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Aleluyas de Rompetacones: 100 cuentos y una novela. N.º 8

Antoniorrobles






ArribaAbajoVed a un balón pintoresco que sube con viento fresco

Tres eran tres los colores del balón de Azulita; tres, eran tres, y ninguno era azul: que eran estos tres alegres colorines: el encarnado, el amarillo y el verde.

En la mañana de un domingo, por divertir Botón a su hermana Azulita, cogieron los dos el balón de la niña, que era más alto que el asiento de una silla, y se fueron jugando al pinar. Después de dar unos cuantos puntapiés, quisieron seguir subiendo hacia la montaña, y como no era tan fácil trepar con aquel balón tan grande, lo desinflaron y se lo echó Rompetacones a la espalda. Pero es tan sano y tan rico el aire de los pinares, que el balón abrió su boquita redonda y la de su pitorro de goma, y se fue hinchando poco a poco con aire de la montaña sin que los niños se enterasen; y así, cuando volvieron del paseo estaba completamente lleno.

Le dejaron en el cuarto donde dormía Azulita, y entonces el balón, él sólito, se fue aplastando lentamente contra el suelo para lanzar todo el aire que llevaba dentro, y así consiguió que el dormitorio oliera a pinos y diera gusto respirar aire tan puro en la habitación de la niña.

Mucho hay que agradecerle esa hazaña generosa, pero en otra ocasión hizo una faena mucho más trascendental y aventurera, que voy a relataros.

Todas las mañanas de los domingos, Botón las dedicaba a su hermana. Por la tarde, y en las horas de recreo de los demás días, se entretenía y hasta barbarizaba algunas veces con los compañeros; pero los domingos por la mañana eran siempre para Azulita.

Y salieron una de aquellas mañanas con el pelotón de los tres colorines, y empezaron a combinarse como dos delanteros de fútbol en su avance. Azulita era menos hábil, es verdad, pero se divertía; y si no podía devolver el balón con el pie, lo devolvía con las manos y tan divinamente; el caso es que avanzaban por la carretera al paso gimnástico y se lo echaban el uno al otro sin que les fallara una sola vez.

Entraron luego por el espeso bosque, y siguieron apuntándose tan divinamente y de tal forma, que parecía que regateaban a los árboles, porque se echaban el balón por entre los troncos sin tocar a uno solo. ¡Buenos delanteros para un equipo mixto de fútbol!

Después se encontraron un pacífico río, por donde las aguas caminaban muy tranquilas, y como ya sabéis que sabían nadar y, además, llevaban ligerísimos trajes de verano, se arrojaron decididos, echándose la pelota el uno al otro, unas veces con las manos y otras con la cabeza, aunque peligrasen el sombrerito redondo y el lazo de mariposa. Verdaderamente puede decirse que les había entrado el furor de chutar; así es que, al llegar a la otra orilla, siguieron corriendo y combinándose, porque sabían que con la carrera llegarían a secarse. En fin, el caso era que cada vez se echaban mejor su pelotón de colores.

Pero llegó un momento en que, rendidos, decidieron sentarse a descansar y, después de limpiarse el sudor de sus frentes, y luego de sonreír triunfadores y felices, miraron a su alrededor y fueron poniendo poco a poco cara de espanto, porque se encontraban completamente perdidos. Ni conocían aquel paisaje, ni sabían ya por dónde habían llegado, ni además había por allí señales ni huellas humanas. Solo se veían algunas guaridas como de fieras y se percibían aquí y allá lejanos y terribles rugidos.

Azulita se quedó aterrada, y comprendió entonces Botón la locura que habían cometido por culpa de su entusiasmo futbolístico. Habían avanzado, sin darse cuenta, hasta un sitio completamente desconocido y remoto.

Pero, ¡ah!, se puso Botón uno, dos y tres dedos en la frente, y la presencia del balón le ayudó a tener una luminosa idea para salir de allí.

La desinflaron sentándose encima Rompetacones para que se vaciase más de prisa; sacaron la goma, y ya fuera de la funda la volvieron a hinchar entre los dos con toda la fuerza de sus pulmones, hasta que la dejaron tan enormemente llena de aire, que era una bola tan alta como lo serían los dos hermanos, subiéndose Azulita, con lazo y todo, sobre el sombrero de Rompetacones; lo que quiere decir que se convirtió en una gran pompa poco más chica que la de un globo de verdad.

