Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Alfonso el Sabio y la «General estoria»: tres lecciones

Francisco Rico



Portada



  —[7]→  

A Martín de Riquer
y José M. Blecua,
maestros.





  —[8]→     —[9]→  

ArribaAbajoTres tristes torsos

Tres tristes torsos -pues ni pueden ni quieren pasar de torsos- constituyen la magra sustancia de las presentes páginas. Ciertamente, parcial y provisional habrá de ser todo estudio de la General estoria, mientras no se concluya la edición iniciada por don Antonio G. Solalinde (I, Madrid, 1930) y continuada por Lloyd A. Kasten y Victor R. B. Oelschläger (II, 1 y 2, Madrid, 1957 y 1961). Pero me temo que el lento paso de la publicación (comprensible, por la envergadura de la empresa) desaconseja además a críticos y eruditos prestar demasiada atención al magnum opus alfonsí, ante el peligro de quedarse con la miel en los labios, a falta de las cuatro partes inéditas, apenas desbrozado el terreno de las dos accesibles. Por lo menos, no cabe duda de que la General estoria es la Cenicienta entre las escasísimas obras de verdadera altura de las letras castellanas medievales: pocos en número y limitados en alcance son los trabajos que se le dedican últimamente, y minúscula la atención que recibe en libros de conjunto (apenas treinta líneas en una   —10→   excelente y bien documentada Literary History of Spain que acaba de aparecer). En tales circunstancias, quizá pueda perdonárseme que saque a la luz los toscos apuntes que siguen, donde no he apurado ningún tema en particular, pero he pretendido indicar algunos esenciales para la comprensión del conjunto, y donde no he logrado llenar ninguna laguna, pero he aspirado a mostrar que sí las hay en nuestro conocimiento de la General estoria. Si la insuficiencia de mis esbozos promueve monografías cabales que los desmientan o los enmienden; si -sobre todo- hace sentir la urgencia de editar ya la totalidad del texto alfonsí, podré darme con un canto en los dientes. Créaseme que no es convencional captatio beneuolentiae expresar el deseo de ver pronto anticuado este tomito. He bautizado «lecciones» a los tres capitulillos que lo forman, no porque yo sea capaz de dárselas a nadie1, sino porque en buena medida he echado mano de la técnica de la «lectio» medieval: llamar la atención sobre ciertos pasajes y añadirles una glosa mejor o peor pergeñada. Como pocos se animan a apechugar con los gruesos volúmenes de nuestra crónica, he procurado ser generoso en las citas (a las que he añadido puntuación y acentuación, aunque no siempre seguras). Por brevedad, y en la óptima   —11→   compañía de doña María Rosa Lida, a menudo «designo con el nombre de "Alfonso" a los autores de la General estoria»; pero también atiendo a rastrear en varios puntos la intervención directa del Rey. Soy el primero en reconocer lo inadecuado de mi estilo: por desgracia, ahora mismo no tengo otro.2

Sant Cugat del Vallès,
septiembre y octubre de 1971



  —[12]→     —[13]→  

ArribaAbajoLa «General estoria»: género y génesis

  —[14]→     —[15]→  

ArribaAbajoLa tradición de la historia universal

«Laudate Dominum..., reges terrae et omnes populi» (Salmos, CXLVIII, 7, 11). El Dios de los cristianos no era una divinidad más en un Panteón nacional: «unus et solus verus», era el Dios de todos los reyes de la tierra y de los pueblos todos. Creador de cuanto existe, cuanto existe proclama la gloria del Señor («caeli enarrant gloriam Dei», Salmos, XVIII, 2), como obra y testimonio de Dios. Y en Él se realiza en última instancia la unidad de la especie humana: por referencia a Él quedan abolidas la raza, la patria y la ciudad. No puede sorprendernos, pues -R. G. Collingwood lo apuntó con admirable tino3-, la   —16→   honda simpatía que el pensamiento cristiano hubo de sentir por la historia universal. El género apenas tentó a los intelectuales clásicos; demasiado fieles a la experiencia individual, demasiado apegados a los asuntos nacionales y a la interpretación más doméstica del concepto de oi)koume/nh, en buena medida estaban faltos de un aglutinante eficaz para dar coherencia a una amplia visión histórica del universo. El propio Polibio no sólo mantuvo al mundo clásico como omnipotente centro de gravedad, sino que también necesitó forjar, por encima del variopinto enjambre de diosecillos menores, una entidad, Tique, capaz de prestar un sentido unitario a la selva de sucesos narrados (I, IV, 1). Y justamente Tique (o la Fortuna), en tal contexto, está a un paso de la Pronea estoica4 (la Pronea del estoicismo cosmopolita característico del helenismo) y, por ahí, se acerca a   —17→   la Providencia cristiana. Pero el Dios de ambos Testamentos se ofrecía sin más como fuente de inspiración y punto de convergencia de la historia, que, por ello mismo, marchaba casi ineludiblemente hacia un contenido universal. En efecto, todo cuanto ha ocurrido y ocurre -o simplemente existe- forma parte del plan divino y atestigua la acción del Señor. La historia de raíz verdaderamente cristiana, así, abarca la tierra entera y se abre con la primera manifestación del obrar de Dios. Nada, por otra parte, puede resultarle extraño: para ella, incluso la naturaleza es historia, historia sagrada.

La Antigüedad clásica, por boca de los «philosophi mundi huius», había concebido el tiempo humano como un ir y venir de ciclos, un perpetuo retorno de las mismas cosas («circuitus temporum», escribía San Agustín, De civitate Dei, XII, XIII, 1). Pero la nueva mentalidad debía adoptar muy otras convicciones, dependiendo como dependía de un dato capital: «Semel enim Christus mortuus est pro peccatis nostris; resurgens autem a mortuis, iam non moritur» (ib., XII, XIII, 2). Cristo murió una sola vez y no ha de volver a morir. La singularidad del hecho tenía que agudizar la conciencia histórica, hacer patente el carácter único e irrepetible de todo otro acaecer5, que quedaba, por ende, en la perspectiva (cronológica y espiritual)   —18→   de la Redención. Si el Salvador tenía una fecha, todo podía y debía datarse. En general, el tiempo pide un antes y un después: «Quod enim fit in tempore, et post aliquod fit, et ante aliquod tempus» (id., XI, VI). Y Jesús ha fijado una línea a que nadie puede ser ajeno; en el curso de la historia se perciben ahora dos etapas limpiamente subrayadas: antes de Cristo y después de Cristo

