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Aleluyas de Rompetacones: 100 cuentos y una novela. N.º 16

Antoniorrobles






ArribaAbajoDan una ovación sonora a un Rey de tres cuartos de hora

Botón Rompetacones era demasiado soñador. Realmente, si no se levantaba temprano no era por pereza. No era como esos niños que, cuando les llaman para bañarse, se acurrucan en la cama y esconden el hociquito con el embozo, porque no tienen ganas más que de adormilarse otra vez.

Botón agradecía que le llamaran temprano, porque así tenía más tiempo para soñar despierto, metidito en la cama.

¡Y qué sueños, Dios mío!...

Por ejemplo: Si él tuviera la Varita de la Virtud, pensaba, iba a pedirle una ganadería de toros bravos, pero pequeños: del tamaño de un perro grandecito, con los cuernos no muy afilados, aunque los resoplidos fueran casi formales.

Y una casa de fieras, donde los animales -elefantes, leones, tigres, camellos y toros- tuvieran un tamaño proporcionado a la estatura del niño.

Botón no quería pedir a la Varita de la Virtud que él se hiciera grande, sino que las cosas se hicieran de su tamaño, para tener así un pequeño Mundo a su alrededor. Era un niño con el alma de niño.

Otras veces pensaba en el caso de que tuviera un duro misterioso, que no se acabara nunca. ¡Qué soñador!

En ese caso, en su salón de juego, que era bastante grande, se mandarían levantar tabiques de madera, habitaciones pequeñitas, calles como pasillos, tejados, faroles en las esquinas, dormitorio, comedor y despacho; y en el despacho, una mesa pequeña, un saloncito y una librería con cien libros de cuentos infantiles, y en el jardín, un campo de tenis, también proporcionadito.

Estos mundos de lo pequeño le gustaban tanto y soñaba despierto tantos y tantos días, que cuando le daban un duro, probaba a ver si era el duro misterioso; lo guardaba en el cajón de la mesilla de noche... y a esperar.

Luego venía, lo cogía y cerraba.

Y al poco rato volvía con toda la ilusión, lleno de esperanza de que el duro estuviera otra vez...

Pero en el cajón no había nada...

¡Qué desilusión!

Cuando Rompetacones se llevaba esas contrariedades tremendas después de un mes de soñar una misma cosa, empezaba con otra.

Por ejemplo: Si él fuera jefe de un batallón infantil, llevaría a los paseos más concurridos a todo su regimiento. Y llevaría la espada tan limpia, tan brillante, tan plateada, que cuando la desenvainara al Sol, todo el público tendría que taparse los ojos, como cuando se abre la ventana del dormitorio y entra de pronto la luz del día en la habitación que estaba muy oscura.

¿Y si fuera Rey?... Por ejemplo, que dijeran los heraldos del Rey de una isla: «El que encuentre en los campos la flor que cura el reuma, heredará la corona de la isla de al lado».

Y Botón iría un día de paseo, le extrañaría una flor... y tal vez en el olor mismo se adivinara que era la flor que curase esos dolores tan pesados.

Entonces el Rey le coronaría en una gran fiesta, en la que todos los vecinos de la isla tendrían que ponerse cascabeles en el gorro o en el sombrero para dar mayor alegría a las calles, y desde ese instante sería Rey de la isla vecina.

Sucedió que, paseando por las afueras de la capital, a la que se había trasladado con su familia por un empleo del padre, encontró una florecilla brillante de amarillo.

La olió... movió los brazos para ver si ya no tenía reuma -aunque él no lo había tenido nunca- y se fue en seguida a su casa a guardarla... por si acaso.

Y entonces es cuando ocurrió lo extraordinario. Botón Rompetacones se puso a pasear luego por el parque, y el parque estaba solo, completamente solo. Nadie paseaba a esa hora. ¡Solo él!

Y cuanto más paseaba, más suyo le parecía todo aquello tan solitario... y más auténtica le parecía la flor que había dejado en casa.

Porque si la flor fuera la del reuma..., él llegaría a ser Rey, ¿verdad?... ¡Claro que sí!

Y como los Reyes tienen jardines para ellos solos, pues... él empezaba a creer que podría ser el Rey en aquella soledad...

Y hasta las letras de la puerta de hierro, que decían: «Parque público», a él, en su imaginación inquieta, se le iban cambiando, y ya le parecía leer: «Parque del Rey».

La idea fue dominándole, dominándole..., como si hubiera encontrado la flor del reuma. Y hasta tal punto le dominó la idea, que pasó lo que voy a referir. De entre unos matorrales de lilos apareció un guarda, que por ganas de presumir de mando exclamó:

-No andes cogiendo lilas, que te multo.

Botón se volvió airado y exclamó:

-¡Cállese y no sea insolente!... ¿Y si yo fuera el Rey?

El guarda no había oído hablar de cómo era el Rey, aunque sabía que, a veces, hay Reyes que son niños. Y como el niño lo dijo casi convencido, el guarda se quitó la gorra, se azaró, tropezó y salió corriendo en busca del Guarda Mayor.

