que se pasan para llegar siquiera a la mitad de este camino!

-Pero ¿dónde demonios ha aprendido su hijo de usted a pintar, y a pintar de este modo? -preguntó don Alejandro que todo se volvía ojo para mirar y admirar las acuarelas.

-¿De manera -dijo muy suavemente el boticario, soba que te soba el codo-, que dan ustedes alguna importancia a esas pinturas?

-¡Muchísima! -respondieron unísonos Nieves y su padre.

-Me alegro, ¡caray! sí, señor, me alegro... Eso es. Pues Leto, según me ha dicho, aprendió a pintar así... porque algo ya lo sabía él desde el Instituto, con un compañero de posada que tuvo en Madrid, y parece que era pintor de nota... Eso es. Se querían mucho los dos y aún se escriben de vez en cuando. El pintor está en Roma ahora.

-¿De modo que ésta es la gran afición de Leto? -preguntó Bermúdez.

-¡Quiá!... -respondió el boticario, echando la cabeza a un lado y casi cerrando los ojos al recargar el acento de la palabra y de la sonrisa-; esa afición es la de los ratos perdidos... vamos, la última de todas. Otra muy distinta es la que materialmente le cautiva y le trae a mal traer... a mal traer, sí, señor, ¡caray! ¡Es mucho cuento lo que le emborracha!

-La caza, ¿eh?

-No, señor: la mar... Tampoco la mar propiamente, sino la embarcación con que anda por ella: su balandro... ¡qué balandro?... su yacht.

-¡Canástoles!

-¿Y tiene un yacht... un yacht de veras? -preguntó Nieves, apartando sus ojos de las acuarelas para fijar en el boticario su mirada henchida de curiosidad.

-Un yacht, señorita -respondió don Adrián en tono muy ponderativo-: un yacht, así, en puro inglés; y de lujo, ¡caray! lo que se llama de lujo... eso es: vamos, un yacht de regatas, de primera. Esos son sus amores verdaderos; lo que más le entusiasma en el mundo y de lo único que se atreve a hablar con calor y con fe y sin aturrullarse delante de las gentes... Ya se ve: no es obra de sus manos ni de su idea, y por consiguiente... eso es.

-Pero, señor don Adrián -díjole su amigo chanceándose-: usted se ha corrido mucho, se ha despilfarrado... porque un yacht de esas condiciones, no se compra con dos cuartos.

-¡Caray! ¡Yo lo creo!... Pero no se piense usted que el pobre boticario... ¡Quiá! ¡Pues están los tiempos, gracias a Dios, para esas sangrías... caray, caray! No, señor. La procedencia del yacht es otra historia, señor don Alejandro. Verán ustedes. Leto, como le dije a usted, hace a todo... eso es; y lo mismo que pinta y navega... porque lo de navegar es ya viejo en él, anda por montes y barrancas con la escopeta al hombro, y conoce la comarca yerba a yerba y canto a canto... eso es. Pues, señor, que se descubrió aquí una mina pocos años hace; que la compró una compañía inglesa, y que vino un ingeniero de allá para explotarla. Este inglés era mozo, algo arlote como todos los ingleses, y muy campechano y muy resuelto para todo; que Leto y él se conocieron en el Casino; que resultó que tenían unas mismas aficiones, y cata que llegan a hacerse muy amigos. Al inglés le gustaban las setas; pues ya estaba Leto diciéndole dónde las había legítimas, sin la menor sospecha de hongo venenoso, y acompañándole a cogerlas... eso es: medio día de campo; que berros, pues en tal parte; y a buscar los berros; que caracoles o ranas o cualquier otra porquería de las muchas que devoraba aquel hombre... pues a ello los dos; que esta clase de caza o que la otra: lo mismo. Leto tenía un bote, malo por supuesto; pero andaba a fuerza de vela; el inglés se las pelaba por esa diversión en que era gran maestro... ¡caray, yo lo creo! como que era del Royal-Club de su tierra, y había ganado no sé cuántos premios de honor en regatas famosas... eso es... ¡uf! y hombre muy principal y acaudalado, sí, señor... y buen mozo... pues golpe al bote a todas horas... y atrocidad va y atrocidad viene... porque no sé cómo no quedaron en una de ellas. Eso es. Por otra parte, estaba enamorado de nuestra bahía, que ya sabe usted que es de lo mejor del mundo, dicho y confesado por inteligentes extranjeros... ¡caray, si es cosa buena! y estando enamorado de la bahía y de la afición y el arte de Leto, no pudiendo adquirir aquí una embarcación a su gusto, hizo traer, a fuerza de dinero para que llegara pronto, un hermoso yacht de regatas que él tenía en su país. Pues, señor, que viene el yacht, y que Leto, al lado del inglés, aprende a manejarle en cuatro días, y que se me vuelve medio loco el hijo, ¡caray! de puro gozar en aquel... vamos, en aquel deleite, eso es, tan nuevo para él... y échate mar afuera los dos hasta perderse de vista, y vira acá y vira allá, dando con los topes en el agua y haciéndome a mí pasar las de Caín de susto y de congoja, eso es... hasta que me convencí de que no había tanto riesgo como aparentaba... En fin, señor don Alejandro, que Leto y el inglés andaban siempre como la uña y la carne; que llegó la hora de marcharse a otra parte el ingeniero, porque la mina salió huera, y que al marcharse le regaló el yacht a mi hijo, ¡caray! que quieras que no, con todos sus enseres y cachivaches... Eso es. Y por eso tiene Leto un yacht tan lujoso. Cada lunes y cada martes le zarandea por la mar. Ayer salió a media mañana, con su correspondiente pitanza, por si acaso... eso es. Pues volvió entre día y noche, como dije a usted en mi carta. Quise que subiera hoy a Peleches... pues ¡caray! casi de rodillas me pidió que no le diera comisiones de esa clase. Subir conmigo, ya era otra cosa, y hasta lo haría con sumo gusto; pero solo... ¡es mucho cuento! En eso quedamos al cabo; y entre si me animaba yo a subir esta tarde o no, llegó su amigo el Ayudante de Marina, con quien tenía pendiente un partido de billar... porque ésta es otra de sus aficiones y el único vicio, eso es, que se le conoce; y fuéronse al Casino poco antes de llegar ustedes... Que lo siento en el alma, ¡caray! porque se hubieran conocido aquí todos, y eso tendríamos adelantado... Eso es.

-Y es bastante, ¡canástoles! -dijo Bermúdez revolviéndose en su banqueta-, y hasta sobrado para meternos en ganas de conocer de cerca a ese mozo tan simpático y tan... Hombre, se me ocurre una idea: súbanse mañana los dos a comer con nosotros en Peleches... Ello había de ser; conque anticipémoslo, y de ese modo quitará el pobre Leto el escalofrío, como los bañistas perezosos, de un chapuzón... ¡ja, ja!... ¿No es verdad, Nieves?

-Me parece una gran idea -respondió ésta entregando al mismo tiempo a don Adrián las acuarelas-. Y dígale usted, de mi parte, que cuando vaya nos lleve algunas obras más de esta clase, para verlas... y admirarlas... ¡Ay, qué bien lo hace, don Adrián! ¡Quién fuera capaz de la mitad de ello siquiera!

-¿De veras, señorita? -preguntó el boticario conmovido de gusto.

-¡Y cuidado! -díjole don Alejandro-, que ésta es del oficio, y su voto, de calidad por consiguiente...

-¡Caray! de ese modo, ya lo creo... Sí, señor, eso es. Pues tocante a lo del convite, yo con alma y vida le doy por aceptado desde luego, mi señor don Alejandro... Del chico, no sé qué decir a ustedes: siempre me saldrá, por disculpa, con lo de costumbre cuando le conviene esconder el bulto: con que no puede faltar uno de nosotros de aquí, sabiendo, como sabe, que el mancebo se sobra y se basta, sí, señor, para el servicio ordinario; porque bien acreditado lo tiene... eso es... Pero en un caso como éste, puede que vaya... Irá, sí señor, irá. Es asombradizo, como les he dicho a ustedes, o corto, o no sé qué; pero ha corrido mundo, tiene luz allá dentro... justamente; sabe distinguir de colores, y a ustedes los considera... ¡caray, si los considera!... Y una descortesía no la comete él con nadie aunque le ahorquen... Ahora, en cuanto a llevar consigo las pinturas, ya varía... y de eso sí que no respondo... En fin, se hará lo posible, eso es... Y un millón de gracias por la fineza, señores míos.

En esto entró don Claudio Fuertes, y se habló de otras cosas; y cuando llegó el momento de salir los tres a voltejear por la villa, dijo el boticario al comandante retirado:

-Si tocan ustedes en el muelle, enséñeles el yacht, aunque está fondeado un poco lejos. Ya van enterados de todo... Eso es.




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- X -

De tiros largos


Así se presentaron en Peleches al rayar las doce y media, el boticario don Adrián Pérez y su hijo Leto: el primero radiante de gozo, y el segundo no tan acoquinado como era de temerse por lo que de él se sabe. El motivo de esta novedad consistía, siguiendo la imagen del bañista perezoso, apuntada por don Alejandro en la botica, en que Leto, antes de la gran zambullida en el caserón de los Bermúdez, había ido preparando el equilibrio de las dos temperaturas con un par de fregoteos bastante regulares. El uno se lo dio en el Casino; el otro, al salir de misa mayor al día siguiente, que era de fiesta, es decir, el día mismo del convite. En el Casino tuvo que picar algo en la conversación general, aludido de intento por Bermúdez; y más aún que en la conversación, en la golosina que irradiaban en aquel antro desabrido, los ojos y la silueta de la hechicera sevillana; porque Leto, al fin y al cabo, era mozo de buen gusto, y mujeres de aquel arte que le miraran a él con el interés bondadoso con que le miraba Nieves a menudo, no habían pasado ni pasarían jamás por Villavieja.

Esto por de pronto. Además, al deshacerse la tertulia y ya despidiéndose de él, le había dicho don Alejandro con gran encarecimiento, mientras le apretaba una mano con las dos suyas:

-Mañana, después que comamos en Peleches, iremos a ver el yacht; pero de cerca y como debe ser visto. Conste que está usted notificado.

-«¡Después que comamos... a ver el yacht!» -repetía el mozo en sus adentros, enredado en las confusiones más extrañas, mientras respondía al expresivo Bermúdez cuatro palabras, mal urdidas, de cortesía-. ¿Qué plural era aquél de «comamos»? ¿Cuántos y quiénes entraban en él?

Sin desembrollar este lío, que pasó por su cabeza como un relámpago, oyó que le decía Nieves, por despedida también y también muy afectuosa:

-Y al subir a comer con nosotros, no se le olviden a usted ciertas acuarelas que deseamos ver.

Esto ya estaba más claro; pero no todo lo que debía de estar. Era indudable que su padre se había despachado a su gusto aquella tarde en la botica.

En cuanto salieron del Casino los de Peleches, le faltó tiempo a él para largarse hacia su casa. En dos zancadas llegó; en breves palabras enteró a su padre de todo lo que acababa de pasarle, y en pocas más le satisfizo el boticario la curiosidad, declarándole todo lo ocurrido aquella tarde en la botica. Por cierto que don Adrián subió la bocamanga izquierda hasta el codo, y el arco de las cejas hasta el casquete, a fuerza de rascarse y de admirarse al ver que Leto, de quien esperaba un estampido, en lo del convite no puso el menor reparo, y en lo de las acuarelas se despachó con tres «carapes» seguidos y unos muy dulces restregones de manos a las barbas.

Al salir la gente de misa mayor, Leto, como de costumbre, se quedó, con otros amigos, enfrente del pórtico echando un pitillo, un párrafo y algunas ojeadas maquinales a las villavejanas de todos los días; y hablando, fumando y mirando, vio salir a Nieves con su padre. Bien le había parecido la noche antes la sevillana en la penumbra mal oliente del Casino, con el sombrerito de paja y la túnica de color de barquillo; pero ¡cuidado si tenía que ver en plena luz meridiana, vestida de obscuro y con la cara monísima encuadrada en los pliegues graciosos de su mantilla de pura casta andaluza! No pudo menos de declarárselo así al fiscal que estaba a su lado comiéndola con los ojos, ni, al notar que le recordaba algo con los suyos, quizá lo de las acuarelas, dejar de acercarse a ella y a su padre para ofrecerles sus respetos, con la mejor intención, eso sí, pero bien sabe Dios que con las más fuertes ligaduras de sus nativas desconfianzas en el espíritu.

Mientras hablaban los tres, la goma villavejana se chupaba los dedos y no sabía de qué lado ponerse ni qué majadería inventar para que Nieves se clavara... ¡lo mismo que la goma de todas partes! y las hembras peripuestas la miraban de reojo al pasar a su lado, de los pies a la cabeza, ¡igual que todas las presuntuosas de todo el mundo! porque son achaques esos que están en la masa de la sangre, aun en la de los que usan taparrabo... Posible es que Nieves no se fijara en los unos ni en las otras, aunque cueste creerlo por lo que se sabe del prodigioso alcance de vista que tienen las mujeres guapas para esos lances y otros parecidos; pero podría apostarse algo bueno a que en la comparación que hizo mentalmente, después de mirarle de arriba abajo en menos de dos segundos, del Leto que tenía delante, vestido de día de fiesta, con el Leto de la víspera, desaliñado, ardoroso y con el pelo alborotado y la barba revuelta, aunque ambos eran buenos mozos, optaba por el segundo; es decir, por el Leto del billar, en calidad, se entiende, de mujer artista y esforzada.

En esto salió don Adrián con la levita nueva, bastón de caña, sombrero de copa muy alto, y dos dedos de cuello de camisa fuera del corbatín; se arrimó al grupo y saludó muy cortés a los señores; apareció el juez e hizo lo mismo; después Rufita González con su madre; casi al mismo tiempo Codillo y las tres Indianas, y enseguida hasta otra docena más de los notables que habían hecho ya la visita obligada a Peleches. Los Vélez, escurridos y lacios de vestido y de carnes, pasaron de largo hacia la izquierda, saludando con una cabezada muy ceremoniosa. Las chaparrudas Carreñas, hechas un brazo de mar, pero de mar siniestro y bravo, saludaron con los abanicos y carraspeando, y se fueron por la derecha.

El grupo seguía creciendo y llegó a ocupar media plazoleta con los gomosos adyacentes y otros desocupados de diferentes pelajes. Luego se puso en movimiento todo junto, aunque cambiando de forma como masa de agua que se acomoda al cauce que la guía, en dirección a la Costanilla, camino de Peleches y a la vez de la Glorieta, adonde se dirigían todos los elegantes de Villavieja entonces, por imperio de la moda.

En la Glorieta dieron Nieves y su padre unas cuantas vueltas con las adherencias que traían desde la Colegiata, y seguidos del propio zaguanete de gomosos, cosa que encendió las iras de las villavejanas desperdigadas y desatendidas entonces por sus habituales cortejantes, y les dio motivo para despellejar viva a la pobre Nieves. Sábese que quien más apretó la dentellada en aquella puja de mordiscos fue la Escribana mayor, que, según fama, se bebía los vientos por el hijo del boticario. Le había visto al salir de misa y subiendo a la Glorieta, y en la Glorieta misma, arrimado a la sevillana, y en gran intimidad con ella algunas veces. ¡El grandísimo pazguato que jamás tuvo dos palabras al caso para pagarla las muchas con que ella le había buscado la lengua en más de cuatro ocasiones! Así es que en cuanto se retiraron Nieves y su padre a Peleches, que fue muy pronto, y el boticario y Leto a su botica, se armó en la Glorieta la de Dios es Cristo entre los galanes villavejanos y las respectivas damas, que no querían ser plato de segunda mesa... mientras Maravillas, sentado en el último banco hacia el mar, solo, quietecito y sosegado, flagelaba con su eterna sonrisa de compasivo desdén, aquel cuadro de miserias humanas, fruto natural y lógico del lamentable resabio de ir a misa y creer en Dios.