Era cuestión de empezar: tras dividir en dos, la tendencia natural llevaba a subdividir6. La historia se reparte (sin quebrarse) en épocas o períodos de características mejor o peor definidas, marcados a uno y otro extremo por este o aquel evento memorable. Las dos etapas esenciales, por caso, se convierten en tres muy fácilmente. Basta recordar el pacto de Dios con Moisés, anuncio y aun adelanto de la buena nueva de Cristo, y se descubrirá un triple orden de «temporum intervalla»: antes de la ley (mosaica), bajo la ley y bajo la gracia. «Nam fuit primitus ante legem; secundo sub lege, quae data est per Moysen; deinde sub gratia, quae revelata est per primum Mediatoris adventum» (San Agustín, Enchiridion, CXVIII). O bien, puesto que el trabajo de la Creación se extendió a lo largo de seis días y la vida del hombre se escinde en seis etapas, ¿por qué no han de reconocerse también seis edades en la historia de la humanidad? Así lo afirmó San Agustín (especialmente en el De Genesi contra   —19→   Manichaeos, I, XXIII, 35-43) y así lo sustentó con tenacidad la Edad Media, en tanto la correspondencia se adecuaba perfectamente a la visión de un cosmos resuelto en analogías de toda especie (cf. abajo, págs. 80, 127). Dos, tres, seis períodos... Poco importaba el número, y cabía incluso combinar diversas pautas. Lo decisivo era que la venida de Jesús abría una nueva página y que, con ella, la cronología ganaba un valor hasta entonces inédito: asignar una fecha a un hombre o a un suceso equivalía a ponerlo a la luz del plan divino, de la revelación de Dios en el tiempo humano con que se identificaba la historia7.

Pero hay más. Si Cristo dividía los tiempos a lo largo, igualmente Él y la senda que llevaba a Él los dividían a lo ancho. Desde siempre, en lo trascendente, la humanidad se ha partido en dos linajes: uno vive «secundum hominem» y, antes de Jesús, se encarna fundamentalmente en los pueblos gentiles; otro vive «secundum Deum» y, hasta la llegada del Mesías, se confunde en particular con Israel. San Agustín llamó a tales   —20→   linajes «ciudad terrena» y «ciudad de Dios» («civitates..., hoc est... societates hominum», XV, I, 1); y, sabiéndolos mezclados en el mundo, los separó en la perspectiva escatológica, enderezándolos al reino eterno o al eterno tormento (ibid.). La formulación agustiniana fue originalísima, por supuesto; pero en esencia la idea era tan antigua como el cristianismo, y sus implicaciones historiográficas se habían dejado sentir mucho antes del De civitate Dei. Es fácil comprender por qué. Por un lado, la mezcla de los dos linajes humanos, en la tierra, pedía un enfoque conjunto y un marco universal; la referencia común (pero con distinto signo) a Cristo y al destino último de las dos ciudades exigía también una consideración unitaria. Por otra parte, mezcla no significaba confusión, y al historiador cristiano no le era dado olvidar que unas veces se enfrentaba con el error y otras se hallaba ante la verdad: sus páginas albergaban una polaridad y se estructuraban forzosamente según un esquema dual.

Unidad y dualidad no pueden ya estar más claras en las Crónicas (221) de Julio Africano: ahí, en una minuciosa secuencia cronológica que arranca de la Creación (y quisiera llegar al fin de los tiempos), se concuerdan tanto como se oponen, a doble columna, hitos bíblicos y sucesos gentiles. Tal concordancia y tal oposición, realzadísimas mediante el recurso a las columnas paralelas, se afianzan decisivamente, casi un siglo después, con los Cánones crónicos de Eusebio de Cesarea (hacia   —21→   el año 303). La Edad Media conoció tan sólo la segunda parte del libro -los Cánones propiamente dichos-, traducida, ampliada y puesta al día (hasta el 378) por San Jerónimo. La versión latina se abre con unos catálogos genealógicos de reyes y emperadores («Regum series») que reaparecerán, más o menos refundidos y completados, en incontables anales y cronicones medievales. Luego, los Cánones criban el sincronismo de la historia sagrada y la historia profana a lo largo de cinco edades cuyos límites combinan ya los grandes momentos de una y otra «ciudad» (la primera edad: de Abraham a Troya; la cuarta: de Darío a la Pasión). Una cronología seguida, desde Abraham, va trenzándose con otras parciales, de acuerdo con los años de los reinados y los calendarios de los diversos pueblos8. No se crea ver ahí un mero propósito de datación exhaustiva. Las ristras de números podrían antojársenos un vano alarde de erudición, pero rebosan de sentido, pese al laconismo propio de unas tablas sinópticas. Pues sucede que la cronología se ha potenciado como arma polémica. En efecto, incidiendo en un camino ya frecuentado por los primeros apologistas, Eusebio y Jerónimo aspiran a demostrar   —22→   que la cultura judía es más antigua que cualquier otra y que, por lo mismo, la ejecutoria de nobleza del cristianismo es también harto más ilustre. La doctrina de Evémero, que reducía el Panteón de la mitología clásica a un cortejo de héroes, sabios y soberanos divinizados por la admiración popular, había tenido una entusiasta recepción en las filas cristianas9. Con la base evemerista, así, los Cánones pretendían establecer el floruit de los dioses antiguos: situarlos a tal o cual altura de los tiempos equivalía a denunciarlos como mortales. No es de extrañar, pues, que las tablas de Eusebio y Jerónimo fueran un instrumento precioso para dar forma a más de un libro De civitate Dei en que San Agustín se encrespa con especial brío frente a las divinidades grecolatinas, así como para orquestar el concierto de desgracias de todos los pueblos que Orosio compuso Adversum paganos.

Pues bien, es obvio que la historiografía universal en la Edad Media europea no puede disociarse de la fortuna de los Cánones crónicos. Pero quizá resulte paradójico, a primera vista, que los continuadores directos de Eusebio y Jerónimo abrieran una vía importante hacia el cultivo de la historiografía nacional, por lo menos en Hispania.   —23→   El gallego Hidacio, así, toma los Cánones en el punto en que San Jerónimo dejó la pluma y los lleva hasta el año 469. El vasto plan de aquellos, sin embargo, se achica forzosamente en las páginas del Chronicon que quisiera ponerlos up to date. El Imperio se ha quebrado, las noticias no locales escasean10 y, en la Península, el enfrentamiento de romanos y godos da relieve a sucesos que se hubieran postergado de contar con una información más amplia. El resultado es que los materiales hispanos (más de una vez fechados por la aera peculiar) crecen extraordinariamente en la obra de Hidacio, en la misma medida en que disminuyen los de Pirineos afuera.

Y la situación se acusa cuando van superándose las diferencias entre indígenas e invasores y se abre paso un nacionalismo de nuevo cuño. «Post Eusebium Caesariensis ecclesiae episcopum, Hieronymum toto orbe presbiterum, nec non et Prosperum [de Aquitania], atque Victorem Tunnennensis ecclesiae Africanae episcopum», Juan de Bíclaro, obispo de Gerona, prolonga los Cánones hasta finales del siglo VI11. Mas, si se compara su apéndice con los de Próspero y Víctor de Tunnuna, pronto se echa de ver que la proporción de datos nacionales ha aumentado en forma notabilísima. «El mundo histórico, tal como lo   —24→   concibe Juan, es [...] distinto del de las Crónicas anteriores; prescinde de la antigua unidad, para mostrar dos centros extremos de interés: al Oriente, el Imperio de los Romanos de Constantinopla; al Occidente, el reino de los Godos de España; por lo demás, los Persas, los Longobardos o los Sarracenos sólo son nombrados como enemigos del Imperio, y los Francos sólo aparecen como enemigos de los Godos. En consecuencia, la cronología va ordenada por los años de los emperadores; pero al lado se expresa siempre el año del rey godo correspondiente. La [...] grieta entre la España de Hidacio y el Imperio se ha ensanchado»12, si no «hasta la separación completa», sí hasta el punto de provocar una tensión peligrosa entre el universalismo de los Cánones y el espíritu harto provinciano de la actualización del Biclarense.

