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Alfa y omega de la alimentación humana

Pedro Laín Entralgo





Alimentación humana: la acción y el efecto de ingerir las sustancias que a los hombres nos sirven de alimento, el ejercicio de una de las funciones fisiológicas indispensables para la conservación de nuestra vida. En su esencia, esto es la alimentación y esto es alimentarse. Pero pasemos de la esencia fisiológica a la existencia cotidiana, sustituyamos para ello el verbo «alimentarse», tan culto y técnico, por el más directo y popular de «comer», y preguntémonos: comer, en el caso del hombre, ¿es tan sólo el acto de «masticar y desmenuzar el alimento en la boca y pasarlo al estómago», como con realismo entre zoológico y sanchopancesco dice nuestro diccionario oficial?

Por supuesto que comer ha sido, es y será siempre eso; por lo menos, mientras el cuerpo del hombre tenga boca y estómago, y la técnica no haya inventado un truco para que nuestra especie se nutra respirando sin esfuerzo sustancias alimenticias previamente volatilizadas en el aire. Siempre ha sido eso, desde luego, mas no sólo eso. Pocas tareas más sugestivas que la de perseguir metódicamente lo que como acto social, no como mero acto fisiológico, ha ido siendo el de comer, desde que los primitivos homínidos, hace como un par de millones de años, se fueron convirtiendo en verdaderos homines, hasta este polifacético siglo nuestro, en el cual los hombres comemos reduciendo mentalmente los manjares a gramos y calorías, degustando, si podemos, una langosta á la cardinale y reuniéndonos festivalmente, si tal es el caso, en torno al amigo que acaba de obtener una cátedra o un premio literario. Quede tal faena para otra ocasión. En esta quiero limitarme a considerar el alfa y el omega de la alimentación humana. Más precisamente: lo que como acto social, allende, por tanto, su invariable o casi invariable realidad fisiológica, fue la alimentación en la vida del hombre primitivo y es en la vida del hombre de estos años nuestros.



I. En cuanto a actividad social, la alimentación del hombre primitivo fue en su raíz misma -y sigue siendo, puesto que todavía hay reductos de vida primitiva sobre la superficie del planeta- un rito, una operación individual y colectiva dotada de sentido sacral. Es cierto que cuando el hambre aprieta, ciertos pueblos primitivos -los esquimales, por ejemplo, según los viejos relatos de Nansen- se abalanzan sobre la pieza cobrada, una morsa o una ballena blanca, y sin ceremonia alguna la despedazan y la devoran en crudo; pero lo habitual en las culturas primitivas es, según los etnólogos, que la preparación y la ingestión de la comida posean un acusado carácter ritual y sacro.

¿Por qué? Es sagrado para el hombre, valga tan sumaria simplificación, todo aquello que le pone en relación consciente con la limitación y con las ultimidades de su propia vida; por tanto, con el fundamento de esta. Pues bien: la fuerte influencia que sobre la cantidad y la calidad de los alimentos tienen, dentro de la existencia del primitivo, los «caprichos de la naturaleza», y el consiguiente riesgo constante de morir de hambre, cuando la comida falta, o por intoxicación, cuando ha habido error en la elección de lo que se come, hacen bien comprensible ese carácter sacral de la alimentación en las culturas más arcaicas y la existencia de ritos religiosos -mágicos, si se quiere- tanto para propiciar el buen éxito en la caza, como para preparar y distribuir entre los comensales el cuerpo del animal cazado.

He aquí algo de lo que acontece entre los bergdama, pueblo negro del sudoeste africano. Junto al jefe de la tribu actúa, lleno de saberes empíricos, una suerte de repostero o maestresala -un doctor Recio de Tirteafuera con taparrabos y sin prohibiciones-, oficial y ritualmente encargado de probar las viandas vegetales, bayas, raíces o bulbos, antes de ser consumidas, y de ordenar la partición y la confección culinaria de las piezas de caza. De todos y cada uno de los calderos prueba ese hombre una pequeña porción de la carne que contienen, y distribuye el resto en platos de madera, primero entre los ancianos, luego entre los cazadores; por fin, entrega su parte al jefe de la tribu. El hígado y otras vísceras pasan a poder de la esposa de este, la cual, a su vez, luego de probar lo que recibe, lo reparte entre las mujeres y los niños del grupo. Para explicar la función tribal de este singular repostero o maestresala, un bergdama viejo decía al explorador y etnólogo Vedder: «Cuando no se conoce un alimento, ¿no es cierto que se le echa a un perro, para ver si lo come y saber, en este caso, si le daña o no? Del mismo modo, el jefe hace probar al repostero todos los alimentos, porque él es el que conoce las plantas y las hierbas del campo. Si él las come, todos pueden comerlas. Y si a causa de esto se muere, el poblado no pierde gran cosa, porque se trata de un viejo al que hay que mantener y que no contribuye con nada a la manutención de los demás.» Como en tantos otros casos, el más craso empirismo y la acción ritual se mezclan en esta práctica primitiva.

El rito de la separación de los sexos durante la comida -acaso originariamente determinado por el distinto papel de los varones y las hembras en la procura de la alimentación: aquellos, cazadores; estas, agriculturas- se observa en los más diversos pueblos salvajes y en los más distintos niveles de la cultura primitiva. Pero donde más claramente transparece el carácter ritual y sacro que la alimentación posee en estas culturas es en los banquetes festivales y en la selección y prohibición de determinados manjares.

