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Aleluyas de rompetacones: 100 cuentos y una novela. N.º 12

Antoniorrobles






ArribaAbajoUna isla pobre, un espejo y las perlas del Rey viejo

Para que Botón Rompetacones aprendiera idiomas, su padre le envió a la isla de Las Arenitas. ¡Mala isla! La llamaban así, porque casi toda ella era un inmenso arenal, sin apenas más árboles ni montañas que los montones y las ramitas que ponían los niños jugando en la arena. Las casucas eran tristes; los escaparates estaban vacíos. Y el Rey Tenedor XIII, que tenía un precioso manto de armiño y una corona de diez hermosas perlas, era sordo, para que ni el Rey fuese feliz.

En cambio, unas millas más allá había otra isla, que todos conoceréis del mapa; la llaman la isla de Mil Tesoros, y es tan jugosa, rica y bella, que parece, por su aspecto y su gran bandera al centro, una hermosísima torta de dulce de gran fiesta familiar.

¿Que al Rey Tenedor XIII se le rompían los cordones de sus botas?... Tenía que decírselo a dos marineros de confianza, que remando en un bote iban poco a poco a la isla de Mil Tesoros en busca de un par de cordones.

¿Que a su hija, la Princesita Seda-Seda, se le antojaba comer sopa de fideos?... ¡Allá iban otros dos marineros y otro bote, en busca de un cuarto de kilo, a la isla que todo lo poseía!...

Botón Rompetacones, como hablaba con todos para ir practicando el idioma, fue un día a la playa y se encontró con cuarenta hombres tumbados al Sol, a los cuales habló de esta manera:

-Si el Rey tiene perlas en la cabeza, y vosotros hambre en el estómago, comprendo que estéis de mal humor. Pero si trabajarais pensando en la prosperidad de vuestra isla, podríais engrandeceros y despreciar a ese sordo monarca de las perlas.

-¡Bah! aquí, en la arena de la playa se está blando -respondieron aquellos hombres, que ya estaban enviciados en la pereza.

Poco a poco llegó «a oídos del sordo», aquello que decía Botón; que podían despreciar al rey; y el pobre Tenedor XIII, temeroso de que hubiera, además de hambre, revoluciones, llamó a dos carabineros y a dos marineros, y se llevaron al chico a otra isla que tampoco estaba lejos; la isla de Villasonar de los Motores, donde, por cierto, estuvo empleado en una fábrica de automóviles.

Pero vamos a referir lo que pasó, entretanto, en la isla de Las Arenitas.

La verdad es que el Rey despidió al muchacho; pero la preocupación no le dejaba dormir, y en su real cama, pensaba de esta manera:

-Siento haber tenido que echar de la isla a este niño, que llevaba en su sombrero un tenedor tan grande como el de mi nombre; pero no había más remedio, por una cosa: porque tenía razón al decir que en mi cabeza hay perlas, y en mi pueblo hay hambre. Más... ¿qué haré yo para evitarlo?...

Bien temprano se levantó, llamó a un pajecillo que tenía los ojos claros y la melena rubia, y le dijo:

-Vete a decir a mis quince Ministros que vengan; que tenemos Consejo urgente a las diez.

Lo malo fue que el paje se encontró con unos amigos que jugaban a los bolos, se puso a jugar, y se le olvidó dar el recado.

-¡Que manden a otro paje! -gritó el Rey.

-Señor; ya no quedan-, le dijeron.

Pero como era sordo, «no quiso» oírlo, y gritó más fuerte:

-¡¡Que manden a otro paje!!

Hubo que vestir de pajecillo con medias a un guardia municipal que tenía enormes bigotazos, dos cejas que asustaban por grandes y bultos en las pantorrillas.

El caso es que dio el recado, y empezaron a llegar los Ministros, dando botes por los malos empedrados de las calles. Y daban botes, porque sus tristes coches no eran automóviles ni berlinas, sino carretillas de estación o de las obras, de las de una o dos ruedas, con unos chóferes que eran, igualmente, mozos de estación o albañiles. Llegaron, pues, los Ministros dando botes; y si no se hacían demasiado daño en la rabadilla, era gracias a un almohadoncito que les ponían.

