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Albores del problema de la identidad americana: Garcilaso, sor Juana, Caviedes

Giuseppe Bellini





El problema de la identidad americana no es producto, se entiende, de los tiempos modernos: existió desde el comienzo de la Colonia. Al Nuevo Mundo Colón le había dado ya una identidad, la de sede de la maravilla; Cortés había, al contrario, destruido la identidad del mundo azteca, como lo hizo más tarde para el Perú Francisco Pizarro. Derrotado el mundo indígena, sometido a una nueva fuerza y a un nuevo sistema, a una nueva civilización, iba formándose el mundo de la Colonia, dominado por las concepciones de los conquistadores y el gobierno central de la península.

Pero, poco a poco, el nuevo medio social que iba formándose en América fue adquiriendo conciencia de su orfandad y fue buscando su individualidad. Lo demuestran los que comienzan a pensar y a escribir, la intelectualidad, o mejor dicho, parte de la intelectualidad americana, no la que, como en el caso de Pedro de Oña, intenta integrarse, desde una inferioridad, en el mundo dominante, sino la que siente de manera clara, o a veces confusamente, un malestar interior frente al medio del que forma parte.

Es el caso del Inca Garcilaso, y lo es de sor Juana Inés de la Cruz y de Juan del Valle y Caviedes. Me detendré brevemente sobre estos tres personajes significativos.


El Inca Garcilaso

Del Inca se ha hablado mucho: los estudios de De la Riva Agüero1 han tenido válidos continuadores, entre ellos José Durand2, Avalle-Arce3 y Pupo-Walker4. Los trabajos de estos investigadores nos han revelado múltiples facetas de la personalidad del Inca, ahondando en su problemática, en su postura, interior y exterior, frente al ambiente, en el Perú y en España.

Cuando Garcilaso escribe La Florida, y más tarde los Comentarios Reales, sus experiencias vitales han sido definitivas y lo han marcado profundamente. Mestizo, producto de un cruce, que siente dramáticamente, entre vencedores y vencidos, lo llama cada vez más la sangre materna. ¿Cómo lo recibirían en Montilla sus parientes españoles? Se dice que bien, pero no hay que olvidar su condición de mestizo. Su destierro, su indecisión entre las armas y las letras dan mucho que pensar. Cierto es que, experimentado el espíritu del humanismo italiano, su compromiso se revela inmediato, en sus escritos, con el mundo de origen. Su continua afirmación de nacionalidad, de que es hijo del Perú, de que pertenece al mundo de una extraordinaria civilización vencida, es asunción clara de identidad.

Una identidad que no rechaza, se entiende, lo que significa cultura importada, cultura renacentista, que al contrario lo conquista, ni la lengua de los vencedores, que transforma en vehículo para celebrar a su gente. Porque su principal propósito fue, como él mismo afirma5, contar de su tierra, de su gente, del imperio vencido, para una memoria que ambicionaba eterna. Así se explica la idealización, que don Marcelino Menéndez y Pelayo juzgaba exagerada6, del orden estatal incaico, de la perfección de sus leyes y gobierno, de su extremada civilización.

Al frente el Inca tenía vivo el espectáculo sangriento de la degeneración de la conquista: los asesinatos de Almagro, de Francisco Pizarro, las rebeliones de los hermanos Girón, las luchas cruentas de los partidarios de Gonzalo Pizarro, la muerte violenta del inca Tupuc Amarú. Al desorden hispánico Garcilaso contrapone el orden del mundo al que afirma pertenecer. Ya desde la dedicatoria a Felipe II de los Diálogos de amor había anunciado que trataría sucesivamente de la conquista de su tierra, alargándose a ilustrar sus costumbres, ritos, ceremonias y «antiguallas» que, como hijo de aquellas gentes, podía «decir mejor que otro que no lo sea»7.

La nostalgia del destierro español, no cabe duda, le hace olvidar muchas cosas a Garcilaso y llega a una idealización absoluta del imperio incaico, en la primera parte de los Comentarios Reales, mientras todo se vuelve sombra y tragedia en la segunda, la Historia general del Perú. A pesar de ello, todo vale como documento de un estado de ánimo: el Inca se siente desarraigado en España; su pensamiento, sus preocupaciones, van al Perú. Es así como les reprocha a los españoles su traición al mandato que recibieron y que sólo justifica la conquista: la difusión de la fe. Y es así como el Inca llega, no solamente a oponer a la grandeza y civilización del mundo romano la del mundo incaico, sino también a pensar en un reino peruano independiente, que continúe el de los incas, donde españoles, indios y mestizos puedan vivir en paz, bajo un rey-héroe como Gonzalo Pizarro, a quien la Audiencia limeña, en un tiempo, le había ofrecido la corona, «cosa que tan bien le estaba», si hubiera aceptado8.