En su forma más arcaica y esencial, una fiesta se halla integrada por cinco elementos: la abstención de trabajo utilitario, el indumento de gala, el servicio religioso en el templo -templo: lugar acotado, sólo transitable cumpliendo ciertas reglas religiosas y morales y apto para la contemplatio o visión venerativa del cielo-, la danza ritual y el banquete festival o festín. Un día de fiesta es, en suma, aquel en que el hombre, ritualmente libre de toda ocupación negociosa, del necotium, como luego dirán los romanos, quiere indicar su otium festivo, ritualmente también, a la consciente y gozosa instalación de su vida en aquello que para él constituye el fundamento último del mundo; esto es, en la idea que de la divinidad tiene el grupo humano a que él por nacimiento y educación pertenece. Sea cual sea su diverso contenido específico -la iniciación de los adolescentes, la muerte de un miembro de la tribu, la celebración colectiva de una victoria, de una cosecha o del buen éxito de una cacería-, en eso consiste la esencia misma de la fiesta; y puesto que la comida y la bebida en común son los actos en que más sensiblemente se manifiesta la alegría de vivir dentro de ese mundo cuyo último sentido se está entonces contemplando y expresando, el festín, el banquete festival, durante el cual todos los copartícipes olvidan cuidados y agravios, viene a ser uno de sus elementos esenciales. Hay festines, como los que en las islas de Trobriand y en Nueva Guinea sirven para celebrar la iniciación de los adolescentes, cuidadosamente preparados a lo largo de varios meses. Y si con tal motivo ha de ser sacrificado un cerdo, este es previamente paseado y mostrado por dos o tres aldeas, para ser asado luego a la vista de todos y ceremonialmente partido y distribuido más tarde entre los partícipes de la fiesta.

Íntimamente relacionadas con el totemismo la selección y la prohibición de ciertos alimentos tienen con frecuencia carácter ritual y pueden perseguir muy distintos fines. Por una parte, la propiciación mágica de la caza, la pesca o la cosecha a que pertenecen el animal o el vegetal ingeridos. Entre los ainus del nordeste asiático, cazadores de osos, uno de estos es ceremonialmente comido de cuando en cuando: los varones de la familia beben la sangre del animal, las mujeres y los niños comen su hígado crudo. Más clara aún es la función propiciatoria que la periódica ingestión festival de yuca, base de la alimentación de los indios uitoto, posee entre estos. En otros casos, ciertos bocados tenidos por exquisitos son objeto de prohibición ritual o quedan reservados para los ancianos de la tribu; así acontece con los machos cabríos y otras bestias entre los bergdama, y con la cola y la grasa de los canguros entre los aranda australianos. El sexo y la edad son también motivos frecuentes en la determinación de estas prohibiciones y preferencias alimentarias.

La antes mencionada distribución ceremonial de las partes del cuerpo del oso entre los ainus siberianos nos pone en la pista de otra importante intención mágica en la selección ritual y ceremonial de los alimentos: la posesión de las virtudes vitales atribuidas a aquello que se come y, de un modo más general, el logro de una mutación favorable en el destino individual y colectivo de los comensales. Sucede esto, de ordinario, en los pueblos primitivos de cultura más compleja y de prácticas empíricas y mágicas más desarrolladas y artificiosas. Sólo según estos presupuestos pueden ser entendidos los ritos que reciben el nombre de «comida del dios» o «comida del rey»: las propiedades de un organismo -tal es la creencia que las determina- podrían ser adquiridas ingiriéndolo ceremonialmente. Tomándolo de fray Bernardino de Sahagún, Thurnwald cita como ejemplo un rito de divinización canibalística vigente entre los aztecas precolombinos: cada año era elegido un miembro de la tribu como representante del dios Tezcatlipoca; durante todo ese período se le daba el nombre del dios, se le vestía con los distintivos propios de este, se le alimentaba con especial cuidado, y al fin era ritualmente sacrificado y descuartizado: su corazón se ofrecía al Sol y sus miembros eran servidos en la mesa de los nobles. Ritos parecidos han sido descritos en el Perú prehispánico, en Nigeria, en la India védica y en Egipto. El desarrollo de la agricultura dará lugar a prácticas intencionalmente análogas a las descritas, aunque muy distintas de ellas en cuanto a la materia del alimento ingerido. El rito manducatorio, en todo caso, no tiene ahora como objeto inmediato las semillas o los frutos obtenidos mediante el cultivo, sino el modo de su recolección y la confección de los alimentos que con tales semillas son luego preparados. Para que el trigo cosechado conservase toda su fuerza, los haces o gavillas formados durante la siega habían de tener, entre los más antiguos germanos y en otros pueblos primitivos, una determinada figura. Algo análogo sucedía con el pan, especialmente con el que se amasaba para celebrar determinadas festividades: las formas animales o humanas que se daban a ciertos panecillos servían, a través de asociaciones mágicas más o menos complejas, para adquirir como propia la «virtud» del ser así representado. Convertidas ya en motivos puramente folklóricos, no es infrecuente ver hoy, en los ambientes campesinos, ciertas supervivencias de estos antiquísimos ritos alimentarios. Carácter ritual y mágico poseía también el ofrecimiento a la divinidad de las primicias de la cosecha -la parte de esta más llena de «fuerza» vivificante- y sigue poseyendo, en algunos pueblos primitivos de las islas del Pacífico, el destino de los restos de la comida (Thurnwald, Rivers).

