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Aleluyas de Rompetacones: 100 cuentos y una novela. N.º 11

Antoniorrobles






ArribaAbajoLos sustos y los temores que a veces pasan las flores

Vamos a contar un suceso, del jardín que tenía Azulita en su casa.

Era un jardín en el que había claveles, rosas, geranios, margaritas y crisantemos.

En primavera se llenaba de olores y de colores: verdes, azules, encarnados, amarillos, blancos, violetas y anaranjados.

Azulita era por entonces muy niña y un poquito mala. Con sus dedos chiquitines arrancaba las flores, que luego iba deshojando para ver si Botón se casaría de mayor con una princesa:

-Sí... No... Sí... No...

O para saber si los Reyes Magos le traerían una muñeca grande:

-Sí... No... Sí... No...

Y el caso es que las deshojaba, sin pensar que así sufrieran tanto las flores.

Resultó que, cuando las flores la veían acercarse, temblaban de miedo, igual que si temblasen con un vientecillo primaveral. Y cuando pasaba cerca, procuraban cerrarse lo más posible, para que su colorín no llamara demasiado la atención de la niña.

Eran flores lindísimas; pero no llegaban a su esplendor porque sufrían mucho de los nervios.

Un día se posó una mariposa en una de ellas, y de pronto le preguntó:

-¿Por qué tiemblas, flor amiga? Estate quieta, que me estás meciendo y me mareo. Y la flor contestó:

-Es que no lo puedo remediar. Veo que se acerca por allí Azulita, y es una niña que nos hace mucho daño cuando viene.

-Entonces huiré -dijo la mariposa. -Haces bien. ¡Quién fuera mariposa para huir! -exclamó la flor, que era una margarita.

Huyó, en efecto, el bichito de colorines, mientras la margarita se quedaba pasando un terror espantoso.

Por casualidad no la arrancó Azulita. Pero no se quedó sin desgajar y deshojar unas cuantas hermanas de la misma planta.

Y cuando desapareció, las flores que quedaban vivas se abrieron al cielo, como para amar la vida que habían visto tan en peligro.

Entonces aquella margarita, conocida en el jardín por «la señorita Margot» , habló a sus hermanas de esta forma, en esa hora calurosa de la siesta:

-Esta mañana estaba yo hablando con una mariposa, cuando llegó la niña. Mi amiga echó a volar y yo me quedé llena de envidia...

-Te creemos, hermana-le dijeron todas.

-Yo también quise volar. Moví las alitas blancas... ¡ Pero no sabía!... Y yo os digo ahora: ¿No os parecería bien que contratáramos a unas cuantas mariposas para que nos enseñaran sus vuelos?...

Las otras preguntaron:

-¿Y tú crees que podremos aprender?

-Sí, sí; yo creo que sí. Nuestros pétalos podrían moverse como alas. Yo creo que puede ser posible tanta felicidad...

Todas las flores aplaudieron y se agitaron de alegría, también como en una brisa, pero como en una brisa alegre.

Y una rosa muy formal, llamada «Doña Rosita» , se encargó de hablar a «Doña Pinta», mariposa amiga suya, que iba todas las tardes de visita al rosal, a la hora de ponerse el Sol.

Llegó la mariposa y hablaron así:

-Hoy he venido más de prisa, porque el «señor Reventón», ese clavel que vive al lado de la fuente, me ha dicho que tenía usted que hablarme.

-En efecto -exclamó la flor. -¿Usted se ha dado cuenta, alguna vez, del miedo que pasamos las flores cuando viene un nublado de granizo?

-¡Ya lo creo que lo sé! Las deja a ustedes entristecidas, encogiditas y desgajadas...

-Pues bien : Azulita es mucho peor que un nublado -añadió «Doña Rosita».

-Y entonces, ¿qué quiere usted que yo haga por ustedes? Ya sabe que las flores son mis amigas.

-Muchas gracias. Pues mire: lo que quiero es que me proporcione cinco o seis mariposas de confianza, buenas voladoras, que nos enseñen a volar a todas las flores del jardín...

-Será tarea difícil; pero, en fin...

El caso es que «Doña Pinta» buscó seis mariposas jóvenes y fuertes, y el trato quedó hecho. De madrugada, cuando nadie hubiera en el jardín, tendrían una hora de lección. Y cuando saliera la primera chispita del Sol, todas correrían a su sitio, a disimular.

-¿Y qué nos dan de pago? -preguntaron las profesoras.

-¡Oh! Pues para ustedes será lo más dulcecito de esos polvillos amarillitos que tenemos las flores en el centro, y que a ustedes les gusta tanto como a los niños los caramelos.

