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Alfonso Camín, un poeta modernista

José María Martínez Cachero


[Nota preliminar: (Publicado en Boletín del Instituto de Estudios Asturianos, Oviedo, núm. 136, 1990, pp. 671-681).]

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¿Quién ha dicho que el centenario de un escritor (o cualquier otra conmemoración por el estilo) debe ser oportunidad sólo para la alabanza, incluso exaltada y desprovista de rigor? ¿Por qué, distintamente, no aprovechar la ocasión para poner en claro las cosas oscuras (si las hubiere), reivindicar lo necesario, colocar los puntos sobre algunas íes y, en cualquier caso, contribuir a que el recordado ocupe en la república de las letras el puesto que le corresponde? Ningún homenaje mejor, a lo que pienso, si bien acaso no lo estimarán así sus incondicionales a quienes -lo mismo que al sujeto de tal veneración- nadie pretende molestar. Ésta es mi postura en el caso presente, cuando voy a ocuparme de la obra en verso de Alfonso Camín (1890-1982).






ArribaAbajoSituación cronológico-poética de Alfonso Camín

Nacido en 1890, Alfonso Camín se corresponde cronológicamente con un tiempo literario que ya no era el de plena vigencia del Modernismo, sino posterior a ella y bastante distinto; atrás quedaban los años de nacimiento de (pongamos como ejemplo) Rubén Darío -1867- o (entre nosotros) Manuel Machado -1874-, Francisco Villaespesa -1877- y Juan Ramón Jiménez -1881-, adalides cada cual a su modo y momento de la innovadora corriente. Si atendemos, por tanto, a fechas de nacimiento, Camín -veintitrés años más joven que Darío, dieciséis que M. Machado, trece que Villaespesa y nueve   —92→   que el autor de Platero y yo- cae dentro de la década de los noventa, espacio propio de la Generación de 1927 -Pedro Salinas, 1891, y Jorge Guillén, 1893, son los mayores-, con la que poco o nada tuvo que ver nuestro poeta.

Algo muy parecido cabría decir respecto de títulos capitales en la marcha del movimiento modernista, los de Rubén a la cabeza: Azul salió en 1888, Prosas profanas en 1896 y en 1905, Cantos de vida y esperanza, el libro que testimonia la madurez del poeta nicaragüense; a estas alturas, M. Machado, Villaespesa y Juan Ramón cuentan en su haber con unos cuantos libros, ya que empezaron a publicarlos muy pronto -Alma (1900), Intimidades (1898), Ninfeas y Almas de violeta (1900), respectivamente-, mientras que Camín no saca Adelfas, su primer libro, hasta 1913.

1916 es el año de la muerte de Rubén Darío y para algunos estudiosos el final del Modernismo, cuando, además, algunos de sus fieles de la primera hora -digamos, en España, un Antonio Machado y un Juan Ramón- hace tiempo que comenzaron a despegarse de ese punto de partida; quedan inconmovibles o supervivientes, otros nombres también de la primera hora, esforzada y combativa -Villaespesa, Emilio Carrere, por ejemplo-, cuyos versos posteriores no significan variación y progreso respecto de lo consabido. Están, por último, otros más jóvenes, llegados cuando la batalla contra los hostiles al Modernismo había sido ganada -Camín figura entre ellos-. Todo es Modernismo -claro que no de análoga excelencia-, dado que este movimiento literario -y más que literario-, vanguardia o ruptura a su aparición, permite, sincrónicamente, tamaña variedad y acoge, diacrónicamente, tanto a los militantes de la primera hora como a los supervivientes de ella y rezagados en adelante, mas quienes, en virtud de su edad, son las postreras incorporaciones al mismo.

En 1916 el periodista y poeta Juan González Olmedilla recopiló en volumen, con el título de La ofrenda de España a Rubén Darío1, buena parte de las necrologías y homenajes aparecidos en la prensa española con motivo de la muerte de Rubén; entre sus colaboradores figura Camín, autor de tres sonetos bajo el título común de La vuelta del cóndor.

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Llamo la atención sobre este tríptico porque se trata (a lo que se me alcanza) de la primera aparición del autor en una publicación española colectiva (revista o libro), lo que no había sido posible hasta entonces, impedido, unas veces, por la edad de Alfonso Camín -¿cómo iba a estar en la revista Helios (1903-1904), incluso en la revista Renacimiento (1907); e, igualmente, en La Corte de los Poetas (1906), antología del Modernismo hispánico preparada por Emilio Carrere, o en la complementaria de Eduardo de Ory, La Musa Nueva (1907)?- y, en otras ocasiones, por su lejanía geográfica -emigrado en Cuba desde 1905 y residente en la isla hasta el regreso a España en 1914-2.

