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Almuerzo en el desierto

Sobre «El Desierto» y «Almuerzo de vampiros», de Carlos Franz



Ernesto Pérez Zúñiga

«Le faltaba morir al menos una vez, que es lo que casi todo escritor necesita antes de ponerse a escribir», dice el narrador en El desierto, por lo que estoy seguro de que Carlos Franz ha debido morir tres veces al menos, una por cada uno de los libros suyos que he leído, El desierto, Almuerzo de vampiros, y La prisionera, muy diferentes entre sí pero comunicados, especialmente el primero y el tercero, que se alimentan de un universo construido minuciosamente con la consistencia que tiene la realidad: ficción, máscara, sueño, las pruebas de que también existimos. En estos libros, da la impresión de que vivimos dentro de una materia desconocida en el fondo, una materia que somos, y que los personajes y sus narradores se debaten en el intento de tratar de desvelarla.

La literatura de Carlos Franz sabe entrar en ese cruce de existencia e inexistencia, para crear otra ilusión hecha de palabras con las que tratar de entendernos.

Podríamos decir que el desierto fue creado al principio de los tiempos («En el principio creó Dios los cielos, y la tierra. Y la tierra estaba desadornada y vacía»). Y nosotros, que somos seres de pregunta, vocativos de náufrago, quizá logramos parecernos al dios desconocido justo a través de una afirmación: En el principio fue.

Así lo hace al menos el escritor capaz de crear un mundo que es a la vez lenguaje y narración, verbo e historia, imposible de desgajar el uno de la otra porque ambas cambiarían: cada modulación de la voz templa otro destino; cada universo proyecta su propia escritura.

Es el caso, desde luego, de Carlos Franz, cuya obra le sitúa entre los mejores narradores actuales en lengua española, como demuestran sus novelas El desierto y Almuerzo de vampiros, en las que voy a centrarme brevemente, trenzando algunas citas guiadas.

El desierto, novela felizmente ambiciosa, se interna (nos interna) en el retrato de una ilusión desenmascarada en múltiples ambiciones, tristezas, sueños de poder y de justicia, la abnegación y la cobardía, hasta dar con el rostro de una época rota en su política, el rostro que sus propios protagonistas trataron una vez de ocultar. En esta novela toda acción tiembla en la inmensidad del vacío: «las luces de Pampa Hundida titilaban apagándose y encendiéndose al compás del aire caliente que el desierto emitía. Y a cada estertor la fiesta en la ciudad se acercaba, abreviaba los dos kilómetros que la separaban de esta nada, y luego se alejaba, huía».

El espejo de este desierto es el cielo, donde lucen, como espejismos en la arena, estrellas ya extinguidas. «Qué fácil sería» -piensa Laura- «ceder a la tentación del cielo al revés [...], dejarse caer hacia el vacío [...], y la nada la recibiría. Ella flotaría hacia esa bóveda oscura, donde las estrellas engañaban.» Y ella afirma muchas páginas más adelante: «cuando te has asomado al abismo y el abismo se ha mirado en ti, no hay otra salida sino ir a buscar las respuestas al fondo de esa mirada interior. Un fondo por donde tu ser se comunica con algo mucho más antiguo y remoto que tú misma, tan remoto como el abismo que te mira».

El desierto resulta ser espejo de un firmamento con estrellas muertas. Y uno, el ser humano, una pregunta breve pero intensamente angustiada entre dos espejos, y espejo asimismo. En esto consiste ver, el primer intento de comprender: en contemplar la multiplicación de reflejos de un desierto y otro sobre el desierto propio.

Entre tantas tentaciones de muerte, entre tantos reflejos, los personajes de esta novela provocan una red de efectos devastadores en sus congéneres, que otros intentan de contrarrestar. Este mecanismo de oposiciones sucede hacia otros y también hacia el sí mismo de cada personaje: en casi todos hay una doble dirección. El militar -sinécdoque del dictador- calma al caballo nervioso e inmediatamente lo amenaza. El miedo, pulsión clave en esta novela, actúa como el perro bravo que gruñe cuando nos movemos y ladra cuando alguien se nos acerca, «el miedo echado a mis pies me dominaba y me cuidaba».

Es una dinámica que acaba surtiendo de máscaras a los distintos órdenes de la sociedad, «la máscara sonriente de demonio que el demonio se prueba para pasar por inocente». En el intento de descubrir la verdad, y defenderse de ella, los mejores consiguen «poner una máscara de legalidad sobre el oscuro, hirviente borbotear de la injusticia».