Y como no lo encontrara de primera intención, se subió a la rama de un nogal y, con el cuerno dorado, dio unos toques.

Todos los guardas, que eran catorce, acudieron al pie del árbol; y el que había «hablado con el Rey» descendió y les dijo:

-El Rey está paseando por el parque y ningún guarda va a sus órdenes...

Todos se emocionaron tanto al oírlo, que ninguno se acordó en aquel momento de cómo era el Rey.

Pero ¿cómo se habían de acordar, si ya no había Rey?...

Lo que había era Presidente de la República, que era un buen señor viejo, con barbas, gafas azules, gran sabiduría y sombrero de copa. Es decir, todo lo contrario de Botón.

Sí, pero... ¿quién se acordaba de eso, con la emoción que les produjo a aquellos bobos tener ahora que saludar al Rey?

El Guarda Mayor delante y los catorce guardas, de dos en dos, detrás, empezaron a recorrer los caminitos blancos en busca del niño.

-¡Aquel, aquel es! -dijo el inocente que le «conocía»-. ¡Aquel del sombrerito y el tenedor!...

Empezaron a correr, y cuando ya estaban cerca, se abrieron las dos filas y presentaron armas con los grandes garrotes que llevaban.

El Guarda Mayor se aproximó respetuoso y dijo:

-Señor Rey: con todo respeto nos ponemos a vuestros Reales Pies.

¡Para qué quiso más Botón Rompetacones! Sin darse cuenta de lo que hacía, le valió el azoramiento y la ignorancia de aquellos ingenuos, que estaban encantados con ir al lado del Rey, para confirmarse más en la idea de que él era el monarca.

Entonces dijo al Guarda Mayor:

-Mi General, póngase la gorra. Y todos estos jefes y oficiales que forman su Estado Mayor, que me sigan, exceptuando los dos más jóvenes, que irán delante advirtiendo a la gente que va a pasar el Rey.

-Está muy bien, señor. Se hará.

Y se hizo. La gente, al ver y oír aquello, se quedaba asombrada.

¡Que va a pasar el Rey! -les decían.

A unos, entonces, les pasaba lo que a los guardas. Como no estaban acostumbrados a que pasara el Rey, puesto que no lo había, se azaraban, se inclinaban respetuosos, y seguían detrás de su comitiva; les atraía el espectáculo.

Pero otros, que sí que se acordaban de que había República, pensaban así:

-Se conoce que acaban de quitar al Presidente, y han hecho Rey a este niño.

Y unos y otros gritaban:

-¡¡Viva el Rey !!

-¡¡¡Viva!!!

Cuando Botón había dado dos vueltas por el parque, llevaba más gente a la cola que una manifestación para que se abarate el pan. Y ya sabéis el interés que hay siempre porque se abarate el pan, que es como los bombones de los hombres.

Ya cerca de la puerta, dijo el Rey al Guarda Mayor:

-General: que uno de estos oficiales me busque un coche para que me lleven a palacio.

Conviene repetir a mis lectores que Botón decía todo esto como si fuera soñando, sin picardía ninguna. Hablaba de palacio y no pensaba en cuál palacio podría ser.

El Guarda Mayor le contestó:

-Está muy bien, señor. Se hará.

Y es que aquel hombre, al oírse llamar General por boca del Rey, se hizo tan soñador como el propio Botón. Y cosa exacta les pasó a los demás guardas.

El caso es que uno de estos salió en busca del primer coche que encontrara, y la gente hizo dos largos montones de público para ovacionar al Rey.

El Rey salió, y el gentío gritaba inocente:

-¡¡Viva el Rey!!

-¡¡¡Viva !!!

Los espectadores iban creciendo enormemente por curiosidad, y las gentes se decían unas a otras:

-Es el Rey, es el Rey, que ha impuesto la Monarquía. ¡Tan niño! ¡Qué valiente debe ser!

El coche que le habían traído era de alquiler, con un jaco flaco y viejo. Entonces algunos entusiastas de la multitud desengancharon el caballo, y entre todos tiraban o empujaban el vehículo.

Y claro está; al pasar todo el imponente grupo frente a la casa del Presidente de la República, el buen señor se enteró de lo que aquello era y se marchó en automóvil a una nación vecina.

Dicen que era buena persona y que era un buen Presidente; pero por eso mismo no quiso contrariar a su pueblo. No tenía, tampoco, ambiciones.

Los Generales de verdad, los Ministros, los Embajadores y los amigos políticos del desaparecido, se pusieron sus chaqués y sus sombreros de copa y se fueron por separado a saludar al Presidente, para ver qué era lo que hacían ante la actitud de aquella multitud tan entusiasta de su nuevo Monarca.

Llamaron uno por uno:

-Muy buenas tardes. ¿Está el señor Presidente?

-¡¡Ufff!! ¡Dónde estará ya!...

-¿Y cuándo volverá?

-Yo creo -respondió el criado con pena- que mi querido amo no volverá nunca, según se han puesto las cosas...