Después cogieron la funda, descosieron todos los gajos de colores, desde la boquita redonda hasta casi la mitad de cada uno, y así dejaron una especie de barquilla de globo donde cabían divinamente los cuatro pies; la cual barquilla fue atada, por cada pico descosido, al pitorro de la goma con los cinturones, corbatas y las cintas de los cuatro zapatos, de modo que quedara colgando. Y así, de pie en la funda y agarrados a todas aquellas cuerdas pintorescas, que apenas eran tales cuerdas, se soltaron del suelo y se dejaron llevar por el aire a bastante altura, en aquel globo tan admirablemente improvisado.

Pasaron sobre un león que roía los costillares completos de un ciervo y que miró al globo con cara amenazadora; pasaron sobre unas jirafas que salieron corriendo al verles; y sobre un río lleno de hipopótamos y cocodrilos que entraban y salían en el agua; vieron unos monos que se subían a las copas de los árboles, a ver si alcanzaban la barquilla; vieron jaguares, tribus salvajes, extrañas hogueras, cráteres, pirámides... Y después de largo rato de viaje, vieron al fin pueblos civilizados, carreteras larguísimas con automóviles, vías de ferrocarril, el humo de un tren, campos de fútbol, parques con lindos paseos en dibujo, y más y más pueblos con las viejas torres de sus iglesias.

Pero lo más emocionante fue cuando advirtieron de pronto que el globo les había colocado encima de su pueblo y, más aún, encimita, encimita de su jardín. Entonces aflojaron un poquito el pitorro de la goma para que se escapase un poco de aire, y comenzaron a descender mansamente hasta llegar a la plazoleta del jardincillo. ¡Aleluya!

Así da gusto, ¡Vaya un balón servicial! Tanto cariño le tomaron los dos hermanos desde entonces, que cuando fueron un poquito mayores le rellenaron de aserrín para que no se desinflara nunca, le pintaron una cara alegre y simpática en la funda, le hicieron un gran sombrero de copa con cartón y le tienen sobre un armario, yo no sé si como adorno, o como si fuera un buen amigazo que les da la buena suerte.




ArribaAbajoEl doctor se hace criatura y así a los muchachos cura

Yo no sé lo que le pasó una vez a nuestro amigo Rompetacones, que se le puso la cara con manchas encarnadas, una mano con manchas azules y la otra con manchas amarillas. Inmediatamente fue avisado el doctor Pérez de Tren, gran especialista, que tenía una hermosa barba que le tapaba la corbata, pero que, a pesar de todo, su mirada era tan cariñosa, que la barba no resultaba nada amenazadora.

Acudió el doctor Pérez de Tren y lo primero que hizo fue hacerle sacar bastante la lengua; luego le tomó el pulso reloj en mano; parecía, en el silencio del dormitorio, que también el reloj tenía su pulso; después le colocó el termómetro donde las cosquillas y, por último, le puso un oído en la espalda como si quisiera averiguar si andaba algún enanito metido en Botón Rompetacones.

Cuando ya tenía bien detallado todo lo que le pasaba por dentro al chiquillo, el doctor Pérez de Tren se montó en su automóvil y se marchó de nuevo a su casa a estudiar, una vez más, lo que los libros más modernos dijesen de los enfermos que sentían aquellas mismas cosas.

Hasta las seis de la mañana estuvo el médico leyendo y sacando libros de su librería, porque los médicos son tan sufridos, que no acaban nunca de estudiar su carrera. Todas las tablas quedaron melladas por la falta de algún tomo, igual que los niños mellados por la falta de algún diente. Y sobre la mesa se hizo una columna de libros tan alta, que cuando el doctor se paseaba pensativo y preocupado por el piso de su despacho, la columna se cimbreaba y amenazaba caer.

Leía y paseaba, leía y paseaba... Hasta que, al fin, encontró en un tomo de aquellos la manera exacta de curar a los que estaban como este Botón que tanto le venía inquietando. De modo que tomó su sombrero, su bastón y su «auto», y a las seis y cuarto de la mañana se encaminó hacia la casa de los de Rompetacones.