San Isidoro sin duda se dio perfecta cuenta de semejante tensión y advirtió que se imponía repensar a la altura de los tiempos el planteamiento de la labor historiográfica. En vez de producir criaturas híbridas -hubo de pensar-, más valía deslindar los terrenos y conceder a cada uno un tratamiento peculiar. De tal modo, reserva para la Historia Gothorum (provista de apéndices en torno a vándalos y suevos) la información sobre   —25→   la Hispania contemporánea y sobre la genealogía de sus nuevos señores; y en la Crónica mayor (luego compendiada en las Etimologías, V, XXXVIII-XXXIX)13 ofrece una historia universal con cronología corrida, desde Adán, a la que superpone las seis edades agustinianas. En esta, Julio Africano, Eusebio y sus continuadores son objeto de síntesis y, en más de un sentido, de mejora: la unificación cronológica, así, refuerza la perspectiva ecuménica; en ocasiones asoma la observación personal; el epílogo contiene una fina reflexión sobre la consumación del tiempo en el mundo y en el hombre. Figuras y hechos de la Biblia, de la mitología y del mundo antiguo aparecen relacionados, por la datación, pero discriminados por la estructura sintáctica y por la disposición desnudamente analística (a personaje nuevo, a cambio de época, nueva oración o cambio de párrafo). Claro que se trata de un libro demasiado apretado, «nimia breuitate collectum»14. Mas lo compensa el buen orden de la exposición, la riqueza de pormenores curiosos (sobre grandes caudillos -digamos-, inventores de artes y oficios, héroes y sabios de leyenda...), la adecuada proporción entre noticias universales y nacionales.   —26→   Las entradas referentes a la Península, en efecto, son las suficientes para hacer justicia al papel de Hispania en el concierto de los pueblos, sin traicionar el criterio selectivo que preside la Crónica ni el vasto diseño propio del género. Y, a su vez, la Historia Gothorum sitúa bien la posición de los protagonistas en el ámbito universal, sin invadir dominios historiográficos ajenos. El Loor de España con que se abre la obra15 certifica que Isidoro pretende escribir una historia nacional, pese a ceñirse a los avatares de los godos, y, como quien «sabe bien lo que en la nueva edad del Occidente significa el germanismo, confunde la historia de España con la del "antiquísimo pueblo" emigrante introducido en ella por Ataulfo»16. Es, pues, confusión consciente (un pacto, si se quiere) y operada, en su momento, por razones bien comprensibles17. Pasada la borrachera goticista del temprano siglo VII, sin embargo, se echará en falta una relación cabal del pretérito de esa morada geográfica que el Laus Hispaniae celebra a beneficio de sólo una facción de las gentes que   —27→   la han habitado, y no habrá otro remedio que recurrir a las crónicas universales. Pero, ya sin el fino discernir y el talento de Isidoro para la síntesis, se volverá con mayor o menor acierto a la vía de Hidacio y el Biclarense, se incidirá en el compendio más elemental y falto de mesura o se caerá en la compilación tosca de cuantos materiales se tienen a mano. En la Edad Media, a grandes rasgos, la historia quedará como el alma de Garibay, entre el cielo y la tierra. La historia nacional pecará de excesivos preliminares universales; la historia universal, de provincianas conclusiones nacionales18. Cada historiador querrá ser él y sus antecesores de toda suerte; y, por ahí, la historia universal concebida en tiempo de los Padres cristianos seguirá siendo el germen poco menos que de cualquier manifestación historiográfica. Veámoslo en unos cuantos casos peninsulares.

¿Es lícito considerar «epítome histórico universal»19 a la parva Crónica Albeldense, escrita en Oviedo en 881 (y adicionada dos años después)20, o vale más tratarla de historia nacional?   —28→   No se nos impone una determinada respuesta. Cierto que el autor atiende particularmente a la escena española y concede la parte del león al Imperio, los godos, los reyes cristianos de la Reconquista y los invasores sarracenos. Pero no lo es menos que la noticia sobre los árabes, por ejemplo, se remonta a Sara, Agar e Ismael; que a los godos se los entronca con Gog y Magog, y que el Ordo romanorum regum extracta la Crónica de Isidoro manteniendo muchos de los materiales enteramente ajenos al dominio ibérico. Con todo, da igual de qué lado se venza el fiel, mientras se repare en el desequilibrio y en los dos platillos en juego. En la Albeldense importa ver cómo las primeras muestras de la historiografía astur-leonesa, aparecen en la órbita de influencia de la vieja historia universal21. En tal perspectiva están especialmente   —29→   los capítulos preliminares, repertorio de informaciones y mirabilia geográficas (Exquisitio totius mundi, De septem miraculis mundi), guías cronológicas (Ordo annorum, De sex aetatibus) y otros complementos que el autor debió considerar útiles para la comprensión del conjunto. Curiosamente se prefigura ahí un modo de proceder alfonsí: la utilización de diversos saberes al servicio de la historia. Mas en la Crónica Albeldense nos interesa ahora señalar el forcejeo del enfoque nacional con el enfoque universal y la incapacidad de delimitar los terrenos correspondientes a uno y a otro.

Tal incapacidad podría relacionarse con el singular destino de la Península -encrucijada de múltiples pueblos, cada uno con larga ejecutoria más allá de la Piel de Toro-, si no se documentaran análogas vacilaciones en toda la Europa   —30→   medieval. Lógicamente, la indeterminación se acusa en las formas historiográficas menos elaboradas, como son las sujetas al patrón de los anales y de las genealogías. Buen ejemplo es el Liber Regum, compuesto en romance navarro entre 1196 y 1209, y «constituido por una historia genealógica universal, sagrada (genealogía de Adán a Cristo) y profana (sucesión regia en los imperios persa, griego y romano, hasta Eraclius y Mahoma), más unas genealogías de los reyes godos y asturianos (hasta Alfonso II), de los jueces, condes y reyes de Castilla, de los reyes de Francia, y del Cid»22. El común denominador de todo ello y la moraleja implícita de la obra pueden compendiarse en una convicción: «non est enim potestas nisi a Deo» (Romanos, XIII, 1). Pero, antes que cualquier tesis, en el Liber regum se refleja la antigua concepción de la historia como un conjunto coherente, sin piezas sueltas. No sorprenderá, así, que la Crónica general de España de 1344, al inspirarse sustancialmente en una refundición del Liber Regum y abrirse con una silva de noticias universales, complete la información del texto navarro con un abundante uso de los Cánones crónicos: es una comprensible vuelta a las fuentes23.