-¡¡Atiza !! -respondió un Embajador.

Entonces dos Ministros se encontraron con este en la escalera.

-El Presidente ha huido. ¿Qué hacemos?

-¿Que qué hacemos?... ¡Caramba, caramba! ¡No sé!...

-¿Y si nos fuéramos a saludar al Rey ese, nuevo?

-Yo creo que es una buena idea, porque me parece que ya no habrá más Rey ni Presidente que ese niñito.

-Pues vamos... -decían aquellos pícaros.

-Vamos, sí; pero yo me pondré antes mis condecoraciones. Hay que ir de toda gala; que para eso estrenamos Rey.

-¡Muy bien! Yo iré por las mías.

Y todos los Ministros, Generales y Embajadores se fueron diciendo lo mismo, y se prepararon para ponerse a las órdenes de Botón Rompetacones. ¡De Botón Rompetacones!

Resultó que el coche del Rey seguía dando vueltas a la población, porque, como había República, no había Palacio Real, naturalmente. Y a uno de aquellos Ministros, hombre muy enterado en cosas de ceremonias, se le ocurrió una idea:

-¡Amado pueblo: Llevadle al Gran Teatro de la Comedia, y hagamos con las decoraciones un lujoso Trono!

-¡Bravo! ¡Bravo!...

En efecto, el coche fue conducido a la puerta del teatro más importante, magnífico y grande de Trilea, que era la capital de la Nación.

En aquel momento la compañía de cómicos había comenzado a representar una comedia titulada «La Reina Manazana» -sección de tarde-, y en el escenario, aunque colocado a un lado para la función, había un lujoso Trono de armadura y papel, que hacía muy buen efecto. La gente echó de buenas maneras a los comediantes en sus primeros versos; se puso el Trono frente a las butacas y palcos, y los guardas se vistieron con los lujosos trajes de los cómicos.

A Botón, alguien, que aún no se sabe quién fue, le puso sobre los hombros un rico manto de armiño de la primera actriz, que iba a hacer de Reina. Y cuando el niño fue a sentarse en el Trono, ya estaban ocupadas por el público todas las localidades; y se aplastaban materialmente en las butacas, en los pasillos, en los palcos, en las plateas y en la entrada general. ¡Qué curiosidad tenía la gente!

En el momento de sentarse Botón, una ensordecedora ovación le saludó:

-¡¡¡Viva el Rey !!!

-¡¡¡Viva el Rey!!!

Eso les entretenía a todos los concurrentes.

Cuando el público calmó un poquillo su curiosidad y su alegría, los Ministros, los Generales, los Embajadores y los políticos empezaron a pasar por delante de Botón Rompetacones para besarle la mano.

Y un General de veras, bastante ceremonioso, se encargó de preparar por las calles el Ejército de la Nación, para que el Rey fuera hasta el Palacio nuevo, que podría muy bien ser un castillo de las afueras.

Y otro General, menos ceremonioso, pero muy adulador, se encargó de castigar con cárcel y sin postre a los que todavía fueran partidarios del Presidente; o les obligaría a llevar trajes que les vinieran muy grandes, muy grandes, o muy chicos, muy chicos, para que hicieran el ridículo por la calle.

En un rato en que Botón, terminado el besamanos, se fue al teléfono del Teatro, habló así con Azulita:

-Azulita: di a papá que venga al Teatro y me verá de Rey.

Azulita volvió y dijo:

-Oye, Botón: papá dice que ya se ha enterado de todo, y está muy preocupado. Pero que no puede ir a verte, porque está fastidiadísimo con el reuma.

Esa contestación despabiló de sus sueños a Rompetacones, que dijo:

-Pues mira: abre el cajón de mi mesilla de noche, toma una flor que hay allí, y que la huela. A ver si se le quita el dolor. Aquí espero la contestación.

Al poco rato volvió Azulita:

-No se le quita ni por nada. Ahora mismo está con unos dolores terribles...

-Bueno, bueno; pues ahora iré yo a darle un beso.

El Rey Botón se quedó un poco triste y pensativo. Si la flor no quitaba los dolores de reuma, ¿por qué le habían hecho Rey?

Se le notó en la cara tal desilusión, que parecía una goma de balón pinchado -con sombrerito y todo-, que se fuera deshinchando.

Entonces entraron unos cuantos vecinos de la ciudad, se acercaron al Rey, y le dijeron en voz baja:

-Niño: habrás visto que la gente se entretiene con cualquier cosa; y se creen la mentira de tu reinado para pasar el rato...

¿Pero es que me engañaban cuando gritaban «Viva el Rey» ? preguntó Botón Rompetacones.

-No, rico; se engañaban ellos. En todas partes hay una multitud que se deja engañar por las apariencias. Pero ahora lo mejor para ti es que te vayas, porque siempre es mejor que tengas estos sueños bonitos, que no las realidades amargas de un reinado de veras.