Llevaba un sombrero de copa alta, casi tan alta como la chimenea de un tren antiguo; unas gafas de cerco ancho que casi parecían las ruedas de una bicicleta sobre la nariz; un bastón de puño de plata y, en fin, una caja de metal que estaba llena de instrumentos.

¡Cuánto querían en casa de Botón y Azulita al médico! Y había razón para ello, porque si vosotros tenéis en casa un enfermo que os preocupa, y el médico estudia para curarle, más valdrá su preocupación que la vuestra, aunque el enfermo no sea pariente suyo. Y si él tiene todos los días veinte o treinta enfermos que le preocupan, y vosotros nada más que uno al año aproximadamente, figuraos si los médicos son buenos y deben ser queridos por todos.

Como íbamos diciendo, antes de las seis y media llamaba el doctor Pérez de Tren en casa del enfermito.

Era tan temprano, que la mamá de Botón exclamó antes de abrir:

-¡Qué pronto viene hoy el lechero!

Y fue una sorpresa el encontrarse con el doctor, con «chistera» y todo, que le dijo:

-Ya traigo la manera de quitar esas manchas y esa gravedad a su hijo. No hay más que inyectarle la sangre de otra persona. Y como quiero ser yo el que le cure del todo, pues ya sabe usted lo que lo quiero, estoy dispuesto a sacar de mis venas toda la sangre que sea precisa.

Ya estaba el bueno del doctor Pérez de Tren preparándose para sacar de su brazo la roja sangre con una jeringuilla, cuando de pronto se detuvo y preguntó:

-¿Tienen ustedes alguna maquinilla de afeitar?

-Sí, señor.

-Pues venga. Voy a quitarme la barba, para que al pasar mi sangre a mezclarse con la del niño, no sea sangre de un nombre serio y barbudo. No quiero quitar la alegría al chiquillo, mezclándole sangre de un caballero demasiado formal.

Se afeitó del todo ante el espejo, se puso el sombrerito redondo de Botón, con tenedor y todo, para sentirse más niño, y todavía, antes de hacerse él la operación de sustraerse el rojo líquido, se puso a jugar con el muchacho sobre la cama, con una caja de fieras de cartón con peanas de madera, que tenía elefantes, osos, tigres, leones, pumas, leopardos, cebras y gorilas.

Y cuando el médico comprendió que su propio temperamento era ya exactamente igual que el de un niño, se pinchó rápidamente con la jeringuilla, se sacó bastante sangre -que resultaba casi casi sangre infantil -y con mucho cuidado se la inyectó a Botón.

En efecto, el resultado fue feliz. El niño había mejorado al día siguiente, y a los dos días apenas tenía fiebre ni manchas de colorines. En fin, a los cuatro ya estaba completamente bien, sin que se le notara que tenía por las venas sangre de persona mayor. ¡Qué se le había de notar!...

Mientras duró la convalecencia, el médico, ya para siempre sin barba, venía a ver al enfermo y se ponía a jugar con Azulita y con él. Pero lo divertido fue que, cuando el niño se puso bien por completo, el doctor Pérez de Tren seguía viniendo... a jugar con las fieras, con los soldados, con la peonza y con las raquetas.

Tan divinamente había conseguido el doctor tener ese carácter de niño para sacarse aquella sangre, que lo curioso fue que se le había quedado para toda la vida una deliciosa y simpática manera de ser que le hacía verdaderamente feliz, y le hizo ser el mejor médico de los niños.

Los doctores pueden llegar hasta estas cosas por el deseo de curar a un enfermo, sobre todo si es un pequeñín. Y no creáis que por eso dejó de llevar el doctor Pérez de Tren su sombrero de copa alta, casi tan alta como la chimenea de un tren antiguo; lo que pasaba era que a veces iba a cazar grillos con Botón Rompetacones y se los metía debajo de la «chistera». Y otros días jugaba al fútbol con los chiquillos de su vecindad, y no tenía inconveniente en poner el sombrero para que hiciera de palo de portería.

El otro palo era un sombrero redondo, con su correspondiente tenedor... ¿De quién sería?...




