Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

En el país de la culpa

Carlos Franz





El día de la reunificación alemana, el 3 de octubre de 1990, estuve en Frankfurt am Main con motivo de la Feria Internacional del Libro, la babélica Buchmesse que cada año se celebra en esa ciudad. En la tarde asistí a la solemne ceremonia en la Paulskirche donde se declaraba formalmente reunidas a las dos Alemanias. Fue un sobrio -y larguísimo- acto en el mismo lugar donde sesionó el primer, fugaz, Parlamento alemán, en 1848. El mensaje simbólico quedaba claro: unidad alemana y democracia pueden ir juntas. Y no parecía sólo una ocasión en la política germana. También un extranjero podía sentirse conmovido. El presidente del Parlamento Europeo habló largo y tendido acerca del fin de la Guerra Fría, el fin de la división de Europa y el mundo en bloques irreconciliables, incluso el fin de la amenaza nuclear. Daba para creer que la humanidad entraba en una nueva era de paz. El ambiente en la severa iglesia circular era de recogimiento, de contenido optimismo. Los rostros serios de los parlamentarios en las primeras filas aparentaban escuchar realmente los discursos de los oradores, en vez de estar preparando mentalmente el suyo. Para finalizar, la orquesta de la ópera de Frankfurt interpretó la grave y radiante sinfonía N.º 34 de Mozart. Mientras, desde afuera empezaba a llegarnos el retumbar de los fuegos artificiales, los vítores de una multitud que celebraba en las calles una alegría aparentemente universal...

O, por lo menos, universal le parecía al joven e ingenuo escritor chileno que esa noche cenó con un grupo de intelectuales alemanes en el Zum Gemalten Naus, el tradicional restaurante de Frankfurt. Sí, confieso que los discursos y el entusiasmo callejero me habían sacado, al menos momentáneamente, del arduo escepticismo político cultivado en la experiencia de crecer bajo una dictadura latinoamericana. En Chile acababa de caer Pinochet y acá se habían venido abajo las dictaduras comunistas de Europa del Este. Me parecía estar viviendo un «momento histórico extraordinario», en la historia del extraordinario siglo XX. Llevado por ese entusiasmo histórico (y por unas cuantas copas de Ebbelwei, esta traicionera sidra de manzana que se bebe en las orillas del Main), se me ocurrió proponerle un brindis a la mesa. «Por el futuro», creo que propuse, «por un mundo mejor...». Y alcé mi copa.

Jamás lo hubiera hecho. Un súbito silencio se impuso entre los ocho o diez escritores, editores y periodistas. Las caras se alargaron, alguno tosió nerviosamente, otro se agachó a recoger una servilleta que no se le había caído. Y ninguno levantaba su copa, dejándome solo con la mía en alto. Finalmente, el brillante historiador berlinés con la cara picada de viruela y la corbata chillona que se sentaba enfrente mío condescendió a explicarme:

-¡Una Alemania unida es una Alemania fuerte, y la historia enseña que una Alemania fuerte es una amenaza para sí misma y para el mundo! -sentenció. Y había verdadera angustia, una mezcla de rabia y miedo en su voz.

Los demás, cabizbajos, asentían. Fui bajando mi copa de a poco, recorrido por un escalofrío. De pronto, los gritos de la multitud en las calles, los megáfonos, el retumbar de los fuegos artificiales, empezaron a parecerme ecos de un desfile nazi, órdenes de deportación, ¡artillería antiaérea...! Creo que estuve a punto de refugiarme bajo la mesa.

Por supuesto, mis amigos en la mesa del Zum Gemalten Haus estaban lejos de ser los únicos asustados. Casi toda la generación literaria de la posguerra, la Trümerliteratur (literatura de las ruinas, como la llamó Heinrich Böll), y toda la generación intelectual del iracundo 68, se habían pronunciado en contra de la unidad. Al día siguiente, en los salones de la Feria del Libro, Günter Grass afirmaba, rotundamente: «Auschwitz debiera haber hecho imposible la unificación». Sus palabras ponían ese inconfundible -y tan alemán- acento ético en el debate político. No sólo era el temor -algo megalómano- a una nueva guerra mundial provocada por los alemanes «fuertes» lo que debía impedir su unificación, también era la responsabilidad por el Holocausto. La división de Alemania era una cuestión moral. Al mencionar el Holocausto, Grass volvía sobre ese dato central de la conciencia alemana contemporánea: la culpa.