-Puede que tengan ustedes razón -dijo el niño: que se quitó el sombrero para saludar, y desapareció disimuladamente por la puerta del escenario. El público salió por la puerta grande, como si se hubiera acabado una sección de «cine».

Hay públicos simpáticos... pero bobos, y hay niños soñadores... pero simpáticos.




ArribaAbajoSin que se hayan roto huevos nacen cien pájaros nuevos

Este Villacolorín de las Cintas llegó a ser el país donde los niños no tocaban para mal a los gorriones.

Los pájaros no tenían enemigos. Todos eran amigos de los pájaros. Y algunos, como le pasaba también a Azulita Rompetacones, sentían un pájaro en el corazón, que no era que estuviese preso, sino que era la alegría interior de cada colegial.

Entendámoslo bien, pequeños lectorcitos: los niños de aquel pueblo no llevaban tales pájaros dentro; pero su alegría era como si los llevaran.

Por eso Azulita correteaba contenta como los pájaros, haciendo por el suelo, en su carrera, curvas retorcidas en forma de un «8», y otro «8», y otro..., porque algunas veces es lo que hacen los pajaritos por el aire.

Este era, en fin, el pueblo en que los chiquillos parecían llevar un pájaro alegre dentro, que hacía la impresión de que se asomaba por las sonrisas y por los ojos contentos, y se comía como cañamones las penitas interiores de los niños. Y así no tenían penas.

¿Qué de particular tiene, entonces, que Azulita y estos muchachos que tenían alma de pájaro respetaran y quisieran tanto a los pajarillos de verdad, que cruzan el cielo azul haciendo que sus sombras corran por el suelo?

Había tal amistad, tal admiración para los que iban por el aire, que los niños detenían sus juegos para verlos volar, y casi con emoción alegre de lágrimas.

Pero luego a la niña le quedaba una dulce tristeza en el alma, como si su alegría, o sea su pájaro interior, se hubiera ido detrás del otro, del verdadero. Es el caso que los colegiales de Villacolorín llegaron a querer a los pájaros con cariño de hermanos: como que a veces jugaban a « justicia y ladrones» con las sombras de los pájaros, teniendo miedo de hacerles daño al pisarlas; porque las sombras -no los gorrioncitos- hacían de ladrones.

¡Qué buen país para los pájaros!

Había vecinos que cogían migas de pan de ayer y las espolvoreaban por la ventana al aire moviendo con ligereza las palmas de las manos, como si las frotaran por el frío; y resultaban unas migas muy pequeñitas, muy finas, ¡muy chiquitinas!

Otros vecinos lo que hacían es que arrancaban cada miga de un pellizco, y entonces resultaban unas migas un poco gordotas y cebonas,

¿Vosotros creéis que los pajarillos se quejaban?... Ya supondréis que no. A las miguitas pequeñas las cogían rápidamente del suelo, cinco o seis por segundo, como si rascaran el piojillo cariñosamente al suelo. Y con las grandes luchaban como esos cachorros que se agarran, jugando, a un pañuelo, y tiran moviendo la cabeza a derecha y a izquierda.

A las dos y media de la tarde, cuando toda la ciudad acababa de almorzar y se recogían de la mesa las migas, era un verdadero jolgorio de los pájaros, que piaban esperando impacientes.

Organizaban tales rizos de música, que parecía que se enlazaban los pitidos de unos y otros. ¡Qué agradable escándalo!

En seguida empezaban a abrirse las ventanas y aquello era una verdadera nevada de pan desmenuzado. Baste deciros que las cabezas de los señores del principal acababan blancas por las migas del señor del segundo; y la de este por la migas de los niños del tercero... y así sucesivamente. ¡Y menos mal que en Villacolorín de las Cintas no había aún grandes rascacielos!

En fin, chiquillos: que sobraban migas; sobraba granizo de pan, que era granizo de cielo azul y no de nube tenebrosa. Como que era este el país de los pájaros que cruzaban el cielo con la miga sobrante en el pico, como por tapón del buche lleno.

«Quisquilla», un gorrión de los que se ponían frente a la ventana de Azulita, que entre la familia de Rompetacones atendía por este nombre de marisco pequeñito y bigotudo, voló con su miguita de sobra; llegó hasta una rama lejana, y allí se le cayó el manjar del pico. Y pegando trompicones por las hojas, la blanca miguita llegó por fin al suelo.

El pájaro, lleno de pereza por tener la tripilla llena, lo miró desde arriba torciendo la cabeza, como miran los pajarillos; y al fin se decidió, y ¡zas!, se arrojó a recoger aquel resto del botín de los manteles. Y he aquí que, cuando ya casi iba a llegar al suelo, otro pájaro llegó corriendo, dispuesto, sin duda, a robarle aquella chispita de comida blanca.

«Quisquilla» dio fuerza a su vuelo y los dos llegaron al mismo tiempo; ¡exactamente al mismo tiempo!

Naturalmente; ¿no habían de llegar, si el otro pájaro no era tal pájaro, sino su sombra?

Y es que, como vosotros ya sabéis, cuando un pájaro o un aeroplano van por el aire, llevan siempre un fiel representante arrastrándose por el suelo: su sombra.