La lista de los quince Ministros era la siguiente:

  • Ministro de las Confiterías;
  • Ministro de Piscinas;
  • De las Muñecas;
  • De los focos que se funden, que ya no sirven más que para tirarlos y hacer ruido;
  • Del Parque Zoológico;
  • De los coleccionistas de sellos, timbres y monedas;
  • De la confusión de la «b» y la «v»;
  • De los sábados sin colegios;
  • De los letreros de «cuidado con la pintura» y de «prohibido fijar carteles»;
  • De los dibujos infantiles en colores;
  • Del Fútbol;
  • Del Sol y la sombra;
  • De la Luna y otras posesiones;
  • Del humo de las fábricas;
  • Y el Ministro de Nada.

Total: quince carretillas en fila, esperando a la puerta de palacio.

Cuando los Ministros entraron en el salón del trono, lo primero que hizo el Rey fue obsequiarles con una concha de aceitunas, como siempre que había Consejo. Después les dijo:

-Señores Ministros: Hay que pensar en la prosperidad de nuestra isla de Las Arenitas. ¡A pensar todo el mundo! ¡A la una! ¡A las dos! ¡Y a las... tres!

Todos los Ministros se pusieron a pensar. Pero en esto se abrió una puerta, y apareció la Princesita Seda-Seda. Parecía un cuadro; el cerco de la puerta era como el marco del lienzo.

-¡Adelante! -exclamó el Rey.

Avanzó ella unos pasos, y dijo:

-Majestad, Señores: Yo poco valgo; pero mi mano, para el que se case conmigo, es una corona, un reino, un poderío más o menos grande o mezquino. Mi padre me reservaría, seguramente, para casarme con algún príncipe poderoso. Pero yo renuncio a eso, y me casaré con el ciudadano de la isla de Las Arenitas que nos haga prosperar en alguna industria, comercio o arte; lo mismo si es arquitecto, que si es panadero; lo mismo si es relojero, que si es violinista.

A los quince Ministros les parecieron muy cuerdas aquellas palabras. Y cuando esperaban la contestación del Rey, este, llevándose una mano a la oreja, preguntó:

-¿Qué ha dicho?

No lo había oído; hubo que explicárselo. Le pareció tan emocionante, que lloró abrazado a la Princesita.

Al mediodía y en la emisión de sobremesa, la radio daba la noticia para ver si las gentes se animaban. También lo anunciaron los heraldos de a caballo, que iban en unos jacos cojos, flacos y comidos de moscas. Era mejor y más moderno el anuncio de la radio. Hasta Botón Rompetacones lo oyó, a pesar de estar a varias millas de la isla.

Uno, dos, tres... hasta diez vecinos de Las Arenitas se prepararon. Tendrían que ir a otras tierras en busca de las riquezas; y luego volver a implantar las industrias en la isla de Las Arenitas.

Uno, dos, tres... hasta diez jóvenes vecinos hemos dicho que se preparaban; y daba gusto verles trabajar, en aquella tierra en que nadie hacía nada; daba gusto verles trabajar y oír los golpes de la herramienta, cuando construían con tablas y maderos sus diez barquichuelas que les llevarían en busca de tesoros y riquezas.

Y como eran diez, fue una mañana muy temprano el Rey, y sin que nadie le viera, cogió de la percha su corona, arrancó con los dientes las diez perlas, como quien casca nueces, y les dijo a cada uno de los diez mozos:

-Toma. Cuando te vayas, le das esta perla a tu madre, para que compre pan tierno. -Y el pobre Rey entregó una por una sus diez joyas, comprando luego otras falsas en los puestos de la plaza.

Al cabo de unos días, los diez jóvenes ciudadanos se habían hecho a la mar silenciosamente, sin despedirse más que de sus viejecitas. Y desde que pasó el mes, las playas de la isla de Las Arenitas se llenaban de hombres perezosos que esperaban tumbados el regreso de sus diez convecinos.

Pasó otro mes, y otro, y un año; y he aquí que de pronto se vio allá lejos ¡muy lejos! una columna de humo.

-Parece que sea un vapor que se acerca -decía alguien.

-¡Bah! -respondía otro- ¿y quién se va a acordar ahora de nosotros?...