ArribaAbajoLos bueyes de una carreta se escriben con un planeta

De todo hay que aprender en la vida; de modo que a Botón Rompetacones le dijo su padre un día:

-Hijo mío: este año te vas a encargar tú de arar, segar y trillar el campo de trigo que tenemos en Villacolorín de las Cintas, mientras tu primo Pedro Hoz, que lo ha labrado siempre, va a ir al colegio, para que no se olvide de lo que sabía y aprenda nuevas cosas.

-Muy bien -respondió el muchacho-; y si lo siento, es porque ahora estábamos estudiando Astronomía, y me gustaba mucho la asignatura.

La familia de Rompetacones tenía dos bueyes de carreta que, si no eran muy viejos, tampoco eran jóvenes. Se llamaban Saca-corchos y Corta-plumas, y ya sabían tirar derecho por los surcos, como si lo hicieran con regla.

Botón se ponía todas las mañanas bien temprano el sombrerito del tenedor, cogía la yunta de bueyes, y ¡al campo! Pero la verdad es que, como era caprichosillo, le cansaban aquellas jornadas de ocho a diez horas, sin dejar de tirar rectas y rectas en la tierra. Así resulta que estaba deseando la llegada del domingo, porque ese día no tenían faena ni él ni su primo Pedro Hoz, y jugaban a la pelota en el frontón del pueblo, que era una enorme pared que había en las afueras, sobre la que podían jugar todos cuantos quisieran.

Mozos y mozas, sabiendo lo bien que jugaban Pedro Hoz y Botón Rompetacones, se iban todas las tardes de los domingos a ver sus partidas. Pero lo gracioso es que también Corta-plumas y Saca-corchos abrían con los cuernos cuidadosamente el picaporte de su pradito, y por las sendas se iban al frontón, a ver jugar a sus amos desde detrás de una tapia. Y para aplaudir las buenas jugadas, agitaban los cencerros de un modo que daba risa.

Botón fue tomando cariño a su yunta; les hablaba con palabras tan cariñosas, tan suaves y razonables, que llegaron los bueyes a entenderle; y no solo le entendían las voces corrientes del trabajo, sino las órdenes, los mimos, las regañinas y las palabras de compañerismo.

Entonces los bueyes, para no inquietar al chico, se hacían la labor solitos, dando la vuelta donde debían y tocando el cencerro cuando tenían alguna duda. De esa manera el muchacho pudo traer de su casa el libro de la Astronomía, y lo iba leyendo sin soltar el arado. Él iba como ciego con la lectura, y la yunta era su lazarillo, como esos perros leales que conducen a un ciego.

A veces, al chico se le escapaba leer en voz alta, creyéndose solo. Y en efecto, solo estaba, si no fuera que Saca-corchos y Corta-plumas le entendían muchas palabras, y fueron aficionándose a esos misterios tan bellos de las estrellitas, los cometas, los eclipses y las fases de la Luna. Daba gusto verlos: Botón iba leyendo fuerte cogido al arado, y los dos bueyes caminaban atendiendo a la lectura, pero sin salirse del surco.

Sucedió un día que Botón Rompetacones dejó descansando a la yunta en una pradera inmensa, y él se fue a comer un bocadillo de pan y queso debajo de un árbol. Y después le entró sueño, y poniéndose su sombrerito redondo, con tenedor y todo, sobre la cara, se tumbó y se quedó dormido.

Al cabo de media hora despertó, y se fue en busca de Corta-plumas y Saca-corchos, a los cuales encontró bastante lejos, aunque siempre unidas sus cabezas por el yugo del arado.

Lo curioso fue que, en la corta hierba del prado vio huellas del rejón; y fijándose bien, aquello no era otra cosa que letras inmensas, de un letrero gigantesco que alguien había escrito en el suelo.

Con atención leyó el muchacho, y vio que decía:

Queremos correspondencia con alguna yunta de bueyes de Júpiter. Suyos afectísimos. -Saca-corchos y Corta-plumas.

Se quedó asombrado. Resultaba que sus bueyes sabían escribir las palabras que le escuchaban en el campo y se habían interesado en las cosas de la Astronomía.

