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Alfonso Sastre, una nueva etapa

Virtudes Serrano


Universidad de Murcia



Casi cinco años después de su áspera despedida del teatro español1, Alfonso Sastre ha vuelto a la escritura teatral con tres textos; dos de ellos (Lluvia de ángeles sobre París y Los dioses y los cuernos -versión muy libre de Anfitrión de Plauto2-), parecen constituir el inicio de una nueva etapa del quehacer dramatúrgico del autor en la que ensaya otras formas expresivas, después de clausurar con su Ulalume las tragedias complejas de senectud. En este nuevo tramo de su escritura, aborda el género de la comedia y desarrolla plenamente un sentido del humor ya manejado con acierto en obras anteriores, bien como resorte de ruptura y distancia, bien como estética complejizadora, aflorando de la condición de unos personajes que en su construcción reúnen lo risible de sus expresiones o de la situación en que se ven envueltos con la tragedia inexorable de su edad o su destino.

La tercera pieza, titulada Teoría de las catástrofes3, se encuentra dentro de su habitual cosmovisión trágica y posee el interés adicional de ser el desarrollo dramático de un esquema dramatúrgico que ha servido de soporte a M.T.M., último espectáculo del grupo catalán La Fura dels Baus. Aunque, finalmente, el grupo no haya utilizado el texto de Sastre, por la evidente lejanía que existe entre su forma de trabajar y la de un autor de teatro, el hecho de que recurrieran precisamente a él para dar voz a su espectáculo dice mucho acerca de la vigencia de un dramaturgo que hace ya medio siglo inició esa difícil tarea que es escribir teatro en España.

La edición de esta pieza, rescatada de los inmensos cajones del olvido, ofrece al receptor, casi paso a paso, un proceso de escritura que va desde el guión preparado por La Fura hasta las consideraciones sastrianas sobre las más importantes claves de su actitud como «poeta», expresadas en las notas, habituales en él, que preceden al texto («hors-texte didascalique»4), en las acotaciones que lo acompañan y en las cartas que autor y grupo se intercambiaron, con las que se cierra el conjunto. El dramaturgo organiza la obra con estructura de «Auto sacramental sin sacramento» y justifica las decisiones que va tomando en el discurso metateatral con el que reflexiona sobre su proceso creador y sobre la relación entre las ideas de La Fura y su materialización en el texto que compone.

En «Claves de mi aportación» incluye el concepto que posee del teatro, al indicar que, aunque respetará el «hilo conductor» de la proposición del grupo, aportará algunos elementos que sirvan para hacer más claro el relato a los espectadores. Surge, pues, la idea de que la transmisión del mensaje se produzca sin interrupciones, y de que éste se encuentre incorporado a una historia que le sirva de soporte.

Otra serie de consideraciones acerca de su trabajo, escritas en una segunda persona apelativa (el interlocutor es siempre La Fura) completan un panorama didascálico que transmite sus preocupaciones sobre espectáculo y tema, e informan en tono de «nota» erudita a cerca de las influencias de las que parte. Su actitud abierta lo lleva, como en otras ocasiones, a manifestar en estos textos previos -o en acotaciones que acompañan al texto principal- el mosaico de posibilidades barajadas antes de tomar la decisión de optar por alguna; así lo vemos en la que se refiere a la elección del título de la pieza entre «Prehistorias», «Infernaliana», «Inferno», «La sombra encarcelada», «Teoría de las catástrofes» o «Las cosas y los sueños».

A propósito de dos importantes signos escénicos del espectáculo, el «Hombre» que no habla y «El objeto que se transmite», establece los valores dionisíacos de la tragedia en las catástrofes -acciones-; mientras que lo apolíneo estaría encarnado en la estatua muda que, a lo largo del proceso dramático, sufre los atentados de los que, sin embargo, sobrevivirá al ser desenterrada, imperturbablemente sonriente. Para el objeto, que se constituye en codiciado signo del relevo del poder y ejecutor de sus víctimas, propone un paraguas por su capacidad metamorfoseadora.

En el apartado «Sobre las catástrofes» indica: «Pienso que la primera catástrofe había de ser... el nacimiento de la humanidad». Por ello trasciende Sastre temáticamente el planteamiento del grupo («Los personajes son presentados en bloque; es decir, no van saliendo a escena cada vez que participan, así que salen todos y se van definiendo en base a sus actos») hacia la alegoría de la creación, o nacimiento del hombre y su actuación sobre la tierra, lo que llena el esquematismo inicial del proyecto dramatúrgico.