Berlín, siglo XX

Probablemente, en ningún otro lugar de Alemania se atisbe mejor la complejidad de esa culpa que acompleja a los alemanes como en Berlín. Mientras Roma es «eterna», París es del siglo XIX (al menos el París de Haussmann) y Nueva York siempre será del futuro, Berlín es la ciudad del siglo XX; la más emblemática, desde el punto de vista histórico, de ese siglo oscuro. Pocas capitales reúnen de este modo los restos arrasados de los principales fanatismos modernos junto a sus consiguientes ruinas. El neoclasicismo imperialista de comienzos de siglo sucedido por el monumentalismo hitleriano, el racionalismo soviético en el sector comunista conviviendo con la mera edificación funcional que el milagro alemán prodigó en el oeste; y en el horizonte, las torres del supercapitalismo globalizado de los noventa, esperando su avatar. Ruinas, reconstrucciones y proyectos puestos en tensa contradicción como el propio corazón de sus habitantes.

Habitantes como Anette, una traductora literaria berlinesa en la mitad de sus cuarenta. Por cultura y formación intelectual perfectamente podría haber estado en la mesa del Zum Gemalten Haus aquella noche, aterrada por la unificación. Aunque no pertenece a la generación iracunda del 68, es su heredera cultural, anímica. Para ella la culpa histórica alemana es un pasado vivo que la rodea y casi la sofoca. Su sensibilidad con el tema es tanta que no ha sido capaz de realizar el peregrinaje, casi obligatorio en gente de sus convicciones, a los campos de concentración. «Para qué ir si Berlín mismo está lleno de recuerdos espantosos», me dice. Con ella asisto a un concierto de música Klezmer, un experimento de jazz fusión a partir de canciones y temas tradicionales judíos. En la cálida noche de verano el gran jardín del centro cultural de Podewill, cerca de la Alexanderplatz, está repleto con una muchedumbre que escucha con cuasi religioso fervor a los seis músicos judíos. Al anunciar el siguiente tema, el baterista que oficia de presentador debe hacer una aclaración a su público. Siempre que tocan en Alemania debe recalcar, para evitar emociones equivocadas, que esta tristísima pieza «no se inspira en el Holocausto», subraya; al componerla tuvieron en mente una historia de hoy, la de una madre cuya hija fue violada, etc... Me parece percibir algo así como un suspiro que recorre al auditorio, no sabría decir si de alivio o decepción. Le pregunto a Anette si estoy en lo cierto. Me explica con la voz estrangulada por la emoción: «es que da vergüenza ser alemán».

Para un sector de la sociedad alemana la carga psicológica del Holocausto es tanta que todo lo que sea judío o suene a tal acarrea de inmediato un reflejo culpable y un deseo de reparación. La nueva capital de la Alemania unificada ha puesto entre sus piedras fundacionales esa culpa histórica. Berlín tendrá no uno, sino cuatro memoriales y museos acerca de la tragedia.

Sin embargo, no será la cantidad de museos sino la manera de visitarlos lo que hará, o no, una diferencia en la Alemania unificada. Porque la conmovida sensibilidad de Anette, la «vergüenza de ser alemán», no es la única forma de relacionarse con el dilema de la culpa colectiva entre la gente honesta de la Alemania contemporánea. En su generación, pero especialmente entre los más jóvenes que ella, se encuentran también muchos que no estaban aterrados aquella noche de la unificación hace diez años. Sino que celebraron en las calles, aparentemente sin complejos, sin temores al pasado, quizá sin culpa.

Jóvenes como Michael, un ingeniero de 31 años que trabaja para una compañía de Internet. Su oficina queda en uno de estos edificios del tercer milenio que se construyen en la supersónica Potsdamer Platz, el corazón del gigantesco proyecto urbano que pretende suturar la antigua frontera entre Oriente y Occidente aprovechando las hectáreas de tierra de nadie que dejó el Muro. La compañía de Michael crece a una tasa del 40% anual, como corresponde a una de estas start up virtuales, y él le aporta diez a doce horas diarias de entusiasmo, mayormente en inglés. A su modo, es un típico representante de la nueva generación alemana: franco, alegre, de modales directos y sencillos que en nada recuerdan a la vieja formalidad germana.

Comiendo unos churrascos seudoargentinos (bastante duros) en un restaurante cadena de la Potsdamer Platz, le formulo a Michael la pregunta que me quedó pendiente desde aquella noche de la unificación y que se me reactualiza ahora en Berlín. ¿Es la Alemania unida un peligro para sí misma y para el mundo? Se atraganta un poco, se queda con un trozo de bife a medio camino de la boca. «No, creo que no», me dice. Y se mira de reojo a sí mismo como si quisiera asegurarse de que no es peligroso.

