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Alfonso Reyes: una miscelánea




ArribaAbajo¿Por qué miscelánea?

¿Qué diferencia hay entre una miscelánea y una mixtura? La miscelánea es una mezcla, la unión, el entretejimiento de unas cosas con otras. Lo misceláneo es algo mixto, variado, compuesto de muchas cosas distintas o de géneros diferentes. Una obra miscelánea es un texto escrito en que se tratan muchas materias inconexas y mezcladas. Y mixtura es la mezcla, la juntura o la incorporación de varias cosas y hasta un pan hecho con varias semillas o poción compuesta de varios ingredientes.

Creo que las varias acepciones mencionadas, reproducidas digna y fielmente como las registra el Diccionario de la Real Academia Española, calzan perfectamente con los escritos de Alfonso Reyes y van articulando imágenes, temas, problemas, impresiones, estampas, para organizar un texto a veces breve, bien calculado en su lenguaje y aderezado como un manjar. Suele llamarlo Marginalia, otras, Árbol de pólvora, también Memorias de cocina y bodega y hasta Visión de Anáhuac. Lo que me llama la atención es siempre esa calidad culinaria de la prosa de Reyes. En sus notas a Cartones de Madrid y refiriéndose a «El entierro de la sardina», texto de 1915, se refiere a una edición mexicana con una reproducción de Goya en la cubierta, que tiene, dice «un sabroso carácter de obra de aficionados». Además de la fijación que tiene en las cosas de comida y en la descripción deleitosa que de ellas hace, sus adjetivos son frecuentemente paladares, es decir, se relacionan con las papilas gustativas, con la sensación de deglutir, con la abundancia de alimentos grasos y sensuales que se van deslizando por el organismo y siguen un recorrido cuidadosamente anatómico y delicuescente. Los placeres de la mesa son los placeres de la prosa y por ello es sabrosa. Prosa acorde con el físico, breve pero suculento, redondo, también retozón, graso y refinado, pletórico aunque pícaro. Y la mirada sabrosa se mimetiza a la lengua que el estilo hace gastronómica. Ya lo dice James Willis Robb en su libro El estilo de Alfonso Reyes al compararlo con Thibaudet, «epicúreo gastronómico», analizado por Spitzer y relacionado, por ello, con Reyes y su prosa.

En los mismos Cartones de Madrid Reyes intenta explicar en un texto muy breve llamado «La técnica y la imitación»1 sus aficiones. El ensayo lleva un subtítulo sugestivo, pero puesto entre paréntesis («Análisis de un sentimiento confuso»), y ese sentimiento se produce en relación con la materia grasa por antonomasia, con el jamón vendido en las mantequerías leonesas. La perfección de una sabiduría que lleva siglos de ejercerse confunde a Reyes: ¿en dónde se inserta la medida de la grasa?, ¿en dónde están sus límites?: ¿en su rosada condición, en su tajante diferencia con lo óseo, pero a su vez en su cercanía? es más, ¿son esas diferencias de espacio las que interponen un límite a la carne gruesa y venosa? Lo definido es que la distancia y la cercanía marcan una posible condición espuria de jamón frente a una condición precisa y maciza de beefsteak. Casi podría decirse que entre la asombrada mirada de un Reyes contemplando a un español que compra con seguridad un jamón y la mirada aquilatadora de Barthes cuando define una «esencia» nacional francesa cuando se come un steak hay la misma distancia y cercanía que media entre el asombro de un Cortés o un Bemal relatando las obras «contrahechas de natura». Reyes se admira cuando verifica que un español conoce lo que come, como un artífice conoce los útiles y la materia prima con que habrá de confeccionar, digamos, un mosaico de plumas. Y reiterando, puede contraponerse el asombro de don Alfonso ante un español que compra un jamón (con la seguridad que da la vieja mesa donde se ostenta la serranía) con la mirada sorprendida de Cortés describiendo las obras de los indígenas que contrahacen lo natural, reescriturada en Visión de Anáhuac2.

