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Aleluyas de Rompetacones: 100 cuentos y una novela. N.º 10

Antoniorrobles






ArribaAbajoDesde un pico de la sierra se come entera la Tierra

Con verdadero espanto contaban Botón y Azulita los sucesos de Don Bombón, vecino del piso alto, hombre bueno, joven y simpático, pero más comilón que un baúl a la hora de preparar un viaje. Así estaba él de gordo.

Tenía predilección sentimental por los pájaros y los peces de colores, y se iba al parque con un número par de miguitas de pan, para echar igual número a los peces del estanque que a los pajaritos. Así no regañarían.

A Azulita la sonó las narices más de una vez; con Botón y sus amigos jugó al fútbol más de dos veces; pero se había comido las sillas del comedor de su casa más de tres veces. Como que en Villacolorín de las Cintas, Rompetacones y sus compañeros le llamaban «el terror de los muebles».

Ahora bien, ¿vosotros creéis que era capaz de tragar muslos de pollo, filetes de vaca, cangrejos, sardinas, caracoles y demás animales? ¡De ninguna manera! ¡Pobres animalitos!...

Don Bombón prefería almorzarse una buena pata de la mesa, un diccionario de los más gordos, gabanes asados, o neumáticos de camión, a los cuales, aunque empezaba por emplearlos para chicle de mascar, siempre acababa por tragárselos con mucho gusto. Se contaban de él infinitas anécdotas comilonas. Una vez que tenía que hacer un viaje, tomó su billete en la ventanilla y sin darse cuenta fue... y se lo comió. Cuando quiso entrar al andén, el que taladra los billetes en la puerta tuvo que taladrarle una oreja, puesto que el boleto iba dentro de la persona. Luego, ya en el vagón, llegó el revisor, y como también tenía que taladrarlo, picó a Don Bombón en la otra oreja. De modo que quedó como para que le pusieran pendientes o le colgaran embutidos.

Otra vez fue a visitar al Ministro de la Alimentación y se quedó esperando en el recibimiento; pero como el Ministro tardaba, le entró hambre y se comió un paraguas que había en el perchero. Lo malo es que luego le entró sed -porque los paraguas dan mucha sed, como es natural-; entonces fue a beber en una fuente, y al sentir el paraguas que entraba agua, se abrió, cumpliendo con su obligación, y en la barriga y en la espalda del vecino de Rompetacones se notaban los picos del paraguas abierto, que ensancharon a Don Bombón de una manera alarmante, hasta que se le pasó poquito a poco.

Una tarde iba por el parque y vio un árbol lleno de manzanas.

-¡Qué ricas! -se dijo-. Estas son para mí... Efectivamente, trepó al árbol y empezó a comer fruta; y cuando se acabó la fruta, empezó con las hojas, que cogía a bocados. Sucedió un detalle curioso: que Botón y dos amigos estaban en el mismo árbol, escondiditos para que no les vieran comer, y tuvieron que salir corriendo para que no se los comiera entre las hojas. Pero el caso es que acabó con las hojas y siguió con el tronco; pero siguió con el tronco de tal manera, que cuando pasaron los guardas vieron unos pies que salían del suelo como si algún malvado hubiera enterrado a alguien de cabeza. Tiraron los guardas de aquellas botas, y sacaron a Don Bombón, que estaba acabándose de comer las últimas raicillas del manzano, después de haber terminado con el tronco.

Una noche se comió un espejo para que las raciones se vieran en él y el estómago creyera que eran raciones dobles.

Pero en otra ocasión los vecinos de abajo sintieron un gran ruido a media noche. Subió Rompetacones de parte de su papá para ver lo que pasaba, y era que Don Bombón se había comido, soñando, la propia cama donde dormía; y, claro está, al instante de terminar con ella ¡¡pumba!! se dio un terrible batacazo.

Un día le pusieron en su casa un gran plato de fideos. ¡Oh, cómo le gustaron! Se puso tres platos más; y otros tres; y no le pusieron otro, porque como se lo comía con platos y todo, ya no les quedaba vajilla.

-¡Yo quiero más fideos! -gritó.

-No hay más platos -le dijo su esposa. Viendo que era imposible comer más, y sintiendo todavía un tremendo vacío de fideos en el estómago, abrió la ventana, alcanzó con el puño curvo de un paraguas los hilos del teléfono que pasaba por allí, y metiéndoselos en la boca, empezó a tirar y a tragárselos como fideos hasta que se quedó la ciudad sin comunicación telefónica. Se había comido todos los hilos de Villacolorín de las Cintas.

El señor de Rompetacones refiere muchas veces lo que pasó cuando invitaron a Don Bombón para que asistiese al bautizo de Azulita. Cuentan que era casi divertido ver cómo el padre, la madre y los padrinos de la criatura no hacían más que ofrecer dulces y bombones al vecino de arriba, no fuera a sentir más hambre y se comiera a la recién nacida. No lo hizo, porque quería mucho a los niños pequeñitos; pero no fue por falta de apetito. Efectivamente, uno de los jóvenes invitados exclamó:

-¿Vamos a retirar los muebles del comedor? Así podremos bailar un rato.