Nuestro «personajillo» con alas dejó la miga donde estaba, bien seguro de que su sombra no se la quitaría, cuando vio que sí que se la quitaba. Y que la sombra, con ella en el pico, dio un paseo corto arrastrándose por el suelo, para volver a su sitio y exclamar:

-No te asustes, compañero: ha sido solo una broma para ver qué decías.

«Quisquilla» sonrió a la picardía de su compañera, tomó la miga y se fue otra vez a la rama del árbol.

Y he aquí que, en dejando la presa cogida con una uña sobre el tronco se puso a pensar así:

«Si Azulita y todos los niños de este pueblo son tan generosos con los pájaros, ¿por qué nosotros no lo hemos de ser con los demás?»

Pió entonces con todas sus fuerzas llamando a la sombra, y como no venía ni se la veía por ninguna parte -que estaría envuelta dentro de la sombra del árbol, puesto que «Quisquilla» estaba entre las ramas-, se lanzó al aire para salir al Sol. Así sí que llegó la sombra.

Y en el suelo le dijo:

-Aquí te traigo la miga. Cómetela.

-¡Oh, gracias! -contestó la sombra-. No como nada. Yo debo estar igual de flaca o igual de gorda que tú. Esa es mi obligación. Y para eso no me hace falta comer.

Pero «Quisquilla» insistió:

-¡Come, tonta! Te advierto que el comer es de las cosas más agradables del mundo. Da alegría, fuerza, bondad... Además, yo soy muy despreocupada, y si te pones más gorda que yo, no me importa. Puede que hasta fuese divertido que la gente se dijera al verte pasar a sus pies: «¡Vaya un pájaro gordo que debe ir por el cielo!»

-¡Ea! Voy a probar... -dijo la sombra. Tardó algo, porque no estaba acostumbrada; pero se la comió...

Al día siguiente, como todos los días, «Quisquilla» acudió a la nevada de migas. Llenó el buchecillo, y con la última miga en el pico, que brillaba como una chispa escapada del Sol, voló a las afueras y se posó en el suelo, segura de que la sombra acudiría. Y acudió al instante mismo, y se comió el regalo que Quisquilla le traía; además se animó a decir: - ¡Oh, lo que yo daría por volar como voláis los pájaros! Pero no debo hacerlo. Tengo alas como tú, pero no debo hacerlo. Yo he de cumplir con mi obligación de arrastrarme.

-Pues, chica, por mí no te prives. Yo vuelo sin sombra igual que con ella y no me gusta esclavizar a nadie. ¡Prueba a ver cómo te sale, ea!...

Probó un poquillo; como el trazado de medio ocho: ir y volver al mismo sitio.

-¡Muy bien, muy bien! -le animó el pájaro -. ¡Nada, nada!, tú ya eres otro pájaro. Y como eres «la sombra» de «Quisquilla», te vas a llamar «Sombrilla», ¿te parece?

-Encantada. Pero... yo tengo mis obligaciones, mis rastreras obligaciones...

-Pues yo te las perdono desde ahora.

Ved cómo el pajarillo se convirtió en dos pajarillos independientes.

Al día siguiente, todas las sombras de todos los pájaros, que todo su sueño de siempre era volar como sus amos, sabían lo de «Sombrilla».

¡Qué suerte ha tenido «esa»! -se decían.

- ¡Quién fuera esa! -comentaban con pena. Sucedió que todas, una por una, fueron hablando a sus pájaros respectivos. Entonces los pajarillos se reunieron en aquel álamo negro y grandísimo del huerto del Convento, y discutieron el asunto.

«Quisquilla» fue nombrado por las sombras su abogado defensor, y dijo:

-¿No hay migas para todos?

-¡Sí! -respondieron las demás.

-¿No son buenos los niños con nosotros?

-¡Sí!...

Pues seámoslo nosotros con alguien: seámoslo con nuestras sombras. ¿No os parece justo?

-¡Sí! -tuvieron que responder,

Y cada pájaro libertó para siempre a su arrastrada sombra, para que pudiera salir volando.

Total: que ya nadie sabe quién fue la sombra de quién; que ya no se ven por el suelo chispitas negras que cruzan las calles y que hay por el cielo tantos pájaros como antes, multiplicados por dos. Esto es: si antes había veinticinco, por ejemplo -aunque había más-, ahora serían cincuenta, porque: 25x2=50.

Azulita Rompetacones, y las niñas y los niños del colegio, han pedido a los pájaros que vuelva a haber sombras; que haya ahora las que corresponden, nuevamente, o sea tantas como antes, pero multiplicadas por dos; quieren jugar con ellas a «justicia y ladrones», como en otro tiempo.

Pero «Quisquilla» y demás gorriones se oponen, porque pudiera ser que esas sombras nuevas quieran ser pájaros también. Y las sombras de esas sombras. Y entonces llegaría un momento en que faltasen migas para todos, y este cuento de pájaros y sombras estaría en peligro de ser «el cuento de nunca acabar», porque, echemos la cuenta:

50x2=100; 100x2=200; 200x2=400; 400x2=800; 800x2=1600, etc.