Después de comprobar en «La técnica de la imitación»3 que el comprador pide un cuarto de jamón con la precisión de una modista que compra a ojo de buen cubero la cantidad exacta de género que necesita, Reyes afirma:

Por aquí comienza mi asombro: no tengo la menor idea de los pesos ni las dimensiones, de lo que puede ser un metro ni un cuarto de kilo de nada, de nada. A veces quiero pasar por conocedor: se me antoja cualquier golosina por la calle. Entro en la tienda, vacilo. Cuando el vendedor, con su firmeza habitual y su aire terrible, me pregunta de qué clase la quiero, y si ha de ser tanto o tanto más, soy tan miserable como el estudiante sometido a un interrogatorio de exámenes. Ignoro las marcas, las clases, las categorías comerciales de las cosas, y en cuanto a las proporciones numéricas, mi temperamento es completamente algebraico: intuyo la filosofía de las dimensiones, pero nunca acierto con las cantidades aritméticas: nunca sé decir lo que mide una pared o el número de habitantes de una ciudad. En cambio, pocas veces yerro al apreciar la mayoría o minoría relativa de las cosas, la tendencia a crecer o a disminuir, el progreso o la decadencia.


(p.347)                


Esta admiración la produce una técnica decantada y resumida en el ojo avizor que puede con la mirada aquilatar la sabrosura, la perfección, el «estar a punto» de una cosa. Y si se trata de una materia comestible, elaborada con una técnica muy antigua, la mirada se confecciona con una larga experiencia en el mirar que se metonimiza con la lengua (y aquí sería necesario subrayar los dos sentidos, el literal y el metafórico y a la vez la homonimia). Conocimiento casi metafísico por la capacidad de abstracción que pasa del ojo a la lengua, del mirar al degustar. Podríamos decir que si comparamos las miradas, Reyes estará viendo el jamón, o mejor dicho, la mirada que mira el jamón, con la mirada que revisa el artificio salido de las manos de un indígena, esa mirada en donde convergen y se mezclan los ojos de Cortés, de Bernal y los ojos de López de Gómara que ha visto por los ojos de Cortés y, por encima, ojea la mirada de Reyes que ha leído lo que los ojos de otros han transferido a la escritura. Reyes se enfrenta al jamón de Madrid como los conquistadores se enfrentan al mundo indígena en Tenochititlán, con el ojo abrupto, absorto y admirativo del extranjero que quiere devorar con la mirada, digerir lo que mira, absorberlo y volverlo carne de su carne cuando pasa por sus vísceras y se va convirtiendo en materia de sí mismo como la comida que lo representa y lo alimenta.

La acción de contrahacer que describen los cronistas se vuelve prodigiosa y lastimera; la obra de esas manos artificiosas hace una réplica perfecta de lo natural al grado de contrahacerlo e incorpora en la palabra los sentidos contradictorios que recoge; contrahacer es repetir, mediante lo artificial, lo que ha hecho naturaleza y, por ello mismo, lo contrahecho es lo deforme: recrear es deformar. Visión de Anáhuac resume mediante enumeraciones poéticas, epígrafes y síntesis históricas una conciencia de lo nacional o mejor el intento de definir cuál sería esa conciencia, y en el intento que presupone la escritura se entrevé un artificio, un deseo de contrahacer lo natural pues la identidad pasa ante todo por la naturaleza: «Cualquiera que sea la doctrina histórica que se profese [...] nos une con la raza de ayer, sin hablar de sangres, la comunidad de esfuerzo por domeñar nuestra naturaleza brava y fragosa; esfuerzo que es la base bruta de la historia»4. Y el enfrentamiento a la naturaleza propia que antes fuera transparente -«el éter luminoso en que se adelantan las cosas con un resalte individual»- se duplica por el enfrentamiento a la cocina -«en las naciones llegadas a estado de civilización, los dos géneros (literatura y cocina) se hermanan gustosamente»-. La épica por transformar lo natural, por luchar a brazo partido con el paisaje, pasa por lo culinario y son las variedades naturales las que prefiguran a la vez el artificio y el refinamiento.

Memorias de bodega y cocina5 advierte de un largo paseo cuyos descansos son cuadros de costumbres culinarias y guía de descarriados gastronómicos. Sí, en la superficie, y la mayor parte de las veces. Pero su contexto se enfrenta a una delimitación, la que pone de relieve, junto a las otras, una comida nacional, justamente aquella que nos da una identidad, porque resume sin «desechar» lo que ya existe y lo que se «adquiere» en las importaciones.