Don Bombón dijo entonces:

-Bien: yo me encargaré de retirarlos.

Y se los comió. De modo que pudieron bailar muy a gusto.

Pero hemos de contar el hecho más importante de su vida, que ocurrió en las fiestas de Navidad del año pasado. Su esposa le dijo:

-Mi queridísimo esposo: mañana es la fiesta de Navidad, y voy a ponerte una cena clásica con tres pavos, cuatro besugos, dos langostas y una cabeza de cerdo.

-¡Ay, pobrecitos! -exclamó Don Bombón-. Yo no me los como, y menos en ese día en que todo debe ser alegría y fiesta para todos; hasta para los besugos y los pavos.

Entonces ella protestó:

-¿Pero es que en un día tan señalado vas a quedarte sin cumplir con una buena cena?

-¡De ninguna manera! -contestó él-. Tendré buen cuidado de cenar a mi gusto.

Así fue; la señora invitó a la familia de Rompetacones y a otros cuantos amigos; y mientras se comían los pavos, las langostas y los jamones, y el pueblo celebraba alegre la Navidad comiendo, bebiendo, bailando y tocando tambores, guitarras y acordeones; mientras la noche era toda de ruido y de entusiasmo, Don Bombón se vistió de alpinista, cogió un bastón de pincho y se subió al pico de Monte Zapato.

Llegó a la cumbre a la hora de cenar, se sentó, se prendió en el pecho la servilleta y empezó la cena. Ya comprenderéis que la cena no era otra cosa que el pico mismo.

A los diez minutos se lo había comido ya y estaba a mitad de comerse todo el Monte Zapato; resultó que a la media hora, y después de comerse el monte entero, mordisqueaba con buen apetito las montañas de alrededor. ¡Espléndida cena de Navidad!

Y no creáis que cesó allí la cosa, porque Don Bombón se iba haciendo gordo y gigantesco con tanta montaña como se comía, y al ser un inmenso gigante, más grande tenía el estómago, y más y más le cabía en él.

La Tierra iba teniendo un hermoso mordisco en su esfera y el mordisco inmenso crecía por minutos. El gordo gigante estaba de rodillas y no dejaba de morder el suelo un instante; de modo que venía comiéndose bosques, casas, árboles, trenes, rocas, barcos, ríos, mares, fincas y pueblos.

Las gentes a quienes sorprendía Don Bombón en plena fiesta, entre las cuales estaba Rompetacones, Azulita y la propia esposa del comilón, querían huir dando gritos de terror. Pero él entonces les decía:

-¡Felices Pascuas, Botón! ¡Felices Pascuas, Azulita! ¡Felices Pascuas, señoras y caballeros! Yo no quiero hacer mal a nadie: ni a hombres, ni a niños, ni a perros, ni a gatos. Si se suben ustedes a mis hombros y a mis grandísimas espaldas, se salvarán.

En efecto: llevaba los bolsillos y sus anchas espaldas llenos de personas, y de gatos, elefantes, tigres y todo género de bichos. En un bolsillo que a cada momento refrescaba, metía los peces. Y los pajaritos revoloteaban alrededor de su cabeza. En fin, no hacía daño a nadie; todos seguían sobre el cuerpo de Don Bombón, tocando guitarras, tambores y acordeones.

Continuó comiendo, comiendo, comiendo, y a la media noche era exactamente igual que media bola de nuestro planeta. Lo cual sucedía porque a la Tierra le faltaba en aquel momento la mitad.

Y aún siguió comiendo y comiendo, hasta que, de madrugada, el planeta se acabó. Don Bombón había terminado su cena de Navidad; pero había empezado a dar vueltas con las mismas fuerzas de la Tierra; como si la Tierra fuese el mismo Don Bombón.

Al salir el Sol, los habitantes del planeta, que la noche, anterior estuvieron de fiesta, se encontraron con que no vivían en planeta alguno, sino sobre un caballero gordo, gordo, y gigante, gigante, tan grande como lo fue la Tierra; pero que tenía una cabecita en el Polo Norte y unos piececitos en el Polo Sur.

Así siguió, dando vueltas alrededor del Sol. Las fieras, los caballos, las ovejas, ¡todos los animales! se habían esparcido por aquella barriga inmensa; los hombres se disponían a labrar sus fincas en las espaldas de Don Bombón, y los peces vivían en grandes mares de sudor que este como todos los hombres gordos, arrojaba sobre sí mismo.

Pasó mucha hambre, porque no podía salirse de su órbita a comer, y de cuando en cuando se le veía tirar bocados hacia la Luna, exponiéndonos a un verdadero eclipse de Luna para toda la vida.