Botón Rompetacones se puso muy contento; se ciñó en la cabeza el sombrerito y corrió al colegio, para que el profesor observase desde su telescopio, a ver si en Júpiter respondían. Y en efecto, otra pareja de unos bueyes muy extraños, con tres cuernos de ciervo en la testa, cuatro patas de avestruz y un rabo de perro «lulú», escribía en aquel momento estas palabras, sobre otro inmenso solar:

Queridos compañeros de la Tierra: Nos parece admirable vuestra idea.

Se enteraron cinco astrónomos de la capital y vinieron inmediatamente a Villacolorín de las Cintas con cinco cucuruchos de sabio en las cabezas, cinco túnicas, cinco barbas blancas, diez cristales redondos para sus cinco gafas y veinte metros de telescopio, que dividieron entre los cinco y tocaron a cuatro. Levantaron un observatorio de tres pisos al lado de la pradera, y nombraron secretario a Botón Rompetacones y vicesecretarios a Corta-plumas y Saca-corchos; de modo que un sabio dictaba con un altavoz desde la terraza del observatorio, y Botón conducía el arado con los bueyes, para escribir lo que le dictasen. Así los astrónomos de Júpiter y los de la Tierra se pusieron en comunicación y se contaron sus sabidurías.

Un domingo, cuando los sabios descansaban, Botón se escribió con los colegiales del astro amigo. La invención y la ayuda de Saca-corchos y Corta-plumas valió para contarles sus juegos y sus estudios, y hasta su afición a las patatas fritas.

Otro domingo cogió la yunta Pedro Hoz, que era un buen mozo labrador, y habló con los labradores del astro. Se dijeron lo que sembraban, si era buen año o no, y cómo era el pan de cada uno de los dos planetas.

El tercer domingo se escribieron los médicos. El cuarto los comerciantes. El quinto fueron las vendedoras de flores las que emplearon la yunta...

¡Gran invento el de los bueyes! Gran invento, porque, si es muy bonito y emocionante que haya buena armonía entre profesiones de una nación y de otra lejana, mucho más bello será que sean buenos compañeros los ingenieros, los maestros, los ferroviarios o las mecanógrafas de unas estrellas y de otras.

Cada domingo se reunían los de una carrera o los de un oficio en la pradera, con la familia y la merienda; hablaban con los de Júpiter, y luego pagaban a los bueyes su servicio con terrones de azúcar y pan, y a Botón con sellos raros para su colección, y hasta con bicicletas, jamones, libros, pisapapeles, cubiertos, lámparas y otras cosas que parecían regalos de boda, y con las que él tiraba al blanco cuando eran feas, a pesar de las veces que su madre le reprendía.

¡Bah!, pero eso no tenía importancia. Lo que importaba allí era la alegría de unirse unos y otros, gracias al correo de los bueyes, que escribían ya con una letra muy clara, y no ponían casi nunca faltas de ortografía. Claro está que si ponían alguna, era muy grande, muy grande, por el tamaño.

¡Cómo se reirían en Júpiter aquel día en que los bueyes pusieron: «¡Llevamos una bida feliz!»! ¡Así: con b! La gente le echaba la culpa a Botón Rompetacones; pero fue en un momento en que se había dormido un rato la siesta, como aquel primer día de la escritura.

Desde aquellos tiempos, parece que Júpiter y la Tierra hicieron buena amistad y no se tiraban bólidos ni cosa semejante.

Y en Navidad, por hacer Botón un regalo a los chicos del otro astro, echó al viento una cometa; comenzó a darle hilo y más hilo, y consiguió que la cogieran en Júpiter. Y como en la tela había pintado su retrato, la yunta de Júpiter escribió en el suelo una carta que decía:

Lo que más nos ha hecho reír ha sido el tenedor del sombrerito.




ArribaAbajoUn salvaje que se fía de la mecanografía

Tenía Botón Rompetacones una máquina de escribir tan hecha a sus dedos, que casi podía considerarse que se trataba de su propia letra a mano. Eso tienen las máquinas: a veces son verdaderos compañeros, y llegan a obedecer de tal manera, que casi adivinan las palabras que van brotando de la imaginación del dueño. ¡Y qué bien se mueven, y suben y bajan por sus cuatro escalones de letras los deditos de las dos manos! Parece que «Don Mano Izquierda» y «Don Mano Derecha» son los que pisan con sus patitas, para que en el papel salgan las letras de sus pisadas.