Si nuestra mirada pasea sobre lo natural advierte un crecimiento arrancado de una tierra salitrosa y hostil «que sorbe sus jugos a la roca» como el maguey o «imita al puerco espín» como la biznaga. Además si la mirada pasea por la historia descubre un esfuerzo continuo desde Netzahualcóyotl hasta Porfirio Díaz por desecar una tierra ya de por sí reseca, y un trabajo lento de elaboración culinaria que despedaza, tritura y convierte en polvo.

Pero me detengo y regreso un poco al punto de partida: en su recorrido por el Anáhuac y en el que pasa, con descansos, por las distintas cocinas del mundo para desembocar en la cocina de ese mismo Anáhuac, se advierten los contrastes tan brillantes como en ese valle antiguo se advenían con nitidez, pero destruyéndose en el amalgama de una idiosincrasia: el mole, esa salsa almendrada, dulce y picante al mismo tiempo, unión prodigiosa de ingredientes triturados que han perdido su forma, que se han contrahecho en una pasta untuosa, símbolo en nuestra patriótica mente de un lustre nacional y una relación con el idioma: «Y se me ocurre que la manera de picar la almendra y triturar el maíz tiene mucho que ver con la tendencia de despedazar y "miniaturizar" los significados de las palabras mediante el uso frecuente del diminutivo»6.

Y, ¡claro!, la armazón grotesca de un jamón se parece a esa Obrigadiña, personaje en Árbol de Pólvora, con tanta carne, «que le hacía olitas en los brazos como a los nenes» y los ojos y nalgas se le reían. Un jamón, como una jamona, es hiperbóreo, rubensiano, de sensualidad desbordada, celulítica y sin embargo en él es posible discernir con la vista las cualidades de lo magro, de lo duro y de lo graso, es decir, la carne verdadera enfrentada al hueso (que luego puede servir para cocer un buen puchero) y la grasa que es sólo excrescencia, fuente de deleite, de ocio, de sensualidad enfermiza.

El proceso de trituración que exige la comida mexicana se refiere a una técnica de disminución o a una artesanía de acumulación realizada con enorme paciencia y preciosismo:

Esa puntita de puñal del diminutivo conviene al pueblo que, en un alarde del tacto, viste pulgas y hace con ellas un cortejo de novios... al que sabe, cuando es preciso, hacer rendir -en las fatigosas jornadas del combate- toda su energía o la molécula de maíz, o la gota de agua, aprovechando hasta el fondo su virtud nutritiva, en menos que milimétrica perfección.7


Esta técnica de lo pequeño conviene también a las artesanías, descritas con entusiasmo inferior al esfuerzo producido por López de Gómara, citado a la vez por Reyes8:

Lo más lindo de la plaza -declara Gómara, citado por Reyes en su Visión de Anáhuac- está en las obras de oro y pluma, de que contrahacen cualquier cosa y color. Y son los indios tan oficiales desto, que hacen de pluma una mariposa, un animal, un árbol, una rosa, las flores, las yerbas y peñas, tan al propio que parecen lo mismo que o está vivo o natural. Y acontéceles no comer en todo un día, poniendo, quitando y asentando la pluma, y mirando a una parte y otra, al sol, a la sombra, a la vislumbre, por ver si dice mejor a pelo o contrapelo, o al través, de la haz o del envés; y, en fin, no la dejan de las manos hasta ponerla en toda perfección. Tanto sufrimiento pocas naciones le tienen, mayormente donde hay cólera como la nuestra.


(p. 23)                


La hiperbolización de esa costumbre, la identificación de esa cualidad nacional coincide con la máxima destrucción y la máxima pobreza, el pinole, «último residuo de la trituración de cereales». Este alimento que se encuentra ya en los límites de la materia y que puede confundirse con el polvo y con el vaho unifica en su extremosa condición desértica paisaje y cocina.

La riqueza preside a la pasta triturada que es el mole, salsa imprescindible del platillo más distintivo de la altiplanicie mexicana asociada a la pobreza de esa otra trituración y desecación, la del pinole.