Pero como todo vivía en nuestro planeta una vida extraña, Botón Rompetacones, con una sección alpinista de su colegio, subió al Polo Norte llevando una hoja de afeitar y empezó a abrir la barriga del caballero de Norte a Sur.

De ese modo volvió a salir tranquila y redonda la Tierra, y a Don Bombón no le quedó más que la piel, a la cual metieron en agua para que encogiera. Encogió, y hoy es Don Bombón el buen vecino de Botón Rompetacones, sino que con una cicatriz en la barriga, de arriba abajo, que parece un cierre de cremallera.




ArribaAbajoInquietos, por la mañana se asoma a la ventana

Esos dos o tres años que Botón Rompetacones tiene más que Azulita, valen millones. Valen millones, porque Botón, como habéis visto en estas historias, la trata como lo que es: un cariñoso hermano mayor; mira por los ojos de la niña pequeñita, la cuida, la atiende; le parece que se le va a perder, que se la van a robar. Quiere que su lazo sea el mejor lazo del Mundo...

Y ella le quiere y le respeta tanto, que lloraría si una vez Rompetacones le tuviera que regañar.

Pero veréis: un día sucedió, que se formó un mal en la tripita de la niña. Y le salió a su rostro en la tristeza de su mirada, en la palidez de su color, y en el dolor de su gesto.

¿Estaría en peligro de muerte?

Los médicos dijeron al padre:

-Es el calor, es el maldito calor; es la sequía de este verano, que todo lo deshace. Tal vez le salvarían las lluvias. Si se humedeciera la tierra, y el cielo, y el aire, tal vez se salvaría... Si no, no sé...

Por eso, después de aquellas noches angustiosas en que los padres, a la luz de una tristísima bombilla tapada con papeles encarnados, velaban el mal de Azulita, se asomaban a la ventana, a ver si el alba, al amanecer del nuevo día, traía algunas nubecillas. Pero el amanecer resultaba seco y limpio, y la hermosa naranja del Sol salía del horizonte sin una sola rayita negra delante, que pudiera ser una nubecilla salvadora.

¡Pobre Botón Rompetacones, que se daba cuenta del mal de Azulita, y de la preocupación de los padres!

Una noche, Azulita, después de unos dolores que le hicieron saltar lágrimas, perdió hasta el mirar como en un desmayo. Y a seguido, otras lágrimas brotaron de los ojos sufridos del padre y de la madre, que se asomaron a la ventana para esperar el amanecer.

También Botón iba y venía, inquieto, como loco de dolor, del lecho de Azulita a la ventana de su cuarto; de la ventana al lecho de Azulita.

Y loco, espantado, aterrado por el mal de su hermana y por la sequía del ambiente, se desabrochó el cuello para sentir menos calor, salió de su casa y, casi sin saber lo que hacía, subió a la picota más alta, para ver si venían nubes.

Y como no venían, se fue a buscarlas más lejos, bajando a una cuenca y subiendo a otra picota de la otra sierra siguiente.

Desde el gigantesco pedestal que era la montaña, avisaría a las nubes para que vinieran más de prisa. ¡Que corrieran como el viento!...

Pero como no había ninguna, bajó a otra cuenca, y subió al pico más alto de la siguiente sierra: la tercera.

Mas el cielo estaba limpio aún.

Y otra cuenca... y otra sierra... y otra picota... Y otra... y otra... y otra...

Hasta que llegó al mar, y ofreció dinero a los pescadores, si le decían por qué lado del mar habría nubes; y más dinero, si le traían una nube atada al palo mayor de las embarcaciones.

Pero nadie supo darle razón. Tuvo que seguir andando, después de atravesar los mares.

Y así, en busca de unas nubecillas que vinieran a mojar la tripita de la niña y a deshacer la sequía, Botón Rompetacones dio la vuelta al Mundo, con cara de loco.

Cuando entró otra vez, aunque por el otro lado, en Villacolorín de las Cintas, Azulita estaba esperándole sentada en un banco del jardín.

Una nubecilla leve, que navegaba muy aérea precisamente por el lado opuesto de la Tierra, había parado sobre la ciudad; llovió, mojó el suelo y el aire, y curó a la niña.

Pero, amigos míos, ¿no es cierto que eso que hizo Botón es querer a las hermanas, y que lo demás son cuentos?... ¿Verdad que sí?




ArribaAbajoAparece una paloma y acaba el partido en broma

Todo el mundo sabe lo bien que jugaba Botón Rompetacones al fútbol. Era el extremo izquierda del equipo llamado «El Tenedor», y sabía llevar el balón con una rapidez, con una gracia y con tal picardía, que no lo haría mejor un ladronzuelo que hubiera robado un queso de bola y se lo llevara con los pies, seguido de guardias.

¡Que gran futbolista era! Llevaba siempre en el sombrero el tenedor de metal para que se supiera a qué equipo pertenecía; y cuando en los descansos le echaba su hermana Azulita un limón para que refrescara, él hacía como que le iba a dar un golpe de cabeza, y lo prendía con las púas.