Es el caso que desde el día siguiente los alados insectos pusieron en un tiesto un cartel que decía: «El Globito, Academia de volar para flores», y las lecciones se repitieron, de forma que al domingo siguiente todas las flores sabían volar, casi casi como mariposas.

Las mariposas, si no tenían envidia, es porque en el fondo son buenas; pero solían decir a las flores:

-¡Qué suerte tienen ustedes! Llevan tan bellos colores como nosotras y vuelan tan bien como nosotras... Pero nosotras no tenemos perfume...

-¿Pero quieren ustedes perfumarse? Pues eso es muy fácil. Unten sus alas en nosotras, y olerán como esos niños a los que la mamá les perfuma el pañuelo.

Así lo hicieron. Y por eso las mariposas olían a violeta, otras a jazmín, otras a clavel... Daba gusto cuando pasaban delante de nuestras narices.

Andaban en estas cosas, cuando de pronto apareció Azulita por un sendero.

-¡Atención! ¡Que hay un lazo en forma de mariposa a la vista!... -se gritaron las unas a las otras, corriendo la voz.

La niña se fue acercando poco a poco, y todas estaban atentas. Se fijó entonces en una rosa encendida, la fue a tomar... y la flor salió volando.

La chiquilla se quedó con la boca abierta. Y más cuando le pasó lo mismo con una margarita..., y con un geranio..., y con un clavel...

El cielo se llenó de mariposas, que eran flores, y Azulita las miraba con rabieta de niña.

Entonces sacó su pañuelito y persiguió a la que volaba más ingenuamente, que era una violeta muy joven; casi niña.

Al fin, ¡zas! la cazó.

Y con ella en la mano cerrada, se encaminó hacia su casa, con intención de clavarla con un alfiler, en la caja de coleccionar mariposas.

Pero he aquí que por el camino sintió que de su mano salía un rico perfume.

Eso le hizo reflexionar, y se dijo:

-¡Pobre violeta! ¡Me da pena! ¿Va a pagar ella solita toda la burla que las demás me han hecho?... ¡La perdonaré!... -Y la soltó.

Volvió a olerse las manos, y como el perfume sencillo se le metiera en el alma por su naricilla, se dijo todavía:

-Por supuesto, que ¿qué daño me han hecho las demás? ¿No soy yo la que iba a hacérselo a ellas?... Tenían razón al huir... ¡Tenían mucha razón!

Total, que el perfume le llegó al corazón, como puede verse. El perfume... y también la burla de las flores. Mejor cuenta le tenía pensar así, ya que no iba a vencerlas nunca.

Se había convencido de que con los buenos no se puede luchar, ni se debe.

Cuando todas las flores volvieron a sus sitios, se encontraron a la violeta en su correspondiente lugar.

Al verlas acercarse, les dijo:

-Perdonadme; yo no lo he sabio hacer tan bien como vosotras; perdonadme...

Y «Doña Rosa» le dijo:

-¿Por qué perdonarte, si lo que te debemos es gratitud? Muy bien ha estado nuestra treta, huyendo inesperadamente del enemigo. Pero mejor ha estado tu sencillez y tu bondad, dando un ejemplo de bondad y sencillez a la niña, con tu perfume.

Desde aquel día, Azulita fue la Azulita que ha sido siempre; y cuidaba las rosas y los claveles, pero cuidaba las violetas con preferencia.

Ya no se asustan de ella las flores. Parecen gorriones domesticados, que vienen a coger las migas en la misma mano.

Se dejan coger en el aire, y en la planta se dejan acariciar...

Y de cuando en cuando les gusta jugar a que son mariposas, aunque al volver a su sitio se encuentren una mariposa dormida, jugando a que es una flor.

Y así acabó, felizmente, el suceso del jardín.




ArribaCasi, casi son iguales pájaros y colegiales

Bueno, el maestro de la escuela que había en Villacolorín de las Cintas hace ya algunos años era de aquellos antiguos y viejos maestros de mal genio, que ya no hay por ningún sitio, afortunadamente.

Tan mal genio tenía, que ni siquiera consentía que Botón Rompetacones, que entonces era todavía muy pequeño, confundiera la «b» con la «d» cuando leía en aquel cartel de la pared, que decía, entre otras cosas: bo-da, pi-to, pa-lo, da-me, mo-zo, bota...