Viniendo a lo que importa, fue el caso que Leto bajó a la villa bastante satisfecho de su hazaña; que a pesar de estar bien vestido, cambió de corbata y de chaleco después de arreglarse el pelo, de cepillarse mucho las barbas y la ropa y de lavotearse las manos; que al volver a la botica, donde le aguardaba su padre en conversación con el mancebo, llamó a Cornias (luego se sabrá quién era este personaje) y le dio varias órdenes con mucho encarecimiento; que después fue a su atril, y de un cartapacio que tenía allí muy escondido bajo papelotes y libracos, sacó hasta una docena de obras suyas, entre acuarelas y dibujos, escogidas, muy escogidas, en su abundante colección; que las envolvió convenientemente, y que diez minutos después, él y su padre atravesaban la plazoleta inundada de sol, que achicharraba, en dirección a Peleches.

-Ya ves, Leto -le decía muy regocijado su padre, y por lo bajo para que no se enteraran de la conversación las gentes que volvían de la Glorieta-, cómo el león no es tan fiero como le pintan. Muchas veces nos alucinamos... eso es... nos ofuscamos, por ver y juzgar de lejos las cosas. Y a ti, ¡caray! te ha pasado mucho de eso. Dígotelo, porque al fin vas, ¡caray! vas, sí, señor, y sin grandes resistencias, y hasta llevas esas pinturillas contigo... ¡bien llevadas, muy bien llevadas! eso es; muy bien llevadas, por lo mismo que te las han pedido y desean verlas... Yo pensé... ¡ahí tienes!... que no te prestarías a ello, porque hasta de mí las has escondido siempre, por esas rarezas, ¡caray! que nunca he podido explicarme... eso es... Pero la fuerza de las cosas ha querido que el león se te vaya a la mano; y, como te decía antes, no te ha parecido tan fiero como visto a larga distancia... eso es... y ya te das a partido, ¡caray!

Leto, sonriendo de cierta manera habitual en él, contestó a su padre:

-¡Si supiera usted la procesión que me anda por dentro!...

-¡Ay, Leto del alma! -replicó don Adrián parándose en firme-. Pues si a procesiones fuéramos... ¡quién, en casos tales, no las llevará consigo, en más o en menos, caray, hasta hacerle temblar las choquezuelas? Vamos a una casa extraña y de mucho viso, a una mesa quizás opípara... eso es... dos hombres acostumbrados a la vida obscura y metódica... de lo más metódica y sencilla... eso es... La emoción... el sobresalto si quieres, es de necesidad... Pero una cosa es eso, y otra muy diferente lo otro que a ti te pasa, o te pasaba... En fin, de esto no hay para qué volver a hablar, Leto. Pero he de repetirte, en conclusión, lo que te dije anoche: hay que sacar fuerzas de flaqueza en ciertos lances de la vida... y hacerse superior, eso es, a las nativas debilidades... porque no hay hombre sin hombre... y todos nos debemos mutuos servicios y respetos... eso es... Tú eres mozo; nada te falta, es verdad... y acaso no te falte nunca, por mucho que vivas, si la venturosa quietud de Villavieja continúa inalterada y no te sale un competidor en el oficio, como no me ha salido a mí desde que soy boticario; pero es posible que te salga, porque lo malo cunde y no anda ya lejos de nosotros... o que te convenga cosa mejor que la que poseas; y entonces, ¡caray! bueno es tener valedores... y bien sabes tú que la casa de Peleches raya en todas partes tan alto como la que más... y puesto que nos dan la vaquilla, corramos con la soguilla, ¡caray!... y muy agradecidos, sí, señor; y el corazón en la punta de la lengua, eso es; y el que tiene algo en la cabeza, como no dejas de tenerlo tú, noble y honrado además, sí, señor, que lo manifieste, ¡caray! si llega el caso de hacerlo, con entereza y con fe, que esto no está reñido con la buena educación, ni siquiera, eso es, con la cristiana humildad. Cuando Dios da al hombre el caudal de las ideas, no se le da, ¡caray! para que le guarde con avaricia, ni tampoco para que le despilfarre, contrahecho o a escondidas y con vergüenza: no, señor, ¡caray! no, señor... como vienes haciendo tú... Eso es.

Dio dos golpecitos con su caña en el suelo, y continuó marchando calle arriba.

Leto, pensativo y bastante risueño, pero sin contestarle una palabra, hizo lo mismo a su lado.

Así llegaron a Peleches, en cuyo saloncito de labor, o mejor dicho, estudio de Nieves, con las puertas del balcón abiertas de par en par para que entrara a borbotones el nordeste que corría, saturado de los efluvios de la mar, fueron recibidos por los señores de la casa y por don Claudio Fuertes, que también estaba convidado a comer.

Nieves había cambiado su traje obscuro por otro casi blanco; y al verla así Leto, blanco el vestido, blanca, nacarina la tez, azules los ojos y el cabello rubio, como no se le ocurrían más que tontadas, enseguida se la forjó nereida, o cosa así, de las fantásticas regiones submarinas, enviada allí por los genios protectores de Peleches, envuelta en una ráfaga salobre de las que inundaban la estancia sin cesar. En otra mirada rápida en derredor del saloncillo aquel, se le antojó haber visto la blanda, inteligente mano de un artista, colocando cada mueble, cada libro y cada cachivache en el único sitio que le correspondía; y ¡otra bobada mayor! aun marcó con la vista en las paredes y sobre muebles determinados, los lugares y los aparatos en que sus acuarelas, a no ser tan malas como eran, hubieran hecho un lucidísimo papel.

Pensar esta bobada y clavar Nieves los ojos en el cartapacio que él llevaba entre manos, y hasta preguntarle enseguida con ellos si las traía, fue todo uno. El mozo se halló con aquel tiro tan inesperado, como contrabandista cobarde delante de los carabineros. Sin detenerse apenas a saludar como debía, desató el fardo y entregó el contenido con las manos trémulas, pero resuelto a todo.

A creer a Nieves, y no hay serios motivos para lo contrario, en aquellas obras de Leto había verdaderas maravillas de arte. Bermúdez y Fuertes opinaron lo mismo; pero no eran sus votos de tan ganada autoridad como el de Nieves, la cual, para mayor confusión del aturdido Leto, no contenta con ver los cuadros sobre sus rodillas, fue colocándolos uno a uno... ¿en dónde, gran Dios! sobre los mismos muebles y en los propios sitios de las paredes en que los había imaginado él... Y a todo esto, la sevillanita, con su entrecejo algo fruncido, su frase concisa y sobria, sin extremos en la alabanza, sin apresurarse, sin sonreír más que lo preciso, deslizándose entre sillas y veladores sin tropezar con nada, sutil, airosa, discreta... en fin, que tanto por lo que decía como por el modo de decirlo, y hasta por el modo de andar, había que creerla inteligente en el arte, y desde luego sincera. Con esto y con la propensión natural de Leto a someter sus juicios al imperio de los extraños, por primera vez en su vida se creyó algo pintor y no del todo insignificante.

-Pues ahora va usted a ver mis obras -le dijo Nieves muy templada, dejando las de Leto sobre un velador-, siquiera para que aprenda usted, en vista de lo malas que son, a no ser tan avaro de las suyas.

Y como lo dijo lo hizo, sacándolas de un gran cartapacio que estaba sobre una mesita contigua a un caballete desocupado.

-La mayor parte -decía Nieves a Leto solo, aunque le acompañaban en la escena los demás personajes allí presentes-, son copias y malas: las originales son peores... No se sonría usted, porque es la pura verdad... Vea usted ese gitano... copia, dura y desentonada, y hasta sin dibujo... Una marina... ¡Qué olas, eh? Parecen de percalina... Una ventana con flores y pajaritos enjaulados: de nuestra casa de Sevilla. Esta acuarela es original: debe usted conocerlo por lo resobadita que está de color...

Por este arte siguió mostrando y juzgando la mayor parte de sus obras. A veces, mientras Leto examinaba una, teniéndola cogida con las dos manos, Nieves metía entre ellas otra suya, blanca, torneadita y olorosa, para poner el índice primoroso encima del objeto censurado; y entonces Leto perdía de vista la acuarela, porque los ojos se le iban detrás de la mano, y la atención y hasta el olfato... a don Adrián y al comandante les parecían inmejorables las pinturas, y así lo declaraban; y don Alejandro, mal avenido con las sinceridades de su hija, quería desautorizarlas explicando cómos y por qués... En cuanto a Leto, no pudiendo concebir que de aquellas manos tan bonitas salieran obras imperfectas, todo lo hallaba superior, y así lo daba a entender como podía.

-Todo eso que ustedes me dicen -insistía Nieves muy serena-, es pura cortesía. Ninguna de estas obras tiene otro mérito que el de estar hecha con grandes deseos de hacerlo mejor. Lo conozco por lo mismo que sé estimar las buenas, como las de usted; pero sigo pintando porque me entretiene, y enseño lo que pinto, como ahora, por no hacerme de rogar más tarde y porque no lo tengo a pecado mortal... Al óleo, con franqueza, pinto algo mejor que a la aguada... Ya lo verá Leto, que lo entiende, cuando pinte algo aquí... porque pienso pintar mucho... y andar más... Todos los sitios en que he puesto antes las cartulinas de usted, han de quedar ocupados por obras mías... Cuento con que me dejará usted copiar las suyas para eso.

Leto, que ya había soñado con verlas honradas allí, se llamó a engaño y declaró a Nieves que no volverían al cartapacio de la botica aquellos insignificantes borrones, puesto que le gustaban a ella; y Nieves, sin andarse en ociosos disimulos, porque conocía la sinceridad de la oferta, la aceptó de plano con gran regocijo, aunque no tanto como el que produjo en don Adrián el galante rasgo de Leto.

Andando en éstas y otras tales, llegó Catana al saloncillo para anunciar que estaba la sopa en la mesa; y al disponerse todos para ir al comedor, Leto, recordando algo de lo que había visto y oído en Madrid y leído después, haciendo un esfuerzo sobrehumano y dando diente con diente por el temor de pasarse de fino, o de estar equivocado, ofreció su brazo a Nieves, que lo aceptó placentera y como la cosa más corriente y natural del mundo.

Los demás comensales abrieron paso a la pareja, a la cual siguieron Bermúdez muy complacido, Fuertes algo maravillado, y don Adrián hasta orgulloso con aquel gallardo arranque del empecatado muchacho.




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- XI -

El «flash»


Durante la comida, que fue tan «opípara» como se la había anunciado en hipótesis don Adrián Pérez a su hijo andando hacia Peleches los dos, tuvo Leto varias pruebas más de que el león no era tan fiero como le pintaban: hasta llegó a encontrarse muy a gusto encerrado en la jaula con él.

Porque ocurrió también la feliz coincidencia de que apurado el punto de las opiniones pictóricas de Nieves, salió de golpe y porrazo don Claudio Fuertes diciéndola:

-En este mismo sitio y al oír a usted que le gustaban mucho los paseos marítimos, la prometí anteayer que no le faltarían medios de satisfacer ese gusto, si se empeñaba usted en ello.

-Y no he olvidado el compromiso -respondió Nieves-, ni estoy dispuesta a perdonársele a usted.

-En hora buena -dijo don Claudio Fuertes; y luego añadió volviéndose al hijo del boticario-: ¿lo ha oído usted, Leto?

-Sí que lo he oído -respondió Leto-. Pero ¿por qué es la pregunta?

-Porque con usted va el cuento.

-¡Conmigo?...

-Sí, señor, con usted; porque cuando yo hice esa promesa a Nieves, contaba con el balandro de usted, con la competencia náutica de usted y con la galantería de usted. Conque a ver si se atreve a dejarnos mal ahora con esta señorita y con su señor padre, que no tiene otro afán que el de complacerla.

Bien poco trabajo le costó a Leto mostrarse cortés y hasta rumboso en aquel particular; porque precisamente el balandro, sus condiciones marineras, sus hechos y valentías, y las altas prendas del generoso amigo que se le había regalado, eran los temas de conversación que más le agradaban; los únicos acaso con que se dejaba ir, hablando, hablando, al sosegado curso de sus ideas, sin la menor protesta de aquel diablillo psicológico que se lo echaba todo a perder cuando sus elogios o sus juicios recaían en cosa nacida de su cacumen, o, aunque propia, no tuviera consagrados los méritos por otro juicio de indiscutible autoridad. ¡La maldita desconfianza! Habló, pues, del balandro durante una buena parte de la comida, después de ponerle, y de ponerse él mismo, a las órdenes de Nieves para dirigirle; de la hermosura y comodidad de la bahía para voltejear en ella, con una brisa bien entablada, las personas que se contentaran con poco; de la intensidad de este mismo placer recibido en alta mar; del inglés, su amigo, con quien tantas veces le había gustado; de su destreza, de su valor, de su carácter... hasta habló algo de Cornias, porque fue de necesidad que hablara de él. Cornias era un mozo pequeñito de cuerpo y bizco de ambos ojos, nacido y criado en Villavieja. Desde muchachuelo anduvo en la botica para ciertos menesteres mecánicos. Entendía algo de cosas de la mar, porque era hijo de un pescador y de una sardinera. Cuando Leto tuvo un bote, Cornias se le cuidaba y le servía de marinero. Era listillo y valiente; y en cuanto llegó el balandro de Inglaterra, por recomendación de Leto se encargó de hacer en él los mismos servicios que en el bote. Si Cornias estaba entusiasmado con aquel barco tan hermoso, el inglés estaba chocho con Cornias, por su tipo, por su afabilidad y por su inteligencia para aprender las maniobras. En poco tiempo se puso al corriente de todo y en aptitud de manejar el balandro tan guapamente: le quería como a las niñas de sus ojos. A la fecha del relato, Cornias, sin dejar de ser plaza de a bordo, continuaba siendo obrero de la botica y sus accesorias; y lo mismo empuñaba la maza del mortero para moler cantárida, con la boca y las narices tapadas con un pañuelo, o a cara descubierta crémor o mostaza, y el mango de la azadilla para arropar la belladona, el estramonio y la cicuta que cultivaba el boticario en su huerto, que envergaba la mayor o encapillaba un obenque. No bebía ni fumaba, ni podía resistir calzado, ni gorra, ni chaqueta. Ordinariamente no llevaba más prendas sobre su cuerpo que la camisa y los pantalones, con las perneras remangadas hasta la pantorrilla y las mangas hasta el codo; y, así y todo, Cornias resultaba limpio y simpático. De honradez y lealtad no se hablara, porque se le podía entregar a ciegas oro molido. Se le llamaba y conocía por aquel mote, porque era bizco. Cornias era una corruptela o degeneración, forzada por los muchachos de la playa, de la palabra bizcornio; y por Cornias respondía, olvidado ya de su nombre de bautismo.

Después de hacer Leto, y no sin gracia, este esbozo de su marinero, ratificado por don Adrián que le quería mucho como sirviente de su botica, volvió sobre lo ya tratado. Se podía navegar en su balandro con la misma confianza que en un navío de tres puentes. Se convencerían de ello en cuanto le vieran, como habían de verle muy pronto. Nieves no lo ponía en duda; su padre, así, así; don Claudio negaba esa seguridad hasta en el navío de tres puentes; y en cuanto al boticario, tenía las pruebas de lo afirmado por su hijo en que había hecho éste con su balandro, doscientas veces, mucho más de lo sobrado para que a la primera se quedara en la mar, por los siglos de los siglos, cualquier otra embarcación de igual calibre.