¡Oh, su hermana Azulita! Era la chiquilla más limpia y más linda y simpática de Villacolorín de las Cintas. Asistía siempre a los partidos impaciente, y aplaudía a su hermano de tal manera, que a veces se le deshacía el lazo con el temblor. ¡Cómo aplaudían sus manitas, como si estuvieran fabricando tortitas de masa del tamaño de medio duro para sus muñecas!

Un día, «El Tenedor» desafió al equipo del «Zoo». El equipo del «Zoo» era temible. De delanteros hacían cinco gacelas; de medios, tres perros de ganado; las defensas eran dos toros bravos; y en fin, el guardameta, un elefante. ¡Qué espantoso equipo! Llegaban al campo en su camión, y cuando descendían hacía el efecto de que había cesado el Diluvio Universal y bajaban del Arca de Noé.

¡Mal encuentro fue para los colegiales del «Tenedor»! Las gacelas eran tan ligeras, que a veces decía el público:

-No hay más que cuatro gacelas...

Pero de pronto se daban cuenta de que a la quinta no se la veía por lo rápida que iba. Así es que se la encontraban en la portería del «Tenedor» sin esperarlo. ¡Qué velocidad, señores! Corrían como balas.

Los medios enseñaban los colmillos y ya sabéis lo que es para un colegial ver los colmillos a un perro. ¡Y qué colmillos más blancos y afiladitos! Si no iban a la manicura a que se los arreglase, por lo menos iban al salón del dentista, o cosa por el estilo. Les brillaban como cuchillos recién afilados y movidos al Sol, que a veces estallan en reflejos de un instante.

No hablemos de los toros. ¡Vaya defensas! Tocar con los cuernos era castigado como con las manos. Pero cuando adelantaban Botón Rompetacones y sus compañeros hacia la portería del «Zoo», empezaban los toros bravos a escarbar la arena y... ¡cualquiera se acercaba!...

Por cuanto al elefante, ¿a qué hablar? Ocupaba toda la portería; tenía que agacharse para pasar por debajo del palo. Y por si era poco, cuando había peligro hacía girar la trompa como la hélice de un avión.

De modo que por allí no pasaba ni un mosquito. Y como al portero se le permite coger el balón con la trompa, lo cogía, le daba un «trompazo», y lo mandaba de nuevo a sus gacelas.

¡Fue mala tarde aquella para Botón y sus amigos! Botón pasó más miedo con los toros, que un torero de verdad. ¡Y qué bicho le tocó a él! A su lado tenía el más bravo, con el pelo negro, el hocico negro y los ojos negros y brillantes... Solo tenía blancos los cuernos, aunque las puntas eran también negras y... finas, finas, finas.

En fin, yo voy a decir la verdad: Botón no tiró un gol a menos de veinte metros de distancia. Así es que hizo uno nada más, contra cinco que hicieron las gacelas: uno por gacela. El resultado fue desastroso: 1 a 5.

Azulita salió con el lazo deshecho, y se limpiaba los ojos con las puntas, disimulando su tristeza. ¡Un desastre! Aquella noche dio Rompetacones tales vueltas en la cama, que parecía que se estaba envolviendo en la sábana como un pitillo.

A la mañana siguiente, los dos hermanos tuvieron este diálogo:

-Yo te aseguro que el domingo, que tenemos que jugar la revancha, pasaré por la línea de fuego de los perros, y de los toros, y del elefante.

-No, Botoncito, no; no te metas. ¡Mira que son de cuidado!...

-¡Nada, nada! ¡Voy a hacer maravillas! Efectivamente, llegó el domingo; desfilaron los del «Zoo» entre aplausos. El elefante saludaba con la trompa como los boxeadores hacen con los puños juntos y en alto. Después desfilaron los del «Tenedor», con una carrerita tan cansina, que casi arrastraban las manos por el suelo...

Arbitraba un gallo muy ligero, de mucha vista y muy parcial, pues ni era muchacho ni mamífero. De pronto dio la salida:

-¡Ki-ki-ri-kiiiii!

Los del «Tenedor» comenzaron más animosos. Tenían menos miedo que el domingo pasado; avanzaban con empuje. El delantero centro hizo un gol.

¡Bravo por los colegiales! El extremo derecha hizo otro ¡Bravo, bravo!

Pero de pronto llega la pelota a los pies de Botón Rompetacones... y ¡allá va Botón Rompetacones! Pasó por los perros sin importarle el brillo amenazador de los colmillos. Pasó por el toro, y hasta le marcó un par de banderillas con los dedos para seguir adelante. Y llegando a la esquina del campo, dobló hacia la portería; pasó y no tiró; ¿por qué fue eso?... Llegó a la otra esquina y empezó a correr hacia su portería, hacia la del «Tenedor», ante el asombro de todos. Pasó, llevando el balón, al ladito mismo de la portería de su propio equipo, dando así toda la vuelta al campo; y cogiendo de nuevo la dirección que, como extremo izquierda le correspondía, avanzó más ligero que nunca y lanzó al fin el más bello gol, que corrió por debajo de aquella especie de catedral con cuatro columnas, que era el elefante.