  —31→  

O consideremos la Crónica de Alfonso III24, de la penúltima década del siglo IX. La obra se presenta como una Chronica Visegothorum, continuación de la Historia Gothorum isidoriana, de Bamba a Ordoño I. Sin duda lo es; pero no es sólo eso. En efecto, el estudio de la tradición textual deja fuera de duda que la Crónica de Alfonso III circuló formando cuerpo con los Cánones de Eusebio y Jerónimo, las actualizaciones de Próspero, Víctor y Juan de Bíclaro, la Crónica y la Historia de Isidoro, la Crónica de 741 y seguramente alguna otra pieza (verbigracia, un Laterculus regum Visigothorum y la Historia Wambae de Julián de Toledo)25. Restaurada en ese contexto, y aunque en su materialidad pueda juzgársela «de tipo meramente nacional, no mixto, como la Albeldense»26 o el Liber Regum, la Crónica resulta ser un simple apéndice a una compilación de historia universal. Y la línea de avance, naturalmente, no   —32→   se detiene ahí: el fragmento patrocinado por Alfonso III es a su vez objeto de continuaciones o pasa a integrarse en reelaboraciones de algún corpus historiográfico parejo al que él mismo prolonga; reelaboraciones (así en Pelayo de Oviedo o la Crónica Najerense) que ofrecen una última parte más o menos original, pero sienten la necesidad de partir «ab exordio mundi» y de un panorama de toda la humanidad. Se explica que el interés del estudioso moderno recaiga sobre esa conclusión de contenido nuevo27; sin embargo, para hacer justicia al autor y a la época, conviene no perder de vista que está integrada en un contexto más amplio.

Es que todo abonaba semejante proceder. El ideal de autoridad y de tradición pesa decisivamente en la Edad Media. La religión, por ejemplo, se centra en la creencia en una progresiva revelación de Dios (Creación, Ley de Moisés, Redención, Iglesia...), en una transmisión legítima de la potestad sacerdotal y en una infalibilidad de la doctrina acumulada, a lo largo de los siglos, por los Padres y el magisterio ordinario que interpreta la Escritura. La sangre y la herencia son las fuentes mayores del poder político y económico. En la literatura docta es esencial el modo en que la obra nueva se liga a la antigua a través de la   —33→   imitatio de los auctores. La etimología, que comprende las realidades presentes por el escrutinio de sus orígenes (reales o supuestos)28, es una verdadera forma de pensamiento29, y no sólo en lo lingüístico: no en balde la enciclopedia más popular del período consiste en un manual de etimologías.

Por ahí y por muchos otros caminos, la mentalidad medieval está habituada a inquirir los principios de las cosas y a subrayar las continuidades. En España, las obvias dimensiones religiosas de la Reconquista hubieron de reforzar la conciencia de que los azares de la Península entraban especialmente en la «historia sagrada» del mundo, es decir, en la realización universal de los planes de Dios: «cum eis [con los sarracenos] Christiani die noctuque bella iniunt et quotidie conflingunt, dum predestinatio usque divina dehinc eos expelli crudeliter iubeat», escribe la Crónica Albeldense30; y la Historia Silense se siente constreñida a poner la invasión árabe en línea con la aparición del paganismo, el arrianismo final de Constantino y la misma herejía de los godos31.   —34→   La lucha contra el moro, por otro lado, se dejaba entender como el esfuerzo por restablecer precisamente una continuidad rota y obligaba a volver la vista atrás, a un ámbito nacional que se ofrecía a la vez como inicio y como meta.

De ahí, en parte, la notable fortuna de las formas historiográficas mixtas, con copiosos antecedentes universales y apéndices hispanos más o menos desarrollados. De ahí, también parcialmente, que sea en el arcaizante reino de León, sede de una vigorosa convicción neogótica (de acuerdo con la cual la monarquía leonesa entronca sin quiebro con la corona visigoda)32, donde se produce la obra maestra de ese género híbrido: el Chronicon mundi (1236), de don Lucas de Tuy. Entra en una dialéctica bien familiar que el intento más serio de desembarazar la historia española del lastre universal se realizara en la innovadora Castilla. Cierto, en la Historia de rebus Hispaniae (1243, 1246), don Rodrigo Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo, aligera notablemente los acostumbrados preliminares bíblicos e imperiales -manteniendo el énfasis en la trayectoria prehispana de los godos-, para encerrarse ya más decididamente en el solar de la Península. Pero el hábito de enfrentar en la historia la narración de los avatares de diversos pueblos, el prurito «etimológico» y la tradición cronística precedente   —35→   son todavía demasiado fuertes; y el Toledano dedica un tercio de la obra a las vicisitudes peninsulares y extrapeninsulares de romanos, bárbaros y árabes. Lo hace en forma de excursos finales, y el cuerpo del libro sin duda gana en unidad y rigor de método. Con todo, un examen detenido de la obra prueba que no se ha conjurado aún por completo el fantasma de la vieja historiografía universal. Y hay más: el propio don Rodrigo, al parecer, elaboró una versión refundida del Chronicon Pontificum et Imperatorum Romanorum de Gilberto, y, en cualquier caso, ese remaniement acompaña a muy antiguos y autorizados manuscritos de la Historia de rebus Hispaniae, más de una vez unida también a una Divisio orbis tripartita y aun a la crónica de Martín Polono33. ¿Proyectó o favoreció el Toledano la inclusión de tales obras, a modo de complemento, en los códices de su trabajo? Por lo menos cabe afirmar que no rompían el diseño del conjunto, antes se ajustaban singularmente al espíritu de buena parte del libro, de los preliminares a los apéndices sobre latinos, bárbaros y musulmanes, a través de las secciones «de origine et primis actibus Gothorum». No resultaba fácil, bien se ve, olvidar el ámbito ecuménico, kaqoliko/j, dibujado por los primeros historiadores cristianos.



  —[36]→  

ArribaAbajoLa «Estoria de España» y la «General estoria»

Eran necesarias las desangeladas páginas que anteceden para situar en la debida perspectiva la labor historiográfica de Alfonso el Sabio. Antes de subir al trono, en 1250, Alfonso ya se ocupaba «in cronicis»34; pero tal interés sólo parece haber cuajado en forma memorable unos veinte años después, en el segundo y más importante período de su actividad literaria35. Hacia 1270, en efecto, el Rey pone manos a la obra en una ambiciosa y nueva historia nacional. «Mandamos ayuntar -dice- quantos libros pudimos auer de istorias en que alguna cosa contassen de los fechos d'Espanna [...], et compusiemos este libro de todos   —37→   los fechos que fallar se pudieron della, desdel tiempo de Noé fasta este nuestro» (pág. 4 a)36.