Apenas será necesario decir que en la historia de los alimentos hay dos etapas fundamentalmente distintas entre sí: la anterior y la posterior a la invención de dos de las más importantes técnicas ideadas por la industria del hombre: la agricultura y la domesticación de las especies animales comestibles. Antes de estas dos grandes hazañas, de las cuales hay ya vestigios a comienzos del Neolítico, los hombres comían las plantas y los frutos que espontáneamente les ofrecían el medio y la estación (bayas diversas, almendras, cocos, raíces, melazas, etc.) y los animales que eventualmente les proporcionara la caza (grandes animales, como el oso, el ciervo o el jabalí; mas también otros de talla más modesta, como roedores, pájaros y sus huevos, serpientes, tortugas, batracios, peces, moluscos y larvas de insectos). Naturalmente, la alimentación fue más vegetal durante los períodos cálidos del Cuaternario y más animal durante las épocas frías de este, más favorables a la vegetación. Van a cambiar radicalmente las cosas, acabo de decirlo, con la introducción de la agricultura y la domesticación. Parece que fueron los natufianos de Palestina quienes hace diez o doce mil años tuvieron por vez primera la idea de comer cereales, los cuales, mucho antes de ser técnicamente cultivados, eran cosechados en estado salvaje mediante hoces de sílex provistas de dientes. La agricultura y la ganadería ampliarán enormemente algo más tarde el ámbito de la alimentación humana, no sólo en cuanto a la variedad de las sustancias ingeridas, también en cuanto a su elaboración culinaria. Por otra parte, ambas permiten regular cronológicamente el consumo de los víveres mediante el establecimiento de depósitos, y hacen considerablemente menor, en consecuencia, la constante amenaza del hambre.

Poco es lo que sabemos acerca de la cocina prehistórica. Los huesos de mamífero partidos y los cráneos rotos parecen indicar cierto gusto por la médula ósea y los sesos. Los huesos carbonizados procedentes del Paleolítico más antiguo -por ejemplo, los hallados en los habitats de los sinántropos de Chu-Ku-Tien- indican que aquellos antiquísimos hombres sabían asar las carnes que consumían. Más tarde, en los yacimientos del Paleolítico superior, aparecen hornos rudimentarios, bajo formas de excavaciones en el suelo de unos 50 cm. de diámetro y 20 a 40 cm. de profundidad. Son análogos a los que todavía usan ciertos primitivos actuales en Polinesia y América del Sur. Se les calentaba mediante brasas o piedras ardientes; sobre ellas eran luego depositados los alimentos crudos (cuartos de mamífero, pesca, raíces) y se cubrían estos con ceniza y tierra. Muy antiguamente también fue conocida y practicada la técnica del estofado (Laming-Emperaire).



II. Durante su alfa histórico y desde un punto de vista social, la alimentación fue en su raíz misma un rito, una actividad sacral del hombre. Desde ese mismo punto de vista, ¿qué ha llegado a ser en lo que para nosotros constituye su omega, es decir, en las prácticas que la regulan durante esta segunda mitad del siglo XX?

Continuando, con las variantes que la vida actual suscita o impone, los variadísimos usos sociales que desde las culturas arcaicas hasta hoy se han constituido, la comida -el acto de nutrirse- puede ser hoy, y es de hecho, muchas cosas harto distintas entre sí: la reunión de los miembros de la familia en torno a una mesa común, cuando el trabajo individual o el individual capricho de ellos no ha roto todavía esta vieja práctica; la rápida ingestión, sobre el tajo en que penosa y precariamente se gana el pan de cada día, de las viandas traídas por el trabajador desde su propia casa («Hay en el mundo -solía decir Eugenio d'Ors- dos clases de hombres: aquellos para quienes el queso es un manjar y aquellos otros para quienes el queso es un postre»); la ocasión de tratar coloquialmente, las ostras y el turnedó o entre el café y el coñac, asuntos de orden político o de orden financiero; el ocasional festín laico con que se celebra la visita oficial de un mandatario, un triunfo electoral o la concesión a este o el otro señor de cualquier premio literario o científico; la libre asamblea de un grupo de amigos, bien para el concienzudo ejercicio del gusto de comer, bien para el logro del simple placer de estar durante un par de horas en mutua y elocuente compañía; el mero trámite nutricio para lograr o mantener una «línea» estética o una «forma» deportiva; tantas y tantas cosas más, según el género de vida, la ocasión, las posibilidades y las apetencias del sujeto que come.

Pero por debajo y a través de estas diversas figuras sociales de la comida, la alimentación del hombre ha llegado a ser, desde que en la primera mitad del siglo XIX se inició con rigor y método el conocimiento científico de la fisiología de la digestión y la nutrición, algo radicalmente nuevo, respecto de todo lo que hasta entonces había sido: una práctica técnicamente racionalizada. Acaso valga la pena examinar con algún orden los varios modos en que este decisivo proceso histórico ha tenido lugar. Comenzó a racionalizarse el hecho fisiológico y social de la alimentación cuando los hombres de ciencia de esa época -a su cabeza, Liebig y Wöhler; luego, docenas y docenas de ellos en todos los países cultos- iniciaron, a favor de métodos cada vez más rigurosos y exactos, el conocimiento de los procesos químicos en cuya virtud las sustancias alimenticias se forman en la naturaleza y llegan a ser digeridas y asimiladas por los organismos que de ellas se nutren. Es cierto que ya en la antigua Grecia, y de acuerdo con la visión de la naturaleza entonces vigente, existió una dietética que orgullosamente pretendía ser «racional» y «científica». No menos cierto es que en los años finales del Renacimiento, el italiano Santoro Santorio supo acometer por vez primera, mediante el empleo de la ingeniosa habitación-balanza que él había ideado, el empeño de calcular numéricamente la relación entre los alimentos ingeridos y los productos de desecho eliminados, y que los fisiólogos del siglo XVIII -Haller, Spallanzani, Réaumur- empezaron a someter a experimentación metódica el fenómeno de la digestión; pero sólo cuando, tras la obra genial de Lavoisier, Priest-ley y Scheele, llegó a ser la química ciencia exacta, por tanto verdadera ciencia, pudo emprenderse con éxito la fascinante tarea de investigar el mecanismo real de los procesos biológicos que en la naturaleza exterior y en el interior del organismo rigen y constituyen la nutrición de este.