-Puede ser uno de aquellos diez mozos que se fueron...

-¡Ca! aquellos viajaban en lanchas de remos.

-Pero pueden haber prosperado...

-¡Bah, bah, bah! No lo creo -respondían casi todos.

Sin embargo, el navío seguía acercándose. Y allá, más lejos aún, apareció una segunda columna de humo. De modo es que hasta el Rey se asomaba a la terraza de Palacio, a ver qué era aquello. Como es natural, la sordera no le impedía mirar atentamente.

-¡¡Allí se ve otra tercera humareda!! ¿Serán tres barcos?- se preguntaba alguien.

-Puede ser...

Toda la isla estaba intrigada, y las diez viejecitas sentían muy fuerte el «tipi-tipi» de sus corazones, porque tenían la sospecha de que pudieran ser sus hijos.

En efecto, detrás del tercer navío apareció el cuarto... y el quinto... y el sexto... ¡hasta diez! Y lo más curioso era que cada barco de aquellos traía a remolque, atada con bramante como un perrillo, la barquichuela que cada viajero de aquellos se había construido a la puerta de su casa. Las traían para recuerdo de sus penalidades.

¡Qué bello efecto hacía ver la fila de navíos acercarse, cada uno con su coleta de humo hacia atrás! Pero hacía mucho más bonito verlo desde la isla de Villasonar de los Motores, donde, como sabéis, estaba Botón Rompetacones; que en su buen fondo se alegraba mucho al ver estos diez barcos que pasaban en fila, llevando las riquezas desde la isla de Mil Tesoros a la pobre isla de Las Arenitas.

Sintió Botón tanta satisfacción, que quiso también llevar alguna alegría, ya que el Rey sordo y su lindísima hija habían conseguido merecerlo.

Empezó a pensar... ¿Qué haría? Se puso un dedo en la frente, y no se le ocurrió nada. Se puso dos dedos... ¡y nada! Pero se puso los tres dedos, y entonces sí que tuvo una idea genial, ¡Atención, lectorcitos!...

Se fue al cuarto que él ocupaba en una casa de huéspedes, cogió un espejo redondo, del tamaño de un plato de postre, que tenía para ponerse con gracia su sombrerito redondo, y se fue al puerto.

A un viejo pescador le cambió un bote de remos por una navaja de bolsillo con sacacorchos, abrelatas, tenedor, navajilla, tijeritas, destornillador, pluma fuente, limpiaúñas y llavero; ¡una joya que no valía para nada! Y con el bote y el espejo, emprendió el muchacho su navegación hacia la isla de Las Arenitas, a ver si llegaba antes, o al menos, en la fila de los diez grandes navíos. Sudaba tanto al dar a los remos, que cualquiera hubiera creído que entraba abundante agua en su «cascarón de nuez» (que no otra cosa parecía su bote).

No llegó al mismo tiempo, y cuando entraba con audacia en Palacio, ya estaban allí los diez viajeros, enseñando al Rey, a la Princesita y a los quince Ministros, las muestras de los tesoros que cada uno quería implantar en el país.

El primero trajo pan, miles de sacos de trigo para sembrar, y moderna maquinaria para las labores agrícolas. ¡Magnífico!

El segundo empezó mostrando unas láminas en colores con los trajes de caballero que estaban de moda en el mundo civilizado, y luego enseñó al Rey telas que traía, telares para su fabricación, y unos cientos de ovejas que dieran cada año nueva lana para las fábricas de paños.

El tercero era el que mejor olía; olía a chocolate. ¡Naturalmente! ¡Como que traía millones de libras, y maquinaria para que su calle oliera siempre a chocolate recién fabricado!

El cuarto trajo lo más bello, y lo dejó rociar por el suelo: manzanas, naranjas, uvas, peras, ciruelas, guindas, melones, plátanos, sandías... Además, infinitos árboles frutales, para plantarlos todavía tiernos.

El quinto, libros, papeles, cajas de pinturas, imprentas... El sexto, lavabos, baños, instalaciones de agua y limpieza... El séptimo ¡qué divertido! ¡miles de juguetes distintos!... El octavo enseñó la muestra de sus tesoros: unos cerditos vivos -que se convertirían con el tiempo en cientos y cientos- y unos cuantos jamones y embutidos. El noveno, carpintería, albañilería, pintura y decoración para levantar rascacielos. Y el décimo, automóviles y aeroplanos; radios y cines.