¡Ovación, entusiasmo, aplausos! Le tiraron cien sombreros... y un lazo en forma de mariposa.

Y aún hicieron los colegiales un nuevo tanto, y otro más, y las gacelas no habían marcado ni uno.

Entonces se excitaron los ánimos de tal manera, que un toro dio un puntazo pequeñito a un colegial, comiéndole el terreno; un perro prendió a otro chico en la parte de atrás del pantalón -menos mal que le respetó la pantorrilla desnuda-; y en fin, uno de los colegiales puso la zancadilla a una gacela y la hizo dar siete volteretas, entrando con balón y todo en la portería, con lo cual se apuntaron su único tanto de la tarde.

-¡¡Ki-ki-ri-kiiii! -cantó el gallo para terminar.

Este fue el momento peor. La gacela le dio un topetazo al de la zancadilla; los perros gruñían violentamente; los toros rascaban la arena... Y el elefante, para vengarse del glorioso gol de Botón, no hacía más que resoplarle con la trompa, provocándole así para ver si se pegaban de golpes y «trompazos».

Azulita lloraba y quería dar latigazos al elefante con el listón de seda de su lazo deshecho; y los guardias y los señores bajaron al campo, y con bastones y buenas palabras impusieron el orden y la tranquilidad.

¡Ah! pero llegó el tercer domingo, en el cual se había de jugar inevitablemente el desempate. Las tribunas eran un hervidero de inquietud. Había una nerviosa expectación. El público infantil parecía un campo de flores de colorines, movidas por la brisa de la impaciencia.

-¿Quién será el réferi? -se preguntaban las gentes.

-Un chimpancé que va a arbitrar con sombrero hongo y montado en un burro, contestaban los demás.

Efectivamente, salió el mono montado en el asno, el cual llevaba unos serones con media docena de balones, como si fueran melones y sandías.

El chimpancé alineó los equipos, guiñó un ojo a Azulita -que sin duda estaba de acuerdo con él, para hacer alguna trampa-, y puso un balón de la media docena en el centro del campo.

Tocó el pito, dieron el primer puntapié... y resultó que la pelota era de cera; se chascó y salió corriendo un conejo blanco y negro con los ojos muy rojos. ¡Qué risa de todas las gentes! menos de los 22 futbolistas, que estaban muy inquietos y deseosos de pelear.

Puso otro balón ... y apareció dentro una muñeca, que luego le ofrecieron a Azulita. De otro salieron doce mariposas. Ya, hasta los jugadores esperaban con curiosidad, a ver qué salía. Y, efectivamente, del cuarto balón salió una caja con 22 pasteles para los futbolistas; del quinto, una gallina con doce pollos, y del sexto, que como era el último todos creían que sería el de verdad, se abrió al darle el puntapié, y salió una paloma blanca, muy bien enseñada a llevar un ramito de oliva en el pico.

Ya sabéis que eso es el símbolo de la Paz. Resultó tan emocionante, que los 22 jugadores se abrazaron o, como once eran animales, se hicieron caricias; y nadie como los perros para acariciar.

-¿Jugaremos aún? -preguntó un colegial.

-¡ Ya no hay balones! -le contestaron.

Entonces fue el elefante y cogiendo con la trompa el sombrero hongo del chimpancé, lo tiró al aire y se pusieron los 22 a jugar con él. Y resulta que con un hongo se celebró el partido más feliz y más amistoso de Villacolorín de las Cintas.

Empataron a dos. ¡Muy bien! Y cuando terminaron, Azulita saludaba con el listón de su lazo a la paloma, que había visto el partido desde una terraza. Todo fue una cosa preparada entre el mono, la paloma y Azulita. ¡Y qué bien preparada! ¿verdad?




ArribaAbajoMarcha el tren hacia adelante conduciendo a un elefante

Pues, señor, esta era «una elefanta» que se llamaba Doña Cucufanta y un elefantito que se llamaba Don Cucufantito, que vivían en el pueblo denominado Villacolorín de las Cintas.

Como el elefantito era jovencillo y tierno, aunque resultara grande, grande, casi como un tranvía, iba al mismo colegio donde daban su clase Azulita Rompetacones y sus amigas, y unos cuantos ratoncillos que unas veces eran estudiosos y otras veces eran traviesos.

Don Cucufantito se daba muy buena maña para dibujar. A veces cogía con la trompa un lapicero, y hacía el retrato de Azulita, con su gran lazo de mariposa en la cabeza, y la caricatura del profesor, que era un señor ratón con gafas.

Las niñas se reían entonces, y el profesor quería imponer silencio; pero como no tenía otro procedimiento que el de agitar una campana de catedral que tenía sobre la mesa, y no podía con ella, se conformaba con imponer el silencio con amables palabras; lo cual le salía bastante bien.