Como la comida fue abundante y se habló mucho y sobre muchas cosas, la sesión fue larga y muy entretenida; de modo que cuando don Claudio Fuertes y don Adrián Pérez dieron los últimos latigazos a la última de las respectivas copas que don Alejandro había ido sirviéndoles con el café, era ya muy bien entrada la tarde; a Nieves, ausente del comedor rato hacía, la calzaba su doncella sus brodequines de campo, de fino becerrillo sin teñir, y la brisa seguía fresca y bien entablada, por lo cual no molestaba fuera el calor, aunque el sol lucía sin el estorbo de una sola nube. Teniendo esto en cuenta, sólo aguardaban los del comedor la vuelta de Nieves para salir con ella a hacer la proyectada visita al balandro de Leto, número primero de los del programa dispuesto para aquella tarde.

Nieves no se hizo esperar mucho; y cuando apareció a la puerta del comedor poniéndose los guantes y con el sombrerillo algo caído sobre los ojos, muy ajustadito el talle y con un clavel en la boca, su padre la vio un instante con el mismo ojo suspicaz y alarmista que en la memorable ocasión de presentársele en Sevilla, recién vestida para ir a retratarse. Pero ¡qué diferencia de escenario, por más que las dos escenas fueran semejantes, casi idénticas! Allá, la atmósfera viciada y corruptora de una gran capital; en Peleches, los horizontes sin límites; el aire puro y saludable del campo y de la mar; las tentaciones de claudicar, en la ciudad a cada vuelta de esquina; en aquellas soledades grandiosas, ni aunque se buscaran con un candil... Y no lo pudo remediar el buen Bermúdez: poseído de su tema y encantado de verse donde se veía, el mejor punto de la tierra para ponerle en ejecución y dormir tranquilo al amparo de su milagrosa virtud, tomando pretexto del rumor y el aroma de la brisa que circulaba por todos los ámbitos y rincones de la casa, cantó un himno de admiración a la augusta Naturaleza, y largó por final de él el sorites de costumbre al comandante y al boticario, mientras Leto daba el brazo a Nieves para bajar la escalera.

El camino elegido para ir al muelle fue el del Miradorio; y por él tomaron los cinco en el mismo orden en que habían salido de casa: Nieves y Leto delante, e inmediatamente después los tres señores graves: el de Peleches en medio. Desde lo más alto del sendero, contempló Nieves la mar y cuanto se abarcaba con la vista hacia la izquierda; y se le ocurrieron algunas cosas buenas, particularmente sobre la mar. A Leto no dejaba de ocurrírsele algo también; pero temiendo que fueran majaderías, se limitó a glosar un poco las ocurrencias de Nieves; la cual, en una de éstas y por apretarle demasiado con los dientes mientras hablaba, cortó el rabillo del clavel. Leto le recogió del suelo tan pronto como cayó, y se lo quiso devolver a Nieves...

-No sirve ya -díjole ésta después de mirarle un momento-; puede usted tirarle, si quiere.

Y Leto, sin más ni más, le tiró, por pura obediencia.

-Ya se ve el balandro -dijo al mismo tiempo.

-¿Cuál es? -preguntó Nieves.

-La única embarcación de aquellas cuatro, que está aparejada.

-¡Cuánta vela tiene!

-Cuantas hay en casa. Cornias no se ha andado en chiquitas: todos los trapitos ha echado al sol... ¡Qué hermoso día de mar!

-Oiga usted, Leto -le dijo Nieves muy en reserva y después de notar con el rabillo del ojo que no la oían los que venían detrás-: cuando estemos en el balandro y le hayamos visto, proponga usted a mi padre que demos un paseo por la bahía.

-Ya estaba yo en eso -respondió Leto muy ufano.

-Y si papá consiente en ello, que sí consentirá -continuó Nieves más por lo bajo todavía-, así, como a la descuidada, se va usted echando hacia la mar... ¿eh?

-Perfectamente -respondió Leto-, y de ese modo iremos poniendo a prueba, poco a poco, la resistencia de usted para el mareo...

-¡Oh! por ese lado, yo respondo desde luego -dijo Nieves con gran confianza-. Tengo hechas buenas pruebas en Bonanza y en Cádiz, y no hay forma de que yo me maree.

-Pues tanto mejor entonces.

El muelle de aquel ignorado puerto se componía de un gran tablero rectangular, sobre una docena de pilotes achacosos que ya no podían con la carga cuando los ingleses de la mina los repararon convenientemente. Todo este artificio grosero estaba arrimado a un andén muy espacioso y firme, construido por la naturaleza, al cual venían a parar en uno solo, desde la anteúltima revuelta de la bajada, el camino de la mina, casi paralelo a la costa, y el sendero del Miradorio que desde el punto de empalme se dirigía hacia el sur.

Al llegar al muelle los cinco comensales de Peleches, Cornias quiso atracar el balandro, que estaba separado cosa de dos o tres brazas, a la escalera de embarque, bien corta entonces porque la marea estaba muy alta; pero Leto le hizo señas para que no le moviera de allí. Tenía el balandro la bandera con corona real, en el pico, y un grimpolón azul con una F blanca en el tope. Con todo el trapo desplegado y las escotas en banda, flameaban las velas al recibir el viento, y se oían desde el muelle sus restallidos o gualdrapazos. Cornias se había excedido algo de las órdenes recibidas: bien que el balandro tuviera en aquella ocasión cada cosa en su sitio, pero no tan a la vista; entre otras razones, porque el gualdrapeo de las velas desplegadas, tras de producir balances al barco, hacía trabajar al palo inútilmente. Pero Cornias, que tenía el entusiasmo de todo ello en conjunto, pensó acertar mejor ostentándolo de una vez en hora tan señalada. Error del pobre muchacho. El corcel de buena sangre, para lucir su gallardía, o en pelo y en libertad, o bien arrendado por su jinete. Entendiéndolo así Leto, a una señal muy expresiva y cuatro palabras enérgicas enderezadas a Cornias, fue el balandro recogiendo todas sus lonas, como la gaviota sus alas al posarse blandamente sobre la onda marina.

-Ahora se ve mejor el casco en toda la pureza de sus líneas -dijo Leto a los que le rodeaban, pero particularmente a Nieves que parecía la más atenta a la explicación que había comenzado a hacer.

Según aquella explicación, de cuanto se veía desde el muelle e iba él señalando en el barquito, por iniciativa propia o respondiendo a preguntas que se le hacían, el casco de su Flash (Centella) tenía la proa y la popa muy lanzadas, o salientes, y era chupado de amuras (la cara de proa) y robado de codaste (pieza en que se articula el timón), es decir, en viaje hacia proa; casco, en fin, de los llamados de cuña, a la moda inglesa, de mucho calado. La ventaja de tener muy lanzadas la popa y la proa, consistía en que cuando la embarcación escoraba, es decir, se inclinaba a una banda, los lanzamientos tocaban en el agua y aumentaban la longitud del casco, dándole mayor estabilidad, razón por la que los de esta clase ceñían mucho y viraban facilísimamente. Para la debida compensación de la finura y estrechez del vaso con la altura excesiva de su aparejo, el Flash tenía una zapata o quilla postiza de plomo, sujeta a la verdadera con unas cabillas pasantes. Seguridad completa, absoluta, de no dar, escorando, quilla al sol.

Aquel espacio hueco, a modo de escotilla, que se veía en el último tercio de la cubierta, hacia popa, con bancos alrededor y reborde algo saliente que formaba el respaldo, técnicamente brazola, era el sitio para el que gobernara y personas que fueran con él. El agujero se llamaba el pozo; y el templete que se alzaba entre el emplazamiento del palo y el lado del pozo de hacia proa, con lumbreras a los costados y barritas de metal para protegerlas, era el tambucho, o cúpula de la cámara que estaba debajo, bastante cómoda según iba a verse enseguida, porque ya no había en el balandro cosa que mereciera ser explicada ni vista desde el muelle.

Atracole a la escalerilla el diligente Cornias a una señal de Leto, y bajaron todos: Nieves de la mano del desconocido Leto; Bermúdez y el boticario muy a pulso, y don Claudio Fuertes protestando de que hasta allí y nada más. Cornias, según Leto le había pintado en la mesa, pero con pantalón blanco y camisa con lunares, si no nueva, recién estirada, aguantaba el balandro atracado a la zanca de la escalera, con las uñas hincadas en los tablones.

Saltaron a bordo de él los visitantes por la cabeza del último escalón descubierto; y al ver lo descarado que estaba el suelo aquel, que oscilaba además, todos, menos Nieves y Leto, se colaron en el pozo.

-Desengáñense ustedes -decía Fuertes sentándose-, que esto no tiene señal de juicio... ni los que andan en ello tampoco... ¡Ah! pues dejen ustedes que se inflen todos esos trapos y empiece el viento a enredarse entre ellos... ¡Ni san Pablo para aquí entonces sin romperse la crisma con algo, o echar los hígados por la boca!...

-Verdaderamente -replicaba don Adrián guardando el equilibrio con los hombros, aunque era bien insignificante el balanceo-, que no se explica uno fácilmente, ¡caray! tanto entusiasmo y tanta... eso es... como tiene ese muchacho... y como tenía su amigo por estas diversiones... Por de contado, señores míos, que esta es la primera vez en mi vida que me veo aquí... y tan a nuevo me sabe, eso es, lo que voy viendo, como a ustedes. Desde tierra he visto el barquichuelo este varias veces, unas quieto y otras andando... ¡y qué andar, caray! Vamos, ocasión hubo de volver la cabeza... por no verlo... Es la verdad, sí, señor, ¡caray!

-¡Digo, y eso usted, que es pez de la mar!... Pues ¡qué me pasará a mí que soy de los secanos de Astorga?

-¡Canástoles -saltó aquí don Alejandro-, con los valentones estos!... Yo no me trago a los hombres crudos, ni mucho menos; pero tampoco se me arrugan las narices por echar una cataplera por esas aguas allá.

-Por de pronto, mi señor don Alejandro -contestole Fuertes con cierta socarronería-, ha sido usted uno de los tres valientes que nos hemos colado en el pozo por entrar en el balandro; y después, mire usted, yo me he visto cara a cara con los moritos en Monte Negrón y en los Castillejos, y hasta en lo de Wad-Ras, que fue más agrio que lo que a ustedes se les figuró; y sin echármelas de valiente al decirlo, ni perdí la serenidad, ni el coraje... ni las ganas de pegar; porque aquello era otra cosa: había siquiera suelo firme en que pisar... y en que morir, si era preciso, defendiendo la vida honradamente; pero esto es entregarse a la muerte atado de pies y manos y metido ya en el ataúd...

Leto, mientras los del pozo hablaban de esta suerte, explicaba a Nieves las ventajas de un palo, como el del Flash, compuesto de dos piezas (la mayor, o palo macho, y la menor, o mastelero, con su tamborete y cruceta entre ambas), sobre el palo enterizo, o de una sola pieza; cómo se fijaba el palo en el fondo del casco, encajando su espiga inferior en una mortaja llamada carlinga, y se afirmaba después por medio de las cuerdas que iba señalando y se llamaban obenques y estays: los obenques bajaban desde la encapilladura, junto a la cruceta, y los estays desde la suya en el arranque del galopillo, o remate superior del palo; cuál era la botavara, cuál el pico de cangreja, y cómo se manejaba y con qué cuerdas o drizas, cada vela de las cuatro que tenia el yacht (mayor, trinquetilla, escandalosa para los buenos tiempos, y foque volante para las empopadas). El agujero que había a media cubierta, entre el pozo y el costado de estribor, era el de la bomba de achique, muy usada, porque en las arfadas, ciñendo el balandro, embarcaba en el pozo bastante agua: rociones y garranchos, según el estado de la mar; tal pieza era el cabillero para las drizas de maniobra; cuáles otras, las cornamusas para afirmar las escotas del foque y las de la trinquetilla; otra en el suelo mismo junto al agujero del pañol de cadenas, el guindaste, en el cual se hacía firme la coz de botalón, etc., etc. Muchos, muchísimos detalles dio Leto a Nieves, llamando a cada cosa con su nombre técnico, porque así lo quería la animosa sevillana.

Cuando ya no tuvo nada que explicarla sobre cubierta, la dijo:

-Vamos ahora, si usted quiere, a ver la cámara.

A la cámara se entraba por el pozo, en cuyo lado de hacia proa estaba la puerta, de dos hojas, con un cuartel de corredera. Abrió Leto y entraron las cinco personas, teniendo que descubrirse don Adrián, porque para un sombrero como el suyo, puesto sobre la cabeza, no había allí bastante altura de techo. Por lo demás, sobraba sitio en que revolverse los visitantes con desahogo. Nieves se admiró de ello y del primor con que estaba dispuesto y hecho todo en aquel microscópico salón, que resultaba hasta lujoso. A cada lado de la puerta había un armarito, y otro más ancho enfrente de ella; a cada lado de los otros dos de la cámara, un cómodo diván, y en el centro una mesita atornillada en el suelo, con las alas dispuestas de modo que podía servir para una docena de comensales. Retirando Leto uno de los almohadones, levantó la tabla sobre la cual estaba tendido; y la tabla resultó ser tapadera de un largo cajón bien provisto ciertamente, pues fue sacando de él el hijo del boticario dos amplios y superiores impermeables; un vestido completo de mar; media docena de hermosas toallas y dos sábanas de baño, y algunos objetos más por el estilo; todo ello puesto allí por el precavido y rumboso inglés, lo mismo que los objetos de aseo y los útiles de pesca, licores exquisitos y confortantes, y libros (en inglés desgraciadamente para Leto) que trataban, con excelentes dibujos, de materias pertinentes a todos los destinos imaginables del barco, que se guardaban en los armarios. Todo lo conservaba Leto donde y como el inglés lo había dejado, por respeto cariñoso a la memoria de su amigo. En el centro del copete del más grande de los armarios, había una chapa de metal bruñido, con dos nombres grabados sobre una fecha. Señalando a los nombres, dijo Leto:

-Este es el blasón de nobleza del balandro: Mr. Watson y Mr. Fife: el ingeniero y el constructor de yachts más afamados de Inglaterra. ¡Deberé yo estar agradecido a un hombre que me dejó tan rica prenda de su amistad? ¡Y se extraña mi padre algunas veces del mimo con que la trato!... Pues hay que ver ahora, prácticamente, sus condiciones marineras que tanto les he ponderado, si no le molesta a Nieves y lo consiente el señor don Alejandro...

-Caballeros -dijo al oírlo don Claudio, levantándose de golpe y andando hacia la puerta-: aquí sobra uno, y ese soy yo.

-¡Pero, don Claudio!... -exclamaba Nieves, riéndose del arranque de su amigo.

-Nada, nada: cada uno es cada uno, y yo sé bien lo que me hago... Y también usted lo sabe al venirse conmigo, señor don Adrián -añadió Fuertes volviéndose un momento hacia el boticario-. Porque yo doy por supuesto que usted tampoco se queda, aunque le aspen.

-Verdaderamente -contestó el aludido, que estaba algo inquieto por falta de franqueza, moviéndose un poco hacia la puerta-, que no soy de lo más apto para este género... eso es... de diversiones... Por otro lado, ¡caray! la edad... eso es. De manera que, si no se tomara a mal...

-¡Qué ha de tomarse, hombre! -díjole don Claudio, volviendo para cogerle por un brazo.

-Y aunque se tomara... Véngase, véngase, don Adrián; y verá usted qué guapamente estudiamos las condiciones marineras del Flash... desde tierra firme.