El propósito, pues, era rastrear en las fuentes todas las noticias relativas a la Península y abrir la Estoria de España con la primera de ellas. Tal precisión nos permite apreciar al punto un par de diferencias esenciales del proyecto alfonsí respecto al Chronicon del Tudense y la Historia del Toledano: frente al obispo de Tuy, que partía de la Creación y abarcaba la tierra entera, se pretenden aislar ahora los materiales que tocan directamente a la morada ibérica; frente al arzobispo de Toledo, va a concederse atención minuciosa a la edad pregótica. Y frente a uno y otro se ensancha considerablemente el marco de lo hispano, hasta extenderlo en verdad de mar a mar: «Ca esta nuestra estoria de las Españas general la levamos Nós de todos los reyes dellas et de todos los sus fechos que acaescieron en el tiempo passado et de los que acaescen en el tiempo present en que agora somos, tan bien de moros como de cristianos et aun de judiós -si ý acaesciesse en qué-, et otrossí de los miraglos de Nuestro Sennor   —38→   Dios quando y acaescieron et quando acaesçieren en el tiempo que es de uenir» (pág. 653).

La amplitud de miras en la determinación de lo español, así, iba a conciliarse con una rigurosa concentración en la geografía peninsular. Pero hay que conceder que la última parte de dicho plan no llegó a cumplirse satisfactoriamente. Por enésima vez se interpuso la tradición de la historiografía universal, para desviar hacia un mar más vasto el cauce hispano de las aguas. No pienso, desde luego, en las no raras explicaciones sobre personas o cosas foráneas relacionadas con España, en las referencias ocasionales a sucesos de importancia general, ni en las sistemáticas alusiones a la cronología del Papado, el Imperio y el reino de Francia. Todo ello es perfectamente oportuno y no rompe en absoluto las proporciones. No atiendo a eso. Reparo más bien en algún hecho tan saliente como el que sigue: de los 616 capítulos que Alfonso dio por válidos, 341 se dedican a la historia de Roma, y entre ellos son inmensa mayoría los «relatos que originariamente nada tienen que ver con [Hispania]»37. Y precisamente esa extensa sección (no voy a detenerme en otros pormenores) se pliega notablemente al esquema y los datos de los Cánones crónicos...38

  —39→  

La Estoria de España, pues, no supera plenamente la tensión que hemos venido registrando entre la historia nacional y la historia universal: ésta se cuela desmesuradamente por la parte antigua, como tantas veces desde siglos atrás. La conciencia de tal desajuste39 y la insatisfacción consiguiente pudieron ser parte a decidir al Rey a abandonar la redacción de la obra. Efectivamente, los materiales básicos de la Estoria (sobre todo, la versión del Toledano), reunidos y aun revisados por Alfonso antes de 1271, no recibieron una elaboración definitiva sino hasta el capítulo 616, que seguramente estaba ya compuesto en abril de 127440. Entre 1270 (año en que se documentan labores previas a la ejecución del libro) y 1274, por tanto, se desistió de completar la Estoria de España. Y creo que es fácil comprender por qué, si, como todo parece indicar, se acepta que el designio de escribirla nació casi simultáneamente   —40→   a otro empeño todavía mayor: la compilación de una gigantesca historia universal. En ella, en la General estoria, el soberano aspiraba a narrar «todos los fechos sennalados, tan bien de las estorias de la Biblia como de las otras grandes cosas que acahesçieron por el mundo, desde que fue començado fastal nuestro tiempo» (I, pág. 3 b), incluyendo, por supuesto, a «todos los reyes d'Espanna [...] fasta el tiempo que yo comencé a regnar»41. La doble empresa alfonsí tiene toda la apariencia de haber sido una puesta al día y un perfeccionamiento de la idea isidoriana, según los criterios de exhaustividad propios de la época: por un lado, una historia nacional, pero ya no identificada con la del pueblo godo; por otra parte, una historia universal, pero llevada hasta el momento de la redacción y con tanto hincapié en lo peninsular como en lo forastero. Pero, en marcha uno y otro libro, el rey hubo de advertir que la Estoria de España se desbordaba hasta adquirir ímpetu de crónica universal (como se echa de ver en los centenares de capítulos sobre el Imperio Romano), en tanto la escala a que había sido concebida la General estoria permitía acoger en sus páginas la materia hispana. De tal forma, la General estoria contenía y anulaba a la Estoria   —41→   de España: y Alfonso olvidó ésta y se concentró en aquélla.

Veamos algunos hechos que justifican semejante interpretación. En febrero de 1270, el monarca toma en préstamo a la colegiata de Albelda y a Santa María de Nájera una veintena de códices que sin duda necesita para sus trabajos42. Los más pudieron servir tanto para la historia universal como para la nacional, pero hay alguno (así la Tebaida de Estacio) que únicamente cabía utilizar en la General estoria. Es lícito deducir, por lo mismo, que el proyecto de ambas obras surgió en un solo impulso (o, por lo menos, en fechas muy próximas, pues se acumulaban fuentes para la Segunda parte de la General estoria al par que para el arranque de la Estoria de España). La redacción de la crónica nacional debió iniciarse en primer término, porque muy al principio de la General estoria se cita «la nuestra Estoria de España» a propósito de los hunos, es decir, a propósito de un tema tratado en el capítulo 401 del libro en cuestión43. Ello implica que la General estoria se empezó antes de abril de 127444, cuando   —42→   aún no se había postergado la Estoria de España, sino que se pensaba proseguirla a la vez que la historia universal. Cierto: en ella, por ejemplo, se escribe que «este nombre [de Esperia] duró e dura aún en esta nuestra tierra quanto en el latín, mas desque uino el rey Espánn púsol nombre "Espanna" del su nombre dél, assí como lo auemos Nós departido en la nuestra Estoria de Espanna, en el comienço, e lo departiremos aún en esta en su logar adelante». Ahora bien, más allá de la página donde se hace tal advertencia -muy al principio, repito, de la General estoria- no vuelve a hallarse ninguna mención de la Estoria de España. Al contrario: cuando llega el momento de cumplir la promesa de «departir» las gestas del rey Espán, la Segunda parte de la historia universal recoge un dato que de ningún modo se habría excluido de la crónica nacional, si no se la hubiera abandonado tiempo atrás45.   —43→   Cuánto tiempo atrás, no puedo precisarlo: sabemos que la Estoria de España se había dejado de lado antes de 1274 y que la Cuarta parte de la General estoria circulaba ya en 128046. Entre esa fecha y la muerte del Rey (1284), posiblemente se escribieron las partes Quinta y Sexta, últimas que conocemos, si bien parcialmente47. Pero a mi   —44→   propósito actual sólo importa que en el decenio de los setenta Alfonso el Sabio se desentendió de la Estoria de España a beneficio de la General estoria48.



  —[45]→  

ArribaAbajo¿Una biblia historial?