¡Qué difícil les sería a la Princesa, al Rey y al Consejo de Ministros, elegir entre los diez mozos cuál era el que merecía casarse con Seda-Seda, y ser el día de mañana Rey de la isla!

Pero al empezar las dudas, un chiquillo con sombrero redondo, que en vez de pluma decorativa llevaba en la cinta del sombrerete un tenedor, apareció por la puerta.

El Rey Tenedor XIII le reconoció en seguida. ¿Qué quería en Palacio Botón Rompetacones? ¡Mala cosa!

Ante la expectación de aquellas gentes, Botón dijo:

-¡Buenos tesoros habéis traído los diez viajeros! Pero yo traigo el mejor Rey para la isla de Las Arenitas.

El asombro de todos fue tremendo, y el susto de Tenedor XIII era terrible. ¿Sería posible que aquel «pequeñajo» viniera a destronarle?...

Mas el susto se le quitó, cuando Botón Rompetacones sacó el espejo redondo y dijo al Rey:

-Majestad: Ved aquí el mejor monarca de la isla. Gracias a él la isla será poderosa.

Tenedor XIII vio su propia cara y respiró a gusto. ¡Qué listo le parecía entonces el chico que llevaba en el sombrero nada menos que a un tocayo del Rey!

Botón mostró luego el espejo a Seda-Seda, y le dijo:

-Alteza: aquí tenéis a la Princesa que, siendo tan bella, es al mismo tiempo inteligente y generosa. Y ama tanto a su país, que no quiere casarse con uno de su alcurnia, porque comprende que casarse con un buen trabajador también es motivo del mejor y más limpio orgullo.

La Princesa, al verse en el espejo, se encendió como una de aquellas guindas que habían rodado por el suelo, y guardó silencio agradecida.

Entonces fue Botón Rompetacones y exclamó:

-Traigo, además, señoras y señores, los mejores Ministros para nuestra isla de Las Arenitas...

Los quince Ministros se miraron asustados, temiendo que hubiera crisis y les pusieran «de patitas en la calle»; pero fue Botón, y acercándose al Ministro del Fútbol, le mostró el espejo y le dijo:

-He aquí nuestro mejor Ministro del Fútbol.

Y acercándose al de los sábados sin colegio, le dijo:

-Vea, señor: el mejor Ministro de los sábados sin colegio.

De esta manera fue mostrando el espejo a todos ellos; y cuando terminó, fue el Ministro de los Parques Zoológicos el que dijo:

-Propongo que este niño sea el que se case con la Princesita Seda-Seda.

-¡Ca! -exclamó Botón Rompetacones-. Yo soy todavía casi un bebé, y tengo que vivir muchas aventuras. Además, no dejo de reconocer que todos estos diez mozos han hecho un esfuerzo que merece el gran premio. Opino que a mí me deben ustedes regalar una barca motora para volverme a Villacolorín de las Cintas, y que la Princesita debe casarse con uno de estos diez ciudadanos, según la toque en suerte.

-¡Eso! ¡Eso! -gritaron todos con entusiasmo, menos el Rey, que no oía nada, pero que se alegraba de ver a todos tan contentos.

-¡Venga! -dijo Botón-; en mi sombrerito voy a meter diez papeletas, y en cada papeleta el número de cada viajero. Que la Princesa misma saque la suerte.

Botón puso en todas las papeletas el número «4» que era el de las frutas. Fue una trampa a favor de Seda-Seda, porque se trataba del mejor mozo, y su mercancía resultaba la más bella.

-¡El cuatro! -gritaron al sacar cualquier papeleta.

La Princesita no supo nunca lo de la trampa; así es que se puso contentísima con «su suerte».

Botón Rompetacones volvió a su pueblo en motora. La isla prosperó, gracias a sus diez grandes industrias. Tenedor XIII acabó su vida tranquilamente, y la Princesita Seda-Seda se casó con el de las frutas, con lo cual son un Rey y una Reina muy felices.