De modo que la clase acababa siempre en paz, y a la puerta esperaban las madres para irse con sus hijas y sus hijos a casa, muy cogiditas del brazo: allí estaba la madre de Azulita Rompetacones, las madres de los ratoncillos, y Doña Cucufanta, que se iba a casa cogidita de la trompa con su niño, ya que no podían cogerse del brazo.

Todo iba muy bien, y eran felices; pero era Rey el gordo Paraguas III, que tenía el Palacio a doce leguas de Villacolorín de las Cintas; y harto ya de comerse bicicletas con tomate, sombreros con patatas y armarios con macarrones, llamó a su cocinero y le dijo:

-¡Quiero comerme un elefante!

El cocinero, que se llamaba Juan Perejil y llevaba un gran gorro blanco, respondió:

-Majestad: lo buscaremos.

Efectivamente, los heraldos del Rey salieron por la nación con sus trompas largas como escobas, y decían por todas partes lo siguiente:

-¡El Rey desea comer seso de elefante, solomillo de elefante, sopa de trompa y de rabo de elefante, etc., etc.!...

Al poco tiempo tenían localizado a Don Cucufantito, y Juan Perejil fue a decir al soberano:

-Señor: ya sabemos dónde hay un elefantito para vuestro real apetito.

-¿Un elefantito?... Un elefantito va a ser poco para mí. Mejor es que me traigan a la madre -respondió el Rey.

-Señor: es que la madre será muy dura, y el hijito está más tierno.

-¿Y qué me importa a mí eso de la dureza -respondió violentamente el monarca-, si sería capaz de destrozar con mis muelas los diamantes de mi corona?...

-Está bien, señor. Yo haré que traigan a la madre.

Al día siguiente un piquete de la Guardia Real tomó el tren, se fue a Villacolorín de las Cintas, y en un momento en que Don Cucufantito estaba en el colegio, arramblaron con la madre y se la llevaron a la estación. Y aprovechándose de que la pobre era muy dócil, la subieron a una vagoneta que no tenía más que la plataforma y las ruedas, sujetaron sus cuatro patas con hermosas cadenas de hierro, y al instante se puso a andar el tren, llevándose a la gigantesca madre, que por cierto iba con el rabo hacia adelante y la trompa hacia atrás.

El tren iba tan campante, diciendo adiós a los pastores con el humito, como los viajeros con sus pañuelos. Y miren qué casualidad: Botón Rompetacones, el hermano de Azulita, que estaba en el campo cogiendo hierba para sus conejos, vio al tren pasar, vio a los soldados, y se sorprendió dramáticamente al ver que se llevaban a Doña Cucufanta.

Corriendo, corriendo, fue al colegio y se lo contó a Azulita, a los ratoncitos y al joven elefante; el cual se puso a llorar lágrimas que llenarían, cada una, una botella de a litro. También las niñas y los ratones lloraban, de tanto como querían a Don Cucufantito y a su mamá.

Cuando los colegiales y colegialas fueron a sus casas, contaron a sus padres lo que sucedía y todos se indignaron con el Rey gordo, porque todos sabían lo que los padres quieren a sus hijos; aunque sean elefantes o mosquitos.

Entretanto la elefanta seguía su viaje, siempre encadenada a la plataforma; y he aquí que de pronto empezó a pensar de esta manera.

-¿Qué significa esto?... ¿Es que irán a separarme para siempre de mi querido hijo?...

Esta idea la angustió de tal manera que, sin poderse contener, sacó la trompa a un lado de la vagoneta, y se prendió con ella fuertemente a un poste perteneciente a los hilos del telégrafo, que se extendían a lo largo de la vía.

La intención de Doña Cucufanta era, sin duda, detener el tren; pero ya comprenderéis que la trompa de un elefante no ha de poder con la potencia de una fogosa máquina de ferrocarril; por consiguiente el tren siguió su camino, y como la desgraciada madre no soltara, la trompa empezó a estirarse, a estirarse, a estirarse de tal manera, que aquello no parecía trompa, sino una de esas gomas finitas que los muchachos traviesos emplean para disparar con sus dientes un papelito lleno de dobleces.

El tren, ni notaba siquiera el esfuerzo del gigantesco animal; en cambio la pobre madre no cedía, y su trompa se estiraba cada vez más y se adelgazaba a cada instante. Era mucha su pena; eran muchas sus ansias de volver con su hijo; así es que no soltaba el poste del telégrafo, aunque sintiera el dolor de aquel extraordinario estirón.

Así anduvo el tren kilómetros y kilómetros. La trompa parecía ya otro hilo del telégrafo. Pero por fin se fueron aproximando a la estación del Palacio, donde aguardaba el cocinero Juan Perejil, en correcta formación, con sus doce pinches, todos muy puestos de gorro y delantal blancos, y armados de gran cuchillo, bien dispuestos a hacerse cargo de la elefanta que había de ser un rico manjar para el Rey.