Ante la mirada mental de cualquier hombre culto del siglo XX, no únicamente en la inteligencia de los actuales hombres de ciencia, el alimento, además de ser «pan», «carne asada», «merluza frita», «queso» o «tarta de manzanas», por tanto, lo que una persona tiene ante sus ojos cuando se acerca a la mesa o se sienta en el tajo para comer, es también, y a veces primariamente, una mezcla en proporciones diversas de hidratos de carbono, grasas, proteínas, vitaminas, agua, sales minerales diversas y algunas otras sustancias químicas. Si la molécula nutritiva es descompuesta durante la digestión en otras más sencillas -tal es el caso de los hidratos de carbono, las grasas y las proteínas-, la experimentación en animales, los estudios dietéticos, los análisis químicos y la investigación termológica permiten conocer, si no de manera exhaustiva, porque siempre habrá para el saber científico problemas no resueltos, sí con precisión y finura extraordinarias, tanto el lugar y el modo de esas transformaciones como sus consecuencias energéticas (producción de calor) y sus consecuencias plásticas (incremento o decremento del peso). Por otra parte, el empleo experimental de moléculas «marcadas» -aquellas en que artificialmente ha sido introducido un átomo susceptible de registro radiográfico- hace posible seguir con los ojos las diversas vicisitudes de su camino a través del organismo viviente. Los tres máximos recursos del conocimiento científico, la visión directa o indirecta de la realidad, el cálculo matemático y la imaginación interpretativa, se combinan de manera tan precisa como fecunda para reducir a claros esquemas racionales los complejos procesos químicos y calóricos de la digestión y la nutrición. Y puesto todo este saber al servicio de la tan intensa sed de salud, fuerza física y buena apariencia que opera en el alma del hombre actual, a nadie puede sorprender que la alimentación sea hoy en tantos y tantos casos, además del acto tradicional de «comer», el resultado de un cuidadoso cómputo previo de gramos, unidades vitamínicas y calorías.

Paralelo a este colosal esfuerzo por racionalizar científicamente el conocimiento de la alimentación humana, otro no menor ha tenido lugar, desde hace más de un siglo, en lo tocante al transporte, la producción y la preparación de los alimentos.

Es cierto que ya en la Antigüedad clásica hubo un dilatado comercio terrestre y marítimo de productos alimenticios, bien porque estos, como el trigo y el aceite, podían ser transportados sin corrupción durante semanas y semanas, bien porque una rudimentaria técnica de conservación, la salazón, permitía mantenerlos en condiciones satisfactorias a lo largo de no poco tiempo. Un escrito de los llamados «hipocráticos», compuesto, según toda probabilidad, a comienzos del siglo IV antes de J.C. -el titulado «Sobre las afecciones internas»-, muestra del modo más evidente que la salazón de pescado de Cádiz podía comprarse con facilidad en la ciudad de Cnido, colonia griega del Asia Menor. Con el descubrimiento de América y el progreso del arte de navegar, Europa enviará ciertas materias alimenticias al Nuevo Mundo (cerdos, aves, ovejas, vacas, trigo, centeno, uvas, frutos cítricos) y recibirá otras de él (patatas, tomates, maíz). Únase a este creciente tráfico de víveres el que desde China y las Indias Orientales traía a los países de Occidente arroz, té y especias, y se tendrá casi completo el cuadro del tráfico internacional de alimentos hasta bien entrado el siglo XIX.

Pese a tantas y tan importantes novedades, en modo alguno puede hablarse todavía de una verdadera racionalización en la distribución y el transporte de los productos alimenticios sobre la superficie del planeta. Tal empresa sólo será posible cuando el rápido desarrollo del ferrocarril y de la navegación a vapor permita lograr, por una parte, la celeridad y la puntualidad de la llegada de los alimentos desde el lugar de su producción al lugar de su consumo, y cuando la práctica de nuevas técnicas de conservación -muy en primer término, la congelación y el enlatado- otorgue, por otra, la posibilidad de prolongar casi indefinidamente el plazo de su utilización; esto es, durante la segunda mitad del siglo XIX. Los trenes llevan en pocas horas, desde el campo o la costa a la gran ciudad, frutos, carnes y pescados; los navíos a vapor, además de ser más rápidos que los de vela, pueden evitar los retrasos que tantas veces imponía a estos la irregularidad de los vientos: ya no será posible que una calma chicha en el centro del Atlántico convierta en inútil podredumbre la carga entera de un barco o de un convoy de ellos.