El texto y su propuesta espectacular tratan sobre el poder; el político, el religioso y el económico son los tres pilares sustentadores de las tres partes del espectáculo inicialmente concebido. Dicha propuesta inicial termina con un enloquecedor epílogo de imagen y sonido, símbolo de la enajenación que sufren los individuos inmersos en la locura colectiva («Está claro, sin embargo, que el aparato audiovisual es el gran protagonista de este acto»); Sastre, como vamos a analizar, desarrolla desde presupuestos más profundos, más complejos y concretos este mismo elemento temático.

El primer acto se refiere al poder político, el hombre poderoso aparece en la tierra con la figura de un rey de bastos que destruye con su maza («bate de baseball») a los que lo rodean; ello da origen a la primera gran catástrofe. Este rey, que devora miembros humanos, va repartiendo «papeles» a los seres que, hasta ese momento, desnudos e indiferenciados, permanecían en el escenario. Sólo uno, después de la distribución de las ropas, muestra una actitud distinta, será el poeta, quien al descubrir el bate ensangrentado, increpa al rey; pero la rebeldía y el pensamiento merecen la muerte, así se expone en el discurso regio, tras el que el propio monarca lleva a cabo la ejecución con un objeto aparentemente inofensivo, el paraguas, que ha sustituido al bate asesino y que en manos reales se transforma en el hiriente estoque que atraviesa el corazón del poeta rebelde porque «es peligroso pensar». Esta advertencia al poeta queda subrayada con el aviso al pueblo: «¡Cuidado con los poetas! ¡Cuidado con los filósofos!».

La versión oficial, sin embargo, no es la que el espectador ha presenciado. La voz de un locutor informa de la muerte del «cabecilla» que se levantó contra el rey, cuyo «cuerpo no presentaba heridas de arma blanca». El tema de la manipulación de las masas ejercida desde el poder a través de los medios de comunicación cierra cada una de las tres partes de esta propuesta espectacular y ha sido reiteradamente tratado por Sastre (había aparecido en textos como La taberna fantástica o Los hombres y sus sombras) y por otros representantes de la llamada «generación realista» de los dramaturgos españoles de los años cincuenta. Es significativo a este respecto el conjunto de piezas breves que Lauro Olmo compuso bajo el título de El cuarto poder.

Este elemento temático de la manipulación de la noticia interesó a La Fura; en la misma carta, transcrita por Sastre al final de la edición que utilizamos, a pesar de que el grupo catalán rechaza el texto por «tener un tratamiento tan ortodoxo como estructura teatral», le hacen saber que «lo que necesitamos es tu punto de vista, en un resumen de más o menos tres folios, sobre cómo puede enfocarse, desvirtuar o variar el hecho-noticia de una escena del espectáculo desde el ángulo personal de escritor dramaturgo, de filósofo, de activista político».

Con la aniquilación del rebelde se puede construir el monumento conmemorativo de la victoria del tirano; éste y el gran sacerdote aparecerán junto al gran monolito. El signo de las víctimas del poder está contenido en los cadáveres que pueblan el subsuelo sobre el que se cimienta el monumento. Cuando todo parece en orden y el acto inaugural se ha perpetuado con la foto, un gran cataclismo provoca la aniquilación de cuanto se había construido sobre la macabra base.

El segundo acto comienza con la presencia de la bella mujer que encuentra el símbolo del poder anterior: el paraguas; así mismo se detiene a contemplar la estatua de Apolo-Afrodita (signo del equilibrio y la permanencia) que emerge, semi-enterrada, de las ruinas del antiguo orden; la mujer increpa a la estatua, por haber creído que era verdaderamente superior, con un parlamento cargado de aromas unamunianos sobre el lugar que ocupan creador y criatura. Después se producirá el nacimiento de las gemelas, y con ello una lucha cainita en la que la envidia y el deseo de apropiarse del objeto simbólicamente poderoso llevan a una a no reconocer a la otra, a arrancarle su belleza, a someterla a tortura y muerte. Un sentimiento xenófobo conduce las acciones de la Gemela 1, convertida en Emperatriz como consecuencia de haber recogido el paraguas y por tanto el emblema del relevo del poder. La Gemela 2, privada de su identidad (la Emperatriz le ha robado la cara), torturada y maltrecha, no tiene otra solución que adentrarse en el subsuelo, en compañía de otras víctimas, no sin proferir su amenaza: los sometidos «algún día podrían ponerse en marcha y venir hacia aquí». Ante la posibilidad de perder su lugar, la Emperatriz manda ejecutar a la Gemela 2, quien recibe la muerte por garrote con el mango del paraguas. Su cuerpo es arrojado a un basurero y la escena tiene como espectador al Científico, que, amenazado por el poder, guarda silencio. De nuevo, un comunicado oficial propaga que la mujer ha sido «víctima de un ajuste de cuentas».