-Conste, señor matamoros -dijo Bermúdez desde la puerta de la cámara cuando ya salía del pozo el comandante llevándose a remolque al boticario-, que no solamente doy el permiso que me ha pedido Leto, sino que me quedo, y con gusto... ¡con mucho gusto, canástoles! mientras que usted se larga.

-Con gusto, ¿eh? -respondió Fuertes sin volver la cara-. ¡Ay! mi señor don Alejandro... ¡si hubiera espejos para ver a los hombres por sus adentros en determinadas ocasiones!... Cornias, arrima un poco más el barco, hijo... Así... ¡Ajá! Cuidado, don Adrián... Venga la mano... Eso es... ¡Divertirse, caballeros!

¡Cómo le pusieron entre Nieves y su padre desde el yacht!

-A la faena ahora -dijo Leto a su edecán, sin oír a los unos ni a los otros, porque ya estaba con la fiebre de sus glorias-. Usted, Nieves, a sentarse aquí; y usted, don Alejandro, a su lado... Perfectamente... ¡Cornias!... desatraca, y a franquearnos con el foque... Bueno... Ya va... ¡Lista la driza de pico!... Yo a la de boca... ¡Iza!

Hecha la maniobra en regla, hinchóse la extensa lona, y cayó el barco al lado opuesto, navegando ya.

-No hay que asustarse, Nieves -dijo Leto sonriendo al notar en ella, y particularmente en su padre, cierto movimiento de desagrado-: es el saludo del Flash a la llegada del viento.

-Bien me parece esa cortesía -respondió Bermúdez agarrándose a la brazola mientras Nieves se sonreía despreocupada-; pero en todas partes, después del saludo al aire libre, vuelven las gentes a cubrirse y a enderezarse, y aquí observo que pasan las cosas de otro modo: el Flash, después de saludar, continúa inclinándose y andando a más y mejor.

-Es de necesidad, señor don Alejandro: como que vamos casi de proa al viento. Mucho más ha de inclinarse todavía.

-¡Buen consuelo, hombre!

-Ya le va tomando el gusto al agua... ¿Oyen ustedes cómo la paladea?

-Y también veo -respondió Bermúdez-, que la destina a otros usos. ¡Mira, mira, Nieves, cómo se tumba el condenado, para fregotearse las costillas con ella! ¿Qué te parece de esto, hija?

-¡Muy bien! -respondió Nieves, fascinada por el lance, con los ojos voraces, la boquita entreabierta y palpitantes las rosadas ventanillas de la nariz.

El barco había entrado en su andar desembarazado y franco; y ciñendo siempre para ganar terreno hacia fuera, no cesaba de inclinarse. Bermúdez lo notaba intranquilo, y oía el borboteo del agua debajo del lanzamiento de la popa; el crujir de la perchería del aparejo y el crepitar de las lonas, y hasta comenzó a ver una faja de espumilla hervorosa a todo lo largo del carel inclinado, como si pugnara por colarse adentro. Leyóle estos cuidados en la cara Leto, y le dijo para tranquilizar de paso a Nieves, que, ciertamente, no lo necesitaba:

-Repare usted que vamos solamente con el foque y la mayor, y que la mar está como una balsa de aceite. ¡Qué diría usted si izáramos la escandalosa allá arriba, como la hubiera izado yendo solo?... ¡Si esto es navegar en una palangana! De todas maneras, hasta acostumbrarse más a estas posturas violentas, no dejen ustedes de agarrarse al respaldo.

-Ya, ya -respondió Bermúdez que no podía agarrarse más de lo que estaba-; pero lo que veo yo es que el agua anda si entra o no entra por este costado, y que vamos echando demonios.

-Y aunque entrara, ¿qué?

-¡Pues digo! ¡como si fuera lo más usual y corriente!

-Y lo es, señor don Alejandro; y va el Flash tan guapamente con un par de tablas de la cubierta debajo del agua.

-¡Canástoles!

-¿Quiere usted verlo?... ¿Se atrevería usted, Nieves?

-¡Pues no he de atreverme? -respondió ésta como extrañada de que Leto lo pusiera en duda.

-Por visto, señores, por visto -dijo resueltamente Bermúdez-. ¡Canástoles! para prueba sobra con esto, que no es poco, sin necesidad de que tentemos a Dios.

Nieves y Leto, y hasta Cornias que atendía a la escena medio sentado arriba sobre el tejadillo del tambucho, se echaron a reír.

-Mira, papá -dijo de pronto aquélla-, qué bonita es esta costa de la bahía. ¡Cuántas islillas verdes que apenas se alcanzan a ver desde casa! ¿Y don Claudio y don Adrián? ¡Qué lejos quedan!... ¡Míralos!... Creo que saludan.

-Hija mía -respondió Bermúdez sin volver hacia ella más que la intención, porque la visual del ojo útil se la estorbaba la nariz-, necesito ambos brazos para agarrarme, y toda la voluntad para guardar el equilibrio en esta postura. Contéstalos tú por mí, si te parece.

-Ya lo hago por todos -repuso Nieves volviendo el busto hacia el muelle y agitando el pañuelo con la mano izquierda. Después de unos instantes de silencio, añadió, con el oído muy atento hacia proa-: Fíjate bien, papá.

-¿En qué, hija?

-En el ruido que va haciendo el barco... Lo mismo que si fuera arrastrándose sobre papel de seda.

-Exactamente -confirmó Leto-; y si usted continúa fijando la atención en ese ruido, llegará a oír conversaciones, y cantos a la sordina... y todo lo que usted quiera, hasta acabar por dormirse.

Tras esto callaron todos por un buen rato, como si se tratara de poner a prueba las afirmaciones de Leto, mientras el yacht continuó deslizándose al mismo andar. De pronto dijo Nieves dirigiéndose a Leto:

-Pues tiene usted razón: fijándose mucho en el ruido ese, se oye todo lo que se quiere oír... ¿No crees tú lo mismo, papá?... ¡Mira qué llana, qué brillante y qué hermosa está la bahía! Parece un espejo muy grande.

-Muy grande, muy hermosa y muy llana -respondió Bermúdez inmóvil y rígido-, y muy entretenidas esas cosas que decís que se oyen debajo del barco: todo está muy bien, menos esta condenada postura que no me deja gozarlo. Esto es un despeñadero.

-Pues cuidadito ahora -le advirtió Leto sonriéndose-, porque va a inclinarse un poco más.

-¡Más todavía, hombre? -exclamó Bermúdez, queriendo clavar las uñas en la brazola-. Y ¿por qué?

-Porque voy a preparar la virada, dando mayor andar al barco.

Dicho esto, metió la caña a estribor; con lo cual, presentando el Flash mayor superficie al viento, recibió mayor impulso de él; y el festón espumoso que andaba lamiendo por fuera el carel de babor, le echó unas cuantas lengüetadas por adentro. Entonces gritó Leto a su edecán:

-¡Cornias... a virar! ¡Salta escota foque!

Obedeció Cornias en el aire; orzó Leto vigorosamente, y el yacht fue virando y enderezándose, hasta ponerse horizontal como le quería don Alejandro, y, según la lengua del oficio, a fil de roda, es decir, cara a cara con el viento.

En esta posición el barco, las velas, deshinchadas y lacias, comenzaron a restallar, con tal estrépito, que asustó a Bermúdez y sorprendió a su hija.

-Pasen ustedes ahora a este otro lado -les dijo Leto, señalándoles el frontero al que ocupaban en el pozo.

Así lo hicieron, y con mucho cuidado para no dar con la cabeza en la botavara. Tomó el viento al balandro por aquella banda, cayó el aparejo hacia la opuesta; y henchidas de nuevo las velas, comenzó el Flash a navegar hacia la derecha de idéntico modo que lo había hecho hacia la izquierda.

-Notarán ustedes -dijo Leto-, que vamos caminando en ziszás. Con el viento por la proa, no hay otro modo de subir estas pendientes. Vean ahora lo que vamos adelantando en la subida. Ya cuesta trabajo conocer a don Claudio y a mi padre, que se van alejando hacia la villa.

-La verdad es -respondió Bermúdez-, que con estas aventuras había vuelto a echarlos de la memoria.

De bordada en bordada llegó el Flash a la ancha boca del puerto. Don Alejandro, que no apartaba el ojo del carel de sotavento, lo conoció por las cabezadas que daba el barco, a causa de la trapisonda que ya había por allí, y por cierto malestar de su estómago. Dio entonces por más que suficiente la distancia recorrida; y con gran sentimiento de Nieves, que tenía los cinco sentidos puestos en los lances del paseo mar afuera, viró el balandro y se puso en rumbo al muelle. De esta manera iba empopado y sin las contrariedades que tanto molestaban a don Alejandro. Teniéndolo en cuenta Leto, izó toda la lona; y navegando así como una exhalación, pudieron estimar Nieves y su padre lo merecido que tenía el hermoso yacht el nombre de Centella que le habían puesto.

-Esto ya es cosa muy diferente -decía Bermúdez al llegar al muelle-. Así ya se puede navegar a pierna suelta.

-Pues a mí me gusta más del otro modo -contestó su hija-. Tiene más lances.

-Esa es la verdad -añadió Leto saltando del balandro a la escalera para dar la mano a Nieves, porque habiendo bajado bastante la marea, eran muchos y estaban muy resbaladizos los escalones descubiertos.

Ni don Adrián ni don Claudio andaban por allí rato hacía, ni se columbraba alma viviente en diez cables a la redonda de aquellos hermosos sitios que, por lo solitarios y mudos, parecían encantados...




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- XII -

Después del paseo


Como tenía un plan en la cabeza, en cuanto los señores de Peleches, que habían elegido el camino de abajo para volver a su casa, mostraron deseos de hacer un alto en la botica donde ya se hallaba el boticario don Adrián, Leto se despidió de ellos pretextando ocupaciones urgentes en su balandro.

El boticario se había puesto ya su gorro de terciopelo, y estaba sentado entre puertas viendo pasar a la gente elegante en dirección a la Costanilla para subir a la Glorieta. Sentáronse también los de Peleches; y después de saber por don Adrián que don Claudio Fuertes se había separado de él para ir un rato al Casino, comenzaron a contarle las peripecias del paseo, con grandes elogios del barco y otros mayores de la pericia náutica y extremada bondad de su hijo.

El cual, entre tanto, caminaba a todo andar hacia el muelle. Cuando llegó a él, no pensó siquiera en meterse en el balandro que estaba a dos brazas de la escalerilla: limitose a hacer a Cornias, ocupado en recoger el aparejo a toda prisa, algunas advertencias sobre el particular, y enseguida tomó el camino del Miradorio.

Le estaba preocupando a él la cosa aquella desde el momento mismo en que había sucedido. No importaba dos ardites, bien examinada; pero debió haber pasado de otro modo muy diferente... Anduvo, anduvo, pensando y andando, sin mirar a un lado ni a otro, porque harto sabía que el mirar era innecesario hasta llegar al punto preciso, que estaba bien marcado en su memoria... cosa de media vara a la derecha del camino... subiendo; porque ello había sido bajando, y entonces quedó a la izquierda... Por allí, en tales días y a tales horas, no solía pasar gente; y aunque pasara, sería lo mismo para el caso. ¿Quién había de fijarse?... Y aunque se fijara, ¿valía ello para nadie, a la simple vista, el trabajo de doblarse por la mitad?...

Anduvo otro buen pedazo del camino, y se detuvo de pronto.

-Aquí fue -se dijo-, y aquí debe de estar. Miró... y allí estaba: sobre un tapiz de apretado césped, y entre dos helechos y un guijarro. El mismo clavel, doble, reventón y encarnado, con el rabillo tronchado al rape: el que se le había caído a Nieves de la boca y había recogido él... para volverle a tirar porque a Nieves ya no le servía... Este era el caso.

Recogido el clavel, y después de contemplarle mucho, y hasta de examinar la huella de los dientecitos de la sevillana, le olió con avidez. Por un impulso maquinal... o no maquinal, se le llevó después a la boca; pero por otro impulso de mejor casta, le apartó de ella.

-No se trata de eso -se dijo, conservando el clavel en la mano con gran cuidado para que no se deshojara-, sino de cosa muy distinta... y más decente. Por de pronto, vuelta hacia abajo, porque no hay necesidad de que los badulaques de la Glorieta me atisben; y vamos poco a poco poniendo el caso a su verdadera luz, como si le ventilara ante un tribunal de maliciosos que dieran a este acto mío una significación a su gusto.

Volvióse como lo pensó; y andando paso a paso, oliendo el clavel de tiempo en tiempo y con la otra mano en la cadera, iba discurriendo al siguiente tenor:

-El clavel se le cayó a ella de la boca; yo le recogí del suelo y quise dársele; ella le miró, viole sin rabillo, y me dijo: «no sirve ya, puede usted tirarle...» palabras textuales; y yo le tiré, bien sabe Dios que contra mi gusto. Pero también me añadió: «si quiere». Es decir, que dejaba a mi elección tirarle o no tirarle. Tampoco se me escapó este particular. Pero supongamos que yo, en uso de mi derecho, me hubiera quedado con el clavel: ya daba al acto una significación grave, de cualquier modo que le ejecutara: callándome la boca, o explicándole. En el primer caso, ¿cómo justificar mi silencio sin autorizar a Nieves para que me creyera muy interesado en quedarme con el clavel?; y en el segundo, tenía que meterme en una rociada de galanterías, que con toda seguridad hubieran resultado cursis e impropias de un hombre serio que mira a esos señores con la estimación respetuosa con que los miro yo. En suma, que callando o hablando, al quedarme yo con el clavel, faltaba a muchas consideraciones y declaraba una cosa que no es cierta. Pero pudo muy bien Nieves, mirando el hecho desde su punto de vista de mujer, o de niña mimada, decir para sus adentros: «¡qué grosero!...» o «¡qué pan frío!» Y esto es lo que me duele, por si lo ha pensado ella y por no merecerlo yo en buena justicia, y lo que me ha ido molestando toda la tarde en la cabeza, con el propósito, además, de volver por el clavelillo este en cuanto pudiera, y el temor de no hallarle cuando le buscara. ¡Carape, si me ha preocupado todo ello junto! Ahora ya es distinto: ya tengo en mi poder lo que buscaba... «Pues no comprendo», diría cualquiera, «ni los apuros de antes ni la tranquilidad de ahora; porque lo hecho, hecho está, y el clavel, por sí solo, no vale el trabajo que te has tomado viniendo a recogerle, según tú has declarado ser verdad.» ¡Carape si lo es! «Corriente», volvería a decirme cualquiera: «si lo hecho ya no tiene remedio, y el clavel, por sí solo, no vale dos cuartos, ¿para qué te quedas con él?...» ¡Valiente reparo de mala fe sería ese! Recojo el clavel y le guardo, por... por pura rectitud de conciencia... vamos, para reparar yo, a mi modo, una falta cometida con buen fin... Nieves seguirá pensando de mí por ese acto, si por desgracia le notó, lo que mejor le parezca: santo y bueno; pues yo estaré tan satisfecho con saber que son equivocados sus juicios, y que tengo en mi poder la prueba de ello. ¡Qué carape! cada uno es como Dios le hizo; y yo soy así. Y no hay más ni menos... y al sol.

Al llegar al muelle guardó el clavel, después de olerle, en su bolsillo de pecho, con mucho tiento para que no se viera ni se deshojara. El balandro estaba ya solo y en su fondeadero de costumbre. Siguió andando Leto; llegó a la botica, de la cual se habían ido ya los de Peleches; subió a la habitación sin detenerse, entró en su cuarto; y, como quien lleva ya su resolución bien meditada, sacó de un cajón de su cómoda un álbum-cartera lleno de apuntes hechos por él en el campo y en la costa, y allí guardó el clavel, con mucho mimo, entre dos hojas en blanco, después de haber pasado la vista por cada una de las que contenían dibujos, con una fuerza de atención poco acostumbrada en el asombradizo farmacéutico.