Destaco de este tríptico -poesía de circunstancias, originada por un acontecimiento luctuoso muy sentido3, y bien resuelto estéticamente semejante compromiso- el segundo soneto, que dice así:


La vuelta del Cóndor
Pan te presta la flauta en la espesura,
y es cada verso que tu amor burila,
un diamante que tiembla y que fulgura,
como gota de llanto en la pupila.
Tu Musa fuerte y, como fuerte, pura,
gana el heleno Parthenón tranquila,
en rojo cáliz el champaña apura,
copos de lumbre con los astros hila.
Con el Dios-hombre su dolor hermana,
con Diónysos su canto desenfrena,
con el laurel de Apolo se engalana,
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con el viejo tritón lucha en la arena...
¡Así tu Musa, para orar cristiana,
y para el goce y para el canto helena!



Echa mano el poeta de algunos procedimientos característicos de la poesía modernista, como las alusiones culturalistas de vario tipo -mitológicas: Pan, Diónysos, Apolo, tres divinidades invocadas en razón de la ayuda que prestan al poeta y a su musa, y cuya presencia otorga cierta majestad al conjunto, completada por otros elementos como el filohelenismo, «el heleno Parthenón», mero espacio de referencia-. Alusión, asimismo, de signo cristiano ese Dios-hombre citado junto a sus compañeros paganos, ayudador también de la musa del poeta; uno y otros, compareciendo en un plano de igualdad (a verso por mención). Mayusculización de la palabra Musa, procedimiento más que tipográfico muy grato a los modernistas4 y que en este ejemplo se repite en un intento de destacar su excepcionalidad, acreditada por la obra del poeta homenajeado. Añádase el claro aristocraticismo de esta pieza, traído por la invocación a objetos de bella o rica factura tales como «diamante», «champaña» y «laurel» (que, por ser de Apolo, queda divinizado y resulta, por ende, enriquecido), cada uno con su respectiva aureola que se difunde desde los versos en que están situados (tercero, séptimo, undécimo) al resto de la composición, inmersa en una singular atmósfera a la que contribuyen, por su parte, otros elementos del conjunto, así: la lumbre, los astros o el ornamental tritón.




ArribaAbajoEl modernismo «exotista»

Semejante denominación se debe a Juan Ramón Jiménez y procede de su artículo necrológico dedicado a Villaespesa, Recuerdo al primer Villaespesa, cuando recuerda la actividad desarrollada por su compañero literario en los primeros años del siglo: «Villaespesa seguía atravesando puertas y techos, como si fueran aire, en el mismo estado de inconsciencia disparatada,   —95→   entreabierta siempre la boca, molde palpitante de la palabra de su rito, fija la vista, tras los lentes de su miopía, en su fin. Menos Villaespesa, todo había cambiado en aquellos años. Ahora regían los simbolistas franceses y Góngora [...]», para continuar refiriéndose a su gran facilidad y brillantez, no bien administradas: «Cierto; bien administrado, Villaespesa habría sido tanto o más que cualquiera de los que entonces y ahora nos administramos tan bien; habría sido todo lo que era, lo que iba a ser en su juventud. El modernismo exotista [subrayo] parecía hecho para él; Villaespesa era él solo todo el modernismo exotista español, hispanoamericano y portugués. Los demás no fuimos sino accidente momentáneo5».