En cierta ocasión, Rompetacones, que era tan aficionado a las expediciones peligrosas, decidió emprender una de ellas. Su máquina había de acompañarle, como siempre, guardada en una funda que parecía una maleta. Con ella quería escribir las crónicas de su expedición.

¡Y nada menos que se marchó a la selva a estudiar la vida de los hombres más salvajes, y de las fieras más fieras! Eso sí: no llevó más equipaje que una sillita de tijera, un rifle, una mochila abarrotada de higos secos y de pastillas de chocolate, y su estimada máquina de escribir.

Ya llevaba una semana en la región de Chinchibimba, cuando vio pasar un grupo de veinte elefantes con las orejas grandes y separadas y los colmillos retorcidos, que iban a beber al río con veinte cigüeñas montadas en sus lomos: veinte para veinte; y el bueno de Botón Rompetacones se sentó en la banquetita, que tenía las patas en equis, puso sobre sus muslos la máquina, y empezó a escribir explicando con todo detalle la forma y el colorido que tenían aquellos enormes animales, y sus usos y costumbres para ir al río con las cigüeñas encima.

El tecleo de la máquina, rápido como los disparos de una ametralladora, llamó la atención de un jefe y dos soldados negros que iban haciendo guardia por la selva, con aspectos terribles.

Pertenecían a una de las tribus más salvajes y dieron caza a Botón por la espalda, avanzando con pícaro sigilo.

El jefe exclamó:

-La verdad es que yo no he comido nunca carne humana; pero me sospecho que voy a estrenarme con este blanco, que parece joven y estará tiernecito, y además huele a chocolate.

Al oírle sus soldados se pusieron muy contentos, porque a ellos les pasaba lo mismo y sentían los mismos deseos.

Entonces el jefe añadió, dirigiéndose a uno de sus soldados:

-Como no nos le podemos comer sin el permiso del alcalde mayor del poblado (no sea que luego nos coma él a nosotros), debemos mandarle un aviso; así es que ponte a esa máquina de escribir y pon con ella lo que te diga.

-Yo no sé escribir con esos chismes -respondió el salvaje.

-¿Cómo que no? Te mando que escribas allí lo que se te dicte, y si no lo haces te degüello añora mismo-, gritó el capitán aquel que, como era un salvaje, creía que un soldado había de obedecerle, aunque no entendiera nada de mecanografía.

El pobre negrito, que no ignoraba que el capitán no sabía leer, obedeció, y mientras el otro soldado ataba a Rompetacones de pies y manos, él iba haciendo como que escribía lo que el jefe le dictaba muy formal, y que era lo siguiente:

«Señor Alcalde Mayor de Chinchibimba: Tengo en mi poder un muchacho joven y blanco. Si le parece a vuestra merced nos le comeremos por no andar pagando portes para enviárselo; así nos apoderaremos de su rifle y de sus pastillas de chocolate, que están superiorísimas, chico. Tuyo v de vuecencia. -Kitti».

El mecanógrafo improvisado pegaba con las aclaradas yemas de sus dedos negros en los botones que le venían en gana, sin saber nunca dónde pegaba. Pero como la máquina tenía ansias de favorecer a su compañerito de fatigas, del que aquellos hombres lo iban a separar, hizo lo siguiente: mientras el soldado daba donde le parecía, ella sólita iba escribiendo estas palabras:

«Señor Alcalde Mayor de Chinchibimba: Tengo en mi poder un hombre viejo y duro. No trae más arma que un palo y nos ha regalado bombones de chocolate para vuecencia. Nosotros no queremos carne tan flacucha; pero si tú la quieres, te la mando, chico. Tuyo y de vuecencia. -Kitti».

Cuando el negro alcalde del poblado recibió aquella carta y se la tradujo un negro de sombrero hongo, que había viajado mucho y conocía doce lenguas y media, se levantó de su asiento, que era un talego lleno de chapas de tapar las botellas de cerveza, y poniendo un dedo tieso para que se viera bien que era el jefe máximo, exclamó:

-¡Que le suelten inmediatamente y que me dejen en paz!...