Así, en Alfonso X, la historia universal acaba por triunfar sobre la historia nacional, en un episodio mayor en los revueltos caminos de ambas modalidades. Porque la General estoria es sin duda una «historia universal», cuya armazón se ajusta a los Cánones crónicos, en tanto los materiales que la completan proceden de cuantas fuentes tiene el Rey al alcance. No me satisfacen los intentos de explicar la obra en la perspectiva de otro género, y aun me pregunto si no responden a un error de óptica. Como es sabido, conocemos hoy poco más de una treintena de manuscritos del magnum opus alfonsí. Con ellos podemos reconstruir íntegramente las partes Primera, Segunda y Cuarta, y parcialmente la Tercera y la Quinta; de la Sexta sólo nos queda un fragmento inicial, cortado abruptamente al llegar a los padres de la Virgen49. Quiere ello decir que el período   —46→   cronológico abarcado en la General estoria tal como se conserva coincide esencialmente con el del Antiguo Testamento. Y por ahí50 pudo surgir la idea de definir la crónica universal de Alfonso como «una biblia historial, esto es, una narración basada en la historia sagrada con intercalación de noticias referentes a otros pueblos»51.

El marbete de «biblia historial» suele aplicarse por excelencia a la Historia scholastica, de Pedro Coméstor52, y extenderse a sus adaptaciones (más o menos fieles) en lengua vulgar, y en primer   —47→   término a la francesa de Guyart des Moulins53. Coméstor pretendía (y logró) dar un resumen de la parte histórica de la Escritura, provisto de comentarios que aclararan el sentido literal de los pasajes menos llanos. En bastantes capítulos, la narración bíblica lleva un mínimo apéndice de incidentia, o enumeración de figuras y hechos mitológicos y profanos coetáneos. Era sin duda un trabajo muy útil para guiar a los principiantes, casi ahogados en el océano de estudios escriturísticos que produjo la Edad Media54; y, convertido en libro de texto, conoció una inmensa fortuna. Desde luego, no le faltó eco en España (vale la pena señalarlo, aun con datos provisionales, para apuntar ya la singularidad de la General estoria). En las huellas de Coméstor, en efecto, don Rodrigo Jiménez de Rada compuso un Breviarium historiae catholicae, de la Creación a la Redención55. La propia Historia scholastica se tradujo al portugués, abreviada y monda de incidentia, en los mismos   —48→   días de Alfonso el Sabio56. Y, a través de una magra secuela provenzal, llegó a ser leída en catalán57.

Pero ¿cabe considerar a la General estoria descendiente de Coméstor al mismo título que esos derivados peninsulares? De ningún modo. Obviamente, para la parte bíblica de su obra Alfonso usó largo a «maestre Pedro»: en él aprende a anotar pormenores de la Escritura (palabras, personas, realia...), a conciliar discrepancias, a añadir complementos legendarios, etc., etc.58 No podía ser de otra manera. En la Edad Media, la Biblia iba siempre de la mano con la «tradición», que en el siglo XIII había llegado a cifrarse en la Historia scholastica y en la Glossa ordinaria59: la una   —49→   y las otras andaban tan emparejadas en la lectio divina, que más de una vez se rompieron las fronteras60, y, si la Glossa se interlineaba en el texto sagrado, la Historia parecía formar con él una unidad61. Y, al habérselas con el relato bíblico, los compiladores alfonsíes se atuvieron a los usos corrientes y concedieron a Coméstor la misma importancia que tenía en las aulas donde ellos se habían acercado al Libro. Mas eso no significa que la Historia scholastica sea «guía inmediata»62 para el conjunto de la General estoria, ni que, por tanto, sea licito tratar a esta de «biblia historial».   —50→   Las diferencias abultan demasiado. Veamos las principales.

Coméstor (o tal vez su adicionador Pedro de Poitiers, si realmente el manuscrito primitivo sólo llegaba a los Evangelios) cierra la Historia scholastica con la muerte de San Pedro y San Pablo, en coincidencia básica con los Hechos de los Apóstoles. Frente a ello, Alfonso anuncia el propósito de abarcar «todos los fechos sennalados, tan bien de las estorias de la Biblia como de las otras grandes cosas que acahesçieron por el mundo, desde que fue començado fastal nuestro tiempo» (I, página 3 b). Tal confesión, que no puede menos de evocarnos el preámbulo de las Metamorfosis (I, 3-4: «ab origine mundi ad mea [...] tempora»), fija un marco cronológico perfectamente acorde con la tradición de la historiografía universal en la Edad Media, pero, según es obvio, incompatible con los límites definitorios de la «biblia historial». Y no se trata de una promesa aislada y sin meditar. De la primera a las últimas páginas conservadas, el Rey insiste en su deseo de tratar materias muy lejanas del período bíblico. Explícitamente, así, remite a una época a que la Historia de Coméstor, por definición, no podía extenderse: «como vos contaremos adelante en las razones de la quinta e de la sexta edad» (I, página 57 b); o asegura que se ocupará de «todos los reyes d'Espanna [...] fasta el tiempo que yo comencé a regnar» (I, pág. XXIII, n. 2).

De puro evidente, no hace falta detenerse más   —51→   en el rasgo diferencial. Tan sólo conviene recordar que el exhaustivo planteamiento diacrónico de Alfonso es solidario de un universalismo sincrónico ajeno a «maestre Pedro», la razón de ser de cuya obra estaba en la sujeción a la Escritura, en tanto los parvísimos datos sobre los gentiles («de historiis [...] ethnicorum») eran enteramente prescindibles sin traición al objetivo primordial. Por supuesto, en la porción conocida (y no hay medio de saber hasta qué punto se redactaron «las razones [...] de la sexta edad», vale decir, de Cristo en adelante), la General estoria necesariamente debía tomar la Biblia como eje del relato y concederle gran atención. Para quien quería empezar ab ovo, ¿dónde sino en el Antiguo Testamento cabía hallar una base histórica y cronológica fidedigna? Eusebio y Jerónimo habían construido los Cánones sobre la espina dorsal de la datación bíblica, superponiendo a ella, desmenuzadas, las varias cronologías particulares; e Isidoro había unificado el sistema de fechación, reduciéndolo a los años del mundo según la hebraica ueritas. En ambos casos, el hilo conductor lo proporcionaba la Escritura; y al cronista medieval no le era dado buscar otro. No había pueblo, además, de que se conociera tal caudal de noticias seguidas como del hebreo; y también por ahí, así, los libros sagrados se imponían como primera fuente histórica. En fin, para un autor del siglo XIII, particularmente atento a rastrear la revelación de Dios en el tiempo, la Biblia contaba   —52→   una historia de importancia muy superior a cualquier otra y, por consiguiente, se ofrecía como forzoso punto de partida: no adoptarlo habría significado una inconcebible ruptura de toda jerarquía. ¿Y cabe imaginar, por caso, que la Summa Theologica se abriera tratando del hombre (y no «De sacra doctrina»)?