Antes de que las investigaciones de Pasteur hiciesen conocer el decisivo papel de los microorganismos en los procesos de fermentación y putrefacción, un francés ingenioso y emprendedor, Nicolás Apert, descubrió la posibilidad de conservar ciertos alimentos metiéndolos con limpieza en vasos o latas que luego eran herméticamente cerrados, y hacia 1880 comenzó a ser empleada la refrigeración artificial -el uso del hielo natural como recurso para la conservación de carnes y pescados era, por supuesto, muy anterior- para el transporte de víveres desde los Estados Unidos a Inglaterra. De un modo o de otro, ya en los últimos años del siglo pasado y en los primeros de este, los países productores de alimentos, Estados Unidos, Canadá, Australia, Argentina y Rusia, suministraban buena parte de los que se consumían en las regiones industrializadas de la Europa occidental.

El empleo masivo de la congelación como procedimiento para la conservación de las materias alimenticias y la consiguiente racionalización de su distribución nacional e internacional es, sin embargo, obra del siglo XX. El norteamericano Clarence Birdseye, muerto en 1956, ha sido llamado con toda razón «padre de los alimentos congelados». Durante su larga permanencia en las tierras del Labrador, como empleado de los servicios forestales de los Estados Unidos, descubrió que los peces capturados y colocados entre bloques de hielo con un tiempo atmosférico extremadamente frío son mucho más agradables al paladar que los congelados en el seno de una temperatura ambiente más elevada. Basado en esta observación, en 1920 logró construir la primera máquina de congelación rápida, e inició así una nueva era en la técnica de la conservación de los alimentos.

No sólo han sido ampliamente racionalizados el transporte y la preparación de los productos alimenticios; también su producción, tanto en el interior de los organismos vegetales o animales en que el alimento naturalmente se forma -empleo de fertilizantes, hibridaciones diversas, obtención de razas ganaderas nuevas, inseminación artificial, etc.- como en las fábricas destinadas, mediante la adecuada mezcla y transformación de tales o cuales materias primas, a la confección de alimentos dotados de alguna ventaja especial. Baste citar como ejemplo los afortunados esfuerzos del modesto e industrioso suizo Henri Nestlé para crear, hace ya más de un siglo, la harina dietética que había de dar fama universal a su nombre.

Al nuevo factor de racionalización, este de orden político y jurídico, había de añadirse a los de orden científico y técnico que hasta ahora hemos contemplado: el control oficial de los alimentos circulantes en el mercado, tanto para garantizar su pureza como para evitar su posible nocividad. Inglaterra fue el país que inició esta importante actividad legislativa y las prácticas a ella concernientes. A mediados de la pasada centuria, el inglés Friedrich Accum publicó, bajo el título de A Thesis on the Alteration of Foods and Culinary Poisons -comúnmente llamado luego, cuando se hizo popular, Death in the Pot, «Muerte en el puchero»-, un libro en el cual denunciaba no pocos casos de intoxicación alimentaria producidos por la desaprensión y el afán de lucro de ciertas empresas dedicadas a la industria y el comercio de la nutrición. El revuelo que produjo el libro de Accum movió a Thomas Wakley, director de la famosa revista médica The Lancet, a establecer por cuenta de esta un centro de análisis sanitarios, bajo la dirección del químico Arthur Hill Hassall; y los informes periódicamente emitidos por este centro fueron tan convincentes que muy pronto, en 1860, fue aprobada en el Parlamento británico la «Food and Drink Act», la primera ley en la historia de la humanidad formal y sistemáticamente consagrada a la policía científica de la alimentación. En ella era considerada acción criminal la adulteración culposa de los alimentos y las bebidas. Nueva Zelanda y Canadá siguieron sin demora el camino que Inglaterra había iniciado, y a continuación, cada uno en su fecha, todos los restantes países civilizados.

No sólo la adulteración tóxica de los alimentos es oficialmente controlada; también la pureza y la calidad de ellos. Trátase de evitar que el comprador, según la popular frase de nuestro pueblo, reciba «gato por liebre». ¿No ha sido este, por ventura, el proceder de ciertos empresarios poco dados al escrúpulo moral? Edwin F. Ladd, senador norteamericano por Dakota del Norte, hacía notar en 1904 que, puestos en conserva todos los pollos y todos los pavos de su Estado, distarían no poco de llenar los numerosos botes que bajo la etiqueta de «Pollo de Dakota del Norte» y «Pavo de Dakota del Norte» corrían entonces por las tiendas y los mercados de los Estados Unidos. Esta y otras campañas -a las que en 1908 se unió la resonante novela The Jungle, de Upton Sinclair, cuyas páginas tan crudamente presentan los entresijos de la poderosa industria cárnica de Chicago- movieron al presidente Theodore Roosevelt y al Congreso a promulgar el «Pure Food and Drug Bill», origen de la ulterior «Food and Drug Administraron» del Gobierno Federal de Norteamérica. Conocimiento científico cada vez más preciso del mecanismo de la digestión y la nutrición; gobierno técnico cada vez más riguroso de los múltiples procesos biológicos, térmicos, químicos y mecánicos que llevan consigo la producción, la preparación, la conservación y el transporte de los alimentos; severo control legislativo y policial -a la postre, científico- de la pureza y la calidad de los productos alimenticios: tales son las vías regias de la gran novedad histórica que nuestro siglo ha traído a la alimentación de los hombres la conversión de esta en una práctica técnicamente racionalizada. Un conocido slogan publicitario llama al vino de Jerez «sol de Andalucía embotellado». Teniendo en cuenta la gran cantidad de esfuerzos racionales que ha exigido la preparación industrial y la distribución comercial de un simple bote de leche condensada, ¿no cabría llamar esta, sin la menor hipérbole, «razón humana enlatada»? Basta contemplar cualquiera de las tablas en que se regula al gramo la cantidad de los distintos alimentos animales y vegetales que cada individuo debe ingerir, según su edad, sexo y estado, para descubrir de golpe, hechos cifras, la realidad y el resultado de ese fabuloso empeño de racionalización.