Y lo que sirve para substituir el alimento en el desierto natural, en ese desierto desencajado de la tierra por su luminosidad y su retorcimiento (y prefigura avant la lettre la visión de Lowry), tiende también, no en su contenido sino en el movimiento necesario para producirlo, a la destrucción total. La transparencia, la luminosidad, la creación de frutos que repiten y contrahacen el desierto se cancelan y se deterioran en la lenta y secular labor de los creadores del desierto artificial, de aquellos que desde Netzahualcóyotl hasta Díaz emprendieron un desastre que origina, como dijo Reyes proféticamente en 1915, «el espanto social». Así, a la concienzuda labor de las generaciones que superponen conocimientos adquiridos a producciones naturales para crear una refinada identidad nacional se opone la deshidratada y diabólica labor de quienes han reducido la trituración a un desecamiento y a una contaminación. La labor miscelánea de Reyes deja abierta una prosa a veces grasosa, encubridora, quizá lujo o espejo de un costumbrismo, pero también (sobre todo en Visión de Anáhuac y Memorias de bodega y cocina, de las estudiadas aquí) una rica interpretación de nuestra realidad que más que lógica y cerebral es puramente poética, y es a ella a la que pretende aproximarse el engendro que cociné con esta mixtura.




ArribaAbajoLa obsesión helénica

Repetida en el tiempo y en el espacio de sus múltiples escritos, se encuentra en don Alfonso Reyes la obsesión por el helenismo. El primer tomo de sus Obras completas, por él ordenado, se inicia con el ensayo «Las tres Electras». Si se citan al alzar los títulos de los trabajos contenidos en los últimos tomos publicados, advertimos la reiterada visitación de ese tema: «La antigua retórica», «Religión griega», «Estudios helénicos», «El triángulo egeo», «La jornada aquea», «Los poemas homéricos», «La afición de Grecia», «Rescoldo de Grecia», para citar sólo algunos.

A esta simple enumeración se añade una constancia: hasta los textos agrupados bajo el título de La crítica en la edad ateniense o El deslinde, cuya ejecución acusa una gran solidez y erudición, son trabajados por Reyes como lecciones, apuntes, divagaciones, rescoldos, aficiones. La obsesión helénica invade su vida y se manifiesta en numerosos escritos; lo evidencia «ese océano de papeles donde teme naufragar», confiesa don Alfonso a Ernesto Mejía Sánchez, ordenador acucioso de varios tomos de sus obras completas. Frecuencia rigurosa, persistente manía, descalificadas un tanto al manejarse simplemente como una afición o al darse a la imprenta como notas, misceláneas o estudios elementales. Tentativa y orientación que me dejan perpleja y dan pábulo a ciertas reflexiones. Las anoto:




ArribaAbajo¿Por qué el helenismo?

El helenismo fue cultivado desde muy temprano por don Alfonso; es, además, la preocupación rectora de los jóvenes que fundaron el Ateneo de la Juventud, el lema del antipositivismo. El peruano Francisco García Calderón llama a don Alfonso un «efebo mexicano», «un humanista», y a su padre don Bernardo Reyes «gobernador ateniense de un estado mexicano, rival de Porfirio Díaz, el presidente imperator». Es más, a instancias de Reyes, le otorga a Henríquez Ureña el papel de «Sócrates»9 de su generación. Papel reiterado ampliamente en la correspondencia publicada por el Fondo de Cultura Económica, preparada por José Luis Martínez.

Si el helenismo es sinónimo de humanismo, éste, a su vez y antes que nada, es la capacidad de alcanzar una armonía interior y una perfección moral; en la obra de Reyes, como en la de varios ateneístas, ética y estética están intrincadas indisolublemente. «Grecia», asevera Henríquez Ureña.

No es sólo mantenedora de la inquietud del espíritu, del ansia de perfección, maestra de la discusión y de la utopía, sino también ejemplo de toda disciplina. De su aptitud crítica nace el dominio del método, de la técnica científica y filosófica; pero otra virtud más alta todavía la erige en modelo de disciplina moral. El griego [...] creyó en la perfección del hombre como ideal humano, por humano esfuerzo asequible, y preconizó como conducta encaminada al perfeccionismo, como prefiguración de la perfecta, la que es dirigida por la templanza, guiada por la razón y el amor. El griego no negó la importancia de la intuición mística, del delirio -recordad a Sócrates-, pero a sus ojos la vida superior no debía ser el perpetuo éxtasis o la locura profética, sino que había de alcanzarse por la sofrosine. Dionisio inspiraría verdades supremas en ocasiones, pero Apolo debía gobernar los actos cotidianos10,