En la parte antigua, una crónica universal de la época ineludiblemente tenía que proceder como lo hizo la General estoria: «Nós en tod este libro [I, XI, correspondiente a las mocedades de Moises, al principio del Exodo]63 la estoria de la Biblia auemos por áruol, a que acordamos de nos tornar toda uía como a linna, cada que acabamos las razones de los gentiles, que contamos en medio» (I, pág. 288 a). De tal explicación no cabe concluir en absoluto que «estamos [...] ante una biblia historial [...] fiel al modelo del género»64, sino ante una historia del mundo anterior a Cristo. Al contrario, Pedro Coméstor no intercala las diversas referencias a los gentiles «en medio» del relato bíblico, sino que las acumula, dejándolas en los puros huesos, al final de algunos capítulos; no desgrana los datos profanos uno por uno y los interpola en el correspondiente nivel cronológico de la historia sagrada, al modo alfonsí, sino que los relega en bloque a una sección de incidentia   —53→   que puede corresponder a otro amplio y variado bloque escriturístico. Ya hemos visto que para Alfonso lo importante es consignar «todos los fechos sennalados», ya sean bíblicos o no («tan bien de las estorias de la Biblia como de las o tras grandes cosas...»). Pero aún debe añadirse que llega a insinuar una cierta contrariedad («maguer que...») por no poder realizar íntegramente su propósito, supuesto que la principal cantera de información, la Escritura, es más unilateral de lo que el Rey quisiera: «Las tierras e las yentes de que la nuestra Biblia, del Uieio o del Nueuo Testamento, fabla mayormientre que de otras, son aquellas que ouieron uezindades e contiendas con el pueblo de Israel; e maguer que ['aunque'] nós ayamos a coraçón de fablar en esta Estoria de toda tierra e de toda yent e de todo fecho que acaesca, peró, diremos mayormientre daquello de que la Biblia fabla» (I, pág. 383 b). ¿Habrá que subrayar que tales planteamientos serían imposibles en la Historia scholastica?

Es inexacto afirmar, por otro lado, que «de la compilación de Pedro Coméstor deriva inmediatamente la inserción de la gran mayoría de las noticias extrabíblicas» registradas por la General estoria; y aún responde menos a la realidad explicar que si en la Segunda parte (última publicada) «es considerablemente más alta [que en la Primera] la proporción de los insertos mitológicos, ello se debe a que en la Historia scholastica es considerablemente más alta la proporción de los incidentia   —54→   correspondientes a los libros de Josué y Jueces que la de los correspondientes al Pentateuco»65. Para empezar, los incidentia de Coméstor no pasan de una compendiosa selección de Eusebio y Jerónimo. Y basta un ligero conocimiento de los métodos alfonsíes para sospechar que, teniendo ambos textos al alcance, el Rey no iba a servirse del extracto, sino de la fuente más rica y precisa: los Cánones crónicos.

El cotejo confirma en seguida tal suposición. Veámoslo en un caso muy claro, a propósito del citado libro de Josué. Tras resumirlo y exponerlo, Coméstor recoge en unas pocas líneas (diez, en la Patrologia Latina) apenas media docena de incidentia protagonizados por Erictonio, Busiris, Fénix y Cadmo, Europa y Júpiter, Dánao (col. 1272), y sin excepción procedentes de los Cánones. Frente a ello, «en medio» de «las razones» de Josué (II, 1, págs. 3-124), Alfonso trata con mayor o menor extensión (entre unos renglones y muchas páginas, según la información que posea) de Busiris, Japis66 de Creta, Hermes, «la yent de los cimiris», el rapto de Europa por Júpiter, Cadmo y Fénix, los orígenes de Troya, Latona, Asterio, Erictonio, Dánao, Vozeses (i.e., Vesozes), los escitas,   —55→   las amazonas y otros muchos personajes y lugares vinculados o no a los antedichos. Es obvio que semejante procesión no puede derivar de Coméstor. Ahora bien, un repaso a los Cánones crónicos, en los años correspondientes, deja fuera de duda que al mechar con tal nómina la narración bíblica Alfonso se ha atenido fundamentalmente a la pauta de Eusebio y Jerónimo (con frecuencia, por si hiciera falta, puntualmente citados), completándolos con materiales espigados en otras autoridades (la Estoria de los Aláraues, el Libro de las generaciones de los gentiles, el Panteón de Godofredo de Viterbo) e insertos en un determinado contexto merced a las relaciones que permitía establecer la cronología de los Cánones.

La Historia scholastica, pues, no es «el principal modelo de Alfonso» para combinar «el relato y comentario bíblicos con breves indicaciones de historia profana»67. Que «breves» son ciertamente los incidentia de Coméstor, pero no los capítulos de la General estoria sobre el mundo gentil. A decir verdad, las respectivas proporciones no son siquiera comparables. Así, en el libro de Josué, recién examinado, «maestre Pedro» trae setenta veces más historia sagrada que pagana, mientras en Alfonso una y otra se equilibran en extensión; en el período de los Jueces, los incidentia de Coméstor no se llevan ni la décima parte del total, en tanto el Rey de Castilla dedica a los sucesos   —56→   extrabíblicos unas diez veces más páginas que a los bíblicos...68 Es que Alfonso, sencillamente, atiende a la ciudad de Dios y a la ciudad terrena de acuerdo con los datos que conoce en cada momento, bien lejos de la concentración de la Historia scholastica en la Escritura, pero muy apegado a las lecciones de universalismo de Eusebio de Cesarea.

Con Eusebio entronca también el esencial diseño analístico de la General estoria. Alfonso, en efecto, desea llevar el relato de año en año, según un minucioso esquema cronológico que lamenta no hallar en la Biblia: «Sabed que nin Moysén nin Jherónimo, como quier que lieuen la estoria de la Biblia por los annos, non la lieuan por la cuenta dellos departiendo las estorias diziendo: "Esto contesció en tal anno e esto en tal"» (I, página 595 a). Pero el Rey no puede permitirse esas imprecisiones. La necesidad de conjugar la historia sagrada y la historia profana en una sola historia «general», de la humanidad toda69, lo fuerza a adoptar para su obra la estructura (no el laconismo) de los anales. «Nós [...] auemos mester   —57→   estos departimientos [es decir, unas divisiones de año en año] por los fechos et por las estorias e por las razones de los gentiles que enxerimos en la estoria de la Biblia, e auemos otrossí mester annos sennalados de la linna [de los Patriarcas]70 que nombremos en que contescieron aquellas cosas de los fechos de los gentiles e los metamos allí en la estoria» (I, pág. 595 b). Distribuir la materia «por la cuenta de los annos» era método de trabajo, ya ensayado en la Estoria de España71, que resolvía de un plumazo el problema de la organización de las diversas noticias; pero era también un tributo a los orígenes de la historiografía cristiana y al ecumenismo que la inspiró. La estructura analística casaba admirablemente con el gusto del Rey por lo exhaustivo, por decir «la uerdat de todas las cosas e [...] nada encobrir» (I, pág. 3 b). Alfonso quería, por ejemplo, «contar la estoria toda [de los jueces de Israel] como contesció e non dexar della ninguna cosa de lo que de dezir fuesse» (II, 1, pág. 130 b), o, a propósito del rey   —58→   Arcas, hijo de Júpiter, «poner en esta Estoria tod el su fecho e la su razón complidamientre» (I, página 596 a). Ese afán de exhaustividad (tanto para lo hebreo como para lo gentil) lógicamente se deleitaba en el prolijo desmenuzar la historia en años. De ahí las disculpas cuando debe dejar unas casillas en blanco, por falta de datos72; de ahí la desazón cuando las fuentes no precisan una fecha73; de ahí las explicaciones cuando decide infringir la norma, al encontrarse con una figura excepcional74, al tratar un asunto cuya cohesión pide «leuar la estoria toda unada fasta que acabemos   —59→   tod el fecho» (I, pág. 341 b), al verse obligado a dar antecedentes75.