¿Quiere esto decir que la alimentación de los hombres del siglo XX es una actividad cotidiana enteramente «racional»? ¿Es sólo la razón científica la que hoy gobierna la nutrición humana? En modo alguno. Incluso en los países más civilizados y entre las personas más atentas a las prescripciones de la ciencia, opónense a ello tres hechos, diversamente combinados entre sí: el gusto individual, las convenciones sociales y las supersticiones relativas a la comida.

El gusto individual es con relativa frecuencia la exposición instintiva de una secreta necesidad biológica; gustan muchas veces los alimentos salados, por ejemplo, a aquellos Sujetos cuyo organismo necesita sal. Otras veces, en cambio, el gusto por tal o cual alimento es la consecuencia de vicisitudes biográficas -caprichos habituales, eventos diversos, consciente o inconscientemente elaborados- que nada tienen que ver con la necesidad o la conveniencia del organismo en cuestión. Una de las más bellas conferencias médicas de Marañón, la que en la madurez de su pensamiento dedicó al estudio del hambre, mostraba con sutileza y evidencia grandes la influencia de los factores psicológicos sobre el hecho biológico del hambre humana, sobre todo cuando esta se manifiesta bajo forma de «apetito». Esto es en definitiva lo cierto: que el gusto personal, sea cualitativo o cuantitativo el modo en que se expresa, hace infringir con gran frecuencia la ordenación racional de la alimentación.

Otro tanto cabe decir de tantas convenciones sociales. Quede aparte el problema que a este respecto puedan plantear las de carácter religioso: ayunos cuaresmales del catolicismo, mes del Ramadán de los musulmanes, abstención ritual de la carne de cerdo en estos y en los judíos, etc. Vengamos exclusivamente a los casos en que tales convenciones no son sino el término de una costumbre colectiva. ¿Por qué la carne de perro, alimento relativamente habitual en la antigua Grecia, produciría repugnancia en la mesa de cualquiera de los actuales países cultos? ¿Por qué -sin tener ahora en cuenta las buenas razones que a veces puedan abonar esta práctica- hay grupos sociales vegetarianos y otros que no lo son? ¿Por qué los percebes, tan estimados en España, causan inicial disgusto en tantos otros países? Los ejemplos de este orden podrían multiplicarse.

Viene, en fin, el curioso y nunca enteramente desterrado capítulo de las pequeñas supersticiones alimentarias. ¿Cuántas no son las personas, incluso en los países más civilizados, para las cuales los huevos de cáscara oscura son más nutritivos que los de cáscara clara, o los alimentos caseros más sanos y fortificantes que los comerciales, aunque estos ostenten la más solvente y científica de las garantías? No: la racionalización de la comida humana dista no poco de ser, incluso en los países más tecnificados, un hecho social sin excepciones ni fisuras. Sin caer en la superstición respecto de los alimentos caseros antes mencionada, cabe incluso preguntarse -como lo hacen esos individuos que los norteamericanos llaman food faddists, «maníacos de la alimentación»- si la refinación de los alimentos comerciales no irá en ocasiones, en aras de su buena apariencia o de la comodidad y la rapidez de su consumo, más allá de lo que desde el punto de vista de la fisiología y la higiene parece ser conveniente y recomendable.

Algo más grave cabe decir, sin embargo, acerca del ingente y creciente proceso de racionalización que desde hace un siglo ha experimentado la alimentación del hombre; algo cuyo carácter ya no es científico o técnico, sino ético. Desde este inexcusable punto de vista, una interrogación se impone: ¿para quiénes ha sido racionalizada la alimentación? Indudablemente, para las personas que pueden comer lo que quieren y cuanto quieren; por tanto, para las clases económicamente fuertes de los países más o menos desarrollados. Lo cual quiere decir que en la humanidad actual es posible distinguir, a tal respecto, cuatro grandes grupos de individuos: los que en todo momento pueden comer lo que quieren y cuanto quieren (clases acomodadas de los países civilizados y ricos); los que acaso puedan comer cuanto quieren, pero no lo que quieren (proletariado de esos países); los que comen algo que sin duda quieren comer, pero no en cantidad suficiente (una fracción del proletariado de los países subdesarrollados: gentes que principalmente se nutren de arroz, de frutos tropicales, etc.); los que, en fin, no pueden comer ni lo que quieren ni cuanto quieren (la fracción restante de ese proletariado). Con otras palabras: una gran parte de la humanidad actual no come lo que según la fisiología y la justicia debería comer. Como fenómeno planetario, no como ocasional o habitual espectáculo -la apariencia del mendigo que llama a nuestra puerta o por azar pasa a nuestro lado-, el hecho del hambre ha aparecido así ante nuestros ojos. Además de haberse racionalizado y tecnificado, la alimentación se ha convertido para el hombre del siglo XX en un problema ético genéricamente humano. Lo que hasta nuestro siglo, e incluso hasta la Primera Guerra Mundial, era una cuestión puramente privada o de muy escaso radio social, perteneciente, por tanto, al orden de la beneficencia o la caridad, ha llegado a ser una cuestión pública y universal, concerniente de lleno a la esfera de la justicia.