y en el grupo ateneísta Henríquez Ureña «enseñaba [...] a ver, a pensar, y», subraya Reyes, «suscitaba una verdadera reforma en la cultura»11. En suma, Henríquez Ureña es ante todo un maestro, pero al estilo Sócrates -sin sus delirios- y su discípulo definitivo es Reyes, depositario de su ética y producto esencial de su muy personal sistema didáctico: «Y en cuanto al trato de las gentes, ya te he dicho que para mí una intimidad ha de comenzar en el acuerdo intelectual, no realizándose de veras sino en un acuerdo moral»12. Por añadidura, al analizar la relación que para Reyes se establece entre Sócrates y Platón, podremos extrapolar y delinear la que existió entre don Alfonso y don Pedro, procedimiento que muy constantemente revela a estos dos autores:

Los maestros itinerantes daban el conocimiento en discursos. Sócrates pretendía extraerlo de las intuiciones de cada uno. Aquellos paseaban por Atenas, disertaban ante públicos escogidos y seguían de frente. Éste, verdadero hijo de la democracia, aunque ella acabó por ser para él una madrastra, predica la filosofía a todas horas y en todos los lugares. Quiere compartir con el pueblo los beneficios de la inteligencia. El desastroso fin de su experimento aleja de Atenas a sus discípulos y los lleva a adoptar, hasta cierto punto, una actitud de conspiradores del espíritu. Él mismo Platón, aunque no comprometido con los sentimientos oligárquicos de su familia, prefiere por el momento abandonar su ciudad y se refugia en Megara. Debemos a la muerte de Sócrates el que Platón no se haya consagrado a la política en el sentido corriente de la palabra13.



Palabras que transferidas a la biografía personal de Reyes y a la historia del México que vivieron él y Henríquez Ureña podrían darnos una clave un poco menos mecánica de la obsesión helénica que persiguió toda su vida a don Alfonso. A medida que la amistad con Henríquez Ureña se hace mas intensa, la figura del padre se va desprestigiando. En la correspondencia se leen a menudo frases como ésta (durante la estancia de Reyes en Monterrey, en 1908): «[...] la imbecilidad ambiente me agobia. Mi papá, por la edad y el trabajo, se va agotando y, consecuentemente, lo invaden ciertas debilidades seniles»14 . La senilidad se traduce en falta de rigor y esa carencia la suple Henríquez Ureña con sus regaños:

Volviendo a ti, te propongo que vengas a México, pero no en viaje definitivo: dile a tu padre que aquí resolverás si te quedas o si quieres irte. Tú que hablabas de rigor militar; por lo que veo, han dejado la elección a tu capricho, ni siquiera a tu razón, como sucedía cuando pensabas seriamente en el viaje al exterior15.



Para ahondar más es importante mencionar otro acontecimiento en la vida de don Alfonso: el asesinato de su padre durante la Decena Trágica y la transposición que Reyes hace de este hecho en su poema dramático, Ifigenia cruel, escrito a finales de su estancia en Madrid, hacia 1923. La considera un intento poético para alcanzar la catarsis y para entender la problemática violenta que vivía el país en esos años. Oigamos sus palabras:

Cuando Ifigenia opta por su libertad y, digámoslo así, se resuelve a rehacer su vida humildemente, oponiendo un «hasta aquí» a las persecuciones y rencores políticos de su tierra, opera en cierto modo la redención de su raza, mediante procedimientos dudosamente helénicos desde el punto de vista filológico [...] pero procedimientos que, en forma sencilla, directa, y en un acto breve y precioso de la voluntad, bien podrían, creo yo, servir de alivio a muchos supersticiosos de nuestros días16.