Corrió el salvaje, extrañadísimo de la contestación; se lo dijo al capitán, y soltaron a Rompetacones, aunque se quedaran los tres llenos de desilusión... y de apetito.

Botón, entonces, que no comprendía absolutamente nada de lo que allí había pasado, no tuvo más ganas de bromas pesadas; les regaló algunas rastillas de chocolate, y se volvió corriendo a su país, con su máquina -que por cierto le cabía muy bien en la funda-, y con un susto que no le cabía en el alma.

Pasó en Villacolorín de las Cintas una temporada de tranquilidad, esperando a que se le borraran del cuerpo las señales de las ataduras, y una noche en que venía del «cine» a última hora, y en el momento en que iba a meter el llavín por la cerradura para entrar en casa, sintió que alguien escribía en su máquina.

Abrió despacio, avanzó por el pasillo tan sigilosamente como avanzaron los negros para cazarle a él, y asomó un ojo por el de la cerradura de su despacho.

Resultó que nadie escribía, porque era la máquina la que estaba escribiendo solita.

Cuando ella terminó y llevaba un rato en silencio, entró Rompetacones y se encontró una carta escrita, en que se le contaba exactamente cómo y por qué fue salvado de los salvajes. El papel terminaba así:

«Ya sabes, querido Botón, cuánto y qué de veras te aprecia tu fraternal amiga. -La Máquina de Escribir».

Botón Rompetacones, agradecido, le regaló un muñeco y una muñeca mecánicos para que jugasen con ella por los cuatro escalones de sus letras.

Y acertó con el regalo, porque no había cosa que le hiciera más feliz a la máquina aquella que el caballerito y la señorita pisando y bailando por los botones. ¡Vaya si acertó con el regalo! ya veis qué suerte...




ArribaRedondo como una rueda y rodando mientras pueda

Pues, señor, como era el día de Año Nuevo, Papá Noel trajo muchos juguetes para Botón Rompetacones, para su hermana Azulita, siempre con su lazo de mariposa en la cabeza, y para las amigas y los amigos que jugaban por el jardín alrededor del árbol de Noel. Solo era viejo en la casa el aro que Azulita tenía para recorrer los paseítos curvos de los parques.

Los niños habían estado jugando con el balón; las niñas, dando de comer a sus muñecas piedrecitas suaves y redondas del río, y otros corrían detrás del viejo aro de aquel jardín.

De pronto apareció la madre por una ventana como un muñeco de guiñol, y les gritó alegremente:

-¡Niños, que ya está el chocolate en la mesa!

Los chicos corrieron como gorriones, y al poco rato se hizo el silencio, porque estaban mojando el pan frito en el chocolate, y llenándose la cara de churretones.

Como el jardín estaba muy bonito, y el atardecer era precioso, los juguetes de Papá Noel pusiéronse a hablar; y el balón, con esa voz metálica que tienen los balones de reglamento cuando botan, exclamó:

-A mí me gusta mucho jugar con estos niños, pero me pegan cada puntapié...

Entonces una muñeca, con voz como de flor, les dijo:

-Pues yo me pasaría todo el día jugando con Azulita y sus amigas.

Y ya puestos a conversar, todos dijeron al viejo aro:

-Anda, cuéntanos tu vieja historia, que será muy curiosa. Nosotros somos nuevos, y no tenemos ninguna historia que contar...

Todos los juguetes hicieron corro alrededor, y el aro empezó así:

-Yo he nacido en este jardín, y cerquita, muy cerquita de una rosa que tenía un perfume maravilloso.

-¡Ay!, ¿y cómo tuviste un nacimiento tan romántico?

-Pues porque nací de un libro que estaba leyendo Azulita en el jardín; yo era el punto de una «i», en un libro de cuentos de Grimm.

-¿Tan chiquitito eras?

-Tan chiquitito y redondito. Luego aumenté un poco más de tamaño, y era una «o» minúscula en un libro de cuentos de Perrault. Pero como seguía ascendiendo, llegué a ser una «O» mayúscula en un mapa-mundi que Azulita tenía en su cuarto de estudio. Yo era la «O» del Océano. Entonces me pasó una cosa: que de tanto estar en el mar, cogí reuma y cambié de profesión; como era un poquito mayor, me hice anillo; pero no una sortija de esas de mucho lujo que les gustan a los señorones y a los salvajes, sino un sencillo anillo de boda; de modo que me emplearon en la boda de una tía de Azulita Rompetacones, que se casaba con un heroico militar al que le faltaba una pierna que se dejó en las guerras malditas.