Pero, en fin, han prometido que no sucederá, y hay otra vez muchas sombras por el suelo: cincuenta, si eran veinticinco los pajaritos del principio. (Que me parece que eran lo menos cien).




ArribaAbajoUn pobre y otro más pobre o la moneda de cobre

Azulita, en aquella edad en que no se hartaba nunca de cuentos, se subió en las rodillas de su papá y le dijo:

-Papá, ¿ya no sabes más?... -Ya no sé más, hija mía.

Pues ahora, aquello que te pasó con un pobre pordiosero.

-¡Hija! pero si ya te lo he contado otra vez respondió el padre pacientemente.

-No importa, papá.

-Bueno, pues allá va.

Y el papá contó así, lo que le pasó una vez con un pordiosero:

«Era yo, hija mía, un muchacho de veinte años. Para buscar trabajo salí de Villacolorín de las Cintas y me fui a la capital. No quería que mi estancia en casa de mis padres ocasionase gastos, que perjudicarían a mis hermanos pequeños.

Pero tuve mala suerte, y después de buscar y buscar por todos lados un empleo, y de alargar como pude las pocas pesetas que llevé del pueblo, me encontré un día con una sola moneda de diez céntimos para comer todo el día.

El hambre atrasada ponía en mis ojos como una gasa y apenas veía ni la gente que pasaba cerca de mí. Me cegaba el hambre.

Caminando, caminando como atontado, y apoyándome de cuando en cuando en las paredes, entré en un parque público, lleno de paseítos en curva y de bellos arbolitos.

Luego entré por un túnel de grandes árboles y de fronda verde, y llegué a una plazoletita húmeda, muy solitaria, rodeada de muchos y corpulentos árboles que no dejaban entrar ni una sola chispita de Sol.

En medio había una fuente redonda, con una cascada central, por la que se deslizaba tranquila, como respirando suave, el agua mansa.

Las hojas secas caían al pilón y al mojarse quedaban planas y quietas.

Me senté en un banco, y allí, en la soledad de la penumbra, pensé en mi triste situación.

De pronto apareció, por la lejana boca luminosa del túnel de árboles, un pobre pordiosero. Su figura se recortaba, allá, en la luz del Sol.

Traía los pasos arrastrados, la chaqueta andrajosa, la barba descuidada, las manos huesudas y venosas, la camisa abierta...; daba lástima, y daba un poco de repugnancia verle tan sucio.

Llegó hasta mí, se quitó el sombrero, y enseñando la cabellera larga y desordenada me dijo:

-Señor: no he comido.

Estábamos demasiado solos y nos mirábamos demasiado cerca. Por eso no supe quitármelo de encima; no tuve fuerza para pronunciar esa frase cómoda y egoísta que dice: " Dios le ampare". Lo que le dije fue:

-¿Es cierto que no ha comido usted?

-Señor: tan cierto es, como la luz del Sol. Guardé silencio, le miré; es posible que fuera cierto lo que decía, porque su aspecto era angustioso. Arañé el bolsillo de mi chaleco hasta encontrar mi moneda, y le dije, levantándome:

-Bien; pues si es cierto eso..., yo tengo solo estos céntimos. Vamos, y partiremos un pan duro para los dos.

Entonces su mano, flaca, peluda y llena de venas salientes, me empujó suavemente para que me sentara otra vez; y esa misma mano se metió en el bolsillo interior de la chaqueta destrozada y sacó otra moneda de cobre. Y me la entregó, dejándome asombrado y confuso.

Luego, con su dedo rígido, aquel viejo me impuso silencio, llevándolo hacia su boca desdentada y a sus bigotes húmedos y sucios; así me ordenaba que guardase el secreto.

Yo me levanté otra vez, lleno de azoramiento. No sabía qué decirle; mi confusión era espantosa; por darle las gracias, hasta me equivoqué y le dije:

-¡Dios le ampare! -lo que no quería decirle.

Pero él ya no me oía. Como si hubiera hecho una mala obra, huía de mí por el camino largo, hacia la salida del túnel de árboles. No quería que se supiera que, a pesar de ser un pobre, me daba una limosna. Pero ya ves, hijita mía, cómo pude comer pan tierno aquella vez, gracias a un hombre que sabía pasar hambre y no quería que la pasaran los demás».

Cuando el papá acabó de contar la historia del pordiosero, Azulita tenía los ojos húmedos; se había emocionado un poquitito...




ArribaEste es el Rey que tenía sus dudas de Astronomía

Recuerden los lectorcitos que Botón Rompetacones era muy aficionado a la Astronomía; por eso, cuando era ya un muchacho, consiguió entrar de astrónomo en el Palacio del Rey Paraguas III.

El Rey Paraguas III estaba muy orgulloso de poseer en su dorada Corte las damas más guapas del Mundo, las figuras más famosas1 en sus diversas profesiones y los guardias de mejores perillas.