-Bien pudiera ser verdad -pensó mientras cerraba los broches de las tapas, dejando el clavel adentro-, que no lo hago del todo mal.

Volvió el álbum al cajón, cerrole con llave, bajó a la botica, y estúvose con su padre un buen rato hablando de los sucesos del día en Peleches y en la mar. ¡Muy satisfecho estaba de ellos el boticario! Y también de Leto. Se había portado como un hombre y dejado el pabellón bien puesto en todos los terrenos... Con algo más de soltura hubiera querido él verle en lo de pura cortesía; pero bastante había hecho, sí, señor, bastante, para lo que era de temerse; ¡caray, si había hecho!

La escena acabó por irse Leto al Casino, donde le esperaba el Ayudante de Marina para un partido de billar que dejaron los dos concertado la víspera, dándole hasta quince tantos Leto, además de la salida, como siempre.

En honor de la verdad, no estuvo el hijo del boticario aquella noche tan chiripero ni tan acelerado como lo tenía por costumbre, ni de tanta correa para las chanzas del fiscal; pero cierto es también que la brega de la bahía, tras de las inusitadas emociones del convite, le tenía algo desmadejado, y que el fiscal se permitió llevar las bromas a un terreno de bastante mal gusto. El que al señor de Bermúdez le faltaba un ojo, como podía faltarle a cualquiera, y que con su hija hubiera estado él, Leto, más o menos atento, no autorizaba a nadie para preguntarle a cada paso, y delante de ciertas gentes, por la salud y el valor, y el saque y otras mil cosas del Macedonio; ni si tomaba o no tomaba varas, o si era blanda o dura de cerviz «la hija de Darío». Era una gran inconveniencia hablar así de personas tan respetables, en un sitio como aquel... o en cualquier otro; y como así lo sentía, así se lo dijo al fiscal, con mucha pena, pero resuelto a que cesaran las bromas. Y cesaron; pero dejando en Leto ciertas heces que le amargaron mucho la fiesta; y eso que el fiscal, lejos de ofenderse con la protesta, aunque cambió de estilo y de asunto, se quedó tan fresco como una lechuga, y tan amigo de Leto como siempre. Poco después de este incidente, llamó al fiscal don Claudio desde una mesa de las más apartadas del billar, para que fallara en la porfía en que estaba empeñado con sus compañeros de tresillo, sobre una jugada que había hecho uno de los jugadores.

Con irse el fiscal y no volver; marcharse enseguida los abogados y el médico que le acompañaban, y antojársele a Leto que se quedaba el Ayudante algo mustio sin los mirones que le entretenían, y que apestaban más que de ordinario los reverberos de petróleo, le fue entrando tal flojedad y tal disgusto, que se dejó llevar de calle la mesa para acabar cuanto antes el partido.

-¡Carape! -se decía mientras iba andando hacia la botica, con el sombrero en la mano porque abrumaba el calor-, ¿no parece mentira que un hombre en la flor de la vida haya podido gastar, como yo, lo mejor de su tiempo libre en ese bochinche infame, dando trastazos a las bolas?... Una mesa o dos, de vez en cuando, vaya; pero todos los días dos o tres horas de faena en ese billar mugriento... ¡con ese olor!... ¡Carape, si es tonta la diversión, bien mirada! Pues ¿y el fiscalillo ese, con su lengua de puñal?... Yo le estimo, es la verdad... y suele tener los grandes golpes... Vamos, que clava los apodos... Pero ¡carape! a lo mejor tiene unas cosas... como las de esta noche, por ejemplo... Aquello no venía al caso, ni siquiera era decente... Son personas respetables... y amigas de uno... y acaba uno de comer a su mesa... Póngase cualquiera en mi lugar; y si es persona decente, a ver si no haría lo que hice yo... Sentiré que le haya dolido lo que le dije; pero él se tuvo la culpa, y yo cumplí con mi deber... como hubiera cumplido si él continúa con la broma y le rompo yo algo en la cabeza... ¡Carape si se lo rompo! Y cuidado que le quiero bien, lo que se llama bien... Pero hay casos en que se salta por encima de todo... como este caso... O es uno buen amigo o no lo es; o es uno persona decente, o un granuja. ¡Carape, carape, carape!... ¡Qué cosas, hombre!... ¡qué cosas más raras éstas!...

En la botica trabajó mucho sin gran necesidad, y canturreó bastante aquella noche hasta la hora de cenar. Cenó regularmente y habló con su padre, por largo, de lo que habían hablado ya antes de irse él al Casino. ¡Estaban, los pobres, tan poco hechos a francachelas como las de Peleches por la mañana, y a esparcimientos tan singulares como los de la tarde!...

A la hora de costumbre se cerró la botica, y se recogieron los dos... El padre, después de rezar sus oraciones, se durmió como un bendito. El hijo no atrapó el sueño con tanta facilidad: le pesaba mucho la ropa, aunque era la puramente indispensable para cubrirse, y no cabía en la cama buscando posturas. Al fin, hecho un aspa, se quedó dormido.

Qué le pasó entonces por las regiones aletargadas del cerebro; qué revoltijo de ideas incongruentes y de bizarras imágenes le poseyeron, no se sabe a ciencia cierta; pero es cosa averiguada que a las altas horas de la noche, saliendo de repente de su batalla y poniendo las manos entrelazadas debajo del cogote, exclamó para sus adentros, en estado ya de perfecta lucidez:

-¡Carape! ¿Será verdad que yo soy bastante buen pintor de acuarelas, y que dibujo muy bien? Pues estoy a dos dedos de creerlo a puño cerrado. ¡Y mire usted que el mismo pintor que era mi maestro y me lo estaba afirmando cada día, se fue de España sin convencerme!...

¿De dónde vino aquella idea al cerebro de Leto? ¿cuál fue la inmediata a la parte de allá del límite puesto entre el estado lúcido y el de sopor?... Leto, dispuesto a averiguarlo, tiró del hilo de la sarta de todas ellas, y fue sacando del fondo tenebroso, una a una, imágenes borrosas que, al entrar en la zona de luz de su discurso, iban tomando formas y colores de realidad. Así aparecieron, en extraña procesión, Nieves, con su túnica pajiza en la penumbra del Casino, pidiéndole las acuarelas; su padre convidándose a ver el yacht y convidándole a él a comer en Peleches; Nieves, con mantilla, a la puerta de la Colegiata; Nieves otra vez, vestida de blanco en su casa; las acuarelas, el saloncito de trabajo, el comedor, el balandro y el inglés en apoteosis; Cornias, un clavel rojo, unos dientes blanquísimos, el Flash virando por avante y escorando mucho; Nieves afrontando risueña lo que su padre tenía por peligro, con la boquita entreabierta, la mirada valiente, el entrecejo... (¡qué entrecejo aquél! un poco fruncido) y aspirando con avidez la brisa de la mar y el deleite del paseo...

-¡Cuidado si es templada la chica esa! -pensó Leto, empezando a discurrir en cuanto hubo pasado la última figura de la procesión-. ¡Y guapa!... ¡Carape si es guapa!... y modesta, y sencilla para lo guapa y principal que es... Otra en su pellejo ¡se daría un lustre!... Resulta que le gustan mucho los paseos marítimos, y que quiere darlos en mi balandro... ¡Buena ocasión para lucirle en lo que vale!... la única, si bien se mira. Por este lado, me alegro del antojo. Pero adquiero un compromiso que me ata; y no siempre está uno de igual humor... y luego, con este condenado genio mío que no se puede amoldar a ciertos perfiles... Y no es porque no se me ocurran las cosas, ¡quiá!... a mí se me ocurre todo, y hoy se ha visto: yo la he dado el brazo, y la mano; pero no está en eso la gracia, ¡qué carape! sino en hacerlo como es debido, y no como yo lo hago... con esta maldita desconfianza... Lo mismo que lo del clavel, que fue una burrada por más que se diga: pues si yo tengo un poco de serenidad y el desparpajo que otros tienen, no le tiro, ¡qué había de tirar?... En el balandro, menos mal, porque en cuanto cojo la caña, ya estoy borracho y no conozco a nadie; pero para llegar a ese punto hay que pasar por otros... Vamos, que, por este lado, no me hace maldita la gracia el antojo ese: palabra de honor... Y no pinta mal, ¡vaya!... bastante mejor de lo que ella cree... Digo, se me figura a mí... Porque tiene un aplomo para afirmar y una fuerza de convicción, que se imponen... Luego, no habla al aire y por hablar; y en pintura entiende. ¡Carape si entiende! Hay en ella sentimiento del arte, y gusto... ¡mucho gusto!... Cierto que aquí, en Villavieja, ¡está uno hecho a tan poco, a tan poco y de tan mediana calidad, y tan visto!... Pero no, señor, no: esa sevillanita, donde quiera que se la ponga, aquí o en Valladolid... ¡Carape!... No, no, lo que es el primito de allá, el original de la fotografía que estaba sobre el piano... porque según me dijo ella misma, aquel retrato es el de su primo, el hijo de doña Lucrecia, vestido de toga y con birrete... ya puede estar satisfecho si es verdad lo que se cuenta... Y lo será por las trazas. Es demasiado el mimo con que trata ella a la fotografía, para ser retrato de un primo cualquiera... Y la pinta del mejicanito es buena: harán una parejita... ¡vaya!... A mí lo que más me llama la atención en Nieves, es aquella serenidad tan firme con que mira y anda y se expresa... vamos, que todo es natural y sincero en ese diablo de chica; y luego aquel acento andaluz, aquel modo de llamar las cosas, con aquella voz tan bien timbrada... En fin, que el mejicanito... nació de pie... de pie... ¡Carape, carape... carape!... ¡Qué... cosas... éstas... hombre!...

Y volvió a quedarse dormido como un tronco.

No por obra de ningún diablejo de aquellos que, en opinión de don Alejandro Bermúdez, se entretienen en llevar por los aires chismes y cuentos de oído en oído, levantando los tejados o colándose por los resquicios de las puertas, sino por una prosaica y vulgar coincidencia, se despertaba Nieves en su lecho en el mismo instante en que volvía a dormirse en el suyo el hijo del boticario de Villavieja. A Nieves la despertó una pesadilla. Soñaba que al fin su padre había consentido en que Leto metiera en el agua dos tablas de la cubierta del balandro. Para conseguirlo más fácilmente, Cornias había llenado de velas todo el palo, hasta el mismo grimpolón azul con la F blanca. No cabía más lienzo allí. De este modo, el yacht, henchido de viento hasta el tope, iba sobre las aguas verdosas como una flecha, pero escorando, escorando, escorando, hasta tener que agarrarse ella también a unas cuerdas. Ya se había sumergido el carel y estaba sumergiéndose la primera tabla, cuando una recalcada imprevista revolvió las aguas e hizo saltar un chorro de ellas hasta el fondo del pozo, mojándola los pies. Esta impresión ilusoria fue lo que la despertó sobresaltada.

-Pero está visto -se dijo al darse cuenta clara de que lo sucedido era un sueño-, que se puede hacer eso... se entiende, con un piloto como él... ¡Qué paseo tan delicioso el de esta tarde!

Y colocada ya a la claridad de este pensamiento, también tuvo antojo de sacar a plena luz toda la sarta de sus recuerdos adormecidos en la memoria; y tiró del hilo, y fue saliendo la correspondiente procesión. Por cierto que no parecía sino que estaba tirando del mismo hilo de que había tirado Leto poco antes, al ver cómo iban apareciendo en el desfile la mayor parte de las cosas y de los sucesos que acababan de desfilar por la cabeza del hijo del boticario.

Eacute;ste (don Adrián Pérez) rompía la marcha en la procesión de Nieves, describiendo en su estilo singular el carácter y las aficiones del hijo; después el hijo, en cuerpo y alma, vistiéndose acelerado la americana junto al billar del Casino, con su pelo alborotado, su cara ardorosa y sus inexplicables encogimientos; luego Leto, el mismo Leto, pintor de acuarelas; enseguida el propio hijo de don Adrián haciendo la apología de su barco; y Leto arrojando el clavel que ya no le servía a ella; y Leto describiéndola el barco sobre el terreno; y Leto gobernándole por la bahía... en fin, la misma procesión de Leto, vista desde opuesto lado y ocupando el hijo del boticario el lugar que en ella ocupaba la hija de don Alejandro Bermúdez, cuando la procesión desfilaba por la cabeza de Leto; sólo que en el mirar de Nieves había de ordinario menos curiosidad que en el de Leto. Cuestión de temperamento, sin duda.

Como persona, simplemente, a Nieves le había parecido Leto «un excelente muchacho»: bondadosote, placentero y sencillo hasta dejarlo de sobra; como pintor de acuarelas, notabilísimo; dándole el brazo a ella para ir al comedor, un señorito de aldea; hablando de su barco, «otro hombre», y gobernándole... ¡allí era donde había que verle! Era raro, rarísimo, que un mozo que pintaba con la maestría que él, no lo diera la menor importancia, y hasta lo desconociera... Buena era la modestia, pero llevada a tal extremo, parecía sandez; y la sandez se compaginaba mal con el talento que era indispensable para pintar lo que él pintaba y decir lo que decía, por ejemplo, cuando hablaba de su amigo y de las valentías de su barco. Entonces, como pintando, era un artista completo, por su modo de ver, de sentir y de expresarlo. Hasta su aspecto era otro más gallardo y lucido que el del Leto que se vestía la americana en el Casino atropelladamente, o arrojaba al suelo el clavel que ella había tenido en la boca, por no atreverse a guardarle, no por menosprecio seguramente (¡qué inocente!... sería hasta capaz de creer que ella no lo había notado), o la daba el brazo, deslavazado y torpote, en la salita de su casa y en la escalera del muelle. Guapo era entonces también, eso sí, porque como guapo y buen mozo, lo era siempre; pero sin el desembarazo y la esbeltez varonil que le daban el olvido de sí propio y el calor y fortaleza de sus convicciones y entusiasmos. Por eso, donde más lucía era gobernando su yacht: le había llamado a ella varias veces la atención aquella tarde. ¡Qué actitudes tan hermosas tomaba en los momentos de mayor cuidado! Bien decía don Adrián que el balandro era la borrachera de su hijo... Como Nieves había tratado a muy pocos hombres y a esos pocos muy superficialmente, no se atrevía a asegurar si abundaban los que se componían de elementos tan incongruentes como los de Leto; pero abundaran o no, no podía dudar ella que Leto era un mozo muy raro... Por supuesto, que hablando de él con su padre, con el de Nieves, no le había comunicado todas estas observaciones, porque no le parecieran demasiado y la llamara reparona... De todas maneras, raro o no raro, guapo o feo, que esto la tenía a ella sin cuidado, Leto había sido una gran adquisición, porque era un estuche de cosas, cabalmente de las que más le gustaban a ella; y era preciso conservarle y sacar de él todo el partido posible... Era de creer que con la frecuencia del trato fuera él adquiriendo mayor confianza en sí mismo; y de este modo, lo que en aquellos momentos le parecería al pobre chico carga pesada tal vez, por razón de su cortedad, llegaría a resultarle lo contrario... Entonces, satisfecho él... gozosa ella... todos contentos y entretenidos... Rufita González... escribir a Méjico... Leto mar afuera... Nachito con enaguas... ella huerita y pintando... ¿qué cosa?... ¿con quién?...