Las «estorias de los fechos de los gentiles», pues, se casan con la secuencia bíblica rigurosamente «segund sus tiempos» (I, pág. 266 b). Es obvio que ni ello ni la traza de anales tiene nada que ver con los usos de Coméstor, que relega a un apéndice fácil de extirpar los manojos de incidentia y a quien es extraño el interés de Alfonso por la cronología. El Rey, en efecto, atribuye a esa ciencia un alto valor (volveremos sobre el punto) y la cultiva fervorosamente. Para el Antiguo Testamento, como sabemos, lleva «esta Estoria [...] por los annos de la uida del padre de la linna o del mayor de los doze linages o del qui assennoró en su tiempo sobrel pueblo de Israel»; y, en su caso, echa mano también de los anales de la gentilidad: «Pero sobresto es otrossí de saber que muchos annos fallaredes en que se cuenta la estoria por los reyes gentiles, como por los annos del rey Dario, e por los de Alexandre el grand, e del rey Arthaxerses, e de otros reyes gentiles daquellos tiempos, e de los romanos otrossí, como de Julio César e Otauiano César e   —60→   dotros reyes de quien oyredes adelant en esta Estoria» (I, pág. 267)76. Así, la narración se remansa cada paso en sincronismos por el estilo del siguiente:

Andados ocho annos de Othoniel, juez de Israel, et quarenta e tres de Amitens, rey de Assiria, et ueynte e ocho de Choras, rey de Sicionia, et treynta e ocho de Dánao, rey de Argos, et quarenta e siete de Ramesses, rey de Egipto, murió Amphiteón, rey de Athenas, et reynó empós éll Pandión, quinto rey dallí, quarenta annos. Este Pandión fue fijo...


(II, 1, pág. 137 a)                


Pero ¿qué es todo ello? Lisa y llanamente, un poner en prosa las tablas numéricas de Eusebio   —61→   y Jerónimo, donde al igual que la cronología bíblica77 se desgranan uno a uno los años de los reinados paganos. Y, para la parte conservada, los Cánones crónicos son el modelo constructivo y la guía mayor de la General estoria. Ellos proporcionan el esqueleto a que Alfonso debe prestar carne y sangre, con ayuda de «muchos escriptos e muchas estorias [...], los más uerdaderos e los meiores» (I, pág. 3 b), entre los que figura el manual de «maestre Pedro», desde luego, pero sin función estructural.

Es lícito conjeturar, pues, en ciertos aspectos, cómo se elaboró la General estoria78. El punto de partida lo suministran Eusebio y Jerónimo, cuyos casilleros cronológicos van provistos -cuando corresponde- de una «etiqueta» o sucinta mención de los casos, cosas y personas que tienen que   —62→   ver con cada «anno sennalado». Alfonso añadiría nuevas etiquetas a algunos casilleros de los Cánones, de acuerdo con los informes de otras autoridades (pudo usar de historias universales como la de Isidoro, la Chronographia de «Sigiberto» de Gembloux y, sobre todo, especialmente en la primera parte, el Pantheon de «maestre Godofré» de Viterbo), y posiblemente incluiría anotaciones sobre las fuentes de cada particular: un pasaje de Ovidio, la Estoria de Tebas, Orosio, Monmouth, etc., etc.

Con tal plano a la vista y sujetándose bien a «la cuenta de los annos», los compiladores podían repartirse el trabajo sin gran dificultad, seguros de que los fragmentos preparados independientemente se ajustarían en buena medida. Así (y claro está que hablo en hipótesis), los encargados de la parte bíblica y los responsables de la parte profana apenas necesitaban relacionarse mutuamente: la coordinación de los relatos respectivos se lograría, en principio, ateniéndose a los Cánones y, después, gracias al control de especialistas. Porque sin duda habría redactores aplicados a dar una primera forma a los materiales y otros ocupados en revisar y harmonizar los resultados de esa labor previa, ya para la historia sagrada79, ya para la historia   —63→   profana, mientras unos terceros encajarían la una en la otra y aportarían -posiblemente con la intervención activa del Rey- comentarios morales, notas de actualidad, glosas sabias, prestando a la obra una fisonomía definitiva80.

En el estado actual de nuestro conocimiento, sin embargo, sería arriesgado e ingenuo aspirar a más precisiones. Sabemos, por ejemplo, que el relato bíblico suele combinar la traducción y la paráfrasis (amplia o sintética) de la misma Escritura con los datos y complementos de Flavio Josefo, las explicaciones de Coméstor, las acotaciones de la Glossa; sabemos que una narración mitológica puede trenzar el Libro de las generaciones de los gentiles con el «Ouidio mayor» (las Metamorfosis) y el Libro de las duennas (las Heroidas). Pero no podemos afirmar por quién o quiénes, en qué nivel de la tarea, se zurcieron esos varios retazos en un diseño coherente. Lo único claro es que en   —64→   la General estoria, como en la Estoria de España, «antes de alcanzar el grado último de perfección compilatoria, cada fragmento pasó por toda una serie de etapas elaborativas»81. Ahora bien, reconocer en los Cánones crónicos el esquema fundamental de la General estoria sin duda equivale a revelársenos una temprana e importante fase de la ejecución y contribuye, por ende, a sugerirnos cómo pudieron ser las posteriores. Género y génesis de la obra se iluminan entre sí.

Casi inútil es concluir, con tal perspectiva, que la Historia scholastica no puede ser considerada «fuente estructural» de la obra alfonsí, ni cabe tratar a la General estoria, por lo mismo, de «biblia historial». A Coméstor corresponde únicamente un papel de auxiliar -distinguido auxiliar, eso sí-, para un momento en que las líneas de fuerza de la crónica ya han sido trazadas. La General estoria no será (¿cómo iba a serlo?) «lo que hoy se entiende por historia universal»82; pero sí es lo que por historia universal, tras un lúcido arranque y una larga vacilación que el propio Alfonso X conoció y superó, se entendía en el siglo XIII.





IndiceSiguiente