Tan guapas eran las damas, que salían retratadas en las cajas de fósforos y en los cartones de los almanaques.

Y tan buenas perillas tenían los guardias, tanto las habían dejado crecer, que cuando hacía viento se las tenían que sujetar entre los botones del pecho de las casacas, como hacía Napoleón con una mano cuando estaba preocupado o le iban a retratar.

Tenía tan buen Ingeniero, que había construido un ferrocarril subterráneo al que entraba el Sol admirablemente por una combinación de espejos que se lo mandaban unos a otros2 por la escalera; y cuando estaba dentro, dentro lo sacaban3 para que alumbrara toda la noche.

Y tenía tan buen Médico, que a los que se constipaban les extendía una receta diciendo: «Despáchese un traje de invierno, a cuadros, con bolsillos de cartera y elegante trabilla», o cosa por el estilo.

Y tenía tan buen Veterinario ¡tan bueno, tan bueno! que en caso de necesidad él era el que asistía al Rey.

Y tan buen Músico, que no le hacía falta batuta para dirigir; dirigía a dedo. Y era tan buen compositor, que componía obras musicales con las notas que hacen las golondrinas al posarse en los hilos del telégrafo, que parecen de un papel de música.

Y tenía tan buen Pintor, que pintaba durante el día un paisaje con Sol; y estaba tan divinamente pintado, que al llegar al atardecer, el Sol del cuadro se metía solito detrás de la montaña. ¡Si estaría bien, señores!

Y tenía un Poeta tan fino, que se cuidaba muy bien de no hacer una sola poesía, porque Paraguas III era de los que dicen que eso de los versos es una bobada. (¡Qué cosas se le ocurrían a este Rey, tan buen cliente de su Veterinario!).

Y tenía tan buen Juguetero al servicio de los Principitos, que hacía muñecas que decían: «Papá» y «Mamá», y muñecos con bigotes que eran los papás de esas muñecas y que decían: «¿Qué quieres, hija? ¡Te pasas todo el día llamándome, y mareas!».

Y tenía tan buen Pajarero, que ponía a los canarios el terrón de azúcar con tenacillas de oro, y a los loros les preguntaba que si querían té, chocolate o café.

Y, en fin, su Aviador era tan formidable, que hacía con el aparato un agujero en las nubes para que entrara el Sol, como por un tubo, hasta el balcón del Rey.

El Rey desconfiaba solamente de uno de su Corte. ¿De quién? Del Astrónomo: de Botón Rompetacones, que vivía en la guardilla con tres telescopios.

Todas las noches Rompetacones guiñaba un ojo, ponía el otro ante un anteojo de aquellos y estudiaba una estrella cualquiera. Claro está que la estrella solía ponerse colorada cuando notaba que la miraban, como cuando nos miran en un entreacto del teatro con los gemelos, y lo notamos de pronto. Y es que era un estudioso del Cielo; hasta el punto de que las estrellas que corren solas, aprovechaban los momentos en que él no miraba, como si las fueran a regañar.

Una buena mañana de Sol, Paraguas III, que tenía la cabeza un poco dura y cogía manías como esa de odiar los versos, dijo en medio de su Corte:

-¡Qué buena noche está!

Al oírlo el Ingeniero, el Médico, el Veterinario, el Músico, el Pintor, el Poeta, el Juguetero, el Pajarero y el Aviador, exclamaron a coro:

-Señor: es verdad. ¡Qué buena noche hace!...

Y el Sol estaba apretando de firme.

Pero uno de la Corte no había aprobado las palabras del Rey; precisamente el más joven de todos: Botón Rompetacones.

El cual se levantó en silencio, subió a su guardillita palatina, miró por los tres telescopios y bajó de nuevo a la tertulia del Rey para decir:

-Señor: perdonad que os diga que no es de noche, sino de día.

Todos se quedaron asustados... ¿Cómo se atrevía a contrariar al Rey?... ¿No sabía que si el Rey decía que era de noche, todos tenían que pensar, creer y decir que era de noche?...

El caso es que Paraguas III insistió de mal humor y sin hacerle caso:

-¡¡Está una noche superior!!

Y Rompetacones volvió a subir, a mirar, a bajar y a decir:

-Señor: perdonad si os repito que no es noche, sino día. No me atrevería a insistir, si no me lo hubieran dicho mis fieles anteojos de a tres metros; no los humildes ojos de mi cara...

El Rey puso gesto de ira, y todos los demás de pánico... ¿Qué pasaría?...

Pues pasó, que el Rey le tomó mucha rabia, y ordenó que, sin que el joven astrónomo se enterase, le pusieran una bombilla eléctrica encendida, en el extremo de uno de los telescopios.

Cuando lo habían hecho, subió toda la Corte a la humilde habitación de Rompetacones, como si fueran a curiosear por las estrellas. Y fue el Rey quien se encaró con Rompetacones y le dijo:

¿Y qué estrella es esa, vamos a ver?