El modernismo que Juan Ramón llama exotista y que diríase exclusivo y excluyente en la época de lucha e implantación primera, tenía mucho de extraño y deslumbrante, tal como señalara Monguió respecto del peruano José Santos Chocano -una de las mayores admiraciones literarias de nuestro paisano quien, por otra parte, tanto se le parecía-, al escribir que éste «deslumbró a sus compatriotas (con) la irreprimible facilidad de elocución, la torrencialidad y plasticidad de sus imágenes, la amalgama que sus versos presentan de su visión de la naturaleza americana llena de exotismo [...] con los adornos de un incanismo o indianismo fastuoso y con un engolado hispanismo histórico, todo lo cual -que para nada afectaba las realidades del día- halagaba los variados atavismos de sus variados lectores o auditores6». Algunos de los rasgos característicos de semejante modalidad coinciden, curiosamente, con los aspectos de la poesía modernista más censurados por sus detractores, a saber: Galicismo (léxico, sintáctico y mental), que llega a convertirse en galomanía; Escapismo o Evasionismo -con otras palabras: reclusión en la tan invocada torre de marfil, haciendo oídos sordos a la realidad externa al poeta; creación o repetición de un mundo aparte con sus criaturas y rasgos peculiares-; Verbalismo -que es atención a la palabra sólo por sus constitutivos   —96→   fónicos, eligiendo así los vocablos de mayor sonoridad y brillantez-. Rebuscamiento, oscuridad, una especie de nuevo gongorismo parece aflorar en esta poesía. Amoralismo o inmoralidad (según los casos), irreverencia incluso cuando se recurre por los modernistas a un empleo a lo profano (sensual y erótico) de elementos sacros, en lo que repararían algunos eclesiásticos metidos a críticos literarios7. Exotismo -que incluye ingredientes tan diversos como orientalismo (las chinerías y japonerías), helenismo (la mitología clásica, en lugar destacado), refinado ambiente versallesco-dieciochesco (abates galantes, por ejemplo), el cisne, transformado en vistoso y elegante emblema-. Sucede que el modernista enragé que sería en todo momento Alfonso Camín cumple con semejantes rasgos.




ArribaAbajoLa poesía modernista de Alfonso Camín

Desde Adelfas hasta Poemas para niños de catorce años (cuya segunda edición vio la luz en 1970) transcurre la obra de Camín, formada por unos sesenta volúmenes, no todos ellos de verso, reeditados algunos con apreciables añadidos8, muestra fehaciente de un mantenido empeño pese a circunstancias biográficas nada favorables -emigración, cárcel, dificultades económicas-. Obra poética abundantísima, más extensa que variada tanto en temas como en técnica, fruto de una gran facilidad versificadora para la que cualquier motivo y momento constituían posibilidad beneficiable9. Pero la facilidad es mala musa cuando el poeta que la posee no acierta   —97→   -porque no quiere, o porque no sabe- a vigilarla merced a una conciencia autocrítica exigentemente seleccionadora que a Camín, desde luego, le falla; se trata de la «incontenible fuerza cósmica, superior y por encima de la voluntad del poeta», que dijo J. Díaz Fernández, causa de poemas extensos con demasía, donde se amontonan unas tras otras tiradas de versos insignificativas porque sólo repiten machaconamente. Quien lea con atención Elogio de la negra, uno de los poemas caminianos más conocidos y celebrados, advertirá lo vacuo y palabrero de tan lujoso despliegue, colorista y exótico, imposible de mantenerse en un nivel de importancia poética más allá de la simple mención enumerativo-narrativa -«negra de airosa falda guacamaya», «negra de fino pelo oscuro» o «negra que me bailaste un zapateo», «negra por quien de noche fui a un guateque», y así sucesivamente- y a lo largo de sus 258 versos, el primero de los cuales -el alejandrino trimembre «Negra, carbón celeste, carne de tamarindo»- supone (a mi parecer) un estimable hallazgo, por sí mismo y por el lugar que ocupa, al que muy escasamente prestan valioso acompañamiento los demás, tal como si en este conjunto se cumpliera el apotegma valéryano de que el primer verso lo dan los dioses, corriendo el resto a cargo del poeta.

La facilidad para acumular sin discernir tiene, entre otras consecuencias ingratas, la de que nuestro poeta parece encontrar dificultades a la hora del adecuado remate de la composición, lo que unas veces tendrá como salida (nada más que aparente) la repetición de alguna estrofa precedente sin especial relieve para el nuevo empleo -caso de La moza vaquera, cuya segunda estrofa («Bienaventurados tus sueños, vaquera [...]») será también por ello la séptima y última del poema-; otras veces se produce, tras la inacabable mención enumerativa, un claro descenso o anti-clímax, casual o no deliberado, que coloca en ese lugar de privilegio elementos -objetos, vocablos, comparaciones- bastante menos relevantes que algunos anteriores; el final de Credo, poema definitorio del personal talante caminiano, casi un autorretrato, ejemplo además de atrevida utilización a lo profano y sensual de objetos y hechos sacros, puede servir de ilustración al respecto pues ni su relevancia ni, tampoco, la coherencia guardada entre aquellos aconseja semejante colocación preferente: «¡Creo en el Viernes Santo de tus grandes ojeras, / y en el escapulario   —98→   que me aguarda en tu boca!». Un tercer caso de torpeza compositiva lo depara el final de poema consistente en un pegadizo innecesario, cuya presencia diríase inspirada por el deseo de agotar las circunstancias (mayores y menores) de la historia narrada, en abierta oposición al final misterioso o sugerente; ¿para qué (nos preguntamos) los cuatro últimos versos de El bandolero de estrellas, poema dignamente representativo del tópico y típico Alfonso Camín, con las prescindibles pregunta y respuesta acerca del escenario de la acción -«-¿Y pasó en Florencia, según vuestra ciencia?... / -Vano es otro punto que tu mente elija, / porque un bandolero, no siendo en Florencia, no roba una estrella para una sortija»-, que ya había sido indicado, cuando tendría cierre más conveniente una vez noticiada la suerte posterior de los personajes implicados en la historia?