Se le enredaban y confundían las especies; y la procesión de antes, con nuevas visiones ensartadas en el hilo entre las otras, volvía a desfilar, pero a la inversa: de la zona de la luz, medio a obscuras ya, a las profundidades más sombrías del cerebro. Pasó el último fantasma al extinguirse el último destello de la luz; acabaron de cerrarse los párpados entreabiertos; cayó sobre la almohada el perfil de la linda cabeza, y se quedó Nieves dulce y profundamente dormida.




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- XIII -

Las primeras semanas


Después de haberla temido tanto Nieves, le resultó hasta entretenida la tarea de pagar las visitas que debía entre las recibidas de los villavejanos en Peleches; porque, bien mirado el asunto, tenía su lado original y pintoresco; y ella, al fin y al cabo, era algo artista y muy observadora.

Sorprendió a Rufita González en enaguas y en pernetas, huyendo por el pasillo al conocer la voz de los que llamaban, después que su madre les había abierto la puerta. Tuvieron que esperarla un buen rato en la sala, que era pequeñita, como toda la casa desde el portal, y vieja, por supuesto, con puertas acuarteronadas, cerraduras y pestillos enormes, y vidrios muy chiquitines, donde los había. Se llenaba la salita, que no estaba sucia propiamente, con cinco sillas y un sofá de paja; una consola con su espejillo encima, dos floreros y el retrato de Nacho, de la misma edición que el que tenía Nieves; un veladorcito en el centro con tapete de crochet; seis litografías con marco enchapado de caoba, en las paredes, y tres felpudos de colores en el suelo. Nada de cielorraso. En Villavieja apenas se conocía ese lujo ni aun en las casas más pudientes: el maderaje descubierto, con un par de lechadas o dos manos de una tierra amarilla que abundaba en un covachón de la sierra.

La vivienda de las Escribanas era mucho mayor y hasta mucho más vieja. Se entraba por un portal obscuro, con gallinero y todos sus accesorios y consecuencias. La escalera tenía dos tramos solos: el primero y más corto, de asperón desgastado por el uso; el segundo, que descargaba en el piso, de tablones de encina, negros y revirados ya de puro viejos. La sala de recibir era ancha y larga, pero baja de techo, y éste embadurnado de amarillo. Tenía dos alcobas y un gabinete; las puertas, macizas también y de abultado herraje; y como allí «se daban» reuniones, abundaban las sillas más que en casa de Rufita González, y aun había algunas de tapicería de lana; las alfombras eran de fieltro; se contaban hasta cuatro rinconeras con baratijas del bazar de Periquet, y sobre la consola, amén de los clásicos floreros con fanal y un relojillo de bronce que no andaba años hacía, más baratijas valencianas y muchos caracoles y cascaritas de la playa. Debajo de la consola una guitarra, a cuyos sones, arrancados por las uñas de la Escribana mayor o de dos «chicos» que alternaban con ella en las noches de reunión, se bailaba; mucho lazo de colores y sendas tiras moldeadas, de latón amarillo, en los cortinajes de las alcobas; las historias, en litografías iluminadas, de Moisés y de Ricardo en Palestina, con marcos revestidos de papel dorado; los indispensables tapetes de gancho en los veladores del gabinete y de la sala, y hasta tres escupideras de caoba, con serrín sobre papel blanco, distribuidas en ambas piezas. Bastante aseo en todo lo que estaba a la vista, y mucho ruido adentro, como de metralla de vasar y cánticos en falsete arriba, y abajo el incesante cacarear del averío.

La morada de don Eusebio Codillo: en la Plaza Mayor, con el retrato del monarca reinante (porque era él, Codillo, del ayuntamiento) en el testero de la sala, grande, vieja y sin cielorraso también, con muchas sillas, dos sofás, dos consolas, cuatro floreros, seis alfombritas, casi, casi de verdad, y mucho monigote valenciano por todas partes; un pianejo resobado, punto más que clavicordio, a juzgar por su vitola humilde y anticuada; guirnaldas y ramilletes de flores contrahechas en paredes, mesas y veladores... y mucho gato, vivo y efectivo, de todos pelos y tamaños, entrando y saliendo paso a paso, con el rabo en alto y muy derecho, enratonados unos, zalamerillos otros, y todos muy sobones y entrometidos.

Y así por este orden, alojadas todas las familias de igual pelaje, gato, perro, lorito, velador o colgajo más o menos.

En otra jerarquía más elevada, los Vélez en su caseretón de alta y ennegrecida fachada, llena de escudos mohosos y de balconajes oxidados, empotrada y reventándose entre otras dos que, por lo humildes y despatarradas, parecían estar sosteniéndola por obra caritativa; el portal, enorme, obscuro, lóbrego y con el suelo de adobes; la escalera, ancha, de zancas trémulas y peldaños jibosos; luego el vestíbulo, tan grande y tan sombrío como el portal, con gran banco de madera con escudo de armas tallado en el espaldar, arrimado a la pared debajo de un tapiz descolorido ya y hecho jirones; después el estrado, como cuatro vestíbulos de grande, con su tillo de anchas, abarquilladas y viejísimas tablas de castaño; su techo de viguetería descubierta, de la misma madera y del propio color que el suelo; sus claros abiertos a la fachada, como tragaluces de mazmorra, por lo bajos y lo espesos; sus sillones de alto copete, penetrados de la polilla; sus cornucopias desazogadas; sus alfombras raídas; sus retratos de familia pintados en lienzo, y su Ecce-Homo en cobre, borrosos y mordidos por la sarna de los tiempos; sus damascos lacios y descoloridos; sus dos consolas con columnitas de basa y capitel de metal dorado, sosteniendo los sempiternos candelabros de malaquita y bronce; y en fin, su péndulo asmático, de carillón que ya no funcionaba; y el estrado y el vestíbulo y la escalera y cuanto podían distinguir los ojos del profano visitante, todo a media luz, y limpio y reluciente y silencioso, inmóvil, frío y con el vaho de las criptas, como si allí no hubiera hogar ni se viviera.

Al revés de la otra casa, el alcázar de la otra dinastía de Villavieja: la mansión de los Carreños, la menos vieja de todas las de la villa, con su poco de color en la fachada, vidrieras de a cuatro cristales, un jardinillo en la trasera, suelos firmes y a nivel y techos de cielorraso; la chimenea ahumando casi siempre; mucho ruido de sartén y mucho tufo de cocina; mucho barullo en todo, y para todo poco aseo; los muebles casi amontonados en la sala; los colores crudos y chillones; mucha jaula con pájaros de mucha voz y grande y sucio comedero, como el mirlo y el malvís entre otros; palomar en la buhardilla y mastín suelto en el portal; en fin, dinastía sin abolengo, plebeya, encumbrada por la fuerza del dinero y de la intriga en tiempos no lejanos.

Algunas familias de las visitadas, las que habían subido a Peleches a ofrecer de todo corazón sus respetos a los señores, los agasajaron en la visita con vinos dulces, bizcochetas y rosquillas, como era costumbre allí; y si no la siguieron las Escribanas y otras gentes tales en idéntica ocasión, fue porque no se les había hecho a ellas el mismo agasajo en Peleches. Puntillos de etiqueta entre iguales.

Por supuesto que las Escribanas la armaron también aquel día. A media visita, la mayor de las tres, que, como se recordará, estaba algo picada por haber visto a Leto, tan desabrido con ella, despepitarse con Nieves, y además sabía lo del paseo marítimo y otra porción de cosas, ciertas o soñadas, y era de suyo tan vehemente, cogiendo la ocasión por los cabellos, ¡zas! allá va una catilinaria sobre la falta de educación de «ciertos villavejanos que tenían en poco a las Santas del lugar, y luego se desvivían por adorar al primer zancarrón que les traían de la Meca». Las otras Escribanas, conociendo adonde iba el golpe, trataron de desviar la puntería con unas chanzonetas a su modo; pero la Escribana mayor no estaba jamás para bromas de sus hermanas, y en aquella ocasión menos que nunca. Largó, pues, el saetazo de protesta; respondieron las otras con las respectivas puñaladas; comenzó a reír la madre sin ton ni son; entrole miedo a Nieves; miró a su padre que la comprendió enseguida; despidiéronse con la mayor prudencia posible, y sin saber, afortunadamente, de qué se trataba, salieron de la visita, oyendo desde el portal -no obstante la batahola de aletazos y cacareos del averío al dispersarse temeroso-, la que quedaba armada arriba entre las cuatro mujeres.

También Rufita González echó sus garbancitos fuera de la olla, disparándose sobre el tema de su «primo carnal» al enseñar a los de Peleches el gabinete que se le había dispuesto «en aquella pobreza», por si tenía a bien aceptarle cuando viniera, con el cariño con que había de serle ofrecido. De aquí pasó de un salto a los rumores públicos, a las bromas que a ella la daban amigos y conocidos, y a lo equivocados que andaban unos y otros en el supuesto. Fue largo el disparo y terminó de este modo:

-Lo que yo les digo: eso a los comparientes de Peleches, si acaso. Allí hay hermosura y elegancia y trigo por largo, ¡ja, ja, ja!... para tentar las codicias y los buenos gustos de un joven tan distinguido y tan hermoso como mi querido primo carnal... ¡Ja, ja, ja, jaaá!...

La canción aquella, por repetida y chabacana, puso colorada a Nieves y supo a rejalgar a su padre.

-¿Pero has notado qué tema el de esa chica? -díjole aquélla en cuanto pisaron los dos el suelo de la calle-. ¿Por qué le tiene?

-Porque es una tarasca -respondió Bermúdez-, que se alampa por novio y quiere que le cuelguen ése.

-Y lo que supone de él... y de mí, ¿de dónde sale y por qué lo dice ella?

-Esas cosas se suponen siempre por el público entre primos como vosotros, o las dan por supuestas y se las espetan a los interesados, con distintos fines, marimachos imprudentes como Rufita González.

Durante estas tareas, los de Peleches, antes de subir a casa, tomaban un respiro en la botica y echaban un párrafo con los boticarios sobre las gentes y las cosas recién vistas y pasadas.

-Enséñeme usted más acuarelas -decía a lo mejor Nieves a Leto-, o más dibujos.

Y Leto la complacía de muy buena gana; y con motivo de los dibujos o de las pinturas, otro párrafo mano a mano entre la sevillanita y el mozo farmacéutico, párrafo que a éste le sabía a gloria.

-Tiene usted que enseñarme -le dijo ella en una de estas ocasiones-, a pintar estas manchas de árboles. A mí no me salen más que emplastos, que lo mismo pueden ser peñascales que arboledas o que nubes de granizo... Suba usted esta tarde, si no tiene mucho que hacer...

Y subió Leto por la tarde.

Otro día le dijo en la botica:

-He echado a perder aquello que dejó usted empezado para que yo lo continuara. Suba usted esta tarde para enmendarlo, si es que tiene enmienda.

Y subió Leto también.

En éstas y otras, se acabaron las visitas, y los señores de Peleches proclamaron la independencia del solar, con todos sus habitantes, usos y buenas costumbres.

Por remate del acto dijo el padre a la hija:

-Hemos cumplido nuestro deber, no sólo como honrados, sino como héroes. Ahora, hija mía, buen corazón para todos y buena cara donde quiera que nos encontremos con ellos; pero nada más y como si no hubiera habitantes en Villavieja. Si ladran, que ladren; si muerden, que muerdan. ¡Viva la libertad con orden! como se gritaba en cierta ocasión, y a vivir a nuestro regaladísimo gusto, ¡canástoles! que para eso hemos venido aquí.

Desde aquel acuerdo solemne entró la vida de los Bermúdez en los ordenados términos de los planes traídos de Sevilla en embrión. Puestos así en tela de juicio en Peleches, don Claudio Fuertes trazó las líneas generales del extenso programa, y el hijo del boticario, que fue llamado a aquel respetable consejo como elemento indispensable de acción y de inteligencia, completó la obra acomodándola en todo, por todo y para todo, a los deseos y a los gustos de Nieves.

Los días eran largos, el tiempo estaba a placer y Nieves en sus glorias madrugando mucho y acostándose tarde. Había, pues, tela abundante en qué cortar, y el buen humor, la salud y los recursos daban para todo: para el campo y para la mar; para lo de puertas afuera y para lo de puertas adentro; para la vida activa a la intemperie, y para la del arte y la de familia a la sombra de los viejos paredones de Peleches...

Con su tartana y sus rocines de alquiler, hizo un gran agosto en aquel mes de julio Patafullera, un mesonero cojo de la villa, que vivía de esas y otras industrias más o menos honradas. A estas expediciones en tartana, por el camino real unas veces, y las más de ellas a campo travieso, vega arriba, con el pretexto de haber feria en Rudaces, o mercado en Soletos, o romería en Campillos, concurría muy gustoso don Adrián.

Pero las excursiones que prefería Nieves eran las que hacía a pie con su padre, Leto y don Claudio, muy de mañana o a la caída de la tarde, trepando de breña en breña, de altura en altura, para admirar nuevos panoramas o descubrir más vastos horizontes; o descendiendo a las hondas y sombrías cañadas para acopiar el musgo aterciopelado y el finísimo helecho que andaban allí tirados por los suelos, y no había modo de que los produjera el de su tierra natal, con ser la «de María Santísima». Mucho le gustaban también estas expediciones a don Alejandro, pero no podía siempre con ellas; y en tales casos iba sola Nieves con sus amigos, que no se cansaban nunca y eran bien de fiar. A Bermúdez no le importaba un rábano tragarse delante de don Claudio Fuertes cuantas bravatas había echado por la boca en cierta ocasión, a trueque de ver a su hija satisfecha.

Con estas recreaciones se entreveraban de vez en cuando las de paseo y pesca en el yacht; en las cuales, excusado es decirlo, no tomaba parte, ni de lejos, el de los llanos de Astorga; y aun el mismo Bermúdez la tomaba de muy mala gana; tanto, que un día declaró a Nieves que no podía más con aquello.

-No me mareo precisamente -la dijo-, y hasta creo que pescar es cosa divertida, y que dentro de la bahía no hay peligro ninguno en el balandro; pero no me siento bien allí, ni... vamos, ni con toda la tranquilidad que se necesita para que el placer resulte...

-¡Ay, papá! -exclamó Nieves con la más honda pena-. ¡Y a mí que me gusta tanto!

-Pues, hija mía, buen provecho -repuso don Alejandro-: mi gusto no perjudica al tuyo.

-¡Cómo que no?

-Como que no. Yo me quedo, y tú te vas...

-Pero ¿estará bien eso, papá?

-Y ¿por qué no ha de estarlo, canástoles? Leto y Cornias bien de fiar son en todos sentidos. ¿No te parece?

-A mí, sí... Pero pudiera chocar...

-Pues, hombre, ¡estaría bien que hubiéramos venido a Peleches para eso! ¡Bah, bah, bah! Y, por último, ¿no vas por tierra, sin que choque, con Leto y con don Claudio? Pues vas embarcada con Leto y Cornias; y pata.

La cuenta no fallaba así; y ateniéndose a ella, fue Nieves en el balandro más de una vez sin que la acompañara su padre.

Este género de vida duró dos semanas bien cumplidas; y al fin de ese tiempo cayeron la hija y el padre en que si ellos no habían venido de Sevilla con otro fin que divertirse, don Claudio Fuertes y el hijo del boticario estaban en muy distinto caso. Si no el primero, el segundo, con toda seguridad, tendría obligaciones desatendidas; y no había que ser egoísta en los placeres. Bien que se contara siempre con los amigos; pero no para todo y a todas horas hasta mortificarlos.