Han puesto una frutería en uno de los huecos de tienda que quedaban en los bajos de Palacio; pero como él no puede atender al comercio, porque los asuntos del reinado no le dejan, lo atiende Seda-Seda, y hay días que no se le ve, de tantos montones de naranjas y manzanas que traen para vender cada mañana.

Y es la más madrugadora del distrito de Palacio.




ArribaLa niña guapa y la fea. Cuento para el que lo lea

Esta era una niña que nació bastante feilla; lo bastante para que sus padres sufrieran horriblemente, advirtiendo que, por muy buenos ojos que tuvieran para mirarla, aquella niña era casi un monstruo.

Tenía la frente desigual, más levantada la cabeza por un lado que por otro, y la nariz era tan chata, tan chata, que parecía uno de esos niños que pegan a un cristal la nariz fuertemente.

El papá y la mamá la llamaban Chatita, por querer tomar a broma la fealdad de la criatura. Pero la llamaban Chatita riendo... y luego lloraban.

Tenían tal pasión por su hija, que siempre la estaban mimando, y siempre que venían de la calle desenvolvían de un papel de seda los colorines de algún lindo juguete. Y eso que Chatita no tenía aún más que unos pocos meses de edad...

Una vez, la mamá, con unas lágrimas en sus ojos que les hacían brillar y sufrir, dijo al papá:

-¿A que no sabes lo que me ha parecido observar en la niña?

-¿Qué? -preguntó el padre inquieto.

-Que va con sus pasitos menudos a mi armario y se pasa todo el tiempo mirándose al espejo...

-¿Y crees que sufrirá? -preguntó el marido.

-Es tan niña aún, que no creo que sufra todavía. Pero dentro de unos meses va a darse cuenta... y eso le angustiará mucho...

El padre y la madre se quedaron pensativos y tristes, mirando a Chatita dormir.

Aquella observación de la entristecida madre vino a turbar más aún el sueño del matrimonio. Se engañaban ella y él haciéndose los dormidos; pero los dos estaban pensando en el dolor que su hija tendría cuando se diera cuenta de su fealdad.

¡Si ellos pudieran romper todos los espejos del Mundo!... ¡Y si pudieran enturbiar todas las lagunas de la Tierra!... ¡Y abollar las cafeteras brillantes del Universo para que en ellas todos resultasen feos y de frentes desiguales!...

Un día llegó el señor de vuelta de la oficina, y dijo a su mujer:

-Me parece que he resuelto, por lo menos para unos cuantos años, el problema de los espejos.

-¿Cómo? -preguntó la madrecita, llena de deseo.

-Pues verás: tú sabes que la niña de Rompetacones, el vecino de arriba, es de la edad de nuestra hija y... algo más guapa...

-Sí -contestó la mamá con trabajo.

El padre continuó:

-Podemos poner un cristal transparente en una puerta, y que en una habitación esté Chatita jugando y en la otra Azulita. Chatita puede llegar a creerse que aquello es un espejo, y que es... tan guapetona como la chica de Rompetacones.

-¡Muy bien! ¡Muy bien! -exclamó la madre muy contenta, dando un beso a su marido en la frente para premiar su gran idea; y corrió luego a la cómoda, a buscar para la niña un lazo que pudiera ponerse en forma de mariposa.

Así lo hicieron: todos los días venía Azulita, que entonces tenía, como Chatita, un año; jugaba... y se colocaba frente a la hija de los señores de la casa como si fuera su reflejo.

Las dos tenían idénticos juguetes, que pusieron los padres de Chatita para engañarle: una muñeca grande a cada una, una cocina, seis tacitas con su jarra y su tetera, una pelota, que eran dos de iguales colores, etc., etc.

De este modo fue creciendo la niña fea; y cumplió un año, dos, tres... y todos los días se veía tan guapa, tan linda en el falso espejo.

Por eso comprendía muy bien que sus padres estuvieran con ella como estaban, que la besaban y la querían y le compraban tantos juguetes, y la decían «Cielo», «Sol» , «preciosa mía» , «encanto de tus padres», «Reina» y todos esos mimos.