La «historia universal», simple concepto teológico (San Agustín, Orosio, San Buenaventura, Bossuet) o filosófico (Hegel, Comte, Marx) hasta bien entrada la actual centuria, es hoy para todos una ineludible realidad factual. Para los japoneses, los centroafricanos o los tierrafueguinos de la época, la Revolución Francesa y las campañas de Napoleón ni siquiera eran -para decirlo a la habitual manera periodística- «noticia». Hoy, en cambio, cualquier minúsculo suceso, el rapto de un avión en vuelo, el secuestro de un diplomático o el nacimiento de unos quintillizos, es objeto de inmediato conocimiento público y causa de cierta emoción colectiva en todos los países del planeta. ¿Por qué ha surgido tan importante novedad en la vida histórica de la humanidad? A mi modo de ver, por dos razones principales: el desarrollo de una técnica de la comunicación -prensa, radio, televisión- que hace posible la casi instantánea universalización de lo que en cualquier lugar acontece y la producción de una conciencia intelectual y moral -esa que paulatinamente han ido creando y difundiendo entre los hombres cultos o semicultos los pensadores y los escritores del mundo moderno- que exige sentir y vivir universalmente. Sin el singular carácter polémico que su formulador quiso darle, el mandamiento nietszcheano del «amor al distante» se ha hecho hoy difusa realidad social, porque nuestra técnica permite y nuestra conciencia intelectual y moral requiere que el «distante» nos sea «próximo», «prójimo». Rápidamente ha surgido en las almas del siglo XX una «conciencia planetaria», y el hecho del hambre habitual de millones y millones de seres humanos forma una importante parte de ella.

Dos modos principales ha adoptado esta reciente conciencia planetaria del hambre humana: la inquietud por la realidad del hambre de hoy y la preocupación por la posibilidad del hambre del futuro; y tanto esa inquietud como esta preocupación han suscitado una reacción a la vez intelectual y operativa en el homo sapiens y en el homo faber que siempre ha sido, y hoy más que nunca es, el hombre. De la necesidad puede hacerse virtud, ciertamente, mas también puede hacerse estímulo. Para algunos médicos ilustrados de la antigua Grecia, el arte de curar habría sido una respuesta de la inteligencia humana a las molestias que la alimentación agreste producía entre los primeros hombres. El aislamiento comercial en que la Europa napoleónica puso a Inglaterra hizo que los ingleses idearan la utilización de la remolacha para la obtención de azúcar. Pues bien: con sencillas prácticas nuevas o con técnicas mucho más refinadas y poderosas, esto es lo que frente al problema del hambre actual hace hoy el mundo culto. Entre esas diversas prácticas, ¿cómo no recordar el ordeñado de las vacas sagradas de la India, logro reciente del ingenio y la capacidad de persuasión de un misionero de la alimentación entre los hindúes, el suizo Lorenzo Pfersich? Pero las necesidades alimentarias de la humanidad actual requieren, como es obvio, medidas harto más eficaces y enérgicas.

En rápida enumeración, he aquí algunos ejemplos bien demostrativos. Bajo el nombre de CSM (iniciales, en inglés, del triplete «Maíz-Soja-Leche»), la institución norteamericana denominada Agencia para el Desarrollo Internacional viene distribuyendo entre la población subnutrida de ciertos países, principalmente la India, una mezcla de maíz cocido, soja y leche descremada en polvo, enriquecida con vitaminas y productos minerales, que por su baratura, su capacidad alimenticia y la comodidad de su empleo se ha mostrado especialmente eficaz para remediar el déficit proteínico de millones de niños. Semejantes a ella son las llamadas Bal Ahar, que una empresa harinera de la India fabrica con trigo, cacahuetes y leche; Incaparina, producto obtenido por el Instituto para la Nutrición de Centroamérica y Panamá a base de semillas de algodón, maíz, zahina, levadura y sustancias adicionales; Nutresco (Rhodesia), Arlac (Nigeria), Pronutro (Sudáfrica), etc. Aunque por distinto camino, hacia la misma meta se mueven los esfuerzos de los hombres de ciencia por obtener variedades de maíz ricas en el aminoácido llamado lisina, con las cuales llega a ser tres veces más rápido el crecimiento de los animales (investigaciones de Lynn, Mertz y Nelson en la Universidad de Purdue; «opague-2» de Colombia). Y junto a la utilización y el incremento de las proteínas vegetales, el empleo de proteínas animales no usadas hasta ahora como alimento. Con tal fin se ha obtenido el producto llamado FPC (iniciales, en inglés, de «concentrado de proteínas de pescado»), polvo blanquecino, inodoro e insípido que puede añadirse a la sopa o mezclarse con harina de trigo. «Hay en el mar peces bastantes -ha escrito David Snyder, pionero de la preparación del FPC- para cubrir las necesidades de proteínas animales de quince mil millones de personas.»

Pero acaso la novedad más llamativa y prometedora sea la que constituye la «chuleta de petróleo», pomposo y suculento nombre dado al polvo blanco e insípido, pero muy rico en proteínas, que se obtiene cultivando en petróleo- o en las parafinas que el petróleo deja como residuo, cuando se le refina- diversos organismos vegetales inferiores, tales como ciertas algas y algunos hongos y levaduras. No pocos países industriales -Inglaterra, Estados Unidos, Francia, la Unión Soviética, el Japón, Checoslovaquia- están trabajando en esta dirección y parece muy probable que pronto lleguen al mercado, a precios comprendidos entre las seis y las diez pesetas el kilo, harinas de una concentración proteica que acaso alcance el 80 %. Una nueva era de la alimentación parece comenzar. «La carne, que no es sólo fuente de proteínas, sino también de prestigio -escribe Charles Abrev-, conservará todo su atractivo entre los que puedan comprarla; pero los individuos restantes sucumbirán en menor número a causa de la desnutrición.»