Llegó el tren, se detuvo, y cuando la máquina dejó de hacer fuerza, fue cuando se notó el enorme tirón de la trompa. Y era tal el esfuerzo del tirón, que como Doña Cucufanta no cedía, se asombró la gente de la estación al ver que el tren comenzaba muy despacito a andar hacia atrás, de manera que el cocinero y sus pinches se encontraban burlados, con sus bocas abiertas por la extrañeza.

El tren fue cogiendo velocidad. La trompa seguía haciendo fuerza y más fuerza. Y así resultó que todos los vagones pasaron al lado del poste que la elefanta tenía prendido, y que entonces soltó; pero como la velocidad adquirida era enorme, siguieron rodando, rodando, hasta que de pronto se encontraron en la estación de Villacolorín de las Cintas, a donde acudieron urgentemente los padres de Azulita Rompetacones y los de todos los demás colegiales, que eran los ingenieros, herreros, comerciantes, albañiles, arquitectos, planchadoras, porteras, maestras y maestros de la ciudad.

Rápidamente saltaron a la plataforma, y con indignación arrancaron a pulso las cadenas y libertaron a la elefanta. No valió que el piquete de la Guardia Real quisiera oponerse. Le vencieron con razones entre todos aquellos ciudadanos, y le mandaron a Palacio en la misma vagoneta de las cadenas rotas.

Se organizó una alegre manifestación con los colegiales, colegialas, sus padres y la Banda de Música; y el elefantito cogió cuidadosamente una rosa de un tiesto que había en un balcón y se puso a dirigir músicas y canciones, que eran las más bellas cancioncitas del colegio.

Sin embargo, Botón Rompetacones y sus amigos compraron una hermosa goma de borrar, y se la regalaron a Paraguas III, con una carta que decía de este modo:

«Señor: Nos oponemos a que os llevéis a la madre de Don Cucufantito que tan buen amigo y compañero es de Azulita y de todas las niñas del colegio.

Pero remitimos a Vuestra Majestad esa goma, que es muy parecida a la piel del elefante, para que os entretengáis en mascarla una temporada, como si fuera chicle.

Cuentan que el Rey Paraguas III lleva seis semanas masca que te masca. Pero masca con cara de mal humor; como si sus dientes y muelas tuvieran ansias de mascarse a Azulita, a Botón, a los colegiales y colegialas, a sus padres, a los ratoncillos, a la elefanta, al elefantito y a la rosa que estaba en la trompa para dirigir las canciones de la alegre manifestación ...




ArribaEl muchacho sube, sube, porque se convierte en nube

Botón Rompetacones cazaba las mariposas y las soltaba luego. Los amigos le preguntaban:

-¿Por qué las sueltas, tonto?

Y Botón contestaba:

-Porque juego con ellas. Cuando jugamos algunos amigos al torito «dao», se le agarra a uno y luego se le suelta ¿verdad? Pues eso mismo hago yo con ellas: las persigo con el mariposero, corremos los dos, y cuando he conseguido atraparlas, las suelto otra vez para que revoloteen por el aire.

-¿Pero es que tú eres un niño bueno? -le preguntó un compañero receloso.

-Con las mariposas, sí -dijo Rompetacones.

-Y si eres tan bueno ¿por qué vas a coger frutas a las huertas?

-Porque me gustan, y porque el hortelano ha pegado algunos golpes a los compañeros y le he tomado rabia. Pero no dejo de comprender que es una cosa bastante mal hecha, chico.

Y Botón siguió cazando mariposas, soltándolas, y agarrando manzanas cuando no le veían. Por eso sucedió lo que os vamos a contar: que estando un día subido en un árbol frutal, vio que se acercaba el de la huerta con su terrible gesto.

Botón se tiró del árbol y, buscando un sitio para esconderse, dio con un hoyo que había hecho otro campesino al lado de unas plantaciones de tabacos; y no solo se metió en el hoyo, sino que, con un azadón que había próximo, se echó tierra encima hasta casi taparse.

El hortelano venía regando, y regó por aquella parte sin ver al chico. Y como las plantas, cuando las riegan, absorben la substancia de la tierra y de lo que hay enterrado en ella, resultó que hubo una planta de tabaco que se absorbió para ella la vida de Botón Rompetacones. De modo es que Botón no murió ni mucho menos, aunque su cuerpo seguía casi enterrado en sitio fresco; pero su vida quedó separada del cuerpo y repartida por las hojas de aquella planta, en las que siguió viviendo y creciendo.

Mucho lloró Azulita y se asustaron los padres sin saber nada de él; pero siempre tenían esperanzas de que un día volviera, porque ya sabéis que era un niño bastante despabilado y muy capaz de haberse marchado a alguna isla para enriquecerse trabajando. El caso es que llegó la época de cortar aquellas hojas. Las cortaron efectivamente, las dejaron secar, y un día, en una fábrica de tabacos, unas habilidosas mujeres hicieron con ellas un magnífico cigarro puro.