En virtud de estas reflexiones, se suspendieron por unos días los paseos campestres y los marítimos; cesaron también las sesiones de dibujo y de pintura que solían tener los dos jóvenes para desarrollar apuntes del natural, tomados por Nieves bajo la dirección de Leto en sus excursiones por mar y por tierra, y únicamente quedó como estaba la tertulia del anochecer, a la cual concurría también el viejo boticario.

A propósito de estas tertulias. En una de ellas, estando Leto de codos al balcón del saloncillo, mientras Nieves tocaba adentro una melodía de Schubert, se dejó llevar distraído de la impresión que le causaba siempre la buena música, y particularmente la que le era conocida, y acabó por seguir a media voz el canto de la melodía. Oyole Nieves, empeñose en que la voz era excelente; y de tal manera se empeñó y con tal arte se compuso y con tales esfuerzos la ayudaron en su deseo su padre y don Claudio Fuertes, que Leto cantó la melodía en el saloncillo acompañándole ella al piano.

Se apunta este dato como una de las más visibles pruebas de que no andaban muy acertados los señores de Peleches en el supuesto de que a Leto le mortificaba aquella vida en que le traían metido. Por el balcón abajo se hubiera tirado él dos semanas antes, primero que cantar delante de alma nacida lo que acababa de cantar en presencia de unas personas tan respetables como aquéllas. ¡Si estaría domesticado y le parecería el yugo blando y llevadero!

Hasta los mismos señores de Peleches, mal acostumbrados a la compañía continua de los amigos, se hallaron desorientados sin ella. Sustituyeron las largas excursiones con paseos racionales; y aun para éstos, por quererlos dar su hija muy de mañana, se halló perezoso el padre. Endosó a Catana el cargo de acompañar a «la niña» a aquellas horas; pero la rondeña, tras de ser muy mala andadora, gruñía más que andaba al lado de Nieves; y prefiriendo ésta ir sola a tan mal acompañada, redújose a dar así, es decir, sola, unas vueltas alrededor de la casa y por la Glorieta... hasta que poco a poco, hoy por este herbacho, mañana por aquella flor, otro día por el detalle de más allá, fue alargando el radio de sus paseos. Y como le dijo su padre entonces:

-O se está o no se está en el campo; o hay o no hay libertad omnímoda en él; y por último, por aquí no andan perros ni ganados ni cosa alguna que temer, porque no es camino para ninguna parte del mundo.

Y así aprendió Nieves a andar sola por aquellas alturas, y a alargar los paseos, tan descuidada y contenta, hasta cerca del pinar, por una parte, y hasta el Miradorio y aun hasta el muelle por otra, con la sombrilla al hombro y el libro o los avíos de dibujar en la mano, durante las primeras horas de la mañana.

No hay que decir lo que, por ley fisiológica, habían influido en el carácter de Leto las nuevas costumbres. No pasaba todavía el hijo del boticario de ser un tertuliano satisfecho y un amigo diligente y afectuoso de los señores de Bermúdez, para andar con ellos por los caminos trillados en que se le ponía para que anduviera; pero esto solo, que en absoluto parece tan poca cosa, en un hombre como él acusaba unas modificaciones internas de mucha hondura. Y no había más que verle para convencerse de ello: ya era otro hombre; vestía con más esmero que antes; miraba con más firmeza; andaba mejor; hablaba menos, pero más al caso... en fin, no era ya el muchachón aturdido y abandonado a sus rarezas, sino el mozo discreto y convencido de algo, con su poco de carácter y su sello de legítima personalidad. Todo esto le mejoraba y embellecía indudablemente, por lo que el viejo boticario no se cansaba de mirarle ni cesaba de sorprenderse.

-Verdaderamente, Leto -le dijo en una ocasión-, que lo tenía yo pronosticado... porque, aunque no he visto mucho, los años, ¡caray! son grandes maestros y enseñan de todo... eso es. Yo bien sabía que quien lo tiene es quien ha de darlo, ¡caray! y no otro alguno, sí, señor... Tú te empeñabas en que no había nada dentro de ti; yo en que sí lo había... como está la chispa en la piedra... justamente, eso es, como la chispa en la piedra: lo que faltaba era el eslabón de acero, el eslabón, ¡caray! que diera el golpe... Pues ya pareció el eslabón... se dio el golpe... sí, señor, sobre la piedra... eso es... y saltó la chispa... Porque la había, ¡caray! porque la piedra era de darlas... y yo me salí con mi empeño... La vida que aquí traías, no era mala verdaderamente, porque tú eres bueno por naturaleza; pero tampoco era envidiable, eso es, ni la más al caso para que un mozo de tus prendas las hiciera fructificar en lo que valen... Vinieron esos señores... nos honraron con su trato... eran, por suerte, el eslabón... la piedra chocó con él... y saltó la chispa, Leto... la que tú tenías allá... eso es. Ya eres otro; ya estás donde yo quería y esperaba verte... no tan pronto, es verdad, y esto es lo que me sorprende y maravilla; pero, al fin, estás... estás, eso es; y puesto que estás, procura no perder lo adquirido; guárdalo, ¡caray! como un tesoro que es tuyo legítimamente, descubierto en tu propio terreno... Mañana o el otro, esos señores se irán por donde han venido, y sería una triste gracia, Leto, que en cuanto se quitara el puntal se nos viniera la casa abajo... No, señor, ¡caray! no, señor. Los buenos hábitos que has adquirido y vas adquiriendo, debes conservarlos siempre... eso es; porque esos hábitos, según vayas entrando en la vida, te irán conquistando estimación y respeto. Por eso mismo representan un capital grandísimo, ¡caray! ¡Quién sabe, hijo mío, quién sabe cómo andarán las cosas del mundo en adelante, al paso que hoy vamos, y de dónde soplarán los vientos? Y en estas dudas, bien fundadas, Leto, bien fundadas... eso es... tener un rumbo bien marcado, una voluntad bien firme y un juicio como Dios manda, es estar fondeado en el puerto en medio de un temporal... Vive, vive agradecido a esos señores que tanto nos favorecen; cultiva su trato y sírvelos sin llegar a cansarlos ni a molestarlos en tanto así... ¡caray!... eso es; aprovecha sus lecciones, y vete, vete preparando debidamente la casa para cuando se vea sin puntal. Eso es...

No se sonrió Leto en aquella ocasión como en otras idénticas oyendo las especiales homilías de su padre, acaso porque estaba distraído en otras meditaciones, o quizá porque abundaba en las mismas ideas del predicador... Lo mejor fue para todos que, rebosándole al hijo de don Adrián los deseos de que estaba henchido, y siendo bien notorios también los de don Claudio, depusieron sus escrúpulos los Bermúdez, y volvió a restablecerse en Peleches la vida aventurera y divertida de las primeras semanas.




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- XIV -

Crónica de un día


Era de los últimos de julio, por más señas, y se había acordado comer en el pinar, en un sitio de mucha sombra, suelo alfombrado de oloroso y tupido césped, con fuente fresca y abundante, y, a muy corta distancia de ella, unos detalles muy pintorescos de rocas, jaramagos y troncos viejos que Nieves no había visto nunca y le había ponderado mucho Leto. Éste tenía varios apuntes de ello en su cartera, y se trataba de que Nieves tomara otros a su gusto. Con ese fin por pretexto, se dispuso la partida; y muy tempranito salieron de Peleches los cuatro expedicionarios: don Alejandro y su administrador, armados de sendas escopetas para tirar a las tórtolas que se les metieran por los cañones, y Nieves y Leto con los avíos de dibujar. Nieves, como casi siempre que iba de campo o a la mar, llevaba el pelo recogido en una sola trenza caída sobre la espalda, con un gran lazo en el extremo inferior; un sombrero de paja de anchas alas y cinta del color del lazo del pelo; un vestido liso y muy claro, guantes de seda, botinas de recia suela y sombrilla de largo palo. Leto, que no tenía mucho en qué escoger, vestía un terno de dril ceniciento, recién planchado; y con esto y unos borceguíes de becerro en blanco, un hongo claro y una corbatita de lunares bajo un cuello a la marinera, componía bastante bien al lado de la esbelta sevillanita. Llevaba en una mano la cartera de Nieves, y en la otra la tijerilla desarmada, de Nieves también. Él no necesitaba esos utensilios para sus trabajos de campo. Se construía el asiento con lo que hallaba a sus alcances, lo mismo una piedra que un tronco... o el santo suelo en último caso.

Caminando los dos muy delante de los otros y a la mitad del recuesto para subir al pinar, se detuvo Nieves de pronto, se volvió rápida hacia atrás, paseó la mirada serena y honda por todo lo que se descubría desde allí, incluso el palación de Peleches que descollaba en lo más alto, y preguntó en crudo a su acompañante, que también se había detenido y miraba cuanto miraba ella, y además y muy particularmente, el modo tan suyo que tenía de mirar:

-¿Qué es lo primero que usted siente en cuanto sale al campo, en un día como el de hoy, espléndido de luz, sin calor que sofoque ni viento que moleste, ni ruido de gente que te distraiga, y en que todo lo que se ve, el suelo, el árbol, la mata, el arroyo, hasta la peña desnuda, trasciende a una misma cosa... como a tomillo y mejorana, o algo así?

Muchas cosas sentía Leto en tales ocasiones; y por ser tantas y no atreverse a citar una sola y de repente, por miedo a que resultara una tontería, respondió a Nieves, después de pensarlo un poco.

-Y usted que me hace esa pregunta, ¿qué es lo que siente, si se puede saber?

-¡Yo lo creo que se puede saber! -respondió Nieves, volviéndose hacia el pinar y continuando la interrumpida ascensión-. Mire usted: lo primero que yo siento es un poco de envidia a los pintores, a los poetas y a los músicos buenos; porque ¡me entran unos deseos tan fortísimos de pintar, de describir y hasta de poner en música lo que voy viendo y oyendo! Para eso quisiera ser el mejor pintor y el mejor poeta y el mejor músico del mundo. ¿Le parece a usted mucho lo que envidio?

Leto se echó a reír; y como halló muy disculpables los deseos de Nieves, así se lo declaró, añadiéndola que a él le pasaba dos cuartos de lo mismo.

Un poco más adelante volvió a hablar la sevillanita, para decir a Leto, también en crudo, pero sin detenerse:

-Es una compasión que no sea usted tan aficionado a pintar al óleo como a la aguada.

-Ya le he dicho a usted en otra ocasión -respondió Leto-, que eso consiste en mi falta de paciencia: todo tiempo, por corto que sea, desde que concibo algo hasta que lo ejecuto, me parece una eternidad. No me entretiene, como a otros, el proceso de la obra puramente mecánica: por eso prefiero el lápiz a la misma acuarela: aunque sin el realce del color, me da primero que ella la expresión del pensamiento o la imagen del natural.

-Es raro eso.

-Sí, señora; y por lo mismo la ruego a usted que lo tome como confesión de un pecado feo, y no como alarde de un modo de ver digno de imitarse... Ahora -añadió cambiando de tono y de rumbo-, para llegar primero donde vamos, echemos por este senderito de la derecha... También es un poco raro, ¿no es verdad? que en la propia hacienda de ustedes tenga yo que servirlos de guía... porque el señor don Alejandro no hace más que seguirnos los pasos... ¿ve usted?... y don Claudio Fuertes lo mismo... ¡Si lo tuvieran todo tan trillado con los pies como lo tengo yo!...

Otro ratito de andar en silencio, y otra pregunta en seco de Nieves:

-¿Conoce usted a Rufita González?

-¡Quién no la conoce en Villavieja? -contestó Leto.

-¡Qué bachillera, eh?

De buena gana hubiera confirmado Leto esta opinión con un ejemplo que se le vino a la punta de la lengua; pero considerando que podría mortificar con él a Nieves, si no mentían ciertos rumores y otras determinadas señales, se limitó a decir, marcando mucho el acento admirativo:

-¡Muy bachillera!...

-Siempre que habla conmigo -añadió Nieves-, quiere darme a entender que nuestro primo Nacho desea casarse con ella.

-¡Carape! -exclamó Leto para sus adentros-; pues ese era mi caso, y ahora resulta que le importa a ella menos que a mí. -Y en voz alta dijo-: Eso precisamente es lo que más la califica.

-Y ¿por qué no ha de ser cierto lo que afirma? -preguntole Nieves vuelta un poquito hacia él y enviándole las palabras bajo los fuegos de una mirada firme y serena.

-Porque no puede ser -respondió Leto con su correspondiente serenidad-; porque no hay razón para que lo sea; y, en cambio, hay una de mucho peso para que resulte mentira.

Nieves no mostró el menor deseo de conocer aquella razón, y así quedó el asunto. Un poquito más allá, preguntó a Leto:

-Y a las Escribanas, ¿las conoce usted?

Con esta pregunta se quedó Leto bastante atarugado y algo encendido de mejillas: ¡le había dado tantas bromas el fiscal con la Escribana mayor! Pero se rehízo enseguida, y contestó a Nieves:

-Otras bachilleras por el estilo.

No coló el disimulo; porque Nieves, aunque no le miraba de frente, le pescó el fogonazo en la cara y la sacudida que le había precedido.

-No lo decía por tanto -repuso a buena cuenta y por si había dado en blando la pregunta.

Un poco más adelante y bastante adentro ya del pinar, seguidos a corta distancia de los dos señores mayores, que se despistojaban mirando acá y allá por si se rebullía alguna tórtola en las inmediaciones del sendero:

-¿Llegaremos pronto al sitio ese?

-Antes de diez minutos -respondió Leto-. Ya estamos casi en la explanadita en que hemos de comer; a poco más de veinte varas a la derecha está lo que buscamos.

-Por supuesto, que traerá usted los dibujos de ello, que le encargué anoche.

-Como lo prometí -respondió Leto señalando uno de los bolsillos de su americana.

-¿Quiere usted enseñármelos? -le preguntó Nieves.

-¿Ahora mismo?...

-Ahora mismo -respondió la sevillana con un mirar que no admitía réplica.

Pasó Leto la tijerilla a la mano izquierda después de haber colocado debajo del mismo brazo la cartera, o más bien, cartapacio de Nieves, y sacó del bolsillo derecho su álbum de apuntes... Pero en el momento de entregársele a Nieves, se atarugó más que la otra vez, y se puso, no rojo como entonces, sino pálido... ¡Carape! ¡buena la había hecho! ¡Pícara memoria y pícaros aceleramientos los suyos! No tuvo otra cosa en la cabeza toda la noche, y al fin se le olvidó hacerlo al echarse el álbum en el bolsillo, de prisa y corriendo; porque ya se iba sin él... ¡Carape!... Y que ya no había enmienda posible.

Pensando así, entregó el álbum a Nieves, con la forzada abnegación con que se entrega un criminal a la Guardia civil.

-Hágame usted el obsequio de abrirle -la dijo-, porque yo no tengo más que una mano desocupada... Esta es la tapa de arriba... Así... Yo le diré en qué hojas están esos dibujos.

-Es que pienso verlos todos -le advirtió Nieves abriendo el álbum como Leto quería.

Y es claro, en cuanto quedaron sueltos los broches, el álbum se abrió solito por las páginas entre las cuales estaba el contrabando que pensaba Leto escamotear al ir pasando las hojas con la mano libre.

La palidez del pobre mozo se trocó en carmín subidísimo.

Nieves le miró entonces con una sonrisilla muy picante.

-Perdone usted -le dijo al mismo tiempo-, si esto tiene algún valor especial... Yo no lo sabía.

-¡Qué ha de tener! -exclamó Leto, sin saber lo que se decía-. Eso es un clavel...

-Ya lo veo -interrumpió Nieves, como si no se enterara de la turbación del otro-; y rojo... y doble.