En este y otros muchos casos resulta bien perceptible la profusión de palabras, no pertinente y vacua ya que se emparejan vocablos o se acuñan expresiones por lo común grandilocuentes, que muy poco tienen que ver con el motivo a que se refieren. ¡Cómo reconocer en el cuarteto que sigue, salvo lo de los «cuatro plintos de piedra» -(plinto, por otra parte, es base y no columna, como el poeta parece significar)- y sin haber recurrido previamente al título del soneto, que su protagonista es el hórreo!:


Ha mucho más de un siglo de brumas que altanero,
como el bastión agreste de una leyenda santa,
sobre sus cuatro plintos de piedra, se levanta
con el orgullo noble de un soñador austero.



¿No es más cierto que el bastión agreste y la leyenda santa, el orgullo noble y el soñador austero aplicados a un hórreo o a una panera nada sustancial de ellos revelan?

Si el poema (como quería Juan Ramón Jiménez) «debe tener una idea presidente», pues así no se convertirá «en un enredo de imágenes, un laberinto de ocurrencias, un amasijo de escapes», el caso de Alfonso Camín resulta, con harta frecuencia, negativo. En una reconstrucción sólo hipotética, pues Camín no hizo revelación alguna respecto de su proceso creador, diríase que nuestro poeta empieza a escribir y, muy pronto, se extravía; prosigue y acumula; repite y vuelve atrás; quiere acabar y no   —99→   puede; por fin, lo hace pero tramposamente, quiero decir, con las torpezas antes indicadas; ¿hubo a manera de un guión ordenador previo?, ¿se concedió algo a un vigilante y riguroso retoque posterior?

La facilidad caminiana encuentra territorio propicio para su despliegue en el poema no sometido a ninguna norma métrica -número fijo de versos, uso de ciertas estrofas-, lo que ayuda y perjudica al mismo tiempo, ventura y riesgo del poeta -recuérdese que Poe advierte en Filosofía de la composición acerca de los poemas extensos, a lo largo de los cuales (de sus muchos versos) es punto menos que imposible mantener la debida tensión poética-. Pero, ¿qué puede suceder cuando se somete de grado a la disciplina de la estrofa cerrada, digamos del soneto? Sabido es que Alfonso Camín era frecuente cultivador de tal estrofa y así lo prueban los libros como Cien sonetos, su tercer libro (aumentado en la edición mejicana de 1955 con otro centenar), pero creo que su reducción espacial no supuso para Camín aprendizaje o ejercicio de contención expresiva, ya que unas veces la serie continuada -caso de los tres compuestos a la muerte de Rubén Darío- ampliaba el espacio disponible y, en otras ocasiones, éste se ganaba con el empleo del dodecasílabo y del alejandrino con preferencia al verso endecasílabo.

No permitiría otra cosa el entendimiento de la estrofa y composición soneto profesado por nuestro poeta y declarado en El soneto, que se monta sobre la repetición de la palabra «catorce» casi verso a verso, palabra acompañada de variadas realidades -«ruiseñores», «mariposas», «resplandores», «rayos de colores», «rosas», «cuerdas (de arpa)», «torres almenadas», «plumas», «espadas»-, vistas sólo en su apariencia o externidad10.