Metieron el gran cigarro con otros cuantos en una caja, lo compró un señor, y cuando estaba el niño más aburrido, sin hablar con nadie, levantó la tapa de la caja el caballero, lo cogió, lo encendió, se sentó en un sillón a leer y se lo fumó poquito a poco. Y aquí tenemos al amigo Rompetacones, que empezó a convertirse en humo.

El señor seguía leyendo y no se daba cuenta de que el humo se iba reuniendo en el techo, y de que poquito a poco también se iba formando la figura de una persona, siempre un poco borrosa y con movimientos de nube.

Se acabó el puro; tiró la colilla, y al meditar sobre unos párrafos que acababa de leer, miró al techo y se asustó como si hubiera visto un fantasma. En seguida abrió la ventana para que el fantasma saliera, y Botón no esperó a más: salió con solemnidad, remontándose inmediatamente sobre los tejados.

Era un día de bastante vendaval, y aquel niño de humo volaba de una manera vertiginosa. Y como viera que iba a llegar a la parte de los mares, torció su dirección, se enganchó en la veleta de una torre, y allí pasó la noche bien zarandeado.

Luego vino otro día espléndido, y Rompetacones tuvo un capricho: subir a los blancos y afilados cuernos de la Luna. Lo consiguió y hasta se recostó en la curva como en una mecedora. Y fue entonces cuando un astrónomo de la Tierra lo vio, y le extrañó tanto, que le hizo una fotografía.

Aquella fotografía se publicó en la prensa, y como el niño de humo era el vivo retrato de Botón Rompetacones, los padres sospecharon que se trataba de él. ¿Qué harían? ¿Qué no harían?... Pues lo que hicieron fue visitar a un aviador famoso para que hiciera el favor de ir a buscarle. Y en efecto: el aviador cogió una mañana el aparato, y subió hacia donde había visto a Botón. Entonces Botón se sentó en una de las alas, y en ella bajó de conversación hasta la Tierra, ya que el aviador le había dicho que sus padres y Azulita estaban apenadísimos.

Pero también fue mucho el dolor de los papás, cuando al abrazar al hijo no abrazaban más que humo, que se les iba sin querer. Sin embargo, le pusieron su cama, dejando debajo de las mantas aquella enorme pompa de humo; pero cuando por la mañana fueron a verle, estaba en el techo. Sin querer se había ido saliendo, y terminó sus sueños arriba, sin despertarse hasta que entró el día.

Como era humo, le entusiasmaban el aire y las alturas, y cuando veía una ventana abierta, ya estaba nuestro buen Botón Rompetacones como todo lo que es humo: escapándose por ella. Allá iba como una nubecilla, paseándose por el cielo azul.

Y todas las tardes, antes de anochecer, el pobre aviador tenía que ir a buscarle, engancharle con el gancho del fogón, y bajarle con sus padres, que siempre querían abrazarle y no podían. ¡Qué pena le daba a Azulita!...

¡ Ah!, pero llegaron las fiestas del pueblo; soltaron globos de papel que eran payasos, y Rompetacones se hizo amigo de ellos para jugar al toro y a las cuatro esquinitas. Daba gusto verles desde abajo... Y el día de la gran fiesta final, que soltaron muchos, Botón Rompetacones les propuso jugar al fútbol, y lo hicieron con un globito rojo que se le había escapado a un niño de Villacolorín de las Cintas.

En cambio, hubo un día que se nubló de un modo espantoso estando él en el cielo; y perdió de tal modo la orientación al ver que una nube monstruosa se había puesto entre la Tierra y él, que no encontraba salida.

Se metió en la nube y él mismo parecía nube. No se encontraba ni a sí mismo. Lloró, y con el llanto lo que hizo fue aumentar la lluvia. Y pensando en Azulita y en sus padres, sintió un enorme deseo de que le abrazaran, aunque fuera su cuerpo de humo.

Cuando la nube se fue, y el avión salía por él con el gancho de la cocina, bajaba por el aire poniéndose uno, dos y hasta tres dedos de humo en su frente; y tuvo así una idea que, con su correspondiente voz de humo, que era muy tenue, dijo a su padre al oído; la idea fue que sacaran del huerto su cuerpo, con sombrerito y todo, que como estaba bien regado, aún estaría bien fresco.

Lo sacaron, lo limpiaron, y en cambio al humo lo metieron debajo de una campana de cristal que servía para tapar el queso. Después introdujeron por debajo la aguja de una jeringa grande y absorbieron todo el humo, que se comprimió dentro de la jeringa. Y con ese humo, que como sabéis era la vida de Botón Rompetacones, pusieron una inyección al cuerpo, que llevaba varios meses tan aburrido y solo, y ¡claro está! con la inyección tomó otra vez la vida... y tan divinamente.

¡Y entonces sí que se abrazaron todos!...





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