Miró entonces el Astrónomo, que había dejado que todos miraran antes que él, y al ver la bombilla supuso exactamente lo que había pasado.

Por eso respondió:

-Señor: la conocía de oídos, pero había tenido la suerte de no verla jamás. Majestad: esa estrella se llama la «Estrella del Rencor»...

Paraguas III, al oírlo, se echó un poco hacia atrás la corona, se rascó la calva y exclamó vengativo:

-Amigo Botón: como eso me suena a invento tuyo, y yo lo que quiero es sabiduría y buenos médicos, buenos ingenieros y buenos astrónomos, mañana anunciare en «La Gaceta» que ha quedado vacante el cargo de Director del Observatorio de Palacio. Que vengan todos los que quieran. Y si tú lo deseas, te echas a pelear con todos. Veremos lo que sabes.

-Señor: que se haga la voluntad de Vuestra Majestad -respondió Botón.

El muchacho bajó al atardecer a un banco del parque donde le esperaban todos los días a la misma hora Azulita y sus padres, y contó lo que le había pasado.

A la pobre Azulita se le saltaron las lágrimas; y a la madre también; pero Botón se puso uno, dos y tres dedos en la frente para pensar, y exclamó:

-No os preocupéis. Ya sé cómo lo voy a resolver.

Efectivamente, «La Gaceta» decía:

«Deseando su Majestad el Rey, contar entre los Sabios de Palacio el mejor Astrónomo del Reino, se advierte que el día 9 de Agosto se celebrará concurso, al que podrán concurrir cuantos quieran».

Llegaron los mejores Astrónomos; parecían arrancados de todos esos cuentos en que salen sabios con cucurucho en la cabeza. Les puso el Rey los telescopios en la gran terraza que hay sobre Palacio, y uno por uno iban mirando al cielo.

El primero dijo:

-Señor: Yo veo una estrella en la Osa Mayor, que se estremece inquieta como si fuera que la Osa se estuviera rascando la oreja con una pata de atrás lo mismo que los perros se rascan.

El segundo dijo:

-Señor: Yo veo que hay cola para comprar el pan en la Luna.

El tercero exclamó:

-Señor: Yo veo cinco estrellas jugando a las cuatro esquinitas.

El cuarto añadió:

-Señor: Yo veo la Estrella Reina, que nació en el momento de morir vuestra amada esposa.

El quinto dijo:

-Señor: Yo veo que esta noche no hay estrellas.

El Rey dijo:

-¡Pero, hombre! ¿Cómo ha de haberlas, si estás mirando con el ojo guiñado?

Y era verdad; se había equivocado de ojo y aplicó el cerrado al telescopio.

Tocóle, al fin, a Botón Rompetacones, que la verdad es que traía más miedo que un niño que se examinara por primera vez.

Botón dijo:

-Señor: Yo veo el Sol.

El Rey exclamó:

-¡Atiza! ¿Pero es posible que veas de noche el Sol? ¿Acaso es ahora de día? Tú estás trastornado, muchacho-, y se echó a reír, burlándose de Rompetacones.

-Señor -insistió el niño-: Con un poco de buena voluntad lo verá Vuestra Majestad también.

Paraguas III se asomó al telescopio y respondió:

-¡Yo no veo nada! ¡Eres un loco!...

Rompetacones dijo entonces:

-Señor: Poned toda vuestra buena y Real voluntad para ver el Sol, y con eso devolveréis al Sol el pedacito de día que le quitasteis la otra mañana, cuando solo por vuestro Real deseo fue de noche... y no lo era.

Paraguas III meneó la cabeza, como diciendo: «Este pillo me va a convencer»; miró y dijo titubeando:

-¿Tú crees... que aquella estrella... es el Sol?...

-Señor: Estáis en la obligación de creerlo vos, si tenéis conciencia.

Y dijo por fin el Rey, volviendo a mirar:

-En efecto, en efecto: allí está el Sol, allí esta el Sol. Lo ven mis ojos, que son los ojos del Rey. ¡¡Es sin duda el Sol!!

No era cierto. Veía estrellas, como los demás. Pero la conciencia le había remordido, y había devuelto al Sol lo que le robó el otro día, por capricho, delante de la Corte.

Los astrónomos que se habían presentado a las oposiciones, se extrañaron de todo aquello, y decían con desconfianza:

-¿Es posible, niño atrevido, que el Rey vea el Sol?

-Sí. Y todo el Reino debe ver esta noche como un brillo de Sol, porque su Rey ha tenido buena voluntad y conciencia.

Y allí terminó el suceso. Pero yo sé más. Yo sé que los otros astrónomos le discutieron a Botón que aquello fuera el Sol, y él les enredó en una elevadísima discusión de varias horas. Y cuando vio que el Sol salía de verdad, les asomó otra vez a los telescopios y les dijo:

¡Vedlo!

Y todos respondieron:

-Es vedad, es verdad; teníais razón. Es el Sol.

El Rey, como premio, le dio, además del cargo de Astrónomo, el título de «Proveedor de Estrellas de la Real Casa».





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