ArribaAbajoEl helenismo como metáfora de la autobiografía

He acumulado numerosas citas. Quizá de ellas se pueda extraer alguna conclusión. El maestro ejemplar, Henríquez Ureña, convertido en un Sócrates por sus amigos y contemporáneos ateneístas, remplaza en el caso de Reyes a la figura del padre. Y tan fundamental es la figura de ese padre elegido que cuando se intenta despejar la del padre biológico, protagonista trágico de la Revolución mexicana y personaje definitivo del antiguo régimen, Reyes utiliza la estructura de la tragedia griega para alcanzarlo y transformarlo en Agamenón, asesinado por Clitemnestra. Luego se traviste él mismo en Ifigenia para reescribir el mito y darle otro sentido -un final distinto del tradicional- armonizando las contradicciones no sólo de su propia elección -quedarse a vivir en el extranjero y no reincorporarse a la patria después del triunfo de la Revolución- sino también las de los acontecimientos vividos en ese momento por los mexicanos. Ifigenia cruel, metamorfosis poética y continuación de lo que en los inicios de su carrera se había concebido como una interpretación crítica de las tres Electras del teatro ateniense, acaba convirtiéndose en un espacio vital creado por la escritura y, aunque vicario, definitivo: en él habitará siempre y desde su altura podrá referirse a su propia vida y contemplar la historia de su propio país. Es evidente que el delirio o furor sacrificial de Ifigenia constituye el aspecto dionisiaco del teatro griego, pero en el proceso de reconocimiento, de anagnórisis, Ifigenia-Reyes recobra la razón y con ella se instala en la sofrosyne, que tanto él como Henríquez Ureña concebían a manera de paradigma del humanismo griego. El humanista no es ni puede ser un ente pasivo, es un agonista, un combatiente; su agonía será válida si logra producir la catharsis y a través de ella detenerse en la sofrosyne o serenidad.

De la violencia domada nace la razón, el rigor. En el drama de Eurípides, Ifigenia regresa con Orestes y abandona su patria adoptiva, la bárbara Táuride. En Reyes, Ifigenia permanece allí, le da la espalda a una tradición de venganzas y desafueros y prefiere seguir sacrificando víctimas propiciatorias a Diana; Reyes se toma el trabajo de hacer una exégesis de su propio poema y de rescatar, textuales, párrafos íntegros de su primer ensayo,«Las tres Electras». Antes y después de la Revolución, su espacio ideal, su ejemplo moral es el de la tragedia griega, reinterpretada y aplicada a situaciones específicas de su vida y de la vida de México:

El conflicto trágico, que ninguno de los poetas anteriores interpretó así, consiste para mí, precisamente, en que Ifigenia reclama su herencia de recuerdos humanos y tiene miedo de sentirse huérfana de pasado y distinta de las demás criaturas; pero cuando, más tarde, vuelve a ella la memoria y se percata de que pertenece a una raza ensangrentada y perseguida por la maldición de los dioses, entonces siente asco de sí misma. Y, finalmente, ante la alternativa de reincorporarse en la tradición de su casa, en la vendetta de Micenas, o de seguir viviendo entre bárbaros una vida de carnicera y destazadora de víctimas sagradas, prefiere este último extremo, por abominable y duro que parezca, único medio cierto y práctico de eludir y romper las cadenas que la sujetan a la fatalidad de su raza.



La alternativa utópica, casi de novela pastoril -campo agreste, fuera del mundanal ruido, a pesar de la mucha sangre derramada-, tranquiliza su conciencia, ejerce una vicaria y transitoria explicación histórica y sobre todo mítica de su propia realidad y le ofrece un territorio espiritual donde refugiarse.




ArribaAntropofagia cultural

La figura del padre es señera, por eso necesita a veces substituirla pro un padre putativo: acompaña a Reyes como fantasma toda la vida: se asemeja en su asiduidad a la de las sombras visitadas por Ulises en la Odisea y como a ellas en este texto a Agamenón en Las Electras hay que ofrecerles libaciones de sangre fresca para calmar sus manes. Pero los sacrificios son rituales y las sombras regresan de tiempo en tiempo, hay que luchar con ellas a la manera de Ulises:

Llegado al brumoso país de los Cimerios, Odiseo cavó con su daga un ancho foso e hizo una libación a los muertos -miel, leche, vino y agua- desparramando encima la harina de las ofrendas rituales. Hizo luego traer de su nave las bestias destinadas al sacrificio, y las degolló junto al foso, llenándolo con la sangre humeante. Sedientos y anhelosos por recobrar un poco de vida, acudieron en torno al foso los difuntos, «cabezas sin vigor», venidos desde las profundidades del Erebo. Se precipitaban en multitud, lanzando tremendos alaridos. El «pálido terror» asomó al semblante del héroe que, desenvainando otra vez la daga, los iba obligando a turnarse para contestar a sus preguntas17.