Fui feliz unos días; pero seguí creciendo, y una tarde, cuando menos lo pensaba, me escurrí de su dedo, me caí en un charquito de lluvia, y no me pudieron encontrar.

-Y qué ¿te volvió a dar reuma? -preguntó un polichinela de juguete, que era un poco burlón.

-No, pero con tanta agua me puse blanducho y los que me encontraron, no sabiendo qué hacer conmigo, me emplearon como anillo de goma para los paraguas.

Me tocó ir con un señor filósofo: uno de esos sabios distraídos que se dejan el paraguas en casa los días de lluvia y lo sacan a la calle los días de Sol; uno de esos sabios que en sus conversaciones con otros caballeros aburren mucho a los niños y a los juguetes. Así es que me cansé y una vez que pude escapar salí rodando, rodando, rodando, y me metí en una tienda de juguetes. ¡Vivan los niños!

Cuando me vieron tan redondito, en seguida me dieron empleo; me pusieron en el cartel del precio de un caballo de cartón que costaba diez pesetas. Yo era el cero. Pero seguí creciendo, y una vez que se rompió la rueda de un carrito, me pusieron a mí en su lugar, porque estaba del mismo tamaño que la rueda sana.

Mucho me gustaba correr por el cristal del mostrador cuando alguien venía a comprar juguetes; pero no cesaba mi crecimiento. Y llegó un instante en que el carro cojeaba por las dos ruedas desiguales. Cojeaba mejor que aquel heroico capitán que se casó con la tía de Azulita. Y viendo entonces los de la tienda que yo podía llegar a ser un aro a poco más que creciese, me guardaron en el almacén, y cuando me vieron de buen tamaño me sacaron a la venta.

Sucedió entonces que llegó el día de Santa Azulita, patrona de las palomas; quisieron los padres de la niña comprarle un juguete; entraron, y como Azulita reconoció que yo era quien había nacido en su jardín, me compraron... y aquí estoy.

-¡Qué historia tan divertida! -dijo una de las muñecas-. ¿Y vas a seguir siendo aro toda la vida?

-¡Ca! Soy redondo y seguiré rodando; quiero ser rueda del timonel de un barco; o rueda de avión, o de automóvil. O de carro de labrador, que así no será todo viajes de entretenimiento.

-¿Y a ti no te gustaría -preguntó el balón, que era un poco ampuloso y si seguía creciendo había pensado ser planeta-; a ti no te gustaría, cuando seas mayor, llegar a ser un anillo de Saturno, o de alguno de esos astros que andan por el cielo?

-¡De ninguna manera! ¿Y yo qué sé si en Saturno hay niños, o nacen todos con barbas y paraguas, como aquel sabio de la Filosofía?... Yo quiero ir a un sitio donde haya muchos chicos y muchas chicas.

-¿Y qué has pensado? -preguntaron con curiosidad los nuevos juguetes de Papá Noel.

Entonces el aro respondió:

-Pues he pensado ser, he pensado ser... la pista redonda de un circo; del circo donde los perros den los saltos más graciosos y los payasos se caigan los golpes más divertidos; del circo donde salgan los caballitos más chiquitines y los instrumentos musicales más extraños. Y allí, cuando vea reír y reír a mi alrededor a todos los niños de la ciudad: a los hijos del médico y a los del albañil, a los del cartero y a los del arquitecto, a los de la maestra y a los de la portera, a los de los comerciantes y a los de los pescadores, ¡a todos, a todos!; cuando yo vea reír a todos los niños de la ciudad a mi alrededor, entonces seré el redondel más feliz del Mundo entero.

Esto dijo el viejo aro de Azulita Rompetacones. Y cuando terminó su historia, los nuevos juguetes que había colgado Papá Noel de su árbol, aplaudieron con alegría, bien seguros de que en aquella casa todos iban a ser felices, hasta que se cayeran a pedazos, ya de viejos.





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