El maestro se llamaba don Severo Cascajo, y tenía los ojillos muy chicos, muy chicos, porque los cristales de las gafas eran muy gordos, muy gordos. Llevaba un gorro de maestro de escuela, terminado en punta, unos zorros de castigo colgados de la muñeca y un viejo chaqué verdoso, y había conseguido rizar las patillas de los chicos más traviesos a fuerza de retorcérselas un poquito en cada castigo.

Ese era don Severo, maestro como ya no los hay en ningún sitio.

Ahora veamos cómo eran Botón y demás niños de su escuela. Todo hay que decirlo.

A la salida, bajaban atropellándose por la escalera de vieja madera, hasta que rompieron un peldaño. Desde entonces, don Severo les hacía salir de uno en uno, y no soltaba al segundo hasta que el primero no estaba en la calle.

Pero se reunían, al fin, en la acera de enfrente, y salían en bandada hasta las afueras del pueblo, a esa hora en que ya no hay Sol y el cielo se pone rojo por uno de los lados.

Caminaban buscando por el suelo piedrecitas. Pero no unas piedrecitas cualesquiera, no, sino piedrecitas bien elegidas de tamaño, forma y peso, para que se pudieran tirar con precisión y buena puntería. Llevaban toda la vida haciendo igual y ya sabían elegirlas. ¡Hasta Botón Rompetacones!

Abarcaban entre el brazo izquierdo y el pecho las que pudieran, y llevaban siempre en la mano derecha una preparada, como el que lleva cargada la escopeta.

Y así seguían su camino, entrándose en los huertos por el lado en que había un famoso espantapájaros: un grotesco muñeco que ellos veían recortarse en el cielo rojo, desde que salían del pueblo. Y ya en los huertos ¡a tirar a los pájaros!... ¡Hasta Botón lo hacía; que era el más pequeño !...

Los pobrecitos animales estaban atemorizados. Los niños salían a las seis del colegio; pero desde las cinco andaban los pajarillos diciéndose unos a otros:

-Vámonos, que ya deben de ser las seis.

-Sí, sí, vámonos.

¡ Qué miedo tenían! ¡Y eso que nunca les habían alcanzado con sus disparos!...

Y les era muy penoso irse de los huertos a esa hora, ya que a la hora de llegar el enemigo -o sea la bandada de chiquillos -era el momento en que podrían comer, porque se iban a sus casas los hortelanos.

Entonces el presidente de los pájaros reunió a los que tenían más inteligencia -aunque todos tuvieran sólo una chispita de seso- y les dijo:

-Esto no puede ser. Esos niños nos quitan la mejor hora de merendar. ¿Qué debemos hacer con ellos?

Y uno se encaramó en la rama destinada a los oradores y dijo con voz cantora:

-Yo les he oído decir que tienen mucho miedo a su maestro. Un día venían hablando de ello, cuando yo estaba escondido en mi nidito. Por eso opino lo siguiente: que el que tenga más fuerza en el pico, entre por una ventana de la escuela cuando no estén los chicos, le quite el gorrito a don Severo y se lo ponga al espantapájaros antes de que lleguen nuestros enemigos.

-¡¡Bravo!! ¡¡Bravo!! ¡¡Muy bien!! -gritaron los demás pajarillos.

Probaron las fuerzas, y el que hizo más hoyo con el pico en una corteza de árbol, ese fue el que se comprometió a cumplirlo. Y lo cumplió.

Nadie en el pueblo, ni en las afueras del pueblo, se dio cuenta de que el gorro iba volando, volando, volando... El pájaro más bravo se lo había arrebatado a don Severo cuando acababa de salir de la escuela el último colegial, el más pequeño, que era uno que llevaba un sombrero redondo, con adorno de tenedor.

Y el caso fue que, cuando la bandada de chicos llegó a las afueras y Botón miró hacia el cielo rojo de los huertos, gritó aterrado:

-¡¡Quietos!! ¡Que está allí el maestro!...

Y tuvieron que torcer el camino a otros campos. Al día siguiente pasó igual:

-¡¡Quietos!! ¡Otra vez está allí don Severo!...

Y también sucedió al otro día. Y al otro...

El resultado fue que los pájaros tuvieron un buen año de engordar y Rompetacones y sus amigos un mal año de pájaros, de uvas y de manzanas.

Apenas pudieron coger una.

Y lo gracioso es que don Severo no dijo nunca que los pajarillos le habían robado el gorro, para que no se rieran de él. Se puso uno que tenía igual, y por eso no se enteraron jamás los discípulos de lo que había pasado.

¡Qué listos estuvieron esos corazoncitos con alas que se llaman gorriones!, ¿verdad? Esta vez le ganaron en picardía a Botón Rompetacones y a su regimiento de pícaros...





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