«Son cincuenta años de democracia», me explica después, laboriosamente. «Esta es una nueva Alemania, no más peligrosa que otros países de Europa o del mundo». Y hace un gesto amplio, como si el mundo fuera este desolado ejercicio de americanización globalizada que nos rodea: los rascacielos futuristas, los cinemax y los láseres del Sony Center.

Sin embargo, le insisto majaderamente, estos edificios se construyen porque acá hubo una tierra de nadie y un muro; y hubo un muro porque hubo una guerra; y alguien provocó esa guerra y sus horrores... Él no puede haberlo olvidado, su generación de estudiantes alemanes occidentales es probablemente la mejor informada sobre el pasado nazi. Cada año recibieron en el colegio cursos especiales y detallados sobre el periodo y sus consecuencias, cada uno tuvo que trabajar sobre el Holocausto más de una vez... Michael titubea, se inclina sobre su cerveza, finalmente me dice: «No lo niego: mi abuelo tuvo la culpa, mi padre la heredó, pero yo quiero ser libre. ¿Es mucho pedir?».




Un verano «nazi»

Por supuesto, los casos de Anette, que vive la dolorosa herencia de la culpa, o Michael, que sin negarla dice que ya no es suya, no pintan todo el cuadro de la compleja relación de la sociedad alemana con su memoria. En los rincones de la tela y detrás del marco, en la oscuridad y la suciedad, se crían algunas arañitas nazis. Los patéticos neonazis cuyas violencias caldearon este frío verano de 2000. En junio, en el pacífico pueblito de Dessau, hasta entonces mejor conocido por su relación con el movimiento Bauhaus y el arquitecto Walter Gropius, tres skinheads patearon hasta la muerte a un mozambiqueño, Alberto Adriano, por el viejo delito de ser de otro color. En julio, una bomba estalló en una estación suburbana de Düsseldorf hiriendo a diez extranjeros, entre ellos seis judíos. Los ataques han ido desde lo espantoso hasta lo penoso. Ayer solamente, el conservador Frankfurter Allgemeine Zeitung informaba con gótica seriedad un incidente ocurrido cerca de Leipzig: nueve niños amarraron a otro de trece años y lo obligaron a mirar mientras destruían su parcelita de jardín, porque en ella había dibujado un signo de la paz. El nazismo de los abuelos reviviendo en los juegos de los bisnietos.

Una lectura superficial -y angustiada- de estas noticias veraniegas daría para pensar que se están cumpliendo los peores temores de Günter Grass, y los de mis amigos en aquella mesa de Frankfurt, hace diez años. Lentamente, con efecto retardado pero seguro, la Alemania unida estaría provocando una revitalización del fascismo. Sin embargo, un dato extraño vuelve incierta esta interpretación, obliga a revisarla. Todos estos ataques xenofóbicos veraniegos -y la mayoría de los previos a lo largo de esta década de unificación- han ocurrido en la ex Alemania Oriental.

¿Por qué? La explicación más a mano es que la comparativa pobreza, el desempleo que se vive en los cinco nuevos länder en proceso de reconversión económica, favorecen los extremos políticos. Es cierto, y no sólo en Alemania, que los nacionalismos populistas tienden a florecer en la marginación social. Sin embargo, sospecho que una explicación más completa del fenómeno no puede intentarse sin relacionarlo, de nuevo, con el complejo de culpa histórica. Esta vez con una versión «oriental» de ese complejo.




Alemanes «buenos»

El Muro no sólo dividió territorios, también separó pasados, conciencias, actitudes distintas ante la culpa. Si bien al inicio el proceso de responsabilidad colectiva fue parecido en las dos Alemanias, la evolución de esa culpa fue muy diferente en la «república democrática de trabajadores, soldados y campesinos». Mientras en la Alemania Occidental la generación de los sesenta se enfrentaba iracunda con la culpa colectiva negada por sus padres, en la RDA una versión heroica de la historia alemana era adoptada como leyenda oficial y enseñada a las generaciones posteriores.

Esa diferente versión de la memoria alemana queda patente, por ejemplo, en el campo de concentración de Sachsenhausen, próximo al bucólico pueblito de Oranienburg, en las afueras de lo que era Berlín Oriental. Concebido como el «campo ideal» por la SS, este lager albergó a más de 200 mil prisioneros, entre ellos comunistas y socialistas, pero también homosexuales, gitanos y judíos. Una obscena versión de la eficiencia germana los clasificaba y rotulaba con un perfecto código de distintivos que lucían cosidos a sus trajes rayados. El distintivo de los prisioneros políticos era un triángulo rojo. La gran torre conmemorativa de «la lucha antifascista» que se avista desde la distancia cuando uno se acerca al campo, sólo exhibe esos triángulos rojos de los prisioneros políticos (ironía perfecta: la torre y el memorial fueron inaugurados por el premier de la RDA el 22 de abril de 1961, tres meses antes de que él mismo decretara la edificación d el Muro de Berlín). A su turno, la exposición permanente que hasta hoy se ofrece a los visitantes en una de las barracas es un cántico a la resistencia y el martirio de los buenos alemanes (comunistas y socialistas) a manos de los malos (nazis). Sobre los judíos y los gitanos y los homosexuales masacrados allí, no se dice casi ni una palabra. La razón era simple, simplista como todo dogma: la RDA era la herencia histórica del sacrificio y la heroica resistencia de esos «buenos alemanes». Y ellos nada tuvieron que ver con el Holocausto.