Reyes aplaca a sus fantasmas con su famosa oración del 9 de febrero, escrita en 1930 en Buenos Aires: «Yo me había hecho ya a la ausencia de mi padre y hasta había aprendido a recorrerlo de lejos como se hojea en la mente un libro que se conoce de memoria»18. El padre -y también la Madre Patria- se fusionan en curiosa entelequia sólo dirimida por la literatura. A él logra traerlo cabe de sí a modo de atmósfera, de aura, a ella la recrea en sus textos, la revive en Visión de Anáhuac o en Palinodia del polvo, obra de 1940, de factura elegiaca, con tonos imprecatorios. Al padre lo asimila, lo introyecta: «Yo siento que desde el día de su partida, mi padre ha empezado a entrar en mi alma y a hospedarse en ella a sus anchas. Ahora creo haber logrado ya la absorción completa y -si la palabra no fuera tan odiosa- la digestión completa»19. Esta antropofagia cultural, mental, esta traslación de conceptos cuajó en una extraña manifestación, de gran trascendencia para su obra: el padre biológico, el padre individual, así incorporado al propio discurrir del alma, es exorcizado: en breve se transformará en personaje histórico -cosa por lo demás verdadera en la realidad- y será incorporado a otros personajes de la historia y del mito. El asesinato del padre se purga con las libaciones de Orestes, Electra y hasta de Ifigenia, pero como sombra persiste:

El suceso viaja por el tiempo, parece alejarse y ser pasado, pero hay algún sitio del ánimo donde sigue siendo presente. No de otro modo el que, desde cierta estrella, contemplara nuestro mundo con un anteojo perverso, vería, a estas horas -porque el hecho anda todavía vivo, revoloteando como fantasma de la luz entre las distancias siderales- a Hernán Cortés y sus soldados asomándose por primera vez al Valle de México20.



Antropofagia literaria: en esta reunión de sombras terribles conviven el padre y los grandes personajes de la historia. El hecho individual, la pérdida de un padre se amplifica al punto de que en la escritura padre y escritura forman un solo cuerpo. La violencia en que acto se implica es desterrada por las libaciones: «ya que el vino había de volcarse, sea un sacrificio [...] sea una libación para la tierra que lo ha recibido»21. Es más, mediante la antropofagia cultural se explica la decisión de Ifigenia: quedarse en Táuride en su función de sacerdotisa, de sacrificadora de víctimas propiciatorias es, en cierta medida, asumir -pero en la escritura- la historia de México, esa historia antigua que el fantasma del padre convoca y que está presente en la Visión de Anáhuac. «Volver a los clásicos», comenta Carlos Monsiváis, «es adquirir pasado, presente y porvenir, es cobrar identidad y ser nacional, es captar placenteramente las circunstancias inmediatas»22. El desorden de la Revolución, los sacrificios humanos, la alteración definitiva del antiguo régimen se armonizan en un poema dramático, se aclaran en estudios helénicos, se perfeccionan en triángulos egeos. En este mismo cauce podría interpretarse también la referencia de Reyes respecto a Platón cuando afirma que la muerte de Sócrates lo aleja de la política y lo convierte en un filósofo. Al señalarlo, los dos padres, el electivo, Henríquez Ureña, y el biológico, Bernardo Reyes, se han reunido en uno solo, encarnado en Sócrates, el maestro, dispuesto a morir por la patria antes que recurrir a la violencia, y por un extraño malabarismo o por obra de la apaciguadora antropofagia cultural, ese lugar singular bautizado por Reyes Junta de sombras (donde reúne sus aficiones, sus notas, sus rescoldos) es la muestra inacabada, siempre en gestación, de su literatura y de su humanismo, pero también la posibilidad de aplacar a los fantasmas, hacerlos cuerpo de su propio cuerpo y así poder funcionar. Sócrates, según don Alfonso, «sólo pretende saber que nada sabe, y armado con esta piedra de toque, suscita la angustia en los demás»23. En este acto propiciatorio, y utilizando a la palabra como mediadora, don Alfonso se vuelve padre total, se traga como Cronos a sus padres-hijos y cual Sócrates se dedica a la enseñanza y a la difusión del conocimiento. De allí su universalidad, su helenismo y, para resumirlo, su humanismo. Y en él se implican una ética y una estética. Don Alfonso fue su más prístino representante. Quizá por eso ya no lo leemos tanto, sus palabras nos suenan un tanto huecas: estética y ética no suelen ahora coincidir.





 
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