Sin embargo, allá cuando Chatita -y con ella Azulita- tendría unos cinco años, empezó a entristecerse..., a entristecerse..., a entristecerse...

-Pero, ¿qué te pasa, mi vida? -le preguntaba la madre, amargada de preocupación, subiéndosela a las rodillas.

-Pues ya ves, mamaíta: que estoy muy triste.

-Pero, ¿por qué, Chatita?

-No lo sé mamaíta...

-¿No te queremos mucho?

-Sí, mamaíta...

-¿No te compramos juguetes?

-También...

-¿No me siento al lado de tu cuna hasta que te duermes?

-También, mamaíta...

-¿No ves en el espejo lo guapa que eres, hijita mía?

-Sí, sí, mamaíta; también...

-Entonces, ¿qué te pasa?

-Que no lo sé, mamá; pero yo estoy muy triste, muy triste...

Y no había manera de saber más.

Los médicos vinieron a ver a Chatita, porque los padres estaban cada día más intranquilos; como si el Sol se les fuera apagando para siempre.

Pero la hacían sacar la lengua, se la examinaban bien... y allí no tenía nada. La ponían el termómetro con mucho mimo debajo del brazo, y cuando los médicos lo miraban luego a la luz del balcón, ponían cara de que no encontraban el mal por ningún lado. ¿Qué sería?

Pero una vez la madre, haciéndola mil preguntas para ver si sonsacaba su tristeza, acertó a preguntarla :

-Y tú, hija mía, ¿dónde notas que estás muy triste? ¿Por qué sabes que estás muy triste?

Y Chatita contestó:

-Mamita ¿por qué ha de ser? ¿Dónde puede uno verse que tiene cara de estar triste?... Pues en el espejo, mamaíta mía.

La madre le oyó y se quedó muy pensativa, con los ojos muy abiertos y sin mirar a nada. ¿Qué querría decir su hija, diciendo que estaba triste porque lo veía en el espejo?

Sin embargo, cuando la madre de Chatita vio a la madre de Azulita, le dijo:

-¿Usted sabe si su hija está triste?

-Yo creo que no, señora.

-Entérese, entérese... Se lo agradeceré con toda mi alma.

-Me enteraré; sí, señora.

La señora de Rompetacones sentó en sus rodillas a su hija Azulita y le preguntó:

-¿Estás triste tú, rica mía?...

-No, mamá; yo no.

-¿Nunca, nunca estás triste?

-Alguna vez... sí -dijo la chiquilla guapa del verdadero lazo de mariposa, poniéndose muy colorada.

-¿Cuándo estás triste, cariño mío?

-Cuando me miro al espejo...

-Pero Azulita, ¿y por qué es eso?

Y la niña contestó echándose a llorar:

-¡Porque soy muy fea!...

¿Habéis comprendido la historia, lectorcitos? Así como la niña fea se creía guapa en el cristal -que ella creía un espejo-, la niña guapa, que era Azulita, se creía fea.

Al creerse Azulita tan feúcha, se ponía triste, y como la fea se veía triste en el espejo, se creía que estaba triste ella también.

Hubo por fin que separarlas, y hasta se llevaron a Chatita de la vecindad para que no se diera cuenta.

Fueron creciendo un poco más, y lo cierto es que la fea mejoró bastante; no llegó a ser bonita, pero tenía una expresión simpática y agradable.

Al fin las enviaron al mismo colegio, y como no se habían vuelto a ver, se emocionaron al verse, recordando el falso espejo de cuando eran más chiquitinas, y que ellas no supieron nunca que era falso.

-¿Eres tú... o soy yo? -dijo Azulita.

-No sé; pero tú eres la más guapa y yo la más fea- respondió Chatita.

Y Azulita añadió:

-Tú eres la más simpática, y yo tu mejor amiga.

Lo fueron, en efecto; eran más que amigas. Como cada una había sido tanto tiempo como el reflejo de la otra, a veces a Azulita le parecía que Chatita era ella, como en los espejos de verdad, y a Chatita le parecía que ella misma era Azulita. Así es que eran más que amigas, más que hermanas; casi casi eran como ellas mismas; casi casi eran cada una como la otra.

¡Así sí que da gusto tener amigas!... ¡pero amigas de verdad, de verdad!





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