El desierto descubre «el afecto de la víctima por su verdugo, ese contubernio ampliado a una escala antropológica, y luego política, y jurídica, y luego ontológica: el orden, la obediencia a la norma, a la ley, como agradecimiento del sujeto ante el poder que se abstiene de poder más».

«Un cinismo como el de que se ha visto morir una vez y sabe que toda identidad es una impostura provisional» (se dice En almuerzo de vampiros), de modo que la identidad, en las novelas de Carlos Franz, está flotando en un mundo intermedio entre la pregunta fundamental sobre el sentido y las marcas que dejan sobre los individuos los instrumentos del poder.

Este juego obligatorio de oposiciones se sublima en Laura, la protagonista de El desierto, jueza justiciera que contempla la estatuilla de la razón, y afirma: «yo misma sé que el sentido es deseo». (Frase que dialoga con otro de los personajes de Carlos Franz, el juez Larsson de «La vara», relato de La prisionera, quien se pregunta: «¿No había escrito el propio Aristóteles que la ley es la razón intocada por el deseo?»).

Esta contradicción entre la razón y el deseo (y su otra cara de la moneda, el miedo) va cavando un abismo dentro de los personajes (los personajes que no se acomodan a la realidad, ya sean víctimas o verdugos):

«El pueblo, la nación, la iglesia, siempre son los otros, el relato que nos hacen de los otros; pero la verdad somos los individuos perdidos, solos, incapaces de narrarnos a nosotros mismos, apenas urdidos por una voz que nos clama en el desierto».

La ausencia, soledades en una comunidad construida, flotante, sobre un mar ausente, como el propio narrador explica, «es la metáfora esencial del desierto que nos rodea».

En esta novela se anuncia que: «vendría una época de idealismos cada vez más pobres, tan pobres que bastaría la menor oferta del poder para comprarlos».

Es la época de Almuerzo de vampiros, donde se cruzan otras dos. La nuestra, en palabras del brillante Zósima:

«Una época próspera y que no cree en la muerte. Un mundo que busca desesperadamente la inmortalidad de su carne siempre joven. [...] Es el Dracul, el dragón, Satanás. Señor del tiempo material. Furioso porque el tiempo espiritual se le escapa sin poder atraparlo».

Y desde esta, nuestra época, el narrador sentado en una terraza busca otra, el pasado, con desilusión e inmensa ternura. «Una oscura nostalgia me sobreviene, como la que sentimos por un enemigo del cual ya no podemos vengarnos». «Nunca se escapa de la manera en que se ha vivido la juventud».

También son dos las fuerzas míticas que donan sus respectivas magias a esta novela. Una es la del vampiro, encarnado en los personajes singularísimos que se acompañan por Santiago en la noche del toque de queda:

«Lo que el vampiro busca, ahora, es amistad, camaradería. Aliviar su soledad en compañía de otros, de muchos otros como él. Sus afines.»

La otra fuerza mítica es la de Fausto, encarnado en el inocente muchacho taxista, y la de Mefisto, encarnado en el Maestrito, señor de una sabiduría esenciada en la supervivencia, que es también un cruce de vampiro (y ambos vendrían también del Lazarillo de Tormes y sus diferentes Amos).

Basándose en el Doktor Faustus de Mann, uno de los personajes hace esta pregunta:

«¿No será que para subirnos a la posmodernidad, para desarrollarnos y ser criaturas de elección, para prosperar y así unirnos a ELLOS, hemos pagado el precio de no poder amar?»

«Es posible amar [...] con el afrodisíaco de la desesperación», responde alguien, igual que ocurre en El desierto.

Y al igual que en El desierto, la novela está estructurada con una arquitectura doble, donde la diversidad de puntos de vista enriquecen la narración con ese juego de oposiciones del que hablaba hace unos párrafos.

En Almuerzo de vampiros es compatible la desgracia con la felicidad que al fin encuentran sus personajes, los pícaros perdedores, en una mágica terraza, ruinosa sobre un acantilado, a punto todos de precipitarse en el vacío; un viaje divertido (del lat. divertere, llevar por varios lados, uno de ellos de gran jocosidad) al fondo de la naturaleza humana y de un mundo que parecía borroso en los suburbios del tiempo.

A algunos libros hay que hacerles un homenaje de silencio y de espacio, de seguir esperando a que no se terminen, para que el eco de un capítulo siga viviendo en nosotros sin avanzar hacia su fin. Es una pausa de convivencia. La ficción se queda dentro creando su propio espacio de sueños. Es ese lugar de uno, ese desierto habitado por una lectura multiplicada desde la infancia. Es el principio, que fue, quiere seguir siendo y se renueva gracias a una literatura poderosa como la que escribe Carlos Franz.





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