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A diferencia de Rubén, que en parte de su obra -piénsese en Cantos de vida y esperanza- había querido y sabido «explorar lo arcano», dando así gravedad y hondura a sus poemas, sugerentes y conmovedores, cargados de inquietante misteriosidad, Camín, que, según confiesa en Autorretrato, «por falta de tiempo nunca pudo explorar» el contenido de su existencia, se condena a la corteza de la realidad como rasgo casi exclusivo (predominante, desde luego) de su obra, carente de la efectiva presencia de las íntimas soledades y de las galerías interiores del ser humano (dicho sea con prestigiada terminología). Autorretrato se inscribe en la lista de poemas autobiográficos tan dilectos a los poetas modernistas -bien conocidos son los compuestos por Manuel y Antonio Machado, o el mismo Rubén Darío, «Yo soy aquel que ayer no más decía [...]»-, pero el que hace Camín es solamente una suma de desplantes bravucones, falto de cualquier vislumbre de intimidad. Predominio de lo exterior, siempre, de lo cual parece sentirse satisfecho Camín ya tempranamente, puesto que en 1910 calificaba sus versos de «rudos» y los caracterizaba como hijos de un alma (la suya) «que no sabe de ensueños», caracterización que completaba al desearlos fuertes y altivos «cual las rocas» que hacen cara al mar, por el estilo de varones heroicos de nuestra historia grande -Pelayo, el Campeador- y, en definitiva, como el hombre Alfonso Camín era o se quería, de colosalístico modo: «¡Soy el mar de Cantabria, soy la Torre de Hércules; / soy las islas Azores, soy el mar de Colón!».

Tales alusiones -Pelayo, el Cid, Cristóbal Colón- llevan directamente a los poemas de asunto histórico debidos a Alfonso Camín, quizá ocasión idónea para la meditación acerca de hechos y personajes de cierta envergadura. La raza errante, La raza y Éxodo son ejemplo de poema histórico, de extensión más bien larga y, a lo que parece, inacabados por inacabables puesto que en ellos el catálogo de nombres y acontecimientos pudiera prolongarse casi indefinidamente, dando entrada en análogas condiciones de sólo mención enumerativa a otros individuos, sucesos y lugares; una prueba más de la apuntada profusión palabrera, que no se atenúa en ninguno de los tres casos por la apelación al propio autor -«Yo [subrayo] soy la raza errante que [...]», «Yo cautivo [...]», «la   —101→   España heroica que fue en un tiempo mía», respectivamente-; no existe, como eficaz contrapunto, algún matiz introspectivo.




ArribaFinal

Pero Camín -su obra poética- es, también versos aislados y felices que, de pronto, saltan por sorpresa de entre un conjunto anodino que pudiera -es un peligro cierto- aplastarlos bajo su peso; menos veces son poemas completos -algunos sonetos, por ejemplo- los que destacan bien por su sentimentalidad -suelen tener a Asturias como asunto-, ya por una sonora brillantez -a este particular puede señalarse la Serenata negra (del libro Carey, 1931-.

Muestra de la dicha sentimentalidad es el soneto titulado El retorno a la tierra:


Cuando retorno a la quintana, pienso
en lo que fui y en lo que soy; recorro
la altiva cumbre, el farallón inmenso,
el peñascal de donde salta el chorro
fuerte del manantial. El humo denso
del horno familiar. El abejorro
en los castaños. El maíz suspenso
de la panera en la heredad. El corro
de mozas en el baile y en la fuente,
el roble hermano que al terrón se aferra,
y me interroga inexorablemente:
si soy el roble con el viento en guerra,
¿cómo viví con la raíz ausente?
¿Cómo se puede florecer sin tierra?



Diestro manejo de la versificación (endecasílabos en este caso) por el poeta, que ahora se complace en el encabalgamiento -abrupto a veces (entre los versos 1 y 2, 4 y 5, 5 y 6, 6 y 7, 7 y 8); normal, otras (versos 2 y 3, 8 y 9)-; convoca una serie de elementos domésticos que crean el acento entrañable de la composición, rematada en crescendo por el segundo   —102→   terceto, donde la identificación de la persona que habla -el poeta- con el roble (su reciedumbre), las interrogaciones y la sugerencia que contiene el término «guerra» resultan pertinentes. Quizá lo sean menos «el abejorro» -poco significativo por sí mismo y, todavía menos, al lado de algunos compañeros- y, también, lo que viene a ser una triple reiteración del mismo (o casi) elemento: «cumbre», «farallón», «peñascal», que poseen análoga naturaleza rocosa.

Le faltó en vida al poeta Alfonso Camín una opinión crítica ajena responsable y orientadora, capaz de compensar el perjuicio causado por los elogios sin mesura de tantos admiradores de ocasión11; necesitado está Camín de una antología viva de su torrencial obra en verso12.





 
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