El hambre de hoy el hambre del futuro: he aquí un tremendo y escandaloso problema de la humanidad actual, por cuya solución trabajan con ahínco la iniciativa privada, los Estados y las instituciones internacionales; a la cabeza de estas, dos organismos dependientes de las Naciones Unidas, la FAOFood and Agriculture Organization») y la OMS («Organización Mundial de la Salud»), que en estos últimos años están preparando un Codex Alimentarius universal, un cuerpo de normas científicas y prácticas que tenga en cuenta las posibilidades y las necesidades de todos los países del planeta y permita contemplar con cierta confianza el porvenir de los hombres. Visto en sus cifras, el crecimiento numérico de la especie humana hace estremecer a cualquiera. Fueron necesarios más de dos millones de años -el lapso temporal comprendido desde la aparición de los primeros homínidos hasta la primera mitad del siglo XIX- para que la población del planeta llegase a los mil millones de habitantes. Menos de cien años después, a comienzos del siglo XX, la humanidad alcanzaba los dos mil millones de individuos. En 1960 había sobre la Tierra unos tres mil millones de hombres, y se calcula que el año 2000, sólo treinta años después del nuestro, habrá algo así como seis mil millones. ¿Qué comerá, cómo comerá ese descomunal enjambre de criaturas para no morir de hambre? Junto a la evitación de una guerra atómica, la respuesta a esta pregunta -una respuesta que satisfaga tanto las exigencias de la fisiología como los imperativos de la justicia- es hoy, sin duda alguna, el más grave de nuestros deberes comunales.



III. La alimentación humana comenzó siendo un rito sacral apoyado sobre las incipientes actividades -caza, pesca, recolección de frutos salvajes, agricultura y ganadería nacientes- que entonces permitían ir obteniendo los alimentos ingeridos. Hoy, como hemos visto, ha llegado a ser una práctica técnicamente racionalizada, en torno a la cual aparece y opera un enorme problema ético, el hambre de quienes no tienen recursos para comer. Y cuando un problema ético afecta de manera esencial a la constitutiva limitación y a las ultimidades de la existencia humana -tal es el caso del hambre, a través de la cual transparece la mueca de la muerte-, ¿no es de algún modo sacral su carácter, aunque haya modos de entender la vida que rechacen de plano el empleo de tal adjetivo? Bien: que el cristiano, el marxista, el musulmán y el agnóstico moralmente sensibles den el nombre que quieran a esta dimensión ética del problema que hoy presenta la alimentación, y que muchos ciudadanos de los países ricos sigan saciando su apetito dos o tres veces al día sin pensar en el hambre de quienes no comen porque no tienen con qué. A través de tal diversidad y de tal indiferencia, un hecho salta a la vista: que en virtud de mecanismos bien distintos entre sí, el alfa y el omega de la alimentación del hombre, ponen a este, por la vía de la moral, ante las más hondas interrogaciones que le plantea el sentido de su existencia; en definitiva, que ese alfa y ese omega tienen, bajo tan abismales diferencias en su contenido y en su estructura, algo de común.

La inteligencia y la técnica del hombre, ¿llegarán alguna vez, por los caminos de la síntesis química o de la exploración espacial, a suprimir del horizonte de la humanidad el inquietante problema del hambre? La alimentación humana, ¿se convertirá por fin en un sencillo trámite vital enteramente exento de drama? Tal vez. Respecto de su propia vida, apenas hay algo, no contando la inmortalidad y la multilocación, que hoy parezca imposible a la estirpe de Adán: la más admirable y terrible, según el viejo Sófocles, entre todas las que componen el Universo.








La conquista de la felicidad

«La clase de fatiga más importante es siempre emocional en la vida moderna; la pura fatiga intelectual, como la pura fatiga muscular, tienen como único remedio el sueño. Toda persona que realiza un gran esfuerzo intelectual desprovisto de emoción -por ejemplo, cuentas minuciosas- disipa su fatiga diaria con el sueño. El daño que se atribuye al exceso de trabajo es casi siempre debido a alguna clase de turbación o de ansiedad. Lo molesto de la fatiga emocional es que se confunde con todo. Cuanto más cansado se está, más difícil es contenerla. Uno de los síntomas de la enfermedad nerviosa que se avecina, es la creencia de que el propio trabajo es enormemente importante y de que sería desastroso permitirse el lujo de unas vacaciones. Si yo fuera médico, prescribiría vacaciones a todo el que considerase importante su trabajo. Las enfermedades nerviosas, que aparentemente son producidas por el trabajo, en realidad se deben, en todos los casos que yo conozco personalmente, a alguna perturbación emotiva, que el paciente procura esquivar por medio de ese trabajo. Se opone a dejar su trabajo, porque, si lo hace, no tendrá nada que le distraiga de sus preocupaciones, cualesquiera que sean. Naturalmente que la preocupación puede ser el miedo a la bancarrota, y en este caso su trabajo está directamente relacionado con su preocupación, pero aun entonces su preocupación le inducirá a trabajar hasta que su juicio se perturbe y ocurra la bancarrota más pronto que si hubiera trabajado menos. En todo caso, siempre es la perturbación emocional, y no el trabajo, lo que ocasiona la enfermedad.»


Bertrand RUSSELL                




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