El signo del poder religioso que representa esta escena reside en la pirámide. Sobre el ara de su altar se van ofreciendo víctimas humanas mientras, en un violento contraste, el Artista realiza un plácido retrato de la Emperatriz, apoyada en el paraguas. En esta secuencia, la propuesta dialógica y espectacular de Sastre supera con mucho en profundidad temática a la del grupo. El autor, llevado de su posición estética y de su compromiso ideológico, ha hecho suyo el guión dramatúrgico previo, le ha dado forma y fondo, y ha invertido los papeles protagonistas colocando al texto donde La Fura tenía el espectáculo, aun sin prescindir de éste. Los diálogos están en contacto directo con las imágenes para crear la paradoja del desgraciado mundo feliz. Lo que era un esquemático rito se configura, merced a la concepción sastriana, como un barroco ceremonial en el que hasta la Emperatriz forma parte de la pira de cadáveres, como en una medieval danza macabra. Después de la destrucción, un objeto sobrevive, el imperecedero paraguas, en tanto que de las cenizas de vencedores y vencidos emergen dos sujetos: el Capataz que dirigía los trabajos de la antigua pirámide y uno de los esclavos que la construían.

El acto tercero posee evidentes signos de actualidad. Reyes, sacerdotes, ideologías, han ido pasando con su rastro de destrucción. Sólo el poder, protagonista incorpóreo, codiciado y omnipotente, pervive reencarnándose en los sistemas y las personas que lo representan. Llegados a este punto el objeto de reflexión es el presente y las figuras del Capataz y el esclavo han derivado en su significación hacia el Capitalista y el Obrero. Sus discursos respectivos se contraponen como sus banderas, pero ambos son artífices de opresión, muerte y destrucción. El muro con el que delimitan sus territorios y los contradictorios mensajes emitidos desde uno y otro bando establecen una dialéctica de posturas que terminará con la aniquilación de los ideales y la absorción de ambos por un sistema superior que los confina en los límites de su propia degradación5. La caída del muro no supone la fusión de todos los seres, sino la aparición de un nuevo obstáculo que vuelve a igualar a todos ante la presión de un poder incontenible y coactivo representado en una «cuarta pared que encierra a las dos poblaciones en una prisión cuadrangular, sometida a un régimen de campo de concentración, en el que sobrevivir es lo más que puede soñarse».

En el epílogo, constituido por el «Discurso fúnebre del ejecutivo de la posmodernidad», se marca aún más la diferencia entre una propuesta donde los valores espectaculares ocupan un indiscutible primer lugar, y otra, de complejísimo y rico espectáculo que sirve para cuestionar la historia toda del hombre y la legitimidad de las ideologías. De la ruina del último cataclismo queda un mundo de espectros, seres que han perdido toda identidad, víctimas probablemente del desengaño sufrido. La estatua del dios casi ha desaparecido entre los escombros. Entonces surge el nuevo redentor: «El Ejecutivo del Futuro». Él comunica a la estatua, a la que llama «Anthropos» su final, pero al decir ella su última palabra («Mi palabra es Historia. Mi palabra es Seguir») hace patente el inexorable destino de la humanidad. El Ejecutivo no lo comprende y manda enterrar el signo del pasado, pero, antes de que sus obreros consigan hacer desaparecer al dios sonriente, otros («un grupo de acción») se les oponen; y, mientras Apolo ríe, uno de los hombres encuentra el emblemático paraguas, preludiando así el eterno retorno del poder con su nueva máscara.

El texto es sumamente sugestivo y su origen no deja de ser interesante a pesar de que la colaboración no llegase a los escenarios. En esta pieza encontramos la fidelidad del dramaturgo a algunos de sus anteriores principios estéticos e ideológicos, pero también el desengaño, que cristaliza en la mayor distancia crítica de su propuesta, elemento éste que me ha parecido observar igualmente aunque en clave de humor en Lluvia de ángeles sobre París. Por otra parte, es importante observar cómo en un momento en el que el autor dramático español está en crisis de identidad social, Sastre reivindica la suya ofreciéndose al grupo para colaborar con él «desde mi punto de vista literario y dramático». Teoría de las catástrofes es un texto que propone un complejísimo espectáculo, al servicio de una profunda reflexión histórica sobre el hombre y su actuación en la tierra. La conclusión a la que llega la propaga el Altavoz que se escucha al final de la pieza: «Cabalgamos sobre los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. El hombre no es una gran hazaña. El hombre es un ser imposible».





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