En este nuevo reino Garcilaso sentía protegida y afirmada su identidad y la de su tierra, sin necesidad de rechazar el aporte de la raza paterna, pero con una conexión firme y directa con el mundo indio, el de su madre.




Sor Juana Inés de la Cruz

En cuanto a sor Juana9, sus problemas son aparentemente de otra índole, en realidad semejantes: pertenecen a la legitimidad de su nacimiento; no se trata de mestizaje sino de moral. Y pertenecen a su situación de mujer prodigio en el ámbito cultural.

Es precisamente en la cultura donde la monja mexicana intenta, reaccionando al ambiente, huyendo en cierto modo de él, encontrar y afirmar su identidad. Embebida de cultura occidental, la somete a juicio crítico y se distancia, a través del ejercicio intelectual, de una sociedad cuyo vacío percibe en profundidad. Los versos famosos, abundantemente citados, donde la Fénix de México incita al águila mexicana a que levante se «coronada cabeza» y tienda su «imperial vuelo»10, no son más que exterioridades, no pruebas de independentismo. Su búsqueda de identidad no implica sino marginalmente lo nacional y se centra fundamentalmente en su persona. Frente a la persecución -porque de persecución verdadera se trató-, sor Juana se afirma a sí misma a través del intelecto y desde aquí parte para rescatar lo mexicano, mundo que no solamente celebra, sino que quiere limpiar de toda mancha frente a la religión importada y abrazada por ella, como ocurre en el auto sacramental El cetro de José con los sacrificios humanos de los aztecas, que presenta como prefiguración del sacrificio de Cristo en la Eucaristía.

Lejos de pensar en la independencia, sor Juana persigue una integración plena con el mundo hispánico. Es dentro de este mundo que la monja quiere afirmar su identidad y en ella una identidad mexicana. En todo momento sor Juana se siente parte viva de su mundo, al que aporta el fruto de su cultura, añadiéndole lustre con su intelecto. La lucha de las autoridades religiosas es contra la afirmación de identidad de la monja, y es lucha de la sociedad oficial contra lo que podría ser afirmación de distinta identidad en el ámbito religioso antes que nacional.




Juan del Valle y Caviedes

En el Perú virreinal Juan del Valle y Caviedes busca también una identidad. Español de origen -como bien ha aclarado Lorente11-, el poeta se siente limeño por los cuatro costados. Sus experiencias fueron duras, desde las minas potosinas hasta su pobreza en Lima. Celebrado localmente como ingenio festivo, lo ofuscó en el ámbito ibérico la fama de su adorado maestro, Quevedo.

El compromiso de Caviedes es con el mundo en que vive, y su obra nos revela una problemática profunda, que no se agota por cierto en el odio hacia los médicos, del que es testigo sobre todo la serie de poemas reunidos en Guerra-física, proezas medicales, hazañas de la ignorancia, o como se le conoce tradicionalmente, Diente del Parnaso. Caviedes presenta una dimensión más compleja: crítico de su época, vive en ella, a pesar de su éxito y fama, como un pordiosero, al margen de una sociedad para la que sólo podía ser objeto de curiosidad. Va afirmando así, en esta inevitable distancia, su personalidad, profesando un verdadero culto para la inteligencia y la ciencia. Autodidacta, afirma orgulloso su condición en la Carta en verso a sor Juana Inés de la Cruz12, que supuestamente le había pedido el envío de sus obras, patética mentira, obras que él declara «fruto del árbol silvestre».

Este orgullo intelectual fundamenta la afirmación de una identidad que se compenetra con la del mundo peruano, el cual no corresponde a las apariencias. Desde abajo Caviedes ve la superficialidad, la corrupción, la ignorancia del mundo oficial y lo remueve, considerándolo ajeno al Perú, del que, implícitamente, afirma los valores primarios, la seriedad y la moralidad, en las que él mismo cree. El rescate del país es posible, según el poeta, sobre todo a través de gente como él, de los pobres, a los que, por falta de dinero, Dios ha concedido inteligencia. La riqueza pertenece al cuerpo, afirma, y no hace feliz al hombre, sino que le lleva a cometer acciones siempre mezquinas; el talento, al contrario, «anda elevado en cosas superiores» y enriquece al pobre13. Solamente de los pobres puede venir la salvación del país. Afirmándose a sí mismo, Caviedes afirma a un Perú de individualidad bien distinta de la que al momento presenta.

Garcilaso, sor Juana, Caviedes, representan tres aportes relevantes al proceso de búsqueda de la identidad americana, comienzo de una reflexión de siglos, que todavía no ha terminado.







 
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