Así las cosas, no es tan extraño que al desplomarse el Muro, y con él los mitos heroicos de una continuidad histórica legítima que se les habían enseñado, algunos jóvenes de la ex RDA estén encontrando, entre las ruinas de su mundo, cierto atractivo en las cruces gamadas que se empeñan en aparecer al fondo de las gavetas de sus abuelos. Al fin y al cabo, el heroico hombre nuevo resultó ser el viejo lobo de siempre. Y nadie les enseñó que esas arañitas entrañaban una vergüenza alemana (en lugar de solamente capitalista y fascista). A diferencia de sus primos del Oeste, nadie les advirtió con la suficiente energía -como lo hizo Grass en Occidente- que habían heredado una culpa colectiva, proveniente de un pasado de horror que tendrían que llamar propio, como única manera de liberarse de él.




Conservar las ruinas

¿Entre Michael que quisiera vivir libre de ese pasado, Anette que siente vergüenza de ser alemana y el puñado de skinheads que juegan de nuevo con las esvásticas en los barrios pobres del ex Berlín Oriental, encontrará Alemania formas cada vez más saludables, no depresivas ni agresivas, de tratar su neurosis de culpa?

Es difícil anticiparlo. Pero quizá la clave ya no esté enteramente en Alemania, sino en su relación con el mundo globalizado. Tras cincuenta años de la guerra y diez de una unión democrática, quizá sea hora de que el mundo termine de incorporar moralmente a Alemania, sin olvidar su pasado pero sin estigmatizarla tampoco. Y teniendo en cuenta, al hacerlo, que esta intensa relación de la gente común con la idea de culpa colectiva -para elaborarla o negarla- al menos es mejor que su notoria ausencia en muchos otros sitios.

Sin ir más lejos, en los países iberoamericanos de la posguerra sucia. Entre nosotros, las derechas a duras penas admiten que haya culpas individuales. Y muchas izquierdas en general no aceptan, porque no le conviene a su mitología histórica, la noción de que inmensas masas, a menudo mayoritarias, apoyaron a varios de nuestros regímenes dictatoriales con entusiasmo, especialmente en sus inicios, y contemplaron sordomudas las violaciones a los derechos humanos que se cometían. Respetando las respectivas proporciones de nuestras tragedias, incomparables con el Holocausto, la culpa colectiva es un tema que ni siquiera empieza a elaborarse por estos lados.

Aunque sólo fuera para hacer esa reflexión vale la pena venir a Berlín, me digo. Como lo hacen cada año cientos de miles de extranjeros, la mayoría jóvenes, desde que la unificación lo puso de moda. Casi todos trepan a la altísima Fernsehturm, la torre de la televisión en la Alexanderplatz, otrora símbolo del Berlín Oriental, y que sigue siendo el punto más elevado desde el cual puede contemplarse la ciudad. Observando a esos jóvenes de todo el mundo, compruebo que no parecen particularmente asustados por esta «Alemania fuerte» que divisan a sus pies y que mis amigos escritores temían durante la cena de aquella noche en Frankfurt. Esta Alemania banal, consumista y americanizada no parece en pie de guerra, ni al borde de cometer un nuevo Holocausto. Se ha transformado en una «mini superpotencia», es cierto. Pero sin bombas nucleares y con un ejército democrático y pelucón que apenas se atreven a mandar en misiones de paz (por el momento). Así las cosas, mirando desde esta altura el bosque de grúas que refundan la capital sobre la tabla rasa del Muro, es difícil no compartir algo de la esperanza de las nuevas generaciones de alemanes y extranjeros. La transparente nueva cúpula del Reichstag, la reconstruida cúpula dorada de la gran sinagoga en la calle Oranienburger, brillan y destellan muy cercanas. Parecen una promesa, me digo. Pero a la vez, mientras tomo el superascensor para descender de la torre, no puedo evitar una expresión de deseo: ojalá no lo reconstruyan todo. Que queden algunas ruinas. Que siempre puedan verse las ruinas.







Indice