-Sí, señora: doble y rojo -repitió Leto-. Un clavel doble y rojo que yo tenía en la boca en cierta ocasión, mientras dibujaba... ¿Está usted? Pues bueno: estando así, se le partió el rabillo y se me cayó al suelo; y entonces yo... maquinalmente, le cogí... y, maquinalmente, le guardé donde usted le ve; y ahí se ha quedado hasta hoy...

-Muy bien hecho, Leto -dijo Nieves volviendo a mirarle con la misma sonrisita maliciosa-. Eso es lo que debe hacerse siempre con los claveles que se caen de la boca... y no lo que se hizo con uno que yo recuerdo... Rojo era también y doble, si no me engaña la memoria... y en el suelo se quedó el infeliz... Verdad que no valía la pena de ser guardado, porque la boca de que se había caído era la mía.

Leto, al sentir esta estocada, se estremeció de pies a cabeza y se puso de veinticinco colores; y Nieves, al verle así, soltó la risa con toda su alma.

-Suyo o ajeno el clavel -le dijo en seguida-, el encontrármele yo aquí ha sido causa de un mal rato para usted. ¡Cuánto lo siento! Volvamos la hoja, si le parece, y veamos los dibujos.

¡Qué dibujos ni qué carape! ¡Bueno estaba Leto ya para entender en cosa alguna sino en el asunto del clavel que se le había caído a ella de la boca! Por las señales, no solamente había notado Nieves el suceso que tanto le había preocupado a él, sino que le había parecido muy mal, claro: como tenía que parecerle; como que había sido la mayor gansada que podía cometer un hombre acompañando a una señorita. La casualidad le brindaba una ocasión de acreditar que la falta cometida se había reparado en lo posible... Pues ¡carape! aprovechar esa ocasión sin pérdida de momento... Que este recelo, que el otro, que si podría tomarse la aclaración así o del otro modo, por este lado o por el de más allá... Que se tomara, ¡carape! que se tomara, aunque fuera por el extremo más absurdo: cualquier cosa menos pasar plaza de rocín en el concepto de una mujer como aquella... ¡Cuidado si tenía picante la alusión que le había hecho!...

Enardecido con el fuego de todas estas reflexiones que le pasaron en un instante por el magín, respondió con gran energía a lo dicho por la sevillana:

-No hay dibujo que valga, Nieves, mientras no quede orillado el punto del clavel que se le cayó a usted de la boca... Hablemos de eso un instante.

Nieves se sorprendió un poco con el arranque de Leto, y le preguntó muy seria:

-¿Pero usted sabe a qué clavel me refería yo... en chanza?

-Sí, señora -respondió Leto impávido y resuelto a todo-: al que se le cayó a usted en el Miradorio, y recogí yo del suelo... para volver a arrojarle; en una palabra... a ese mismo clavel que está usted viendo.

Entonces fue Nieves quien se inmutó, y no poco; pero se repuso al instante, y dijo a Leto en el mismo son de broma que antes y cerrando el álbum:

-Pero, hombre, ¿cómo puede ser eso, si el clavel quedó allí y nosotros continuamos andando?...

-Es verdad -respondió Leto sin perder una chispa de su ardimiento-; pero volví yo por él en cuanto me despedí de ustedes en la botica, después del paseo.

Nieves no dijo una palabra, ni mostró señal alguna por donde pudiera notársele la impresión causada en ella por la noticia: con el álbum cerrado, pero sin abrochar, en la mano izquierda, continuaba andando y mirando serenamente hacia adelante. Leto, después de una breve pausa, prosiguió:

-Yo no soy hombre de perfiles galantes; pero a mi manera, sé distinguir de colores; y por saberlo, tan pronto como tiré el clavel conocí que no debía de haberle tirado de aquel modo... ni de otro, por si usted lo había notado... y aunque no lo notara: siempre era una cosa muy mal hecha... El caso es que toda la tarde estuve preocupado con ello... porque, créalo usted, Nieves: un hombre, por despreocupado y modesto que sea, se resigna a pasar por bandolero antes que por ridículo delante de una mujer; y con esta preocupación, en cuanto pude, volví por el clavel: encontrele, y le guardé donde usted le ha hallado ahora, sin otro fin que reparar mi falta en lo posible y tener siempre conmigo la prueba de ello. Yo no soñé con que usted llegara a verla jamás; pero esta mañana, al coger de prisa el álbum, me olvidé de sacar de él el contrabando, como lo tenía pensado desde anoche; y le juro a usted a fe de hombre honrado, que no eché de ver el olvido hasta que fui a entregarle a usted el libro hace un momento. Me dolió un poco la alusión hecha a la inconveniencia mía, y sobre todo el averiguar que usted la había notado; y entre quedar con el sambenito encima, y el riesgo de que volviera usted a reírse de mí declarándole la verdad, opté por esto, que resulta menos desairado que lo otro... a mi manera de ver.

-Y ¿por qué había de reírme? -observó Nieves apartando con la contera de su sombrilla cerrada algunas pedrezuelas del suelo que no estorbaban a nadie.

-Por lo que pudiera hallar usted de... inocentada en el caso, es un suponer -respondió Leto con entera sinceridad; y enseguida añadió-: de todas maneras, ahí está el clavel. Si a usted le pesa o le parece mal que le haya recogido yo, con volver a tirarle en cuanto usted me lo ordene...

-Y ¿por qué ha de pesarme tal cosa, ni he de darle a usted una orden semejante? -exclamó la sevillanita abriendo otra vez el álbum por donde estaba el clavel-. ¡Pobrecillo! -añadió contemplándole-. ¡Volver a arrojarle al suelo después de haber vivido tantos días en este alcázar del Arte!... Además, usted se le ha ganado en buena ley... Conque déjele donde está, si no le estorba, y vamos a ver los dibujos...

Leto, felicitándose por salir tan fácilmente del atolladero en que se había visto, se arrimó más a Nieves; la cual le entregó el clavel aplastado y marchito, para que no se cayera del álbum mientras le hojeaban.

Hojeándole y andando, llegaron al sitio apetecido; y por llegar a él, después de ponderarle mucho Nieves, dijo a Leto:

-Yo no quiero dibujar.

-¡Que no? -exclamó Leto asombrado-. ¿Y por qué?

-Porque después de ver lo que he visto en el álbum de usted, se me caería el lápiz de la mano. Dibuje usted solo algo nuevo de aquí, pero en mi block... digo, si no abuso...

No hubo modo de reducirla a que dibujara, aunque se unieron a las excitaciones de Leto, las de su padre que había llegado ya con su amigo, cansados de husmear tórtolas en balde.

-Y ¿en qué vas a entretenerte? -la preguntó al fin don Alejandro.

-Por de pronto, en coger florecillas y helechos, que abundan entre estas peñas sombrías. ¡Verás qué guirnaldas y qué ramilletes tan lindos voy a hacer!...

-Vamos, tu manía. A veces vuelves a casa hecha una varita de san José. Corriente. Ya tienes tu ramo de helechos y manzanilla atravesado en el pecho, como la banda de una gran cruz, y tu manojito en el pelo, y tu ramillete en la mano. ¿Y después?

-Después, y también antes, de rato en rato, veré lo que va dibujando Leto, y cómo cazan ustedes... hasta que llegue la comida, que de seguro llegará mucho antes de que pueda yo empezar a aburrirme.

Y así sucedió al cabo, para que se cumplieran las profecías de Nieves, y una más, hecha la víspera por don Claudio Fuertes a propósito de las comidas en el campo, a usanza pastoril. Estas comidas en el santo suelo, con música de pajarillos y aromas silvestres, eran, en opinión del comandante, de lo más hermoso... pintadas en un papel; pero gozadas al natural, resultaban un suplicio.

Todos convinieron con el preopinante, mientras buscaban posturas insufribles para llevarse a la boca las viandas en salsa tibia, o el pan con tábanos, o el fiambre con correderas. Pero había que hacerse a todo para saber de todo. Por último, o se estaba en el campo o no se estaba.

Ello fue que antes de las dos de la tarde, los de Peleches saboreaban con delicia la frescura de la sombra de los hidalgos paredones; y el comandante Fuertes y el hijo del boticario bajaban por la Costanilla en busca de las respectivas madrigueras.

Media hora después hallábase Nieves en el saloncillo del nordeste, contemplando y admirando los dibujos hechos por Leto en el pinar, y confundiendo en sus mientes con esta admiración al talento de su amigo, el análisis minucioso del otro caso, del extraño caso del clavel, que ella había descubierto por una casualidad. Estando a vueltas con estos pensamientos, entró su padre muy diligente, con una carta en la mano y diciendo:

-Oye, oye, Nieves: una buena noticia.

Dejó Nieves lo que hacía y lo que pensaba, y se volvió hacia su padre preguntándole qué noticia era ella.

-Acabo de recibir con el correo de hoy esta carta que es de tu tía Lucrecia. Según me dice la pobre mujer, que continúa engordando sin consuelo, Nachito había salido la antevíspera. Deja para la vuelta la visita a los Estados Unidos, y viene por Inglaterra desde Veracruz. Contando con lo que piensa detenerse en Londres y en París, calcula que podrá estar en Villavieja, digo en Peleches, a últimos del mes que viene, de agosto... Nada, canástoles: mañana, como quien dice... Toma la carta: puedes enterarte de ella si quieres...

-¿Para qué? -dijo Nieves inalterable y serena.

-«¡Para qué!...» ¡Otra te pego!... ¿Para qué se entera uno de las cartas que lee?

-Pues si ya estoy enterada, papá.

-Ya, ya; pero me parecía a mí que, en tales casos, debiera picarnos la curiosidad un poquito más de lo que nos pica... Eso es... Yo no sé qué canástoles me sucede contigo siempre que sale a danzar este punto... No acabo, vamos, de... En fin, que no veo a mi gusto las...

Nieves, que le miraba de hito en hito, viéndole tan apurado se echó a reír y le puso las manos sobre los hombros.

-¿Quieres que me ponga a bailar por la noticia? -le preguntó-. Dime que sí, y ya estoy bailando.

-¡Pataratas! -respondió Bermúdez fingiéndose más contrariado de lo que estaba-. Yo no quiero extremos, Nieves: no quiero otra cosa que lo regular. A mí se me figuró que la noticia había de alegrarte, y vine corriendo a dártela.

-Y me alegra, papá, y te la agradezco mucho; sólo que yo soy así, vamos, poco aparatosa para expresar lo que siento. No es culpa mía, qué quieres.

-¡Si lo sé, hija, si lo sé!... Pero se me figuraba a mí que, en vista de esta noticia, cuando menos confesarías la razón que tengo para apurarme muchas veces por un asunto que a ti te hace reír: el asunto de su gabinete, que continúa a estas fechas a medio arreglar.

-Abajo tiene el que le destina Rufita, bien emperifollado.

-¡Otra vez la broma! Pues mira, Nieves: me carga por ser broma, y por lo de Rufita; ya sabes que tengo atravesada aquí, detrás de la misma nuez, a esa tarasca de los demonios, grosera y sin pizca de educación.

-¡Es posible que lo tomes en serio? ¡Bah! A mí me incomoda un poco cuando la oigo disparatar... y eso por lo que va conmigo; pero en cuanto la pierdo de vista, te juro que me hace reír... Ríete tú también... Pero ¡ay, Dios mío!... Si Nacho ha salido de Méjico, ya no puede recibir allá la carta que yo pensaba escribirle.

-Naturalmente.

-Yo le debía esa carta desde Sevilla; pero como en Peleches se va el tiempo por la posta... ¡Qué cabeza la mía!... En fin, ya no tiene remedio: le contestaré aquí de palabra; y... ¡quién sabe si así saldremos ganando los dos? ¿No es verdad, papá?

-¡Ah, picaruela, picaruela! -dijo Bermúdez dándole unos golpecitos en la cara con la carta de doña Lucrecia-. ¡Si tienes tú más trastienda cuando te conviene!...

Y se fue tan satisfecho. Nieves, con ojos cariñosos, pero que parecían algo compasivos, le vio salir; y enseguida se sentó al piano y comenzó a preludiar una melodía de Schubert, que ella sabía de memoria... y Leto también.

En la tertulia de aquel mismo día, el hijo del boticario no estuvo tan en lo suyo como de costumbre: se distraía con frecuencia y parecía que le hormigueaba algo sobre el cuerpo y sobre el espíritu. Cuando entró con su padre, don Alejandro y su amigo el comandante discutían sobre unas noticias políticas que el primero acababa de leer en los periódicos, y Nieves, sentada en el balcón, se adormecía al arrullo de las lejanas rompientes de la mar... Leto, que cabalmente flaqueaba por el lado de la travesura para entretener a las mujeres, y aquella noche mucho más, iba y venía de la sala al balcón y del balcón a la sala, pescando aquí dos palabras y dirigiendo allá otras dos a Nieves que estaba muy poco habladora. En una de sus idas al balcón, después de haber contemplado en la salita maquinalmente el retrato de Nachito, dijo a Nieves, por decirla algo:

-Y es guapo de verdad el primito ese.

Se lo tenía dicho a Nieves en más de diez ocasiones, y en otras tantas le había contestado ella lo mismo que le contestó entonces:

-No está mal así.

-Ya luego vendrá -añadió Leto por primera vez.

-Pregúnteselo usted a Rufita González -contestó Nieves muy seria-, que lo sabrá con exactitud...

¡Carape si la picaba Rufita González en aquel particular! Pero no se dio por tentado de la sospecha, y dijo sencillamente:

-Y ¿por qué lo ha de saber Rufita mejor que usted?

-Porque ya tiene el gabinete preparado... y hasta los dulces para la boda. Aquí sólo sabemos, por carta que se ha recibido hoy, que vendrá a fines de agosto.

-¡Qué pronto! -exclamó Leto dejándose llevar, sin duda alguna, de su natural bondadoso.

Y no se habló más de Nacho. Nuevas idas y venidas de Leto.

En una de ellas, es decir, de las idas al balcón, le preguntó Nieves, en crudo como solía:

-¿Por qué se puso usted colorado en el pinar cuando le pregunté si conocía a las Escribanas?

Leto se alegró en el alma de que la noche fuera tan obscura como era, porque así no se desvirtuaría la sinceridad de la respuesta con la sofoquina que le había causado lo extraño de la pregunta.

-Me puse como usted dice -contestó sencillamente-, porque, de un tiempo acá, le ha dado a ese culebrón de fiscal por embromarme con la mayor de las tres, sin maldito el fundamento; y ya sabe usted lo que soy en determinadas apreturas.

-Como coincidió lo de la sofoquina de usted -repuso Nieves abanicándose mucho-, con el hallazgo del clavel en el álbum...

Leto soltó una risotada; y enseguida dijo a Nieves:

-Gracias por el favor que usted me hacía.

-Hombre -replicó la sevillana-, sería un gusto como otro cualquiera: para mí todos son respetables. Pero, en fin, más vale que mintieran los síntomas; porque verdaderamente... no era de envidiar el gusto ese... Y a otra cosa: mañana no, porque estaré ocupada en casa; pero pasado mañana ¿podríamos dar otro paseíto en el yacht?...

-Ya sabe usted que está enteramente a sus órdenes.

-¡Cómo me gusta eso, Leto!... Cada día más... Pero, hombre, ¿cuándo haremos una escapadita afuera?

-Pues la haremos un día que esté la mar a propósito y no vaya don Alejandro, que tras de marearse, no tiene los ánimos de usted.

Se quedó en ello y se habló algo de la partida campestre de la mañana y de los dibujos de Leto; hasta que se dio por terminada la tertulia, yéndose a cenar los de casa y a la calle los de fuera.



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